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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA
REFORMA Y CONTRARREFORMA
CAPITULO SÉPTIMO
LA
NUEVA VITALIDAD DE LA IGLESIA
MISION UNIVERSAL, CONVERSIONES
Y CONFIGURACION BARROCA DEL MUNDO
CONVERSIONES EN EUROPA
También en Europa se
manifestó la poderosa fuerza de atracción de la Iglesia católica renovada. Numerosas conversiones de
personalidades ilustres en lo cultural o lo político, que
tuvieron lugar en el siglo XVII, hablan de la fuerte impresión que en ellas producía la unidad de la doctrina católica y la
unión de la Iglesia universal. Las conversiones fortalecieron por su parte el
sentimiento triunfalista del catolicismo barroco. En el cambio de fe intervenían los más diversos motivos, y más de una vez también la esperanza de obtener, por este paso,
ventajas políticas, una corona o un próspero porvenir. Sin embargo, el criterio
para enjuiciar tales conversiones no puede ser la imagen que hoy se tiene del
converso «ideal», que, tras una larga lucha interior, encuentra al fin la certeza
de la fe católica y por ella está dispuesto a sacrificar sus relaciones
humanas, quizá incluso su carrera y todas sus posibilidades de vida. Más de uno
de los convertidos del siglo XVII responde a esta imagen. Muchas conversiones
se realizaron no con la esperanza de provechos materiales, sino con la certeza
de realizar un gran sacrificio. Pero, por otra parte, también la gloria
externa, el influjo y el poder pertenecen a la manifestación del barroquismo católico.
Las coronas reales aparecían como reflejo del esplendor de la Divina Majestad;
el dar a los príncipes segundones prebendas eclesiásticas era cosa muy
natural, dado el privilegio de nobleza de muchos cabildos catedralicios y
fundaciones, y como tal era prometido por los nuncios, sin ningún reparo, a los
mismos convertidos. La Iglesia asoció ciertamente la conversión de los
príncipes reinantes con grandes esperanzas acerca de la reconquista de los
territorios perdidos para la fe, y, con los ojos puestos en este
objetivo, favoreció muchos intentos de conversión; pero daba por sentada siempre la aceptación interior de la
fe, como condición previa a la concesión de tales privilegios. Sin embargo, no
se puede comparar la conversión de un general del ejército del príncipe Eugenio
con la de un Newman.
El punto de partida
espiritual de donde arrancaba el camino que llevaría a la Iglesia católica era
diverso. Partiendo de una actitud ecuménica y tolerante, molesto por la
violenta coacción religiosa que imponía la Iglesia reformada holandesa, llegó a
la conversión, en 1641, Joost van den Vondel. Después del sínodo de Dordrecht, el mennonita tuvo que
ver cómo el gran estadista Oldenbarnevelt era ejecutado por no quererse someter
a un calvinismo radical, y cómo su defensor Grotius era condenado por esto
mismo a cadena perpetua. El tratante en géneros Vondel, cuyo negocio quebró
más tarde, fue al mismo tiempo el máximo poeta holandés, que en numerosos
dramas, desde La inocencia perseguida (se refería a Oldenbarnevelt)
hasta el grandioso Lucifer dio expresión en conmovedores versos a sus
sentimientos religiosos. Sin duda instruido por los
jesuítas, que habían llegado secretamente de Bélgica, quiso dar testimonio,
después de su conversión, de la doctrina de la fe de la Iglesia con numerosas
poesías instructivas, llenas de profundo contenido religioso y de
convencimiento personal.
En 1653 se convirtió
a la Iglesia católica Juan Scheffler (Angelus Silesius), médico de cámara del duque de Silesia.
Tenía veintinueve años y el intercambio de ideas y pensamientos con amigos del
teósofo Jacob Bóhme, que procedía del luteranismo, le llevó a estudiar los Santos
Padres y los místicos de la Edad Media, y, a través de éstos, a la fe católica.
Ocho años después fue ordenado sacerdote. Este genial poeta, conocido por su Peregrino
querubínico, tuvo que justificar pronto el paso dado frente a los ataques
de los teólogos luteranos. Todo esto dio motivo a su fecunda actividad
literaria de controversia teológica.
Entre los escritores
e intelectuales convertidos se encuentra también Gaspar Schoppe, hombre algo
extravagante, conocido como enemigo de los jesuítas y defensor de Maquiavelo,
que se convirtió por la lectura de los Anales de Baronio. El filólogo
hamburgués Lucas Holste se hizo católico en París en 1625. Siendo bibliotecario
de la Vaticana, descubrió el libro de fórmulas de la Iglesia romana medieval,
el Liber diurnus, y escribió el Codex regularum de los diversos monasterios y Ordenes, importante todavía hoy. Doce años
después de su conversión ganó para la fe a un bisnieto del landgrave Felipe de Hessen, el landgrave Federico de
Hessen-Darmstadt, que fue nombrado cardenal y protector de Alemania y murió
siendo príncipe-obispo de Breslau. En Roma los jesuítas dieron el último impulso para su
conversión al geólogo y anatomista danés Niels Stensen (1667), que se hallaba en la cumbre de su fama
científica; ocho más tarde fue consagrado sacerdote. Nombrado vicario de la
misión nórdica, en adelante se dedicó sólo al trabajo apostólico, hasta su
muerte solitaria en Schwerin.
Apenas hubo casa de
príncipes alemanes que no conociera una o más conversiones. Otro bisnieto del landgrave Felipe, el landgrave Ernesto de
Hessen-Rheinfels, al que la amarga frase del general sueco Kónigsmarck que
hablaba de la «Confusión de Augsburgo» le espantaba, se decidió a convertirse
durante una estancia suya en Viena. Ya antes, bajo el influjo de Calixto, se
había dedicado Ernesto a su conversión (1652), deseoso de lograr la unidad. Le
sirvieron igualmente para este paso unos coloquios religiosos promovidos por él
en su castillo de Rheinfels con los teólogos de Hessen-Darmstadt, los cuales
estuvieron dirigidos por el lado católico por el capuchino Valeriano Magni, así como los Conversionis
Motiva, obra escrita por los hermanos Walenburch, dos convertidos de
Rotterdam, e incluso su propia obra El católico discreto, en la que
recomendaba prudente moderación y caridad cristiana a todos «los que realmente
sintieran en su corazón la dolorosa escisión de la cristiandad». Su extenso intercambio
epistolar con Calixto, Antonio Arnauld y Leibniz giraba en torno a los mismos problemas. También se
hizo católico el duque de Hannover, Juan Federico, soberano de Leibniz. Ya hablamos antes de él
al describir las gestiones de Espinola para la reunificación. Al morir sin
hijos, le sucedió en el trono su hermano, que era luterano. En Baden, Brandeburgo,
Mecklemburgo y Sajonia se convirtieron príncipes que servían en el ejército
imperial, por no hablar de muchas familias nobles de Bohemia y Austria. También
se convirtió al catolicismo en 1709 el duque Antón Ulrich de
Brunswick-Wolfenbüttel, que estaba en contacto con Leibniz.
Algunos de los
conversos eligieron el estado clerical y alcanzaron altos puestos. Así
recibieron el capelo cardenalicio Bernardo Gustavo de Baden y Cristian Augusto de
Sajonia-Zeitz. Este último influyó mucho en su primo Augusto el Fuerte, elector
de Sajonia. No obstante, la conversión del elector tuvo en primer término un
significado político, pues siguió a su elección para rey de Polonia (1697).
Como también el príncipe heredero siguió en 1712 el ejemplo del padre, se
formó en Sajonia una nueva dinastía católica que había de dar a la Iglesia
algunas figuras distinguidas. La presidencia del Corpus Evangelicorum no
resultaba ya compatible con esta conversión. Con esto Brandeburgo-Prusia tomó a
su cargo el puesto de protector y defensor de los protestantes en Alemania. En 1712 se convirtió también en Viena el príncipe Carlos Alejandro de Württenberg, quien entonces era ya tenido por sucesor del ducado y que en 1733 alcanzó efectivamente el gobierno. Pero la conversión del soberano territorial no trajo consigo cambio alguno en la religión del país ni en Hannover ni en Brandeburgo, ni en Sajonia ni en Württenberg. El derecho de reforma de los príncipes estaba ya prácticamente en decadencia, debido a la paz de Westfalia. Además, los estados de Sajonia y especialmente los
de Württenberg se hicieron dar amplias «seguridades religiosas» o «reservas», según las cuales se
permitía dejar a la Confesión de Augsburgo, en el estado en que se
encontraban, iglesias, escuelas y universidades, y sobre todo respetar su
privilegiada situación jurídica, y sólo estaba permitido celebrar un culto
católico privado para el soberano. No obstante, el
absolutista elector pudo proporcionar un culto público a la
pequeña comunidad de Dresde, transformando la antigua ópera, situada
junto a palacio, en la primera iglesia católica palatina.
La conversión de la reina Cristina de Suecia
(1626-1689), hija de Gustavo Adolfo, produjo gran expectación en toda
Europa. La joven reina, que se había criado muy solitaria y ya desde pequeña había sentido una profunda aversión contra el luteranismo intolerante y
ortodoxo de su patria, mandó venir a Estocolmo a maquiavelistas
defensores de la libertad de espíritu, como el bibliotecario
francés Naudé, y a filósofos modernos como Descartes, a fin de que le diesen
clases de alta cultura. A través de Descartes y de los jesuítas de las capillas
de las legaciones aprendió a conocer el catolicismo, que le parecía una forma
cultural más tolerante, en la que ella creía poder vivir su vida conforme a su
natural, libre de las severas leyes de su país. Cristina es presentada por su
último biógrafo como un carácter tímido, cerrado en su propio yo. Decidida a
la conversión, en el verano de 1654 renunció a la corona, pues, según la ley
sueca, no era posible que una reina católica ocupara el trono. En la Nochebuena
del mismo año abrazó secretamente la fe católica en Bruselas, y en noviembre de
1655 lo hizo públicamente en la iglesia de palacio de Innsbruck. Después se encaminó
a Roma, donde fue recibida solemnemente por Alejandro VII. Era el papa que,
siendo nuncio en Münster, había tenido que protestar en 1648 contra la paz tan
desfavorable para la causa católica, causada sobre todo por las injerencias de
Suecia. Pero las esperanzas de que con la conversión de la reina pudiera variar
la situación no pudieron verse cumplidas, ya que en Suecia la conversión de
Cristina no hizo más que agravar el problema. El nuevo rey sueco, Carlos X, no
podía poner en peligro su trono con la vuelta eventual de la joven reina. Así toda conversión al
catolicismo fue amenazada ahora con el destierro perpetuo. La misma Cristina,
que desde 1668 residió fijamente en Roma, se rodeó allí de un círculo de sabios
y artistas, cuyo sostenimiento corría realmente a costas del papa. De la
postura espiritual de esta singular mujer dan testimonio sus máximas, que
denuncian una fuerte influencia del quietismo de Molinos y del estoicismo
antiguo, un profundo anhelo de Dios, pero casi ninguna vinculación personal a
Cristo.
LA
REVOLUCION INGLESA DE 1688
La conversión de otro
monarca tuvo como consecuencia una revolución. En Inglaterra la restauración
de los Estuardo (1660) no había producido inicialmente cambio alguno en la
situación jurídica de los católicos. Es cierto que Carlos II estaba casado con
una princesa portuguesa y que desde su exilio en tiempos de Cromwell mantenía buenas
relaciones, por no decir que dependía económicamente de Luis XIV, cuyo gobierno
absolutista se convirtió también en ideal suyo. Pero tuvo que retrasar su
conversión hasta la hora de la muerte, a fin de no concitar contra sí el ánimo
de los protestantes. Como el rey no tenía hijos, el presunto heredero era su
hermano Jacobo. Este, que por lo demás, igual que el rey, no era ningún
modelo de conducta cristiana, se había convertido al catolicismo en 1672. Como
contrarréplica, el Parlamento impuso el Testad, según el cual todos los
funcionarios y altos oficiales tenían que presentar un certificado de haber
recibido la comunión bajo las dos especies y de haber pronunciado el juramento
de supremacía, reprobando la doctrina del primado del papa. Jacobo se negó y por esto
hubo de renunciar a su puesto de almirante. Cuán exaltada, casi histérica, fue
la postura anticatólica en Inglaterra, se demostró con motivo de la conjuración
de Titus Oates, el complot papista, como dicen los ingleses. El clérigo anglicano
Oates se había hecho aparentemente católico y había asistido a dos colegios
jesuítas, en España y Flandes. Despedido pronto de ellos, inventó una completa
novela acerca de una conjuración del papa y del general de los jesuítas para
asesinar al rey de Inglaterra e imponer una restauración violenta de la fe
católica (1678).
Aun cuando Carlos II
no prestó fe alguna al mentiroso, el Parlamento y la opinión pública se
dejaron ganar fácilmente por esta calumnia. En la general excitación, los
pocos Pares aún católicos tuvieron que abandonar la Cámara Alta. Las cárceles
se llenaron de católicos. Treinta inocentes, entre ellos once jesuítas, fueron
cruelmente ejecutados. Otros fueron desterrados, entre ellos el
confesor de la duquesa de York, el jesuíta Claudio de la Colombiére, que había
sido antes director espiritual de la monja Margarita María de Alacoque. El rey
no se atrevió a oponerse a la persecución de los católicos; tampoco lo hizo
cuando el primado de Irlanda, el arzobispo Oliver Plunket de Armagh, fue llevado a Londres contra toda ley y allí
condenado y ahorcado en 1681 por una supuesta conjuración y un secreto contacto
con Francia.
En este excitado
estado de ánimo se produjo la subida al poder de Jacobo II, que desde el principio se
presentó como católico. Era el año de la revocación del Edicto de Nantes, que llenó de
preocupación y desconfianza a los protestantes ingleses, pero que en el
terreno religioso llenó de ilusiones al rey, que igualmente veía en el Rey Sol
a su modelo. El número de católicos había disminuido rápidamente. En el reinado
de Jacobo II ascenderían a unos 30.000. Para este resto buscaba el rey, no sólo
organizar una administración eclesiástica —bajo Jacobo la Iglesia nombró el primer
vicario apostólico para toda Inglaterra y en 1688 otros tres vicarios más, que
fueron consagrados solemnemente en Londres—, sino también revocar las leyes de
excepción, dispensar del juramento de supremacía y paralizar los procesos
contra los recusantes. La ceguera política del rey la prueba el que pretendiera
que estas medidas se proclamaran desde los mismos púlpitos anglicanos. La
oposición creció y se endureció más y más. Cuando parecía verse asegurada la sucesión
católica en el trono con el nacimiento de un príncipe, los episcopalianos y los
presbiterianos, clamando contra el absolutismo real por la libertad del
Parlamento y por la libertad religiosa, llamaron a Inglaterra al yerno del rey,
gobernador general de Holanda, Guillermo de Orange, quien entró en Londres en 1688. Jacobo II intentó salvar la
corona con la ayuda de Irlanda, pero fue desterrado y tuvo que marchar al
exilio. En Francia encontró un amigo en Armando de Raneé, fundador de los
cistercienses reformados, que desde entonces ejerció gran influencia en su vida
religiosa. La Villa Stuardi de Roma se convirtió, después de la muerte de Jacobo, en la última
residencia de este linaje.
En Inglaterra,
siguiendo el ejemplo de la Holanda de entonces, se concedió la libertad
religiosa también a los Dissenters. Sólo los católicos
quedaron excluidos de ella. Para impedir una vuelta de los Estuardo, de los que
aún eran adictos en Inglaterra algunos clérigos católicos, se incapacitó a los
católicos legalmente para la sucesión al trono. En Irlanda, a pesar de los
tratados de Guillermo III (1691), prosiguió la opresión de los católicos, que
fueron rebajados a la más baja clase social con diferentes leyes prohibitivas y
limitativas.
La mentalidad del
catolicismo postridentino, que a la desvaloración protestante oponía una
aceptación del mundo como creación de Dios, tal como se había expresado en el
concilio, encontró su mejor manifestación en una cultura uniforme, la última
conformación unitaria del mundo que ha llevado el sello de la fe católica. La
Roma barroca fue la personificación en piedra y en color de este nuevo
espíritu. La transformación del espíritu de la época, desdé el Renacimiento al
alto Barroco, se puede seguir a través del período de tiempo que tardó en
construirse la basílica de San Pedro. En la época en que la cristiandad estaba
todavía unida, Julio II había decidido la reconstrucción de San Pedro y había
puesto la primera piedra en 1506, a fin de glorificar a la Omnipotencia divina
con un monumento singular y «colocar en lugar digno de recordación la grandeza
del presente y del futuro». Su arquitecto, Bramante, había
elaborado los planos con el nuevo concepto de monumentalidad del Renacimiento y con la
combinación de los pesados materiales de construcción de la Edad Antigua.
Había que levantar una edificación de colosales magnitudes, sobre la planta de
forma de cruz griega, que fue completada con torres en los cuatro ángulos del
gigantesco cuadrado y con una cúpula de tambor al estilo del Panteón. Bramante
no llegó a ver la grandiosa elevación de la cúpula sobre las bóvedas, que,
como arcos triunfales lanzados al cielo, enmarcaban el cuadrado de su base. En
el lecho de muerte recomendó al papa León X, como sucesor suyo, a Rafael de Urbino. Pero la temprana
muerte de este genial artista (1520) no le permitió apenas otra cosa que
diseñar los nuevos planos. La penuria financiera de León X, la Reforma alemana,
que había surgido a causa de las indulgencias para la iglesia de San Pedro, y
el saqueo de Roma por los lansquenetes (1527) produjeron impedimentos y
dificultades de toda clase. La construcción de San Pedro quedó abandonada.
Sobre los soberbios arcos de Bramante crecía la hierba y la maleza, hasta que
Paulo III, que se había mostrado como iniciador de un nuevo espíritu no sólo
con la renovación del colegio cardenalicio y la convocatoria del concilio,
llamó en 1546 al ya anciano Miguel Angel para que fuese el arquitecto director
de la nueva construcción. El florentino, que ya había hecho su Pietá para la
antigua basílica de San Pedro, había huido de Roma hacía cuarenta y un años,
tras la recomendación de Bramante. Con qué espíritu este titán emprendió ahora su trabajo, lo demuestra su repulsa de
todo sueldo. Por amor al crucificado, a quien cantara en sus sonetos, y para
honrar a san Pedro, trabajó ahora con diligencia sin igual en los diecisiete
años que aún le deparó la Providencia.
El pintor de la
Capilla Sixtina dejó a un lado el pincel. En este período de tiempo sólo
abandonó Roma una vez, y esto con motivo de una peregrinación a Loreto. Sabía sin duda que no
llegaría a contemplar la coronación de su obra. Por ello, con una voluntad de
hierro, fijó al menos los cimientos del nuevo edificio con una decisión tal,
que en manera alguna pudiera ser transformado su gran plan. Es realmente simbólico que su actividad corriera
pareja con la del concilio —comenzó un año después de la primera reunión y
acabó su obra dos meses después de la sesión final; murió a los ochenta y
nueve años, en febrero de 1564—, de forma que el más grande maestro del
Renacimiento se había consagrado ahora por completo al nuevo sentir de la
Iglesia, a su renovación y a su confesión. Cuando murió Miguel Ángel estaban
terminados el tambor y la nave transversal y se habían hecho los planos para
las dos coberturas de la cúpula, obra genial del artista. La cobertura interior
tenía la paz del Renacimiento, cual la había intentado conseguir Bramante en
su proyecto de cúpula; y la cobertura exterior expresaba la nostalgia de lo
divino, era el símbolo de la Iglesia en la tierra, que aquí se lanza a lo alto
hacia un triunfo que no puede conseguir acá abajo. El florentino cambió la
planta de Bramante. Con paseos lentos recorrió varias veces el interior de la
iglesia, a fin de ver el efecto que producía, y, acortando los brazos de la
cruz, logró preservar las obras artísticas del Vaticano, que de otra forma
habría sido necesario demoler.
Por fin, en 1590,
pudo ser colocada en la cúpula la última piedra con el nombre de «Sixto V».
Pero de nuevo tuvieron que transcurrir treinta y seis años —se añadió la nave
longitudinal, y el pórtico y la fachada fueron realizados por Maderna—, hasta
que la nueva iglesia de San Pedro pudo ser consagrada solemnemente. Más tarde,
en 1669, Bernini adornaría la iglesia con sus famosas columnatas que son
como brazos invitadores, con lo que al mismo tiempo daría fondo y anchura a la
plaza que le servía de entrada. De esta manera se concluyó esta obra, ciento
sesenta y tres años después de haber sido colocada la primera piedra. Ya por
entonces el Barroco llegaba a su fin, al menos en el sur.
Reseñar el número y
magnitud de las creaciones del Barroco nos resulta imposible aquí. Todo el que
visite aun hoy Roma y lance una mirada desde lo alto del Janículo y se detenga
ante una de las iglesias principales, se percatará del carácter peculiar que a
esta ciudad le dio el Barroco con sus numerosas cúpulas. Ningún papa de aquella
época encarnó tanto la conciencia de triunfalismo de la Iglesia como el genio
avasallador de un Sixto V. El lo demostró en todo su ser con su temperamento y
su vida. Aunque el remate de la cúpula de San Pedro fue la gran obra artística
de su pontificado, no fue ello la única prueba de la barroca fuerza creadora de
este papa, pletórico de gigantesca energía y de rara sagacidad. Juntamente con
Domingo Fontana, que siendo joven arquitecto había acudido a Sixto, aún
cardenal, desde el lago Lugano, empezó primero, pensando de una manera práctica,
con la restauración de los grandes acueductos, para hacer de nuevo habitables
las colinas de Roma. Desde entonces corre el agua desde Acqua Felice hasta la
fuente de las Quattro Fontane. Después siguieron perforaciones y construcciones de
calles, planeadas y realizadas a lo grande, que debían dejar libre la vista
desde cada una de las siete iglesias principales a la otra, o cuyos extremos
debían ser puertas, nuevas fuentes y otros edificios monumentales. Esto lo hizo
no sólo por manía constructiva, sino también por el deseo de facilitar los
cultos de las estaciones y las peregrinaciones a las siete iglesias
principales, y para convertir realmente Roma en una ciudad santa. El papa
quería demostrar la victoria de la Iglesia sobre el antiguo paganismo, resucitado
acá y allá por el Renacimiento, dejando libres los antiguos obeliscos y
columnas triunfales, restaurándolos, arrancándoles del olvido y poniéndolos al
servicio de la Iglesia. Las columnas triunfales de los emperadores Trajano y
Marco Aurelio fueron coronadas con imágenes de los apóstoles. ¡Qué júbilo
cuando, en mayo de 1586, novecientos siete trabajadores y setenta y cinco
caballos, que tiraban de cuarenta aparejos, levantaron sobre la más que
milenaria base el obelisco de Caligula! En septiembre, por mandato expreso del papa, se
levantó la columna en el centro de la plaza de San Pedro en el mismo momento en
que el legado francés entraba orgulloso en Roma, de tal manera que éste no pudo
sustraerse a la impresión que le causaba el gran poder del papa. En la cúspide
del obelisco la cruz halló un lugar adecuado. Sobre la cuadrada base se
grabaron inscripciones que proclamaban la victoria de Cristo; entre ellas, la
más conocida, la inscrita en la cara que da a poniente: Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat,
Christus ab omni malo plebem suam defendat.
Esta afirmación de
los valores de la Antigüedad, unida al convencimiento de la fuerza
transformadora del cristianismo, estaba muy por encima de la manera con que
unos decenios más tarde se trataría a los monumentos
paganos. En tiempos de Urbano VIII (1623-1644), en que Bernini construyó el
grandioso baldaquino sobre la tumba de san Pedro, los edificios de la
Antigüedad aún en pie se aprovecharon como canterías y como colección de
columnas de mármol y lápidas, y se utilizaron sin consideración alguna para
construir iglesias, de manera que por Roma corría un dicho irónico y mordaz: Quod
non fecerunt barbari, fecerunt Barberini.
Roma, que bajo Sixto
V fue la capital del mundo, y donde incluso príncipes japoneses prestaban
servicio al papa, recibió entonces el nuevo palacio lateranense y el nuevo
edificio de la biblioteca vaticana, así como la residencia papal junto al patio
de san Dámaso, en el Vaticano. El palacio del Quirinal fue ampliado y se
levantó la capilla de la Santa Escala. Lo mismo que el papa edificaba la
ciudad santa, también los nobles linajes se construyeron palacios, y las Ordenes, sobre todo las nuevas, levantaron sus iglesias como
centro espiritual de todos los miembros repartidos por el mundo. Maravillosa y
magnífica se levantó en el centro de Roma, por así decirlo, la iglesia Al Gesù
de los jesuitas, que, construida por un admirador de Miguel Angel, fue
consagrada personalmente por Gregorio XIII en 1583. El general de la Orden
había deseado una iglesia de una sola nave, con capillas a ambos lados. El
arquitecto supo unir genialmente esta edificación con la cúpula y logró que los
que entraban en ella recibieran la impresión de que avanzaban hacia la luz. Con
su cúpula, su bóveda y su fachada compacta y masiva la iglesia de una nave de
Al Gesù quedó como prototipo de un estilo. La Iglesia de San Miguel de Munich y
la de San Pedro y San Pablo de Cracovia, ambas de los jesuitas, recuerdan con
toda claridad el modelo de Roma.
La Roma barroca, con
sus papas, cardenales y nepotes, con los orgullosos linajes de la nobleza y
las casas madres de las Ordenes religiosas, influyentes y conscientes de su
valor, se convirtió en un centro singular de mecenazgo, nunca jamás nuevamente
alcanzado, no sólo de arquitectos y escultores, sino también de pintores y de
toda clase de artistas de la cristiandad. Entonces pintó Andrea Della Valle Domenichino en
la iglesia de los teatinos los frescos que entusiasmaron a Goethe en su viaje a
Italia, aunque éste tenía un concepto bien distinto del arte; aquí Cortona
adornó el palacio Barberini, y el hermano jesuíta Pozzo, que más tarde fue
llamado a Viena, causó admiración al pintar en la bóveda, en la iglesia de San
Ignacio, con una perspectiva rebosante de ilusión, la entrada del fundador en
el paraíso. Artistas de todas las naciones se daban cita en Roma. El francés Poussin encontró su patria
electiva en la Academia de Pintores de Roma. Rubens, Van Dyck, Velázquez fueron
miembros de esta colonia de artistas congregados en torno a la Plaza de
España. Los jóvenes artistas llevaban a todo el mundo la fama de Roma y de su arte. Con todo, Bernini se volvió
precipitadamente de París a Roma, donde le había llamado Luis XIV. Después de
haber acabado el proyecto para el Louvre, notó la extrañeza de la atmósfera parisina, de la que
se evadió casi como en una fuga.
Pero Pedro Pablo Rubens (1577-1640), para
citar sólo un ejemplo, encontró en Flandes, que se convirtió en su segunda
patria —él procedía de Siegen, en Westfalia—, el mundo de la Contrarreforma, dispuesto a
aceptar la grandiosa plasmación de aquella nueva mentalidad de una Iglesia
triunfalista, cuyas manifestaciones había conocido él en los colores de un
Tiziano, en la composición de un Tintoretto, en la gigantesca magnificencia de un Miguel Ángel, en
el juego de luces de un Caravaggio, en la fuerza viril de la Edad Antigua y en los anhelos de
sus amigos romanos. La fachada de la iglesia de los jesuítas de Amberes fue
levantada conforme a sus instrucciones. El «estilo Rubens», congenial al pueblo
flamenco, se impuso en la decoración de numerosas iglesias de Bélgica. Para el
mismo Rubens la construcción de sus masas apiñadas y la luminosidad de sus colores son
sólo medios de un estilo sumamente personal, caracterizado por la gran fuerza
de su fantasía creadora, por una extraña compenetración con las personas de sus
cuadros, por una afirmación consciente de toda la belleza sensible y por el
barrunto de una elevada y sacral transfiguración. No se le puede discutir al artista la
fama de pintor religioso, a pesar de su mitología cortesana, de sus adulaciones
y sensualismo. Su taller era frecuentado por grandes talentos que arraigaban
el nuevo arte en toda Bélgica, entre los cuales Van Dyck, por ejemplo,
manifiesta menos fuerza expresiva, pero tal vez un sentimiento más profundo que
el de su maestro. Se repiten los temas basados en una fe confirmada en mil
victorias: Nuestra Señora del Rosario o las últimas comuniones de algunos
santos, sus pláticas o su ejemplo, las oraciones por las ánimas. Todos estos
temas eran representados con variantes múltiples en esta nación y en los archiducados
de los Habsburgo y, prescindiendo de Roma, sólo eran comparables con el mundo
de la barroca España. En ésta el Greco y Murillo enmarcan un siglo de pintura barroca; el uno impregna
sus figuras con un fuego religioso que se aproxima al éxtasis, mientras el otro
puede presentarnos de treinta formas distintas a la Inmaculada Concepción de
María y a los santos en su entrega a lo divino.
El triunfo del arte
barroco no fue posible en Alemania hasta que pasó la desgracia de la Guerra de
los Treinta Años. En el sur de Alemania y Baviera llevaban la dirección los
artistas italianos, pero a fines del siglo XVII los arquitectos alemanes
levantan con extraña perfección artística un gran número de iglesias y
conventos barrocos. Todavía en 1754 es consagrada la iglesia de Wiess, y en
1766 la fundación imperial de Ottobeuren ve concluida su grandiosa iglesia.
LA
CIENCIA TEOLOGICA
También las ciencias
teológicas recibieron nuevo impulso. En conexión con la enconada polémica de
los reformadores y con las discusiones del Concilio de Trento, este impulso se
limitó, en primer lugar, a la controversia teológica; después abarcó también
las disciplinas sistemáticas. Junto a la acción de Roberto Belarmino hay que colocar, como
fruto de casi un siglo, el Cursus Salmanticensis, grandiosa dogmática
tomista, que intentó proseguir la obra de santo Tomás y dar solución, en su
espíritu, a los problemas planteados por la Reforma y el jansenismo.
Además los problemas
de la conquista y de la política española en América exigían la fundación de un
derecho cristiano de gentes y la reflexión sobre la naturaleza del Estado. El
hecho de que de esto se ocuparan, juntamente con Belarmino, sobre todo los españoles, especialmente
el jesuíta P. Suárez y el dominico P. Vitoria, pone de manifiesto la
existencia de una conciencia cristiana.
Por el contrario, la
teología histórica había experimentado ciertamente en el siglo XVI algunos
impulsos debidos al humanismo, pero las cuestiones históricas que aparecieron
en conexión con la escisión de la fe se intentó solucionarlas, en primer lugar,
al modo de la controversia teológica, con testimonios de la Sagrada Escritura o
con artificios apologéticos. Sólo se llegó a los nuevos planteamientos cuando
los luteranos intentaron justificar también históricamente la Reforma,
afirmando que la Iglesia de Roma se había desviado del Evangelio y de la
doctrina de la Iglesia primitiva. Este era, en efecto, el tema de las Centurias
de Magdeburgo, escritas por Matías Flacio y sus colaboradores. Había que demostrar
ahora el magisterio de la Iglesia, existente ya en tiempos de los apóstoles, y
la gran antigüedad de sus instituciones y costumbres, y, además, había que
examinar y confrontar con la historia cada una de las afirmaciones aducidas por
Flacio en sus muchos Testigos de la Verdad. Se vio el valor de la
publicación de las fuentes y se hicieron las primeras ediciones de los Padres,
que desde luego no eran aún suficientes. Y, sobre todo, el oratoriano César
Baronio publicó desde 1588 sus Annales ecclesiastici, los cuales habían
de comprender, en doce tomos, hasta 1198, y presentaban extensamente la historia de la Iglesia sobre
la base de las fuentes, a las que el posterior prefecto de la Biblioteca
Vaticana hubo de tener más fácil acceso. Tampoco le faltó a esta historia la
tendencia apologética, como se ponía ya de manifiesto en la dedicatoria a Sixto
V: «Sobre todo, contra los innovadores de nuestro tiempo, para demostrar la
antigüedad de las santas tradiciones y del poder de la Iglesia romana.» Ya
hemos mencionado anteriormente que esta primera gran historia de la Iglesia
surgió de las conferencias dadas en el Oratorio de Felipe Neri.
La Providencia misma
parecía haber descubierto nuevas fuentes para la historia de la antigua Iglesia
cuando en 1578 se vino abajo de repente el suelo de una viña de la Vía
Salaria, en Roma, quedando así abierto un nuevo camino al mundo de las
catacumbas, largamente olvidado. Los sepulcros, imágenes e inscripciones eran,
en efecto, claros testimonios de la fe de la antigua Iglesia, en la que sin
razón se habían apoyado los innovadores. Antonio Bosio, que se hallaba al
servicio de los Caballeros de San Juan, fue el primero que reconoció la
importancia científica de las catacumbas.
BOLANDISTAS
Y MAURINOS
A los Testes
veritatis de Flacio se opuso, en primer lugar, vidas de santos compiladas
en una forma poco crítica. Pero el jesuíta flamenco Rosweyde no quería saber
nada de las inciertas leyendas y sí ampliar los estudios críticos del cartujo
Surio de Colonia. Proyectó publicar la vida de los santos en sus textos
originales, sin las mejoras de estilo que les añadían los humanistas y, para
esto, coleccionar sistemáticamente los manuscritos antiguos. Era ésta una tarea
casi imposible para la capacidad creadora de un sólo sabio, por lo que Belarmino, al que como a otros
muchos había comunicado sus propósitos en 1607, intentó convencer a su hermano
de religión para que abandonara tal empresa. Rosweyde murió en el año 1629. El
rico material que había reunido para los dieciocho tomos previstos, se lo
entregaron los superiores al jesuíta belga Juan Bolland, y en el curso de los
años pusieron a su disposición dos auxiliares, Henschen y Daniel Papebroch. En
1643 aparecieron los dos primeros tomos de los Acta Sanctorum. Bolland vivía aún cuando se editó el tercero. Después de su muerte (1665),
Papebroch continuó la obra. La colección debía abarcar todos los santos, ya
existieran descripciones detalladas de sus vidas o sólo pequeñas referencias.
El orden se ajustaba al de las fiestas de los santos, comenzando por el primero
de enero. En Amberes se fundó una biblioteca propia y una sección de
manuscritos. Papebroch entregó para este fin toda su gran fortuna familiar, y
la Orden, que desde el principio había comprendido la importancia de la empresa
científica de los «bolandistas», formó constantemente gente especializada que
pudiera continuar la obra. Como se sabe, este grupo especializado de
historiadores jesuítas continúa trabajando todavía en su obra. Ni la supresión
de la Compañía ni la Revolución Francesa lograron que la obra fuera abandonada
del todo. Todavía en 1794 apareció un volumen, aunque el siguiente no vio la
luz hasta después de larga interrupción. El trabajo en los originales
perfeccionó rápidamente los métodos; tras el primer exceso de celo se aprendió
la crítica sistemática de los originales, que fue aplicada sin ningún
miramiento a las tradiciones piadosas, de manera que el trabajo de este grupo
no sólo causó escándalo en otras Ordenes, como los carmelitas, sino que hizo
también entrar en competencia con él a destacados espíritus de la Orden
benedictina.
En este aspecto
estaban en primera línea los maurinos, pertenecientes a la congregación de los
benedictinos reformados de san Mauro (desde 1618), a la que se adherirían en el
transcurso del siglo la mayoría de los monasterios franceses de la Orden.
Estos monasterios estaban dirigidos únicamente por priores. Se fundieron con
esta congregación, que se distinguió por su fidelidad ejemplar a las reglas y por
su vida austera y ascética, formando, no sólo jurídicamente, sino de hecho, una
gran comunidad con un superior y un Capítulo General. Pronto se formó también
un amplio grupo de trabajo dedicado a las ciencias, que debía ocuparse, según
un plan detallado, de la historia de la Iglesia y de la de la Orden
benedictina. La biblioteca de San Germán de Pres, que d’Achery modernizó,
ordenó y amplió, se convirtió en su centro cultural. En 1647 el superior
general presentó un plan detallado para la historia de la Orden. Los monjes
capacitados para este trabajo científico debían vivir juntos en seis
monasterios y consagrarse a temas exactamente determinados. También aquí se
formaban continuamente nuevos alumnos y se transmitía el interés científico a
nuevas generaciones, que se sucedieron más allá de la época histórica que
describimos, hasta el violento fin impuesto por la Revolución Francesa. Con
esto no se buscaba en primer lugar el saber puramente teórico; se perseguía
propiamente un objetivo ascético. Se quería conocer lo más exactamente posible
la vida y el mundo que rodeaba a los antiguos monjes, para así poder determinar
mejor cuál debía ser la propia vida. Como los viejos monasterios entraron en
la Congregación con una gran abundancia de manuscritos, se imponía la tarea de
la utilización crítica de los numerosos originales. Con esto se plantearon muchos problemas particulares,
que se estudiaron muy a fondo,
sin perder por ello la
visión de conjunto.
Si d’Achery llamó la atención sobre los tesoros de las bibliotecas benedictinas francesas y publicó una serie de manuscritos, su discípulo Mabillon fue el gran investigador de la historia de la liturgia. En largos viajes por archivos y bibliotecas de Suiza, Alemania e Italia reunió el material para su historia de la liturgia galicana. En este trabajo
miraba por encima de las fronteras de Francia. Sus viajes, que describió en un diario, como entonces se acostumbraba a hacer, le llevaron, en el año del
sitio de Viena por los turcos, a Salzburgo, donde entonces se habían refugiado los monjes de Melfi. El pertenecer a la misma Orden venció todas las tensiones políticas. Así Mabillon, sin ninguna prevención nacional, quedó edificado por la fidelidad a la regla de las abadías suizas y suabas y admiró sinceramente sus hermosas bibliotecas. Su interés se lo repartían la liturgia y los santos de la
propia Orden. D’Achery le hizo prestar atención a esta tarea. Quizá
la empresa de los bolandistas pudo
haberle animado a ello. Los
viajes por bibliotecas y una amplia correspondencia con los
abades de todo el mundo benedictino le sirvieron para reunir gran material de originales. En el espacio de trece años aparecieron nueve tomos de los Acta Sanctorum Ordinis S. Benedicti, que era,
ya por su título, una réplica a la obra
de los jesuítas, más modesta en esto como en toda la
empresa, pues el autor había aprendido ciertamente de la experiencia
de los bolandistas. Los anales de la historia de toda la Orden no aparecieron
en su mayor parte hasta después de su muerte (1707). Mabillon había tenido una
discusión científica con Papebroch. El bolandista había rechazado como no
auténticos los documentos del tiempo de los merovingios. Como este problema
afectaba también a las primeras fuentes de la historia de los monasterios y de
sus santos en Francia, Mabillon escribió, frente a esta hipercrítica, un método
precisa de la investigación de documentos, De re diplomática, la
moderna obra de base de las ciencias auxiliares de la historia. Su prólogo a la
edición maurina de las obras de san Agustín fue acusado, sin fundamento, de
contener ideas jansenistas. Al menos en el siglo xvii los maurinos no querían saber nada de jansenismo, aunque
los ataques de los jesuítas contra sus obras científicas crearan entre ellos un
ánimo poco amistoso hacia la Compañía. El sabio monje manifestó la misma mesura
benedictina en su discusión con el abad cisterciense reformado Raneé; éste,
fundador de los trapenses, quería reducir la vida en su convento reformado
sólo a la oración, la liturgia y el trabajo manual, con exclusión de toda
actividad científica. Frente a tal rigorismo, Mabillon defendió, en un tratado francés, el valor de los estudios para los
monasterios y la Iglesia, y el derecho e incluso la obligación de los monjes de
realizar estos estudios. Mabillon, que terminó la discusión literaria con una
visita de conciliación a la Trapa, podía presentarse ante el gran cisterciense
rodeado de una cierta autoridad, pues ya a los veintiocho años había publicado,
como primer trabajo suyo, las obras de san Bernardo, en una edición que sólo ha
podido ser superada en los tiempos actuales.
Su amigo y compañero
de viajes Ruinart describió la vida de este monje, siempre modesto. En el
terreno del especialismo el mismo Runart realizó obras que han perdurado. Es
mérito suyo la clasificación de las actas de los mártires, el exacto
conocimiento de las auténticas, entre una muchedumbre de otras apócrifas y
legendarias.
Montfaucon (muerto en
1741) se dedicó a los Padres griegos. El joven y noble oficial entró en los
benedictinos en 1675, aprendió griego y comenzó a editar los Padres en los Analecta Graeca, a los cuales siguió después la acertada edición de
las obras de san Atanasio. También él tuvo que aprender por sí mismo el método
de trabajar con los manuscritos griegos y resumió sus experiencias en una Paleografía
griega. Polifacético e incansable como era, no se conformó con la
patrística griega y con las lenguas orientales. De su pluma apareció una
edición de la Hexapla, la Biblia sextipartita de Orígenes, y obras de fuentes
para la arqueología, de las que sólo una contiene, en diez tomos en folio, nada
menos que 40.000 reproducciones. Junto a él, Marténe (muerto en 1739), que
igualmente se había formado en la escuela de Mabillon, coleccionó originales
litúrgicos, publicó diversas obras de los Padres y escribió una historia de los
maurinos en nueve tomos.
El trabajo de los
monjes mencionados y de otros más, conocidos o desconocidos, representantes de
la laboriosidad benedictina, no podía permanecer sin eco en la Orden fuera de
Francia, aunque los resultados prácticos de este nuevo quehacer sólo se
hicieron visibles una vez pasado el período que reseñamos. La desgracia de la
Guerra de los Treinta Años y la apremiante reconstrucción material que se
imponía en primer término no permitían esperar que se realizaran inmediatamente
grandes trabajos científicos. Mencionemos aquí tan sólo los esfuerzos de los benedictinos
austríacos. El abad Bessel de Góttweig publicó en 1732 un Prodromus para los estudios
históricos, la primera diplomática alemana. Los hermanos Pez, del convento de
Melk, que mantenían correspondencia con el anterior, coleccionaron material en
numerosos viajes; uno de los hermanos, para una gran historia de la literatura
de la Orden benedictina; y el otro, originales para la historia de Austria.
Sus proyectos de crear una especie de academia al estilo de los maurinos no
obtuvieron éxito. No podemos citar aquí a todos los eruditos historiadores
españoles e italianos, y tampoco a los esporádicos historiadores alemanes de
algunas diócesis y congregaciones, ni los trabajos realizados por jesuítas,
oratorianos y clérigos franceses en el campo de la historia eclesiástica.
LA
IGLESIA Y LAS CIENCIAS NATURALES
Entre las ciencias
profanas las ciencias naturales quedaron desatendidas. Los métodos del
experimento y de la investigación inductiva, la tendencia a adquirir los
conocimientos por vía de observación eran realmente extraños de raíz al
espíritu de renovación católica, que volvía su mirada a la riqueza de la
tradición, al canon de los antiguos. Si ahora se exponían incluso teorías que
revolucionaban radicalmente la sabiduría de los antiguos, ¿no había que temer
con esto una revolución que, como la Reforma, podía significar un peligro
mortal para la Iglesia? A esto se añadió, en muchos religiosos competentes, una
fuerte vinculación a las ideas de la física aristotélica, presupuesta o
aceptada por santo Tomás, que presentaba toda innovación como un ataque a todo
el sistema tomista. Sólo así se puede explicar que la dirección de las
ciencias naturales y de la medicina, emparentada con aquéllas, emigrase de
Italia, y que estas ciencias cayeran en manos de quienes conscientemente querían
ignorar las doctrinas de la Iglesia y con las que después se intentó incluso
destruir la misma fe.
Esto es una tragedia
tanto más dolorosa en la historia de la Iglesia cuanto que los creadores de
esta nueva imagen del mundo, los pioneros del progreso en los conocimientos de
la naturaleza, eran hombres creyentes que querían permanecer fieles a la
Iglesia. Cuando en 1543, en el año de su muerte, el septuagenario canónigo de
Frauenburgo en Ermlandia, entonces polaca, Nicolás Copérnico, dedicaba a Pablo
III su obra De revolutionibus orbium coelestium, creía que su trabajo,
en manos del papa, sería útil para lograr un acuerdo entre la fe y la ciencia.
El sistema heliocéntrico que exponía no lo consideraba como un sistema, sino
como una ordenación de Dios. El papa aceptó gustoso la dedicatoria. Por aquel
entonces Roma no estaba tan comprometida con la palabra de la Biblia como los
reformadores, que rechazaban la doctrina de Copérnico como contraria a la
Sagrada Escritura. La Iglesia católica estaba demasiado absorta en la defensa y
aclaración de sus dogmas fundamentales, de manera que se dio por satisfecha
con mostrar su simpatía, sin compromiso alguno. A fin de cuentas la
obra, incluso con el prólogo alterado del luterano Osiander, pretendía exponer
nuevas y maravillosas hipótesis, en modo alguno demostradas.
La mala suerte quiso
que la doctrina de Copérnico fuera defendida por hombres que no pisaban el
terreno de la fe católica. El ex dominico Giordano Bruno, que interpretaba el cristianismo
panteísticamente, negando la encarnación de Cristo, había introducido también
la teoría copernicana en su sistema de un universo infinito e inmóvil. El
apóstata, que durante muchos años llevó una inquieta vida errante por toda Europa,
fue quemado en Roma en 1600, después de un largo proceso de la Inquisición. En
1609 el astrónomo Juan Kepler publicó su Astronomía Nova, en la que demostraba de una forma clara
con sus nuevas leyes, deducidas de la observación, las ideas de Copérnico. Pero Kepler, que hasta su muerte (1630) quiso pertenecer a una Iglesia universal, católica,
era protestante y fue muy atacado e incluso excluido de la cena por sus
hermanos de fe luterana, a cuya coacción religiosa no quiso someterse.
La cuestión de si el
sistema de Copérnico quedaba confirmado en realidad por las leyes keplerianas
de las órbitas de los planetas, preocupó también a los espíritus de Italia. El
pisano Galileo Galilei (1564-1642), que ya había encontrado las leyes del
péndulo y de la caída de los cuerpos, y que con un telescopio construido por
él mismo había descubierto los satélites de Júpiter y el anillo de Saturno, se
inclinó totalmente, siendo astrónomo de la corte de Florencia, por el sistema de
Copérnico. Galileo fue cubierto de honores, y ello también en la ciudad
eterna. Había allí un ambiente muy favorable a las ciencias. Desde 1602 existía
la Academia de Ciencias Naturales «dei Lincei». El célebre matemático Clavio,
que se había hecho famoso por la reforma del calendario, enseñaba en el
colegio romano de los jesuítas. Todo el mundo sabía cuánto había contribuido
esta reforma al prestigio del papa; y cualquiera que leyera las cartas que el
P. Ricci escribía desde Pekín podía saber también qué importancia podían tener las
ciencias naturales para las misiones. Así, pues, los jesuítas honraron al
afortunado investigador, y Pablo V lo recibió en audiencia particular. Pero Galileo encontró igualmente
enemigos, que se apoyaban en las Sagradas Escrituras. Galileo expuso epistolarmente
su idea de que no puede darse contradicción alguna entre las ciencias
naturales y la revelación. Ninguna expresión de la Biblia podía ser, pues,
opuesta al resultado claro de las ciencias. La Escritura sólo tenía autoridad
en materias de fe, y su modo de expresarse no era científico, sino popular.
Esto lo defendió con una obstinada acometividad, que
irritó a sus enemigos. El barroco no fue un siglo de teólogos laicos. Le fue
tomado a mal a Galileo que se atreviera a escribir sobre la interpretación de la
Sagrada Escritura. Tras las acusaciones del dominico Caccini —también escribió contra Galileo Ingoli, que luego sería secretario de la Propaganda— las autoridades
romanas se ocuparon del problema. Como Galileo no quiso renunciar voluntariamente a sus opiniones,
la Congregación del Índice afirmó en 1616 que contradecían a la Sagrada
Escritura las dos proposiciones de que el sol es el centro del mundo y de que
la tierra se mueve alrededor del sol. El cardenal Belarmino comunicó el fallo al
sabio. Galileo bubo de prometer que no defendería más estas teorías. En
relación con esto fue incluida también en el Índice la obra de Copérnico,
mientras no fuera mejorada en el sentido de que las nuevas teorías sólo podían
ser expuestas como hipótesis. Cuando en 1632, en tiempos de Urbano VIII, de
cuyo favor Galileo estaba seguro, se atrevió a tratar el sistema heliocéntrico
como una realidad evidente en su Diálogo sobre los dos grandes sistemas
universales, la Inquisición lo citó a Roma en 1633. Las evasivas de Galileo llevaron a amenazarle
con tormentos para obligarle a tomar una postura clara. Entonces Galileo abjuró de las teorías
de Copérnico, declarándolas erróneas y contrarias a la Escritura.
Aun cuando se piense
que el segundo proceso fue causado por la vanidad y la insinceridad de Galileo, hay que lamentar
profundamente la primera condenación de 1616 como una decisión equivocada, como
un fallo catastrófico si miramos las consecuencias que tuvo. No fue funesta la
prohibición verbal comunicada al sabio, sino el incluir en el Índice las obras
de Copérnico y las de sus defensores, que hasta ahora habían sido citados con
todos los honores en todos los sitios, incluso en las universidades de Graz y
Salamanca. Todo ello tenía que producir la impresión de que la Iglesia católica
no quería saber nada de las investigaciones científicas, de que en el fondo
miraba con total desconfianza los resultados de éstas, de que se oponía, pues,
al progreso. El conflicto totalmente innecesario entre las ciencias naturales,
que se iban imponiendo con los nuevos métodos y técnicas, y la Iglesia, dejó
en manos extrañas las cuestiones más importantes y produjo tensiones, incomprensiones
y rivalidades. Estas se agudizaron más aún, pues la Iglesia no sacó del Índice
a Copérnico hasta el año 1757, setenta años después de que el inglés Newton eliminara con su obra
capital las últimas dudas sobre la validez de las leyes de Kepler y del sistema de
Copérnico. La injusticia cometida con Galileo no fue subsanada hasta 1822.
Los intentos
afortunados de algunos investigadores católicos, especialmente de la Compañía
de Jesús —el descubrimiento de las manchas solares por el jesuíta de Ingolstadt, Schreiner; el
diseño de un mapa de la luna o la descripción del espectro solar por otro
jesuíta, Grimaldi, para no mencionar los experimentos y observaciones de
otros jesuítas— no cambiaron en nada esta funesta extralimitación. Las academias
italianas se disolvieron bajo la impresión del caso de Galileo, y las nuevas
sociedades científicas se constituyeron en París y Londres, lejos de Roma
—lejos no sólo en sentido material.
El lento
extrañamiento entre la fe y las ciencias naturales causó también perjuicios al
sistema de enseñanza de la Iglesia, desarrollado de modo tan pujante después
.del Concilio de Trento. El alto nivel alcanzado por el movimiento pedagógico de
los jesuítas había quedado rebasado en su mayor parte después de la Guerra de
los Treinta Años. Ciertas tensiones internas entre las opiniones más moderadas
y las más rigurosas de la teología moral paralizaron el impulso de la Compañía.
Los estudios en los colegios sufrieron un retroceso. El ideal de la formación
de san Ignacio, que tenía todavía un fuerte sello humanista, perdió su carácter
obligatorio. Los nuevos conocimientos no se ponían ya en relación con los
grandes problemas fundamentales. Se introdujeron nuevas materias, como lo
exigía el tiempo, incluso la arquitectura castrense, y se buscó aumentar los
conocimientos, con daño de la formación auténtica. La marcha en el vacío de
muchos colegios del siglo XVIII, la apatía de la voluntad para dar educación
religiosa y moral en los grandes colegios parisinos, por ejemplo, comenzó ya en
el siglo XVII, sobre todo porque no se podía discutir positivamente con el
nuevo sistema filosófico del cartesianismo y la gente se conformó con prohibir
que se explicaran en los colegios ciertas tesis de éste. El solo pensar en las
cosas sobrenaturales no ofrecía medios prácticos saludables frente a los
peligros a que el espíritu del tiempo exponía el ideal de formación.
EL
TEATRO JESUITICO. BALDE Y CALDERON
Por lo demás la
crisis no se manifestó en todas partes en la misma medida. Especialmente en el
territorio alemán, donde el jansenismo apenas había penetrado y la crítica
pascaliana contra los jesuítas era aceptada sólo por unos pocos intelectuales,
el sistema educativo de la Compañía estaba aún externamente en todo su
esplendor. Así fue, si partimos del alto nivel del teatro escolar jesuítico
hacia mediados del siglo XVII, que, a través de los festivales imperiales de
Viena, desembocó casi sin interrupción en la ópera. Una evolución semejante
vemos en los Países Bajos. Los Padres vieron que lo que en principio sólo debía
servir para entretenimiento de los alumnos, podía ser un medio de educación
religiosa, y en este sentido lo desarrollaron. Siguiendo el modelo del teatro
escolar que se hacía en las escuelas de poetas humanistas, e influenciados por
el ejemplo protestante, los jesuítas comenzaron casi insensiblemente sus
representaciones, de las que ya se hablaba en su Ratio studiorum. En principio aceptaron los repertorios de otros:
moralidades, temas expurgados de las comedias de Plauto y Terencio y piezas
populares de la Biblia. Luego se escribieron obras originales y, en lo
posible, se satisfizo con ellas el gusto de la época. Pareció llegarse a la
cumbre del espectáculo popular cuando, con motivo de la bendición de la iglesia
de San Miguel, en Munich (1597), se representó el Triumphus divi Michaelis Archangeli, obra en la que, después de numerosas escenas vivas,
al final caían precipitados en el infierno no menos de trescientos ángeles. Ya
se había comenzado a dar un contenido más profundo al drama, que debía mostrar
de todas las formas posibles la gran unidad de este mundo con el otro en la
lucha del bien contra el mal. En esta época de las disputas sobre la gracia se
pone de manifiesto la oscilación del hombre entre Dios y Satanás. De Italia
llegó al norte de Europa no sólo la novela pastoril, sino también la gran
tragedia. Los santos y los grandes héroes del cristianismo, y aún más el
proceso de la conversión, eran llevados a la escena en numerosas obras
representadas ante príncipes y cortesanos, ciudadanos y alumnos. Conmovedor y
emocionante resultó el Cenodoxus (el Doctor de París) del suabo Jacobo Biedermann, que fue
estrenado en Augsburgo en 1602, y luego llegó hasta París e Ypres. El teatro se
transformó aquí en sermón, en el que los actores señalaban, por así decirlo,
con las manos al espectador, cuya suerte eterna se estaba representando en las
tablas. Cuán grande fuera la repercusión de estas representaciones lo confirma
el hecho de que, en el año 1650, sólo en territorio alemán se representaron
dramas jesuíticos en veinticuatro localidades diferentes. La mística
transfiguración de lo ascético era mostrada en numerosas comedias de santos.
Ningún tema fue tratado con más frecuencia que el de la muerte de los mártires
japoneses. En la segunda mitad del siglo lo fue no menos de veintiocho veces.
Las representaciones no se limitaron solamente a obras escritas por jesuítas
alemanes. La gran extensión de la Orden permitió un amplio intercambio. Ya en
1578 el provincial de la Orden, Hoffáus, en carta dirigida al General, le pedía
que hiciera escribir o copiar en Roma buenas comedias. Jesuítas franceses,
italianos y de los Países Bajos remitían sus obras más allá de los Alpes y el
Rin, mientras en el Colegio Inglés de Roma, en 1650, el jesuíta José Simeón (muerto
en 1671), converso y asesor en la conversión del rey Jacobo II, ponía en escena
sus dramas, en los que se ilustraba, a través de figuras heroicas, la fidelidad
a Dios, al rey y a la conciencia. Tras su exhibición en los colegios de la
Compañía y en los salones de actos de las Congregaciones Marianas, el drama
jesuítico pasó a las escuelas de otras Ordenes,
incluso a las de los benedictinos, por ejemplo a sus recién fundadas
universidades de Salzburgo y Einsiedeln. Por doquier se ponía en escena, en
numerosas variaciones, la vencedora piedad, la Pietas Victrix, hasta que
a fines de siglo el Estado y la alta política prevalecieron sobre el destino
del individuo, y la elegancia se impuso a la alternativa inexorable de cielo o
infierno.
La lengua latina,
interrumpida sólo en los entreactos por el empleo ocasional de la lengua
vernácula, dio siempre una nota aristocrática al drama jesuítico. Este estaba
destinado a una clase social muy culta. Lo mismo se puede decir de las
magníficas odas latinas que escribiera el alsaciano
Jacobo Balde, que encarnó
maravillosamente el tipo del hombre barroco. Aun cuando, siendo joven
estudiante de derecho en Ingolstadt, estrelló a media noche su laúd contra la esquina de la
casa de su amada gritando: Cantatum satis, frangiton barbiton, para
entrar al día siguiente en la Compañía de Jesús, la musa del canto no le
abandonaría jamás en toda su vida. Algunos jesuítas se dieron cuenta de las
limitaciones de la poesía latina. Bidermann coleccionó canciones populares
alemanas y las publicó bajo el título de Campanitas del cielo. Su contemporáneo,
el noble Federico de Spee (muerto en 1635), cultivó, con su lírica impregnada
de inflamados sentimientos, un cristianismo íntimo, al que dio expresión
popular en alemán en El terco ruiseñor. Sin embargo, estos casos fueron
excepciones.
Muy distinto era lo
que ocurría en las naciones de origen latino, aunque tengamos que prescindir
aquí del alumno de los jesuítas Pedro Corneille (muerto en 1684). El español Calderón de la Barca (1600-1681)
se mostró como magnífico poeta barroco en la lengua de su pueblo. En sus años
de estudio había conocido en Madrid el drama jesuítico, antes de que, a los
cincuenta y un años, se ordenara sacerdote, tras haber servido en las armas y
en las Ordenes de caballería. En los años que precedieron
y siguieron a su sacerdocio, superando genialmente a cuantos le habían servido
de modelo, escribió una enorme cantidad de Comedias para la escena
profana, y además muchísimos Autos Sacramentales. Precisamente éstos,
que se representaban todos en la octava del Corpus, situaban en el centro de la
representación, que sólo era interrumpida por entreactos populares, la
explicación y veneración del misterio de la eucaristía, la glorificación y el
triunfo del sacramento del altar, todo según la doctrina del Concilio de Trento. Como en Bidermann,
también aquí el espectador escuchaba en forma de drama una predicación emotiva
que no forzaba la decisión, pero arrancaba el asentimiento al gran homenaje de
la Iglesia al triunfo de la divina Majestad y Amor. Todo el mundo intervenía en
estas obras. La gracia y el pecado, la voluntad y el espíritu, todo estaba allí
personificado. El cielo y la tierra, desde la creación del mundo hasta el
momento histórico que se vivía, constituían la materia de tales autos. La
teología y la experiencia mística se hacían visibles; la Biblia y la liturgia
eran aprovechadas de forma magistral. Quien contemplaba estas representaciones
vivía algo del orgulloso «pathos» de un cristianismo victorioso hecho convicción íntima.
LA
PIEDAD Y LA PREDICACION BARROCAS
La piedad
eucarística, informada fuertemente por la reforma tridentina, es una de las
manifestaciones más características de la religiosidad barroca. Después de
haber eliminado el concilio muchos abusos medievales de la misa, de haberse
suprimido el cáliz de los laicos, así como la comunión del Viernes Santo, por
el peligro de malentendidos protestantes, y de haberse hecho apenas uso de los
privilegios locales del cáliz de los laicos, la fe en la presencia real de
Jesucristo en el sacramento del altar recibió un impulso extraordinario. Por
esto el Santísimo se trasladó ahora desde la gótica capillita del sacramento,
situada en la pared lateral del coro, al centro de la Iglesia, al altar, donde
se le levantó un gran tabernáculo, a cuyos lados se veían ángeles arrodillados
en actitud orante. El altar se enriqueció con un «trono» para la exposición
del Sacramento y a veces se adornó con preciosos baldaquinos. Se hizo ahora
general el empleo de una magnífica custodia. En la custodia solar barroca
frecuentemente se cernía por encima de la santa hostia la corona real. Fernando
II, representante peculiar de la Pietas austríaca eucharistica, ordenaba
en 1622 que la corte vienesa participase en las procesiones anuales en honor
del Santísimo Sacramento. Pajes vestidos como en la corte real, con un ropaje
vistosísimo y con la espada al cinto, acompañaban al Santísimo durante las
procesiones en las naciones latinas. La del Corpus Christi se convirtió en un
gran cortejo de homenaje, donde además se rendían honores militares. Promovida
por los jesuítas, la exposición durante la santa misa se extendió ampliamente
más allá del territorio alemán. Es al rey eucarístico a quien se le rinde
homenaje con guardia de honor y callada adoración, con todo el ceremonial que
se empleaba en las cortes del mundo. Su recepción en la comunión es preparada
con gran meticulosidad. Así, las personas no se acercan ya al altar para recibirlo
de pie, sino de rodillas en el comulgatorio. Incluso la primera comunión de
los niños, que hace su aparición a fines del barroco, procedente de Italia,
era preparada con un arrepentimiento público y un acto
de conciliación general, como encuentro del pecador con lo santo, introduciéndose
el vestido angélico para acercarse a recibir el pan de los ángeles.
Pero el pueblo veía
en el sacramento algo más que al Rey de reyes. Sabía también de la presencia
del Dios hecho hombre, con el que se habían cometido tantas ingratitudes a
causa de la apostasía. La comunión misma, que el Concilio de Trento había recomendado a
los fieles que asistían a la santa misa, aumentó muy lentamente con respecto a
lo conseguido en los últimos tiempos de la Edad Media. Celosos misioneros
populares, y especialmente los jesuítas, exigían más aún que las prescripciones
de la Iglesia del siglo XVII, las cuales recomendaban como días de comunión,
además de las Navidades, Pascuas y Pentecostés, las festividades principales de
la Virgen María. La serie de domingos dedicados a san Ignacio y a san Luis Gonzaga fueron celebrados en
los colegios de la Compañía de Jesús como días de comunión de las Congregaciones.
Con frecuencia los congregantes marianos se acercaban a la sagrada mesa cada
catorce días. Una elevada cifra de comuniones aparece en las misiones
populares de comienzos del XVIII y en las peregrinaciones y romerías a los
santuarios. En los comienzos del jansenismo se hizo patente que la práctica de
la comunión frecuente, que también había sido recomendada por Abrahán de Santa
Clara, tenía más enemigos cuanto más absolutista era el ambiente. Las
hermandades de la Edad Media cobraron nueva vida. Hombres pertenecientes al
estado seglar se asociaron en Roma para adorar devotamente a la eucaristía. En
1539 Pablo III concedió a esta asociación el rango de hermandad religiosa, que
se propagó rápidamente por todo el mundo con el nombre de Hermandad del Corpus Christi. En 1592 Clemente VIII
introdujo en todas las iglesias de Roma la devoción de las Cuarenta Horas, para
conmemorar el tiempo que el Señor pasó en el sepulcro. Después de la Guerra de
los Treinta Años, el elector de Baviera y el arzobispo de Maguncia instituyeron
en sus tierras la Alianza de la Adoración Perpetua. La Compañía del Santo
Sacramento de París fue el lugar donde se desarrolló una acción católica, que
quería permanecer oculta. Numerosas devociones populares surgieron de la
creencia eucarística de que aquí el Señor se ponía en contacto real y
verdaderamente, con toda la plenitud de sus gracias, con el mundo y con las
almas.
Característico de
esta piedad popular de la época era la acentuación fuertemente individualista
de lo sentimental, apenas sujeta a norma alguna. Los afectos predominaban en
la oración. El capuchino Martín de Cochem, uno de los más fecundos escritores de aquel tiempo,
inculcaba precisamente una «oración que llegase al corazón». Sobrepasando la
norma y la actitud objetivas de la liturgia, se llegó a una devoción a la
Pasión muy extendida, que algunas veces pudo rebasar los límites de lo permisible.
Surgieron nuevas devociones que tenían su origen en el mismo pueblo: la de las
siete caídas, la de las llagas del costado y lengua del Señor. La franciscana
española María de Agreda, en su libro Mística ciudad de Dios (1670),
propagó los pensamientos e ideas de la Baja Edad Media acerca de sufrimientos
de Cristo que no se mencionan en el Evangelio, y luego Martín de Cochem introdujo en Alemania
estos desconocidos sufrimientos, con su obra La grandiosa vida de Cristo (1680). Las procesiones del Viernes Santo de la Edad Media, con sus nazarenos y
disciplinantes, alcanzaron un nuevo apogeo. Los misterios de la pasión
adquirieron nuevo esplendor, frecuentemente en conexión con la fundación de
cofradías en honor del amargo sufrimiento o de las cinco llagas del Señor, o
también para dar cumplimiento a votos ofrecidos en ocasión de alguna peste o
catástrofe, cual fue el caso de Oberammergau, en la Alta Baviera.
Junto al dolorido
Señor aparece en las oraciones y prácticas piadosas del pueblo cristiano su
Madre. El alma del pueblo católico la defendió con gran ardor y ánimo combativo
contra los ataques de los innovadores. El Santo Rosario se convirtió en el
signo de lo católico; la jaculatoria del Ave María se propagó por el pueblo con
una rapidez sorprendente. En las banderas de la Liga Católica de la Guerra de
los Treinta Años apareció la Inmaculada. El emperador le levantó en Viena la
gran columna que le había prometido ante el ataque sueco. Este obelisco se
convirtió en modelo para otras numerosas columnas sobre las que se entronizó a
la Vencedora de todas las batallas de Dios. Fernando III la llamó «la
Estratega»; Maximiliano de Baviera la declaró Patrona de Baviera y ordenó una
permanente guardia de honor ante su imagen, en su corte de Munich. Respondiendo
a una costumbre del tiempo, Maximiliano y Fernando II se consagraron a María,
firmando tal consagración con su propia sangre. Surge en Italia al final de
este período la devoción del mes de mayo. Numerosas cofradías alaban a la Auxiliadora
de los cristianos. Pero el punto cumbre de las fiestas mañanas era la Asunción
de María a los cielos. El momento de su elevación triunfal, con un movimiento
arrebatador, rodeada de coros angélicos, y el de su coronación como emperatriz
de los cielos, adornada con la corona, a la que el obispo de Wurzburgo, Echter
de Mespelbrunn, llamó su «castellana», fueron los motivos preferidos para
cuantas imágenes de María produjera el arte barroco.
A la devoción de la
Virgen se unió la de los santos, cuyas reliquias fueron coleccionadas con
fervor por los monasterios y muy veneradas por el pueblo sencillo, a veces con
exceso, a pesar de las advertencias de los predicadores. Los santos eran la
corte del rey celestial, sus testigos en la tierra, que debían asistir también
al Santo Sacrificio en las grandes naves de las iglesias barrocas, en las
glorias de sus cúpulas. Los pomposos traslados de los santos de las catacumbas,
el cúmulo de súplicas en solicitud de privilegios de indulgencias, la
formación de procesiones en los centros de romerías, como la de Blutritt en Weingarten, en la Suabia
Superior, todo esto pertenece ya más bien al siglo XVIII.
Los predicadores de
la época utilizaron con más o menos moderación y gusto los medios de despertar
los afectos, de excitar los ánimos, que se manifestaban también en el pietismo
protestante de aquella misma época. Era aquel el tiempo del Oratorio de
Navidad y de la Pasión según San Mateo de J. S. Bach, y de los
Oratorios bíblicos de G. F. Handel, con su profunda vivencia religiosa y con su fuerza de
elevación religiosa. El máximo predicador barroco en los países de habla
alemana fue el eremita agustino Abrahán de Santa Clara (1644-1709), que en
Viena y en Graz, en tiempos de las mayores miserias, de la peste y del peligro
de los turcos, como «predicador imperial», incitaba al pueblo al trabajo, a una
auténtica piedad y a una sincera penitencia, no sólo consolándolo, sino también
haciéndole estremecerse. Bajo su púlpito se sentaba toda la sociedad barroca de
la ciudad imperial, desde Leopoldo I, sus ministros, su corte y sus lacayos,
hasta los ciudadanos, los aldeanos huidos, la gente sencilla del pueblo y las
almas devotas. Los ejemplos y semejanzas humorísticas, que él sabía adornar con
un extraño dominio de la lengua, con la gran riqueza de su fantasía creadora y
con su arte de fabular, apenas conseguido nunca por otro, eran sólo los señuelos
para atraer hacia las verdades eternas, que él presentaba con inalterable
seriedad, sin hacer distingos de clases entre sus oyentes. Sus escritos Poma
nota, Viena y Arriba, arriba, vosotros cristianos, son, según la
frase de un conocido historiador de la literatura, «la gran obra artística en
prosa del barroco por su fondo y forma». Como él, numerosos
predicadores capuchinos empleaban el lenguaje del pueblo, señalaban caminos
concretos y gráficos, recomendaban un cristianismo práctico, sin exigencias
excesivas para la vida cotidiana, la profesión y la cruz diaria;
conocían también las medicinas naturales para consolar un corazón destrozado,
como una buena bebida, un paseo al aire libre, el juego de los bolos, la
música, el canto o al menos el escucharlo. Un padre capuchino, Procopio de Templin (muerto en 1680),
converso de la Marca de Brandeburgo, era quien pregonaba estos medios
curativos de la melancolía. Fue típico de la predicación barroca el que los
predicadores compusieran cantos espirituales —Procopio llegó a escribir unos
536— y el que se dieran casos como el de Lorenzo de Schnifis, antiguo actor en Innsbruck y Viena, y luego
capuchino en Voralberg, quien compuso, con su Nurantischer Maienpfeil (1691), una serie de canciones, parte de las cuales fueron recogidas en el
cancionero más popular de entonces, y otras son aún hoy cantadas por el sencillo
pueblo católico. La forma de predicar en Italia era muy diferente
a la usada en Alemania. Los sermones conceptuosos encerraban su tema en una
imagen, que trataban de hacer resaltar con alusiones a la Biblia, a veces
ingeniosas y artísticas, pero nada críticas. Muy distinta era la predicación
cuaresmal y misionera, llena de vigor varonil, del jesuíta italiano P. Pablo
Segneri (1624-1694). Fue una predicación de estilo grandioso, pero muy consciente
de sus fines, que no buscaba ilusionismos de tipo barroco, sino una sincera
conversión y mejora de costumbres. Segneri recorrió Italia veintisiete veces.
Su ejemplo fue imitado por otros misioneros populares de la Compañía de Jesús,
tanto en Suiza como en el sur de Alemania.
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