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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

CAPITULO CUARTO

RESPUESTA Y DEFENSA. LAS NUEVAS FUERZAS Y EL CONCILIO DE TRENTO

I

LA RESPUESTA DEL DERECHO FORMAL

 

La Reforma protestante constituyó un poderoso desafío a la Iglesia católica, el cual exigía que ésta le diese una respuesta existencial. Tal respuesta brotó de sus raíces vitales más íntimas. Mucho tiempo se hizo esperar, ciertamente, esta respuesta, pues la seriedad y gravedad de la amenaza tardaron mucho en llegar a la conciencia. Ocurrió, sobre todo, que los dirigentes de la Iglesia sólo en el último momento, por así decirlo, se dieron cuenta de la necesidad de oponer una defensa verdaderamente religiosa al tremendo peligro que el protestantismo constituía para la existencia del catolicismo.

Primeramente se intentó oponer una defensa rutinaria, acudiendo a las medidas del derecho medieval. Después de las denuncias hechas contra Lutero, se inició en Roma el proceso contra él por sospecha de herejía. Rápidamente se llegó al convencimiento de que Lutero era un hereje notorio y de que, por tanto, debía exigírsele una retractación, o lanzar sobre él la excomunión. Esta había sido, en efecto, la primera misión encomendada al cardenal Cayetano cuando marchó a Augsburgo. La petición de extradición hecha al príncipe elector de Sajonia y la apelación condicionada de Lutero a un futuro concilio general fueron luego las últimas etapas de este proceso, que se interrumpió provisionalmente, por consideraciones de alta política. El proceso no volvió a reanudarse hasta 1520. Presidida por dos cardenales, se formó una comisión de teólogos, que examinó detenidamente las tesis presentadas de Lutero y que muy pronto se puso de acuerdo sobre su condenación. Cuando Eck hubo llegado a Roma, se trató de la bula que había de condenar las tesis de Lutero. En su dictamen por escrito, los generales de las Órdenes mendicantes añadían a cada una de las tesis una calificación teológica; Eck deseaba, en cambio, que los artículos presentados fueran condenados en bloque.

La bula Exsurge Domine se publicó el 15 de junio de 1520, es decir, dos años y medio después de la disputa sobre las indulgencias. Tras la frase inicial del Salmo se invita de manera solemnísima a todo el ejército de los santos a que se levante contra Lutero, que devasta la viña del Señor, desprecia la exégesis bíblica de la Iglesia e interpreta la Escritura en el sentido en que le conviene. Las ideas defendidas por Lutero, se decía, habían sido condenadas ya por la Iglesia mucho tiempo antes, y últimamente en Constanza, en el proceso contra Hus. Luego se califica en parte de heréticas y en parte de falsas cuarenta y una tesis de Lutero, y se las rechaza. Los escritos que contuviesen tales errores deberían ser quemados. El que siguiera aferrado a estas doctrinas, caía en la excomunión solemne. Se conjura a Lutero y a sus amigos a que vuelvan a la Iglesia, y se les da un plazo de sesenta días para que se retracten. Si no lo hacen, deberán ser considerados y tratados como herejes notorios. Hasta aquí la bula. Las cuarenta y una tesis están sacadas literalmente, excepto una, de los escritos de Lutero. La mayor parte de ellas habían sido censuradas ya en 1519 por la Facultad de teología de Lovaina. Trataban de la indulgencia y de la eficacia de los sacramentos; las referentes al primado, entre las que se encontraba la única tesis no tomada literalmente de Lutero, habían sido incluidas a instancias de Eck.

El efecto producido por la bula fue muy inferior a lo que se esperaba en Roma. No solamente porque, como el mismo Eck admitió más tarde, estaba ya rebasada en cuanto al contenido cuando apareció y no destacaba de un modo suficientemente nítido las ideas de Lutero, sino también porque no llegó a publicarse en toda Alemania. Eck y el nuevo nuncio, Aleander, debían preocuparse de su publicación. Pero el prestigio de las bulas pontificias había caído ya muy bajo en Alemania, y el hecho de que Eck interviniese hizo que la bula pareciese fácilmente la efusión de una enemistad personal. La opinión pública se rebeló contra la condenación de Lutero. En Leipzig y Erfurt hubo disturbios estudiantiles y el obispo de Brandeburgo, ordinario de Wittenberg, no se atrevió, por su parte, a publicarla en la universidad de esta ciudad. Sólo en Renania y en los Países Bajos se cumplió la bula, con ayuda del emperador. Por orden de éste, los escritos de Lutero y de sus secuaces fueron quemados, con gran concurrencia popular, en Amsterdam, Lovaina y Lieja. La irritación de Lutero por este motivo fue inmensa. Tenía, pues, razón el obispo de Eichstadt cuando decía que el quemar públicamente los escritos de Lutero no haría otra cosa que extender y profundizar los antagonismos. Ya hemos hablado en otro lugar del modo como Lutero reaccionó ante la bula. El 3 de enero de 1521 se lanzó contra él la excomunión, mediante la bula Decet Romanum Pontificem. Tampoco a esta bula se le prestó en Alemania atención especial. No hubo una posterior condenación pontificia de las ideas fundamentales de Lutero, que entre tanto se habían ido destacando cada vez más claramente, a pesar de lo mucho que Eck insistió en ello. La bula Exsurge no produjo una clarificación definitiva de los espíritus, porque la doctrina del primado pontificio no pasaba de ser, en la conciencia de muchos buenos católicos, más que una opinión de escuela.

De acuerdo con el derecho medieval, a la excomunión siguió la proscripción imperial. La cancillería imperial había elaborado ya, a instancias de Aleander, una severa requisitoria contra Lutero, pero entonces el príncipe elector de Sajonia forzó a que se invitase a éste a ir a Worms. Con ello los Estados daban el primer paso que les apartaba del derecho canónico; tras la negativa de Lutero a retractarse, el emperador declaró que estaba dispuesto a poner en juego su corona y su vida para mantener la religión heredada y extirpar la herejía. De todos modos, pasaron todavía cinco semanas hasta que Carlos V pudo firmar, el 26 de mayo de 1521, el Edicto de Worms, elaborado por Aleander. Se lanzó sobre Lutero la proscripción imperial; se ordenó quemar sus escritos; éstos no podían ser ni impresos ni vendidos. El Edicto se promulgaba, según dice su texto, en virtud de la autoridad imperial y con el consejo y la voluntad unánime de los Estados. Esto es cierto tan sólo en parte. Pues la mayor parte de los Estados se había marchado ya, y sólo el príncipe elector de Brandeburgo, como portavoz de los Estados, había dado su aprobación. El Edicto se convirtió también, sin embargo, en ley de los Estados, pues éstos, al tratar de la invitación a Lutero, habían declarado que el emperador podría proceder contra éste si se negaba a retractarse. Mas tampoco el Edicto de Worms consiguió imponerse en el Imperio. Ni siquiera fue promulgado en todos los territorios, y en otros lo fue muy tarde. Así, en las capitales del ducado de Baviera, entonces dividido, no se publicó hasta finales de otoño de 1521. El príncipe elector de Sajonia, que era a quien más habría afectado, lo desdeñó públicamente. Sólo a estas transgresiones directas del derecho y al resquebrajamiento de la armonía imperial debió la Reforma protestante el que pudiera subsistir y, finalmente, triunfar. El emperador, por su parte, se vio obligado a abandonar Alemania a causa de la amenaza de guerra con Francia. La ejecución del Edicto de Worms siguió siendo, en las Dietas sucesivas, la exigencia siempre repetida del gobierno imperial y de los legados pontificios. Pero se la rechazaba con todas las fórmulas suaves y dúctiles posibles, con «dilaciones» y compromisos, que, como hemos señalado ya, fueron considerados realmente como bases jurídicas del establecimiento de Iglesias territoriales luteranas.

EL INTENTO DE LA REPRESIÓN MILITAR

Cuando quedó demostrado que las soluciones jurídicas de la cuestión religiosa resultaban imposibles y hubieron terminado infructuosamente los coloquios religiosos para llegar a un acuerdo, y los protestantes rechazaron rotundamente la invitación de acudir al Concilio, el emperador pensó que podría lograr una solución acudiendo al empleo de su poder. Una vez que se concertó la paz con Francia y se llegó a un armisticio con los turcos, Carlos se lanzó a la guerra contra el poder político de la Reforma protestante, es decir, la Liga de Esmalcalda. El emperador había conseguido crearse con este fin una serie de importantes aliados, a saber, Baviera, que hasta entonces había apoyado, en contra de la Casa de Habsburgo, a los de la Liga de Esmalcalda, y, en general, la Curia. Esta aprobó los pactos que el emperador había concertado con el legado Farnesio, en la Dieta de Worms de 1541, de una guerra contra los protestantes alemanes, e incluso aportó a la empresa 200.000 ducados, un cuerpo auxiliar de 12.000 soldados de a pie y 500 de a caballo, y casi un millón de ducados de la Iglesia española. Roma comenzó pronto a poner en pie de guerra su ejército. Pablo III quería cumplir su tarea para restablecer la unidad de la Iglesia, empleando el último medio, el de la sangre. Los protestantes tuvieron que conocer los preparativos de la Curia. Sin embargo, desaprovecharon la ocasión de adelantarse militarmente al emperador. Carlos V dijo que sus propios preparativos eran medidas para restablecer en el Imperio la concordia, la paz y el derecho, sometiendo a los rebeldes. Sobre todo, consiguió romper el frente de los de la Liga de Esmalcalda, e incluso consiguió que algunos protestantes fueran aliados suyos: además del margrave de Brandeburgo-Küstrin y Kulmbach, el duque de Brunswick-Calenberg y, sobre todo, el duque Mauricio de Sajonia, yerno de Felipe de Hessen. A este último, político frío y calculador, en cuyas decisiones no intervenían motivos religiosos o éticos, se lo ganó prometiéndole la dignidad de príncipe elector de Sajonia y una parte de este territorio. El 16 de junio de 1546 el emperador declaró que se veía obligado a actuar por la fuerza contra los desobedientes príncipes de Sajonia y Hessen. Una semana antes había comunicado a su hermana María el motivo principal de su acción:

«Si no intervenimos ahora, el resto de Alemania se hallaría en peligro de apostatar de la fe, y también los Países Bajos... Después de haber pensado esto una y otra vez, me he decidido a comenzar la guerra contra Sajonia y Hessen por haber ellos quebrantado la tregua... Y aunque este pretexto no puede encubrir por mucho tiempo que de lo que se trata es de la religión, sin embargo, sirve al comienzo para dividir a los equivocados».

Tras haber lanzado Carlos la proscripción imperial contra ambos príncipes, los de la Liga de Esmalcalda, mejor preparados, habían comenzado las hostilidades. En un audaz avance, Schertlin de Burtenbach llegó, con el ejército de las ciudades aliadas del sur de Alemania, al borde de los Alpes y se apoderó del desfiladero de Ehrenberg, que era la entrada al Tirol. El emperador, sin embargo, pudo recurrir a sus tropas auxiliares italianas y holandesas. En pocas semanas obligó a capitular a Württenberg y a las ciudades aliadas del sur de Alemania. Pero la guerra se decidió en Sajonia, país donde había nacido la Reforma protestante y donde pocos meses antes había muerto Lutero. Mauricio de Sajonia, que había atacado allí, encontró una fuerte resistencia y llamó en su auxilio al emperador. Y aunque éste, que se hallaba muy enfermo tenía que hacerse llevar en una silla de mano, acudió muy lentamente con sus tropas, consiguió finalmente la victoria, el 24 de abril de 1547, en Mühlberg del Elba. El príncipe elector, hecho prisionero, tuvo que firmar en Wittenberg una capitulación en la que renunciaba a la dignidad de príncipe elector y a la mitad de su territorio, en beneficio de su pariente Mauricio. El, en persona, tuvo que permanecer encarcelado, lo mismo que el landgrave de Hessen, que tuvo que entregarse asimismo a merced del emperador. Los de la Liga de Esmalcalda no podían esperar tampoco ninguna ayuda de fuera. Enrique VIII y Francisco I habían muerto en los primeros meses del año 1547. Los príncipes y ciudades del norte de Alemania, excepto Magdeburgo, abandonaron, por ello, la lucha. El emperador impuso, desde luego, elevados tributos a los Estados sometidos, pero ni se apoderó otra vez de Württenberg en beneficio de la Casa de Habsburgo, ni obligó tampoco a los partidarios de la nueva fe a que retornasen sin más a la antigua. Sin embargo, dejó curso libre en Colonia al proceso eclesiástico. Armando de Wied tuvo que abdicar, y su sucesor fue un católico. Julio de Plug pudo tomar posesión, en contra de Nicolás de Arnsdorf, del obispado de Naumburgo, que se le había discutido injustamente, y el expulsado duque de Brunswick-Wolfenbüttel pudo volver a su territorio, aunque no consiguió recatolizarlo. La próxima Dieta había de sacar las consecuencias de la victoria del emperador. Este esperaba sobre todo que en ella podría decidir a los protestantes en reconocer el Concilio inaugurado en Trento.

Pero en el tiempo que transcurrió hasta que se reunió la Dieta tuvieron lugar acontecimientos decisivos. En medio de la guerra el papa había abandonado la alianza, por desconfiar de las intenciones posteriores del emperador, y el 11 de marzo había decidido trasladar el Concilio de Trento a Bolonia, es decir, a una ciudad perteneciente a los Estados de la Iglesia. El emperador jamás podía esperar que conseguiría hacer acudir ahora a este Concilio a los vencidos protestantes. A ello se añadió el incidente del asesinato de un nepote del papa, con motivo de la conjura de Fiesco de Génova. La tirantez entre el emperador y el papa alcanzó su punto álgido en el invierno de 1547 a 1548, cuando aquél lograba sus triunfos sobre los adversarios de la Iglesia. Por ello, en la Dieta «acorazada», que se celebró en Augsburgo en 1548, Carlos V sólo pudo presentar a los Estados, como voluntad suya propia, una regulación provisional de los problemas religiosos —hasta la vuelta del Concilio a Trento. Como los Estados protestantes no opusieron reparos, la religión provisional imperial (el Interim), o, como decía su título, Declaración sobre cómo se ha de mantener la religión en el Sacro Imperio hasta que se resuelva el Concilio general, se convirtió en ley del Imperio. Este Interim era producto del trabajo de una comisión nombrada por el emperador, a la que pertenecían el obispo Pflug de Naumburgo, el obispo auxiliar de Maguncia, Helding, y el teólogo palatino del príncipe elector de Brandeburgo —que había permanecido neutral en la guerra—, el luterano Juan Agrícola, a quien muchos de sus correligionarios miraban mal a causa de sus peculiares doctrinas. Bucer no quiso colaborar. El emperador había pensado originariamente en una regulación para todos los Estados; mas a esto se opusieron enérgicamente los Estados católicos, al frente de los cuales estaba el obispo de Augsburgo, cardenal Truchsess. Por ello, a éstos sólo se les impuso una orden de reforma, según el esquema de Pflug. En lo que respecta a su contenido, el Interim era una dogmática católica ligeramente retocada, que hacía pequeñas concesiones a los protestantes en la esfera práctica: el cáliz de los seglares y el matrimonio de los sacerdotes. Tampoco aquí se decía nada sobre el problema de la restitución de los bienes de la Iglesia.

El Interim no consiguió sus objetivos. Es verdad que fue cumplido en todos aquellos lugares a que se extendía el poder imperial, sobre todo el sur, Württenberg y las ciudades libres. Su cumplimiento se aseguró aquí mediante un cambio constitucional, suprimiendo la participación de los gremios, en su mayoría protestantes, en el gobierno de la ciudad, y poniendo en su lugar un Consejo formado por patricios casi todos católicos. También Brandeburgo y el Palatinado aceptaron el Interim sin más. El nuevo príncipe elector de Sajonia hizo componer, con ayuda de Melanchton, una fórmula propia, el Interim de Leipzig, que atenuaba las formulaciones dogmáticas, pero presentaba los sacramentos y los usos eclesiásticos como preceptos neutrales, puramente externos (adiáfora). A esto se opuso enérgicamente el profesor de Wittenberg Flacio Ilirico; por tal motivo, se le expulsó de esta ciudad, y se refugió en Magdeburgo, no vencido todavía por el emperador. Este último territorio se convirtió en el alma de la resistencia contra el Interim, gracias a él y a sus numerosos escritos polémicos sobre la «cancillería del Señor Dios». En ella, pocos años más tarde, un grupo de teólogos, bajo la dirección de Flacio, intentó justificar históricamente la innovación redactando la historia de la Iglesia en ocho tomos conocida con el nombre de Centurias de Magdeburgo. Desde Magdeburgo se confirmó también, mediante un gran número de sátiras, la opinión pública acerca del Interim, y se fortaleció el repudio pasivo que el pueblo luterano le opuso. Por parte católica, la protesta del papa contra la unilateral regulación imperial y la falta evidente de sacerdotes buenos, formados y celosos repercutieron muy desfavorablemente sobre la restauración del culto católico en miles de parroquias. Los decenios de edictos y resoluciones no cumplidos, las leyes provisionales y la inseguridad habían impedido que surgiese una generación de sacerdotes de carácter enérgico. Pero al Interim le faltó sobre todo tiempo para arraigar.

Con el pretexto de someter a Magdeburgo, sobre el que se había lanzado la proscripción imperial, Mauricio de Sajonia andaba reclutando un gran ejército. Como se consideraba perjudicado por el emperador, el príncipe elector, a quien sus correligionarios despreciaban llamándole el Judas de Meissen, se unió con el nuevo rey francés Enrique II y gestionó una alianza de Francia con varios príncipes protestantes, dirigida contra el emperador. Contra el pago de grandes sumas destinadas a proteger la libertad alemana, el rey debería apoderarse, «como vicario del Imperio», de las ciudades de Cambrai, Metz, Toul y Verdún. Los príncipes alemanes le prometieron también su ayuda para que se apoderase de Borgoña, Artois y Flandes, e incluso, si el rey lo deseaba, para alcanzar la corona imperial.

A la vez que concertaba este acuerdo, el príncipe elector seguía asegurando su fidelidad al emperador y su consentimiento de enviar delegados al Concilio que Julio III había vuelto a convocar en Trento. Una vez finalizados los preparativos, el rey francés cayó sobre las diócesis citadas, los turcos, sobre Hungría, y los príncipes aliados, sobre el sur de Alemania. Mauricio negoció con Fernando de Austria e intentó apoderarse del emperador asaltando el desfiladero de Ehrenberg. El emperador, que se encontraba en Innsbruck, consiguió a duras penas huir a Villach a través de Brennero. Fernando tuvo que hacer considerables concesiones en sus negociaciones con los príncipes protestantes. El Acuerdo de Passau derogó el Interim, liberó al landgrave de Hessen y permitió el libre ejercicio de la religión hasta la próxima Dieta. Del Concilio no se habló ya.

Nuevas campañas bélicas retardaron la proyectada regulación final. Cuando sólo contaba treinta y dos años, en 1553, Mauricio de Sajonia, que de nuevo luchaba al lado de la Casa de Habsburgo, murió en la batalla de Sievershausen, cuando se encontraba realizando una expedición de castigo contra las campañas de saqueo del margrave de Brandeburgo-Ansbach. Y el emperador, prematuramente agotado, había vuelto a los Países Bajos. Aquí redactó su ineficaz protesta contra el Tratado de Passau. Ya comenzaba a desligarse internamente de sus dignidades y trabajos. El Imperio había de corresponder a su hermano Fernando; por ello dejó que éste arreglase la cuestión religiosa.

LA PAZ RELIGIOSA DE AUGSBURGO.

En su calidad de rey romano Fernando dirigió las negociaciones en la proyectada Dieta imperial, que tuvo lugar en Augsburgo en 1555. Es verdad que la mayor parte de los príncipes alemanes no acudieron personalmente a la Dieta; enviaron delegados, los más activos de los cuales fueron los de los Estados protestantes, de igual manera que la actitud de estos Estados había sido siempre más agresiva. No se quiso saber nada de que lo que propiamente se discutía era el problema de la autorización, por el derecho imperial, de la innovación religiosa. A los protestantes, que tenían en sus manos el poder, lo que les importaba era el derecho a oprimir todo lo católico en el Imperio y a apoderarse de los bienes eclesiásticos, y por ello los príncipes protestantes no querían permitir a sus súbditos católicos más que la práctica privada de su devoción en la propia casa, y en cambio exigían que a los súbditos protestantes de los príncipes católicos se les permitiese el ejercicio total, libre y público de su religión. Entre los obispos alemanes, sólo el de Augsburgo, cardenal Truchsess, defendía de manera clara y decidida el punto de vista católico. No quiso apartarse de la idea de la religión única, y esto «como cristiano perseverante y como alemán de nacimiento, como hombre y como príncipe imperial». Por este motivo sólo pudo llegarse, como resultado de prolongadas negociaciones, a un compromiso: la Paz religiosa de Augsburgo, de 25 de septiembre de 1555. La regulación se hizo sin la intervención del emperador ni del papa. Una paz religiosa general y permanente entre católicos y protestantes le parecía al emperador que iba contra la esencia de su oficio de protector de la Iglesia. El mismo día que terminó la Dieta, una hora antes de la lectura solemne de la Despedida, un correo imperial trajo al rey la noticia de que Carlos había decidido renunciar al trono. Y los legados pontificios, que estaban presentes en Augsburgo al comienzo, fueron llamados a Roma para el cónclave y retenidos allí, debido a la muerte consecutiva de dos papas. Pero el nuevo pontífice, Pablo IV, era el tipo perfecto del contrarreformador riguroso, al que le resultó imposible participar en Augsburgo, donde, por la fuerza, salió un resultado que él no podía aceptar, pero en el que tampoco pudo influir de ninguna manera.

La Paz religiosa de Augsburgo fue, pues, obra de juristas, los cua­les no vivían ya, ciertamente, dentro de las ideas del Imperio. La paz enlaza los dos principios del territorialismo y de la paridad de ambas religiones. Se acordó una paz permanente entre los católicos y los partidarios de la confesión de Augsburgo. Zuinglianos y anabaptistas quedaron excluidos del reconocimiento por el derecho imperial. En cada territorio debería haber una sola religión. Los Estados imperiales decidirían libremente la religión de todo el territorio a que se extendía su dominio. Poseían el ius reformandi, que culminó luego en esta fórmula: Cuius regio, illius et religio. Los súbditos tenían que seguir la confesión de sus soberanos. Tenían, sin embargo, derecho a emigrar, sin sufrir daños en su honor ni en sus bienes (ius emigrandi). Posteriormente ambas partes acudieron de igual manera al medio anticristiano de la expulsión. A estas resoluciones principales de la Paz se añadían otras reglas acerca de la forma de actuar y acerca de determinadas excepciones. El derecho de emigrar no tenía vigencia en los territorios de los Habsburgo. En las ciudades imperiales se debía seguir tolerando a las minorías de confesión distinta que existieran ya allí desde mucho tiempo antes. El reservado eclesiástico determinaba que los príncipes eclesiásticos no poseerían el derecho de reformar. El obispo o abad que se convirtiese al protestantismo tenía que perder, por tanto, su cargo, su territorio y sus ingresos. Con esto resultaba legalmente imposible transformar territorios eclesiásticos en señoríos políticos, como había ocurrido en Prusia. Los protestantes no aceptaron el reservado, y por ello Fernando lo hizo incluir en la Despedida en virtud de su potestad imperial. En cambio, los caballeros, ciudades y parroquias de territorios eclesiásticos que perteneciesen a la confesión de Augsburgo desde mucho tiempo atrás, podían continuar ejerciendo su religión; esta declaración (Declaratio Ferdinandea) fue desconocida para casi todos, pues jamás fue promulgada. Unicamente el príncipe elector de Sajonia obtuvo el documento firmado por el rey y lo depositó en su archivo. Los bienes secularizados a la Iglesia continuarían en manos de los protestantes, según la situación de 1552. En los territorios de la nueva confesión, la jurisdicción eclesiástica de los obispos pasó a los soberanos locales. Los miembros de la Cámara imperial debían ser designados en forma paritaria.

La Paz religiosa de Augsburgo les pareció a los contemporáneos un monstrum in natura, pues impedía el restablecimiento de la unidad de la Iglesia. La tolerancia que aparecía en ella no era un sentimiento auténtico, sino una medida política. Era una paz de los territorios entre sí. Sólo había paridad de confesiones en el Imperio y en algunas ciudades imperiales, pero no en los dominios de los príncipes territoriales. La paz no podía durar. Si los católicos veían en ella el máximo de concesiones a los protestantes, éstos la consideraban como un punto de partida para futuras extensiones y conquistas. Especialmente las disposiciones de excepción que afectaban a los territorios eclesiásticos encerraban la semilla de nuevas discordias.

REACCION EN INGLATERRA

La sucesora católica del rey Eduardo VI de Inglaterra intentó aniquilar en su reino la Reforma protestante. Eduardo VI había tomado ciertamente algunas medidas para impedir que su hermana le sucediera en el trono. Pero la nobleza y el pueblo reconocieron como reina legítima a María, hija de Enrique y de Catalina de Aragón. María (1553-1558), una de las mujeres más cultas de su tiempo, había sufrido mucho a causa de la separación de sus padres y de su constante postergación como «hija incestuosa», y había permanecido fiel a la fe católica incluso bajo el reinado de su medio hermano Eduardo. Habiéndose convertido en una mujer agria y rígida, intentó restablecer con mano firme el catolicismo en Inglaterra. Pero desconocía el estado religioso del país —en el que no alentaba ya una conciencia de la Iglesia católicay el espíritu belicoso de los protestantes ingleses, que eran aproximadamente unos 300.000. Para que la auxiliase en su tarea, consiguió del papa que enviase como legado pontificio a su primo, el cardenal Pole. Su matrimonio con el príncipe heredero de España, Felipe (II), hijo de Carlos V, en julio, y la solemne readmisión de la nación inglesa en la Iglesia católica, por Pole, en noviembre de 1554, hicieron ciertamente odiosa a la reina en círculos muy amplios. Estallaron conjuraciones contra ella, que costó mucho esfuerzo dominar. Tampoco faltaban burlas groseras contra la religión católica. Con prudente moderación, el papa Julio III renunció a que se devolviesen a la Iglesia los bienes confiscados. También el Parlamento aceptó ahora la reconciliación con Roma y la derogación de las medidas eclesiásticas tomadas a partir de Enrique VIII. Con ello volvieron a entrar en vigor las leyes medievales contra los herejes. Eran los obispos los que exigían que se procediese con dureza contra los protestantes; a su frente estaba Gardiner, que en otro tiempo había reconocido ciertamente la supremacía de Enrique, pero que, al oponerse al protestantismo, había tenido que soportar encarcelamiento bajo Eduardo VI. Hubo numerosas ejecuciones (273), que ganaron para María, entre el pueblo y entre los futuros historiadores ingleses, el sobrenombre de «la Sanguinaria». Entre las víctimas hubo numerosos anabaptistas, pero estaban también su rival en la corona, Juana Grey, el arzobispo Cranmer, que murió sin retractarse, y varios obispos y predicadores. Otros muchos huyeron al continente y formaron comunidades calvinistas, sobre todo en Francfort y en Ginebra. Su temprana muerte —en 1558— privó a María del éxito, o acaso la preservó del gran desengaño del fracaso. Pues la Reforma protestante había afectado, y no sólo superficialmente, a extensos territorios de Inglaterra. Pole murió el mismo día que la reina. Un relato de aquella época afirma que dos terceras partes del pueblo permanecieron católicas o fueron ganadas de nuevo para el catolicismo. Mas fuera del pequeño círculo que rodeaba a Pole, en esta recatolización faltaba el gran impulso arrebatador de la evangelización de un pueblo que estaba desorientado y se había hecho indiferente a causa de veinte años de cambios religiosos.

LA IGLESIA ESTATAL INGLESA

La violencia exigía nueva violencia, y la sangre reclamaba nueva sangre. Isabel I (1559-1603), hija de Enrique VIII y de Ana Bolena, se había declarado católica ciertamente bajo el reinado de María, e incluso en el juramento de su coronación prometió conservar la religión vigente. Sin embargo, su actitud frente a los problemas religiosos era de gran frialdad, y desde el principio se dejó guiar únicamente por sus consideraciones de política interior y exterior. Por lo demás, como trabajó durante casi cuarenta años con el mismo ministro, Cecil, posteriormente lord Burghley, no está aclarado quién es el responsable de cada una de las medidas religiosas que se tomaron bajo su gobierno.

La reina propuso al Parlamento cambios en la religión, anulando con ello de nuevo la restauración de la Iglesia católica en Inglaterra. El Parlamento votó una nueva acta de supremacía, en la que se calificaba a la reina de Supreme Governor en los asuntos religiosos y profanos. Para oponerse a las diversas tendencias existentes en el Parlamento— la Cámara Baja se inclinaba más bien a una reforma calvinista, las jerarquías eclesiásticas de la Cámara Alta, al catolicismo, y los Pares laicos, al orden vigente bajo el reinado de Enrique VIII—, Isabel ordenó, en un acta de uniformidad, que se reintrodujese el Prayer Book de 1552, sin cambios esenciales. Se exigió a los jefes católicos que prestasen juramento a la supremacía de la reina. El que se negaba a ello perdía su puesto. Todos los obispos, excepto uno, fueron depuestos por tal motivo; en cambio el clero se sometió en su mayor parte. Para sustituir a los obispos católicos, once de los cuales murieron en la cárcel o en arresto domiciliario en casa de sus sucesores, se creó una nueva jerarquía. A su frente se colocó a un antiguo capellán de la familia Bolena, el profesor de Oxford Matías Parker; éste fue consagrado según el ritual de Eduardo VI, que ya Pablo IV había declarado nulo en 1555, y él consagró a su vez a otros obispos según el mismo rito. Los nuevos obispos fueron escogidos en su mayor parte entre los que habían emigrado bajo el reinado de María, algunos de los cuales simpatizaban mucho con el calvinismo. Y aunque la reina, que temía que una constitución presbiteriana de la Iglesia mermase el absolutismo real, no quería saber nada del calvinismo, encontró en la nueva Iglesia estatal un campo de actividad, aunque también, ciertamente, adversarios, gracias a una amplitud de miras apenas comprensibles en el continente. Se llegó así a violentas discusiones, sobre todo en la universidad de Cambridge, en la que se fueron formando poco a poco los futuros partidos, anglicanos y puritanos.

La nueva Iglesia inglesa necesitaba también un credo. Por ello los obispos reelaboraron los cuarenta y dos artículos de 1533, reduciéndolos a treinta y nueve. Tolerantes en cuestiones de usos litúrgicos y de piedad, estos artículos revelaban, sin embargo, en su doctrina un evidente punto de vista protestante, más aún, calvinista. Según ellos, la Escritura es el único fundamento de la fe. La Iglesia romana, lo mismo que los concilios ecuménicos, han errado también en asuntos de fe. Los artículos dejaban en vigor sólo dos sacramentos, negaban el carácter de sacrificio de la eucaristía y defendían la concepción calvinista de la cena. Establecían la validez de las ordenaciones celebradas bajo Eduardo, permitían el matrimonio de los sacerdotes, rechazaban expresamente la jurisdicción del papa en Inglaterra y determinaban la supremacía de la reina como poder ordenador. En 1563 se declaró a estos artículos norma de fe de la Iglesia estatal.

La opresión de la religión católica hizo progresos también en otros puntos. La obligación de prestar juramento a la supremacía de la reina se extendió a todos los miembros de la Cámara Baja, a los profesores y abogados, y a todos los sospechosos de ser partidarios de la antigua religión. Se amenazó con la muerte al que se negase dos veces a prestar el juramento. Se ordenó la asistencia al culto protestante. A los que faltaban se les imponían multas elevadas. La celebración o la asistencia a la santa misa era castigada, si se reincidía por tres veces, con cadena perpetua. Al principio la reina se contentó con imponer penas draconianas en dinero y en pérdida de libertad. Pero luego se dictaron numerosas penas de muerte, que se realizaban de manera cruel, como si se ajusticiara a reos de alta traición.

Tras un levantamiento ocurrido en el norte y capitaneado por un gran número de nobles, Isabel aumentó la persecución. La respuesta a esto fue la bula de Pío V de 1570, por la que se excomulgaba y deponía a Isabel y se liberaba a sus súbditos del juramento de fidelidad. Es posible que el papa se dejase incitar a tomar esta medida no sólo por su entrega absoluta a la causa de la Iglesia, sino también por falsas informaciones acerca de los católicos ingleses. Creía sin duda que éstos se habían abstenido de rebelarse contra Isabel únicamente por escrúpulos de conciencia; desconocía la lealtad y la depresión de los católicos ingleses, que tampoco participaron en las posteriores conjuras para liberar a María Estuardo, reina de Escocia, a quien Isabel retenía prisionera.

Poco a poco la persecución contra los católicos fue transformándose en un intento de aniquilarlos radicalmente. Sin embargo, las víctimas morían no sólo por participar en conjuraciones, sino también por confesar la fe católica. Una gran parte de los católicos ingleses se acomodó externamente a la línea exigida, pero otros —incluso hijos de mártires y de personas que se habían negado a prestar el juramento (Recusanten)— apostataron. La nobleza pudo mantenerse un poco más libre, a costa de inmensos sacrificios financieros, y muchos ricos emigraron. Así, el joven Guillermo Alien, posteriormente cardenal, que un año después de su ordenación sacerdotal en 1568 fundó en Douai el Colegio inglés para la formación de sacerdotes destinados a los católicos ingleses. Más tarde se fundaron otros colegios en Roma y Valladolid. Desde 1574 hasta la muerte de la reina, no menos de cuatrocientos treinta y ocho sacerdotes formados en el Colegio de Douai desembarcaron clandestinamente en Inglaterra, y noventa y ocho de ellos fueron ajusticiados. A partir de 1580 compitieron con ellos los jesuítas. Mas, a pesar de ir disfrazados, muchos de ellos fueron reconocidos o traicionados, y ejecutados. Entre ellos se encontraba también Edmundo Campion, antiguo diácono de la Iglesia inglesa, del cual incluso los mismos protestantes admiten hoy que se mantuvo libre de intrigas políticas, trabajando únicamente por la fe de sus compatriotas.

Es verdad que en aquella época de intolerancia radical muchos católicos promovieron atentados contra Isabel, para favorecer una sucesión católica en el trono; en una ocasión realizaron esto incluso con la aprobación expresa del cardenal secretario de Estado de Gregorio XIII, de igual forma que también Isabel dio en varias ocasiones pasos para hacer asesinar a este papa y al rey de España. Pero incluso cuando Felipe II intentó invadir Inglaterra con su Armada Invencible, tras la ejecución de María Estuardo por Isabel, los católicos permanecieron leales. A pesar de ello, se promulgaron nuevas leyes persecutorias, se aumentaron las penas financieras contra los que se negaban a prestar el juramento, se amenazó con la pena de muerte a los sacerdotes que residieran en Inglaterra y se prohibió a los católicos alejarse más de cinco millas. En los últimos años de gobierno de la reina la única esperanza de los católicos era que el heredero del trono, el hijo de María Estuardo, gobernaría con mayor suavidad, en recuerdo de su madre.

ESCOCIA

Este, Jacobo I, era rey de la Escocia reformada desde que fue encarcelada su madre en 1567. La doctrina de Lutero había penetrado muy pronto en este país, apoyada por el anticlericalismo de la nobleza escocesa y, más tarde, también por el ejemplo de Inglaterra bajo Enrique VIII. Sin embargo, el rey y el arzobispo de St. Andrews se opusieron resueltamente a todos los intentos de Reforma protestante. Incluso un miembro de la casa real, Patricio Hamilton, que había conocido en Alemania la nueva doctrina, fue quemado como hereje en 1528. Pero cuando el rey Jacobo V murió en 1524, no pudo triunfar, frente a la poderosa nobleza, la regencia a favor de María Estuardo, que no había cumplido aún un año. La fatal necesidad de decidirse por Francia o por Inglaterra ejerció un tremendo influjo, difícil de apreciar, sobre los destinos religiosos.

Después de ser quemado en la hoguera, en 1546, uno de los primeros predicadores del calvinismo, Jorge Wishart, los conjurados asesinaron al arzobispo-cardenal David Beaton y llamaron al antiguo sacerdote Juan Knox, amigo de Wishart, para que predicase el Evangelio. Sin embargo, éste fue apresado al año siguiente por los franceses y enviado a las galeras. Dos años después fue indultado, permaneció en Inglaterra y colaboró en la redacción de los 24 artículos de Eduardo VI. Bajo el reinado de María la Católica huyó a Francfort y a Ginebra. En su patria se habían celebrado, entretanto, sínodos en 1549 y 1551, que promulgaron unas disposiciones para la reforma del clero. Estas llegaban demasiado tarde. Desde Ginebra, Juan Knox no sólo había escrito, contra las dos reinas, la de Inglaterra y la de Escocia, su Primer toque de trompeta contra el monstruoso gobierno de las mujeres, sino que, por instigación suya, la nobleza escocesa había formado una liga (Convenant) para defender la «comunidad de Cristo» y luchar contra la «comunidad de Satanás». Llamado por la nobleza, Knox volvió a su patria en 1559, y con sus predicaciones contra la «idolatría» ganó a mucha gente del pueblo, que devastó numerosos monasterios e iglesias. La muerte de la regente, que había proscrito a Knox, facilitó el cambio. Como María Estuardo, esposa de Francisco II, se encontraba todavía en Francia, y los protestantes estaban apoyados por tropas inglesas, y los escoceses no deseaban tampoco una unión con Francia, el Parlamento, reunido en Edimburgo en agosto de 1560, confirmó la Confessio Scotica de tendencia calvinista redactada por Knox, prohibió el culto católico, cuya celebración, en caso de triple reincidencia, era castigada con la pena de muerte, y declaró abolido el poder del papa sobre Escocia. Una ordenación eclesiástica del mismo año pretendió resolver la dificultad de que al frente del Estado se encontrase una reina católica, a la que no se la podía declarar, siguiendo el ejemplo inglés, cabeza de la Iglesia. Y así, siguiendo el pensamiento de Lutero, se llegó a dar a cada comunidad (congregation) el derecho de elegir por sí misma sus párrocos y presbíteros. El marco externo de la Iglesia no fue alterado por el momento, ni tampoco se suprimieron los obispados ni los monasterios; lo único que ocurría era que la corona, al proveer los beneficios, no solamente presentaba a los candidatos, sino que los nombraba directamente, cosa que antes estaba reservada a Roma. Hasta 1572 no desaparecieron los obispos en la Iglesia escocesa, que ahora pasó a ser una pura Iglesia de presbíteros.

Tras la muerte de su marido, María Estuardo, que contaba diecinueve años, volvió a Escocia. La reina tenía grandes dotes y era muy simpática, pero no estaba en modo alguno a la altura de las circunstancias escocesas; y como, además, era liviana y apasionada, no pudo imponerse al fanatismo de Knox. Este la atacó inmediatamente, tachándola de «idólatra», hasta el punto de que la reina apenas podía celebrar el culto católico en la propia capilla de su corte. A ello se añadió la oposición de la nobleza, bajo la guía de su medio hermano, el conde de Moray. Su matrimonio con un primo suyo, el católico lord Darnley, hombre incapaz, la alejó todavía más de sus súbditos protestantes. Surgieron diferencias entre los esposos. Darnley murió asesinado en 1567, y tres meses más tarde María se casó con el conde protestante Bothwel, de quien se decía que había sido el asesino de Darnley. Knox acusó a la reina de participación en el asesinato y de adulterio, y exigía que se la ajusticiase. Un levantamiento obligó a María a abdicar en su hijo Jacobo (IV), que sólo tenía un año. En 1568 se refugió al lado de su prima, la reina Isabel de Inglaterra, pero ésta la mantuvo prisionera durante diecinueve años, hasta que al final, acusada de atentar contra la vida de Isabel, fue ejecutada en 1587.

La huida de la reina proporcionó una indiscutida preponderancia a los presbiterianos escoceses, hasta la mayoridad de Jacobo. Los bienes de la Iglesia cayeron en su mayor parte en manos de la nobleza. Cuando el rey Jacobo VI volvió a introducir el sistema episcopal, tuvo que retirarlo, pocos años más tarde, en favor del presbiterianismo. Tampoco pudo hacer triunfar el rey, veinte años más tarde, la extensión de la Iglesia episcopal inglesa a Escocia.

La suavización de las leyes persecutorias, esperada por los católicos de Inglaterra a la subida al trono de Jacobo, ahora Jacobo I de Inglaterra (1603-1625), no llegó. Después de unos comienzos moderados, el soberano, que estaba no poco orgulloso de su formación teológica, se lanzó de nuevo a la persecución. Por este motivo, algunos nobles concibieron el plan de hacer saltar por los aires al rey y al Parlamento (1605). Pero este condenable atentado, llamado Conjuración de la pólvora, fue descubierto. Los participantes fueron ajusticiados, así como el provincial jesuíta Garnett, que había conocido el plan bajo secreto de confesión.

Este atentado, y la doctrina defendida por el cardenal jesuíta Belarmino acerca del poder indirecto del papa también en asuntos temporales, movieron al rey a exigir de los católicos un juramento especial de fidelidad. En él se declaraba que era doctrina impía y herética afirmar que el papa tiene derecho a deponer a los príncipes, y que los súbditos tienen derecho a deponer y matar a los príncipes excomulgados. En una réplica a Belarmino, Jacobo defendió personalmente la dignidad y el poder del rey. Mientras Pablo V rechazaba el juramento de fidelidad exigido, algunos católicos ingleses lo prestaron. Sólo el casamiento del príncipe heredero Carlos con una princesa católica (1624) trajo un cierto alivio a los católicos.

 

II

LA NOCHE DE SAN BARTOLOME Y LAS GUERRAS DE LOS HUGONOTES