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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA MEDIA CAPITULO IX
LA TEOLOGIA (600-1050)
Se ha
considerado a menudo que el período transcurrido entre el pontificado de
Gregorio I y el renacimiento teológico de fines del siglo XI fue estéril en el
plano intelectual y teológico. Es verdad que entre Gregorio Magno y san Anselmo
no hubo ningún teólogo de primera categoría. También es cierto que no hubo
enseñanza sistemática de la teología antes de la escuela de Chartres, hacia el
año 1000. Existieron, sin embargo, varias controversias teológicas que dejaron
en el dogma occidental una impronta duradera y numerosos avances teológicos que
tuvieron gran importancia para la vida cristiana. Durante esos cuatro siglos se
estableció y generalizó en toda la Iglesia occidental la práctica de la
confesión sacramental como la conocemos hoy día, mientras que las indulgencias,
que derivaban de aquélla, empezaron a extenderse desde el final de este
período.
Es bien
sabido que la historia de la penitencia es un tema difícil. Ningún sacramento
ha evolucionado tan radicalmente en su forma externa. La disciplina
penitencial de la Iglesia antigua, usada en Roma, era pública y solemne;
concernía a los pecados muy graves y no podía repetirse. Mediante ella entraba
el pecador en plena comunión con la Iglesia por segunda y última vez. Este
procedimiento fue cayendo en desuso; finalmente fue reemplazado por la confesión
privada y frecuente. Entonces comenzó a darse la absolución para los pecados
graves y leves; esto se convirtió en una de las principales tareas del clero
parroquial. Tal evolución —o revolución— tardó casi cinco siglos en realizarse
(500-1000) y constituyó uno de los episodios más extraños de la historia de la
piedad católica.
Las
fuentes más antiguas dignas de crédito nos informan de que hubo una sola forma
de penitencia en la Iglesia de Occidente (en este campo, como en otros, la
práctica oriental se extendió con más rapidez y menos perfección): la
penitencia pública anual de los pecadores que habían confesado sus faltas durante
la cuaresma. Tales pecadores eran culpables de faltas consideradas graves, como
el asesinato y el adulterio; por estos delitos el sacerdote les imponía
penitencias más o menos severas, que se añadían al ayuno y las humillaciones de
la penitencia pública. Evidentemente, esta disciplina sólo podía subsistir en
comunidades pequeñas de cristianos sinceros, como las Iglesias de Italia y de
Africa anteriores a Constantino. Como otras prácticas, este tipo de confesión
persistió en forma modificada, incluso cuando fue normal profesar la fe
cristiana y cuando las iglesias de «ciudades» estuvieron constituidas por
grandes masas de gentes con diverso grado de fervor. Es evidente que en tales
condiciones podían ser muy numerosos los que cometieran aquellos pecados
graves, que en la Iglesia antigua sólo se perdonaban después de hacer
penitencia pública. Pero también es evidente que esta clase de penitencia no
podía ser universal. Habría sin duda un número creciente de pecadores que nunca
la practicaban. En el mejor de los casos, esa penitencia tenía graves inconvenientes:
no podía repetirse, y la segunda caída sólo se perdonaba en el lecho de muerte;
además, no era válida para los clérigos. Con frecuencia se ha afirmado que la
penitencia y la absolución privadas probablemente coexistieron con la
penitencia y la absolución públicas. Si ocurrió así, no ha dejado huella en ningún
relato. Quizá sea anacrónico proyectar sobre los siglos IV y V actitudes de
culpabilidad que siglos de práctica de la confesión auricular han arraigado en
los espíritus católicos.
El cambio
decisivo fue provocado por el monacato egipcio, que elaboró casi inmediatamente
una teología del ascetismo. La confesión de las faltas a un abad o a un
superior se consideró meritoria en sí misma. Se concebía como concretización de
la dirección espiritual. Esta práctica se extendió al monacato occidental. Sin
duda alguna fue en Irlanda donde experimentó su desarrollo más importante. En
la Iglesia celta, los monjes constituían el elemento social más poderoso. Los
obispos diocesanos eran casi desconocidos. No existía la penitencia pública de
tipo romano. En los monasterios se había fijado un baremo para
las faltas, para las que tenían carácter de pecado y para las que eran
meramente disciplinares. Los monjes desempeñaban el papel de consejeros espirituales
de los laicos. Comenzaron a establecer para éstos unas «tarifas» de penitencia
parecidas a las de los monasterios (las «penitenciales»). Esta práctica fue
adoptada por la Iglesia anglosajona, que perfeccionó el sistema hacia el año
700. Una sociedad habituada a tarifas complejas de penalización por robos,
homicidios, heridas y otros delitos podía aceptarla sin dificultad. La
confesión, tanto para los clérigos como para los laicos, se hizo cosa normal y
se reglamentó mediante los penitenciales. Esta práctica fue autorizada en Inglaterra
por el famoso arzobispo Teodoro. Este, aunque procedía de Roma, era un monje
griego. Conocía un sistema semejante que se aplicaba en Asia Menor. Beda,
Egberto y Alcuino defendieron la confesión privada; Alcuino sobre todo la
propagó celosamente. Por lo demás, ya había llegado al continente y se había
divulgado gracias a Columbano y otros monjes irlandeses. Sin embargo, los
reformadores carolingios eran también conservadores en materia de liturgia y
deseaban restablecer la penitencia pública de la Iglesia romana: la que
impusieron a
Ludovico Pío
constituye el ejemplo más notable de esta tendencia. Los reformadores pusieron
el acento en la ausencia de autoridad, la gran diversidad y la tendencia al
laxismo que caracterizaban a la literatura penitencial. Durante algún tiempo se
pensó que las faltas públicas exigían una penitencia pública, y las privadas,
una confesión privada. Cartas pontificias y concilios regionales trataron de
establecer un modus vivendi entre las dos tendencias. Pero
era evidente que la penitencia pública no podía practicarse de forma exclusiva
en toda Europa, cuya población sólo formalmente era cristiana. Cuando en el
siglo IX se abandonaron los intentos de reforma, prevaleció la penitencia
privada, desapareciendo la idea de penitencia pública. A partir de entonces se
fue imponiendo progresivamente el régimen de la confesión privada ante un
sacerdote, o semipública ante un obispo o el papa, con un sistema de
penitencias adaptadas a los diversos grados de gravedad de los pecados. Ya en
el siglo X era habitual en el noroeste de Europa exigir a los fieles en tiempo
de cuaresma una confesión preparatoria para la comunión pascual. En los
monasterios, la confesión privada y frecuente se hizo obligatoria, mientras que
las acusaciones ante el capítulo se referían sólo a las faltas disciplinares y
a los actos poco edificantes. Cuando, a fines del siglo XII y principios del
XIII, se perfeccionó la teología de los sacramentos sólo faltaba precisar los
elementos constitutivos esenciales de la penitencia y su necesidad. El célebre
decreto del IV
Concilio de Letrán (Utriusque sexus) impuso en 1215 la
obligatoriedad de la confesión sacramental anual de los pecados graves antes de
la comunión pascual. Esto no hizo sino legalizar una práctica ya existente
desde hacía tiempo. El concilio tuvo importancia sobre todo desde el punto de
vista teológico y pastoral, ya que dio un gran impulso a la teología
moral.
Los dos
últimos siglos, durante los cuales acabó de imponerse la confesión auricular
frecuente, vieron la generalización de otra práctica: la de las indulgencias.
Su evolución se debió a la práctica de la penitencia, aunque teológicamente se
distingue de ella. El fundamento teológico de la indulgencia es la doctrina
del poder de las llaves, gracias al cual Pedro, sus sucesores y representantes
pueden aplicar los tesoros de mérito (o de amor) acumulados por Cristo, su
Madre y los santos para perdonar las penas en que han incurrido los pecadores.
La indulgencia tiene valor incluso cuando la falta ya esté perdonada por el
arrepentimiento y la confesión. Este uso se había admitido, en su principio,
mucho antes: estaba implícito en la práctica de conmutar las penas prescritas
por las tarifas penitenciales (práctica que se extendió en la época poscarolingia). Las penas se conmutaban por otros actos satisfactorios diferentes o más
sencillos, como asistir a misa, dar limosna, orar. En el siglo X, los obispos
del sur de Francia y del norte de España solían atribuir valor de remisión a
las peregrinaciones a Compostela y otros lugares, sin precisar nada sobre los
pecados que habían cometido los peregrinos. El paso de la conmutación a la
remisión de las penas se dio cuando la remisión sirvió para recompensar a los
que cumplían determinadas condiciones y cuando se afirmó que tal acto o cual
oración equivalían a cierto número de días de penitencia regular. Este uso
adquirió singular importancia cuando la «indulgencia» sirvió de incentivo para
combatir por la fe en España o en Oriente. Cuando Urbano II ofreció a los
cruzados el perdón total de las penas temporales, quedó franqueada una etapa
decisiva. Era natural que los papas intentasen detener la devaluación de esta
moneda, si se nos permite la metáfora. Por eso impusieron a los obispos no
conceder más que remisiones relativamente pequeñas. Pero desde el siglo XII
hasta nuestros días las indulgencias han sido uno de los rasgos más comunes de
la vida de devoción, al mismo tiempo que una fuente de confusiones (por no
hablar de los abusos). De hecho, con las indulgencias ocurre lo mismo que con
la gracia sacramental: la obra realizada con la disposición de espíritu conveniente
nunca es inútil. Pero ¿quién puede determinar el grado de fervor necesario
para obtener la remisión completa? Además, aunque los papas y los teólogos
siempre han afirmado —cuando se les ha pedido opinión— que las indulgencias se
refieren a las penas contraídas por el pecado y no borran la culpa del pecador,
las mismas fórmulas utilizadas por las autoridades eclesiásticas han dejado a
menudo mucho que desear. De ahí que, desde el siglo XI, los fieles sin
instrucción experimentaran grandes confusiones y consideraran las indulgencias
como un talismán o un pasaporte para el Cielo.
Durante el período que estudiamos se discutió otro problema teológico importante. ¿Era necesario ordenar de nuevo a los clérigos herejes, cismáticos o irregulares antes de permitirles el ejercicio pleno del sacerdocio? Es sabido que en Occidente no se reconoció con claridad hasta el siglo xii la existencia de siete sacramentos —y sólo siete— distintos por su naturaleza y efectos. En particular, no se había formulado explícitamente la doctrina clásica del «carácter» impreso en el alma por los sacramentos del bautismo, la confirmación y el orden. En la Iglesia antigua se había entablado una larga y dura controversia sobre la obligación de volver a bautizar (y, más tarde, a ordenar) a los herejes y cismáticos. San Cipriano estuvo al frente de los que exigían un nuevo bautismo. En el caso del bautismo, la controversia concluyó en una línea que iba contra las ideas defendidas por el obispo africano; pero en lo referente a la nueva ordenación subsistió largo tiempo en Oriente y en Occidente. Parece que san Agustín compartió la opinión que luego adoptaron los ortodoxos, mientras que otros —escandalizados ante la idea de que los poderes más sagrados siguieran existiendo después de pérfidas traiciones o de la excomunión— exigían que quienes habían caído recibiesen de nuevo las órdenes después de haberse arrepentido. La costumbre romana no fue del todo coherente. La máxima de Inocencio I, según la cual nadie puede dar lo que no tiene —es decir, que un obispo excomulgado no puede conferir los poderes sacerdotales—, fue repetida durante siglos por los partidarios de la reordenación. El problema volvió a aparecer de cuando en cuando en forma aguda debido al sentido amplio que se atribuía generalmente al término «herejía». Así, en Inglaterra, después del Concilio de Whitby, se suscitó la cuestión de la validez de las órdenes de los clérigos que seguían los usos celtas. Teodoro, recordando la costumbre ordinaria en Roma y en Oriente, introdujo la práctica de la reordenación. Dicha práctica fue observada por Egberto y se halla consignada en los penitenciales ingleses. En esta época Roma sufrió toda clase de disensiones, escándalos y elecciones pontificias irregulares. Tal situación hizo que los partidos vencedores anulasen las órdenes de los candidatos hostiles y quisieran ordenarlos de nuevo (por ejemplo, después de los pontificados del antipapa Constantino II (767-769) y del papa Formoso (891-896). El problema que estaba en juego durante uno de los numerosos y violentos altercados sostenidos por Hincmaro se refería al estatuto de los clérigos ordenados por Ebbon después de haberse reintegrado irregularmente a su cargo episcopal. El movimiento reformador del siglo XII puso la cuestión en primer plano. La simonía y la incontinencia fueron consideradas «herejías»; si los culpables eran sacerdotes u obispos, tenía que procederse con todas las armas canónicas. Ahora bien, ¿seguían siendo obispos o sacerdotes después de excomulgados? En caso afirmativo se permitía a unos herejes conferir las órdenes y administrar todos los medios de santificación. En esta controversia, los teólogos más eminentes estaban divididos y los papas actuaron de forma incoherente. Pedro Damián, insigne doctor en la materia, y Deusdedit, cardenal y canonista, se pronunciaron en contra de la reordenación. Humberto, también cardenal y canonista, que fue papa con el nombre de Alejandro II, y Anselmo de Luca se pronunciaron a favor. León IX, Gregorio VII y Urbano II no fueron consecuentes en sus actos. A medida que avanzaba la controversia y se perfeccionaba la teología se propusieron diversas soluciones sutiles. Una escuela quiso obligar a los herejes reconciliados a someterse a otra imposición de manos, prescindiendo de la unción y demás ceremonias. Otra escuela sostenía que las ordenaciones «en la Iglesia» eran válidas; es decir, que si un obispo hereje había sido ordenado así, conservaba sus poderes episcopales y podía a su vez ordenar a otros. Pero las ordenaciones «fuera de la Iglesia» eran inválidas, de manera que un sacerdote o un obispo ordenados por un hereje no podían ordenar ni consagrar. La dificultad no había encontrado aún solución teológica cuando Graciano y Pedro Lombardo compusieron sus manuales a mediados del siglo XII. Pero, en la práctica, la reordenación iba cayendo en desuso. El
problema de más graves consecuencias en este período fue quizá el del filioque. El símbolo de Nicea, promulgado por vez primera en el Concilio de
Constantinopla el año 381, contenía las palabras siguientes: «(Creo) también en
el Espíritu Santo que reina y da la vida, que procede del Padre, etc.». Pero en
España, al menos a partir de mediados del siglo VI, se añadió la palabra filioque; lo confirma la profesión de fe formulada en el Concilio de Toledo en el 589.
Los cristianos de España y de Oriente recitaban el credo en la misa; por eso la adición del filioque se hizo pronto habitual y se propagó por la Galia, juntamente con otras costumbres españolas. No sabemos cuándo ni dónde se utilizó por primera vez la inserción del filioque. No hay motivo para suponer que se hizo esto con intención de controversia. De hecho, los teólogos del comienzo y de mediados de la era patrística, en Oriente y en Occidente, consideraron que tanto el Hijo como el Padre eran el principio del ser personal del Espíritu Santo. Pero en Oriente se escogió la expresión «del Padre a través del Hijo», mientras que en Occidente se prefirió decir «del Padre y del Hijo». En otros términos: los teólogos orientales y los occidentales anteriores a la época de la controversia consideraron que la palabra filioque en sí misma era una de las diferentes expresiones del misterio de la Trinidad y no una desviación herética. Sin embargo, la Iglesia oriental había considerado siempre intangible la fórmula del símbolo del 381. Cualquier añadidura tenía que provocar necesariamente una protesta. Hay que reconocer con toda honestidad que los españoles, aun sin quererlo, suscitaban críticas. Pero en Roma, donde el credo no se recitaba en la misa, no había habido ninguna modificación. Nunca se habría producido la ruptura fatal si Carlomagno, enemistado con la emperatriz Irene, no hubiese encargado a sus teólogos la tarea de demostrar en la mayor medida posible que los griegos enseñaban errores. Acostumbrados desde hacía tiempo a la inclusión del filioque, Alcuino y sus colaboradores subrayaron que este término faltaba en la confesión de fe griega del II Concilio de Nicea, que todavía no había sido aprobado por Roma. Pero el papa Adriano I respondió demostrando —por encima de esta omisión— la tradición ortodoxa antigua. Los teólogos francos mantuvieron impertérritos su punto de vista cuando más tarde se produjo una ruptura entre Bizancio y Aquisgrán. En el Concilio de Cividale, el 796, condenaron a los griegos por sus opiniones respecto a la procesión del Espíritu Santo y al filioque. Unos años después, en el 809, Carlomagno pidió de nuevo a sus teólogos, entre los que sobresalía entonces Teodulfo de Orleáns, que redactaran unos tratados para justificar el filioque, que ya figuraba hacía tiempo en el credo recitado en la capilla imperial de Aquisgrán. Teodulfo obedeció y presentó una erudita y falsa colección de textos de los Padres latinos y griegos. Un concilio celebrado en Aquisgrán decidió enviar a Roma una delegación para pedir al papa que ordenase recitar el filioque en el credo romano, privando así a los griegos de su habitual argumento de la omisión del término. León III respondió que estaba totalmente de acuerdo con los teólogos imperiales en materia de doctrina, pero que no quería excitar los ánimos alterando la costumbre romana. En cambio, sugirió que todas las iglesias de Occidente dejaran de cantar el credo en la misa. El emperador no podía aceptar esto, pero el papa insistió y el conflicto entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente se evitó por algún tiempo. Los
escritos de la época de Carlomagno, con los cuales Alcuino, Teodulfo y otros
actuaron como representantes oficiales del emperador, atacaban pretendidos
errores existentes fuera del país franco. Por el contrario, los debates de la
generación siguiente tuvieron lugar entre individuos o grupos pertenecientes al
clero de Francia y de Alemania y terminaron sin que se les diera una solución
oficial y doctrinal.
La
primera discusión concernía a la eucaristía y particularmente al modo de
presencia de Cristo en la hostia consagrada. Es interesante porque plantea por
vez primera algunos de los problemas que más tarde iban a ocupar a los teólogos
durante siglos. Empezó el debate casi involuntariamente Pascasio Radberto, más
tarde abad de Corbie. Este
redactó un largo tratado sobre la eucaristía para los monjes de Corvey, filial
alemana de la abadía francesa. En esta obra insistía en la realidad de la
presencia de Cristo bajo el velo de las especies. El cuerpo de Cristo, nacido
de la Virgen y sacrificado en la cruz, es el que se ofrece ahora una vez más
como víctima. Hasta aquí, Radberto no hacía sino expresar con más claridad que
todos sus predecesores la doctrina tradicional que se había desarrollado en
Occidente. Pero iba más lejos al sugerir que el cuerpo de Cristo existe
espacialmente en miniatura en la hostia y está presente por una transformación
o una creación milagrosa. Casi inmediatamente fue atacado por varios de sus
contemporáneos, entre ellos Rabano Mauro y Ratramno, monje de Corbie. Radberto
replicó alegando que no defendía en absoluto una presencia mensurable y
material de Cristo. Pero sostuvo con firmeza la realidad absoluta de Cristo y
la identidad entre el Cristo presente en la hostia y el Cristo nacido de la
Virgen.
Como
veremos la controversia apareció de nuevo en forma diferente dos siglos
después. Entonces prevaleció un pensamiento teológico que en muchos aspectos se
parecía al de Radberto. Por su parte, Ratramno, fiel agustinista, influyó en
Aelfrico en Inglaterra. Cinco siglos después fue redescubierto por los
reformadores, que lo consideraron como un precursor medieval de su movimiento.
Otra
controversia suscitó vivas discusiones y se prolongó obstinadamente. Concernía
a la predestinación y fue entablada por Godescalco. Este hombre desdichado fue
primero oblato en Fulda, donde trabó amistad con Walafrido Estrabón y Servato Lupo.
Pidió y obtuvo ser liberado del estado monástico; pero pasó el resto de su
vida, es decir, cuarenta años, vagando y discutiendo en los monasterios, en
las prisiones y en otros lugares. Desde que empezó a viajar fue
acusado de profesar opiniones peligrosas acerca de la predestinación. Esta
cuestión estaba intacta desde que el Concilio de Vienne había recapitulado las
conclusiones de la controversia pelagiana. En realidad, las opiniones de Godescalco
eran rigurosamente agustinianas. Mantenía la doble predestinación a la gloria o
a la reprobación. Aceptaba las consecuencias del hecho de que el hombre, a
consecuencia del pecado original, ha perdido la libertad de hacer el bien.
Negaba que Dios quiera salvar a todos los hombres y limitaba el beneficio del
sacrificio de la cruz a los que están predestinados a la gloria. Le replicó
Rabano Mauro. Godescalco fue condenado por una asamblea reunida en Maguncia el
848. Después fue perseguido por Hincmaro de Reims, que logró su condenación y su
castigo en un concilio del reino celebrado en Quiercy el año 849.
Estas
controversias no agotaron las energías de los autores de la época. Pascasio
Radberto resumió las ideas de su tiempo respecto a la asunción de la Virgen en
una extensa epístola que escribió bajo el nombre de san Jerónimo. Aunque en su
época se supo que el verdadero autor era un contemporáneo, en el siglo X lo
olvidaron y el texto se consideró obra de san Jerónimo; se usó en la liturgia y
más tarde se sirvieron de él los defensores del culto de María. Juan Escoto
Eriúgena, único que en Occidente dominaba la lengua griega, tradujo las obras
de Dionisio Areopagita. Más tarde dio una explicación del universo en términos
neoplatónicos, que, a pesar de varios errores desde el punto de vista técnico,
lingüístico y quizá también dogmático, representa el único intento que hubo
entre Agustín y Nicolás de Cusa de utilizar un sistema filosófico o más bien
una concepción general del mundo, derivada en gran parte de Plotino, para
expresar la totalidad de la teología cristiana. Los eruditos actuales admiten
unánimemente que Eriúgena era ortodoxo en su intención, aunque sus fórmulas no
siempre fueran exactas y afortunadas. Fue necesario que pensadores heterodoxos
lo interpretasen mal y lo utilizasen en una sociedad que cada vez simpatizaba
más con Aristóteles, para que fuese condenado como no ortodoxo.
Nada
hemos dicho en el presente capítulo respecto a otras tres controversias
suscitadas en este período. Dos de ellas, la de las dos voluntades de Cristo y
la del culto a las imágenes concernieron sobre todo a la Iglesia oriental, y ya
se han estudiado en otro capítulo. La tercera, que es la del adopcionismo, limitada
a España, se estudiará en el capítulo dedicado a este país.
CAPITULO XEL
DERECHO CANONICO
DESDE
DIONISIO EL EXIGUO HASTA YVO DE CHARTRES
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