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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

NICEA. LA VICTORIA CONTRA EL ANTICRISTO

CAPITULO XVIII

ARRIO Y EL CONCILIO DE NICEA (325)

 

Entre los siete concilios de la antigüedad cristiana que se siguen acogiendo como ecuménicos por la mayor parte de las Iglesias, destacan por su autoridad doctrinal y por su importancia histórica los cuatro primeros, desde Nicea (325) hasta Calcedonia (451). La primacía que se les reconoce se deriva sobre todo del hecho de que formularon los dogmas fundamentales del cristianismo, en relación con la Trinidad (concilio I de Nicea y I de Constantinopla) y con la encarnación (Efesino y Calcedonense). Por eso, ya desde Gregorio Magno fueron vistos, junto con los evangelios, como la piedra cuadrangular puesta como fundamento del edificio de la fe. No se trata sólo de una visión teológica que brota a lo largo de un proceso secular de recepción y que contribuye a engrandecer y a poner bajo una nueva luz el dato original. La centralidad de los primeros concilios se comprende también en el contexto más amplio de la Iglesia antigua, donde asumen la función de puntos nucleares de una época: existe una serie de fenómenos y de problemas que converge y encuentra su cauce y su solución en los concilios, mientras que éstos marcan a su vez el comienzo de nuevos desarrollos, destinados a incidir profundamente en la vida eclesial.

Sin duda, el grupo de los cuatro primeros concilios ecuménicos se caracteriza por una real continuidad histórica, y representa por eso mismo, también bajo este aspecto, una unidad consistente. Sin embargo, no se pueden ignorar las censuras que surgen en su interior y que inducen a una especie de división o de simetría entre los dos primeros concilios y los otros dos. Nicea y el Constantinopolitano I trazan la línea de la elaboración trinitaria, fijando así el marco para la evolución dogmática posterior; establecen además las premisas esenciales para la organización eclesiástica de la pentarquía (el régimen de los cinco grandes patriarcados con su jerarquía interna), sancionada luego en Calcedonia. Así pues, por un lado, se sitúan principalmente en el cauce de la reflexión teológica y del régimen eclesiástico del siglo IV; por otro, anticipan de forma más o menos aproximativa los sucesos posteriores. A su vez, Efeso y Calcedonia delimitan una primera fase de las controversias cristológicas, que desde los comienzos del siglo V se prolongarán hasta finales del siglo VII. De esta manera, se inscriben —aunque sean como momentos distintos— dentro de una trayectoria que se prolonga al menos hasta el III concilio de Constantinopla (680-681) y que parece incluso dejar huellas en las peripecias del mismo II concilio de Nicea (787).

Además, hay que tener presente otras diferencias significativas, especialmente en lo relativo al estatuto formal y —podríamos decir— la tipología de estos concilios. Así, el concilio del año 381 no es propiamente en su origen un concilio ecuménico, sino que llega a serlo en virtud de la recepción de que es objeto a partir de Calcedonia. Tampoco puede hablarse, desde un punto de vista estrictamente histórico, de «un» concilio de Efeso, ya que en el año 431 se enfrentan y combaten entre sí dos asambleas opuestas. De nuevo, será la recepción la que confiera al concilio de Cirilo la patente de ecumenicidad. Finalmente, aunque Nicea y Calcedonia constituyen bajo varios aspectos dos modelos de concilios afines, hay que recordar sin embargo la posición eminente del primer concilio, una especie de «canon en el canon». Mientras que la autoridad de Nicea se mantiene como indiscutible ya a comienzos del siglo V, convirtiéndose en la medida por excelencia de la ortodoxia, Calcedonia será discutido durante mucho tiempo y su recepción sólo podrá afirmarse definitivamente con el sexto concilio ecuménico.

Por tanto, es evidente que los cuatro primeros concilios, a pesar de presentar aspectos, estructuras y problemáticas comunes, ni deben considerarse como realidades perfectamente homogéneas entre sí, ni tampoco pueden decirse totalmente cerrados en el acto de su celebración. De hecho, su conclusión, en cuanto que implica factores históricos de impacto más inmediato, se retrasa en el tiempo, confiriendo progresivamente a los concilios una densidad distinta y haciendo destacar progresivamente las virtualidades insertas en ellos. Esto implica necesariamente, para una reconstrucción histórica que pretenda de algún modo ser adecuada, la inclusión de la perspectiva que ofrece la recepción. Por lo demás, precisamente a la luz de esa reconstrucción, en los concilios posteriores a Nicea se vislumbran motivos importantes de la autocomprensión manifestada por esos mismos concilios sobre su naturaleza y sus objetivos. De esta forma las nuevas formulaciones doctrinales llegan a justificarse ante todo como una interpretación de la fe nicena, la cual, aunque considerada como la plena expresión de la fe de la Iglesia, aparece sin embargo necesitada de precisiones y de aplicaciones ulteriores, en relación con los diversos momentos históricos, cuando se perfila el peligro de la herejía.

De los concilios locales al concilio «universal»

En el origen de esta cadena, en la que un concilio se va insertando sucesivamente como un nuevo eslabón, tenemos con el Niceno I un episodio que destaca del contexto de la vida sinodal de la Iglesia antigua, tal como se había ido desarrollando desde sus comienzos un tanto oscuros, en la segunda mitad el siglo II, con ocasión de la crisis montanista (Eusebio de Cesárea, HE V, 16, 10). La institución del «concilio ecuménico» que nace con Nicea —aunque también es una expresión de la misma praxis conciliar que se fue desarrollando cada vez más a lo largo del siglo III —, constituye un salto cualitativo respecto al pasado. Si se prescinde del llamado «concilio apostólico» que nos recuerda Hech 15 (significativo, por otra parte, en la historia de los concilios antiguos, más como modelo ideal que como precedente histórico significativo), ninguna otra asamblea eclesial anterior al 325 pudo exhibir una autoridad y una representatividad similar a la de Nicea.

Esto no significa que antes de esa fecha faltasen motivos para una forma parecida de autogobierno en la Iglesia antigua. De hecho, a finales del siglo II la controversia sobre la celebración de la pascua, iniciada por el papa Víctor I (1897-198/199?), que criticaba el uso cuartodecimano difundido en las Iglesias del Asia menor, había dado lugar a reacciones anticipadamente «ecuménicas». Sin embargo, aunque el problema se prestaba a una discusión generalizada —como de hecho se hizo —, ésta no se llevó a cabo a través de un concilio general de las Iglesias, sino mediante sínodos locales (Eusebio de Cesárea, HE V, 23-25). Las estructuras de gobierno y los modos de la comunión eclesial continúan tan sólidamente arraigados en el horizonte de la Iglesia local y del rico pluralismo manifestado en ella, que incluso en el siglo III no surge todavía una instancia representativa «universal». Sin embargo, en este periodo, especialmente en donde la experiencia sinodal es una costumbre bastante difundida (como ocurre en el África romana, antes y después de Cipriano), se empieza a tomar conciencia de que, precisamente en el marco de acentuada autonomía del obispo local y de su comunidad particular, el concilio es la única posibilidad para dar expresión a la unidad de la Iglesia. Por otra parte, el elemento sinodal tampoco está ausente allí donde van surgiendo instancias eclesiales de alcance regional o suprarregional, como ocurre con las «Iglesias-madre» de Roma, en Italia, y de Alejandría, en Egipto. Aquí se perfila ya la dialéctica entre las reivindicaciones primaciales de las sedes mayores, especialmente del obispo de Roma, y los poderes del concilio, no sólo local sino también más tarde universal, aunque esta dialéctica permanezca en estado latente para muchos de los concilios ecuménicos antiguos.

La rica experimentación que se observa durante el siglo III, con sus tipologías ampliamente diferenciadas de concilios, asienta algunos de los presupuestos más directos para la realización del primer concilio ecuménico. Las cuestiones disciplinares se convierten en el tema privilegiado, si no exclusivo, de los sínodos. Asoman también explícitamente las auténticas temáticas doctrinales y en el sínodo antioqueno de 268-269 —en donde el obispo de la ciudad, Pablo de Samosata, fue condenado por sus tesis en materia de cristología— la institución conciliar asume el carácter de una «instancia procesual». Entre las diversas modalidades adoptadas hasta entonces, era ésta precisamente la figura sinodal a la que apelaron de ordinario en su praxis los concilios ecuménicos de la antigüedad. Por una parte, la manifestación de una orientación doctrinal, percibida como divergente respecto a la tradición y por tanto como motivo de desgarramiento de la unidad de la Iglesia; por otra, una reacción de condena y de rechazo, que se lleva a cabo mediante un juicio de la doctrina rechazada o incluso mediante el proceso de sus promotores: son éstos los polos principales de la dialéctica que atraviesa los primeros concilios. Por otra parte, si es verdad que los aspectos dogmáticos saltan al primer plano en los concilios desde Nicea hasta Calcedonia, no agotan sin embargo toda su actividad y todo su alcance. Junto a las definiciones doctrinales se elabora también una legislación canónica que tiene a veces, un gran peso.

Sin embargo, el aspecto procesual del momento sinodal y la normativa disciplinar promovida por los concilios adquieren toda su eficacia solamente en presencia de unas circunstancias históricas radicalmente distintas. Esta condición favorable a la consolidación y a la extensión de la instancia sinodal se da, en tiempos de Constantino, con el paso de la persecución a la tolerancia del cristianismo y por tanto al comienzo cada vez más decisivo de un régimen de cristiandad. La realidad eclesial se convierte también en objeto de la política del emperador, que ve en la Iglesia un elemento fundamental de su proyecto de gobierno. Entonces el concilio deja de ser una estructura interna de la Iglesia, expresión de su comunión de fe y de disciplina, para transformarse en un instrumento para la actuación del nuevo papel público de que está investida, como sostén del bienestar y de la unidad del Estado.

Pero este proceso, con todas las ambigüedades de que está cargado, no se consolida en una tipología uniforme. Aunque las fuerzas que actúan sobre la institución conciliar, en el contexto del imperio cristiano antiguo, siguen siendo idénticas en gran medida, su diversa combinación a tenor de las situaciones históricas puede dar origen a figuras sinodales distintas.

El emperador Constantino y la institución conciliar

Aunque la acción del emperador en favor del cristianismo se desarrolló en varios ámbitos, ninguno de ellos se resintió tan profundamente de su intervención como la vida conciliar. A partir de Constantino la institución sinodal obtiene un reconocimiento jurídico concreto y sus decisiones tienen efecto en las leyes imperiales. El carácter público de las asambleas eclesiásticas queda subrayado, en particular, por el hecho de que el emperador se atribuye también la función de convocar los concilios, al menos los de interés más general, de definir las modalidades de participación y de desarrollo del mismo, y de dar finalmente una sanción legal a sus decisiones.

La transformación de la instancia conciliar en órgano del Estado, que se cumplirá y se manifestará ya sustancialmente con el Niceno I, estuvo preparada por las peripecias ligadas al primer conflicto eclesial con el que tuvo que enfrentarse Constantino, apenas se afianza su poder en occidente y se produce con él el giro hacia el cristianismo. En abril del año 313, la crisis que perturba a la Iglesia africana por causa de la criticada elección de Ceciliano como obispo de Cartago, movió a sus opositores, seguidores de Donato, a apelar al emperador. Se le pide que ponga la disputa en manos de un tribunal imparcial, señalado por los mismos donatistas en los obispos de la Galia. Constantino prefiere inicialmente delegar el examen del caso al obispo de Roma, Milcíades (310-314), pero dándole normas concretas sobre sus modalidades (Eusebio de Cesárea, HE X, 5, 19-20). No está claro si el emperador pensaba en una sede judicial comparable a las que preveía el derecho procesual romano. De todas formas, Milcíades entendió este procedimiento en los términos, más familiares para él, de un sínodo y se comportó de manera consiguiente, ampliando el número de los jueces.

Después de que el sínodo romano (2-5 de octubre del 313) emitiera una sentencia favorable a Ceciliano, los donatistas, insatisfechos por la forma con que se había desarrollado el juicio, renovaron su petición a Constantino, que compartió su idea de un nuevo examen y convocó por propia iniciativa en Arles, para agosto del año 314, a los obispos del territorio del imperio que él controlaba, entre los que se encontraba también el papa Silvestre (314-335). Este se hizo representar por cuatro legados, inaugurando con ello la práctica que seguirán habitualmente los obispos de Roma respecto a los concilios antiguos.

Aunque no es exacto hablar del concilio de Arles como del primer «concilio ecuménico», no cabe duda de que con él se dio por primera vez por lo menos una instancia representativa de la Iglesia occidental en su conjunto. No resulta sorprendente que el concilio, aun manifestando su autonomía tanto respecto al emperador como respecto al papa, precisamente en virtud de su situación geográfica, reservara un trato de reverencia especial a este último, a quien encomendó la tarea de publicar sus decisiones, garantizando particularmente la recepción de los cánones. El episodio de Arles, sin duda alguna instructivo respecto a aquella dialéctica papa-concilios que parece ser típica de la Iglesia occidental, merece destacarse sobre todo por el carácter aparentemente pacífico de la intervención imperial. La decisión de Constantino, aunque seguía dejando espacio a una independencia de juicio y a un control autónomo de la asamblea sinodal, creaba de hecho la institución del «sínodo imperial», sin que en la Iglesia se manifestara ninguna reacción ante semejante innovación.

Por otra parte, la conducta de Constantino estaba en conformidad con las ideas de la antigüedad, que reconocían al emperador una responsabilidad especial en materia religiosa. Esta imagen del soberano como pontifex maximus pasará también al cristianismo, dominando durante siglos la visión del basileus. Por ese mismo motivo pareció también indiscutible el paso análogo de Constantino que, un decenio más tarde, dio origen al primer concilio ecuménico, cuando el emperador tuvo que enfrentarse en el año 324 con una cuestión mucho más grave y desgarradora que el cisma donatista.

El desarrollo de la reflexión trinitaria antes de Nicea

Una vez derrotado Licinio y unificado el imperio bajo su cetro (324), Constantino vio comprometida la paz religiosa, y con ella aquella concordia del organismo civil que tanto le preocupaba, debido a la controversia que había surgido unos años antes en Alejandría y que luego se extendió a las otras Iglesias de oriente, en tomo a las ideas trinitarias de Arrio (2607-337). Las razones inmediatas y las circunstancias precisas del conflicto que se planteó entre el presbítero alejandrino y su obispo Alejandro (312-328) no son fáciles de aclarar, ya que muchos de los elementos del trasfondo teológico, que los investigadores suponían hasta ahora, resultan hoy poco seguros. De todas formas, podemos considerar esta disputa doctrinal —referida al problema de la relación entre el Hijo o Logos de Dios y Dios Padre— como el punto de llegada de una reflexión que había durado más de dos siglos, especialmente dentro del cristianismo oriental.

En este ambiente, que alcanzó muy pronto un gran florecimiento intelectual, habían aparecido a lo largo de los siglos II y III diversos esbozos de un pensamiento cristológico que intentaba dar cierta organicidad a los puntos contenidos ya en el nuevo testamento, en donde la función atribuida a Jesucristo en el plano de la salvación va acompañada de su reconocimiento como Hijo de Dios preexistente. Al declarar que el Crucificado y el Resucitado era la persona misma del Logos, en comunión con el Padre desde toda la eternidad y artífice junto con él de la obra de la creación, nacía la exigencia de explicar los términos de esa relación. Entre los diversos intentos se había ido imponiendo un modelo cristológico que, adoptando con el evangelio de Juan el concepto de Logos, recurría a una categoría fundamental para la filosofía helenista. Efectivamente, gracias a ella se había intentado resolver el problema de la relación entre Dios y el mundo, introduciendo la noción de un ser intermedio, capaz de colmar el abismo que separa la realidad divina, transcendente e inmutable, del cosmos mudable y finito. En su versión cristiana, la idea del Logos se había identificado con el Hijo preexistente y mediador de la creación.

La teología del Logos tendía entonces a ver la relación entre el Padre y el Hijo como una relación de subordinación del segundo al primero, convencida de que por este camino no se comprometía el dogma de la unidad de Dios. No obstante, la idea del Logos, tal como se aplicaba en las cosmologías filosóficas, en donde servía de base a la afirmación de la eternidad del mundo, llevaba consigo una dificultad no pequeña para el pensamiento cristiano de la creación. Por otra parte, si el mundo no es eterno, la acción del Logos como mediador y revelador ¿es limitada en el tiempo, en relación con las criaturas?; y entonces ¿hay que considerarlo como no coeterno con el Padre? En línea con este planteamiento, Orígenes, autor del esfuerzo sistemático más atrevido que se había llevado a cabo en la teología cristiana anterior a Nicea, tuvo que enfrentarse precisamente con estas dificultades, pero su solución tropezó muy pronto con fuertes resistencias y finalmente fue rechazada por la Iglesia antigua. Para evitar el riesgo de sostener la no-eternidad del Logos, Orígenes ideó la doctrina de la preexistencia de las almas, que implicaba la noción de una creación eterna. Sin embargo, al ser puesta en entredicho esta doctrina, se agudizó el problema derivado de la estrecha correlación entre el Logos y la creación, es decir, si el Logos entraba en la categoría de lo creado. Arrio dio a este problema una respuesta positiva, suscitando así las controversias que llevarían a la definición de Nicea.

Con todo, en la evolución de las doctrinas sobre la Trinidad el capítulo representado por Orígenes merece ser recordado también por la aportación que dio a la fijación de un esquema y de una terminología trinitaria. Su aportación consistió esencialmente en la distinción de las tres hipóstasis divinas del Padre, el Hijo y el Espíritu santo. Este sistema de relaciones entre las hipóstasis de la Trinidad ofrece el cuadro para el desarrollo teológico de la Iglesia griega y ofrece un antídoto contra el peligro monarquiano y sus variantes (como el modalismo y el patripasianismo), que acentúan excesivamente la unidad de Dios hasta comprometer las diferencias hipostáticas. Por otro lado, la doctrina origeniana de las tres hipóstasis supone también un problema terminológico, que anticipa en parte las complicaciones posteriores a Nicea, ya que se habla también en ella de tres ousiai («esencias» o «sustancias», que pueden entenderse en sentido genérico o individualizado) o de tres pragmata («realidades» o «seres»), dando lugar a la sospecha de triteísmo, especialmente a los ojos de la Iglesia occidental muy atenta a una visión unitaria de la divinidad y por eso mismo poco sensible a las seducciones de la teología «pluralista» de tradición origeniana. Además, al subrayarse la distinción hipostática, se planteaba el problema de cómo garantizar la unidad de Dios. Afirmando a Dios Padre como único principio (y, al menos en este sentido, acogiendo la instancia monarquiana), era difícil mantener la unidad del ser de Dios para los que reconocían las tres hipóstasis, sin recurrir a un modelo subordinacionista (el Padre, el Hijo y el Espíritu dispuestos en un orden decreciente, en analogía con los modelos cosmológicos de la filosofía contemporánea).

La controversia sobre el arrianismo

El esquema trinitario elaborado por Orígenes, al menos en virtud de su hipoteca subordinacionista, constituyó también probablemente una base de partida para Arrio, aunque resulta difícil señalar su dependencia directa. A primera vista sus ideas podrían parecer como una especie de repetición de la forma extremista de la doctrina trinitaria pluralista y subordinacionista formulada a mediados del siglo III por Dionisio de Alejandría. Este incidente teológico (durante el cual el obispo alejandrino había manifestado algunas reservas ante el término homoousios, recibido luego por Nicea) es recordado a menudo como uno de los precedentes más próximos de la crisis amana, pero sus contornos precisos están aún lejos de ser claros. En realidad Arrio aparece como una figura bastante original antes que como intérprete radical de una escuela determinada. Lo demuestra, entre otras cosas, su vinculación con su maestro Luciano de Antioquía (f. 312), personalidad destacada que había recogido en tomo a sí un amplio círculo de discípulos, señalado a menudo impropiamente como el iniciador de la escuela exegética antioquena, que anticipó quizás un subordinacionismo moderno al que podrán referirse los defensores de Arrio.

La incertidumbre sobre los orígenes del arrianismo explica por qué sigue discutiéndose todavía la cuestión relativa a la prioridad de los acentos teológicos de Arrio. En el pasado, se sostuvo generalmente que el interrogante principal se refería a la doctrina sobre Dios y sus implicaciones trinitarias; hoy los autores se muestran inclinados a creer que se refería en primer lugar el tema cristológico-cosmológico y que estaba además acompañado de fuertes repercusiones soteriológicas. Pero si queremos reconstruir al menos sumariamente el pensamiento del teólogo alejandrino, hemos de tener en cuenta tanto la parcialidad de los testimonios históricos, procedentes en su mayoría de fuentes hostiles y tendenciosas, como las mismas oscilaciones de carácter táctico que manifestó a veces el personaje, según las circunstancias en que le tocó declarar sus propias convicciones doctrinales. A pesar de estas limitaciones, es posible poner de relieve algunos aspectos centrales de las ideas profesadas por Arrio, o al menos aquellas formulaciones que dieron pretexto al conflicto dogmático y fueron identificadas a continuación con las posiciones típicas de la corriente teológica que tomó su nombre.

Estas formulaciones pueden reducirse a una premisa fundamental, que Arrio deduce de la concepción de la absoluta unidad y trascendencia de Dios: sólo Dios es «principio no engendrado» y la esencia de la divinidad no puede dividirse ni comunicarse a los otros, mientras que lo que existe ha sido llamado al ser de la nada. Son estas tesis sobre Dios, compartidas además por sus propios adversarios, las que impulsaron a ver en el pensamiento de Arrio la expresión de un monoteísmo rígido, más sensible a las instancias racionales de la filosofía que al dato bíblico-kerigmático. Pero la impresión de que partió sobre todo de la intención de mantener sólida la unidad y la unicidad divinas parecería confirmarse por las consecuencias que se sacan de esta visión de Dios para la doctrina sobre el Hijo, o bien —según una lectura distinta— del relieve que adquiere el principio de esencia divina (la esencia «no engendrada» de Dios), a la luz de las afirmaciones de Arrio sobre el Logos. Él es «criatura», ciertamente superior a todas las demás, pero ha sido sacado de la nada lo mismo que ellas. Así pues, como criatura, tuvo un principio. Uno de los slogans más célebres y discutidos sobre el Logos, que fueron atribuidos a Arrio, consistía precisamente en la afirmación, condenada luego en Nicea, según la cual «hubo un tiempo en que él no era». Aquí Arrio rompía claramente con la doctrina origeniana de la coeternidad del Hijo con el Padre, ya que ésta implicaba a su juicio dos principios inengendrados, comprometiendo en su raíz la noción misma de la unicidad de Dios. Por consiguiente, el Hijo es distinto del Padre, mónada absolutamente transcendente, no sólo en virtud de su hipóstasis, sino también en cuanto a su misma naturaleza.

Estas ideas, expresadas por Arrio en varios escritos (y especialmente en su obra principal, la Thalia) de los que se ha conservado muy poco, le valieron muy pronto la condenación del propio obispo Alejandro, probablemente en tomo al año 320. A pesar de eso, Arrio no se dio por vencido, aun cuando fue desterrado de Egipto. Aprovechándose de las amistades contraídas durante su periodo de estudio en Antioquía, apeló a los «colucianistas», que se habían convertido entre tanto en miembros influyentes del episcopado oriental, así como a otros exponentes del mismo. En particular, recibió el apoyo de los obispos de Palestina, entre ellos Eusebio de Antioquía, el gran historiador de la Iglesia, que representaba la personalidad más significativa, y sobre todo el del obispo de la capital, Eusebio de Nicomedia. Este reunió un sínodo que readmitió a Arrio y a sus seguidores en la comunión eclesial e informó de sus decisiones al episcopado oriental, invitándole a ejercer presiones sobre Alejandro para que revisase el juicio. A su vez, el obispo de Alejandría remachó la condenación de Arrio en un gran sínodo que reunió cerca de un centenar de obispos. Una carta encíclica suya, en la que notificaba la sentencia a las demás Iglesias, parece ser que reunió más de doscientas adhesiones. De esta manera, en vez de apagarse, la controversia se amplió a toda la Iglesia oriental e introdujo un profundo desgarramiento en su interior.

Vísperas de Nicea

Al principio Constantino vio en el conflicto una disputa inútil entre teólogos, como él mismo insinúa en una carta dirigida a los dos contendientes. El emperador envió a Alejandría al obispo Osio de Córdoba, su consejero eclesiástico desde hacía más de un decenio, para que intentase una mediación. Esta iniciativa fracasó, quizás entre otras cosas porque la persona del mediador, por su procedencia occidental, no era la más adecuada para captar los problemas planteados por una reflexión trinitaria que había tenido un desarrollo distinto del de la teología latina. No quedaba ya más que recorrer el camino hacia un concilio general, como se había hecho con la cuestión donatista en el sínodo de Arles.

De manera similar a lo que se había verificado en aquella ocasión, el resultado de Nicea parece como si hubiera sido preconstituido, por así decirlo, por un suceso análogo. Se trata de un sínodo celebrado en Antioquía entre el año 324 y el 325, quizás bajo la presidencia de Osio, en el que participaron obispos de Palestina, de Siria y del Asia menor (la carta sinodal lleva 56 firmas). Se tomó entonces una postura anti-arriana, confirmando la sentencia lanzada por Alejandro de Alejandría, y quedaron provisionalmente excluidos de la comunión eclesial, hasta el concilio ecuménico ya próximo, tres sostenedores de Arrio (Eusebio de Cesárea, Teodoto de Laodicea y Narciso de Neroníades), que se habían negado a firmar la fórmula anti-arriana promulgada por el concilio.

Entre los numerosos interrogantes que suscitan en los historiadores las vísperas de Nicea, el episodio de Antioquía plantea uno de especial importancia. Es muy controvertido, incluso por los testimonios limitados que hay del mismo, y no resulta fácil dar un juicio sobre las consecuencias que pudo implicar para la parte arriana. Es innegable que su resultado tendía a configurar de manera desfavorable para los arrianos la situación de partida del inminente concilio ecuménico. Por otra parte, no se puede decir que las formulaciones doctrinales del sínodo de Antioquía abriesen directamente el camino a las de Nicea. Del texto de la profesión de fe contenida en la carta sinodal se deduce que la mayor preocupación dogmática del concilio procedía de la exigencia de precisar la idea de «generación» del Hijo, de modo que se rechazase la ecuación arriana entre «engendrar» y «crear».

En este sentido, su aportación doctrinal —a diferencia de lo que sucederá en Nicea— debe verse todavía en el ámbito de la teología trinitaria origeniana.

Decidir en un sentido o en otro la cuestión del sínodo antioqueno cambia de forma sensible el cuadro inicial del concilio niceno, ante el cual algunos personajes como Eusebio de Cesárea llegan a asumir un papel de inculpados o por lo menos se sienten obligados a defenderse. Sin embargo, es lícito pensar que las decisiones de Antioquía, por muy significativas que fuesen, no llegaron a ser más vinculantes de lo que fue la sentencia romana del año 313 para el posterior sínodo de Arles. En efecto, se ha subrayado que también este resultado negativo para el arrianismo debe encuadrarse de todos modos en la política de pacificación de Constantino. El emperador, ajeno al deseo de seguir orientaciones y soluciones más radicales, tendía siempre a suavizar los extremos, y por consiguiente no habría aceptado sin más las conclusiones del concilio por la cuota de unilateralidad que contenían.

La convocatoria del concilio

Como en sus precedentes inmediatos, un perfil histórico del primer concilio ecuménico no puede ignorar la abundancia de lagunas en nuestras informaciones, ni tampoco el carácter controvertido y problemático de las fuentes de que disponemos, al menos para un número bastante relevante de temas, sucesos y figuras. Estas dificultades resultan evidentes si se comparan las fuentes sobre Nicea con el material que se nos ha trasmitido sobre los concilios de Efeso y de Calcedonia, para los que podemos utilizar varias colecciones de actas conciliares. La ausencia de esta documentación condiciona en gran medida los intentos de una reconstrucción histórica.

Podemos darnos cuenta de ello, apenas intentamos definir las circunstancias de la convocatoria del concilio. No es seguro que Constantino pensara desde el principio en Nicea como sede de la asamblea, puesto que en una carta suya, que nos ha trasmitido solamente una fuente siriaca, se indica que en un primer tiempo se había fijado en la ciudad de Ancira, en Galacia. Esta cuestión no es secundaria, si se considera la importancia que la situación geográfica reviste en la historia de los concilios ecuménicos, tanto antiguos como posteriores. Quizás la elección de Ancira —una localidad marginal respecto a los principales centros eclesiásticos y a la propia residencia del emperador— se debió inicialmente a la presencia en aquella sede episcopal de un firme opositor del arrianismo como Marcelo, antes de que Constantino, dado el éxito del concilio antioqueno, decidiera tomar de nuevo la iniciativa con una política más moderada, intentando evitar un enfrentamiento cada vez más profundo entre corrientes contrarias, según la línea que manifestaba en la carta a Alejandro y a Arrio.

Desde este punto de vista, el traslado a Nicea, aunque motivado por razones logísticas y climáticas, puede interpretarse como un gesto favorable a los arríanos. No sólo se trataba de una sede cercana a la residencia imperial de Nicomedia, sometida por tanto a la influencia directa de la corte, sino también de una región que, empezando por el metropolita Eusebio de Nicomedia y por el mismo obispo de la ciudad, Teógnides, se había mostrado muy benévola para con Arrio y sus ideas. En consecuencia, si la decisión del emperador no dependía únicamente de necesidades prácticas, sino que intentaba además marcar una línea política, las premisas relacionadas con el concilio no eran entonces tan desfavorables a los exponentes más conspicuos del arrianismo, denunciados poco antes en Antioquía y objeto de críticas por parte de los adversarios de Arrio. En resumen, en este caso los dos Eusebios tenían ciertas esperanzas, con tal que mantuvieran una línea moderada y no demasiado expuesta en la defensa de las ideas del presbítero alejandrino.

La iniciativa de convocar el concilio fue ciertamente obra del emperador, aunque no hay que excluir una influencia de sus consejeros de política eclesiástica, entre los cuales sabemos que se distinguía Osio de Córdoba. La presencia del obispo español al lado de Constantino, aunque contribuyó a hacer que se escuchara también la voz de occidente, no tiene que verse de ninguna manera como una representación formal de Roma. Por otra parte, las razones que movieron al emperador a convocar el concilio no se reducían únicamente a los problemas —ciertamente urgentes— suscitados en el oriente cristiano por la controversia arriana. El programa de Constantino era de más amplios vuelos e intentaba realizar una pacificación general y una nueva organización de la Iglesia, que se había convertido poco a poco en una institución fundamental del imperio romano. Así el concilio, además de poner término al conflicto arriano, se veía llamado también a eliminar los otros motivos de crisis que perturbaban la paz eclesial, por ejemplo los residuos del cisma que se había originado en Antioquía después del año 268, con la condenación de Pablo de Samosata, o bien el cisma meleciano en Egipto. La unidad en la disciplina eclesiástica tenía que obtenerse además con la superación de las diferencias que todavía perduraban entre las Iglesias sobre la modalidad de la celebración de la pascua. De esta manera, la tarea señalada al concilio se relacionaba con las esperanzas y necesidades que desde hacía tiempo estaban pidiendo una solución.

Los «318 padres»

A fin de alcanzar estos objetivos —como nos informa Eusebio de Cesárea en la Vida de Constantino III, la fuente más importante para conocer el desarrollo del concilio, aunque vaga e incompleta en muchos puntos—, el emperador pidió una amplia participación y puso a disposición de la asamblea los medios estatales, de manera que se favoreciese la intervención del mayor número posible de obispos. A pesar de esto, los participantes en el concilio procedían en su casi totalidad de las Iglesias de oriente. La presencia occidental era muy limitada: además de Osio, asistieron dos presbíteros, Vito y Vicente, como legados de Roma, mientras que es incierta la participación de otros dos obispos latinos. Este dato seguirá siendo constante para todos los concilios ecuménicos de la antigüedad y aparecerá ligado al papel de representación general de occidente que asumió Roma, por ser el antiguo patriarcado de esta área tan amplia, o bien por otras razones más contingentes como pueden ser las dificultades del viaje y los costes de tales desplazamientos (aun cuando para cubrirlos intervenía de ordinario la hacienda imperial).

Tanto en la descripción de Eusebio como en el retrato más tardío de Atanasio, se subraya de todas formas la universalidad del concilio, visto como un nuevo pentecostés.

No cabe duda de que el carácter «ecuménico», o más propiamente «irónico», de la asamblea quedaba recalcado por el hecho de que también fueron invitados a ella algunos grupos enfrentados entre sí y algunos exponentes cismáticos. Pero no sabemos si ya el propio concilio se autodenominó «ecuménico», como lo designó más tarde Eusebio de Cesárea y Atanasio. De todas formas, no es posible asumir desde el principio en dicha connotación aquellos significados teológicos que adquirirá después a lo largo del siglo IV, en oposición a los sínodos arríanos celebrados en oriente.

El número de participantes no está claro en nuestras fuentes. La lista de los miembros del concilio, reconstruida más tarde en el sínodo de Alejandría (362), ha llegado hasta nosotros en varias recensiones. En consecuencia, los autores modernos que han tratado este tema han llegado a cálculos muy distintos: hay quien limita su número a 194 (Honigmann) y quien llega por el contrario a 220 o 237 (Gelzer). Pero los mismos contemporáneos del concilio ofrecen cifras diferentes. Oscilan entre los 250 de Eusebio de Cesárea, los 200 o 270 de Eustacio de Antioquía y los 300 de Constantino y Atanasio, hasta el número altamente simbólico de 318, que posteriormente se hizo tradicional.

Inspirándose en los 318 servidores de Abrahán de Gén 14, 14, desde la segunda mitad del siglo IV el concilio de Nicea será denominado comúnmente como el «concilio de los 318 padres» (Hilario de Poitiers).

Aunque algunos opositores del concilio habían mostrado dudas sobre la talla teológica de los padres de Nicea, asistieron personalidades significativas. Al lado de su obispo Alejandro hay que señalar al joven diácono Atanasio, destinado a convertirse en el adversario por excelencia del arrianismo. Uno de los miembros más distinguidos de la asamblea era Marcelo de Ancira. Exponente de la tradición asiática monarquiana, aunque con una profundización particular en el papel del Logos, su nombre estaría unido por largo tiempo al de Atanasio en la resistencia más fuerte contra el arrianismo y en defensa del dogma de Nicea, aunque no sin atraer sobre sí la sospecha de monarquianismo. Otra figura destacada era la de Eustacio de Antioquía, también dentro de la tradición asiática. Finalmente, no podemos olvidar entre los obispos con simpatías para con el arrianismo más o menos acentuadas a Eusebio de Cesárea y Eusebio de Nicomedia.

Junto a los obispos eran numerosos los miembros del clero (diáconos y presbíteros), sin que faltara —según algunas fuentes— la presencia de laicos, especialmente de los que ejercían la profesión de dialécticos o controversistas. Este aspecto —que en cierta medida aparece también envuelto en elementos legendarios— subraya el gran interés que suscitó la controversia sobre el arrianismo y la gran semejanza del concilio con las instancias judiciales, lo que requería la intervención de un personal especializado. En este contexto se comprende cómo la ocasión del concilio fue aprovechada por muchos para presentar libelos o denuncias contra obispos y presbíteros, para vengarse de ellos. No obstante, Constantino, al comenzar la asamblea, ordenó quemar toda la masa de documentos que le habían presentado los padres, reservando la sentencia sobre ellos para el día del juicio final.

Desarrollo del concilio

El concilio se reunió el 20 de mayo del año 325 en el palacio imperial de Nicea, en donde Constantino presidió la sesión inaugural. Al faltarnos las actas sinodales, no nos es posible reconstruir con precisión el desarrollo de la asamblea. Tenemos que referirnos sobre todo al testimonio de Eusebio de Cesárea, que habla por extenso de los aspectos protocolarios y en mayor medida de los términos del debate doctrinal y pasa por alto el examen de las cuestiones disciplinares. La descripción de la Vida de Constantino ha de completarse de todas formas con una carta de Eusebio a su Iglesia de Cesárea, que nos abre algunos resquicios de luz sobre las circunstancias en que se llegó a la composición del símbolo. Otras noticias contemporáneas, también por desgracia de carácter bastante sumario, se deducen de Atanasio y de Eustacio de Antioquía. Sobre esta base es difícil, entre otras cosas, definir la manera como se organizó el concilio y se fueron sucediendo sus diversas sesiones, con la respectiva agenda de temas.

Se piensa que la presidencia la ocupó Osio de Córdoba, no porque se tratara del legado romano, sino como delegado del emperador. Pero hay que indicar que, según el informe que nos hace Eusebio, el mismo Constantino presidió los debates, al menos en lo que atañe al problema doctrinal. De todas formas, tanto si Osio fue su presidente, como si esta función estuvo encomendada a varias personas, hay que afirmar que Constantino se reservó la posibilidad de intervenir directamente en los trabajos de la asamblea. Hasta su conclusión, que hay que colocar probablemente en tomo al 25 de julio, el emperador siguió siendo el centro de la misma.

La apertura del concilio, en la sala principal del palacio imperial, se realizó en medio de una solemne escenografía, cuyos particulares nos expone Eusebio de Cesárea. Precedido por los cortesanos de fe cristiana, Constantino hizo su entrada en el aula conciliar, pero no ocupó su sitio hasta que los obispos le hicieron la señal de que podía sentarse. Luego fue saludado con un breve discurso por el primero de los obispos alineados a su derecha, quizás Eusebio de Cesárea  o más probablemente Eustacio de Antioquía. El emperador respondió a este saludo con una alocución en la que renovó sus deseos de concordia eclesial. Una vez más Constantino recordó su reciente victoria contra Licinio y su desagradable sorpresa de ver turbada la paz de la Iglesia, siendo así que había quedado restablecido el orden del Estado. De aquí la exhortación a examinar junto con los obispos reunidos las causas de la discordia y a regular el conflicto en términos de paz.

Después de todo lo que hemos indicado sobre el estado de las fuentes sólo nos es dado intentar una reconstrucción ampliamente conjetural de este debate. Los que atribuyen un peso condicionante a los resultados del concilio antioqueno anterior a Nicea, tienden a sostener que la primera cuestión de la que tuvieron que ocuparse los padres conciliares fue la readmisión de los que habían sido excluidos temporalmente de la comunión eclesial. Se supone entonces que Eusebio de Cesárea, cuando se le pidió que justificase sus propias convicciones dogmáticas, mostró el símbolo bautismal de su Iglesia.

Pero otras fuentes sugieren una situación distinta. Según dichas noticias, los primeros en intervenir en la discusión sobre los temas centrales de la controversia arriana habrían sido los «lucianistas» o seguidores de Arrio, proponiendo una fórmula de fe que no conocemos. Según Eustacio de Antioquía, su autor era un tal «Eusebio», que a veces se ha identificado con Eusebio de Nicomedia. Según Teodoreto, por el contrario, esa fórmula se remontaba a un grupo de obispos filoarrianos compuesto por Menofantes de Efeso, Patrófilo de Escitópolis, Teógnides de Nicea, Narciso de Neroníades, así como Segundo de Tolemaida y Teona de Marmárica. Sean cuales fueren los responsables directos del texto propuesto al concilio, parece ser que contra él se levantaron vivas protestas del resto de la asamblea. En este punto habría intervenido Eusebio de Cesárea, presentando como solución de compromiso el credo que profesaba su Iglesia.

Según esta versión, los arrianos tomaron la iniciativa al comenzar el debate doctrinal. Por eso, apelando precisamente a ella, se ha pensado que el documento de los «lucianistas» había sido presentado de forma autónoma y no por petición de los adversarios. Pero a juicio de otros no hemos de olvidar que los arríanos, después del resultado para ellos negativo del concilio antioqueno, se mantuvieron necesariamente a la defensiva. En particular, debieron darse cuenta de que constituían una minoría. Consiguientemente, en vez de tomar provocativamente la iniciativa en la discusión (como parecen sugerir los testimonios de Eustacio y de Teodoreto, especialmente el segundo), los arrianos habrían puesto más bien su confianza en los intentos pacificadores de Constantino, evitando pronunciamientos excesivamente caracterizados. Esto es lo que parece apoyar el relato un tanto vago de Eusebio de Cesárea en la carta a sus diocesanos, así como una alusión de Atanasio, que recuerda cómo en Nicea se invitó a los arríanos a que expusieran su propio punto de vista.

Las circunstancias del símbolo niceno: la carta de Eusebio de Cesárea a su comunidad

El acto más importante del concilio, el que habría de asegurar su éxito histórico, fue la redacción y aprobación de la definición de fe en la forma de un «símbolo» o compendio de las verdades esenciales, profesadas por la Iglesia. También para este episodio central hemos de remitimos al testimonio, en varios aspectos problemático, de Eusebio de Cesárea. En una carta a los fieles de su diócesis, escrita con ocasión de la decisión conciliar, mientras se encontraba todavía en Nicea, cuenta cómo se llegó a redactar el texto del símbolo sobre la base de una propuesta suya. En realidad, más que ver en ello el simple deseo de informar oportunamente a su comunidad, es lícito suponer que nos encontramos ante una operación de carácter apologético. El obispo de Cesárea no sólo omite la condena que se le había infligido en Antioquía y ofrece una explicación forzada del texto de Nicea para hacerlo cuadrar con sus planteamientos doctrinales, sino que deja vislumbrar ya una actitud defensiva en la preocupación por el hecho de que su Iglesia haya podido recibir noticias inexactas. Pues bien, según la presentación que hace Eusebio, el símbolo niceno no sería más que una reelaboración de la profesión de fe que él había expuesto al concilio.

Después de haberlo leído, el mismo Constantino habría expresado su aprobación, pidiendo tan sólo que se completasen algunas de sus formulaciones. Sin embargo, como veremos más adelante, el texto aprobado en Nicea resulta bastante distinto del de Eusebio y es ésta la verdadera razón por la que él tiene que aclarar a su Iglesia cómo fue posible que se adhiriese a él.

La carta comienza invocando el argumento de la tradición, tal como lo había hecho Arrio en una profesión de fe dirigida a Alejandro de Alejandría antes de Nicea, aunque aquí aparece más desarrollada la reivindicación del carácter doctrinal. La profesión de Eusebio se arraiga en la paternidad en la fe, garantizada por el obispo, y en el depósito que le trasmitieron sus predecesores en el episcopado. Recuerda cómo esta fe fue para él objeto de la primera instrucción bautismal, cómo corresponde a la enseñanza de las Escrituras y cómo él la profesó y la enseñó tanto de presbítero como de obispo. Por consiguiente, Eusebio tiene interés en señalar el arraigo en una tradición bien consolidada y a la vez la coherencia de su propia actitud. Viene luego el contenido de la profesión dispuesto en tres artículos principales (Padre, Hijo —naturalmente más amplio— y Espíritu santo). De estos enunciados centrales se vuelve luego sobre cada uno de ellos, con la intención de confirmar la teología de las tres hipóstasis, que tiene su último fundamento en las instrucciones del Resucitado a los discípulos (cf. Mt 28, 19).

La profesión de fe se cierra con la solemne confirmación de su lealtad y de su fidelidad, en presencia de Dios omnipotente y del Señor Jesús.

Ha parecido normal considerar este texto como la profesión de fe bautismal de la Iglesia de Cesárea, aunque no sabemos con certeza si por aquella época conocía ya un texto fijo. Pero, ante todo, las características de esta fórmula bautismal pueden hallarse únicamente en la primera parte, que comprende los tres artículos. Por otro lado, es difícil ver allí solamente una profesión privada de fe, ya que Eusebio no intenta exponer su opinión personal, sino la doctrina de la Iglesia, en concreto de su Iglesia de Cesárea. Por eso no se diferenciaba de la fe bautismal del simple cristiano y, aunque no constituyese una profesión formal de fe, utilizada en el contexto del bautismo, podía muy bien someterse a la verificación de la comunidad.

El texto de Eusebio excluía con toda claridad el modalismo, pero no podía ser de gran ayuda en orden al problema de las relaciones entre el Padre y el Logos, que estaba en el centro de la discusión dogmática. Por otra parte, en la continuación de la carta se ve obligado a reconocer estos límites, al menos indirectamente. Una vez expuestas sus convicciones de fe, nadie podría objetar nada contra Eusebio; pero el emperador, al ser el primero en manifestar su aprobación, habría invitado únicamente a añadir el término «consustancial». No obstante la asamblea, en opinión de Eusebio, fue en cierto sentido más allá de las indicaciones dadas por Constantino, construyendo otro texto en tomo a este término.

Del relato que hace Eusebio del modo como se llegó al símbolo niceno, casi podría decirse que se trató de un golpe de mano por parte de ciertos obispos no bien identificados. De hecho, deja vislumbrar que la iniciativa dogmática residía en otras manos dentro de la asamblea. De todas formas, no hay que excluir que el texto de Eusebio pudo haber desempeñado, en cierta medida, la función de primer esbozo o de término de referencia para la redacción del símbolo, y que el obispo de Cesárea pudo haber contribuido, junto con otros arríanos moderados, a precisar mejor con una serie de preguntas el sentido de las expresiones más delicadas, empezando por el «consustancial». No obstante, el precedente más significativo de la elaboración de un credo sinodal (aunque no haya que pensar necesariamente en una influencia cercana) se encuentra en la profesión de fe del concilio antioqueno del año 324-325. A pesar de su carácter prolijo (no privado de paralelismos con las fórmulas de los concilios posteriores), está construida como un credo y posee igualmente su estructura. Su base debió estar constituida por algún credo ya existente, muy probablemente de uso local. Sobre él debieron ir haciéndose algunas modificaciones e integraciones en relación con la controversia en acto, de manera similar a lo que ocurriría en Nicea. En particular hay que resaltar el gran interés que revisten los anatemas, ya que anticipan, prestando una mayor atención al pensamiento de Arrio, los que formularían luego los padres nicenos.

La fe de Nicea

La interpretación que avanza Eusebio en su carta a la comunidad de Cesárea, incluso en relación con el trasfondo que nos revela el credo del sínodo antioqueno del año 324-325, parece por tanto difícil de sostener. Además, una comparación profunda entre el símbolo niceno y la profesión de fe presentada a la Iglesia de Cesárea pone de manifiesto una mayor diversidad que la que Eusebio pretende hacemos creer. No se trata únicamente de las distinciones introducidas por las inserciones más claramente antiarrianas del símboloniceno. Aunque se quiten esas añadiduras, el símbolo niceno y el credo de Cesárea —semejantes a primera vista— presentan en realidad numerosas divergencias. Las diferencias textuales en el primero y en el tercer artículo, aunque pueden parecer insignificantes, precisamente en cuanto tales revelan que el texto base del símbolo niceno debió ser otro. Además, especialmente la estructura del segundo artículo, depurada de las formulaciones antiarrianas, revela su diversidad respecto al texto de Eusebio. El análisis del símbolo niceno invita más bien a asimilarlo al tipo de credo conocido como «jerosolimitano-antioqueno», por las muchas analogías que muestra con dos símbolos citados por Epifanio y con el que fue objeto de las explicaciones de Cirilo de Jerusalén en sus Catequesis. Sobre él se aportaron las modificaciones en sentido antiarriano, de las que nos informa también la carta de Eusebio de Cesárea.

Precisamente en las llamadas «interpolaciones» o inserciones antiarrianas es donde se declara con mayor evidencia la intención doctrinal del símbolo niceno, dirigida a rebatir unos errores específicos profesados por el arrianismo o, por lo menos, atribuidos a él por la mayor parte del episcopado. Siguiendo el orden con que se presentan en el texto, la primera de estas formulaciones se basa en la expresión «es decir, de la esencia (o ‘sustancia’) del Padre». Se intenta aquí replicar a las tesis tan conocidas de los arríanos según las cuales el Logos ha sido creado de la nada y no se da ninguna comunión ontológica entre el Hijo y el Padre. Se afirma entonces que el Hijo comparte la esencia del Padre, introduciendo un concepto que se remacha poco después con el término ópo-oúsios; («de la misma esencia» o «sustancia»).

En el informe que nos ha dejado Atanasio del debate dogmático del concibo se observan las reservas de los obispos ante esta formulación que se percibía como no-bíblica. Inicialmente se habría llegado a una convergencia sobre la expresión «de Dios», que podía basarse en un uso neotestamentaria bien conocido (cf. Jn 8, 42). Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que también la habían hecho suya los amaños, pues podían muy bien manipularla y adaptarla a sus doctrinas (en efecto, recordaban cómo Pablo en 1 Cor 8, 6 y 2 Cor 5,18 había sostenido que todas las cosas son «de Dios»). Por consiguiente, si se quería eliminar toda ambigüedad, era preciso superar los límites del lenguaje bíblico.

A pesar de ello, la ruptura con la tradición era menor de lo que podría parecer. La expresión oúsios no era realmente nueva, dado que es posible reconstruir su historia al menos desde cien años antes de Nicea. El punto de partida puede señalarse ya en Tertuliano. Al desarrollar su cristología del Logos con la ayuda de  los conceptos de ratio y sermo, Tertuliano precisaba que con este último término (referido al Verbo expresado o «exteriorizado» en el momento de la creación) no se entendía una simple expresión o efecto físico, sino una propia y verdadera sustancia que procede de la sustancia del Padre. Después de él, también en el ámbito latino, Novaciano había proseguido en la misma dirección llamando al Hijo Sermo, una sustancia divina que procede del Padre. También Orígenes, a pesar de que se diferenciaba de los teólogos latinos al sostener que el Hijo es engendrado ab aeterno y al poner en guardia contra una interpretación materialista del proceso generativo, parece ser que usó esta expresión en tres pasajes, por otra parte de dudosa autenticidad. Sin embargo, antes de Nicea, Eusebio de Cesárea se había mostrado bastante reservado ante esta expresión, a pesar de que no la rechazó claramente como su homónimo de Nicomedia. La idea era combatida abiertamente por los arríanos y por sus defensores, como se deduce de los pasajes contenidos en la carta de Arrio a Alejandro (probablemente también en la Thalia) y de la carta de Eusebio de Nicomedia a Paulino de Tiro. Así se explicaría la inserción, claramente polémica, en el símbolo niceno, aunque no se dice nada de la acepción precisa que se le atribuía. Más aún, como se nota en el anatematismo final, el término ousios tiende a ser considerado como sinónimo de hypostasis;, agravando así la ambigüedad en la interpretación del símbolo niceno.

La segunda formulación introducida con una función antiarriana consiste en la afirmación: «Dios verdadero de Dios verdadero». La teología arriana subrayaba la absoluta unicidad divina del Padre, apelando a Jn 17, 3. Así, para Eusebio de Cesárea el Padre es «verdadero Dios», mientras que el Logos es «Dios». Por otra parte, esta cláusula —aunque intentaba subrayar la participación plena del Logos en la divinidad del Padre— después de Nicea no fue demasiado citada por los partidos en conflicto. En efecto, puestos entre la espada y la pared los arríanos estaban dispuestos a reconocer que el Hijo era «verdadero Dios», puesto que ya admitían en cierto sentido que era Dios y que existía realmente. La precisión posterior —«engendrado, no creado»— intentaba rebatir una de las ideas más conocidas del arrianismo, la asimilación entre «engendrado» y «creado». En su claridad no ofrecerá ya motivos de contraste o de ambigüedad después del año 325.

Muy distinto era el caso de la fórmula «consustancial al Padre» (ómooúsios). Con este término se expresa indudablemente el rechazo más claro de las posiciones arrianas, afirmando que el Hijo comparte y participa del mismo ser del Padre. Pero se trataba de un término controvertido, objeto de una serie de reservas, y no sólo por parte de los arrianos. Los motivos de estas dificultades eran varios. En primer lugar, homoousios parecía insinuar el peligro de una concepción materialista de la divinidad, en la que el Padre y el Hijo se entendieran como partes o porciones separables de una sustancia concreta. Además, daba lugar a la sospecha de modalismo o sabelianismo. Un tercer motivo, que se aduciría un poco más tarde, era que, según la opinión de los homeousianos, homoousios habría sido objeto de una condenación en el sínodo antioqueno contra Pablo de Samosata. Finalmente, se le criticaba también por no ser un término escriturístico. La réplica de los ortodoxos sobre este último punto reconocerá, en parte, la legitimidad de esta reserva; también a ellos les hubiera gustado adoptar expresiones del lenguaje bíblico, pero esto no era posible por el riesgo de ambigüedad procedente de los arríanos. Además, como afirmó Atanasio, aunque no aparece expresamente en la Escritura, el homoousios refleja su intención y su sentidos. Por otra parte, en lo que atañe al motivo de la condenación antioquena, se sostendrá que se debió a una mala inteligencia del verdadero significado del término, en el sentido de una concepción materialista de la divinidad. Veremos dentro de poco cómo se intenta responder al problema relativo a los orígenes y al significado de homoousios, así como a las razones y modalidades específicas de su inserción en el símbolo niceno.

La profesión de fe de Nicea no se limitaba al símbolo propio y verdadero, en tres artículos, sino que incluía además algunos anatematismos. Estos presentan una denuncia renovada y circunstanciada del arrianismo, que saca en parte su modelo de los anatematismos contenidos en la profesión de fe del sínodo antioqueno del año 324-325. El primero va dirigido contra la negación de la eternidad del Hijo y tiene ante la vista el lema «hubo un tiempo en que no era». El segundo y el tercero remachan la doctrina de la generación eterna, condenando la idea de que el Hijo, «antes de nacer, no era»  y de que «ha nacido de la nada»… En el cuarto se rechaza la doctrina según la cual el Hijo se deriva «de otra hipóstasis o sustancia» respecto al Padre. Evidentemente aquí los términos de ousia y de hypostasis se utilizan con un significado equivalente. Esto representará una fuente de equívocos y de complicaciones hasta el sínodo alejandrino del año 362, cuando se empezó a establecer una aplicación distinta de los mismos. Sin embargo, en la época del concilio de Nicea, el occidente, Egipto y el partido ortodoxo se inclinaban a identificar los dos términos, mientras que en oriente, especialmente en los ambientes de tradición origeniana, se había difundido también el significado de hypostasis como «persona» o «ser individual». Finalmente, en el último anatematismo se rechaza la tesis de que el Hijo de Dios está «sometido a un cambio moral» o «pecable». Semejante idea se la había atribuido a Arrio su obispo Alejandro: el Logos estaría exento de cambio únicamente por un acto de su voluntad, pero no por su constitución ontológica, ya que esto se atribuye exclusivamente a Dios.

Homoousios

El rechazo del arrianismo se apoyaba esencialmente en este término, pero se trataba de un vocablo nuevo para una profesión de fe y además de carácter controvertido. Lo demuestra, entre otras cosas, la explicación reductiva ofrecida por Eusebio en la carta a la Iglesia de Cesárea, que refiere la interpretación que dio Constantino en respuesta a las dudas expresadas por los padres conciliares. El emperador les aseguró que homoousios no debía entenderse en sentido materialista, al estilo de lo que sucede con los cuerpos; al tratarse de realidades incorpóreas y espirituales, la generación del Hijo por el Padre no produjo escisión o división alguna en la divinidad. Si la aclaración formulada inicialmente por Constantino se había expresado sobre todo en términos negativos, Eusebio refiere también la interpretación que él mismo dio de esta palabra en términos positivos durante la discusión del esbozo del símbolo: «‘Consustancial al Padre’ indica que el Hijo de Dios no tiene ninguna semejanza con las criaturas que fueron hechas, sino que es semejante en todo al único Padre que lo engendró, sin que se derive de otra hipóstasis o sustancia más que del Padre».

Es evidente que aparece aquí un concepto un tanto genérico de semejanza, de forma que se deja en el aire el significado preciso del término. Por otra parte, se trataba de un vocablo que ya antes de Nicea había conocido cierto desarrollo en la historia del pensamiento filosófico y teológico. En el lenguaje filosófico había sido empleado por Plotino y Porfirio a propósito de seres pertenecientes a la misma clase, en cuanto que comparten entre sí el mismo tipo de contenidos. En el ámbito cristiano, este término procedía de la literatura gnóstica, en donde indicaba «semejanza en el ser» entre seres diversos o su pertenencia al mismo modo o grado de ser. También en este caso la acepción resulta genérica y en este sentido es como homoousios fue utilizado por Orígenes (quien sostuvo que hay una comunidad de sustancia entre el Padre y el Hijo, desde el momento en que una emanación es homoousios, es decir de la misma sustancia, respecto al cuerpo del que es emitida). De todas formas, Orígenes no intentaba probablemente afirmar la identidad de sustancia entre el Padre y el Hijo, sino el hecho de que participan de la misma sustancia. Por otra parte los arríanos le daban a este término un significado material, como aparece ya en la carta de Arrio a Alejandro, rechazándolo por eso mismo con toda decisión. Además, que se trataba de un término discutido se deduciría también de dos episodios de la historia teológica del siglo III —el llamado «conflicto de los dos Dionisios» y la condenación de Pablo de Samosata—, aun cuando su vinculación con el homoousios se pone actualmente en duda. En el primero de ellos, el defensor del término —a quien se oponía Dionisio de Alejandría— se habría servido de él dentro de una teología modalista. En cuanto al segundo, Pablo de Samosata, confirmando su acepción «herética», lo habría entendido en sentido monarquiano. No obstante, es más probable que en ambos casos nos encontremos frente a unos documentos de la atmósfera teológica propia de la mitad del siglo IV, mientras que el «consustancial» niceno se pone en juego después de un silencio prolongado, suscitando nuevos intereses y preocupaciones polémicas.

Aun prescindiendo de estos dos precedentes, que resultan hoy un tanto sospechosos, sigue en pie la impresión de que en Nicea la comprensión que se tenía de los conceptos de ousía y de homoousios se reducía inequívocamente a unas categorías «monarquianas». En particular, pesa aquí la formulación del cuarto anatematismo, con su aparente asimilación entre «hipóstasis» y ousía. No obstante, recordando también las explicaciones referidas por Eusebio de Cesárea, hay que reconocer que semejante modo de entender este término aparece bastante problemático, al menos para una parte notable de la asamblea conciliar. Es verosímil, por el contrario, que para la mayor parte de los obispos presentes en el concilio no tuviese ni mucho menos un significado tan unívoco y caracterizado.

¿Por qué camino se llegó entonces a insertar el homoousios en el credo niceno? Algunos sostienen que la iniciativa debe atribuirse al mismo Constantino, según lo que declara la carta de Eusebio. Según esta tesis, se recurrió intencionadamente a un término que parecía tener una connotación de varios significados. Precisamente por esto se habría prestado a convertirse en un elemento de la política de unidad que buscaba el emperador. Finalmente, se recuerda también que Atanasio, campeón por antonomasia de la fe nicena, muestra ciertas reservas frente al homoousios, al menos hasta los años 50. Para otros, aunque admiten la acción pacificadora de Constantino y los intentos de mediación en que se inspiró su política durante el concilio, no se puede afirmar que el credo de Nicea tuviera sólo esta motivación «política» como rasgo específico. La acepción del homoousios, en la primera fase de la controversia arriana, debió adquirir un contenido más preciso a los ojos de los teólogos, si no a los del emperador. De hecho, apelando al testimonio de Atanasio, se percibe aquí la influencia de Osio de Córdoba. La hipótesis de un papel bastante directo del consejero de Constantino recibiría una confirmación en la noticia que recoge Filostorgio, según el cual antes del concilio Osio y Alejandro habrían alcanzado en Nicea un acuerdo sobre el uso de homoousios. En este sentido, no se debe encuadrar rígidamente el pensamiento de Alejandro de Alejandría en una posición únicamente ligada a la tradición origeniana de las tres hipóstasis. Al lado de ella, aunque no demasiado elaborada, había una sólida convicción de la unidad inseparable del Padre y del Hijo.

Una idea precisa sobre los modos de la solución doctrinal no puede ir más allá de la formulación de estas conjeturas. Probablemente al principio se pensó en una enunciación dogmática concebida en términos escriturísticos, pero —como se ha recordado— este proyecto debió revelarse como impracticable por las distorsiones que llevaron a cabo los arrianos. Para reaccionar contra ellos se adoptó una formulación que rechazaban expresamente, pero que no estaba connotada con precisión en cuanto a su contenido, a no ser para indicar que también el Hijo pertenece a la misma esfera divina que el Padre. El resultado final fue que se dieron diversas acepciones de esta fórmula de fe. Para Constantino no existía ninguna interpretación privilegiada y las dificultades de los exponentes más ligados a la tradición origeniana fueron superadas con sus explicaciones. En cuanto a los arrianos moderados, en este momento se convencieron también de que había que aceptar el símbolo niceno. Tan sólo un grupo poco numeroso respecto al resto del episcopado (compuesto por los pocos occidentales, por Alejandro, Eustacio y Marcelo) habría acogido plenamente el lenguaje del credo, viendo en él la expresión de la identidad de sustancia entre el Padre y el Hijo. En este resultado no podemos menos de captar un aspecto enigmático, que sólo en parte se aclara por la presión que el emperador pudo ejercer sobre los obispos. Esto pesará sin duda en la recepción del dogma de Nicea, aunque éste registraba por el momento una adhesión casi completa del episcopado presente en el concilio. Tan sólo dos obispos, compañeros de Arrio desde el principio, se negaron con él a adherirse al símbolo y fueron por eso mismo condenados y depuestos.

El concilio de Nicea y los problemas de la disciplina eclesiástica

La atención que se concentra en la cuestión doctrinal no debe dejar en la sombra la importante obra disciplinar y canónica del concilio. Aunque estamos aún menos informados que sobre el debate dogmático, no fue ciertamente un aspecto secundario. Por lo demás, el mismo Constantino, al convocar la asamblea, había señalado la urgencia de estos temas y la necesidad de llegar también en este terreno a soluciones positivas para la unidad eclesial.

La exigencia de reglamentar una cuestión como la de la fecha de la pascua, cuya celebración en días diferentes creaba no pocos desconciertos y dificultades prácticas, había sido ya advertida en el concilio de Arles. En su primer canon éste había establecido que todos los cristianos tenían que celebrar la pascua el mismo día. Al afrontar este problema, el concilio de Nicea se había encontrado frente a tres prácticas diversas: los dos ciclos de Roma Alejandría, autónomos respecto al cómputo judío pero distintos entre sí, y la praxis esencialmente antioquena que seguía apelando a la celebración hebrea, aunque ya no en la forma cuartodecimana como en el conflicto pascual del siglo II. La decisión del concilio —que conocemos a través de documentos indirectos, razón por la cual no se puede hablar propiamente de «decreto»— indica que hay que atenerse al uso vigente en las iglesias de Roma y de Alejandría. Sin dar la preferencia a ninguno de los dos ciclos pascuales en uso, se optó por una solución de compromiso (o quizás se debió llegar necesariamente a este resultado, dada la imposibilidad de encontrar un acuerdo entre el sistema romano y el alejandrino). En efecto, Roma y Alejandría mantenían sus diversos sistemas de cálculo, pero en el caso de diferencias en el cómputo pascual se habían comprometido a llegar a un acuerdo. El mismo Constantino se encargó de explicar el tenor de este «decreto» en la carta encíclica que dirigió a las Iglesias al terminar el concilio. Lo mismo hicieron también los padres conciliares en su carta sinodal a la Iglesia de Alejandría. En ella se anunciaba brevemente el acuerdo alcanzado con las Iglesias de oriente que hasta entonces se habían atenido al cómputo hebreo. Hay que señalar que en ambos documentos la complejidad de las prácticas vigentes entre las diversas Iglesias se simplifica mucho, seguramente para subrayar más el alcance unitario del acuerdo que se había alcanzado.

Para corresponder a su programa general de pacificación, el concilio trató también el problema del cisma meliceno que perturbaba a la Iglesia egipcia desde los tiempos de la última persecución (303-312). Las decisiones sobre este caso se exponen de forma bastante difusa en la carta sinodal a la Iglesia egipcia. Parecen inspirarse sobre todo en un intento de reconciliación, dado su contenido bastante blando. De hecho, Melicio mantuvo la dignidad episcopal, aunque el concilio le negó la facultad de proceder a nuevas ordenaciones y le obligó a una especie de residencia forzosa en su propia ciudad.

En cuanto a los obispos, sacerdotes y diáconos ordenados por él, conservaron sus respectivos oficios a todos los efectos, pero después de haber sido confirmados por una «imposición de las manos más arcana», y siempre en subordinación respecto a los derechos reconocidos al clero establecido por Alejandro y con el beneplácito de éste, a propósito de la posibilidad de nuevos nombramientos o ascensos en la carrera eclesiástica. De todas formas, estas medidas no surtieron enseguida el efecto esperado, ya que a la muerte de Alejandro (328), los melicenos intentaron oponerse a la elección de Atanasio. Este reaccionó con dureza, obligando a los melicenos a buscar un acuerdo en su propio perjuicio con los eusebianos, promotores de la rehabilitación de Arrio.

Los cánones

La limitación de nuestras fuentes no nos permite conocer las circunstancias de la elaboración canónica de los padres de Nicea que nos dejaron, sin embargo, una codificación bastante significativa, sólo comparable por la riqueza de sus temas —entre los cuatro primeros concilios ecuménicos— con la de Calcedonia. Del clima que acompañó a esta parte de los trabajos conciliares podemos quizás damos cuenta gracias a un episodio de carácter anecdótico que refiere Sócrates. Narra que uno de los obispos presentó la propuesta de una «norma nueva», según la cual no sería ya posible que el clero casado viviera con sus mujeres. Pero a esta hipótesis del celibato obligatorio se opuso un obispo egipcio llamado Pafnucio, que se había distinguido como confesor en la persecución anterior; criticó la propuesta como demasiado rigurosa y declaró el honor del matrimonio, confirmando igualmente la validez de la «norma antigua». Esta señalaba que a los que ya estaban ordenados no se les permitiera casarse, mientras que mantenía la validez de las nupcias para los que habían entrado posteriormente a formar parte del clero. Lo mismo que para la cuestión doctrinal, también para los problemas disciplinares estaba en juego una dialéctica delicada entre la innovación y la tradición.

Los concilios anteriores a Nicea habían ya dado una normativa canónica, aunque sólo se conservan huellas de la misma para los concilios celebrados a comienzos del siglo IV. El conjunto canónico preniceno constituye un término muy útil de comparación para medir la continuidad de las normas disciplinares de Nicea y, al mismo tiempo, captar su fisonomía y sus acentos específicos Sin embargo, hay que recordar que ninguna de las normas emanadas anteriormente podía reivindicar la misma validez universal, dada la representatividad más reducida de tales concilios Con Nicea surge por primera vez una instancia capaz de regular, para toda la Iglesia, las cuestiones de gobierno y disciplina Sin embargo, si se prescinde de este aspecto —que debía traducirse evidentemente en un proceso de recepción de mayor irradiación — , hay que reconocer que la formulación de los cánones no se inspira en un concepto teológico preciso, sino que está determinada por las circunstancias Este dato de hecho no cambiará ya en todos los concilios antiguos. No hemos de pensar que los padres nicenos quisieran introducir innovaciones en el plano disciplinar En la mayor parte de los casos su preocupación principal parece haber sido la de fijar normas que estaban ya en uso desde hacía tiempo o de eliminar los abusos introducidos contra ellas. Así pues, el interés de los cánones se deriva en gran parte del hecho de que son testigos de unas situaciones y de unos desarrollos históricos anteriores al concilio

Los cánones de Nicea que se consideran auténticos son 20. Otros cánones que se atribuyen en oriente a los 318 padres reflejan la tendencia a reducir a la autoridad del concilio una serie de normas posteriores Esta tendencia se manifestó ya a lo largo del siglo V, cuando en Roma se sostuvo el origen niceno de ciertos cánones, producidos en realidad por el concilio de Sárdica (342-343) La tradición nos ha conservado los veinte cánones sin un orden preciso, pero considerando sus contenidos y las consecuencias históricas a las que iban destinados, se pueden examinar ante todo las importantes normas relativas a las estructuras del gobierno eclesial, a las que se añaden luego otras vanas disposiciones sobre la condición del clero. Otros aspectos que en ellos se tratan se refieren a la penitencia pública, a la readmisión de los cismáticos y de los herejes, y a ciertas prescripciones litúrgicas

El gobierno de la Iglesia instancias locales y jurisdicciones regionales

Las estructuras de la Iglesia son objeto de numerosos cánones (4, 5, 6, 7, 15, 16). No está fuera de lugar recoger aquí las decisiones de mayor alcance histórico del concilio Gracias a ellas, se fue formando con el tiempo una constitución eclesiástica universal, que superó definitivamente el aislamiento de cada una de las comunidades locales con su obispo

En los cánones 4 y 5 surge la figura del obispo metropolita y la estructura más amplia de la eparquía, cuyos límites tenían que coincidir con las circunscripciones civiles representadas por las provincias El canon 4 establece que la consagración de un nuevo obispo corresponde de suyo a todos los obispos de la provincia, pero en el caso de que esto no sea posible la hará una representación de tres, con el permiso de los ausentes De todas formas, ésta tenía que ser confirmada por el metropolita, como señala el canon 6, que no considera válida la elección «privada del consentimiento del metropolita», lo cual no sucede cuando se oponen a ella tan sólo dos o tres obispos Se piensa que en la formulación del canon 4 pesó mucho la situación determinada por el cisma meliceno, aunque no sea posible afirmarlo con certeza Por lo demás, este problema había sido advertido ya en los concilios precedentes, como muestra el canon 20 de Arles, en donde se excluía que un solo obispo pudiera consagrar a otro, exigiendo por el contrario como práctica óptima la presencia de siete, mientras que en caso de imposibilidad el consagrante tenía que estar asistido al menos de otros tres.

No obstante, además de las causas contingentes y de los precedentes canónicos que pueden haber influido en él, el canon 4 da expresión a la idea, bien arraigada en la tradición, de una comunión del colegio episcopal, que acoge a un miembro nuevo en el mismo acto en que entra a formar parte de él.

Aunque los cánones no hablan expresamente de ello, está implícito en los mismos que entre los poderes del metropolita estaba el de convocar el sínodo metropolitano. El desarrollo de los concilios provinciales se preveía con regularidad, al menos con dos sesiones anuales: antes de la cuaresma y en otoño (canon 5). A ellos les correspondía en particular el examen de las excomuniones pronunciadas por cada obispo. Servían así de instancias de apelación para las sentencias dadas por los ordinarios. No está claro cuál fue el valor de la excomunión fuera de los límites de la propia eparquía. Si se tienen en cuenta las cartas sinodales enviadas después del concilio de Antioquía del 268-269 y del que se celebró en Alejandría contra Arrio, la excomunión parece ser que no gozaba de reconocimiento automático.

Más allá del nivel de la eparquía, en los cánones nicenos se vislumbran ya nuclearmente otras estructuras más amplias del gobierno eclesiástico. Estas constituyen el tema de los cánones 6 y 7. La formulación del primero de ellos —el canon más famoso y discutido del concilio del año 325— se refiere a un derecho consuetudinario, que reconoce la autoridad del obispo de Alejandría sobre Egipto, Libia y Pentápolis. La mención prioritaria de la sede alejandrina señala una primacía suya entre las Iglesias de oriente, que permanecerá de hecho sin cambios hasta el sínodo efesino del año 449, aunque ya con el concilio constantinopolitano del año 381 se perfila la competencia, más tarde victoriosa, de la «nueva Roma». Nos gustaría saber más del contenido de esa autoridad suprarregional, que más tarde coincidirá con los límites geográficos del patriarcado alejandrino, pero de momento faltaba aún esta terminología. Probablemente, la génesis de este canon tiene que verse ante todo en el tipo de relaciones existentes desde hacía tiempo entre Alejandría y las regiones eclesiásticas de Libia. Las razones geográfico-políticas y la reivindicación del origen apostólico fueron quizás las premisas para esta nueva estructura «patriarcal». El mismo canon reconoce como obvia una prerrogativa análoga de la sede de Roma, aunque también en este caso se evite precisar su contenido. En cuanto a la extensión geográfica de un «primado» semejante, se presume que el canon hace referencia a la posición de preminencia de la Iglesia romana en Italia —más concretamente en la Italia central y meridional, así como en Sicilia y en Cerdeña — antes aún que en occidente, del que Roma llegará a constituir más tarde el único patriarcado. El caso de Antioquía no está demasiado claro, dado que la formulación del canon parece colocar a esta Iglesia en un plano distinto, es decir, al lado de las «otras eparquías». No se puede hablar ciertamente de una prerrogativa o título de honor, al estilo del de Jerusalén, pero su situación parece distinta respecto a Alejandría, al menos por lo que se deduce del tenor distinto del canon. No obstante, si se observa la evolución posterior de las estructuras eclesiásticas y se considera además la indiscutible tradición apostólica de la sede antioquena, es lícito ver reconocido ya en ella, aunque sea implícitamente, el futuro patriarcado.

Por el contrario, claramente distinto respecto a los demás se presenta el caso de Jerusalén, tema del canon 7, que reconoce a la ciudad santa un privilegio de honor especial, que tampoco es fácil de aclarar en su contenido concreto. Jerusalén era una diócesis sufragánea de la sede metropolitana de Cesárea. Es probable que el obispo de la ciudad santa, aun dejando intacta la jurisdicción provincial, gozase de un derecho de precedencia, aunque puramente honorífico, respecto a su metropolita —por ejemplo, con ocasión de los sínodos celebrados fuera de Palestina, especialmente en los concilios ecuménicos—. Sí se observan los testimonios de la praxis conciliar entre los siglos IV y V, parece que es ésta la explicación más adecuada. En cuanto a las circunstancias históricas que llevaron a su formulación, no está fuera de lugar pensar la conexión de dos ideas: por un lado, la alta consideración de Constantino por los lugares santos de Jerusalén, a los que el emperador hará muy pronto objeto de una política urbanística monumental; por otro, la iniciativa político-eclesiástica del obispo Macario, alineado con Alejandro de Alejandría en contra de su metropolita Eusebio de Cesárea. Aun con los límites señalados, el canon 7 es el preanuncio de la futura creación del cuarto patriarcado oriental, cuyo reconocimiento se obtendrá en el concilio de Calcedonia.

Al fijarlos privilegios jurisdiccionales, o de naturaleza similar, de las Iglesias mayores, el concilio remite principalmente —si no en exclusiva— a un derecho consuetudinario. No hay alusiones o indicaciones explícitas a normas o prescripciones de carácter apostólico, destinadas a legitimar estas «macroestructuras» del gobierno eclesiástico. Según algunos, el modelo de la administración civil, con sus unidades geográficas mayores representadas por las diócesis, parece ser que siguió ejerciendo la influencia más notable. No obstante, el ejemplo de Alejandría muestra que la circunscripción eclesiástica precede a la civil desde el momento en que Egipto queda apartado de la diócesis de oriente y reconocido como diócesis independiente sólo por el año 367. Sin embargo, es verdad que Egipto, a partir de Augusto, había gozado de un status especial, suprimido sólo temporalmente por Diocleciano. Quizás sea más problemático afirmar la incidencia de un criterio semejante para los territorios sometidos a Antioquía, aun cuando la creación de la diócesis de oriente pudo haber contribuido a alimentar ulteriormente la autoridad del obispo de aquella sede. Como impresión final sobre este punto nos queda la imagen de un orden de precedencia, de una jerarquía de las Iglesias orientales que se va elaborando y que tiene por cabeza a Alejandría, después a Antioquía y finalmente a Jerusalén. Pero hay que tener presente que este proceso, aunque ya iniciado, constituye en gran parte tan sólo la etapa embrional de los futuros patriarcados.

Reclutamiento y conducta del clero

Una parte de la legislación establecida por el concilio desea responder a exigencias y problemas concretos, que son el resultado del desarrollo que el cristianismo había asumido y que en mayor medida tendría que asumir después del giro constantiniano. Así, los cánones 15 y 16 prohíben la movilidad del clero de una diócesis a otra: el eclesiástico que se aleja de su propia Iglesia tiene que volver a ella. Normas análogas habían sido ya promulgadas por el concilio de Arles, que en el canon 21 había previsto la deposición para los desertores.

Un abuso determinado por las necesidades de cubrir los puestos del personal eclesiástico en una Iglesia en expansión se refería a la rápida admisión en las filas del clero. Para evitar este riesgo, el canon 16 prohibía, por ejemplo, la ordenación de un eclesiástico perteneciente a otra diócesis, sin disponer del beneplácito de su obispo.

Las preocupaciones de los padres de Nicea respecto al clero se concretan en una serie de disposiciones que intentan, en particular, garantizar su honor y su dignidad. El canon 1 reglamenta la cuestión de los eunucos y el sacerdocio. El que ya está ordenado, permanece en ese estado aunque la castración se haya hecho por razones médicas o como consecuencia de una violencia de los bárbaros. Pero el que se produce a sí mismo la mutilación, deja de pertenecer al clero o no es admitido en él, si lo solicita. Finalmente, el que no es eunuco voluntario, si es digno, puede acceder a la ordenación.

El canon 3 prohíbe la cohabitación del clero con mujeres, a no ser que se trate de parientes cercanos o de personas por encima de toda sospecha. El texto del canon utiliza un término técnico que conserva huellas de un fenómeno significativo del ascetismo cristiano primitivo, en donde se usa para indicar a las vírgenes subintroductae, es decir, a las vírgenes que cohabitan con un asceta o con un clérigo célibe en régimen de «matrimonio espiritual». La norma nicena —aunque no excluye una referencia a esta praxis, objeto de condenaciones repetidas de la jerarquía eclesiástica— se concibe de todas formas en términos más generales. Y es precisamente esta generalidad la que suscita algunas dificultades entre los intérpretes. En efecto, este canon no alude en lo más mínimo a las esposas de los eclesiásticos, hasta el punto de que da la impresión de que se supone aquí un celibato generalizado. No obstante, por el episodio de Pafnucio recordado anteriormente sabemos que no podía ser así. Es probable que la intención del concilio fuera solamente la de prevenir situaciones escabrosas o comprometedoras para la reputación del clero, eliminando las sospechas que se derivaban de formas de cohabitación con personas de sexo femenino.

Se concede una gran importancia a la selección de los candidatos al sacerdocio. El canon 2 prohíbe que se proceda demasiado rápidamente del bautismo a la colación de órdenes eclesiásticas. Antes es necesario conocer la manera de ser del neófito. Esta disposición podía apelar a la autoridad de un precepto «apostólico», citando precisamente la recomendación sobre el obispo que se hace en la primera carta a Timoteo (cf. 1 Tim 3, 6-7). Y si se ha procedido a la ordenación con cierta precipitación —tras una encuesta posterior que ponga de manifiesto ciertas culpas del eclesiástico que antes se ignoraban—, la ordenación no será válida. Una culpa de este tipo podía ser, en particular, la de los que habían estado en una situación de lapsi y habían entrado luego a formar parte del clero. El canon 10 se ocupa expresamente de esta problemática. Tanto si se ignoraba su culpa, como si el que procedió a su ordenación no quiso tenerla en cuenta, esa ordenación no debía tenerse como válida. Si llega a conocerse el caso, han de ser depuestos. Un tercer canon (canon 9) insiste ulteriormente en este punto, específicamente en relación con los presbíteros, confirmando de nuevo las prescripciones mencionadas: siempre que los presbíteros hayan sido promovidos a este estado sin el examen oportuno de su conducta o hayan sido ordenados, a pesar de haber confesado sus culpas, en ambos casos la ordenación va contra la ley canónica y por tanto resulta inválida. En la misma línea de control sobre el reclutamiento y la conducta del clero se sitúa finalmente el canon 17, que prohíbe el ejercicio de la usura por parte del clero, so pena de deposición.

Una norma contenida en el canon 18 confirma la atención que el concilio dirigió a las condiciones del clero dentro de su preocupación por la buena marcha eclesial. Este canon se refiere expresamente a unas noticias que han llegado de que en varias localidades los diáconos no sólo dan la eucaristía a los presbíteros (una praxis que considera como no justificada ni por la ley canónica ni por la costumbre), sino que incluso toman la eucaristía antes de los obispos. Ninguno de estos dos comportamientos están en conformidad con la estructura jerárquica reconocida: los diáconos no deben extralimitarse de sus funciones, dando la precedencia en el orden a los obispos primero y a los presbíteros después. Una reacción análoga es la que se vislumbra quizás al final del canon 19, que comprende las disposiciones sobre los paulianistas, en la que se recuerda a las diaconisas que deben tener la misma consideración que los laicos, aun cuando su formulación admite diversas interpretaciones.

Disciplina penitencial

Otro tema que se afronta con especial amplitud en la normativa fijada por el concilio se refiere a las formas de la penitencia pública. Es objeto de cuatro cánones (11, 12, 13, 14) que, a diferencia de los demás, constituyen un conjunto orgánico de normas relacionadas entre sí. La disciplina se formula en relación con las situaciones que habían llegado a crearse en la persecución de Licinio, donde algunos fieles habían dado pruebas de debilidad o de infidelidad (como precisa el canon 11). No obstante, no parece que este trasfondo haya sido exclusivo. Al lado de los problemas de los lapsi, en el canon 13 se precisa también la cuestión más general de los moribundos que deseen recibir la eucaristía.

El canon 11 prescribe un trato bastante indulgente en definitiva con los fieles que habían cedido aun sin haber sido obligados por la necesidad, como la confiscación de bienes u otras amenazas particulares. Esos fieles deberían cumplir tres años de penitencia como auditores, siete entre los prostrati y dos entre los orantes, pero sin poder participar en la oblación. A su vez, el canon 12 (refiriéndose al parecer a la situación de los ex-soldados) exige tres años de penitencia entre los auditores y diez entre los prostrati para los que, después de haber abandonado el mundo, volvían a él y llegaban hasta a ofrecer dones y dinero para poder retomar al servicio público. Pero si su actitud de conversión era sincera, una vez pasados los tres años entre los auditores, podían ser admitidos entre los orantes, previa autorización del obispo. Más aún, éste podrá llevar su indulgencia más allá, es decir, probablemente hasta el punto de admitirlos en la comunión. Pero todos los que se someten a la disciplina penitencial, aceptando con indiferencia las formalidades requeridas, tendrán que cumplir todo el periodo fijado, finalmente, siempre en el asunto de los lapsi, el canon 12 indica la penitencia que se les exige a los que eran todavía catecúmenos: después de tres años entre los auditores, podrán entrar en el grupo de los orantes.

El itinerario penitencial graduado de la forma que preveían estos cánones ha suscitado muchas discusiones. Se ha pensado que el concilio quiso generalizar el sistema de la distribución de la penitencia en tres etapas, pero es probable que se aplicase, para el caso particular de estos lapsi, la praxis vigente desde hacía tiempo en algunas Iglesias de Asia menor. Esta disciplina particular no se siguió nunca en occidente y no parece que se extendiera, en oriente, a las Iglesias de Siria, Palestina y Egipto.

El canon 13, invocando una norma «antigua y canónica», prescribe que no se les niegue la comunión a los moribundos. Los que se restablezcan después de haber estado en peligro de muerte tendrán que seguir, sin embargo, en el grupo de los que participan sólo de la oración, hasta que hayan cumplido el periodo de penitencia que había previsto el concilio. En general, ante la petición de comulgar hecha por los moribundos, el obispo, después de haber examinado sus disposiciones, les hará participar en la eucaristía. La disposición de Nicea se muestra entonces bastante más benévola que la que fijó, por ejemplo, el concilio de Elvira (303), en donde se castigaban varias especies de pecados y de pecadores, negándoles la absolución incluso cuando estaban a punto de morir. Teniendo en cuenta esta diversa acentuación, se ha planteado también la cuestión de si el canon 13 tenía que entenderse realmente como referido a los moribundos en general. Pues bien, tras un profundo examen, se ve que el canon comprende dos partes claramente distintas. La segunda, de carácter más general, se ocupa indiscutiblemente de todos los moribundos, sea cual fuere su condición, mientras que la primera debe relacionarse todavía con las normas trazadas para los lapsi. Desde el momento en que el concilio establecía largos periodos de penitencia, cabía suponer que algunos se encontrarían en las condiciones que refería el canon 13. Por lo demás, las disposiciones iniciales reflejaban la conducta ya adoptada anteriormente por la Iglesia respecto a los lapsi admitidos a la penitencia, mientras que la indicación más general no podía apelar a la tradición, ya que la praxis anterior iba más bien en sentido contrario.

Otros aspectos de la normativa canónica

El concilio tuvo que reglamentar también la cuestión de la readmisión de los grupos de cismáticos y de herejes, que entraba en el orden del día de los temas indicados por Constantino. Además de las medidas expuestas anteriormente respecto a los melicenos, el canon 8 define el trato que hay que reservar a un grupo cismático como era el de los novacianos, designados aquí con el término «puros». Pueden ser readmitidos en la Iglesia con la imposición de manos, después de haber declarado por escrito que se conforman con la doctrina oficial. La petición se refiere concretamente a dos puntos: los «puros» tendrán que aceptar comulgar con las personas que hayan contraído segundas nupcias y con los lapsi. En los pueblos y ciudades que no tengan eclesiásticos de la gran Iglesia, los miembros del clero procedentes de las filas de los «puros» ejercerán allí libremente su ministerio, mientras que en donde exista un clero católico podrán gozar de sus derechos tan sólo de forma subordinada a los ortodoxos. Por lo que se refiere a los obispos, un obispo «puro» podrá conservar su dignidad a título honorífico, si se lo consiente el ordinario del lugar, aunque la solución adoptada tendrá que evitar de todos modos la impresión de que existen dos obispos en la ciudad. Como se ve, las normas adoptadas para los novacianos recalcan bastante de cerca las soluciones indicadas para los melicenos en la carta sinodal a la Iglesia de Alejandría.

La situación de los paulianistas (los seguidores de Pablo de Samosata, que no habían aceptado su condenación en el sínodo antioqueno del año 268), a los que va dedicado el canon 19, se presentaba en términos objetivamente más graves, ya que se trataba en su caso de un error doctrinal. Por eso, el concibo prevé que sean rebautizados, en lugar de limitarse a recibir la imposición de manos como los novacianos y los melicenos. El clero paulianista podía ser reordenado después del bautismo, siempre que su conducta resultase irreprensible. Pero si el examen había dado un resultado negativo, tenían que ser depuestos. Este mismo trato se les reservaba a las diaconisas y a todos los que perteneciesen al estado eclesiástico. Las disposiciones sobre el clero muestran una actitud bastante generosa de los padres de Nicea, que contrasta significativamente con el rigorismo de los concilios precedentes.

Finalmente, el canon 20 rechaza la práctica de doblar la rodilla los domingos y los días de Pentecostés. Hemos de pensar que esta norma se refería no tanto, o al menos no exclusivamente, a los prostrati o genuflectentes, en cuanto categorías de fieles, como a los fieles que participaban del sacrificio. Aunque el canon contempla probablemente un fenómeno difundido en determinadas regiones, la disciplina indicada refleja de nuevo la preocupación por generalizar una conducta uniforme. Por lo demás, era ésta precisamente la dinámica inscrita en la constitución, con Nicea, de una instancia legislativa, que transcendía los límites locales o regionales para pretender una representatividad de las Iglesias, aunque los cánones, por obvias razones históricas y geográficas, reflejan de manera especial las situaciones del oriente cristiano. Respetuosos esencialmente de la tradición, los cánones manifiestan también signos de novedad o acentos distintos de los del pasado. El equilibrio que se consiguió también en lo relativo a la elaboración canónica debe contarse entre las razones de esta unanimidad que aparece en el episcopado de Nicea. En resumen se piensa que, después de haber fijado un símbolo capaz de varias interpretaciones, tampoco debieron presentarse muchos motivos de oposición sobre los cánones, dado que no atacaban privilegios existentes. Pero asentaban sin duda unas premisas decisivas para el desarrollo de las articulaciones eclesiásticas suprarregionales y con ello algunas de las razones de la aparición de dificultades y tensiones que caracterizarán las relaciones entre las sedes mayores, que se fueron constituyendo paulatinamente como patriarcados entre los siglo IV y V.

No se sabe con precisión cuándo terminaron los trabajos del concilio, pero se cree que pudieron durar varias semanas. La fecha del 19 de junio —que sacamos de las actas de Calcedonia— parece bastante probable, a no ser que se coloque un mes más tarde, en tomo al 25 de julio, en relación con los vicennalia. En efecto, la asamblea concluyó oficialmente con la celebración de los veinte años de reinado de Constantino, con un solemne banquete, que nos narra con su acostumbrado tono de admiración Eusebio de Cesárea, y con un discurso de despedida del emperador (III, 21).

La única carta sinodal que nos ha llegado es la que se dirigió a la Iglesia de Alejandría. No hay que excluir que el concilio, siguiendo una praxis muy difundida, enviara también cartas a las otras Iglesias, teniendo sobre todo en cuenta que la carta sinodal a Alejandría está redactada estrictamente pensando en las situaciones específicas de Egipto. Por esta razón, se exponían ampliamente las medidas relativas al cisma miliciano.

También Constantino referirá a las Iglesias los resultados del concilio mediante una carta destinada a la Iglesia de Alejandría y una encíclica a todas las Iglesias. En la primera, el emperador expresaba su gozo por la unidad recobrada en la fe. Además, Constantino confirió a los decretos del concilio la validez de ley del estado. De este modo se abría paso el régimen de «cristiandad», con la compenetración cada vez más estrecha entre la Iglesia y el Estado. A este mismo proceso hemos de atribuir en gran medida las vicisitudes un tanto controvertidas de la recepción del concilio.

 

CAPITULO XIX

LAS PERIPECIAS DE LA CRISIS ARRIANA

 

NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA