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NICEA. LA VICTORIA CONTRA EL ANTICRISTO
CAPITULO
XXIII
LA EDAD
DE ORO DE LOS PADRES DE LA IGLESIA
De
todas las medidas hostiles promulgadas por Juliano, la que más duramente
repercutió entre los cristianos fue su ley escolar del 17 de junio de 362,
prohibiéndoles la enseñanza de las letras clásicas y remitiendo con desprecio
“a los Galileos a sus iglesias para que comentasen a Mateo y Lucas”. La misma
opinión pagana, como se ve por Ammiano, la juzgó excesiva. En efecto, una
oposición tan radical entre “helenismo” y cristianismo no correspondía ya a la
realidad y había comenzado a disolverse. Más sensible ya al interés de sus
valores humanos que a sus peligros, ciertamente reales, la Iglesia cristiana
había tolerado primero, y después aceptado plenamente, la educación y la
enseñanza tradicionales
La
actitud asumida por Juliano tenía en aquel momento algo de anacrónico y, en el
sentido estricto del término, de reaccionario. Ya no había entonces oposición
entre la élite intelectual y la fe cristiana; los grandes señores, los
profesores, los literatos cristianos aparecen como hombres cultos con el mismo
título que sus colegas paganos. Más aún, la formación básica, el bagaje mental
que han recibido de la educación clásica entran al servicio del nuevo ideal
religioso y, a costa de trasposiciones y aplicaciones inesperadas, reciben de
él una vida nueva. Mientras la cultura de los intelectuales paganos tiende
casi siempre (exceptuando parcialmente el sector filosófico) a anquilosarse en
un comportamiento de decadencia, el siglo IV nos hace asistir al surgimiento de
una cultura cristiana, tradicional por los materiales con que trabaja, pero
original en su síntesis.
La vida
del espíritu, desconectada de las fuentes profundas del ser, se perdía en
refinamientos de pura forma; la inspiración religiosa que ahora la anima le
comunica un vigor nuevo que se manifiesta bajo formas inesperadas : el estudio
y la meditación de las Sagradas Escrituras sustituyen al estudio de Homero o
Virgilio como actividades culturales básicas; la predicación desplaza a la
conferencia pública como género literario dominante; los esplendores de la
liturgia satisfacen las necesidades que habían dado origen al teatro; hasta la
afición a lo novelesco encuentra un manantial a que acudir en la floración
legendaria de los Apócrifos y de la hagiografía.
Es
cierto que la exégesis bíblica hereda las técnicas minuciosamente elaboradas
por la escuela del gramático para la explicación de los poetas clásicos;
igualmente el sermón recibe la herencia de la retórica, la controversia el de
la dialéctica y la teología todo el arsenal de la filosofía. Pero no se trata
de puro y simple traslado, sino también de creación original. Si Mario
Victorino, para insistir en su ejemplo, utiliza hábilmente su profundo
conocimiento del neoplatonismo y en particular de Porfirio en la elaboración de
su teología trinitaria para defender el dogma de Nicea, lo hace a costa de toda
una serie de trasposiciones cuyo resultado es una variedad original de
neoplatonismo muy distinto del de sus maestros y émulos paganos; crea
verdaderamente ese neoplatonismo cristiano de expresión latina cuyas riquezas
debían explotar después de él san Ambrosio y, sobre todo, san Agustín, poniendo
de relieve toda su fecundidad.
Pero
hay más. Frente a un paganismo empobrecido por el desgaste del tiempo o
comprometido por sus condescendencias con el ocultismo, el cristianismo
representa el sector activo, el elemento ascendente, el principio director del Zeitgeist, de la atmósfera cultural del siglo. Conviene subrayar, por otra
parte, la relación que se observa siempre entre sociología y cultura:
estadísticamente hablando, el cristianismo aparece en posición ventajosa. ¿Cómo
extrañarse de que el nuevo ideal de la cultura cristiana agrupe a la mayoría de
los mejores espíritus de este tiempo?
La
segunda mitad del siglo IV vio florecer lo que ha podido llamarse la edad de
oro de los Padres de la Iglesia. A esta época pertenecen los más grandes entre
los escritores y pensadores de la antigüedad cristiana, tanto en el Oriente
griego como en el Occidente latino, casi todos los maiores doctores que veneramos
en una u otra iglesia. Nada más significativo que relacionar sus nombres y sus
fechas: nacidos, generalizando un poco, durante los años 330-350; es decir, en
las dos generaciones que habían seguido a la paz de la Iglesia, forman un haz
coherente; todos contemporáneos, en relación directa unos con otros o en
relación de influencia mutua, constituyen un grupo extraordinariamente
característico que se distingue tanto de sus predecesores —la generación
anterior, por ejemplo, la de Atanasio o Hilario, que, por contraste, aparecen
más como teólogos especializados, limitados por su propio tecnicismo— como de
sus sucesores, comenzando por la generación de Cirilo o de Teodoreto que
encontraremos más adelante y que se presta a consideraciones análogas. Los Padres
del siglo IV y de comienzos del V representan un momento de equilibrio
particularmente precioso entre una herencia antigua todavía poco minada por la
decadencia y perfectamente asimilada, y por otra parte una inspiración
cristiana llegada a su plena madurez.
Se
trata, en todos los casos, de grandes y fuertes personalidades; a pesar de su
innegable individualidad, sus destinos presentan tantos puntos comunes que
podemos aventurarnos a esbozar una imagen global, un tipo ideal de Padre de la
Iglesia (las excepciones señaladas de paso permitirán evitar lo que el esquema
pudiera tener de demasiado sistemático):
1. Como
consecuencia evidente de los progresos realizados por el cristianismo en el
interior de la sociedad romana, los Padres de la Iglesia pertenecen por su
origen a la élite de esta sociedad y a veces a las clases más elevadas de ésta:
san Ambrosio es hijo de un prefecto del pretorio; san Juan Crisóstomo de un
maestro de la milicia, los dos cargos más altos, civil o militar, de la
jerarquía imperial. Aquí la excepción más llamativa es la de san Agustín,
nacido de una familia de aquellos curiales, o nobles municipales, aplastados
por el implacable peso fiscal del Bajo Imperio, ambiente que se ha podido
definir, en términos modernos, como una burguesía baja en vías de
proletarización.
2. Excepción
al mismo tiempo reveladora: la ambición y el sacrificio de sus padres, la
protección de un mecenas permitieron a este adolescente de talento recibir la
educación de calidad propia de la élite; san Agustín pudo así tener acceso a la
carrera profesoral que le abría el camino del ascenso en la escala social y,
procedente de una clase ajena a la cultura, ascendió socialmente merced a ella.
De este modo entra en la categoría general: todos los Padres de la Iglesia,
procedentes de la aristocracia o más generalmente de holgada familia
provincial, hicieron sólidos y serios estudios. San Basilio y su amigo san
Gregorio Nacianceno, dejando su Capadocia natal, marcharon a recibir durante
largos años las enseñanzas de los más célebres profesores de la Universidad de
Atenas; san Jerónimo, nacido en Dalmacia, al norte de Trieste, escuchará en
Roma las lecciones del gramático Donato; Crisóstomo, en Antioquia, las del
retórico Libanio —maestros paganos, es cierto, pero ilustres. A pesar de
Juliano el Apóstata, en esta época la enseñanza superior es completamente
neutral, y los estudiantes escogen sus maestros sin que la religión de unos u
otros intervenga en la elección.
Esta
educación es esencialmente literaria y tiene por coronación el estudio paciente,
obstinado, de la técnica oratoria. Nos hallamos en la época de la “Segunda
Sofística”, que presencia el apogeo de la retórica clásica. Todos los Padres de
la Iglesia serán grandes escritores, sobre todo si se les juzga en función del
ideal de la época; por lo menos todos sabrán poner al servicio de su
pensamiento un incomparable dominio de su lengua.
Ya que
excepciones no existen, examinemos las variantes. San Jerónimo, especialista
de la filología sacra y de los estudios bíblicos, aprenderá el griego mejor
que la mayoría de sus contemporáneos latinos, por ejemplo, san Agustín (si san
Ambrosio lo conoce bien, se debe a un privilegio de aristócrata); a esto
añadirá una rara ventaja, la del hebreo. Todos los literatos de este tiempo
presentan un mayor o menor barniz filosófico, pero sólo san Gregorio de Nisa,
entre los griegos, fue un filósofo auténtico, por temperamento y por cultura.
Entre los latinos, san Agustín tiene también derecho a reivindicar el primero
de estos dos títulos, pero su excepcional vocación de pensador no tuvo la
suerte de contar con una formación básica equivalente a la de Gregorio;
filosóficamente san Agustín fue un autodidacta.
3. Todos
los Padres de la Iglesia encontraron instalada en su Cuna la fe cristiana, bien
porque toda su familia se había convertido, y a veces desde varias generaciones
antes, como en el caso de san Basilio y sus hermanos, o porque al menos su
madre era cristiana. El papel desempeñado por estas fervorosas cristianas en
la formación y evolución espiritual de cada uno de ellos tuvo con frecuencia
una importancia considerable. Todo el mundo conoce la obra de santa Mónica en
el alma de san Agustín, pero podrían citarse otros muchos ejemplos: la madre de
san Ambrosio, la de san Juan Crisóstomo, Antusa, que habiendo enviudado a los
veinte años renunció a casarse de nuevo —hecho que suscitaba la admiración de
un pagano como Libanio—, para consagrarse por entero a la educación de su
hijo; y el de santa Macrina, hermana mayor de san Basilio, que realizó una misión
semejante en beneficio de su hermano pequeño Gregorio de Nisa y, persistiendo
en su virginidad, acabó los días en un monasterio.
4. La
mayoría de ellos, una vez acabados los estudios, comenzaron una carrera
profana, casi siempre la de profesor, como convenía a unos buenos alumnos. Así
Basilio, los dos Gregorios, san Agustín; curioso es el destino de Gregorio de
Nisa o de Teodoro de Mopsuestia, quienes, tras haberse orientado hacia la vida
eclesiástica o religiosa, retornaron al mundo; Gregorio de Nisa, el futuro
teólogo de la virginidad, llegó incluso a casarse. Casos particulares son el
de san Martín, que, por ser hijo
de
un veterano, estaba obligado a la carrera de las armas, o el de san Ambrosio, a
quien su nacimiento orientaba hacia los altos cargos de la administración y al
que en el momento de su elección para el episcopado veremos desempeñar las
funciones de consularis, es decir, gobernador civil de la provincia de Liguria,
cuya capital era Milán, residencia imperial.
5. Aparte
de estos casos excepcionales (con el de san Agustín, cuya brillante carrera de
profesor —que lo llevó desde Tagaste, su ciudad natal, a Cartago, Roma y
Milán— se prolongó mientras perduraron los largos debates interiores que, a
través de mil dificultades doctrinales, le devolvieron poco a poco la fe de su
infancia), esta primera fase de su existencia no duró mucho tiempo; quedó
interrumpida por una conversión, en el sentido de Pascal, cuando escucharon y
siguieron la llamada a la perfección. Y entonces, en torno a los treinta años,
los vemos recibir el bautismo que habían diferido según una costumbre todavía
muy difundida en aquella época; tal era la seriedad que se concedía a los
compromisos contraídos con él.
Para
los hombres del siglo IV la vida perfecta se encontraba en el desierto. Todos
los Padres de la Iglesia fueron monjes durante un período más o menos largo y
se ejercitaron en la práctica de una ascesis a menudo rigurosa, en contacto y
bajo la dirección de maestros de la vida espiritual; como se ha visto, muchos
realizaron una obra importante en la historia de la institución monástica.
La
única excepción, debida a circunstancias particulares, a esta ley general es
san Ambrosio: habiendo acudido, como buen magistrado romano, a restablecer el
orden en la asamblea tumultuosa que debía elegir candidato para la sede vacante
de Milán, se impuso a la multitud con tal autoridad que ocasionó la unanimidad
sobre su persona; aclamado obispo y otorgada la autorización imperial, fue
bautizado y, a los ocho días, consagrado, en contra de las reglas canónicas que
negaban el episcopado a un “neófito”. El caso de Gregorio de Nisa también es
especial: habiéndose casado, no pudo comenzar por ser monje y no lo será hasta
quedar viudo, cuando llevaba ya trece años de obispo.
6. Formados
en la soledad, cuya nostalgia conservarán toda su vida, salen de ella al cabo
de tres o cinco años y, respondiendo a la llamada de la Iglesia, aceptan
consagrarse en adelante enteramente a su servicio.
Esta
afirmación es cierta incluso en el caso de san Jerónimo, que no llegará al
episcopado y permanecerá simple monje toda su vida. También él sólo hizo al
principio un breve ensayo de vida eremítica (374-376) en el desierto de Calcis,
cerca de Antioquia; luego deja el desierto para ir
a
completar su formación científica en la misma Antioquia, en Alejandría y
Constantinopla, vuelve a Roma, donde realiza una intensa actividad a la sombra
del papa Dámaso antes de retirarse definitivamente, como hemos visto, a su
monasterio de Belén (385-414). Ordenado sacerdote hacia 379 por Paulino de
Antioquia, jamás se consideró ligado a una iglesia particular. ¿Reflejo de
defensa de un intelectual preocupado por conservar la libertad en su amor al
estudio? Puede ser, pero esos mismos estudios —traducciones, comentarios,
polémicas— nos lo muestran consciente de servir a las necesidades de la
Iglesia universal; en el plano de su vocación particular, también él obedeció a
la misma llamada.
Si
hubiera que hablar de una verdadera excepción, esta sería sin duda la de
Evagrio el Póntico, cuyo destino sigue una marcha inversa de la normal:
comenzó, como hemos señalado, en el clero secular para acabar en el desierto de
Escitia, donde su alma inquieta se encerró en un retiro riguroso, negándose
obstinadamente a salir de él para ejercer el episcopado. Pero ¿podemos contar
entre los Padres de la Iglesia a este espíritu aventurero, hereje probado?
Los
Padres de la Iglesia, en el sentido estricto de la palabra, no rehuyeron la
carga, admitieron el episcopado y fueron grandes obispos, fielmente apegados a
la Iglesia que los había escogido. Y esto es cierto incluso en el caso de san
Gregorio Nacianceno, a pesar de su compleja carrera, que denuncia quizá una
cierta inestabilidad psicológica: aunque promovido al episcopado para la sede
de una oscura población de Capadocia, Sasima, por su amigo el metropolitano
Basilio y a pesar de haber ocupado durante algún tiempo la sede de
Constantinopla (379-381), merece plenamente conservar el sobrenombre que le ha
dado la historia, porque fue en Nacianzo donde durante más tiempo desempeñó las
funciones episcopales como coadjutor y luego (374) sucesor de su propio padre
Gregorio el Antiguo.
Finalmente,
todos desarrollaron la parte principal de su actividad como obispos, aunque
muchos de ellos comenzaron por un prolongado ministerio en el presbiterado.
Quizá pueda exceptuarse san Juan Crisóstomo, cuyo episcopado fue breve y
agitado (398-404, pasó el fin de su vida en el destierro); se trataba, no lo
olvidemos, de la difícil sede de Constantinopla; mucho más fecundos habían sido
los doce años que trabajó como presbítero en la iglesia de Antioquia, donde se
había hecho famoso por el esplendor de su predicación (386-397).
7. Más
adelante procuraremos evocar este duro oficio de obispo; pero en el concepto
tradicional de Padres de la Iglesia, es el elemento propiamente cultural el
que, con la santidad de vida, ocupa el lugar preponderante. Estos obispos
fueron también, y en primer término, escritores, oradores (estamos todavía en
un tiempo en que la palabra humana conserva su predominio tradicional sobre la
escrita), predicadores, pensadores religiosos.
Su
obra, considerable, se concretizó en una serie de géneros literarios muy
característicos: la predicación, en primer lugar, siempre rica de contenido
doctrinal y alimentada con citas y explicaciones bíblicas; la exegesis
propiamente dicha, comentario científico y espiritual a la vez de los Libros
Santos; la teología, que en este período todavía arcaico y agitado por tantos
combates presenta casi siempre el carácter de controversia: hay pocos tratados
doctrinales que en realidad no vengan inspirados por la necesidad de refutar a
algún insidioso hereje y que no estén escritos “contra” nadie. Correspondencia
diversa en que la dirección espiritual ocupa un lugar destacado; entre ellos,
la teoría de la vida interior, incluso en un tratado ex profeso, nunca aparece
muy distante de la práctica.
Este
breve catálogo basta para poner de relieve las grandes líneas y la originalidad
de esta cultura cristiana, doctrina Christiana cuya carta redactará san Agustín
precisamente en un manual con este título, comenzado en 397, reemprendido y
acabado treinta años más tarde. Esta cultura religiosa, enteramente organizada
en torno a la fe y a la vida espiritual, es la que en adelante ofrece la
Iglesia a la élite de sus fieles, clérigos o seglares, monjes y gentes del
mundo. Pero es preciso señalar que, aunque los Padres de la Iglesia que crean
las bases de esta cultura son hombres de Iglesia (en el sentido moderno de la
palabra), ésta se impone igualmente a todos los cristianos capaces de
interesarse por las cosas del espíritu. Nada más extraño al ideal de la nueva
religiosidad que anima la civilización de este siglo IV que la noción medieval
de una cultura religiosa propiamente clerical o que la distinción moderna en el
seno de la cultura entre el dominio de los valores estrictamente laicos y un
dominio reservado a lo sagrado.
CAPITULO
XXIV
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