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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA
CAPITULO
XXIX
EL PENSAMIENTO MEDIEVAL
El siglo
XIII: 1200-1277
Hasta
mediados del siglo XII, los pensadores medievales se basaron en la lógica de
Aristóteles —plenamente accesible desde 1140— y en los comentarios redactados
o traducidos por Boecio. Esto fue sumamente importante para toda la evolución
del pensamiento medieval. En efecto, la lógica fue la disciplina única, el
fundamento de toda cultura superior. La disputa en regla llegó a ser
ejercicio habitual para todos los estudiantes, el método utilizado en todas las
investigaciones. El pensamiento medieval adquirió una claridad, una precisión
y una sutileza reconocidas por todos los historiadores. Pero también se
caracterizó por la rigidez, que se convertía en aridez, cuando se anteponía la
técnica al contenido y la habilidad discursiva al pensamiento original e intuitivo.
Hubo una
especie de pausa en el desarrollo del pensamiento sistemático entre la muerte
de Abelardo y la primera condena de Aristóteles (es decir, entre 1142 y 1210).
Durante esta pausa en la evolución intelectual, las Universidades francesas,
sobre todo la de París, elaboraron su sistema y métodos de enseñanza. Queda
fuera de nuestro campo el estudio de las Universidades y su desarrollo. Sin
embargo, podemos advertir que, durante este período de estancamiento aparente
de la filosofía, se instauró por vez primera en la civilización europea lo que
hoy llamaríamos enseñanza universitaria. Los estudiantes se matriculaban
regularmente y seguían un programa fijo de alto nivel durante un tiempo
determinado. Impartían la enseñanza profesores acreditados y muy famosos. Los
estudios concluían con un auténtico examen. Quienes lo superaban obtenían el
«grado» de bachiller o de maestro, que daba un estatuto y una cualificación
cuya validez se reconocía en toda la cristiandad occidental.
Invisible
y esporádicamente, los tratados filosóficos de Aristóteles comenzaron a
penetrar en Francia desde Sicilia y, sobre todo, desde España, donde los
traductores habían emprendido su tarea a mediados del siglo. La subsiguiente
revolución intelectual estuvo determinada por dos factores. El primero fue el
camino lento y azaroso que, durante casi un siglo, hubieron de recorrer las
traducciones de Aristóteles para llegar a París y Oxford cada vez en mayor
número y más fieles al texto griego original. En general, llegaron primero los
tratados científicos (1170-1180); después, las grandes obras filosóficas sobre
la metafísica, la moral y al psicología. Luego los tratados prácticos y
literarios, para terminar con la Política y la Poética, hacia
1250-1260. El segundo factor fue la «contaminación» de las doctrinas
aristotélicas en parte por las obras neoplatónicas apócrifas —que pasaban por
ser de Aristóteles— y, sobre todo, por los comentarios y traducciones de los
árabes, que interpretaron al Estagirita según sus particulares perspectivas
que, o dependían del platonismo, o eran profanas y deterministas.
La obra
de Aristóteles, asequible ya, suscitó al principio un interés limitado en las
facultades de letras, donde sólo se estudiaba la lógica. Unicamente se hizo
notar porque sirvió de soporte a la enseñanza materialista y panteísta de
algunos autores. Por eso, en 1210, el arzobispo de Sens prohibió
públicamente su uso a los profesores de París. Esta prohibición no concernía a
los teólogos y al principio no se aplicó más que en París. Luego la renovó
Gregorio IX en 1231, incluyéndola en la bula Parens scientiarum, que
constituyó el fundamento de la organización y de la independencia de la Universidad
de París. En este tiempo, Aristóteles había entrado ya en los programas de
estudios de letras en Oxford; también lo utilizaban los maestros de teología de
París. Desde entonces fue ampliándose su área de influencia. Los teólogos y
maestros de letras se veían obligados a tener en cuenta el pensamiento
aristotélico. Primero se contentaron con adoptar tal o cual definición o
argumento que confirmaba sus opiniones personales. Pero poco a poco
comprendieron que las ideas filosóficas y la perspectiva materialista —y quizá
también determinista— de Aristóteles eran inconciliables con las perspectivas
profundamente religiosas de Agustín y con el neoplatonismo subyacente a su
pensamiento. Hacia 1260 comenzó una encarnizada controversia: es el momento en
que llegan a París teólogos y filósofos geniales. San Buenaventura era
conservador y tenía un punto de vista franciscano y agustiniano. Utilizó poco a
Aristóteles y, con el paso de los años, fue cada vez más hostil a él. En
cambio, el dominico Alberto Magno se propuso comentar toda la obra aristotélica
con el fin de hacerla aceptable para los pensadores cristianos. Santo Tomás de
Aquino, discípulo de Alberto, fue más lejos. Propuso adoptar el sistema de
Aristóteles como base general de la teología y del pensamiento cristiano e
interpretarlo, siempre que fuese posible, en sentido cristiano y corregirlo en
algunos puntos. De hecho, santo Tomás replanteó casi todo el sistema
aristotélico y admitió ciertos elementos platónicos o neoplatónicos. En
realidad, su sistema es una construcción original en la que la armazón
aristotélica se coloca, por así decir, invertida. Aristóteles opera en un
universo empírico movido por un primer motor impersonal e inflexible. Santo
Tomás parte de un creador personal y omnipotente, cuyo amor y bondad se
extienden a todo el universo. Sin embargo, en París, a mediados del siglo XIII,
era imposible que la controversia entre los dos ilustres maestros, san
Buenaventura y santo Tomás, se solucionase por sí misma como si se hubiera
desarrollado en un fanal cerrado. De hecho vino a turbar la situación un tercer
partido capitaneado por Sigerio de Brabante y apoyado por las facultades de
letras. También aquí había penetrado Aristóteles trastornándolo todo. El programa
de letras, que hasta entonces se había limitado a la lógica, incorporó todo el corpus aristotélico.
A pesar de las tentativas que hicieron al principio las autoridades para poner
un dique, a pesar del de la prohibición, todavía en vigor, que obligaba a los
profesores de letras a mantenerse al margen de los debates teológicos, la
metafísica y la psicología de Aristóteles abrieron un amplio sector filosófico
de carácter estrictamente racional. Trabajando así fuera del terreno teológico,
Sigerio y sus amigos interpretaron a Aristóteles —quizá inevitablemente— sin
religarlo en absoluto a la fe cristiana, como reconoció el mismo Sigerio.
Avanzaron más aún cuando leyeron el Comentarlo de Averroes, el gran
filósofo hispano-árabe, que interpretaba a Aristóteles sosteniendo que todo
pensamiento humano (y, por consiguiente, toda acción moral) tiene como causa la
iluminación única del entendimiento que esclarece las mentes humanas desde
fuera y por arriba, doctrina que implicaba el rechazo de la individualidad, de
la responsabilidad y de la inmortalidad humanas. De modo semejante, Sigerio de
Brabante defendió que el mundo existe desde la eternidad, doctrina sostenida
por Aristóteles y afirmada por los árabes. Como es lógico, esta idea fue
impugnada por los adversarios de Sigerio, que la declararon contraria a la
Escritura. Los aristotélicos de París —a quienes los historiadores llamaban
aún recientemente averroístas latinos— tuvieron como adversarios a san
Buenaventura y a santo Tomás. Su enseñanza fue condenada por Esteban Tempier,
obispo de París, en 1270. Sigerio y sus amigos se defendieron declarando que
enseñaban como filósofos lo que Aristóteles, personificación de la recta razón,
había enseñado. Como cristianos aceptaron el juicio de la Iglesia. No es seguro
que continuaran enseñando como principios, según hizo Averroes, las diferentes
categorías de verdad y la doctrina llamada de la «doble verdad». Parece que a
Sigerio le afectaron la condenación de 1270 y los argumentos de santo Tomás;
pero su escuela continuó profesando un aristotelismo integral. Es seguro que,
entre los maestros y estudiantes de letras, hubo úna aportación considerable de
pensamiento naturalista y casi pagano. Durante los años precedentes a la
condena de 1270, los franciscanos de París, capitaneados por Juan Peckham y
sostenidos por Buenaventura, atacaron algunas tesis aristotélicas adoptadas por
santo Tomás. Entre ellas estaba la interpretación tomista de la psicología
aristotélica, la cual presentaba al alma como «forma» del hombre al analizar
los constitutivos metafísicos humanos (alma = forma, cuerpo = materia). Esta
doctrina, derivada de un axioma primero del tomismo (a saber: que el ser y la
unidad tienen por causa un solo y mismo principio), parecía tener muchos
inconvenientes filosóficos y teológicos. Por eso, cuando Tempier intervino de
nuevo en 1277 y condenó una serie de proposiciones muy diversas —entre ellas
varias doctrinas aristotélicas—, algunas de esas proposiciones fueron imputadas
a santo Tomás.
Las
condenaciones de París señalaron una etapa importante del pensamiento medieval.
Sigerio salió de París envuelto en incertidumbre y murió poco después, en
tanto que santo Tomás fue rehabilitado y canonizado cincuenta años más tarde.
Sin embargo, la prohibición del aristotelismo integral constituyó un triunfo
para los teólogos conservadores. En adelante, Aristóteles quedó marginado,
excepto su lógica. Varios maestros, entre los que sobresale Duns Escoto,
se esforzaron por construir un sistema nuevo y más en armonía con la fe cristiana.
Se rompió una tradición milenaria según la cual el pensamiento griego era la
razón personificada y expresada en lenguaje técnico. Con ella desapareció la
convicción, universalmente compartida desde san Agustín hasta santo Tomás, de
que el conocimiento filosófico y el teológico formaban parte de un mismo cuerpo
de verdad, accesible al espíritu humano, y que partía de la materia para llegar
a la Trinidad, y de la experiencia sensible para llegar a la intuición mística
del conocimiento sobrenatural. Esta convicción se había basado en una certeza
todavía más fundamental: que el espíritu humano era capaz de establecer un
contacto adecuado con la realidad exterior y que la comprensión de esta
realidad, tanto en metafísica como en moral, podía expresarse en fórmulas
válidas para siempre. En esta perspectiva existía, pues, una filosofía
inmutable (philosophia perennis) que podía ser formulada cada vez más
completa y exactamente y ser transmitida como la gramática o las matemáticas.
Esta certeza se vio corroborada algún tiempo por el nuevo conocimiento de
Aristóteles y de los grandes pensadores árabes que reconocieron en las palabras
de Aristóteles la expresión personificada de la razón humana. Sin embargo,
pronto perdió en las facultades su carácter universal.
La
entrada en escena de Aristóteles y la obra de santo Tomás señalaron también una
etapa del pensamiento cristiano desde otro punto de vista. En oposición con
Platón y, más aún, con Plotino y san Agustín, Aristóteles es el filósofo de la
naturaleza y particularmente de la naturaleza humana en todas las
manifestaciones de la vida social. Los pensadores de tradición platónica —corroborados
por la insistencia cristiana en el carácter transitorio e imperfecto de las
cosas de este mundo y en la debilidad e insuficiencia de la naturaleza humana—
buscaban la realidad en un nivel superior de la existencia. Aristóteles
limitaba estrictamente su interés al universo conocido y a la naturaleza humana
en cuanto tal. Así, por vez primera desde la decadencia de la civilización
antigua, los pensadores se hallaron ante una concepción de la vida que daba un
valor absoluto a la política y a las relaciones humanas. Sobre esta base, santo
Tomás pudo distinguir claramente entre lo natural y lo sobrenatural y formular
lo que quizá sea su axioma más genial: la gracia y la providencia cristiana no
eliminan la naturaleza humana, sino que la exaltan. Santo Tomás pudo así dar un
valor absoluto a la actividad humana, a la política y a la vida social y defender
la autonomía del pensamiento humano en su propia esfera. Cuando el filósofo
razona como es debido (cosa que se puede analizar y comprobar) es indiscutible
en su propia esfera.
La razón
natural, siempre en su esfera, es autónoma. La verdad no puede contradecir a
la verdad. Sin embargo, esta concepción del universo no iba a ser la de la
nueva sociedad del siglo XIV.
Rogerio Bacon
Casi
todos los pensadores del siglo XIII se sitúan en el desarrollo normal de las
escuelas. Pero algunos nos recuerdan que no es posible catalogar a todos los
espíritus medievales en una sola categoría. Así ocurrió con el fraile Rogerio Bacon (1220-1292
aproximadamente). Por su vida externa no se distinguió de los demás. Fue
profesor de la facultad de letras de París y uno de los que comenzaron a
explicar a Aristóteles. Escuchó en Oxford las lecciones de Grosseteste y se
hizo luego franciscano. Compartió muchos de los objetivos y prejuicios de las
personas de su clase y tuvo las mismas características intelectuales. Se
enfrentó a las autoridades y cedió ante las presiones. Vivió, pues, una vida
bastante similar a la de sus contemporáneos y hermanos, los franciscanos
espirituales. Sus críticas contra los que detentaban la autoridad oficial o
intelectual sólo se distinguieron por su intensidad de las que ya habían sido
formuladas y lo serían después por otros espíritus amargados y despectivos. Su
animosidad contra la teología oficial es producto en gran parte de sus propias
frustraciones. La importancia de Bacon reside más bien en la clarividencia con que
reconoció los defectos fundamentales del espíritu escolástico: la super-
valoración de la dialéctica como clave del conocimiento, el respeto exagerado
de la autoridad del maestro, la falta de conexión con la vida y los hechos del
universo físico. Propugnó el estudio del griego y del hebreo, traducciones exactas
partiendo de textos claros; pero defendió, sobre todo, el recurso a la experiencia
en todas las ramas de las ciencias naturales; reclamó, en fin, que se
reconociera el valor de la intuición, natural o cuasi mística, en todas las
normas del saber.
Pese a
su originalidad, Bacon —como Wicklef cien años después— fue un hombre de su época y
de su ambiente. Utilizó el método escolástico y subordinó todo saber humano a
la revelación divina. No tuvo discípulos. Ni en Oxford ni en París le debieron
las ciencias naturales ningún descubrimiento ni ningún progreso. Sin embargo, Bacon, lo mismo
que Escoto, señaló una ruptura con el pensamiento de los siglos anteriores,
con la filosofía eterna. Quizá no carezca de significación el hecho de que
ambos —al igual que Guillermo de Occam, el tercer revolucionario—
tuvieran un origen insular y no latino.
Raimundo
Lulio
Raimundo
Lulio, el grande y excéntrico genio mallorquín, difiere de Bacon por su
carácter, su objetivo y sus métodos. Pero se le parece por sus tentativas de
reformar todo el sistema intelectual y escolar de Europa, aportando un me todo
nuevo y censurando los grandes intereses que regían su época, intereses que se
manifestaron en la estrategia de los cruzados y en el modo de convertir a
los infieles. Lulio nació en Mallorca hacia el 1232; tras un período de vida
licenciosa primero y familiar después, experimentó una conversión interior
hacia el 1262. Se consagró a la conversión de los infieles y se hizo terciario
franciscano. Atacó al averroísmo, al que consideraba el gran enemigo público.
Escribió varias obras sobre este tema y elaboró su método de conocimiento
universal, el Ars generalis. Este sistema combinaba de diferentes maneras
mu chas concepciones metafísicas o ideas para alcanzar ideas generales claras
sobre la naturaleza y sobre los principios de todas las ciencias subalternas.
Para hacer asequible a las inteligencias mediocres este difícil proceso
metafísico, Lulio imaginó un sistema de letras y círculos significativos (que
simbolizaban las grandes ideas), gracias al cual podía verse con una sola
ojeada (después de aplicar las modificaciones y arreglos necesarios) el
itinerario intelectual que debía seguirse. Después de esto, Lulio emprendió un
viaje para propagar la Cruzada; hizo también varios viajes de predicación.
Durante uno de ellos murió en 1315 a consecuencia de los malos tratos que le
infligieron los infieles de Africa del norte. Lulio fue un escritor infatigable
y prolijo, de índole intelectual compleja. Los escritos místicos constituyen
una parte considerable de su obra. Los pensadores que imaginan medios
sencillos para descifrar los enigmas del universo están expuestos al ridículo
tanto como a la admiración. Lulio suscitó ambos sentimientos en sus
contemporáneos y en la posteridad. Siempre ha contado con admiradores entre los
pensadores y eruditos. Pero su personalidad y su valor intelectual no podrán
valorarse hasta que los investigadores presenten un detallado estudio de toda
su obra.
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