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HISTORIA DEL CRISTIANISMO Y DE LA IGLESIA

 

NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

TOMO I

DESDE LOS ORÍGENES A SAN GREGORIO MAGNO

PROFESOR J. DANIÉLOU

DESDE LOS ORIGENES AL CONCILIO DE NICEA

PROFESOR H.I. MARROU

DESDE EL CONCILIO DE NICEA HASTA LA MUERTE DE SAN GREGORIO MAGNO

Traducido por MARIANO HERRANZ MARCO y ALFONSO DE LA FUENTE ADÁNEZ

 

CRONOLOGÍA

ACONTECIMIENTOS POLITICOS EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

LA BATALLA CONTRA EL JUDEO-CRISTIANISMO

C1.—La Iglesia primitiva.

C2.—La Iglesia fuera de Jerusalén

C3.—La crisis del judeo-cristianismo

C4.—Efeso, Edesa, Roma.

C5.—Los orígenes del Judeo-Cristianismo

C6.—Costumbres e imágenes judeo-cristianas

LA BATALLA CONTRA EL IMPERIO

C7.—La Iglesia y el Imperio

C8.—Heterodoxia y ortodoxia

C9.La comunidad cristiana

C10.Alejandría

C11. Occidente bajo los Severos

C12.—La sociedad cristiana en el siglo III    

LA BATALLA CONTRA EL PAGANISMO

C13—Orígenes, Mani, Cipriano

C14.—El final del siglo III

C15.—El cristianismo en vísperas de la gran persecución

C16.—La última perseución y la paz de la Iglesia

C17.—La Iglesia en la primera mitad del siglo IV

CUARTA PARTE

NICEA. LA VICTORIA CONTRA EL ANTICRISTO

C18.—Arrio y el concilio de Nicea

C19.—Las peripecias de la crisis arriana

C20.—Orígenes y primera expansión del monacato

C21.—La expansión del cristianismo fuera del mundo romano

C22.—Los progresos del cristianismo en el interior del Imperio

C23.—La Edad de Oro de los Padres de la Iglesia

C24.—La vida cristiana a finales del siglo IV

C25.—Christiana témpora

VICTORIA DEL CRISTIANISMO. VICTORIA DE LA IGLESIA CATÓLICA

C26.—El Oriente cristiano.—La suerte de las Iglesias exteriores

LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO DE ORIENTE

C27—La vida eclesiástica en el Imperio romano oriental

C28.—El Occidente latino

 

LA IGLESIA EN LA EDAD MEDIA

 por el profesor DR.M. D. KNOWLES,con la colaboración de los profesores D.OBOLENSKY Y DR. C. A. BOUMAN

Lo tradujo al castellano T. MUÑOZ SCHIAFFINO

PRIMERA PARTE (609-1048)

1.—Evangelización de Europa

2.—Bizancio y las Iglesias de la Europa Oriental. Cirilo y Metodio. La misión de Moravia .

3.—Las Iglesias de la Europa occidental. La Iglesia merovingia y la Iglesia franca (604-888). 2. La Iglesia anglosajona del 663 al 1066. 3. La Iglesia alemana (754-1039). 4. España (711-800). 5. El régimen de la iglesia privada .6

4.—Las vicisitudes del papado (604-1049)

5.—El origen de la autoridad

6.—La Iglesia bizantina. 1. La cristiandad oriental en el siglo VII. 2. La crisis iconoclasta. 3. Consecuencias de la controversia iconoclasta. 4. La querella de Focio.5. Bizancio y la supremacía pontificia. 6. El «filioque». 7. La ruptura de 1054

7.—Roma y Constantinopla

8.—Los siglos monásticos. (I) .

9.—La teología (600-1050)

10.—El derecho canónico desde Dionisio el Exiguo hasta Yvo de Chartres.

11.—El culto público y la piedad

12.—La cultura cristiana en Occidente

 

SEGUNDA PARTE (1049-1198)

13.—La reforma gregoriana

14.—Los siglos monásticos (II) . 1. Nuevas órdenes religiosas . 2 . Los agustinos . 3 . Cluny . 4. Bernardo de Claraval y Pedro el Venerable

15.—La Iglesia en el siglo XII . 1. Inglaterra (1066-1216) . 2. La Iglesia de Francia (900-1050) . 3. Alemania y el papado (1125-1190) . 4. España en la Edad Media . 5. Escandinavia . 6. Las Cruzadas (1098-1274) . 7. Los concilios

16.—Estructuras de la Iglesia medieval

17.—La teología (1050-1216)

18.—El pensamiento medieval (1000-1200)

19.—La vida espiritual (II)

20.—La religiosidad de los laicos

21.—La literatura en los siglos XI y XII

22.—El arte y la música (600-1150) . Las artes plásticas . La música

TERCERA PARTE (1199-1303)

23.—El siglo XIII . 1. Inocencio III . 2. Cuatro antorchas de la edad de oro

24.—La supremacía pontificia y la difusión de la fe . 1. Roma y Alemania (1190-1253) . 2. La conversión de los países bálticos . 3. La Iglesia búlgara. 4. La Iglesia servia . 5. La Iglesia rusa

25.—Roma y Constantinopla. 1. El punto de vísta occidental (1204-1439) . 2. El punto de vista oriental. El cisma entre la cristiandad oriental y la occidental . 3. Tentativa de reunificación. El Concilio de Lyon (1274) . 4. El Concilio de Florencia (1430) . 5. Grupos y partidos en la Iglesia bizantina . 6. San Gregorio Palamas y la tradición hesicasta

26.—La Iglesia y la corona. Tesis y antítesis

27.—Los mendicantes . 1. Origen y expansión . 2. Controversias

28.—La vida espiritual (II)

29.—El pensamiento medieval . 1. El siglo XIII: 1200-1277 . 2. Rogerio Bacon . 3. Raimundo Lulío

30.—La herejía . 1. Los primeros movimientos heréticos y los cátaros . 2. La Inquisición . 3. Joaquín de Fiore

31.—Los judíos y la usura

32.—¿Reforma o decadencia?

33.—Las artes (1150-1300)

 

CUARTA PARTE (1304-1500)

34.—Los papas de Aviñón.

35.—El gran cisma

36.—El siglo XV . El papado del Renacimiento

37.—La vida monástica y regular de la baja Edad Media (1216-1500)

38.—El pensamiento medieval (1277-1500)

39.—Herejía y revolución

40.—El clima religioso del siglo XV

TOMO III

REFORMA Y CONTRARREFORMA

por el profesor DR. HERMANN TÜCHLE con la colaboración del profesor DR. C. A. BOUMAN

 

CAPÍTULO I.—España y la expansión mundial de la Iglesia.

1. Unidad de Iglesia y Estado. Cisneros y el humanismo cristiano. El nuevo campomisional. El P. Bartolomé de lasCasas. El patronato de la corona.

CAPÍTULO II.—LA CRISIS EN LA VÍSPERA DE LA REFORMA PROTESTANTE

I. La nueva economía. La ciudad y el campo. Crisis política.

II. Clero y obispos. Los monasterios. La piedad de los seglares.

III. El humanismo.

 

CAPÍTULO III—LA REFORMA PROTESTANTE COMO OBRA PERSONAL DE LUTERO Y COMO DESTINO DE EUROA

I. Martín Lutero. Juventud y formación. La «Experiencia de la torre» y las ideas fundamentales . La disputa de las indulgencias. La disputa de Leipzig y la excomunión. La traducción de la Biblia. El problema de la organización eclesiástica.

II.Ulrico Zuinglio. La guerra de los campesinos

III. Iglesias territoriales en Alemania y en los países escandinavos. Progresos del protestantismo en Suiza. Agrupacionespolíticas.

IV. La «confessio augustana». El camino seguido por Inglaterra. Otros éxitos luteranos en el imperio. Los anabaptistas.

V. Juan Calvino. Difusión del calvinismo. Agravación de las circunstancias en el Imperio.

 

CAPÍTULO IV.—LAS NUEVAS FUERZAS Y EL CONCILIO DE TRENTO

I. La respuesta del derecho formal. El intento de la represión militar.La paz religiosa de Augsburgo. Reacción en Inglaterra. La iglesia estatal inglesa. Escocia.

II. La noche de san Bartolomé y las guerras de los hugonotes. Los Países Bajos. ¿Acuerdo espiritual? Los coloquios religiosos. Superación del protestantismo mediante la renovación religiosa. El papa Adriano VI. Ignacio y los primeros jesuítas Renovación de laCuria.

III. La lucha por el Concilio de Trento.Protestantes en Trento. El papa Pablo IV. Reapertura, crisis y terminación del Concilio. Significación del Concilio de Trento

CAPÍTULO V.—En el espíritu del Concilio de Trento. Renovación interior de la Iglesia y defensa activa (Contrarreforma)

1.- Pío IV y CarlosBorromeo. Los papas reformadores: Pío V. Gregorio XIII. Sixto V

2.- Pedro Canisio y el sistema educativo jesuíta. Los protestantes alemanes después de la paz religiosa

3.-Defensa activa: Baviera y Austria. Los territorios eclesiásticos. Suiza. Francia y Bélgica.

4.- Defensa y consolidación protestantes. La iglesia nacional inglesa y el puritanismo.

CAPÍTULO VI .—REPERCUSIONES DE LA ESCISIÓN DE LA FE EN LA ÉPOCA DEL ABSOLUTISMO

1.-Auge religioso y desviaciones teológicas. Intentos de unión . La guerra de los treinta años. Contrarreforma bajo Fernando II. La paz de Westfalia. Recatolización en Polonia y Hungría

2.- Supresión del edicto de Nantes. El protestantismo secreto. La espiritualidad francesa. Los propulsores: Teresa de Avila y FelipeNeri. Pedro de Bérulle. Francisco de Sales. Carlos de Condren y Juan Jacobo Olier. JuanEudes. Vicente de Paúl.

3.- El nuevo agustinismo. La disputa sobre lagracia. El jansenismo. Blas Pascal

4.- La paz Clementina. Intentos de reunificación. Molano y Espinola, Leibniz y Bossuet.

CAPÍTULO VII.—La nueva vitalidad de la Iglesia. Misión universal, conversio¬ nes y configuración barroca del mundo.

I. La lucha contra la Media Luna.

II. Nuevas empresas misioneras. Francisco Javier. Japón. Adaptación en China y en la India. Las «Doctrinas» en el Paraguay. Comienzos de la Congregación de Propaganda Fide.

III. Misioneros franceses en Canadá y en el próximo y lejano Oriente. El conflicto de los ritos

IV.- Conversiones en Europa. La revolución inglesa de 1688.La Roma barroca y los artistas. La ciencia teológica. Bolandistas y maurinos.

V. La Iglesia y las Ciencias Naturales. El teatro jesuita. Balde y Calderón. La piedad y la predicación barrocas

 

CAPÍTULO VIII—GÉRMENES DE SECULARIZACIÓN. EL ABSOLUTISMO REGIO Y EL NUEVO PENSAMIENTO

I. La decadencia de las potencias católicas. El pontificado y el absolutismo francés.

II. El galicanismo. La disputa sobre la piedad ideal. Bossuet y Fenelón.

III. La segunda etapa de la contienda con el jansenismo. El nuevo pensamiento. Renato Descartes.

IV. El deísmo inglés. La sociedad del Barroco. Problemas sociales y caridad

 

CAPÍTULO IX.— LAS IGLESIAS DE CALCEDONIA EN EL IMPERIO OTOMANO

I. Caída de Constantinopla y consolidación posterior del Imperio otomano. El patriarca Gennadio II Escolario. El patriarca ecuménico en el Imperio turco. Siglos de opresión. La elección de los patriarcas.

II. Tensiones crecientes entre eslavos y griegos. El patriarcado de Constantinopla en la segunda mitad del siglo XVI. Diplomacia occidental. El protectorado religioso de Francia. Primeros contactos con teólogos protestantes. Tendencias calvinizantes del patriarca Cirilo Lucaris. Los escritos confesionales ortodoxos del siglo XVII.

III. Monasterios y vida monástica. Los patriarcados melquitas bajo dominio turco. El patriarcado melquita de Alejandría. La Iglesia de Jerusalén. La archidiócesis autónoma del Sinaí. l patriarcado melquita de Antioquía hasta mediados del siglo XVI.

IV. Misión de Leonardo Abel en el pontificado de Gregorio XIII. Primera generación de «misioneros» franceses. Francisco Picquet. Amplia influencia francesa. El patriarca Eutimio II Carmi y su primer sucesor. La escisión en el patriarcado antioqueño.

CRONOLOGIA VOLUMEN I: ACONTECIMIENTOS POLITICOS E HISTÓRICOS DURANTE LA EDAD APOSTOLICA HASTA LA VICTORIA DE LA IGLESIA

 

MAPAS

DIVISIONES ECLESIÁSTICAS EN EL SIGLO XVIII EUROPEO

LOS ESTADOS PONTIFICIOS EN EL SIGLO XVIII

ARZOBISPADOS ITALIANOS EN EL SIGLO XVIII

DIVISIÓN ECLESIÁSTICA DEL SUDESTE DE ASIA

LAS REDUCCIONES DEL PARAGUAY

OBISPADOS Y ARZOBISPADOS DE AMERICA DEL SUR

OBISPADOS Y ARZOBISPADOS DE AMERICA DEL NORTE

IMPERIO OTOMANO Y LAS IGLESIAS UNIDAS DEL PROXIMO ORIENTE

DIVISION ECLESIASTICA DE FRANCIA ANTES DE LA REVOLUCION

RELACIONES DE LA IGLESIA Y EL ESTADO DESPUES DEL CONGRESO DE VIENA DE 1815

ORGANIZACION DE LA IGLESIA EN LA CONFEDERACION GERMANICA

RELACIONES DE LA IGLESIA Y EL ESTADO SUIZO DESPUES DE 1815

OBISPADOS Y ARZOBISPADOS EN ESTADOS UNIDOS Y CANADA HASTA 1850

LAS MISIONES EN AFRICA DURANTE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX

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SAN JUAN CRISOSTOMO Homilias sobre el Evangelio de SanMateo

SAN ATANASIO Discursos Contra Los Arrianos

CIPRIANO DE CARTAGO Cartas

EUSEBIO Historia Eclesiastica

SAN AGUSTIN Confesiones

SAN AGUSTIN La Ciudad de Dios Libros I-VII

SAN AGUSTIN La Ciudad de Dios Libros VIII-XV

LACTANCIO Sobre la muerte de los perseguidores

SAN JERÓNIMMO Epistolario

PAULO OROSIO Historias contra los Paganos

CIRILO DE JERUSALÉN Y SUS CATEQUESIS

SINESIO DE CIRENE Cartas

VON CAMPENHAUSEN Los Padres Griegos

VON CAMPENHAUSEN Los Padres Latinos

 

 

 

INTRODUCCIÓN GENERAL

Tal vez parezca a primera vista desconcertante presentar una Historia de la Iglesia apelando a consideraciones de naturaleza teológica, cuando el progreso de un siglo de estudios sobre esta materia ha consistido precisamente en distinguir cada vez mejor los diversos planos y métodos. Como reflexión sobre los datos de la Revelación, la teología supone fe, es decir, una actitud de espíritu que, siendo racional, pero de naturaleza no científica, implica una intervención libre, natural, a la que responde un compromiso personal con Dios. Por el contrario, la historia de la Iglesia, como todo trabajo histórico, intenta reconstruir por métodos rigurosamente científicos, lo más objetivos posible, el pasado de la sociedad eclesiástica, su evolución a través de los siglos y los rasgos particulares que la caracterizaron en cada época, según cabe llegar a ellos mediante las huellas que ese pasado ha dejado en los documentos escritos, en los monumentos arqueológicos y en otras fuentes sometidas al tamiz de la crítica histórica elaborada por generaciones de eruditos. El teólogo nos presenta el punto de vista de Dios sobre la naturaleza profunda de la Iglesia y su papel en el misterio de salvación de la humanidad. El historiador de la Iglesia nos describe las vicisitudes concretas de esa Iglesia, situándolas en el marco más general de los acontecimientos profanos, sin ninguna intención apologética o edificante, movido por el único afán de mostrar y explicar, según la fórmula de Ranke, was geschehen ist, lo que ha sucedido.

En este plano, lo mismo que no hay dos especies de matemáticas, una que fuera cristiana y la otra no, tampoco puede haber dos especies de historia de la Iglesia, una inspirada por la teología y la otra no: sólo hay una historia de la Iglesia, la verdadera, la misma para todos. Y ello porque no hay dos verdades, una científica y otra religiosa. Todo lo que es auténtica verdad científica es verdad pura y simplemente, imponiéndose como tal a católicos y no católicos, y no puede, por tanto, ser incompatible con la verdad religiosa, es decir, con los datos de la fe, si admitimos que esta verdad religiosa es también “la” verdad. De ahí que el historiador católico no haya de temer que las conclusiones ciertas a que llega mediante procedimientos científicos comprobados puedan hallarse en contradicción con lo que él mismo está obligado a admitir como creyente. Pero aquí es necesario evitar dos confusiones en que se cae con demasiada frecuencia. La primera consiste en tomar apresuradamente como firme verdad científica lo que no pasa de ser una hipótesis más o menos seriamente fundada. La segunda, en tomar como datos de fe simples opiniones más o menos tradicionales en la Iglesia. Porque la verdad es una sola, tanto para el historiador como para cualquier otro científico, sus convicciones religiosas nunca podrán impedirle, incluso cuando escribe la historia de su Iglesia, formular conclusiones en el sentido a que le orienta el método histórico correctamente aplicado ni obligarle a desviar ciertas conclusiones sólidamente fundadas.

TEOLOGIA DE LA IGLESIA

Siendo esto así, ¿qué lugar queda para unas consideraciones teológicas al comienzo de una Historia de la Iglesia que quiere ser rigurosamente científica? Queda un lugar realmente no despreciable, si se tiene en cuenta que es casi imposible estudiar y, sobre todo, exponer el pasado de una institución sea cual fuere sin tener nociones relativamente claras sobre su naturaleza y sobre la importancia relativa de los diferentes aspectos que presenta. Y, cuando se trata de una institución de naturaleza religiosa como la Iglesia, tales nociones dependen en gran parte de la teología, lo cual viene a significar que toda concepción de la historia de la Iglesia implica necesariamente, quiérase o no, ciertas posiciones teológicas. ¿No será entonces preferible explicarlas de algún modo ya al principio, para que el lector comprenda mejor el punto de vista adoptado? Así lo han estimado oportuno los directores de esta Nueva Historia de la Iglesia.

La Iglesia aparece designada en la Escritura y en la Tradición patrística o litúrgica con una serie de imágenes complementarias, cada una de las cuales pone especialmente de relieve uno de los aspectos de esta realidad compleja, si bien siempre resulta necesario ir más lejos que la imagen para captar todo su alcance. Se la presenta como el arca que nos salva de la muerte, igual que en tiempos del diluvio; como un pueblo, el Pueblo de Dios reunido de los cuatro puntos cardinales para recibir sus dones en un marco comunitario aceptado libremente; como el nuevo Israel, heredero de la promesa hecha al primero, el cual no pasaba de ser su figura; como el Reino de Dios en la tierra, donde se encuentran ya realmente presentes, aunque en forma todavía velada, los bienes cuya posesión constituirá el gozo de la eternidad; como un templo hecho de piedras vivas, en el cual se ofrece a Dios el único culto de su agrado; como la Esposa de Cristo, animada por su Señor y unida a él por un amor recíproco; como una madre que engendra a los cristianos para una nueva vida y les es anterior; como el Cuerpo de Cristo, que recibe toda su vida de su unión íntima con él y debe presentar, como todo cuerpo vivo, una estrecha unidad de miembros y órganos en la diversidad de las funciones. Ninguna de estas imágenes traduce de manera adecuada el misterio total de la Iglesia, pero sí evocan sus aspectos esenciales, que se han de comprender en función del plan de salvación concebido por Dios para la humanidad tal y como es, o sea, formada no por una multitud de espíritus puros, independientes unos de otros, sino por una multitud de espíritus encarnados, unidos entre sí por múltiples lazos de dependencia recíproca.

La Alianza de Dios con la humanidad, prometida a Abrahán, realizada en Cristo y explicada en los escritos apostólicos, tiene por objeto comunicar a los hombres una participación en la vida misma de Dios. Pero esta comunicación no se otorga a individuos aislados: se refiere, sí, a personas, cada una de las cuales conserva su independencia y su dignidad personal, pero llega hasta ellas de manera comunitaria, de acuerdo con la naturaleza social del hombre. En un libro que llegó a ser clásico en la literatura religiosa de entre las dós Guerras, Das Wesen des Katholizismus, el teólogo alemán Karl Adam desarrollaba este tema esencialmente bíblico, en el que se ha insistido después con bastante frecuencia, sobre todo después de que la Segunda Guerra Mundial tocó por última vez la campana del individualismo liberal.

Al igual que los hombres se encontraron debilitados y mutilados cuando, en el origen, la humanidad se apartó de Dios, así en Cristo, por la encarnación redentora, la humanidad se encuentra nuevamente unida con el Dios vivo, capaz de vivir con su misma vida. Y gracias a su incorporación a Cristo, en lo sucesivo cada individuo formará parte de esa humanidad nueva, del Israel espiritual, del pueblo de Dios de la Nueva Alianza, heredero de las promesas.

Pero el hombre, ser social, es también un espíritu encarnado, y Dios ha tenido a bien adaptarse a las leyes de su creación para realizar concretamente esa incorporación de todos a su Hijo. La revelación, que nos esclarece en el plano divino, no se ha presentado como una iluminación divina, inmediata, interior a cada uno de nosotros, sino que fue dirigida a un pueblo por el ministerio de unos hombres que desempeñaban el papel de intermediarios, de portavoces, siendo así un hecho constatable, objetivo, colectivo. Y lo mismo sucede con la Redención y su aplicación. Según la feliz expresión de otro maestro de la eclesiología contemporánea, el P. Congar, ésta “se opera en una encarnación en que Dios no sigue su propia lógica, ni tampoco una lógica de puros espíritus, sino una lógica de hombres”; y esta “ley de Encarnación” rige toda la obra de divinización de la humanidad. Una ley que se aplica no sólo en la persona de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, sino también en la Iglesia, que prolonga la obra de Cristo en la tierra. Por eso, la incorporación de la humanidad a Cristo se verifica, por voluntad divina, gracias a medios sensibles y colectivos: es “sacramental y apostólica; eclesiástica, en una palabra”. Las realidades celestes nos son comunicadas en y por la Iglesia: “La fe nos será otorgada en términos humanos y mediante el ministerio de hombres: será dogma y magisterio. La vida de Cristo nos será otorgada en unos sacramentos sensibles y por medio de hombres: será sacramento y sacerdocio. En fin, la unidad de todos en un solo cuerpo se producirá en una vida propiamente eclesiástica y comunitaria, una vida de colaboración organizada, que implica unas leyes y un poder jurisdiccional”.

La Iglesia, según está concebida por Dios para órgano de salvación de la humanidad, como prolongación de la obra redentora de su Hijo único, aparece así a los ojos del teólogo atento a la Palabra de Dios como un “gran sacramento”, donde todo significa sensiblemente y, a la vez, procura eficazmente la vida de la gracia.

No espere nadie que vayamos a desarrollar estos principios sacando todas sus conclusiones, pues el objeto de las presentes páginas no es en manera alguna presentar un bosquejo de tratado teológico sobre la Iglesia. Se trata únicamente de llamar la atención sobre ciertas particularidades de la naturaleza de la Iglesia que deben tener en cuenta los historiadores, si quieren superar el puro punto de vista sociológico y ofrecer una visión sintética de su historia situándose en la perspectiva que les impone la propia naturaleza del objeto estudiado.

EL LAICO EN LA IGLESIA

La Iglesia es el Pueblo de Dios. Esta imagen bíblica, que se repite constantemente en la liturgia, sugiere que la humanidad regenerada no es una polvareda de individuos, sino que está agrupada y estructurada en torno a unos dirigentes responsables que presiden los destinos de la comunidad. El papel de la jerarquía eclesiástica en todos sus grados, desde el soberano pontífice hasta los dirigentes de las comunidades locales, tiene una importancia que el historiador no puede descuidar, lo mismo que en un pueblo las decisiones de los jefes y consejeros le dan orientación y unidad de tarea; incluso tiene una importancia mayor, puesto que el católico ve en los miembros de esa jerarquía a los sucesores del colegio apostólico, representantes de Dios en la tierra, ayudados en ciertas circunstancias por una especial asistencia del Espíritu Santo. Los obispos, en unión con el papa y bajo su dirección, como en otro tiempo los Apóstoles agrupados en el cenáculo alrededor de Pedro, han recibido de Dios la misión de enseñar a los fieles impidiéndoles toda desviación en sus creencias (poder de magis­terio), de gobernar a la comunidad eclesial, tomando dentro de los límites fijados por Cristo, todas las medidas necesarias para la buena organización de la Iglesia visible (poder de jurisdicción) y de hacer a Cristo sacramentalmente presente y operante en la Iglesia consagrando su Cuerpo y su Sangre, preparando a los fieles para la recepción del misterio eucarístico y transmitiendo de generación en generación ese mismo poder a unos hombres especialmente elegidos (poder de orden).

Sin embargo, esta imagen del pueblo de Dios, que evoca el carácter es­tructurado y jerárquico de la Iglesia, indica asimismo que, al igual que un pueblo no se identifica con sus jefes, tampoco la Iglesia se reduce a su jerarquía. Una Historia de la Iglesia que se limitara a Inactividad de los papas y los obispos —cosa frecuente en otros tiempos—, no encontraría realmente la historia del “pueblo de Dios”. Y tampoco basta que conceda gran amplitud a la actividad del clero diocesano, esa red capilar que plasma en el plano local la actividad de la jerarquía, así como a esas “corporaciones exentas” constituidas, bajo formas sumamente variadas, por los religiosos, desde los monjes del desierto hasta las grandes órdenes centralizadas. La historia de la Iglesia debe interesarse además —y en una generosa proporción— por el pueblo fiel en sí, por esos “laicos” cuyo nombre viene precisamente del término griego laos, que significa “pueblo”. Estos constituyen numéricamente la parte más importante de la Iglesia en su realidad concreta y se hallan muy lejos de haberse limitado en la vida de la misma Iglesia a un papel pasivo.

Los historiadores clásicos no han dejado de señalar las intervenciones de algunos laicos: se trataba de soberanos o jefes de Estado que, después de Constantino, actuaron como “obispos de fuera” y protectores de la Iglesia, considerándose responsables de sus destinos, con o sin su consentimiento, según los casos: Justiniano o Carlomagno, Metternich o García Moreno. Es éste, sin duda, uno de los aspectos —particularmente espectacular— de la intervención de los laicos en la vida de la Iglesia, pero no el único, ni a fin de cuentas, el más interesante. Pascal y Montalembert eran laicos; pero, en un nivel más modesto, hubo otros muchos laicos que, antes de que se hablase oficialmente de Acción Católica, ejercieron en el ámbito del pensamiento y de la acción un influjo fecundo, y no es exclusivo de nuestros días el hecho de que ciertas decisiones de la jerarquía hayan sido preparadas y estimuladas por iniciativas nacidas de la base. Una Historia de la Iglesia que no tomara esto suficientemente en cuenta no sería una verdadera historia de la Iglesia. Además, aun cuando los fieles no tengan un papel particularmente activo en el desarrollo de su Iglesia, siempre serán unos miembros con entidad propia, que deben interesar por tal capítulo al historiador de esa institución. Y no es inútil precisar que, si el historiador debe interesarse más por mostrar cómo esos miembros anónimos vivieron en su vida de cada día la nueva vida traída por Cristo a la tierra, no ha de hacerlo solamente por concesión al espíritu democrático que lleva a los historiadores de hoy a interesarse cada vez más por el modo en que vivía antaño “el hombre de la calle”, sino principalmente porque, en una concepción teológica correcta, la Iglesia no es tan sólo jerarquía o, mejor aún, porque la jerarquía sólo existe para los fieles, para servicio del pueblo de Dios, ya que su misión consiste precisamente en transmitir de manera fiel y auténtica las “palabras de vida y los medios para vivir de ellas.

HISTORIA DE LA IGLESIA EXTERNA 0 INTERNA

Transmitir palabras de vida, comunicar una vida divina a la humanidad : tal es la misión de la Iglesia. Esta no es solamente un gran hecho sociológico, sino también y sobre todo un ámbito de vida sobrenatural, que le merece en justicia el título de Templo del Espíritu Santo. Según esto, al estudiar su historia, no cabe limitarse, como fue la tentación de no pocos historiadores, a los aspectos político-religiosos: naturaleza de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, intervenciones de la Iglesia en la vida pública, intervenciones del poder civil en la organización de la Iglesia. No cabe duda que tales aspectos no son despreciables, precisamente porque la Iglesia se encuentra encarnada en el mundo y debe ejercer parte de su actividad en el ámbito de lo que llamamos “cuestiones mixtas”, es decir, cuestiones que afectan a la vez al orden temporal y al orden espiritual. Pero esto no pasa de ser un solo aspecto de su vida y, en definitiva, el más superficial, aunque a menudo el más espectacular. Lo esencial no está ahí. Y el historiador preocupado de describir las etapas de la vida de la Iglesia tal como ella es en sí misma, procurará mostrar en qué medida, a lo largo de los siglos, fue la Iglesia el origen de un nuevo conocimiento y un nuevo amor cuyo principio es divino, en tanto, evidentemente, en cuanto ese conocimiento y ese amor se hayan manifestado hacia afuera y caigan así bajo los métodos de observación histórica.

Si difícilmente puede la historia profana hacer abstracción de las corrientes filosóficas, que tan frecuente repercusión tienen en la evolución de las sociedades, con mayor razón debe el historiador de la Iglesia considerar como un aspecto esencial de su estudio todo lo que se refiere a la vida de fe: no sólo las luchas contra las herejías o las controversias teológicas con sus ruidosos aspectos polémicos y sus repercusiones en el buen orden de la sociedad cristiana, sino también y mucho más los progresos positivos —entorpecidos a veces durante un tiempo más o menos largo por ciertos oscurecimientos silenciosos, pero tanto más dañinos— en el camino de un conocimiento cada vez más profundo del misterio revelado, gracias a la reflexión de los doctores y alimentado por la fe del conjunto de los fieles. La historia del desarrollo del dogma no debe considerarse como un terreno reservado a los especialistas, sino como un elemento fundamental de la historia de la Iglesia, a condición, sin embargo, de no reducirla a la historia de las especulaciones de los teólogos ni a esos jalones esporádicos que son las intervenciones solemnes del magisterio; por el contrario, debe incluir el estudio de ciertos fenómenos como, por ejemplo, el lugar que ocupó la lectura de la Biblia en la vida corriente de los cristianos y en la formación de los clérigos, o la variación de las expresiones de la fe en las fórmulas oracionales en el curso de los siglos.

Es todavía más necesario, en esta misma perspectiva basada en la naturaleza auténtica de la Iglesia, empeñarse en hacer revivir, con los rasgos particulares que lo caracterizaron en cada época, el dinamismo espiritual de los cristianos en sus diversos aspectos: organización de la plegaria litúrgica, formas de la oración privada según aparecen en los escritos de los santos y en los manuales de piedad para uso de los simples fieles, florecimiento de las escuelas de espiritualidad, manifestaciones de la mística, así como obras de caridad y apostolado de todo tipo, encaminadas a aliviar los cuerpos, incrementar el espíritu, proteger las almas, difundir la buena nueva del Evangelio. Abrir generosamente las páginas de una Historia de la Iglesia a todas estas manifestaciones de la actividad cristiana no es desviar las eruditas investigaciones de los historiadores hacia una “piedad blandengue”, sino centrar de nuevo tales investigaciones en un aspecto fundamental de su objeto, sin olvidar por ello las vicisitudes de la organización institucional a través de la cual se inserta la vida divina en el mundo para llegar a los hombres.

LA IGLESIA, REALIDAD DIVINO-HUMANA

En la Iglesia, templo del Espíritu Santo, vemos cómo la vida divina se manifiesta en medio de los hombres. Y, como queda dicho, Dios no ha querido que esa manifestación se mantenga al margen de las condiciones ordinarias de la humanidad. Los teólogos actuales insisten marcadamente en lo que ellos llaman el “carácter teándrico” de la Iglesia, es decir, el hecho de que la Iglesia, a imagen de Cristo, a un tiempo verdadero Dios y verdadero hombre, por su encarnación, es una realidad a la vez divina y humana. No es, evidentemente, el caso de desarrollar ahora todas las consecuencias que implica esta visión de la Iglesia teándrica desde el punto de vista teológico, como tampoco las perspectivas sobrenaturales que descubre a los ojos del creyente. Pero es importante, en todo caso, poner de relieve en qué medida debe tenerla en cuenta el historiador católico cuando intenta comprender las vicisitudes de la Iglesia a través, de los siglos. Dado que la Iglesia, cuerpo de Cristo, es verdaderamente humana, constituida por hombres que conservan su personalidad humana y dirigida en nombre de Cristo por hombres que actúan con sus cualidades y sus defectos humanos, no tiene nada de extraño descubrir que en la Iglesia, tanto en la acción de su jerarquía como en la vida de sus miembros, hay lugar para el error y el pecado. Olvidarlo sería caer en una nueva forma de la vieja herejía “monofisita”.

Es, desde luego, indiscutiblemente exacto ver en la Iglesia, en la línea de la tradición patrística, un misterio de santidad: la Jerusalén celeste, el cuerpo inmaculado, sin manchas ni arrugas, animado por el Pneuma o Espíritu de Dios y unido indisolublemente a Cristo. Tal es la perspectiva en que se sitúa Dom Vonier en su hermoso libro sobre El Espíritu y la Esposa. Así considerada, en sus principios constitutivos, la Iglesia es impecable e infalible, con la santidad y la infalibilidad que Dios le confiere. Su fe no puede desviarse, sus sacramentos no pueden dejar de santificar, y no cabe hablar, respecto de éstos o de aquélla, no ya de error, sino tampoco de estrechez, inadaptación o envejecimiento.

Pero hay otro aspecto, bajo el cual precisamente pasa la Iglesia a ser de competencia del historiador. Por la misma voluntad de Dios, como hemos dicho, el descendimiento de las realidades celestes a la tierra no se verifica hoy por hoy de una manera apocalíptica y milagrosa, sino de acuerdo con la condición humana, y Dios, que había creado libremente al hombre libre, ha querido que la obra de salvación de la humanidad no se realizara sino con la participación de ese hombre libre. En este sentido podemos decir con rigor que “Dios tiene necesidad de los hombres”. Pero desde el momento en que Él ha confiado la suerte de su reino en la tierra a unos hombres que conservan su autonomía y su libertad de hombres, no es de extrañar que las acciones hechas por ellos, incluso bajo el influjo de la gracia, presenten, como toda acción humana, ciertas motivaciones humanas — a veces, demasiado humanas— susceptibles de análisis y también ciertas limitaciones humanas susceptibles de medida. Tales limitaciones pueden situarse en el orden de la inteligencia o del carácter: faltas de información, incomprensiones, rigideces, retrasos en adaptarse a la evolución de los hombres y de las situaciones, porque no se juzga necesario o se considera insuperable la amplitud de la obra que convendría realizar; en una palabra, todo lo incluido en la categoría de “faltas históricas”, que no implican necesariamente una culpabilidad personal, pero que suelen tener consecuencias más gravosas y trágicas que los pecados individuales. Pero también puede haber —y, de hecho, las ha habido muy a menudo— otras limitaciones que se sitúan directamente en el orden moral: infidelidades que son verdaderos pecados, graves a veces, de las que no están exentos ni siquiera los santos —no todas sus acciones fueron siempre santas—, ni tampoco los pastores, comprendidos los más elevados en dignidad, pues no conviene confundir la infalibilidad con la impecabilidad.

Las debilidades de todo género a que está sometida la Iglesia terrestre son patrimonio no sólo de sus miembros ordinarios, de ese “pueblo fiel” tan a menudo infiel de hecho, sino también de sus dirigentes, de aquellos a quienes Dios ha confiado de manera especial unas responsabilidades pastorales sobre sus corderos y ovejas. Es un santo canonizado, san Vicente de Paúl, quien dijo: “Por culpa de los sacerdotes, han prevalecido los herejes, ha reinado el vicio, y la ignorancia ha establecido su trono entre el pueblo desgraciado”. Y un cardenal, el cardenal de Lorena, declaraba en el momento de la clausura del Concilio de Trento, evocando el drama de la Reforma protestante: “Tenéis derecho a preguntarnos la causa de semejante tempestad. ¿A quién acusaremos, hermanos obispos...? Somos nosotros, ¡oh Padres!, la causa de que se haya levantado esta tempestad... Comience el Juicio por la casa del Señor, purifíquense los que llevan los vasos del Señor ”. Y un papa, Adriano VI, en el momento en que Lutero acababa de levantarse contra la Iglesia romana, daba la siguiente instrucción al legado que iba a representarle en la Dieta de Ratisbona: “Debes decir que nosotros reconocemos libremente que Dios ha permitido esta persecución de la Iglesia por causa de los pecados de los hombres, y particularmente de los sacerdotes y de los prelados... Toda la Sagrada Escritura nos enseña que las faltas del pueblo tienen su fuente en las faltas del clero... Sabemos que incluso en la Santa Sede, desde hace muchos años, se vienen cometiendo numerosas abominaciones : abusos de las cosas santas, transgresiones de los mandamientos, de suerte que todo se ha traducido en escándalo”. Estas confesiones, impresionantes en su brutalidad sin paliativos, no son sino la aplicación de una sana teología de la Iglesia. Iluminado por ella, el historiador católico no tiene inconveniente alguno en levantar acta de los defectos de los cristianos, de los hombres de Iglesia e incluso de los jefes de esa Iglesia, y en procurar determinar en qué medida se puede ver en ellos uno de los factores de explicación de las calamidades de la Ciudad de Dios.

  Así, pues, la fe del historiador católico no pone límite alguno en este punto a su libertad de investigación. No le impide tampoco afirmar, llegada, la ocasión, las buenas cualidades de los adversarios de la Iglesia o las virtudes de los no católicos, incluso sus aportaciones positivas. Aquí también, sólo una falsa teología podría llevar a decir o pensar lo contrario. Creer que la Iglesia católica es la única verdadera, la única que responde plenamente a lo que Cristo ha querido, no implica la negación de toda gracia fuera de esa Iglesia. Al ver cómo Cristo alabó a la cananea y confesó que hallaba más fe en algunos paganos que en Israel, el historiador católico se siente libre para reconocer a su vez los dones de Dios, incluso fuera de las fronteras de su Iglesia, y no se considera obligado a escribir la his­toria desde un punto de vista “confesional”, es decir, parcial.

La observación que precede nos lleva a una última consideración, particularmente importante para comprender la idea que ha presidido la elaboración de esta Nueva Historia de la Iglesia.

UNIDAD DE LA IGLESIA

Es un hecho que las obras tituladas Historia de la Iglesia y escritas por protestantes tratan paralelamente de las distintas confesiones cristianas : Iglesias luteranas y reformadas, Iglesia anglicana, Iglesia romana y —a menudo como pariente pobre— Iglesia ortodoxa. Por el contrario, la mayoría de las Historias de la Iglesias de origen católico se limitan es­trictamente a la historia de la Iglesia católica romana, refiriendo, evidentemente, las circunstancias en que se produjeron los cismas y las herejías, pero prescindiendo, por lo demás, de la evolución propia de las comunidades cristianas nacidas de esas rupturas violentas: a lo sumo, añaden a veces en forma de apéndice algunas indicaciones sumarias sobre la historia de dichas comunidades.

En el fondo de estas dos maneras de concebir el plan de una Historia de la Iglesia, hay dos tipos de eclesiología bastante distintos. Para los primeros, Cristo trajo al mundo un mensaje de salvación, que fue recogido y puesto en práctica de diferentes maneras por varios grupos distintos que se han organizado en Iglesias y que tienen títulos —tal vez no igualmente válidos, pero siempre reales— para considerarse y ser consideradas como los elementos dispersos de la Iglesia total: ésta es concebida como una realidad invisible de la que forman parte, por encima de todas las barreras confesionales, todos los que llevan el nombre de cristiano, o bien como una institución visible formada por varias ramas independientes y yuxtapuestas, o como una comunidad que debería estar, según la voluntad de Cristo, unificada visiblemente, pero de la que no existen en concreto, por culpa del pecado de los hombres, más que elementos fraccionados, incluso hostiles, cuyo conjunto constituye de momento, hecho lamentable, pero real, la Iglesia de Cristo. A esta manera de ver las cosas se opone la concepción católica romana de la Una sancta. Basándose en san Pablo y en los Padres de la Iglesia, el católico cree, por una parte, que es imposible disociar una especie de puro cuerpo místico, comunidad espiritual o invisible de las almas, y la organización eclesiástica bajo la forma de sociedad visible; está convencido, por otra parte, de que esta Iglesia-sociedad, que no es sino el rostro humano del cuerpo de Jesucristo, por no tener otra razón de ser sino encarnar, expresar y servir a la unidad interior procedente de la Santísima Trinidad, debe ser necesariamente única. Lo mismo que en el Cenáculo, el día de Pentecostés, no había más que una comunidad agrupada en torno a los Apóstoles y a su guía, así a través de los siglos los discípulos de Cristo, para vivir con la vida de éste, deben, por voluntad suya formal, permanecer siempre unidos en un cuerpo único, en el sentido sociológico y jurídico del término, bajo la dirección de los sucesores de los Apóstoles, agrupados a su vez en torno al órgano central y moderador de la sociedad eclesiástica, el sucesor de san Pedro.

Tanto en los Evangelios como en el libro de los Hechos, los “Doce” forman siempre un colegio. Los fieles son “los que están con los Doce”, y los Apóstoles son con frecuencia denominados “los que están con Pedro”. Según una fórmula feliz, “en el seno de la Iglesia hay una estructura orgánica según la cual todos son piedras vivas del edificio; algunos, sus cimientos; todos, miembros del rebaño; algunos, sus pastores; todos, Casa de Dios; algunos, sus intendentes; pero entre los cimientos un apóstol es la roca; entre los pastores, uno ha recibido el cuidado universal del rebaño; entre los intendentes, a uno le han sido encomendadas primero las llaves, que los demás han obtenido luego con él”.

Es bastante fácil tomar a broma la concepción romana de la unidad diciendo que estaría bien representada por la analogía de un plato que llevara grabada la letra P y que sería irrompible porque, si se rompiese, la parte que tuviera la P sería el plato. De hecho, los católicos llegan a la conclusión de que, para permanecer fieles al mensaje bíblico, hay que concebir la unidad de la Iglesia de manera orgánica. Romper la unidad de la Iglesia-sociedad equivaldría, si ello fuera posible, a romper la unidad del cuerpo místico, porque precisamente no hay dos Iglesias yuxtapuestas, un cuerpo místico y una sociedad organizada, sino una Iglesia que es el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, a la vez celeste y humano. De ahí que los grupos que se separan del centro apostólico no puedan ya ser considerados como parte plena de la Iglesia de Cristo, con el mismo título que los que permanecen en torno a Pedro. La sola comunidad que permanece a través de los siglos como la única Iglesia auténticamente heredera de la fundada por Jesucristo, siempre idéntica a sí misma a pesar de las variaciones de su extensión cuantitativa, es la comunidad organizada de los creyentes que descansa no sólo sobre el fundamento visible de los Apóstoles, sino además sobre la roca imperecedera constituida por la cabeza del colegio apostólico, sean cuales fueren las formas más o menos te­nues que haya podido tomar en el curso de los siglos la unión de la periferia con el centro. La historia de la auténtica Iglesia de Jesucristo, de la Una sancta del símbolo, no puede, por tanto, reducirse para un católico a la historia paralela de las diferentes confesiones cristianas, sino que ha de centrarse en aquella confesión que se le presenta como la única legítima heredera de la Iglesia del Cenáculo, la que a través de los siglos ha reconocido siempre en el sucesor de Pedro al vicario de Jesucristo y centro visible de la unidad de los cristianos.

Hay, sin embargo, dos formas bastante diferentes de mantener esta concepción de la Iglesia y de su unidad. El punto de vista durante mucho tiempo preponderante puede ilustrarse por medio de un grabado “piadoso” que tuvo su época de éxito y que se encuentra todavía en las paredes de algunos conventos y casas parroquiales. La Iglesia aparece representada como un árbol majestuoso que se ha desarrollado con el paso de los siglos y del cual, a lo largo de su crecimiento, se han ido separando diversas ramas, a veces de dimensiones impresionantes. Esas ramas —unas yacen secas en tierra, otras caen en una hoguera atizada por demonios— llevan unas etiquetas donde se leen los nombres de Marción, Arrio, Eutiques, Focio, Miguel Cerulario, Lutero, Calvino, Enrique VIII, etc., es decir, los personajes más significativos entre los que en diversas épocas se separaron de la Iglesia arrastrando consigo a grupos considerables de fieles. Las ramas que vivían en otro tiempo de la savia del árbol, una vez arrancadas, se marchitan, yacen en tierra estériles o desaparecen en el abismo reservado a los malvados. Pero, indiferente ante esas pérdidas sucesivas, el árbol vivo de la Iglesia sigue viendo cómo se desarrolla gloriosamente su follaje y cómo sus ramas vivas llevan cada vez más fruto. No se necesitan largos comentarios. Según la perspectiva en que se inspira el grabado en cuestión, las “sectas cismáticas y heréticas”, dado que están separadas de la comunión romana, apenas si presentan interés, el menos desde el punto de vista de la historia de la Iglesia. Lo cual, evidentemente, no quita que el historiador curioso se interese por la historia de tales movimientos, como lo haría por la de cualquier grupo cultural o religioso; pero, al ser considerada esa historia como algo que se desarrolla totalmente al margen de la historia del catolicismo, se la estima tan desligada de esta última como lo estarían la descripción de la masonería o de alguna secta budista, y a lo sumo se las menciona de paso como a adversarios o competidores más o menos molestos.

Este punto de vista estrictamente confesional va siendo sustituido por otro más matizado: el punto de vista ecuménico. El término ecumenismo es una palabra reciente, y es sabido que una palabra nueva corresponde siempre a la aparición de una nueva realidad. En efecto: si siempre ha existido una preocupación más o menos activa por la unidad cristiana, desde hace una generación se ha revelado un nuevo punto de vista a quienes se preocupan de la reconstitución de la cristiandad: la idea de considerar las demás confesiones como la propia, de forma no ya puramente negativa, sino positiva, observando que cada una de ellas posee sus propios valores y tiene algo particular que decir y ofrecer a las demás.

El “movimiento ecuménico”, que al principio se desarrolló preferentemente en el seno del protestantismo anglosajón, ha llevado a veces esta idea hasta afirmar que la verdadera Iglesia de Cristo no existe en ninguna parte: hasta el presente no habría sino elementos dispersos, siendo cada uno de ellos la realización de alguna de sus propiedades, y sólo la reunión de todas las confesiones, a la que cada una aportaría sus elementos positivos, permitiría formar en el futuro la Iglesia querida por Cristo; en otras palabras, todas las confesiones cristianas actualmente existentes, incluida la Iglesia católica, se hallarían en marcha hacia una verdad que aún no poseerían íntegramente. Pero la Iglesia católica romana considera inaceptable tal concepción. Según ella, la Iglesia querida por Cristo existe ya, nunca dejó de existir; por tanto, no cabe pensar que sea todavía un mero sueño para el futuro. Y así la Santa Sede juzga deber suyo recordar esta verdad opportune importune, especialmente en una época en que corría el peligro de quedar oscurecida; por eso, siguiendo con un interés cada vez más vivo los esfuerzos del movimiento ecuménico, ha puesto en guardia repetidas veces contra un “irenismo imprudente” que, por afán de favorecer el acercamiento de los cristianos, pretendiera disimular ciertas verdades en las que resulta particularmente difícil el acuerdo entre los cristianos separados.

Pero, con esta salvedad, los católicos tienen perfecto derecho a asumir lo que hay de verdadero y fecundo en el punto de vista ecuménico, y lo hacen de dos maneras. En primer lugar, a propósito del origen de las divisiones : se van dando cuenta de que, como lo hizo notar el papa Juan XXIII en más de una ocasión, las responsabilidades han de compartirse, y ciertas torpezas o faltas de caridad por parte de los que permanecieron fieles en la fe bien pudieron exacerbar las incomprensiones y atenuar ampliamente las responsabilidades de los que partieron, en la mayoría de los casos por deseos de fidelidad a lo que estimaban —erróneamente, pero sinceramente— ser la voluntad de Dios. Además, muchos católicos toman conciencia de que, si bien es verdad que la Iglesia de Cristo ha permanecido firme a pesar de las crisis dolorosas que han arrancado de su seno a pueblos enteros, no se siente ella menos perturbada y debilitada por tales pérdidas. Volviendo a la imagen que antes recordábamos, estos católicos deben reconocer que, cuando la tempestad desgaja de un árbol algunas de sus ramas principales, aunque éste no muera, sí queda particularmente afectado en su desarrollo ulterior y puede llegar a inclinarse de un lado a causa de la ruptura del equilibrio. No han sido los disidentes las únicas víctimas de los cismas y las herejías; también la Una sancta ha sufrido sus consecuencias, y profundamente. A esta primera serie de consideraciones se añade otra, a propósito de las Iglesias separadas tal como se han ido desarrollando después de su rompimiento con Roma. “Las partículas separadas de una roca aurífera son también auríferas”, decía Pío XI a este respecto. Ortodoxos, reformados, anglicanos, todos los que en otro tiempo abandonaron la Una sancta, se llevaron consigo parte de su herencia cristiana: la Biblia y el bautismo, esas dos riquezas inestimables, y en algunos casos todos los sacramentos e incluso un episcopado auténtico. Se trata de positivos valores cristianos que han seguido sirviéndoles de alimento. Incluso han podido a veces acentuar el valor de la parte restringida que habían conservado o ciertos elementos a los que concedían una importancia particular, de forma a menudo unilateral en su exclusivismo, pero justificada positivamente en lo que afirmaban. Y así llegamos a pensar que la Iglesia romana, aunque ha conservado intacto a través de los siglos lo esencial del patrimonio sagrado que Cristo le confió, bien podría enriquecerse más aún —y en la misma línea de los tesoros cuya custodia había recibido— al contacto con los hermanos separados, quienes no dejarían de aportarle algo el día en que se realizase la reconciliación y todos nos reuniéramos de nuevo en torno a un mismo hogar. Y así, siguiendo a un teólogo romano cuya ortodoxia está por encima de toda sospecha, el P. Charles Boyer, podríamos decir que, en cierto sentido, los luteranos podrían ayudar a los católicos a profundizar su fe en la gratuidad de la gracia, los calvinistas podrían prestarles un ansia de contacto más íntimo con la Biblia, los anglicanos el gusto por una piedad más sobria y más alimentada en las fuentes litúrgicas, los ortodoxos un sentimiento más vital de los aspectos místicos de la Iglesia.

Esta nueva actitud, que considera a los cristianos no unidos a Roma, no ya como esbirros de Satanás, sino como “hermanos separados”, desborda el plan de la teología y tiene aplicaciones inmediatas en el campo que aquí nos interesa.

Es evidente, en primer lugar, que la exposición de las crisis que originaron las separaciones debe hacerse no sólo en términos corteses y moderados, sino también con un espíritu irénico que procure explicar cómo ciertas incomprensiones se fueron transformando en desconfianza y luego en hostilidad, cómo determinadas oposiciones psicológicas se fueron convirtiendo en antagonismos dogmáticos, en los que algunas tradiciones que habrían podido coexistir legítimamente eran elevadas, por una y otra parte a la categoría de absolutos incompatibles, cómo también ciertos hombres, con frecuencia piadosos y virtuosos, sinceramente ávidos de obedecer a la Palabra de Dios, pudieron llegar a tomar iniciativas fatales, de consecuencias trágicas y duraderas para la cristiandad. Abordada bajo esta perspectiva, la historia de los “antecedentes” concretos saca a la luz diversos aspectos de la situación, que han llevado, con toda naturalidad, a un papa historiador como Juan XXIII a reconocer en otros términos lo que ya había afirmado su predecesor Adriano VI. Para apreciar el camino recorrido en una sola generación por los historiadores católicos, basta examinar los recientes trabajos de un Dvornik sobre el cisma de Oriente o comparar el Lutero de Denifle, tan apasionado a pesar de su erudición, con la obra de Lortz, Die Reformation in Deutschland, pero todavía se pueden hacer bastantes progresos en este campo, siempre sin caer en la ingenuidad que consistiría, por reacción, en sólo ver culpas por parte de la Iglesia romana: el espíritu que más de una vez llevó a proclamar: “¡Antes turco que papista!” fue, por desgracia, una realidad histórica.

Por otra parte, si esos hermanos con quienes quedaron rotas las relaciones eran realmente de la misma familia y con frecuencia se alejaron definitivamente muy a pesar suyo, ¿qué tiene de extraño que durante largo tiempo se mantuvieran unos contactos a veces bastante estrechos en la esperanza mutua de que las incomprensiones sólo fueran pasajeras? Semejantes contactos nada tienen de escandalosos; son, por el contrario, conmovedores y, lejos de disimularlos como una debilidad vergonzosa, conviene que el historiador los saque a plena luz. No ha de tener miedo en mostrar la fraternal acogida durante mucho tiempo dispensada en Constantinopla a los peregrinos latinos que marchaban hacia Tierra Santa, lo mismo que en Italia a los peregrinos griegos y rusos que acudían a venerar el sepulcro de los Apóstoles en Roma o la tumba de san Nicolás de Bari; o la coexistencia sin roces, en la Sicilia normanda, de los cristianos sometidos al patriarca de Bizancio con los sometidos al papa de Roma: o la persistencia hasta comienzos del siglo xix de prácticas de intercomunión entre católicos, ortodoxos y coptos en el Próximo Oriente. Asimismo procura mostrar, paralelamente a las excomuniones recíprocas y a las ásperas controversias que se mantenían entre los jefes responsables, cómo en numerosas regiones, a lo largo del siglo XVI y en ocasiones bien entrado el XVII, vivieron codo con codo católicos y reformados, como en otro tiempo cristianos y musulmanes en la España mozárabe, discutiendo a menudo de teología, pero influenciándose también mutuamente dentro de una emulación espiritual, en un momento en que, incluso desde el Concilio de Trento, las fronteras entre los dos mundos cristianos de Roma y de la Reforma eran todavía fluidas y, sobre todo, no estaban todavía cuajadas de aquellas fortificaciones canónicas y legales que ratificaron y confirmaron más tarde la separación definitiva.

Incluso entonces, cuando cada uno se replegó a sus posiciones, ya bien delimitadas en “ghettos” confesionales de netos contornos, ¿puede hablarse realmente de nómadas impermeables y de desarrollos paralelos que dejen de influenciarse de alguna manera? El historiador debe, por el contrario, poner de relieve una serie de fenómenos característicos: las inspiraciones que el pensamiento, la piedad y el arte religioso de Occidente bebieron durante la Edad Media en los contactos con el mundo bizantino, así como la importancia de los sabios originarios de Constantinopla en la difusión del platonismo cristiano en tiempos del Renacimiento; la impresión producida por la seriedad ética y religiosa de los calvinistas sobre los promotores, en Francia y en los Países Bajos, de una espiritualidad de tipo agustiniano en reacción contra cierto tipo de humanismo cristiano; la influencia del movimiento pietista del siglo xvn sobre la renovación de la literatura espiritual en la Alemania católica de principios del siglo XIX; el influjo ejercido por la vida intelectual de la Prusia protestante sobre los promotores de la Aufklarung católica en Renania, lo mismo que sobre el renovador de la eclesiología católica, Johann Adam Móhler; el espíritu nuevo infundido por los reclutas llegados del anglicanismo en virtud del movimiento de Oxford, no sólo al catolicismo inglés, sino al pensamiento católico mundial, gracias a la influencia retardada de una personalidad como Newman, que no se comprendería independientemente de su medio de origen; las inspiraciones recibidas de su contacto con la ortodoxia por los pioneros del movimiento litúrgico del siglo XX; el sentido de tolerancia y de libertad cívica, así como el afán de una práctica más intensa de las virtudes activas entre los católicos americanos que vivían en un medio impregnado por la atmósfera típica del protestantismo anglosajón. No sería difícil multiplicar los ejemplos de semejantes influencias ejercidas por las confesiones separadas sobre la Iglesia romana.

A pesar de las inevitables exageraciones e incluso de las desviaciones contra las que hubo de poner en guardia la autoridad, tales influencias resultaron en conjunto bienhechoras y fecundas para el desarrollo de la vida católica. Y la afirmación de los hechos apenas si plantea problemas en el plano teológico, si se tiene en cuenta que el Espíritu de Dios actúa también en el seno de las Iglesias separadas, las cuales, aunque no son la verdadera Iglesia de Cristo, conservan un valor real de Iglesia. El adagio patrístico: “Fuera de la Iglesia no hay salvación” no significa que Dios nunca conceda su gracia fuera de las fronteras visibles de la Iglesia romana, sino simplemente que quien, con plena conciencia, busca salvarse a su manera abandonando voluntariamente la Iglesia, terminará en la ruina espiritual.

Por último, una observación que prolonga lo dicho hasta aquí. Si, con, cierta frecuencia, los historiadores católicos han minimizado la parte correspondiente a las influencias positivas procedentes de los hermanos separados, la razón no ha de buscarse tan sólo en una perspectiva teológica inexacta, que los obligaba a mostrarse excesivamente desconfiados a este respecto y los llevaba a echar un velo de pudor sobre lo que consideraban una especie de molesto escollo en las reglas normales del juego. También hay que tener en cuenta, al parecer, una visión que predominó durante largo tiempo y que consistía en conceder, dentro de la historia de la Iglesia, la parte del león a los países mediterráneos o, más exactamente, al cuadrilátero Viena-Bruselas-Cádiz-Nápoles, es decir, a la parte de la Iglesia que no se vio grandemente afectada por la Reforma y donde la Contrarreforma tridentina pudo surtir de lleno sus efectos en Estados oficialmente católicos. Evidentemente, las influencias venidas del mundo exterior se hicieron sentir menos en esta parte limitada del mundo, pero parece un tanto discutible el hecho de identificar prácticamente los destinos de la Iglesia de Cristo con su historia en estas regiones, tanto más cuanto que resulta problemático llamarlas privilegiadas, pues la vitalidad profunda del catolicismo español, y más aún del austríaco o del italiano, es con mucho inferior a la ortodoxia de sus creencias y a su fidelidad católica —fidelidad que iba acompañada con harta frecuencia de una gran independencia práctica frente a las directrices romanas—. Podríamos preguntarnos si ese exclusivismo geográfico de tantos historiadores de la Iglesia católica no se explica en parte —decimos en parte, porque también hay que tener en cuenta otros elementos, concretamente la excesiva preponderancia concedida en otros tiempos al aspecto político-religioso— por la idea más o menos inconsciente de que las poblaciones católicas que no estuvieron en contacto inmediato y cotidiano con la Reforma o con la ortodoxia son más católicas que las demás y, por constituir la “mejor parte”, merecen asimismo la mejor atención de los historiadores.

Sea lo que fuere de tal explicación, esta Historia de la Iglesia católica, que, de acuerdo con la tradición, se centra en la historia de la Iglesia romana, pretende —a la vez que procura relatar esa historia con el espíritu ecuménico que acabamos de definir— conceder un notable espacio a los grupos nacionales católicos que se han desarrollado fuera del famoso cuadrilátero y cuyo peso se deja sentir cada vez con mayor fuerza en los destinos actuales del catolicismo: mundo germánico y mundo anglosajón, en primer lugar; pero sin olvidar el mundo eslavo y el mundo oriental, como tampoco las “jóvenes Iglesias” que llegan a su edad adulta precisamente en este momento central del siglo XX, cuando por doquier triunfa la descolonización. Nuestra Historia de la Iglesia se situará así en una perspectiva verdaderamente “católica”, ya que ésta nota de la Iglesia significa exactamente “universal” y se opone a la idea de una Iglesia que intentara reducirse a una sola región de la tierra, aunque sólo fuera por el espíritu en que se inspirase.

Así ha querido ser esta Nueva Historia de la Iglesia: una historia de la única Iglesia de Jesucristo que no olvida el puesto que ocuparon y que siguen ocupando en esa historia las demás Iglesias; una historia de la Iglesia santa que no disimula las numerosas debilidades que son patrimonio de sus miembros y de sus pastores; una historia de la Iglesia católica que toma en serio esta catolicidad y quiere extender realmente sus investigaciones a la Iglesia universal; una historia de la Iglesia edificada sobre el fundamento de los Apóstoles, pero que sabe que los Apóstoles y sus sucesores no tienen otra misión que el servicio del pueblo cristiano en su totalidad y que su verdadero objeto es la vida de este pueblo. Historia de una institución humana que es, al mismo tiempo, el Cuerpo de Jesucristo y el Templo del Espíritu Santo y que abordamos con el respeto que se impone a quien pisa una tierra santa, pero que, por ser una historia con afán de rigurosa fidelidad a las leyes de la investigación de la verdad histórica, no teme inspirarse en el adagio ciceroniano propuesto por León XIII como divisa del historiador católico: Ne quid falsi dicere audeat, ne quid veri non audeat.

 

Roger Aubert