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SIGLO SEGUNDO - LA BATALLA CONTRA EL IMPERIOCAPITULO XII LA SOCIEDAD CRISTIANA EN EL SIGLO III
El siglo III marca una etapa en el
desarrollo de la vida cristiana. Liberado ya del contexto judío, el
cristianismo se difunde por el mundo greco-romano. Esto le origina una nueva
situación, tanto por los obstáculos que encuentra como por los valores que
asume. La Iglesia extiende considerablemente su esfera de influencia. Es un
gran pueblo. Tal expansión supone un esfuerzo de organización que no era
necesario en los primeros comienzos. Hay que tener en cuenta las importantes
diversidades de nivel que se perfilan en la comunidad cristiana. Ahora, pues,
examinaremos las principales características de esa transformación, la
organización del catecumenado, la disciplina de la penitencia, la formación de
la sociedad cristiana.
I. ORGANIZACION DE LAS COMUNIDADES
En las obras de Clemente de Alejandría,
Tertuliano, Orígenes e Hipólito poseemos un conjunto de documentos que nos
permite hacernos una idea exacta del desarrollo alcanzado en esta época por las
instituciones eclesiásticas. El rasgo más saliente es la importancia que toma
el catecumenado. En tiempos de Justino, los que
deseaban prepararse para el bautismo se instruían como podían, con ayuda de los
particulares o siguiendo una serie de conferencias, como las de Justino, o
mediante la lectura. Pero no es así a principios del siglo III. Orígenes explica
que, después de un primer período en que se examinan las disposiciones de quienes
se vuelven al cristianismo, éstos entran en un primer estadio, durante el cual
son instruidos y se ejercitan en la vida cristiana; luego, una vez que han
demostrado la suficiencia de su preparación, pasan a un segundo estadio, el de
la preparación inmediata al bautismo. Este segundo estadio es considerado como
integrante de la iniciación bautismal. Orígenes añade que hay algunos
cristianos encargados de examinar a los que se presentan al comienzo de cada
una de las etapas.
La Tradición apostólica de Hipólito de
Roma nos ofrece una exposición detallada de esta institución. La obra existe
en cuatro recensiones diferentes, pero es posible separar sus elementos
primitivos. En ella se refleja la disciplina de Roma a comienzos del siglo III.
El candidato al catecumenado es presentado por unos cristianos, que son los
padrinos, y examinado por unos doctores, es decir, por los responsables del
catecumenado. Se le pregunta por los motivos de su conversión, su situación
legal y su profesión. Hipólito reproduce una interesante lista de oficios a los
que el candidato está obligado a renunciar, como el de soldado y el de profesor
de letras. Si el examen es favorable, el candidato es admitido al catecumenado,
que dura tres años, aunque puede abreviarse. Durante ese tiempo hay
instrucciones a cargo del catequista, que puede ser laico o clérigo, las cuales
terminan con la plegaria, el ósculo de paz que los hombres dan a los hombres y
las mujeres a las mujeres y la imposición de manos por obra del catequista.
Al término de esa etapa, los catecúmenos
—en latín, audientes— pasan a ser “iluminados”(phótizómenoi): los latinos dirán electi o competentes. Es la preparación inmediata al bautismo. No se nos dice cuánto
dura. Comienza con un examen sobre la práctica de la vida cristiana durante el
catecumenado. A partir de ese día hay una reunión diaria con exorcismo e
imposición de manos. Los candidatos ayunan el viernes y el sábado precedentes
al bautismo. El sábado tiene lugar un solemne exorcismo a cargo del obispo,
acompañado de la exsufflatio en el rostro y de la
signado en la frente, los oídos y la nariz. Por la noche tiene lugar la
vigilia, con lecturas e instrucciones, al término de la cual se administra el
bautismo.
Si comparamos esta disciplina con la que
encontrábamos en los textos judeo-cristianos, vemos que el elemento fundamental
es la constitución de un orden de catecúmenos en sentido estricto, es decir, de
un estadio intermedio entre el simple deseo de ser cristiano y la admisión a la
preparación inmediata. Ese estadio intermedio es un tiempo de prueba en que se
estudia la aptitud del candidato para llevar una vida cristiana y se examina el
valor de su fe. Su duración podría sorprendernos. Pero, si leemos los textos
de Orígenes o de Tertuliano, comprendemos que resultaba indispensable una
prueba seria antes de ser admitido al bautismo. Quizá había habido admisiones
demasiado rápidas. Tertuliano es testigo de la existencia del catecumenado en Africa; sobre Siria nos informan la Didascalía de los Apóstoles y los escritos pseudo-clementinos.
Estas obras no presentan la distinción explícita entre catecúmenos y electi. Pero Tertuliano habla de catecumenado y de
preparación inmediata al bautismo. Lo que no precisa es la duración de ambos
estadios.
Las mujeres deben soltarse el cabello y
quitarse las joyas. Antes del bautismo, el obispo consagra una especie de óleo
santo y pronuncia un exorcismo sobre otra. Dos diáconos llevan estos óleos a
cada lado del sacerdote. El primer rito es la renuncia a Satanás. A él aluden
Orígenes y Tertuliano, lo mismo que Hipólito. El candidato vuelve el rostro hacia
Occidente. Luego viene la unción con el óleo consagrado. Entonces se pasa a la
iglesia. El obispo impone la mano sobre el bautizado, derrama óleo consagrado
sobre su cabeza y le signa en la frente con la señal de la cruz. Este rito,
separado del bautismo, constituye un sacramento distinto. El bautizado reza
entonces por primera vez en unión de los fieles y recibe el ósculo de paz.
Sigue la presentación de las ofrendas al
obispo por los diáconos. El obispo consagra el pan y el vino. Bendice también
la leche y la miel mezcladas, símbolo de la carne de Cristo, y, por otra
parte, el agua, en señal de purificación. Distribuye entonces el pan
consagrado. A continuación, los diáconos dan a beber de las tres copas de agua,
de leche y de vino. Hallamos aquí el viejo rito judeo-cristiano de la leche y
la miel, y el de la copa de agua. El sacerdote o el obispo acompaña estos ritos
de una explicación, que es la homilía de que hemos hablado. Por el contrario,
no existe huella del banquete que sobrevivía en el judeo-cristianismo. Tampoco
existen coronas. El punto más interesante es la clara distinción de las dos
especies de óleo y la distinción no menos clara de la unción crismal post-bautismal en todo el cuerpo y del sacramento
de la unción distinto de los ritos bautismales.
Al lado de la iniciación, vemos la
importancia que en el siglo III adquiere la reconciliación. Aquí se plantean
dos problemas distintos: el primero se refiere a los ritos de reconciliación;
el segundo, a los casos en que la reconciliación se debe conceder: un punto en
que se enfrentan partidarios del rigorismo y partidarios de la moderación.
Nuestras fuentes principales son Orígenes, Hipólito y Tertuliano. La
reconciliación no es solamente un acto jurídico, sino un verdadero sacramento.
Todo pecado grave, público o privado, es considerado como perteneciente a su
ámbito. Si es privado, exige la confesión ante el sacerdote. Entonces tiene
lugar la exclusión pública de la comunidad, durante la cual el culpable forma
parte del grupo de los penitentes. La exclusión es más o menos larga, según la
gravedad de las faltas. Puede abreviarse, si el penitente da muestras de una
conversión más profunda. Entonces tiene lugar una readmisión pública, que es
propiamente el sacramento y parece haber consistido en una imposición de manos
y tal vez en una unción con óleo exorcizado.
Es de notar que la disciplina de la
penitencia fue concebida en esta época paralelamente a la del catecumenado y de
manera muy análoga. En ambos casos existe un grupo particular. En ambos casos
se trata de un período de prueba, antes de la admisión o de la readmisión.
Tertuliano ha subrayado en el De paenitentia el
paralelismo entre ambas disciplinas. La reconciliación debió de hacerse, a
partir de entonces, con ocasión de Pascua, lo mismo que la admisión al
bautismo. Naturalmente, las exigencias son más duras para la reconciliación,
pues el culpable ha demostrado que no era capaz de practicar la vida cristiana
y hay que asegurarse de la seriedad de su conversión.
Sobre el problema de las condiciones para
la reconciliación se empeñó, a comienzos del siglo ni, un gran debate en el que
tomaron parte Hipólito, Tertuliano, Orígenes y Calixto. El primer punto se
refiere a las condiciones exigidas para la reconciliación. Tertuliano hace una
descripción implacable de lo que debe ser un penitente para merecer ser
reconciliado. Nadie llevó tan lejos las exigencias, sin que por ello pueda ser
tachado de laxismo. Todo es cuestión de mesura. Mucho más importante es saber
si la penitencia puede ser reiterada. Tertuliano, Hipólito y Orígenes son
unánimes en afirmar que no se puede conceder más de una vez. Y tal parece ser
la práctica ordinaria de la época. Otro punto consiste en saber si todos los
pecados son objeto de la penitencia o si hay algunos que la Iglesia no puede
perdonar: ése es el punto esencial de oposición. Tertuliano considera como
irremisibles el adulterio, el homicidio y la apostasía. Pero la mayoría de los
obispos no piensan así. Un debate semejante había opuesto, a fines del siglo n,
a los obispos del Ponto, siendo zanjado por Dionisio de Corinto en el sentido
de la indulgencia.
La organización de la jerarquía presenta
un aspecto más uniforme que antaño. Contamos aquí, aparte de la Tradición
apostólica y de la Didascalia de los Apóstoles, con
un ritual de ordenación incluido en los escritos pseudo-clementinos.
En todas partes hallamos los tres grados principales del episcopado, el
presbiterado y el diaconado. El obispo es elegido por el pueblo y consagrado
por los obispos presentes. Los sacerdotes son ordenados por el obispo,
juntamente con los demás sacerdotes. El diácono es ordenado exclusivamente por
el obispo, puesto que es ordenado para servicio del obispo y no del sacerdocio.
Junto a estos tres órdenes principales aparecen en casi todos los ordines el
lector (anagnostes) . En la liturgia de los escritos pseudo-clementinos no se hace mención de él; en cambio, hay
un orden de catequistas. Podríamos preguntarnos si no se trata de un mismo
grupo y si el lector no solía actuar como catequista. Ordinariamente el lector
no es ordenado mediante la imposición de manos, sino que recibe un libro. Por
todas partes encontramos “curanderos” o exorcistas. Por último, ya en el 251,
una carta del papa Cornelio, citada por Eusebio, alude en Roma a la existencia
de porteros.
Un caso particular es el de los
confesores, es decir, de los cristianos que han sido encarcelados por la fe.
Estos forman un orden particular. Según Hipólito, sin necesidad de recibir la
imposición de manos, han recibido la dignidad del sacerdocio; pero no sucede lo
mismo con quien solamente ha sido “objeto de mofa”: ése debe recibir la imposición
de manos para llegar al presbiterado. Incluso en el primer caso, es probable,
como ha señalado Dom Botte,
que se trate de una dignidad igual a la de los presbíteros, no de sus poderes.
Sea como fuere, en Africa se habla solamente de una
intercesión de los confesores, no de un poder de absolución. En Roma, en la
carta del papa Cornelio, no forman parte de la jerarquía.
Otra cuestión es la de los órdenes
femeninos. El más antiguo es el de las viudas. A principios del siglo III, ocupa
un puesto importante. La Tradición apostólica menciona a las viudas
inmediatamente después de los diáconos. Pero precisa que sean instituidas, no
ordenadas. Clemente de Alejandría y Orígenes incluyen a las viudas en la
jerarquía. Su función es la oración y la visita a los enfermos. Las viudas
proceden de la estructura judeo-cristiana primitiva. En cambio, en esta época
tiende a ganar una importancia mayor el orden de las vírgenes. Aparece
mencionado en todas las recensiones de la Tradición apostólica. Los escritos pseudo-clementinos no las
nombran, pero es un rasgo de arcaísmo. Esta promoción de las vírgenes está
relacionada con el puesto eminente concedido a la virginidad y, al mismo
tiempo, con su carácter de vocación particular.
Por último, a mediados del siglo III, vemos
aparecer las diaconisas. Encontramos un preludio ya en los tiempos
apostólicos. Pero es en el siglo III cuando este orden adquiere importancia y
sustituye al de las viudas. Está vinculado a los diáconos, más próximos al
obispo, y se beneficia también de la preponderancia alcanzada por los diáconos
frente a los presbíteros. El testimonio más notable de esta promoción de las
diaconisas es la Didascalia de los Apóstoles. Las
diaconisas aparecen en paralelo con los diáconos. Remplazan a éstos en los
ministerios entre mujeres: visita de enfermas, unción bautismal. Además, la
diaconisa debe ocuparse de las neófitas, de instruirlas y ayudarlas. Parece ser
que por esta época hubo una ordenación de diaconisas con imposición de manos.
La vida de la comunidad incluye cierto
número de asambleas. La más importante es la eucaristía, que parece celebrarse
sólo en domingo. La eucaristía va precedida de oraciones, que son intercesiones
por la Iglesia, y del ósculo de paz. El pan y el vino son presentados por los
diáconos al obispo. No se alude a una ofrenda hecha por los fieles en la
liturgia propiamente tal. El celebrante impone las manos sobre los dones
ofrecidos y comienza la oración consagratoria por el diálogo que se conserva
hoy día en la liturgia romana. La oración que nos ha transmitido Hipólito
incluye la acción de gracias por la Encarnación, las palabras de la
institución, la conmemoración de la Pasión y de la Resurrección, la invocación
al Espíritu Santo para que descienda sobre la comunidad y la doxología final.
Se distribuye el pan eucarístico a los asistentes, los cuales lo reciben en un
vaso y se lo llevan. Esto parece confirmado también por Orígenes.
Pero, al margen de la asamblea eucarística
dominical, hay otras asambleas encaminadas a la instrucción y que parecen
diarias. Hipólito dice que los diáconos y sacerdotes deben reunirse cada día en
el lugar designado por el obispo, instruir a los allí reunidos y orar. Sobre
estas asambleas diarias de enseñanza, poseemos un documento incomparable en las
Homilías de Orígenes, pronunciadas en Cesárea. La asamblea comenzaba por la
lectura de un texto de la Escritura. Era una lectura seguida. Pero Orígenes se
limita a comentar algunos pasajes. A él le interesa sacar una enseñanza moral
del texto. De ahí, los abusos del alegorismo. Pero tales abusos no impiden que
las Homilías estén llenas de enseñanza espiritual. El auditorio está compuesto
de hombres, mujeres y niños; de bautizados ycatecúmenos; es más o menos
numeroso y está más o menos atento.
Orígenes reprende a los que se van antes
del final, a los que charlan en los rincones.
La Tradición apostólica habla también de
otras asambleas. Está la asamblea de la tarde, a la hora en que se encienden
las lámparas y en la que el obispo, o quien le remplaza, da gracias por los
beneficios de la jornada. Están los banquetes presididos por el obispo, o
ágapes, precedidos de una bendición y seguidos de salmos cantados y de
bendiciones sobre la cop. Ya hemos visto la huella de
un banquete análogo en la noche pascual celebrada por los judeo-cristianos.
Ahora ha desaparecido de la vigilia pascual y se halla totalmente separado de
la eucaristía. Pero subsiste bajo una forma autónoma. Están también las
comidas ofrecidas a las viudas, donde descubrimos de nuevo la huella de una
práctica antiquísima, puesto que ya se encuentra en los Hechos de los
Apóstoles.
Hemos de añadir que, con el desarrollo de
la Iglesia, la organización de la comunidad planteaba nuevas cuestiones. A
mediados del siglo, Orígenes nos ofrece un eco de tal evolución. Señala que ha
aumentado considerablemente el número de cristianos, pero que ha bajado el
nivel: “Verdaderamente, si juzgamos las cosas según la realidad y no según el
número, según las disposiciones y no según el número de personas reunidas,
veremos que ahora no somos creyentes”. Orígenes es precisamente contemporáneo
de esa evolución. Su juventud corresponde a la época que nos describe
Tertuliano e Hipólito. Orígenes se ve mezclado en las persecuciones de tiempos
de Septimio Severo. Su madurez coincide con la expansión
de la Iglesia bajo los últimos Severos. Pues bien, él nos presenta a los
cristianos sumidos en sus preocupaciones terrenas y descuidando la asistencia a
los oficios. Incluso cuando se hallan presentes en la iglesia se ocupan de
otras cosas. Tienen fe, pero sus costumbres siguen siendo paganas. Los nuevos
conversos eran mal recibidos en los medios cristianos tradicionales.
2. LOS ORIGENES DEL ARTE CRISTIANO
Hemos descrito la estructura de la comunidad
cristiana a comienzos del siglo III. Conviene añadir unas palabras sobre su
ambiente. En los orígenes, los cristianos se reunían en una habitación puesta a
su disposición por el propietario de la casa. Esta habitación pudo a veces
quedar reservada para el culto. Para reuniones más importantes, algún
cristiano solía ofrecer toda su casa. Tenemos un ejemplo en un pasaje de los
Reconocimientos clementinos, que pertenece a la
parte más antigua de la obra y que, en consecuencia, puede ser considerada como
expresión de un estado de cosas existentes a finales del siglo II. Un tal Marón
pone a disposición de san Pedro su casa (aedes) y el
jardín interior de ésta, que pueden contener quinientas personas.
Pero el comienzo del siglo III marca una
evolución importante. Empezamos a encontrar alusiones a edificios consagrados
al culto. Este cambio corresponde al período relativamente tranquilo que son
los pontificados de Ceferino y de Calixto. Sabemos que por entonces la Iglesia
podía poseer cementerios propios, ya que Ceferino encarga a Calixto, cuando todavía
no es más que diácono, de administrar uno de esos cementerios. Así sucedió, sin
duda, con algunos edificios cultuales. Tenemos una alusión al hecho en el Octavius de Minucio Félix, donde
se habla de sacraria. La palabra significa
necesariamente lugar sagrado. Por su parte, Tertuliano escribe en un pasaje
enigmático: “Nuestra paloma habita en una casa sencilla, siempre sobre un lugar
elevado, al descubierto y al aire libre”. La paloma simboliza a la Iglesia, a
la comunidad, y el texto describe el lugar donde se reúne. Semejantes
alusiones se repiten en Clemente de Alejandría y en Orígenes.
¿Podemos encontrar restos de esas primeras
“iglesias”? Una de las más seguramente datadas es la de Dura Europos, que es anterior al 256. En ella advertimos un
hecho interesante: que no se diferencia en su estructura de las casas que la
rodean. Se trata, pues, de una casa corriente transformada en iglesia. El
fenómeno se halla en la línea del desarrollo que venimos observando. El
edificio está construido en torno a un patio cuadrado. Al lado sur, una gran
sala rectangular servía como lugar de culto. Al norte, una pequeña pieza
rectangular había sido transformada en bautisterio. En él han aparecido unos
frescos de que hablaremos más adelante. El resto de la casa debía servir para
la administración eclesiástica y para la residencia del obispo. La basílica de Amwás (Emaús, Nicópolis)
fue construida en la época constantiniana sobre el emplazamiento de una “villa”
romana, cuyo plano coincide en parte, pero prolongándolo en el sentido de la
longitud. Esta “villa” pudo ser transformada en iglesia hacia el año 220. Lo
mismo podríamos decir de una gran casa de la época de Augusto, reparada a
comienzos del siglo III y a partir de la cual será construida la basílica de san
Clemente de Roma. También en Aquilea, la basílica construida en tiempos de
Constantino sucedió a una casa convertida en lugar de culto, en la que se han
encontrado mosaicos de fines del siglo III.
Este conjunto de documentos convergentes
permite determinar la situación a principios del siglo III. Lo que caracteriza
esta época es la transformación de casas particulares en lugares de culto. No
parece que hubiera, propiamente hablando, edificios construidos a propósito
para el culto. Los escasos textos alegados en este sentido son dudosos. Y los
datos arqueológicos no nos hablan de basílicas que se remonten a esa época. No
obstante, la situación cambiará en la segunda mitad del siglo III. Se comienza
entonces a construir iglesias, dándoles una forma distinta de la usual en las
casas de vivienda. Por tanto, no se puede decir que, en la primera mitad del
siglo III, exista ya una arquitectura cristiana. En cambio, parece ser que, ya a
finales del siglo II, las comunidades cristianas eran propietarias de casa
dedicadas al culto, de modo que ya no se reunían en casa particulares.
Una cuestión paralela a la de las iglesias
es la de los cementerios cristianos, tanto más cuanto que éstos sirvieron de
lugares de reunión, en particular durante las persecuciones. También aquí
debemos seguir de cerca el proceso de evolución. Además, en este punto existen
varios problemas sobre los que no cabe, de momento, un total acuerdo. Nuestro
estudio se centrará principalmente en la iglesia de Roma, que es la que nos
ofrece mayor información a este respecto. Pero, al mismo tiempo, tendremos en
cuenta los datos arqueológicos y las fuentes literarias, limitándonos, claro
está, a señalar los puntos esenciales. El estadio más antiguo es el que nos
ofrecen las excavaciones del Vaticano. Las tumbas cristianas aparecen
yuxtapuestas a las tumbas paganas en un cementerio de superficie. Tal es la
situación a fines del siglo I. Es posible que la tumba del apóstol Pedro esté
entre las tumbas cristianas. Todavía no existen cementerios cristianos.
El siglo II nos ofrece nuevos datos. Por
una parte, encontramos hipogeos familiares cristianos, pertenecientes a
familias ricas. Es un dato que podemos considerar adquirido. La datación de
tales hipogeos se presta, sin embargo, a relativa discusión. En las catacumbas
de Domitila, el hipogeo de los Flavios se remonta a
finales del siglo II. P. Ferlini cree que la cripta
de Ampliato es uno de los nuclei de estas catacumbas y lo sitúa a principios del siglo II. Pero eso es, sin
duda, remontarse demasiado. Idéntico es el caso de la cripta de los Aurelios, que puede ser de finales del siglo II. La cripta
de Lucina en la vía Appia, cerca de las catacumbas de
Calixto, se remonta a la misma época. En las catacumbas de Calixto, la cripta
de los papas no es anterior al 235. Pero está construida a partir de un
hipogeo anterior, que nos llevaría a principios del siglo III. Lo mismo sucede,
al parecer, con la cappella greca en las catacumbas de Priscila.
Pero al lado de los hipogeos,
pertenecientes a determinadas familias, la segunda mitad del siglo II ve
aparecer los cementerios cristianos. La cuestión de su origen es discutida. ¿Se
trata de propiedades particulares pertenecientes a familias cristianas y
puestas a disposición de la Iglesia? ¿Pertenecen a asociaciones de libertos,
según la hipótesis de Rossi, tantas veces luego
repetida? ¿Habrá que considerarlos como propiedad de colegios funerarios
análogos a los colegios funerarios paganos, no planteando así ningún problema
jurídico particular? Por otra parte, ¿en qué época tomó la Iglesia directamente
en su mano la propiedad y la administración de tales cementerios? Estas
hipótesis no son, en último término, exclusivas. Pudieron coexistir regímenes
diversos. Sin embargo, parece ser que, desde finales del siglo II, la Iglesia
dispuso de cementerios que le pertenecían directamente. De hecho, el texto de
Hipólito donde se afirma que Ceferino encargó a Calixto de los cementerios no
significa que se trate de una innovación, sino que parece suponer la existencia
anterior de cementerios de propiedad eclesiástica.
Otra cuestión se refiere a la naturaleza
topográfica de esos cementerios. Hasta hace poco se había prestado atención
casi exclusivamente a lo que constituye su forma mejor conservada, es decir, a
las galerías que conocemos con el nombre genérico de catacumbas, si bien la
palabra se refiere propiamente a un área muy concreta: la que se encontraba ad
catacumbas y que corresponde a la región de Calixto. Pero es posible que los
más antiguos cementerios romanos no fueran de ese tipo. Las excavaciones del
área de Priscila demuestran la existencia de un cementerio de superficie. El
papa Ceferino, muerto el 217, fue enterrado en su propio cementerio, en una
tumba a ras de tierra. Esto lleva a poner en tela de juicio la fecha en que
comenzaron a multiplicarse las catacumbas subterráneas. No obstante, la fecha
más probable parece ser el pontificado de Ceferino: sería una prueba del auge
alcanzado en esa época por la comunidad cristiana. Y el encargo hecho a Calixto
por Ceferino tendría por objeto concreto esas grandes obras.
Si el final del siglo II y el comienzo del
III nos ofrecen todavía muy escasos elementos sobre la arquitectura cristiana,
no sucede lo mismo con la decoración de los edificios consagrados al culto. En
esta época aparecen frescos, mosaicos y sarcófagos cristianos. La cappella
greca, en la catacumbas de Priscila, y la cripta de Lucina, que le está muy
próxima, tienen los muros cubiertos de frescos. Idéntico es el caso del
bautisterio de Dura, a comienzos del siglo III. Los sarcófagos de la vía Salaria
Nova y de Santa María Antica se remontan a fines del
siglo II. Aquí las fechas son aún más difíciles de determinar que en el caso de
la arquitectura. Pero se mueven entre ciertos límites. Y el período que nos
ocupa presenta un conjunto muy notable.
Además, tenemos elementos de comparación
en el arte pagano de la época. Las primeras realizaciones cristianas no son
independientes del movimiento artístico general. Sus elementos decorativos no
son totalmente originales. Encontramos en el arte cristiano una serie de
motivos que aparecen por doquier: celosías, flores, máscaras, delfines,
mariposas, amorcillos, aves, peces. Motivos que aparecen también en las tumbas
paganas del Vaticano, en la sinagoga de Dura y en las catacumbas de Domitila.
Incluso en la representación de escenas evangélicas y bíblicas, los artistas se
inspiran en imágenes familiares: el Buen Pastor está calcado sobre el Orfeo
griego, Jonás bajo el ricino imita a Endimión dormido, Cristo doctor se inspira
en el mousicos aner. El
tema del barco en medio de las sirenas o el del pescador lanzando su red están
tomados del arte pagano y cargados luego de significado cristiano. Las
variaciones del arte pagano se reflejan en el arte cristiano: son diferentes el
estilo alejandrino, el arte parto de Siria oriental y la forma romana. Y lo
mismo sucede con los diversos momentos históricos: el estilo de la época de los
Antoninos difiere del de la época de los Severos.
Este arte cristiano primitivo expresa la
vida cristiana de su tiempo, las imágenes que le eran más familiares. La
comparación entre los monumentos figurativos y los documentos literarios es
absolutamente decisiva: en las pinturas de los hipogeos o en las esculturas de
los sarcófagos hallamos los grandes temas de la catequesis común. Basta
comparar el De Baptismo de Tertuliano, la Demostración de Ireneo o la Homilía
pascual de Melitón con nuestros monumentos para convencerse. En una y otra
parte aparecen las grandes figuras del Antiguo Testamento: Noé, Isaac, David,
Daniel, Jonás; las escenas más significativas del Nuevo Testamento: la
adoración de los Magos, el bautismo de Jesús, la Samaritana, la resurrección de
Lázaro; los grandes símbolos de la Iglesia: la nave, el árbol, el jardín, la
torre. Más difícil es a veces saber qué aspecto del misterio cristiano se
quiere expresar: ¿se trata de la vida de Cristo, de los sacramentos, de la vida
de ultratumba? No es extraño que en algunos casos quepa la duda, pues los
textos literarios presentan varias interpretaciones. Pero en otros casos el significado
es evidente; por ejemplo, en algunos símbolos sacramentales.
Por tanto, el único método consiste en
abordar los distintos temas, indicando su significado común según los textos
literarios. Comencemos por el Antiguo Testamento. El tema del pecado original
aparece en el bautisterio de Dura Europos, a
comienzos del siglo III, con Adán y Eva en torno al árbol. Es de notar que la
oposición entre la situación de Adán y la del catecúmeno es un tema específico
de la catequesis bautismal siria ulterior. Lo encontramos también en la bóveda
del vestíbulo de las catacumbas de san Jenaro en Nápoles, a fines del siglo II.
Pero es curioso que, por regla general, no hallemos representaciones relativas
a los primeros capítulos del Génesis. Este fenómeno parece relacionado con el
carácter esencialmente profético y tipológico de la utilización del Antiguo
Testamento.
De ahí que la tipología sea el rasgo más
saliente. Noé en el arca aparece en la cappella greca: es una de las grandes
figuras de la salvación; puede tener sentido bautismal o escatológico. Su
significado tipológico aparece en Roma ya en tiempos de Justino. También en la
cappella greca hallamos el sacrificio de Abrahán: ya en Melitón es figura del
sacrificio de Cristo. Es de notar que aparece asimismo en Dura, en la sinagoga.
En el ciclo de Moisés es sorprendente la ausencia del paso del Mar Rojo, figura
antigua del bautismo. En cambio, el tema del agua que brota de la roca es uno
de los más frecuentes. Se encuentra en la cappella greca, en las capillas de
los sacramentos de la catacumba de Calixto; se repite durante el siglo III. Su
significado bautismal es cierto. Su ausencia en el bautisterio de Dura puede
deberse a que la tradición siria, siguiendo en esto a san Pablo, da al episodio
un sentido eucarístico y no bautismal.
David es figura de la salvación en su
combate contra Goliat. Tal es el tema de un escrito de Hipólito de Roma a
principios del siglo III. No es extraño que aparezca este episodio en el
bautisterio de Dura. En cambio, no aparece en Roma hasta el siglo IV. Jonás es,
por el contrario, uno de los temas más populares. Su significado se concreta ya
en el Nuevo Testamento. Es la gran figura de la resurrección. Lo encontramos
en la cripta de Lucina; en las capillas de los sacramentos A 1, A 2, A 6; en la
cámara de la Annunziata en el cementerio de Priscila;
en los sarcófagos de los siglos II y III. Puede tener sentido bautismal o
escatológico. La tesis de Stuiber que le niega este
último sentido, así como a los otros milagros de liberación, ha sido justamente
refutada por de Bruyne. No podemos pensar que la
predilección de los artistas por ese tema, como por el del Buen Pastor,
obedezca a que se prestaba a ser representado siguiendo las tradiciones de la
escuela del arte pagano, para el que eran familiares la nave, el monstruo
marino, el sueño bajo el árbol.
Uno de los ciclos más importantes es el de
Daniel. Daniel liberado de los leones es uno de los temas de liberación ya
tradicionales en el judaísmo. Lo encontramos en la cappella greca, en la cripta
de Lucina, a fines del siglo II, y en las catacumbas de Domitila, en el siglo
III. Lo mismo sucede con Susana liberada de manos de los viejos. Hipólito la
considera como figura del bautismo en su Comentario sobre Daniel. El tema
puede ser bautismal o escatológico. Aparece en la cappella greca y en un
arcosolio del siglo III, en el cementerio de Calixto. Téngase en cuenta que este
tema es uno de los más antiguos, muy particular en Roma, y que desaparecerá
luego casi por completo. Ello constituye una indicación sobre los orígenes de
la comunidad romana y su carácter judaico sensiblemente acentuado. Un tercer
tema, en fin, es el de los tres jóvenes en el horno, tema de liberación de
origen también judío. Se halla en la cappella greca y en varios sarcófagos del
siglo III.
Este primer grupo corresponde a las
figuras veterotestamentarias de la catequesis común.
Al lado de las figuras (typoi), la catequesis empleaba numerosas profecías tomadas del
Pentateuco, de los Salmos y de los Profetas, y agrupadas en colecciones de
Testimonia. Entre los textos más frecuentemente citados, hallamos el Salmo 22,
Ezequiel, 47, la profecía de Balaam. Estos textos
afloran ya en el arte figurativo de los medios judeo-cristianos. El tema del
pez, el de la estrella, el de la viña, el del carro celeste, el del jardín
aparecen a la vez en los osarios judeo-cristianos de Palestina y en los textos
judeo-cristianos. Por tanto, no es extraño que hallemos el desarrollo de tales
temas en el arte cristiano helenístico y romano arcaico. Pero al mismo tiempo,
como era de esperar, experimentan una profunda transformación. Tanto el
ambiente judío se opone a la representación de la figura humana cuanto el
ambiente greco-romano muestra sus preferencias por ella. En ninguna parte
mejor que aquí aparece, a propósito de los mismos temas, el contraste de las
culturas.
Entre los Testimonia proféticos figura la
estrella de Jacob. El tema aparece en un fresco de las catacumbas de Priscila,
cerca de la cappella greca. Pero en esta línea la representación esencial es la
del Pastor. Esta presenta diversos aspectos, cada uno con su fundamento
bíblico. En el bautisterio de Dura, el Pastor está relacionado con la caída de
Adán y Eva. Él es quien conduce de nuevo al Paraíso. Lo cual está inspirado en
el Sal. 22, que formaba parte de la liturgia bautismal y que seguirá siendo un
tema corriente en la decoración de bautisterios. El esplendor paradisíaco
representa a la Iglesia, de acuerdo con una simbólica común en los siglos II y
III. Otro tema es el del Pastor con una oveja sobre sus hombros. Este aparece
principalmente en el arte funerario. Puede designar a la vez el misterio de la
salvación en su conjunto y la liberación del alma después de la muerte. Lo
encontramos en la cappella greca, en la cámara 2 de la capilla de los
sacramentos, en las partes más antiguas de las catacumbas de Domitila, en el
hipogeo de Lucina, en el panteón de Clodio Hermes y
en un sarcófago de la vía Salaria en el siglo II. Un último tema es el del
Pastor que defiende a sus ovejas contra el lobo. Lo encontramos en una cámara
de la spelunca magna, cuya decoración es de comienzos
del siglo III.
Otro grupo lo constituyen las
representaciones del Nuevo Testamento. Tampoco éstas se reproducen por sí
mismas, sino por las alusiones que implican a la catequesis cristiana. Así, en
primer lugar, la adoración de los Magos en la cappella greca, que representa la
conversión, primera etapa hacia el bautismo. También la curación del
paralítico, en la cripta de Lucina, en la cámara de los sacramentos A 3 y en
la casa-iglesia de Dura, que representa el perdón de los pecados. La Samaritana
en el bautisterio de Dura y Cristo caminando sobre las aguas en el mismo
bautisterio son a su vez figuras del bautismo, según el De Baptismo de
Tertuliano. La resurrección de Lázaro y las santas mujeres en el sepulcro, representadas
en la cappella greca, expresan la fe en la resurrección.
El último grupo de figuras se refiere
igualmente a las etapas de la iniciación cristiana, pero representadas no ya
simbólicamente, sino directamente. El sarcófago de la vía Salaria, que nos
muestra por un lado a un “filósofo” rodeado por dos discípulos y por el otro a
una mujer en la misma actitud, parece aludir a la catequesis y nos permite
entrever el papel de las viudas entre las mujeres. Las escenas del bautismo
son frecuentísimas. Un sarcófago de Santa María Antica parece reproducir las etapas de la iniciación. Jonás arrojado por el monstruo
(la fe), una orante (la oración), un filósofo (la catequesis), el Pastor (la
salvación) y el bautismo. La cripta de Lucina y la cámara de los sacramentos A
2 nos presentan también escenas del bautismo. A veces resulta difícil decidir
si el filósofo representa a Cristo o al catequista: por ejemplo, en la cámara
de los sacramentos A 3, donde aparece asimismo un pozo de agua viva, figura
del bautismo.
Las representaciones de la Eucaristía son
también frecuentes. Unas veces se trata sencillamente de un cesto de pan y de
un pez. El pez parece indicar el carácter festivo y escatológico del banquete,
en relación con su simbólica en el judaísmo. De ahí también su simbolismo
sacramental para expresar que el pan es un alimento divino: por ejemplo, en la
cripta de Lucina. A veces el pan y el pez están colocados sobre un trípode y
son señalados por un personaje: es el caso de la capilla de los sacramentos A
3. En otros casos se trata de una escena de banquete, con el pan y el pez. No
es la reproducción de una eucaristía. La escena tiene carácter simbólico. Se ha
discutido si se tratará del banquete celestial, del refrigerium,
o de un símbolo de la eucaristía sacramental. Parece ser que, en la mentalidad
cristiana de la época, las dos cosas son inseparables. La comparación con los
paralelos paganos muestra que el simbolismo inmediato es la felicidad
celestial. Pero la referencia eucarística parece igualmente innegable.
3. LOS CRISTIANOS Y LA SOCIEDAD PAGANA
Lo que hemos visto que realizaban los
cristianos a principios del siglo II en el orden del arte, lo encontramos
también en el ámbito de las costumbres. Los cristianos mantienen unas usanzas
que son las del mundo greco-romano, pero penetrándolas de un espíritu nuevo:
asistimos al primer nacimiento de la civilización cristiana oriental y
occidental. Ya hemos citado, en este sentido, el testimonio de Clemente de
Alejandría. Pero antes leemos en la Epístola a Diogneto,
que es de fines del siglo II: “Los cristianos, escribe el autor desconocido, no
se distinguen de los demás hombres por la palabra, ni por el lenguaje, ni por
el vestido, sino que se acomodan a las costumbres locales en su alimento y modo
de vivir... Se casan como todo el mundo, tienen hijos, pero no abandonan a sus
recién nacidos” Tenemos aquí una especie de programa de los diversos ámbitos en
que se expresa la encarnación del cristianismo en la vida: el lenguaje, el
vestido, el alimento, la vida familiar.
Tertuliano, en el Apologeticum,
desarrollará esa misma idea: “Vivimos como vosotros, tomamos el mismo
alimento, llevamos el mismo vestido, el mismo género de vida. No somos
brahmanes o gimnosofistas de la India. Acudimos a vuestro foro, a vuestro
mercado, a vuestros baños, a vuestras hosterías, a vuestras ferias. Navegamos
con vosotros, servimos como soldados”. Pero, al mismo tiempo, los cristianos
rechazan en esa vida social lo que, siendo bueno en sí, está contaminado por
la idolatría: “Yo no voy a los baños al amanecer, a las Saturnales, para no
perder la noche y el día; pero me baño a la hora conveniente. Yo no me siento a
comer en la calle durante las fiestas de Líber; pero como en algún sitio, me
sirven comidas que proceden de ti”). El cristiano participa en la vida
familiar, económica, política. Pero quiere vivirlas cristianamente.
En este aspecto del nacimiento de las
costumbres cristianas, es capital el comienzo del siglo III. Es la época en que
los cristianos dejan de vivir en pequeños grupos e invaden la sociedad. Pero
entonces se presenta el problema de saber qué deben conservar y qué rechazar de
las costumbres de esa sociedad. La tarea de los grandes moralistas cristianos
de entonces, Clemente y Tertuliano en particular, consiste en ayudarles a hacer
la diferenciación. Es cierto que el cuadro que presentan de las costumbres paganas
es con frecuencia exagerado. Tiene su poco de ejercicio literario tomado de la
diatriba cínica. Y, por otra parte, el ideal que proponen a los cristianos es
un tanto quimérico, supera ciertamente las posibilidades de la mayoría. Pero es
indudable que a través de sus obras vemos las exigencias cristianas encarnadas
en el dato concreto de la vida diaria.
Clemente condena el lujo excesivo: “¿Qué
decir del afán de ostentación, de las telas teñidas, de la vanidad de los
colores, del lujo de la pedrería, de las alhajas de oro, de los cabellos
ondulados o rizados, de la depilación, del colorete, de los polvos, de los
cabellos teñidos y de todos esos artificios mentirosos?”. El ideal es la
sencillez y naturalidad, lo mismo que dicen los más sabios entre los paganos.
Hay algunos puntos interesantes. Por lo que se refiere a las alhajas, Clemente
condena su uso de manera general. Pero admite el anillo, que sirve al mismo
tiempo de sello. Precisa que los hombres no deben llevarlo en el dedo medio, lo
cual es femenino, sino en el meñique. Además, la impronta de los sellos debe
reproducir símbolos que sean aceptables para los cristianos. Por tanto, hay que
eliminar las figuras de ídolos, las espadas y los arcos, las copas. Se puede
conservar la paloma, el pez, la nave con las velas hinchadas, la lira, el
ancla, el pescador. Los mismos principios aparecen en África, en el De cultu feminarum de Tertuliano, y
en Asia, hacia el 196, en Apolonio.
Lo mismo sucede con el alimento, que debe
ser sencillo y sin rebuscamiento. Se condena “el arte demoníaco de los
cocineros” que buscan halagar el gusto a costa de la salud. Clemente denuncia
las diversas formas de glotonería. Se estudia ampliamente la cuestión del vino.
Se insiste en los peligros de la embriaguez. Se citan ejemplos homéricos, como
el de Elpinos, y bíblicos, como el de Noé. Sin
embargo, el vino es un elemento legítimo en el gozo de los banquetes. Con la
cuestión de los banquetes está relacionada la de la vajilla y su lujo. No
conviene usar copas de oro y plata, o incrustadas de piedras preciosas, porque
eso no lo inspira la comodidad, sino exclusivamente la vanidad. Clemente da una
lista de las distintas formas de copas. Al capítulo de las comidas van unidas
también las diversiones. Hay que excluir las veladas que se prolongan en la
noche (pannuchides) acompañadas de arpas, flautas,
coros, danzas y castañuelas egipcias. A esto opone Clemente el uso legítimo de
la cítara y la lira en la asamblea cristiana.
Entonces presenta Clemente todo un tratado
de urbanidad y etiqueta: “Que el cristiano se caracterice por la tranquilidad,
la calma, la paz.” Silbar y chasquear los dedos se queda para los criados
cuando llaman a los animales. En el capítulo VIII se plantea la cuestión del
uso de perfumes y coronas. Unos y otras son proscritos de manera general. Las
flores fueron hechas para formar ramos, para exhalar aroma, no para ser colocadas
sobre la cabeza. Es curioso que Tertuliano diga lo mismo: “Yo no compro coronas
de flores para adornarme la cabeza. No obstante, si compro flores, mira el uso
que hago de ellas. Si nosotros empleamos flores trenzadas en coronas, es porque
la nariz aspira el perfume de la corona”. Así, pues, el cristiano favorece el
comercio. Lo único que repudia son las usanzas paganas contrarias a la
naturaleza.
Los baños, los espectáculos, los deportes
son elementos esenciales del mundo pagano de la época. Aquí el juicio de los
escritores cristianos se hace más severo. Apolonio los proscribe en Efeso. “Acudimos a vuestros baños”, escribía Tertuliano.
Pero Clemente denuncia al mismo tiempo sus peligros. Los baños reúnen todo lo
que puede servir a la disipación. Así los describe Clemente: “Edificios
artísticos, bien construidos y frecuentados, cubiertos con una cortina que deja
pasar la luz, con asientos revestidos de oro y plata y con innumerables
utensilios de oro y plata, unos para el bar, otros para el restaurante, otros
para el baño. También hay estufas de carbón. Se ha llegado a tal grado de despreocupación
que la gente se divierte y embriaga durante el baño”. Clemente denuncia también
las promiscuidades de los baños y, sobre todo, su carácter mixto. No obstante,
el baño es en sí excelente para la limpieza y la salud.
Las indicaciones sobre los deportes no son
menos interesantes. El gimnasio es necesario para los adolescentes, aun cuando
haya un establecimiento de baños al lado. El deporte no sólo es útil para la
salud, sino que da ánimo y emulación para el bienestar físico y el valor moral.
Sin embargo, no se debe permitir a las muchachas la lucha ni la carrera. Para
los hombres está la lucha, el juego de pelota al aire libre, la marcha a pie;
la jardinería no está reñida con la dignidad; también se puede sacar agua o
talar árboles; la lectura es también un ejercicio; en cuanto a la lucha, no se
debe practicar con espíritu de rivalidad; se puede practicar la pesca, como la
practicó san Pedro, si los afanes necesarios dejan tiempo para ello; no
obstante, la mejor pesca es la que concedió el Señor al discípulo, cuando le
enseñó a pescar hombres por medio del agua, como si fueran peces.
Con los espectáculos, los problemas son
más graves. Clemente los condena por su inmoralidad. Tertuliano los somete a
un proceso más radical en el De spectaculis. Los
espectáculos son idolátricos por sus nombres, por su origen, por los ritos que
los acompañan y por los lugares en que se celebran. Además de la idolatría,
excitan las pasiones: la impureza en el teatro, la crueldad en el circo. El
teatro es una parodia de todas las cosas dignas de respeto. “¿Cómo la misma
boca que ha respondido Amén a Dios dará su aprobación al histrión? ¿Cómo
entretenerse en espectáculos cuando estamos en vísperas del espectáculo de la
venida del Señor, segura, gloriosa triunfante?” Y Tertuliano nos describe a
todo el mundo pagano, desde los reyes a los filósofos, desde los histriones a
los cocheros, apareciendo en su miseria ante el tribunal de Dios.
Pero esto no pasa de ser el marco exterior
de la vida. El cristianismo se enfrenta con las costumbres paganas y debe
transformarlas precisamente en las formas de la vida social. En primer lugar,
la familia. Los cristianos adoptan la concepción del derecho romano según la
cual lo que constituye el matrimonio es el consentimiento. Conservan también
las costumbres observadas en su celebración por los paganos: importancia del
velo, lectura del contrato, unión de las manos. Tan sólo excluyen lo que tiene
claramente carácter idolátrico: el sacrificio, la consulta de los horóscopos.
A principios del siglo III no existe una celebración litúrgica del matrimonio
de los cristianos. Pero ellos saben que se unen ante Cristo, según nos lo
indican los bajorrelieves en que aparece Cristo coronando a la esposa y uniendo
las manos de ambos esposos. Además, se suele exigir la bendición del obispo.
Tertuliano caracteriza así el matrimonio cristiano: “¿Cómo describir la dicha
de este matrimonio aprobado por la Iglesia, confirmado por la oblación, sellado por la bendición, reconocido por los
ángeles, ratificado por el Padre?”. Aquí se refleja toda una liturgia cristiana
que viene a sustituir a los elementos idolátricos de los ritos matrimoniales
romanos.
Por lo que se refiere a la moral del
matrimonio, los cristianos se oponen a las costumbres difundidas por el mundo
romano. Tertuliano condena sin reservas el divorcio. Y apela a la tradición
romana, “donde ninguna familia dio señales de divorcio”; ahora, en cambio, “ha
venido a ser objeto de los votos de las mujeres”. También reprueba la poligamia.
Pero el punto en que hallamos mayor insistencia es la condenación del aborto.
Lo vemos en Clemente. Clemente dedica también varias páginas a la dignidad y
el respeto que deben presidir el amor cristiano. Tertuliano pone en guardia
contra los matrimonios con paganos, mostrando las dificultades a que conducen:
el marido quiere organizar un banquete un día que es de ayuno para los
cristianos. ¿Cómo consentirá él que su mujer le abandone toda la noche para
acudir a las fiestas pascuales o para visitar a los mártires en las cárceles?
¿Cómo interpretará sus gestos litúrgicos: la signación del cuerpo, la eucaristía tomada antes de la comida? ¿Qué actitud adoptará ella
cuando su marido se entregue a los ritos tradicionales para con los dioses del
hogar?.
La instrucción de los niños planteaba un
problema muy delicado. Normalmente, corría a cargo del “grammatistes”
y del “grammaticos”, que eran funcionarios de la
ciudad. Pero su enseñanza estaba vinculada a la idolatría. Tertuliano trata el
tema precisamente en el De idololatria. Tales
maestros enseñan la mitología, los nombres de los dioses, sus geneslogías. La
escuela está adornada con el cuadro de los siete dioses. El óbolo que les
ofrece un nuevo alumno es consagrado a Minerva. Allí se celebran las fiestas
paganas. Pero eso no quiere decir que los niños cristianos no vayan a la
escuela. El mismo Tertuliano es decisivo en este punto: “¿Cómo rechazar los
estudios profanos, sin los cuales son imposibles los estudios religiosos? ¿Cómo
formar sin ellos en la prudencia humana y preparar para la comprensión y la
acción, dado que la literatura es un medio necesario para toda la vida?”. Esta
posición es la de Clemente de Alejandría, quien defiende la necesidad de la
cultura literaria contra sus detractores.
¿Qué hacer entonces? Tertuliano estima que
un cristiano no puede enseñar las letras, porque se haría cómplice de la
idolatría. La Tradición apostólica prefiere que quien tenga tal oficio renuncie
a él, pero no impone la renuncia, si no hay forma de hacer otra cosa. Orígenes,
nacido en una familia cristiana, aceptará a los dieciocho años el oficio de
profesor de letras para remediar las necesidades de los suyos. Hay, pues,
cierta tolerancia en la cuestión de los profesores. A la cuestión de los
alumnos se responde en todas partes de modo afirmativo. Basta con que los niños
cristianos se abstengan de los actos idolátricos. Se comprende que ello no
sería demasiado fácil. Sin embargo, por ese procedimiento consiguieron poco a
poco los cristianos que la escuela abandonara sus implicaciones idolátricas y
llegara finalmente a cristianizarse. Por lo demás, el niño recibirá
instrucción cristiana en el seno de la familia.
Sobre la educación de un niño cristiano,
tenemos una documentación precisa en lo que Eusebio nos dice de Orígenes. Por
una parte, éste sigue el ciclo normal de los estudios. Primero, con el “grammatistes”, encargado de la enseñanza elemental; luego,
con el “grammaticos”, que se ocupa de las letras.
Orígenes habla por experiencia de tales estudios. Pero sabemos que, al mismo
tiempo, el padre de Orígenes se preocupaba de hacerle conocer, desde tierna
edad, las Sagradas Escrituras. “Le exigía diariamente repeticiones y
resúmenes”. La educación bíblica impartida en casa viene a completar la educación
profana de la escuela.
La vida económica planteaba, a su vez,
numerosos problemas. Los cristianos no ponen en tela de juicio los principios
en que se basaba en este ámbito la sociedad de su tiempo. Reconocen el derecho
de propiedad. Admiten la desigualdad de los hombres. Clemente de Alejandría
tiene dedicada toda una obra, el Quis dives salvetur, al problema de la
riqueza. No niega su legitimidad, pero sí indica sus peligros y subraya sus
deberes. De igual modo, no encontramos en Clemente y Tertuliano condenación
alguna de la esclavitud, sino simplemente el recuerdo de la dignidad humana y
cristiana del esclavo. Los cristianos participan, de todas las maneras, en la
vida económica de su tiempo: “Con vosotros trabajamos la tierra, hacemos
comercio, intercambiamos los productos de nuestro trabajo. ¿Cómo podemos ser
inútiles a vuestros negocios?”. Así, pues, el trabajo manual, el comercio, los
negocios son en sí mismos compatibles con la profesión del cristianismo.
Pero, en concreto, la vida económica tal
como de hecho se presentaba a principios del siglo III planteaba graves
problemas a la conciencia cristiana. En primer lugar, la vida profesional
estaba impregnada de idolatría. Los artesanos se agrupan en corporaciones
profesionales bajo el patrocinio de un dios: Hefestos para los herreros, Hermes
para los mercaderes. Pero, en segundo lugar, fuera del culto propiamente
dicho, hay ciertas profesiones que son una cooperación a la idolatría. Es un
tema en que insisten con frecuencia los escritores cristianos. Ahí están los
fabricantes de ídolos, los escultores, grabadores y pintores. “El demonio ha
hecho surgir por el mundo fabricantes de estatuas e imágenes y de todo género
de representaciones. Y así el arte de hacer ídolos ha venido a ser la fuente de
la idolatría. Poco importa que la modele un escultor, la forme un cincelador o
la teja un tejedor. Poco importa la materia —yeso, colores, piedra, bronce,
plata o hilo— de que está hecho el ídolo. Poco importa también lo que
representa, pues no hemos de creer que sólo es ídolo el que está dedicado a una
imagen humana. En tal caso, un pueblo sería menos idólatra si venerara la
imagen de un becerro en lugar de la de un hombre”.
Pero no es la fabricación de ídolos el
único problema en este aspecto. “Hay otros oficios que, si bien no se refieren
directamente a la fabricación de ídolos, están relacionados con ciertos
objetos sin los cuales resultarían inútiles los ídolos. Viene a ser la misma
cosa construir o adornar un templo, una casa, un santuario, laminar placas de
oro o fabricar emblemas en una casa”. Son de notar en estos textos los detalles
sobre la fabricación de los ídolos y sus diversas materias. Pero más
interesante en el aspecto comercial de la idolatría. En ella estaban
interesadas numerosas profesiones. Todos los comerciantes de objetos de piedad
en los lugares de peregrinación tenían interés por mantenerla, y podemos
suponer que procuraron mantenerla. Tertuliano debe explicar a estos artesanos
que pueden también fabricar con utilidad objetos profanos.
No se trata sólo de la fabricación, sino
también del comercio: “Si viene a la fe un vendedor de carne para los
sacrificios, ¿le permitirás que conserve su oficio?”. Asimismo el incienso y
otros productos exóticos sirven para los sacrificios ofrecidos a los ídolos.
“¿Cómo un cristiano vendedor de incienso, cuando cruza un templo, tendrá valor
para escupir sobre los altares humeantes y apagarlos, si es él su abastecedor?”
Pero hay matices. El pecado del fabricante de ídolos es más grave que el del
vendedor de perfumes, porque éstos pueden servir para usos medicinales y
pueden incluso servir a los cristianos para las ceremonias funerarias. Los
cristianos deberán abstenerse en la vida económica de toda cooperación con la
idolatría.
Junto a los problemas planteados por la
idolatría está el de las prácticas inmorales. Algunos oficios estaban
excluidos como tales; por ejemplo, el de intermediario. Más difícil era la
cuestión de las usanzas económicas. Clemente de Alejandría alude a lo que
reprueba la moral: tener dos precios, hacer juramentos en materia de negocios,
no decir la verdad. Con lo cual se limita a repetir literalmente la doctrina
de Platón. Lo que el cristianismo pide aquí no pasa de ser la moral natural.
Tertuliano se da perfecta cuenta de la dificultad. Le parece inmoral la
ganancia; prohíbe el préstamo con interés, los vencimientos regulares. Lo mismo
hacía Apolonio. Pero, por otra parte, el comercio se basa en la ganancia.
¿Cómo tomar parte entonces de la vida económica en la época sin hacerse
cómplice de las desviaciones morales que implica?
Encontramos las mismas actitudes en el
aspecto del servicio a la ciudad. La situación de los cristianos era particularmente
crítica en este punto. Siempre se les acusó de ser malos ciudadanos. No cabe
duda que aquí se les planteaba también el problema de la idolatría. El soldado
tiene la obligación de asistir a los sacrificios ofrecidos a los dioses. La
corona de laurel que se le concede tiene un significado religioso. Las
magistraturas implican igualmente ritos cultuales. Sobre todo, el culto al
emperador se presenta como el fundamento de la vida cívica. Los cristianos no
podían asociarse a tales prácticas. ¿Era eso una razón para abstenerse de
participar en la vida pública? Tertuliano señala que en muchos puntos, que no
planteaban problemas de conciencia, los cristianos son los mejores ciudadanos.
Pagan escrupulosamente los impuestos. Y lo que rehúsan para el mantenimiento
de los templos es mucho menos de lo que sustraen al tesoro los fraudes y las
falsas declaraciones de impuestos de los paganos.
El cristianismo implica una moral cívica.
Pero, ¿no hay, incluso prescindiendo de la idolatría, ciertas incompatibilidades
entre el servicio al Estado y el servicio a Cristo? El problema más difícil en
este aspecto es el del servicio militar. La Tradición apostólica considera que
un catecúmeno que quiere ser soldado no puede ser admitido. Pero concede que
se puede bautizar a los soldados sin necesidad de que renuncien a su profesión.
De hecho, conocemos numerosos militares cristianos y mártires de esta época.
Lo que resulta de la obra de un Tertuliano o un Orígenes es que el cristiano,
que milita en una milicia espiritual, no puede consagrarse al servicio de la
vida terrestre. Pero, por otra parte, los cristianos consideran que los
soldados son necesarios para la defensa del Imperio. La profesión militar, por
tanto, no tiene en sí nada de inmoral. La respuesta a las calumnias de los
paganos consistía en demostrar que, lejos de ser inútiles al Estado, los
cristianos eran los mejores ciudadanos. De este modo se integraron a la ciudad
romana, lo mismo que habían heredado la cultura de Roma.
Como vemos, el período que estamos
estudiando presenta un enorme interés para la historia de la civilización
cristiana. Esta triunfará con Constantino, pero se va elaborando con Clemente,
con Tertuliano, con Orígenes. Es entonces cuando se opera la confrontación
entre los diversos ámbitos de la existencia humana y el cristianismo. Los
cristianos están presentes en todas las actividades, pero cada vez aceptan
menos lo que, en tales actividades, les parece contrario a la fe religiosa y a
la ley moral. De ahí ese doble esfuerzo por eliminar de esas distintas esferas
todo elemento de idolatría e inmoralidad y por penetrarlas progresivamente de
espíritu cristiano. No se trata de una desacralización, de una secularización,
sino de una penetración de las costumbres familiares y sociales por el espíritu
cristiano, respetando lo que en ellas hay de legítimo : el derecho romano de
la familia, la concepción romana de la propiedad, el patriotismo romano se
conservan, pero no ya animadas por la vieja idolatría, sino por el espíritu
cristiano.
CAPITULO XIII ORIGENES, MANI , CIPRIANO
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