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CAPITULO XVLA IGLESIA EN EL SIGLO XII
Inglaterra
(1066-1216)
De todos
los enemigos que asediaron las fronteras de la cristiandad durante la Alta Edad Media, los más destructores y, a la larga, los más influyentes fueron los escandinavos o vikingos, como les llamaron
sus primeras víctimas. Todavía hoy es imposible al historiador evaluar el
número y sobre todo las capacidades prácticas y políticas de los noruegos.
Todo lo que conocemos de su historia antigua y del destino ulterior de los
países de que procedían no nos ayuda a explicar la parte que tuvieron en la
construcción de Europa. Sin embargo, la extensión de sus conquistas fue tal
que, a pesar de las ambiciones rivales que enfrentaron a noruegos y daneses, es muy posible que los vikingos creasen un estado
escandinavo que abarcara todas las Islas Británicas y gran parte de las regiones costeras de Francia y Alemania.
Como hemos visto, los daneses que invadieron Gran Bretaña fueron rápidamente
absorbidos y recibieron de aquéllos a quienes habían vencido una civilización superior a la suya. Al cabo de un siglo de ocupación, el Danelaw, como se le
llamaba, se convirtió en una región cristiana pacífica
que podía distinguirse, pero no era esencialmente distinta de las regiones anglosajonas vecinas.
Entre todos los escandinavos, el grupo más dinámico estaba constituido por los llamados normandos. Es
difícil encontrar en la historia un grupo de tal importancia y que haya dejado una impronta tan profunda en
un territorio tan dilatado. Partiendo de la pequeña porción de tierra que cabalga sobre las dos
orillas del bajo Sena, muchos caballeros salieron para apoderarse de casi todas las regiones
fértiles de Inglaterra, de la Baja Escocia, del sur de Gales y del este de Irlanda. Otros conquistaron y ocuparon Sicilia y la mitad meridional
de Italia. Algunos avanzaron más aún, llegando a Grecia, Chipre, Antioquía y Palestina. En todos esos países
establecieron formas de gobierno y de
administración cuya eficacia era superior ada de los otros países de Occidente.
Tales hombres —no puede decirse tal pueblo— ejercieron
necesariamente su influjo sobre la Europa cristiana. De hecho, sin los
normandos, las cruzadas y las catedrales de esta
época no hubieran sido lo que son.
Los
hombres del norte, instalados en la única región que lleva su nomin e, se
convirtieron pronto al cristianismo; desde principios del siglo XI, Normandía
progresó regularmente hasta su madurez eclesiástica y política. En la época de
Guillermo de Dijon se
fundaron monasterios que tuvieron un desarrollo brillante. Las familias
poderosas y nobles proporcionaron miembros a los monasterios; muchos obispos
fueron elegidos en las abadías. Se construyeron grandes iglesias que fijaron
las normas tanto para el estilo como para las dimensiones. Los obispos y los
abades cayeron en la red del sistema feudal bajo la dependencia del duque. En
tiempos de Guillermo, llamado más tarde el Conquistador, progresaron
notablemente la organización y la reforma de la Iglesia. Cuando el duque
Guillermo se dispuso a invadir Inglaterra bajo el pretexto de hacer valer su
título de sucesión y de castigar el perjurio de Haroldo, que había sucedido a
Eduardo el Confesor, obtuvo la bendición del papa Alejandro II y recibió de él
una bandera, quizá por la intervención favorable de Hildebrando (Gregorio VII).
Después de su victoria procedió a la reforma de la Iglesia anglosajona, que los
monjes normandos consideraban decadente. Nombró obispos y abades normandos.
Llamó a Canterbury al
superior de su abadía particular de Caen, Lanfranco, el teólogo más famoso de
Occidente. Se celebraron sínodos. Se aplicó el derecho canónico. Se
instituyeron tribunales cristianos y se construyeron iglesias. Numerosos monjes
atravesaron el canal de la Mancha para fundar nuevos monasterios, ser abades y
tomar posesión de los dominios recién otorgados. La Iglesia de Inglaterra
perdió su anacrónico sello de Iglesia de Estado de tipo carolingio. Aceptó una
reforma que habría merecido las alabanzas de Humberto o de Damián, pero que se
efectuó sin la intervención del papa. Lanfranco y Guillermo conocían la reforma
efectuada a mediados del siglo, pero ninguno de ellos era gregoriano en sentido
estricto. Apoyándose en sus poderes particulares de arzobispo, Lanfranco trató de
establecer una Iglesia renovada, gobernada por el duque y en la que él a su
vez gobernaría como patriarca del norte, cuyo control se extendería a las
Iglesias de Gales, Escocia e Irlanda. Creía que el papa debía ser venerado,
pero mantenido a distancia. Lanfranco no deseaba recibir legados y Guillermo I no
quería ni recibirlos ni ver a sus propios obispos recibir órdenes de Roma o ir
a consultar al papa.
Esta
situación duró mientras vivieron el rey y el arzobispo. El proyecto que había
formulado Lanfranco de
establecer una especie de patriarcado de las Islas Británicas se deshizo. No
era realizable ni deseable. Pero la obra de Lanfranco subsistió; es decir, se conservó
la reorganización y renovación de la Iglesia de Inglaterra. Aunque algunas
acusaciones normandas contra los obispos y monjes anglosajones fueran injustas,
es indudable que la Iglesia inglesa ganó mucho con la conquista normanda. Sobre
todo, la conquista estableció un lazo de solidaridad entre la Iglesia y el
continente. Durante tres siglos, hombres e ideas circularon libremente en los
dos sentidos. Si la empresa de Guillermo hubiera fracasado,
Inglaterra se habría convertido probablemente en una parte del reino de Dinamarca.
El
famoso Anselmo, sucesor de Lanfranco, se vio cogido entre un papa exigente y un rey
sin escrúpulos. Su gobierno episcopal acabó menos felizmente que el de su
antecesor y estuvo interrumpido por dos períodos de destierro. En 1101 Enrique I se vio envuelto en un conflicto
relativo a la «investidura». En 1107 los adversarios llegaron a
un arreglo que preludiaba el concordato de Worms de 1122. Anselmo encontró su verdadera
vocación manteniendo una amplia correspondencia espiritual. Por sus cartas y el
recuerdo que dejó de su .antidad y de su superioridad intelectual aumentó aún
más la gloria de su sede episcopal.
Enrique
I había proclamado la libertad de la Iglesia, aunque en realidad la limitó. En el reinado turbulento de un rey más
débil, Esteban, se consideró que esta libertad prometida implicaba la libertad
completa del movimiento centralizador que partía de Roma. Entonces fueron unos
legados a Inglaterra y reunieron sínodos. Se comenzó a estudiar y poner en
práctica el derecho canónico; se realizaron elecciones episcopales libres. Pero
hubo un cambio con Enrique II, príncipe enérgico y capaz, poco dado a la
espiritualidad, de carácter violento y carente de principios morales. Durante
toda su vida aspiró a concentrar
en sus manos la administración feudal y eclesiástica: quería reafirmar la
mayoría de los derechos que habían poseído sus antepasados y eliminar las
restricciones debidas a la acción sutil de los principios gregorianos. Entre
esos derechos se hallaba el de supervisar las excomuniones pronunciadas por un
obispo o por el papa y las apelaciones a Roma, el derecho
de designar a los obispos, el de jurisdicción sobre los sacerdotes «culpables»,
es decir, de castigar a los sacerdotes acusados
de un crimen grave por los tribunales eclesiásticos. El arzobispo Tomás Becket, primero
amigo y canciller del rey, nombrado
luego por voluntad de éste para la
sede de Canterbury (1162),
objetó que las reglas canónicas se oponían a las exigencias
del rey, y pretendió ejercer la jurisdicción absoluta y suprema sobre todos los sacerdotes. Este conflicto y otras
controversias, así como las
dificultades debidas al carácter de cada
adversario, movieron al arzobispo a rechazar las constituciones llamadas de Clarendon (1164),
por lo cual fue exiliado durante seis años. Al acabar su destierro
recibió hospitalidad del rey de Francia y sólo
obtuvo un apoyo mediocre de Alejandro III, que no podía
permitirse una ruptura completa con el rey. Al fin,
los adversarios se reconciliaron y el arzobispo regresó triunfalmente a Inglaterra;
pero algunas semanas después fue asesinado en su propia catedral por cuatro
caballeros impulsados al crimen por unas palabras irreflexivas del rey. Se cuenta que en su tumba
se realizaron milagros. Fue canonizado en 1175 y su tumba
se convirtió en un famoso centro de peregrinación para toda Europa. Las
opiniones se han dividido siempre a la hora de juzgar la causa y la conducta de
cada uno de los adversarios. Enrique era intratable e inconstante; Tomás Becket, apasionado
y polémico. Cada uno tenía que defender su causa y ambos
cometieron errores.
Pero no
cabe duda que el propósito de Enrique era controlar a sus obispos de un modo
incompatible con el derecho canónico y con el principio de la libertad de la
Iglesia, y que Tomás, en último término, murió mártir de la libertad del poder
espiritual.
Después
de canonizado santo Tomás Becket, su causa triunfó inmediatamente en lo relativo al derecho
de los sacerdotes a ser juzgados y condenados por tribunales eclesiásticos.
Pero en este punto, como en muchos otros, se logró más tarde un acuerdo.
Durante los cuarenta años siguientes, la Iglesia de Inglaterra tuvo paz en el
exterior, pero en el interior se vio turbada por las querellas y procesos que
enfrentaron a los obispos con los monasterios. Otro conflicto estalló en el
reinado del rey Juan Sin Tierra, el cual designó desde el principio a los
obispos sin recurrir a los procedimientos canónicos. En 1207 se impugnó la
elección del titular de Canterbury, y él apeló a Roma. Inocencio III nombró entonces
para la sede metropolitana al cardenal Esteban Langton. El rey se negó a aceptarlo y,
tras diversos intentos de lograr un acuerdo, Inglaterra fue declarada en
entredicho (24 de marzo de 1208) durante cinco años. El rey no se sometió hasta
que el papa lo depuso formalmente en favor de Luis, hijo de Felipe Augusto de
Francia. Juan ofreció hacerse vasallo de Inocencio III, reconoció la soberanía
del papa y le prometió un tributo. Por su parte, el papa se comprometió a proteger
al rey contra sus adversarios políticos, con el apoyo del legado Pandulfo. Casi
inmediatamente hubo una serie de cambios sorprendentes. Los barones y el
clero, oprimidos por el rey durante el período del entredicho y después de él,
se unieron bajo la dirección del arzobispo para imponer sus condiciones
contenidas en la célebre Carta Magna de 1215. Subestimando la violencia
y la inconstancia del rey, ignorando las costumbres y las tradiciones del
derecho y del sistema feudal inglés, Inocencio III suspendió al arzobispo,
excomulgó a los «rebeldes» y declaró que la Carta era inválida. Siguió después
un período de anarquía y de confusión que no acabó hasta la muerte de Juan, el
19 de octubre de 1216. Pero los legados pontificios, Guala y Pandulfo, desempeñaron
un papel importante y beneficioso para establecer un gobierno sólido en el
reinado del joven Enrique III.
Bajo el
rey Juan, la Iglesia de Inglaterra había sufrido mucho. Desgarrados entre la
fidelidad al rey y la obediencia al papa, los obispos habían perdido gran parte
de sus fuentes de rentas y algunos dominios. Se habían visto obligados a
exiliarse y, en muchos de esos casos, habían muerto dejando su sede vacante
durante varios años. A las órdenes religiosas les habían impuesto graves
multas por haber proporcionado dinero para el rescate de Ricardo I, el rey que
tomó parte en la cruzada. Algunas casas cistercienses, atacadas con especial
dureza, se habían disuelto, en tanto que los monjes de Canterbury pasaron
varios años en el exilio por su postura contestataria. En fin, todas las clases
de la sociedad habían sufrido moral y espiritualmente durante el entredicho,
que, por su duración y la extensión de su impacto, carecía de precedentes. Es
cierto que algunos de los daños causados fueron duraderos; pero, a juzgar por
las apariencias, la curación fue rápida. En líneas generales, el período
siguiente loe para la Iglesia una época de desarrollo, de mejora en su
organización y administración y de renovación espiritual. Así, para
Inglaterra, el siglo xiii fue
quizá el mejor de los medievales.
La
Iglesia de Francia (900-1050)
La
historia de la Iglesia de Alemania, tras la división del Imperio carolingio, debe
examinarse en relación con los reyes y emperadores. En cambio, en Francia el
príncipe vio declinar rápidamente sus poderes y reducirse su esfera de
influencia. Para resistir a la ruina de la autoridad y a las invasiones
bárbaras al norte, al este y al sur, no se encontró otro remedio que el de
delegar la autoridad en los señores locales. Esto implicó la constitución de
una jerarquía entre los señores feudales.
La
carencia de una autoridad secular central reforzó considerablemente el influjo
del cuerpo episcopal. Ya en el reinado de Carlomagno, y más aún en el de sus
sucesores inmediatos, los obispos —individual y colectivamente— habían
gobernado la Iglesia de una manera mucho más real que cualquier otra jerarquía
regional. Los concilios que reunieron y las controversias que sostuvieron
Hincmaro de Reims y sus
contemporáneos presentan gran parecido con lós que sucedieron durante los
siglos siguientes. Igualmente en el plano interno, la Iglesia francesa de
principios del siglo ix estaba organizada y jerarquizada más completamente que
las demás, contando con sus arcedianos, deanes, parroquias en germen, sínodos
y concilios episcopales. Esta relativa homogeneidad se vio turbada por la
disminución progresiva de la autoridad central, el desarrollo del feudalismo y
de la propiedad laica y la presión de los monasterios. La primera mitad del
siglo X fue para Francia un período de desorganización y de dificultades
durante el cual se generalizó el régimen del feudalismo y de la iglesia privada
(abadía o incluso obispado). Surgió la aurora de una época nueva en el mundo
monástico con Cluny en
Borgoña y Gerardo de Brogne, cuyo influjo irradió desde Lorena. Después
se produjo el renacimiento de la Iglesia de Normandía, a fines del siglo x, con
el resurgimiento de los obispados y la fundación de nuevas abadías. Durante el
eclipse del poder real, el cuerpo episcopal manifestó una actividad desusada
reuniendo concilios y predicando la «tregua de Dios» y la suspensión de las
guerras feudales durante ciertas épocas del año. En Chartres y en
otros lugares florecieron las escuelas episcopales. A partir de 1030 el rey afianzó
su autoridad y comenzó una época nueva. Los barones, influidos por la
atrñósfera de reforma, comenzaron a fundar monasterios y colegios de
canónigos, primero seculares y luego regulares, y a entregar sus iglesias
privadas a casas religiosas. Durante esta época, que duró menos de un siglo, la
vida monástica sirvió de remedio a todos los males. Se creaban abadías y
prioratos para convertirlos en centros de plegaria e intercesión. normalmente
fueron empleados en las iglesias privadas grupos pequeños de monjes (imitados
luego por los canónigos). Se encargaban del servicio litúrgico y la oración por
castillos y aldeas. Gracias a una colecta del diezmo más rigurosa, se aceleró
el proceso de delimitación de la unidad administrativa parroquial, que adquirió
cada vez más importancia a medida que el sistema de las áreas de influencia
repartió los pueblos grandes entre varios señoríos. A un nivel superior, la
Iglesia empezó a tomar el aspecto que iba a conservar durante el resto de la
Edad Media. El rey estableció la costumbre carolingia de la vigilancia y de la
aprobación de las elecciones episcopales. Añadió los regalía y los derechos
feudales de conceder la investidura y disfrutar las rentas de los obispados y
abadías cuando quedaban vacantes. Tanto el rey como los duques y los condes
reunieron y presidieron concilios y animaron a los obispos a visitar sus cortes
respectivas. Sin embargo, la monarquía era aún relativamente débil, mientras
que el papado iba extendiendo su influjo decenio tras decenio. Durante los
siglos XI y XII, el episcopado no reivindicó en general sus derechos frente a
las pretensiones pontificias, como había sucedido en la época de Hincmaro de Reims, de la
que un historiador actual ha dicho que representó «el galicanismo de los
siglos IX y X ».
Las olas
de la reforma gregoriana anegaron todo. A partir de mediados del siglo XI, los
legados recorrieron el país rápidamente, celebraron concilios y pusieron fin a
las querellas. Con Gregorio VII se redobló esta actividad: legados permanentes,
que gozaban de plenos poderes y de completa libertad de iniciativa, ejercieron
una vigilancia casi pontificia. Más tarde, especialmente en el pontificado de
Urbano II, los legados usaron habitualmente sus poderes legislativos y
administrativos con menos rigor. Pero el influjo del papado se hizo sentir de
manera decisiva: en cincuenta años, los papas estuvieron varias veces en
Francia, donde convocaron concilios, predicaron la cruzada, enviaron legados al
emperador y a los otros monarcas y recibieron a los emisarios que éstos les
enviaban. El legado Hugo de Lyon y los otros dejaron fuertemente impresos en la
Iglesia los principios gregorianos. La Iglesia se convirtió en el apoyo
principal del papado. En los últimos años del siglo XI comenzó en Europa la edad
de oro de la supremacía francesa. Casi todas las órdenes nuevas que
transformaron la faz de Europa habían nacido en territorio francés; en sus
ciudades se desarrollaron las escuelas episcopales y, en París, la escuela de
las escuelas y madre del saber. Francia dio a la Iglesia esa constelación de
santos, obispos, predicadores y escritores cuyos nombres volveremos a encontrar
en estas páginas. El continuo crecimiento demográfico proporcionó candidatos a
la vida monástica, sobre todo a los grupos de hermanos legos y a los conventos
de monjas. Una serie de príncipes de desigual valer, prosiguiendo una política
enérgica de unificación y gobernando con firmeza, llevaron a feliz término la
consolidación del poder y aumentaron los territorios sobre los cuales podían
ejercer su control. Durante un período crucial (1130-1151), el abad Suger de Saint-Denis asesoró
—y en parte controló— el gobierno. Inició la serie de primeros ministros que
iban a desempeñar un papel tan brillante en la historia de Francia, tales como
Jorge de Amboise, Richelieu, Mazarino y Fleury.
Durante
este período, la Iglesia de Francia evitó las fuertes tensiones que se habían
producido en Inglaterra, Italia y el Imperio. Luis VII era un hombre devoto y
respetuoso con la Iglesia; pero a fines del siglo Felipe Augusto empezó a
reivindicar y a defender sus derechos, tal como él los entendía. Poco a poco
París se convirtió en el único centro de la vida intelectual, Francia se acercó
al puesto rector que iba a lograr en el siglo XIII en la vida política, cultural
y religiosa.
Alemania
y el papado (1125-1190)
Durante
el siglo XII se esbozaron en Alemania las estructuras generales que, a pesar de
su inestabilidad, iban a subsistir a lo largo de la Edad Media. Desde el punto
de vista económico y social, las ciudades aumentaron pronto en población y
riqueza. Al mismo tiempo, algunas de ellas se convirtieron en teselas
independientes dentro del mosaico del Imperio. En el plano político, los ducados
y condados se multiplicaron al azar del sistema hereditario. El mayor de esos
Estados gobernados por soberanos guerreros y ambiciosos estaba implicado en una
lucha por su propia expansión, uno de cuyos aspectos era la posesión del título
imperial. En la cima estaba el emperador, que intentaba en esta época reducir
el poderío de sus vasallos, poner cierto orden entre los miembros de su
Imperio y controlar a la Iglesia. Esta dependía de su autoridad en las
elecciones episcopales y le ayudaba a gobernar. Algunos emperadores, y entre
ellos los dos más grandes, trataron de restablecer su soberanía sobre Italia y
de controlar al papado. Les sedujo la riqueza y esplendor de Italia y especialmente
de Sicilia. Los papas se les enfrentaron con más o menos éxito. Por eso, cuando
se quiere escribir la historia diplomática y militar de los siglos XII y XIII hay
que interesarse ante todo por los conflictos políticos entre Roma y el Imperio.
El papa, hostigado continuamente por las rebeliones que estallaban en Roma, se
veía forzado a negociar alianzas para hallar un contrapeso frente al poder del
emperador. Este siempre estaba dispuesto a aprovechar cualquier querella en el
momento de una elección pontificia y a excitar o perpetuar tal o cual cisma.
Enrique
V murió tres años después del concordato de Worms. Con él acabó la dinastía salía.
Los electores prescindieron de su sobrino y eligieron a Lotario de Sajonia.
Enérgico y capaz para los asuntos temporales, pero neciamente obstinado, era
un monarca piadoso, dispuesto a aceptar las consecuencias de Worms y la
reforma gregoriana. Durante su reinado (1125-1137), Alemania aceptó y vivió
toda la actividad pontificia que sejiabía desplegado antes en Francia e Inglaterra.
Las elecciones se celebraron canónicamente, estuvieron exentas de simonía y
libres de todo control exterior. Se solicitaron y concedieron privilegios y
excepciones. La Santa Sede fue reconocida como el tribunal ordinario para los
asuntos graves y como el tribunal supremo al cual podía apelarse en todos los
casos. Los legados recorrían los países donde eran enviados, apaciguaban las
contiendas, convocaban sínodos y concilios y prestaban su ayuda en ellos. Al
morir Lotario, los electores eligieron a Conrado de Hohenstaufen (1137-1152),
que siguió el mismo camino que Lotario. A su muerte había transcurrido más de
un cuarto de siglo, durante el cual Alemania había experimentado las mismas
influencias y los hombres de Iglesia habían establecido las mismas
organizaciones que en el resto de Europa occidental. Sin embargo, seguían
existiendo fuentes de dificultades. La ausencia de unidad política fundamental
impidió a los obispos alemanes manifestar una sola fidelidad y el mismo
espíritu de solidaridad que existía entre los obispos de Inglaterra y Francia
en formas diversas. Por otro lado, todo monarca que deseara controlar las
actividades de sus súbditos tenía que contemporizar con la jerarquía. Además,
el mito del Imperio carolingio u otoniano seguía siendo un poderoso aliciente
para la ambición. Para un rey de Alemania, afirmar sus derechos constituía casi
una obligación.
A
Conrado le sucedió su sobrino Federico I Barbarroja (1152-1190). Fue uno de los
hombres de Estado más clarividentes y enérgicos y uno de los más hábiles en el
arte militar entre todos los soberanos de Alemania. Inspiró afecto y adhesión;
como buen político, supo retroceder cuando el desastre amenazaba, sin abandonar
por ello sus proyectos. Como rey, tuvo que entablar una guerra larga y costosa
para defender su trono, controlar a sus súbditos y gobernar a Alemania. Como
caudillo, se inspiró en Carlomagno y Otón; pero el Imperio que él trató de
restablecer era el de la dinastía sajona y no el de Carlomagno. Dicho de otro
modo: sus ideas eran las de un soberano temporal y no las de un emperador
teócrata. Para él, el emperador y el papa estaban designados por Dios, y sus
autoridades respectivas se ejercían en esferas específicas. Federico no exigió
la convocación de concilios para proclamar una doctrina o imponer normas de
culto; pero creía que el monarca tenía que ser absoluto en todos sus actos
externos de gobierno. Desde el principio de su reinado prescindió del espíritu
y, a veces, de la letra del concordato de Worms. Designó y destituyó obispos; se
ocupó de elecciones controvertidas y de otras querellas y prohibió la apelación
a Roma; reivindicó el derecho de los regalía y el de los spolia, que habían caído en desuso.
Antes de
Barbarroja, el curso de la vida eclesial se había visto turbado por un cisma.
Al morir Honorio II, las divisiones de la curia provocaron una doble elección
(1130), cosa posible por la inexistencia de reglas acerca del voto de la
mayoría. Según toda probabilidad, las dos partes cometieron irregularidades,
pero las superiores cualidades morales de Inocencio II (san Bernardo, a quien
pidió su opinión Luis VI, confirmó tales cualidades) le aseguraron el apoyo de
Francia y de Inglaterra y más tarde el de España y el del emperador Lotario
III. Roma e Italia resistieron algún tiempo. Hubo dos campañas de Lotario y una
de san Bernardo para modificar la alianza entre Roma y Milán. La muerte de
Anaclcto II puso fin al cisma (1138).
Los
pontífices que sucedieron a Inocencio II tuvieron una vida corta. Después, el
primer papa de alguna fama fue Eugenio III (1145-1153), cisterciense, antiguo
novicio de san Bernardo en Claraval. Fue el más santo y menos mundano de los
papas de este siglo; se mostró también piloto consumado en medio de las
aguas agitadas. Es conocido en la historia como el destinatario de las Reflexiones
para un papa (De consideratione) de san Bernardo, obra que fue pronto un locus classicus para
los teólogos del papado y para los reformadores de todos los tiempos. Se
recuerda también a Eugenio III por haber proclamado en 1147 la segunda
cruzada, que fue desastrosa. Tras el breve pontificado de Anastasio IV, que
sucedió a Eugenio, subió al trono pontificio Adriano IV, típico papa de origen
inglés. Nacido en los dominios del monasterio de Saint Albans, no
consiguió entrar en la abadía y fue canónigo regular en San Rufo, junto a
Aviñón. Siendo abad de esta casa, tuvo ciertos conflictos con los canónigos y
fue citado a Roma, donde Eugenio III reconoció sus talentos y lo nombró
cardenal. Fue enviado como legado a Escandinavia y organizó la jerarquía en
Noruega. Pero no consiguió realizar la unión entre los normandos y los godos de
Suecia, que se efectuó poco después. Su energía y su habilidad en el gobierno
facilitaron su elección al trono pontificio en 1154. Tuvo enfrente un
adversario de talento y fue capaz de oponerse a Federico Barbarroja con las
mismas armas. Lo coronó emperador, pero reiteró y acentuó las reivindicaciones
pontificias de Gregorio VII: trató de privar a Federico de todo derecho de
intervención en los asuntos de Roma. Antes de que estallase el inevitable conflicto,
murió el papa (1159), dejando inacabadas las tareas de un pontificado que
prometía ser admirable. Adriano IV es célebre por haber propagado por
Escandinavia la costumbre del óbolo de san Pedro, propia de Inglaterra, y por
haber redactado la bula Laudabiliter, que otorgaba a Enrique II la
soberanía sobre Irlanda. La amistad que unió a Adriano con Juan de Salisbury se
refleja en las cartas de éste.
La
elección que siguió a la muerte de Adriano IV fue también origen de un
conflicto. Orlando Bandenelli, célebre canónigo de Bolonia y primer consejero
de Adriano IV en su lucha contra el emperador, obtuvo una amplia mayoría. Pero
algunos apoyaron a Octaviano, aristócrata romano del partido imperial. El
decreto electoral de Nicolás I, que presuponía la unanimidad, no sirvió en esta
ocasión. Podemos preguntarnos si la elección de Alejandro III fue verdaderamente
regular. En todo caso fue seguida de alborotos y hubo dos coronaciones. Los
partidarios de ambos pretendientes reclamaron el arbitraje del emperador
Federico, que reunió en Pavía un sínodo. Alejandro se negó a reconocerlo,
hecho que apenas se tomó en consideración. El sínodo controlado por el
emperador se pronunció por el antipapa Víctor IV. Ello dio origen a un cisma
que dividió a Europa. Alejandro excomulgó al emperador y al antipapa. Gracias a
la acción energética llevada a cabo en Francia ganó para su causa a toda la
Europa occidental, excepto el Imperio. Pero unos años después, Enrique II de
Inglaterra se enfrentó con Tomás Becket y amenazó con retirar su apoyo.
Víctor IV murió inesperadamente en 1164. Un grupo de obispos del Imperio,
reunidos por el canciller imperial Reinaldo de Dassel, eligió sucesor en forma no
canónica. Durante una asamblea celebrada en Würzburgo el 23 de mayo de 1163,
Federico consiguió de todos sus súbditos influyentes —laicos o sacerdotes— el
juramento de rechazar a Alejandro III. A pesar de la evidente ilegitimidad de
su situación, el antipapa Pascual III canonizó a Carlomagno, que quedó desde
entonces inscrito en el calendario alemán. La lucha entre el papa y el
emperador continuó durante más de diez años; su escenario más importante fue Lombardia. El
conflicto acabó con la derrota decisiva de Federico por la liga lombarda en
Legnano (mayo de 1176). Poco después, en julio de 1177, el emperador se
reconcilió con el papa en Venecia.
Al
principio, el pontificado de Alejandro III estuvo mediatizado por una situación
difícil y por el largo conflicto que enfrentó al papa con el emperador. Pero
Alejandro tuvo la suerte de reinar durante veintidós años. Esto le permitió
desplegar sus dotes de inteligencia y carácter; su pontificado fue uno de los
más notables del siglo. Había sido discípulo de Abelardo y de Graciano y era
tan competente en teología como en derecho canónico. Fue el primero de los
grandes papas juristas que se sucedieron durante un siglo. Con sus numerosas
cartas decretales, de las que se conservan más de 700, contribuyó a establecer
la disciplina de la Iglesia y de la vida cristiana. Perfeccionó y precisó la
ciencia del derecho canónico; extendió la competencia de los tribunales
eclesiásticos y reivindicó para éstos la juridicción sobre las propiedades de
la Iglesia unidas a una entidad espiritual (ius spirituali adnexum). En
esta reivindicación incluyó el matrimonio, las dotes, los diezmos, el
testamento, los contratos hechos bajo juramento, los derechos de presentación
para los beneficios y otros derechos similares. Discípulo de Abelardo, en su
enseñanza moral distinguió entre la ignorancia y la negligencia, así como entre
la ignorancia culpable y la invencible. Gracias a su actividad y competencia
multiplicó el número de apelaciones a Roma; pero no procuró deliberadamente que
Roma interviniese en todos los asuntos. Dejó su sello en todos los problemas
jurídicos que trató. Finalmente, él fue quien reservó al papa el derecho de
canonizar a los santos e instituyó el procedimiento que iba a estar vigente
durante cinco siglos. Aceleró y simplificó el proceso de liberación canónica
de los monasterios sometidos al censo y de los que estaban exentos como
iglesias de propiedad real (Eigenkirchen). Elaboró la fórmula que
estableció la dispensa (nullo mediante). Tomó parte en la larga historia
de la lucha contra el derecho de propiedad laica sobre las iglesias,
expresando en términos de derecho pontificio las sentencias de su maestro
Graciano. Recíprocamente, éstas reflejaron en sus disposiciones las prácticas
de la Iglesia renovada. Alejandro III reconoció al protector el derecho de
presentación para un beneficio (advocatio), pero le negó todo derecho de
propiedad sobre la «iglesia». Este derecho y la costumbre de secularizarse que
icnían las casas religiosas han sido calificados por un gran historiador como
el producto más antiguo y el más reciente del régimen de la iglesia privada.
Alejandro
III fue un hombre íntegro, de vida irreprochable; pero careció del ardor y la
sencillez de los santos. Ocupa un puesto de primera fila entre los grandes
papas de la Edad Media. Su personalidad sigue siéndonos desconocida, excepto
en la medida en que se refleja en sus cartas decretales. Sin
embargo, son evidentes sus cualidades de hombre de Estado y su capacidad
intelectual. Después de su muerte hubo unos cuantos pontificados breves. La
política de Roma osciló entre la hostilidad y el compromiso; pero hasta la
muerte de Federico en la cruzada de 1190 no ocurrió nada irreparable.
El
reinado de Federico I y el pontificado de Alejandro III fueron testigos de
sucesos políticos sumamente importantes para Alemania. También en esta época se
dieron profundas transformaciones en la opinión pública. Durante la larga lucha
de Federico para afianzar su autoridad, fue creciendo el proceso de
fragmentación de los ducados y culminó con el despojo de Enrique el León. Este
suceso fue decisivo, ya que fijó el mapa de Alemania para los siete siglos
siguientes. La victoria que las comunas de Italia del norte obtuvieron sobre el
emperador en Legnano determinó también el trazado del mapa de Italia septentrional.
En adelante, y para largo tiempo, Lombardia no podía formar parte del
Imperio. En toda Europa la lucha entre Alejandro y Federico manifestó
claramente que el Imperio no podía ya pretender representar a la cristiandad
occidental. Francia, España, Borgoña y Anjou formaban ahora un bloque de importancia
igual, si no mayor, y querían seguir su camino propio. El emperador no podía
ya hablar en nombre de la cristiandad, aunque pudiera seguir lanzando viejos
gritos de guerra. Además, el fenómeno nuevo de la expansión de las órdenes
religiosas centralizadas y la devoción al papado que manifestaron dirigentes
como san Bernardo y san Norberto dieron a Europa un cohesión nueva. Esta fue
también la época en que se aceptó universalmente la separación gregoriana entre
el religioso y el laico en la sociedad. No se podía obrar de otro modo. El
clero se orientó exclusivamente hacia Roma. Sin embargo, la batalla que los
reformadores trabaron contra los potentados laicos que dominaban la Iglesia
sólo fue victoriosa a medias. Los emperadores y los monarcas como Enrique II
de Inglaterra nunca se resolvieron a abandonar del todo sus derechos a escoger
los cargos eclesiásticos y a aprovecharse de los bienes de la Iglesia.
España
en la Edad Media
Sabemos
muy poco de la Iglesia mozárabe durante los dos siglos que siguieron a la
controversia del adopcionismo. En general, hubo libertad de culto y de vida
social. Es cierto que el proselitismo y la propaganda estaban considerados
como delitos. Pero parece que fueron los mismos mártires y los confesores (cuya
leyenda ha llegado a nosotros) quienes, por diversos motivos, provocaron y
estimularon la represión. A lo largo de la costa septentrional fueron constituyéndose
pequeños reinos, que acabaron por llegar al interior de España: León, Castilla,
Navarra. En el siglo IX se instituyó la devoción a Santiago (829) y fue localizada
en Compostela (866),
donde se consagró al santo una gran basílica el 899. Desde entonces, los
cristianos del norte hostigaron sin cesar la frontera musulmana. Los moros, por
su parte, hicieron incursiones de cuando en cuando, sobre todo en tiempo de
Almanzor (Muhammad ibn Abi
Amir), que luchó principalmente del 976 al 1002 y durante las terribles guerras
de unos cristianos con otros. A mediados del siglo xi existían los reinos de
Castilla, Aragón y Navarra. Se habían establecido contactos más allá de los
Pirineos, y la peregrinación a Compostela se había hecho habitual. Esto fue juntamente
consecuencia y principio de la fundación de una serie de monasterios a lo largo
de las rutas de peregrinación o cerca de ellas. Resultó de aquí un incesante
intercambio de arquitectos, escultores y estilos artísticos. También a lo largo
de la costa mediterránea apareció una cadena de monasterios, entre los cuales
hay que citar el de Cuixá. Gracias a las visitas y a las peregrinaciones, estas
casas mantenían estrechas relaciones entre sí y con las de Italia. Luego, a
partir de 1008, los monjes cluniacenses penetraron en el país y fueron
estableciendo paulatinamente su control sobre la mayor parte de las casas
españolas.
Al
influjo de Cluny se debió
probablemente la injerencia del papado en los asuntos españoles durante el
pontificado de Alejandro II (1061-1073). El primer objetivo fue la reforma
general de la Iglesia y el agente de ella fue el legado Hugo Cándido, quien
durante su segunda visita se dedicó especialmente a sustituir el rito mozárabe
por el romano.
La curia
recordaba sin duda la «herejía» adopcionista y el apoyo que este movimiento
había encontrado en algunas expresiones litúrgicas. Pero el papa actuó
impulsado también por el deseo de uniformidad. Es lamentable la desaparición
casi total de una forma tan antigua de eucologio cristiano; pero la historia
ulterior de España parece haber justificado la política de Alejandro. En unos
años España realizó su unidad completa y definitiva con la Iglesia romana en el
plano de la doctrina y de la práctica. En los principados musulmanes surgieron
discordias y escisiones. Los príncipes cristianos del norte preparaban una
invasión (1064) que fue organizada, sostenida y bendecida por Alejandró II y
puede considerarse como la primera «cruzada» pontificia. El territorio reconquistado
iba a ser colocado bajo la soberanía de la Santa Sede. Gregorio VII asumió y
extendió esta reivindicación de soberanía, considerándola como la reafirmación
de un antiguo derecho de propiedad que tuvo quizá su origen en la donación de
Constantino. Tropezó con la oposición de Alfonso VI de Castilla, pero impuso
su voluntad en Aragón, Navarra y Cataluña. Más tarde lo logró también en
Castilla, que aceptó el rito romano. En 1085, unos días después de morir el
papa, el rey Alfonso reconquistó Toledo.
Urbano
II continuó la política de su predecesor y llevó más lejos la reforma.
La apoyaron sus hermanos, los monjes cluniacenses, que habían
desconfiado algo de Gregorio VII. Pero las esperanzas de Urbano II se vieron
frustradas por los tumultos internos de España: Alfonso VII fracasó ante una
nueva invasión musulmana y estalló una rivalidad entre los arzobispos de Toledo
y Santiago. Sin embargo, una nueva «cruzada», en la que participaron Provenza y
Genova, permitió concluir la reconquista de las Baleares y Zaragoza. A partir
de 1147 quedó libertada Lisboa y la mayor parte de Portugal. El avance
posterior fue lento hasta principios del siglo xm. A comienzos de este siglo, I
nocencio III autorizó la predicación de una «cruzada» y consiguió que determinados
contingentes franceses vinieran a unirse a los monarcas españoles, que lograron
una victoria decisiva en las Navas de Tolosa (1212), primera etapa hacia la
liberación definitiva de la Península. Córdoba cayó en 1236 y Sevilla en 1248,
llevando consigo la caída de Cádiz y otras ciudades. Murcia dependía de
Castilla desde 1241 y fue totalmente dominada en 1256; Valencia fue conquistada
en 1238. Así, pues, antes de terminar el siglo XIII la Reconquista española
estaba virtualmente acabada, exceptuando el recién constituido reino de
Granada.
La
reorganización eclesiástica avanzaba con la Reconquista. Poco a poco ocupó
España su lugar en la Iglesia medieval. Desde principios del siglo XI hubo
numerosos monjes, cluniacenses y otros, en los reinos del norte. En el siglo
XII, los cistercienses ocuparon los lugares disponibles; a comienzos del siglo
XIII, el castellano Domingo de Guzmán fundó una orden nueva e influyente. Se
construyeron grandes catedrales en Avila, Salamanca, Zamora, Coimbra, etc.
Desde la conquista de Toledo, España se convirtió durante un breve período —lo
mismo que Sicilia— en un notable centro cultural al que acudían los hombres del
norte que querían hacer una carrera eclesiástica; muchos de ellos eran eruditos
o venían acompañados por eruditos a buscar los tesoros del pensamiento y la
ciencia antiguos que habían dejado los árabes. A partir de 1140
aproximadamente, y durante un siglo, España fue un campo rico en tesoros
culturales: los traductores enviaban o se llevaban su botín a París, Montpellier, Oxford y
otras universidades del norte. Sólo cuando los eruditos occidentales acabaron
de explotar el terreno fundó España sus universidades propias. Salamanca data
de 1255; pero esta Universidad y las otras que le siguieron no alcanzaron
celebridad internacional hasta el Siglo de Oro.
El
estudio de España nos plantea un problema difícil de comprender y resolver: el
de la soberanía pontificia sobre diferentes países. El concepto feudal de
soberanía se sitúa difícilmente entre el dominio moderno y el padrinazgo.
Gregorio VII pensaba que, en su calidad de pontífice, tenía el derecho y el
deber de controlar la fe y las costumbres de todos los cristianos en su vida
pública y privada. Por tanto, todos los monarcas tenían que darle cuenta de sus
actividades públicas y privadas, en la medida en que la moralidad y la justicia
—distintas de la administración y del derecho de propiedad— se implicaban
mutuamente. La soberanía abarcaba el reconocimiento solemne de esos derechos
del papa y comportaba las obligaciones feudales de lealtad y de protección.
Pero existían diversos grados de soberanía. El papa era el soberano inmediato y
único de la mayor parte de Italia. En el Imperio reivindicaba todo el poder
espiritual. Era el protector y guía de los monarcas de ciertos países cuya
cristianización era incompleta, como España, Dinamarca, Hungría, Bohemia, etc.
En estos países, la soberanía significaba que el papa podía imponer libremente
la jerarquía y el derecho canónico. En Francia y en la Inglaterra de Guillermo
el Conquistador, el papado no logró imponer su soberanía.
La
Reconquista, que amplió la extensión y la gloria de la cristiandad, aportó
problemas nuevos y resucitó viejas tensiones. Se ha utilizado el término
tradicional de «Reconquista», pero recientemente algunos historiadores han destacado
lo que habían ocultado los prejuicios raciales: durante los doce primeros
siglos de la era cristiana, España siempre había estado habitada por pueblos de
diverso origen étnico, y bajo el domino musulmán, el cristianismo no había
desaparecido del todo. Además, los que combatieron durante las guerras de
«Reconquista» pertenecían a todas las clases de población. La mezcla de razas
siguió existiendo después de establecerse la soberanía nacional. Las colonias
mozárabes engrosaron la población cristiana del norte, pero no cambiaron en
seguida de rito ni de mentalidad. Quedaban musulmanes que formaban un elemento
religioso extraño. Afluyeron al país judíos que huían de las regiones en que
eran hostigados o antiguos habitantes de las ciudades musulmanas; al principio
fueron recibidos sin hostilidad. Así reaparecieron las viejas tensiones del
siglo VII, lo cual tuvo más tarde graves consecuencias. Algunas de las figuras
más notables del episcopado, como Pablo de Santa María, obispo de Cartagena y
luego de Burgos, y su hijo, aún más famoso, Alonso de Cartagena, fueron judíos
o al menos tuvieron ascendientes judíos. Quizá ocurriera lo mismo con el
cardenal Juan de Torquemada. Sin embargo, los reyes de España, en forma aún
más viva que los de Francia e Inglaterra, afirmaban enérgicamente su autoridad.
Estaban apoyados por las Cortes, las cuales negaron toda validez a los
desarrollos del derecho pontificio mucho antes que el Parlamento de Inglaterra.
Los derechos o regalia que
poseían los reyes eran muy amplios, así como los privilegios del clero. Sin
embargo, al ocurrir el gran Cisma de Occidente, toda España se mantuvo
distanciada del partido conciliar. Sus obispos y sus teólogos eran por
tradición partidarios del papa. España apoyó largo tiempo al español Pedro de
Luna, antipapa de Aviñón con el nombre de Benedicto XIII (1394-1423).
Escandinavia
Los
primeros misioneros de Francia y Alemania que trataron de evangelizar a
Dinamarca y Suecia fueron rechazados o lograron sólo resultados pasajeros. Sin
embargo, gracias a sus esfuerzos, los misioneros anglosajones —la mayoría
monjes— lograron
en los siglos X y XI implantar la fe y fundar monasterios en Dinamarca y en
los fiordos del sudoeste de Noruega. La abadía de I Aesham envió una colonia a Odense. Stavanger conserva
hoy aún numerosas luidlas de la devoción a san Swituno de Winchester. En Suecia
algunos misioneros llegaron hasta el lago Malar y hasta Sigtuna, donde
Anscario había fundado su iglesia. Más tarde, Upsala, centro pagano, se transformó en
colonia cristiana. Dinamarca, cuyos reyes reinaban entonces en el sudoeste de
Escania, fue el primero de los tres países escandinavos que adoptó los rasgos
de los otros reinos cristianos. Hubo una jerarquía, cuya sede central residía
en Lund, v una organización parroquial. En el siglo XI eran desconocidos en Escandinavia el
sistema feudal, la iglesia privada y el derecho de presentación para un
beneficio. En Noruega el rey tenía ciertos derechos, pero en los demás lugares
designaba a los sacerdotes el obispo o bien la comunidad parroquial (sobre todo
en Suecia). La reforma gregoriana comenzó a principios del siglo XII, en parte
por influjo de los cistercienses. Después de la disolución del arzobispado de
Hamburgo-Bremen, Lund —en Escania— heredó los derechos metropolitanos sobre el
conjunto de Escandinavia. Eskilo, amigo de san Bernardo, introdujo a los
cistercienses en Alvastra y Nydala, antes de retirarse a Claraval, donde murió
en 1181. Le sucedió otro célebre arzobispo, Absalón (1178-1201), que fundó
Copenhague y propagó las reformas canónicas.
Noruega,
con su población diseminada, tenía una organización más rudimentaria. Recibió
de Inglaterra muchas costumbres, varios obispos y las primeras fundaciones
cistercienses de Lyse, junto a Bergen, y de Hovedo, cerca de Oslo. Esta
estructura fue completamente renovada y la Iglesia noruega recibió su forma
definitiva durante la memorable visita de inspección que realizó en 1152 el
cardenal inglés Nicolás Brakespeare. Este puso en Trondheim la sede
metropolitana; a los cuatro obispados sufragáneos de Noruega añadió las sedes
de Islandia, las
islas Feroe, las Oreadas, Sodor e isla de Man. Estableció también la elección
canónica de los obispos, el derecho de éstos a nombrar a los párrocos y el
pago del óbolo de san Pedro. Estas reformas continuaron vigentes gracias a la
habilidad de Eysten (Agustín), arzobispo de Nidaros (Trondheim, 1161-1186).
Pero luego surgieron disputas entre la jerarquía y los reyes, que trataron de
reclamar sus antiguos derechos. Los obispos fueron exiliados y Noruega fue
teatro de una lucha similar a la que sostuvieron en Inglaterra Tomás Becket y
Enrique II.
La
penetración del cristianismo fue más lenta en Suecia que en los otros dos
países: durante bastante tiempo sólo fue cristiana una zona central situada
junto a los grandes lagos, entre Estocolmo y la actual ciudad de Góteborg. Sigtuna
perdió su antigua primacía cuando Alejandro III otorgó a Upsala la dignidad
metropolitana, poco después del martirio del obispo Eric en
Finlandia (hacia 1157). El primer obispo fue el inglés Esteban, monje de
Alvastra. A partir de este momento, la Iglesia de Suecia fue creciendo
lentamente con una evolución normal, aunque Lund conservó largo tiempo su
estatuto primacial.
Durante
el resto de la Edad Media, Escandinavia y el litoral finlandés se hicieron
totalmente cristianos, subsistiendo, sin embargo, prácticas paganas en los
bosques y montañas, en las islas lejanas y en Islandia. El establecimiento progresivo
de la monarquía feudal provocó enfrentamientos periódicos entre la Iglesia y el
rey; pero en conjunto, y sobre todo en Dinamarca, la Iglesia tuvo más libertad
que en el resto de Europa occidental. En Suecia, los monasterios y los
obispados, con sus extensos dominios, tuvieron para el rey un interés
administrativo contra los militares y la clase campesina. La isla de Gotland
pasó a depender de Dinamarca, era rica y estaba muy poblada; sirvió de depósito
para el comercio báltico y europeo y fue célebre por su considerable número de
iglesias y casas religiosas.
Las
Cruzadas (1098-1274)
Las
Cruzadas de Oriente fueron la manifestación de un movimiento de entusiasmo
religioso imprevisible y sin precedentes. Nacida de un impulso destinado a
afrontar una determinada crisis, la Cruzada se transformó en un acontecimiento
que se repitió periódicamente durante casi dos siglos como una erupción
volcánica. Es quizá el más asombroso de esos ímpetus de piedad traducidos en
acción, que el espíritu moderno considera como características exclusivas de
la Edad Media. Con razón se ha usado el término nuevo de «Cruzada» para
designar la expedición masiva, internacional y espontánea hacia Palestina con
la finalidad de conquistar o defender la tierra donde vivió Cristo. Tomada en
sentido más amplio de aventura militar emprendida con un objetivo considerado
religioso, la primera Cruzada fue anunciada por signos precursores: las
expediciones militares sostenidas y alentadas por el papado para liberar el
norte de España del poder musulmán y la conquista normanda de Inglaterra, que
recibió una bendición especial del papado. A fines del período que estudiamos,
la idea, el término y la técnica religiosa y militar de la cruzada se aplicaban
a toda expedición militar que, procediendo más o menos justamente, tendía a
vencer o a rechazar a adversarios de la Iglesia. Esos adversarios podían ser
herejes, como los albigenses; paganos, como en Prusia y los países bálticos, o
invasores, como los turcos desde 1453 hasta fines del siglo xvii. Las siete Cruzadas ocasionaron el
desplazamiento por tierra y por mar de considerables fuerzas armadas muy
heterogéneas que representaban a la cristiandad y contaban con la bendición
del papa. Todo esto hace que estas Cruzadas constituyan un fenómeno típicamente
medieval, distinto de todas las otras guerras santas y situado al margen de la
historia de la Iglesia.
Los
orígenes de la primera Cruzada y los motivos de su instigador son todavía
controvertidos. Unos guerreros normandos y franceses, animados por las promesas
de indulgencias que había hecho el papa, participaron en la reconquista de
España y en la toma de Toledo en 1085. El mismo año cayó Antioquía en poder
de los turcos, que habían ocupado antes Jerusalén (1071). También en 1071, la
batalla decisiva de Mantzikert había impulsado a Gregorio VII a sacudir la
inercia de la cristiandad occidental para socorrer al Oriente y a los Santos
Lugares. Más tarde, en 1084, el emperador Alejo I llamó en su ayuda a Urbano
II. Esta fue probablemente la ocasión próxima, si no la causa real, del
proyecto de cruzada que se discutió en Piacenza y se predicó en Clermont en 1095.
Pero, ciertamente, el papa vio también una ventaja en que las espadas
normandas y otras que turbaban a Europa se dirigiesen contra los enemigos de la
Iglesia. En su calidad de hombre de Estado, el papa también advirtió sin duda
la ocasión que se le presentaba de ponerse al frente de la cristiandad
occidental. Invitó, pues, a sus oyentes a libertar la ciudad santa de Jerusalén
de los infieles. Su llamada fue acogida con rapidez y con un entusiasmo que
sobrepasó en gran medida las previsiones del papa. Cuando hubo que proceder a
la organización se encontraron ante un hecho consumado. El mando supremo del
ejército de voluntarios se confió a Ademaro, obispo del Puy. Los bienes de los
que partían fueron puestos bajo la protección pontificia y los cruzados recibieron
la promesa de que, si caían en el combate, todos sus pecados quedaban perdonados.
En los guerreros se daba toda clase de motivos; sin embargo, en la primera
Cruzada se alistaron muchos con el deseo sincero de combatir por el Señor y
contra sus enemigos. No es necesario describir aquí el curso de la Cruzada.
Ademaro era hombre hábil y prudente, guiado por objetivos sobrenaturales. Con
él desapareció el único jefe que, estando por encima de los partidos, hubiera
podido salvaguardar los ideales de la Cruzada y organizar la administración
religiosa del reino latino. Este fue un Estado puramente feudal. El patriarca
de Jerusalén fue depuesto en favor de un patriarca latino. Dadas sus
necesidades, los cruzados dieron pruebas de un celo híbrido, militar y
religioso a la vez. Las órdenes militares de los templarios y los
hospitalarios fueron las responsables principales de la defensa del reino
latino de Jerusalén.
La
segunda Cruzada se proclamó con ocasión del avance turco y de la toma de Edesa
el 25 de diciembre de 1144. Se pidió auxilio a Eugenio III y éste propuso a
Luis VII organizar una cruzada. El rey y el papa se dirigieron a san Bernardo,
quien aceptó el encargo, aunque a su pesar, según afirmó después. En nombre del
papa predicó la Cruzada en Vezelay el 31 de marzo de 1146. Se repitieron las
escenas registradas en Clermont cincuenta años antes. Para sacar partido de su
éxito, Bernardo recorrió toda Francia desde el Languedoc hasta Flandes. El papa y el rey habían pensado que se trataba de una cruzada francesa. Pero, llamado a
los países renanos para poner fin la campaña que un monje cisterciense dirigía
contra los judíos, san Bernardo predicó también allí la Cruzada y decidió a
Conrado III a
ponerse al frente de sus tropas. El relato de este viaje, que brilla (en
expresión de san Bernardo) por los prodigios y milagros, constituye una parte
extraordinaria del Libro de los milagros (Liber miraculorum), que
forma parte a su vez de la Vida del santo. La Cruzada constituyó un
gran fracaso. Negándose a plegarse a la dura realidad, san Bernardo volvió a
poner en pie una nueva masa de cruzados; pero la empresa no pasó de ahí. San
Bernardo y sus numerosos partidarios no sabían cómo explicar el fracaso de una
empresa, a la que el gran conductor de hombres había consagrado tanto
entusiasmo y que parecía haber recibido del cielo signos de bendición. San Bernardo
echó toda la culpa a los cruzados, haciendo un paralelo con Moisés y los
israelitas. El historiador moderno sólo puede señalar el ardor con que el gran
caudillo religioso utilizó su inmenso prestigio moral para enviar los ejércitos
a la muerte (sea por enfermedad, sea en la lucha).
En 1146
el desastre parecía inminente. Sin embargo, no se llegó a consumar y los
reinos latinos se mantuvieron aún cuarenta años. El peligro no amenazó hasta
Saladino (1179); pero con él no hubo ya respiro. Vencidos en 1187 en Nazaret y
en Hattin, donde perecieron o cayeron prisioneros los mejores elementos de las
órdenes militares, los cristianos perdieron Jerusalén en 1187 y fueron
rechazados hasta su fortaleza de Tiro. La conmoción fue enorme en toda Europa:
el papa cambió el color de su sello. Sansón, el famoso abad de Bury Saint Edmunds, se
vistió de cilicio y ayunó. Impulsados por un entusiasmo espontáneo, tres
grandes monarcas marcharon a Oriente: Conrado, Felipe y Ricardo. El papa, por
medio de dos legados, proclamó otra Cruzada, la tercera. Se mostró pródigo en
la concesión de indulgencias plenarias para los que murieran y los que
sobrevivieran. Pidió a los obispos una contribución financiera; Francia e
Inglaterra añadieron el llamado diezmo de Saladino, que los reyes impusieron
con el apoyo de los obispos. Esta vez la dirección de la Cruzada se confió al
emperador y no al papa. Después de la muerte de Federico no hubo un mando
supremo. A pesar de su celebridad en la historia y en la leyenda, esta Cruzada
tuvo escaso éxito, aunque los cristianos se apoderaron de una estrecha y larga
faja de territorio costero.
La
cuarta Cruzada no se debió a un desastre acaecido en Oriente; fue obra de
Inocencio III, que en los primeros años de su pontificado consagró todas sus
energías a la tarea de convencer a los reyes de Europa y al emperador de
Constantinopla de que debían procurar entre todos devolver Tierra Santa a la
cristiandad. Para precipitar los acontecimientos recurrió directamente a los
obispos y a los fieles y consiguió la formación de un gran ejército. Según el
plan del papa, debería embarcar en Sicilia, pero los jefes militares se
entendieron con Venecia para efectuar la travesía. Venecia era enemiga de Bizancio y los
jefes alemanes de la Cruzada habían mantenido relaciones con un pretendiente al
trono de Oriente. El emperador Alejo III solicitó del papa la seguridad de que
no sería atacado ninguno de sus dominios. Inocencio III se lo prometió. Sin
embargo, en 1203 la flota de los cruzados, anclada en Corfú, decidió dirigirse
a Constantinopla. El papa protestó, pero fue inútil. Constantinopla fue
conquistada el 17 de julio y el pretendiente Alejo subió al trono con el nombre
de Alejo IV. Ocho meses después fue asesinado en un motín. La ciudad cayó de
nuevo en manos de los cruzados y sufrió un terrible saqueo. Balduino de Flandes
fue elegido emperador latino. Grecia, Tracia y las islas fueron repartidass entre
los venecianos y algunos barones. Acabó la Cruzada tras esta traición, que envenenó durante siglos las relaciones entre
Roma y la Iglesia griega y un obsesiona como un fantasma a muchos cristianos de
Oriente.
Inocencio
III no perdió las esperanzas. En 1213 dio todos los pasos tradicionales para
proclamar una Cruzada, la quinta: indulgencias, remisión de los cruzados,
protección. Se fijó la partida para el 1 de junio de 1217. En esta fecha no
vivía ya Inocencio III, pero los cruzados emprendieron la marcha. No sacaron
provecho a sus victorias y tuvieron que dispersarse después de tomar Damieta.
El emperador Federico II no había podido unirse a la Cruzada oficial por estar
excomulgado. Emprendió, pues, una cruzada personal en 1228 sin ningún objetivo
religioso y consiguió el título de rey de Jerusalem
La
Ciudad Santa se perdió para los cristianos en 1244, después de la derrota de
Gaza. Algunos años antes, Gregorio IX se había esforzado en sacudir la inercia
de los soberanos de Europa, pero las pequeñas expediciones que se realizaron
sólo consiguieron resultados insignificantes. En diciembre de 1244, Luis IX
(san Luis) se hizo cruzado estando seriamente enfermo. Pero su Cruzada, la
sexta, no empezó hasta 1248, sostenida económica y moralmente por Inocencio IV.
El rey estuvo ausente de Francia seis años. Conoció alternativamente la
victoria y la derrota e incluso un período de cautividad como prisionero de
guerra. Veinte años después, el mameluco Baibars, vencedor de Gaza, llegado a
sultán de Egipto, tomó Cesárea (1265), Jaffa y Antioquia (1268). fisto dio lugar a la
séptima y última Cruzada, capitaneada por el rey de Francia y lord Eduardo, heredero de Enrique III de
Inglaterra. San Luis murió antes de llegar a Túnez. Eduardo, después de algunas
victorias, obtuvo una tregua idee diez
años en Palestina. Doce años más tarde estalló la guerra y las importantes ciudades de Trípoli y Acre sucumbieron,
respectivamente, en 1289 y 1291. Con esto acabaron la ocupación francesa en
Oriente y el impulso entusiasta que había originado el ideal de la Cruzada.
Las
Cruzadas efectuadas en Palestina y en las regiones cercanas constituyeron un
rasgo característico y privativo de la atmósfera religiosa e intelectual de los
siglos XII y xiii. Exceptuando
quizá el campo restringido de la táctica militar y de la arquitectura, las
Cruzadas no tuvieron consecuencias duraderas. No aparece en ellas ningún
sistema, ningún principio institucional, teológico, político o diplomático, ni
siquiera un cambio o perfeccionamiento en los métodos. Al predicar la primera
Cruzada y mostrar que el papado podía ser la fuerza unificadora y dinámica
capaz de suscitar y dirigir el entusiasmo de todos los europeos, Urbano II
añadió a la reforma gregoriana un aspecto nuevo y de influjo duradero. Sin
embargo, en los dos años siguientes dejó al papado una responsabilidad que iba
a agobiar y a conducir a una empresa larga y estéril y a guerras crueles de
saqueo y conquista, denominadas Cruzadas. Entre los cruzados se daban
motivaciones de toda especie, desde el sacrificio entusiasta hasta el gusto
personal por la lucha, el deseo de gloria y de éxitos materiales. Antiguamente
se habló mucho de los ideales religiosos y románticos de los cruzados. Hoy
sentirnos cierta repugnancia ante los papas y predicadores que incitaban a las
multitudes a empresas condenadas a un fracaso sangriento. La reconquista de
Palestina podía parecer realizable. Pero las victorias obtenidas por esas
tropas abigarradas, conducidas por capitanes que se envidiaban mutuamente y
carecían de una estrategia racional y adecuada, necesariamente tenían que
llevar a la desunión y al desastre, igual que han acabado en nuestros días
tentativas análogas de cooperación internacional. Una guerra ofensiva sin causa
suficiente difícilmente puede tener un carácter religioso. Recordemos únicamente
que papas de la talla de Urbano II e Inocencio III y hombres dotados de las
cualidades morales y espirituales de un san Bernardo o un san Luis aportaron
un apoyo incansable y sin reserva, y su vida misma, a la causa de las Cruzadas.
Los
concilios
El siglo
XII vio reaparecer en Occidente una serie de concilios que la Iglesia romana ha
considerado luego como ecuménicos. Ya hemos visto que papas y emperadores
convocaron asambleas de cuando en cuando para debatir y juzgar cuestiones de
doctrina y de disciplina. En el siglo XI los papas reformadores se habían
servido frecuentemente de sínodos romanos regulares para promulgar sus
programas y establecer sanciones. Sin embargo, ninguna de esas asambleas había
tenido carácter universal. Fue un signo de los tiempos el hecho de que durante
el siglo xii los papas pudieran
convocar concilios y lograran reunir a los obispos y demás prelados de Europa
occidental. Al principio, esas asambleas se ocuparon sobre todo de comunicar y
tomar nota de los grandes acuerdos políticos que concernían al papado y de
enunciar puntos de disciplina más “bien que de doctrina.
El
primer concilio del siglo XII fue el de Letrán, convocado por Calixto II en la
Cuaresma del año 1123. En este momento, el concordato de Worms (1123)
era inminente, pero aún no se había llevado a cabo. Asistieron a la asamblea
más de 300 obispos. Se reiteraron y precisaron las medidas de reforma adoptadas
durante los setenta años recién transcurridos. Se condenaron la simonía, el
nicolaísmo, el control de las personas y la propiedad eclesiásticas por los
laicos. Se publicaron decretos en favor de los peregrinos y cruzados. Se
prohibió a los monjes administrar los sacramentos y celebrar misas públicas
destinadas a los laicos. .
Después
del concilio hubo, varios sínodos generales, en Londres (11251127), en Rouen (1128),
Toledo (1129), Reims (1131) y
Pisa (1135). Estos sínodos aplicaron el programa romano a las diversas
Iglesias.
Inocencio
II convocó otra asamblea en Letrán el año 1139. Asistieron a ella más de 500
obispos; pero la asamblea se limitó a reiterar la legislación reformadora de
los concilios precedentes. En realidad este concilio, tanto por su carácter
como por su contenido, se diferenció poco del que, en 1148, reunió en Reims Eugenio
III y tuvo como resultado la confirmación global de todos los decretos
publicados desde la época de Gregorio VII.
El III Concilio de Letrán fue convocado en 1179 por Alejandro III. Acababa de terminarse el conflicto que había enfrentado al papa con sus rivales y el emperador. En la asamblea hubo representantes de casi todos los países, es decir, más de 300 personas, entre las cuales hay que mencionar a Juan de Salisbury, obispo de Chartres. La mayor parte de los decretos reiteraron la legislación anterior. Sin embargo, uno de ellos, probablemente obra personal de Alejandro III, estableció que en las futuras elecciones pontificias, si no se lograba la unanimidad, sería designado pontífice el candidato que reuniese los dos tercios de los votos de los cardenales. Esta decisión, que continúa vigente, suprimió el principal obstáculo para que las elecciones pontificias resultasen claras e incontestables. Por eso no volvió a haber ningún antipapa hasta el cisma de 1378, cuya causa fue totalmente distinta. Además, el concilio estableció las condiciones de validez para todos los cargos eclesiásticos (en particular la edad requerida: treinta años para el episcopado, veinticinco para recibir un beneficio con cura de almas), así como las sanciones adecuadas. Fueron condenados una vez más la simonía, el nicolaísmo, el derroche de los bienes eclesiásticos. Otro decreto nuevo e importante concedió a cada catedral un beneficio para un maestro, que debería dedicarse a la enseñanza sin percibir remuneración; la licencia de enseñar se otorgó a todos los candidatos que poseían las cualidades requeridas. Finalmente, una serie de decretos, nuevos unos, antiguos otros, reglamentaron la sociedad cristiana. Se examinó el caso de los judíos, musulmanes y herejes. Respecto a estos últimos se adoptaron importantes medidas, que estudiaremos después. Durante
su pontificado, Inocencio puso especial interés en la realización de una nueva
Cruzada y en la reforma de la Iglesia. Tal Cruzada acabó en un desastre en
1204; pero algunos años después volvió a proyectar otra. El IV Concilio de
Letrán, convocado en 1213 y reunido en noviembre de 1215, incluyó en sus tareas
la Cruzada y un vasto programa de reformas concernientes a todos los sectores
de la vida de la Iglesia. No sabemos cómo se desarrolló el concilio; únicamente
podemos comprobar que los decretos fueron aprobados en una sesión celebrada el
30 de noviembre y que, en diversos aspectos, se separó de la política del papa
tal como la conocemos hoy. Se puede suponer que, para discutir, enmendar y establecer
un programa legislativo tan amplio y bien construido fueron precisos largos
trabajos y discusiones antes y durante la asamblea conciliar en Roma.
Exceptuado el Concilio de Trento, el cuarto de Letrán fue y ha sido hasta nuestros días el
concilio ecuménico de más dilatadas perspectivas. Pero, a diferencia de lo
ocurrido en Trento, los
capítulos dogmáticos fueron poco numerosos y relativamente poco importantes.
El texto más importante es aquel en que, por primera vez en una decisión
oficial, se aplica la palabra «transustanciación» a la eucaristía. Aparece en
la breve definición de la fe colocada al principio de los decretos y seguida
inmediatamente por las declaraciones
tan conocidas sobre la confesión anual y la comunión pascual. Estos y otros
decretos influyeron ante todo en la teología y la práctica sacramentales.
Fueron también importantes porque por vez primera un concilio inspirado por el
papa intentaba legislar sobre la vida cristiana de los laicos. A los cánones
dogmáticos siguió la reiteración de las medidas concernientes a los herejes. Se
publicaron diversos decretos para controlar la vida de los sacerdotes. Las
elecciones episcopales debían ser canónicas y libres. Se trató detalladamente
de la formación y selección de los sacerdotes, así como de las reglas relativas
a los beneficios. Se proclamó el deber de la predicación y se reglamentó la
recta administración de los sacramentos, la vida y actividad de los sacerdotes,
en particular de los párrocos. En cuanto al clero regular, se decidió que debía
adoptar el sistema cisterciense de los capítulos generales. Los obispos tenían
que ejercer su antiguo derecho de inspección. No podría fundarse ninguna orden
religiosa basándose en una regla nueva. Se reforzó y racionalizó la legislación
del matrimonio. Se reformaron los procedimientos judiciales eclesiásticos. Si
se observan en su conjunto, es indudable que los decretos de Letrán constituyen
una revisión notablemente completa de la vida de la Iglesia. Existe un extraño
contraste entre el carácter abierto y práctico de la legislación proclamada en
Letrán y el fallo de todas las proposiciones dinámicas y realistas hechas en
una época conciliar más tardía. Los decretos de Letrán, como todos los de la
Edad Media, se aplicaron imperfectamente y en unas regiones más que en otras.
En los países en que, como en Inglaterra, se pusieron en práctica con rigor
unido a la comprensión, contribuyeron a que el siglo siguiente fuese una época
de realizaciones notables. No es culpa de Inocencio III ni de los padres
conciliares el que las tendencias centralizadoras y autocráticas del papado y
de los canonistas llevasen a reducir la flexibilidad y las perspectivas de los
cánones del IV
Concilio de Letrán.
CAPITULO XVIESTRUCTURAS DE LA IGLESIA MEDIEVAL
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