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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

CAPITULO XXII

EL ARTE Y LA MUSICA (600-1150)

 

Las artes plásticas

El arte, en el sentido más amplio del término, es una actividad humana de todos los tiempos y de todos los lugares. Por sí mismo no entra en el marco de la historia de la Iglesia. Pero no es menos cierto que el hombre ha utilizado siempre el arte para esclarecer y expresar sus aspiraciones más elevadas y para honrar al objeto de su culto. Por ese motivo, lo que se denomina arte sacro, la utilización de las diversas artes en el culto público y privado, es un aspecto importante de la historia religiosa de todas las épocas. Cuando la religión, y en particular la religión cristiana, sólo afecta parcialmente a tal cultura o tal nación —como sucede en las civilizaciones antiguas y en el mundo moderno—, el arte sacro no constituye más que una parte secundaria de la historia del arte. En tales circunstancias, las principales corrientes de inspiración y creación proceden de la sociedad laica y no cristiana de la época en cuestión. Pero durante la Edad Media —de 500 a 1400—, en la cristiandad oriental y en la occidental las artes fueron en forma preponderante y a veces exclusiva expresión del sentimiento y de la intuición religiosos o tuvieron por objeto la construcción o el embellecimiento de los lugares de culto. Por eso la historia de la Iglesia en la Edad Media no puede excluir de su campo el estudio de la actividad artística.

En este capítulo vamos a referirnos únicamente a la Iglesia occidental. Puede decirse que —al menos en el continente europeo— todas las artes mayores (pintura, arquitectura, escultura y música) y gran parte de las menores (miniatura de manuscritos, orfebrería) sólo produjeron obras de carácter directamente religioso e inspiradas en prácticas y temas religiosos, al menos desde el comienzo de nuestro período hasta el momento en que se desarrolló la sociedad civil y hasta la aurora del humanismo italiano a comienzos del siglo XIV. Durante todo este período el arte más extendido, más importante y característico fue sin duda alguna la arquitectura. Si se pregunta cuál es la obra maestra más bella y más típica de la civilización medieval nadie dudaría en mencionar el nombre de alguna catedral famosa. De todas las épocas de la Edad Media se conservan monumentos arquitectónicos de gran belleza, muchos de los cuales entran en la categoría de las mayores obras maestras creadas por la inteligencia y la mano del hombre. Durante mil años se construyeron y reconstruyeron iglesias en toda Europa. La escultura, la música y la pintura fueron actividades más locales, aunque muy extendidas también.

La evolución de la arquitectura occidental siguió un ritmo análogo a la del pensamiento y la literatura y ambas fueron casi contemporáneas. Sin embargo, los cambios en las construcciones fueron más lentos. Las influencias locales de todas clases son mucho más evidentes y más poderosas en los edificios que en los libros. Así, la transición del estilo románico tradicional, imitativo y mediterráneo, al estilo gótico, original, nórdico y multiforme, se produjo progresivamente y en épocas distintas según las regiones. Esta evolución comenzó a principios del siglo XII en Francia y en Inglaterra, mientras que en Alemania estaba aún en pleno desarrollo a mediados del siglo XIII. Dentro de la época románica pueden distinguirse tres períodos al menos. Del 600 al 800, excepto en Roma y en algunas «ciudades» de Italia, todas las construcciones son de dimensiones pequeñas. El recuerdo del pasado se va debilitando. El período que media entre el 800 aproximadamente y el 975 es en algunos lugares época de ensayos y tanteos, algunos de los cuales producirán frutos importantes y duraderos. Del 975 a 1100 hay una explosión arquitectónica enorme y universal que conduce a las cimas artísticas: vastas construcciones expresan perfectamente un proyecto y una forma. El arte gótico puede subdividirse en varios períodos según el tiempo y la región; pero se suelen distinguir tres: el período de transición, el de apogeo y el de exageración enfática de los motivos y la decoración.

Durante los dos siglos que transcurren entre Gregorio I y Carlomagno hay pocos signos de evolución o progreso en la arquitectura. En las «ciudades», que en la época imperial habían sido grandes centros, las iglesias eran más que suficientes para una población que iba decreciendo. La Galia, en parte todavía tierra de misión, sólo poseía iglesias pequeñas de arquitectura sencilla. Lo mismo ocurría en la Iglesia anglosajona. Sin embargo, en ese país remoto de escasa densidad de población, un minster como el de Brixworth (Northamptonshire), que se data ahora en el 680 aproximadamente, iba a resultar una obra sorprendente. En el reinado de Carlomagno sucedió un cambio. Una época grande siempre se refleja en su arquitectura. Gracias a la protección imperial y a los talentos cosmopolitas que vivían en la corte de Carlomagno comenzó un período de creación arquitectónica, algunas de cuyas obras maestras subsisten aún. La capilla palatina de Aquisgrán, cuyo autor se inspiró en San Vital de Rávena, pero que aun así fue una obra original; la iglesia de Teodulfo en Germigny-des-Prés, de inspiración directamente española e indirectamente armenia; las grandes iglesias monásticas de Saint Riquier (799), Corbie, Reims y otras; el elegante pórtico de Lorsch y muchas otras obras de arte están intactas aún o pueden reconstruirse en gran parte por las descripciones y representaciones de la época o por excavaciones. La mayor parte de esas construcciones se edificaron en la parte septentrional de los Estados de Carlomagno, Neustria, Austrasia (Lorena) y Alemania del sudoeste. Su exterior se distinguía por numerosas torrecillas y grandes masas cúbicas (sin embargo, las regiones que había evangelizado san Bonifacio siguieron teniendo por modelo la antigua basílica de San Pedro de Roma). El Westwerk. o antenave £ue un rasgo particular de esta región: era una gran mole que reproducía casi exactamente el otro extremo —el oriental— del edificio y servía de pórtico o de emplazamiento funerario, de coro o de segundo santuario o incluso de lugar para exponer las reliquias. La evolución arquitectónica ya no dejó de progresar. La nueva moda del estilo románico procedió de Lombardia. Se manifestó por primera vez en forma importante a lo largo de la costa mediterránea y en las faldas norte y sur de los Pirineos orientales. En España, a partir del 800 se construyeron iglesias sencillas, pero estilizadas, hasta en las ciudades del extremo occidental como Oviedo. En Quixá, en los Pirineos franceses, se encuentra una iglesia grande trazada según un plan típicamente románico; data del 950 aproximadamente. En Inglaterra, Brixworth tenía planta basilical. Earls Barton poseía una torre maravillosa, aunque inacabada. En la época de Otón el Grande se desarrolló en Alemania (936-973) la iglesia típicamente alemana: doble transepto, uno oriental y otro occidental, torres en el crucero y en las extremidades de los transeptos, muros altos y ventanas pequeñas. Esos edificios solían ser muy grandes, sobrepasando en largura y altura a todo lo construido desde el Imperio Romano. Hildesheim (1000), Gernrode (961) y la catedral de Espira (1030-1060) siguen admirando incluso a quienes conocen las obras maestras del arte gótico de Europa occidental.

Desde el año 1000 aproximadamente se adueñó de Europa una verdadera fiebre de creación arquitectónica, en Francia, España y Alemania central. Si se exceptúa un escaso número de edificios notables, pero que carecieron de influencia, como San Marcos de Venecia (1066), la planta románica se convirtió en modelo universal: nave basilical y un ábside orientado al este. Las iglesias grandes tenían transepto y absidiolos; estaban coronadas o flanqueadas por el campanario, que tenía arriba unos vanos redondeados, como puede verse todavía en Lombardia, en el sur de Francia y en el norte de España. La arquitectura progresó con rapidez: a mitad del siglo había por todas partes iglesias magníficas y majestuosas. En los cuarenta años comprendidos entre 1040 y 1081 se construyeron iglesias tan diferentes entre sí como la segunda iglesia de Cluny (1043), San Miniato de Florencia (1062), la abacial de Pomposa (1063), la catedral de Jaca (1063), Pisa (después de 1063) y Silos, sin contar las grandes iglesias normandas de Caen (1062-1068), Jumiéges (1037-1066) y la abadía de Westminster, de estilo románico puro. De hecho, la imponente serie de abadías normandas se construyó entre 1000 y 1070. En Inglaterra se siguió usando el modelo normando durante los cincuenta años que siguieron a la conquista (1075-1125). Así se formó un plano-tipo y una escala de tamaño que, en cierto modo, nunca se sobrepasó. La forma habitual era la siguiente: una nave principal con otras más bajas a los lados, un transepto con un ábside orientado al este, todo ello con cubierta de madera y una torre sobre el crucero. La nave, que en general tenía 55 metros de longitud —en Winchester y en Saint Albans muchos más—, debía de servir para las procesiones de comunidades importantes o para contener a las muchedumbres, si se trataba de una iglesia que era lugar de peregrinación. La Iglesia tenía una altura proporcionada. Cincuenta años después de la época de las abadías normandas se ideó un traza todavía más magnífica y bella, como puede verse en las grandes iglesias situadas en las rutas de peregrinación desde el norte y el centro de Francia hasta Compostela. Tours, Limoges, Toulouse y Santiago de Compostela son ejemplos típicos. Estas iglesias tienen transeptos más grandes y anchos que los de las iglesias normandas, con cuatro capillas absidales dirigidas al este; el ábside situado detrás del coro está rodeado de un deambulatorio con cinco absidiolos. Tal iba a ser la disposición final y clásica de toda abadía o catedral importante; fue adoptada por los arquitectos góticos, que se limitaron a prolongar el coro, ampliar y aumentar las naves laterales, de modo que en plano horizontal el transepto deja de distinguirse. En Inglaterra, el extremo cuadrado y el trascoro reemplazaron al ábside. En la tercera iglesia de Cluny (1086-1121) alcanzó el románico su mayor perfección: un nártex que conducía a una amplia nave con dos naves laterales, dos transeptos, cada uno con cuatro capillas absidales, una giróla con cinco absidiolos. A diferencia de los edificios góticos, la mayoría de las iglesias románicas se terminaron según su plan original. Cluny, con sus siete torres y sus absidiolos, su amplia nave flanqueada por las laterales y su doble transepto, con una longitud superior a la de todas las iglesias —hasta que quinientos años después San Pedro de Roma la rebasó en unos metros, según el propósito deliberado de sus creadores—, debió de ser la iglesia más bella y sublime de Europa occidental, y así la consideraron quienes pudieron contemplarla.

No es fácil discernir lo que hoy llamaríamos actitud de los hombres de la Edad Media respecto a las bellas artes. Pero tenemos una ocasión maravillosa a principios del siglo XII. En esta época, el arte y la arquitectura alcanzaron un grado de esplendor hasta entonces desconocido en Europa, al norte de los Alpes. Los monjes de Cluny y todos sus contemporáneos hubieran exclamado orgullosamente haciendo suyas las palabras del salmista: «Señor, he amado la belleza de tu casa y el lugar donde habita tu gloria». La mejor manifestación de ese orgullo la tenemos en el texto con que Teófilo, que fue probablemente el monje Roger de Helmarshausen, comienza su tratado (hacia 1125) sobre los diversos trabajos con metales, vidrios y joyería. Este es un pasaje entre otros muchos y no hay motivo para dudar de su sinceridad: «Lee ávida y ansiosamente este pequeño tratado sobre las diferentes artes. Si lo examinas con seriedad, encontrarás en él todas las especies y todas las mezclas de colores diversos que posee Grecia (es decir, Bizancio), todo lo que sabe Rusia en materia de ámbar y de diferentes clases de nieles; todo lo que Arabia decora con el repujado, las molduras y el grabado en relieve; todos los adornos de oro que Italia aplica a toda clase de vasos, a las monturas de piedras preeiosas y los marfiles esculpidos; todo lo que Francia aprecia más en sus ventanas ricamente policromadas; todo lo que nos admira en los hábiles artífices alemanes, el arte de incrustar el oro, la plata, el cobre, el hierro, la madera y la piedra... Cada vez que utilices bien mi obra, ruega a Dios por mí. El sabe que no he escrito estas breves instrucciones buscando la aprobación de los hombres ni una ganancia temporal, sino que por la gloria de su nombre he tenido en cuenta las necesidades de muchos hombres y su provecho» .

El famoso abad Pedro el Venerable habría aprobado tales palabras y se habría sentido dichoso enseñando su propia iglesia al autor. Pero san Bernardo no opinaba igual. Sin duda pensaba en Cluny, cuando reprocha a los monjes excesivamente aficionados al lujo «la inmensa altura de los oratorios, su desmedida longitud, su excesiva anchura, su decoración suntuosa y sus curiosas pinturas, cuyo efecto es atraer la atención de los fieles disminuyendo su recogimiento [....]. Me contentaría, dirigiéndome a religiosos como yo, con decirles lo mismo que un pagano decía a otros: ¿Para qué sirve este oro en el santuario?» (Persio, Sátira II).

Bernardo lo sabe: «Así es como las riquezas atraen riquezas y la plata exige plata. Cuando se han abierto los ojos con admiración para contemplar las reliquias de los santos engastadas en oro, las bolsas se abren para que de ellas salga el oro [...]. En las iglesias se cuelgan ruedas cargadas de perlas, rodeadas de lámparas e incrustadas de piedras preciosas [...]. En vez de candelabros se admiran verdaderos árboles de bronce trabajados con un arte admirable [...]. ¿Qué se proponen con todo esto? ¿Hacer brotar la compunción en los corazones? [...]. Vanidad de vanidades, pero vanidad aún más insensata que vana».

«Es verdad —continúa san Bernardo— que puede responderse con este versículo del profeta: Señor, he amado la belleza de tu casa y el lugar donde reside tu gloria (Sal 25,8). Yo quiero decirlo con vosotros, pero a condición de que todas estas cosas se queden en la iglesia, donde no pueden causar mal a las almas sencillas y devotas, aunque lo causen a los corazones vanos y ambiciosos. Pero ¿qué significan en vuestros claustros, donde los religiosos hacen sus lecturas, esos monstruos ridículos, esas horrendas bellezas y esos bellos horrores? ¿A qué vienen en esos lugares esos monos asquerosos, esos leones feroces, esos centauros quiméricos, esos monstruos semihumanos, esos tigres con piel eoloreada, esos soldados luchando y esos cazadores que tocan el cuerno? [...]. El número de tales representaciones es tan grande y su diversidad tan fascinante que se prefiere contemplar esos mármoles más que leer manuscritos, pasar el día admirándolos más que meditar la ley de Dios. Si no os avergonzáis de tales frivolidades, doleos del dinero que malgastáis» 2.

Podemos preguntarnos si la retórica de san Bernardo no ha oscurecido su convicción profunda, es decir, que Dios debe ser adorado en espíritu y en verdad. Al principio de su carrera, el mismo Suger había experimentado lo que significaba recibir una carta de san Bernardo y había reconocido la razón del rigor moral del abad. Ambos se hicieron amigos; pero en la cuestión de la belleza de signos simbólicos, Suger no cedió nunca. Seguramente se acordaba de san Bernardo al escribir esta elocuente apología: «De este modo, con el gozo que experimentaba ante la belleza de la casa de Dios, el brillo resplandeciente de las joyas desvió mi atención de las preocupaciones exteriores y la meditación piadosa me llevó a reflexionar sobre las virtudes espirituales, desprendiéndome de las cosas materiales para adherirme a las inmateriales. Me parece que estoy en la orilla de fuera del mundo, que no se encuentra del todo ni en el lodazal terreno ni en la pureza celestial. Por la gracia de Dios me siento atraído hacia arriba por una ascensión espiritual. Lo confieso: siempre he estado per­suadido de que todas las cosas más preciosas —y lo que es todavía más precioso que tales cosas— deben servir ante todo para la administración de la sagrada eucaristía... Aunque nuestra sustancia humana fuese sustituida por la de los serafines y querubines, gracias a una nueva creación, todavía prestaría un servicio insuficiente e indigno a una Víctima tan grande e inefable... Hay quienes nos dicen que un alma santa, un corazón puro y una intención recta bastan para administrar el sacramento. Yo estoy de acuerdo en que ésas son las condiciones principales, propias y particulares. Pero sostengo que también debemos rendir homenaje al rito del santo sacrificio —más que a cualquier cosa del mundo— con el esplendor de los vasos sagrados, con una total pureza interior y con la magnificencia exterior».

En realidad, se oponían radicalmente dos puntos de vista, dos ideales. A los ojos de los cluniacenses, ningún gasto era excesivo, ningún ornamento demasiado precioso para la casa de Dios. La belleza creada orientaba el espíritu hacia el Creador. Para el monje cisterciense, todo lo que agradaba a la vista, todo lo que satisfacía la sensibilidad era orgullo y amor del mundo. Se privaba al Dios invisible del culto que se le debe a él solo; el espíritu se desviaba de su verdadero objeto.

La uniformidad exigida por la Carta carilatís fue observada estrictamente. El plan seguido en la construcción de casi todas las numerosas abadías de monjes blancos fue el mismo en líneas generales. Además, el estilo arquitectónico se propagó al mismo tiempo que el plan. Citeaux, Claraval y muchas de las primeras fundaciones estaban situadas en Borgoña, región que poseía una arquitectura particular. Se tomó como modelo a Fontenay, filial de Claraval. Así, durante el primer período de expansión que duró cincuenta años, el estilo borgoñón de transición se imitó desde Escocia hasta los Pirineos, desde Escandinavia hasta España. Las primeras abadías o las abadías pequeñas tenían una iglesia sin naves laterales, que a veces se parecía a una granja. Pero el tipo corriente fue el de una gran nave con naves laterales, con un transepto en el que se abren, en el extremo de los brazos, dos capillas dirigidas al este, y con un coro pequeño. Las iglesias cistercienses son de una bella sencillez y con frecuencia de una perfecta homogeneidad; están aisladas al pie de una colina o en un bosque y se reflejan cu las claras aguas que bañan sus cimientos. Intactas o en ruinas, son tesoros preciosos en el paisaje europeo. Puede ocurrir, sin embargo, que hoy las veamos hermoseadas: cuando estaban habitados los monasterios, los muros de esas iglesias estaban encalados, las cruces eran de madera y los adornos de latón.

La arquitectura fue la única de las actividades artísticas concebidas para el gran público que se practicó constantemente durante nuestro período, al menos en pequeña escala y en algunas partes de Europa. Sería natural hablar a continuación de la escultura y la pintura, consideradas también como artes mayores. Pero casi no se practicaron durante más de trescientos años, excepto en algunos puntos aislados de Italia. Salvo estos casos, en la Europa de la alta Edad Media el arte se redujo a alguna técnica, sin grandes medios, que podían practicar individuos aislados. El arte fundamental de la alta Edad Media fue la copia y miniatura de libros. Fue en esta especialidad donde se elaboraron las formas artísticas partiendo de diversos modelos, como los dibujos en tisú y las joyas pequeñas importadas de Persia o de Bizancio. De ahí pasaron esos motivos a la orfebrería y al cincelado de objetos pequeños; finalmente se introdujeron en la pintura, la escultura y la pintura sobre vidrio. Por este motivo los monjes griegos, españoles, celtas, franceses o alemanes desempeñaron un papel tan importante en la creación y transmisión de las formas artísticas de la iconografía. El estudio de la propagación de las formas y de los dibujos está aún en sus comienzos, pero ya nos muestra una Europa cubierta por una red de relaciones. La España mozárabe recibió el influjo del Islam y de Persia. Italia acogió no sólo las formas bizantinas, sino también las que procedían del Asia Menor y de la Transcaucasia. Al extenderse hacia el Occidente, el movimiento monástico llevó consigo los motivos egipcios. Está comprobado que el estilo celta, tan particular y al parecer original, está impregnado de motivos orientales. De cuando en cuando, el arte libre, abstracto y no figurativo cede el paso a un retrato de evangelista tomado de un modelo italiano o griego que procede a su vez de un arquetipo antiguo. El estilo «insular», que combinaba el estilo celta y el procedente de una fusión de éste con las formas escandinavas, pasó de Gran Bretaña a los monasterios carolingios (gracias a los peregrinos irlandeses o en forma de donaciones) y marcó con su sello el arte continental. Durante varios siglos confluyeron tres corrientes en Francia y Alemania: la céltica-insular de Gran Bretaña, la bizantino-clásica procedente de Italia o —pasando por ella— de la corte imperial y la oriental-mozárabe, que salía de España por los dos extremos de la cadena pirenaica.

Casi toda esta actividad de producción y decoración de libros fue obra de monjes. Puede extrañar que el monacato celta —con tan pocos recursos arquitectónicos y económicos, tan mal protegido contra los rigores naturales, privado del soporte de una vida intelectual y política avanzada— haya sido materialmente capaz de crear tantas obras maestras por el colorido y el dibujo, de las que sólo se conserva un porcentaje reducido. El libro de Kells y el evangeliario de Lindisfarne —sea cual fuere su procedencia— figuran entre las mayores obras maestras de Occidente. Los estilos celtas continuaron perfeccionándose en Irlanda y Gran Bretaña hasta las invasiones danesa y vikinga. Los peregrinos y los misioneros los transmitieron a Europa; finalmente, en la época de Carlomagno, Alcuino y sus colaboradores los insertaron deliberadamente en el arte continental, que se vio fecundado por ellos. El estilo insular como tal no era figurativo y, exceptuando algunas representaciones humanas como las de Cristo o los evangelistas, no tenía un contenido religioso. Pero poseía significación religiosa en la medida en que se aplicaba casi exclusivamente a los libros utilizados en los oficios, evangeliarios, sacramentarios, salterios y otros. Si tuviéramos que reconstruir imaginariamente un monasterio o una gran iglesia celta, tendríamos que describir los libros y los objetos de decoración como cálices, incensarios y candelabros de gran belleza. En cambio, la arquitectura sería primitiva y casi informe. El genio celta no se desplegó nunca en grandes edificios. Los primeros artistas carolingios estuvieron influidos por el estilo celta; pero la corriente evangélica nórdica y los libros destinados a los oficios llegados de Italia condujeron a la imitación de lo antiguo, sobre todo en Renania. La escuela de Alcuino en Tours fue la más influyente y duradera. Al lado de la escritura insular, conocida con el nombre de minúscula carolingia, se desarrolló otro estilo de miniatura fundado en los modelos antiguos, especialmente griegos y, por consiguiente, más pictóricos. Fue también en esta época cuando se realizó —en Reims en tiempos de Ebbon y de Hincmaro— la obra maestra llamada el Salterio de Utrecht. Es un comentario gráfico de los salmos según una obra bizantina; tal obra es original no sólo por la interpretación «existencialista» que hace de los salmos, sino también por su movimiento lleno de animación y realismo. Inglaterra iba a poseer este libro durante más de seiscientos años. Su influjo se dejó sentir en una serie de dibujantes ingleses entre 1000 y 1150.

A raíz del ocaso del Imperio carolingio, la actividad artística decayó durante unos dos siglos. Se produjo una renovación en Alemania. El reinado de Otón II (973-983), cuya esposa era la princesa griega Teófano, vio la aparición de un nuevo estilo pictórico, fundado en los modelos griegos, cuyos dos centros principales fueron Reichenau y Echternach. A partir de este movimiento, la actividad artística brotó por todas partes: en Italia, en Montecassino y Lúea; en Inglaterra, en los dibujos y coloridos tan exquisitamente combinados de la escuela llamada «de Winchester» (o, más exactamente, la escuela del sur de Inglaterra), retoño regional de los manuscritos carolingios importados por los reformadores desde Alberto Magno. En la misma época puede comprobarse una evolución del estilo en las diversas ilustraciones del Apocalipsis que realizó el monje español Beato. El rasgo agudo y los colores fuertes se van suavizando en Francia bajo el influjo inglés y otoniano. En Inglaterra se alcanzó el ápice de la perfección poco después del año 1000. A pesar de una lenta decadencia, la escuela inglesa era aún en 1066 superior a todas sus rivales francesas y en particular al estilo normando, vástago del estilo inglés, que suplantó al arte tradicional indígena en los años 1120-1130. En Inglaterra se realizó una fusión durante el período siguiente. Comenzó otra época brillante que se caracterizó por las grandes Biblias y los grandes salterios de Winchester, Saint-Albans Bury y Canterbury. Aquí también el intercambio produjo enriquecimiento. El estilo decorativo propio de la época otoniana inspiró al maestro que ejecutó el Salterio de Saint-Albans, llamado «Albani» o «manuscrito de Hildesheim», a mediados del siglo XII.

A pesar de todos los avatares del tiempo, quedan suficientes manuscritos iluminados para dar testimonio de su época; muchos de ellos conservan casi intactos su brillo y finura originales. No sucede lo mismo con la pintura. Durante el período románico son casi siempre superficies internas de los edificios —de piedra o de yeso— pintadas al temple. Las iglesias grandes y las pequeñas estaban pintadas desde la cripta hasta el techo. Con las transformaciones frecuentes de la arquitectura y la acción de los elementos y del tiempo queda bien poco de toda esa riqueza. Además, los materiales eran defectuosos y las técnicas muchas veces inseguras. Sin embargo, debemos suponer que casi todas las iglesias —excepto las pertenecientes a algunas órdenes religiosas— eran una explosión de colorido y, como se las ha llamado, «biblias pintadas» para uso del pueblo. El juicio final en la bóveda del coro; Cristo o la Virgen en el ábside; los santos y las escenas bíblicas del Antiguo y del Nuevo Testamento en las paredes, todo esto debió de impregnar profundamente durante años el espíritu de los fieles, sobre todo porque el dibujo era sencillo y franco, los personajes estaban representados con realismo y la historia se narraba sin complicaciones. Esta pintura tomó sus motivos de los manuscritos, por ejemplo, del Apocalipsis de Beato. Más tarde la pintura y la escultura se influyeron mutuamente.

Junto a la miniatura hay que hablar de otra técnica: la escultura en hueco, es decir, en marfil o dientes de la morsa. En una época en que el único taller tranquilo era el claustro o la sala de trabajo del monasterio se dedicaron a este arte menor talentos que en otros momentos se hubieran dedicado a la escultura. El marfil había sido el material preferido por los artistas bizantinos. Los monjes carolingios copiaron los modelos antiguos. Más tarde, los artistas de objetos pequeños tomaron sus motivos de las pinturas de los manuscritos. En Inglaterra existió una escuela de gran talento que alcanzó un nivel técnico elevado. Tales escultores se complacían en resolver problemas imposibles. Lo que queda de su producción es relativamente poco: obras maestras de composición que perduran a través de los siglos como las figuras que decoran un báculo abacial o que cubren absolutamente toda la superficie de un crucifijo. El trabajo sobre metal, los esmaltes y las joyas se contaron también entre las técnicas realizadas en los claustros. En este terreno sobresalieron los artistas de la época otoniana. En Hildesheim se desarrolló durante siglos una escuela de fundición de bronce. Facistoles, fuentes bautismales, candelabros y ornamentos de altar atestiguan todavía hoy el esplendor de ese arte. Las obras grandes sólo pudieron realizarlas los artistas de las ciudades. Pero el manual de Teófilo revela que los monjes de talento se dedicaban a la fabricación de objetos pequeños de metal y consideraban sus obras como testimonios de la belleza de las criaturas dedicados al servicio de Dios y al ornato de sus iglesias. En Inglaterra, durante los dos siglos que siguieron a la época de Dunstan (950-1150), hubo entre los monjes muchos artistas hábiles en el trabajo del metal y del cincelado, algunos de los cuales fueron al mismo tiempo grandes administradores. De hecho, a partir de mediados del siglo XII o quizá antes, la gran iglesia monástica se llenó de candelabros, lámparas y otros objetos de decoración, así como de vasos de toda especie de metales preciosos. Muchos de esos objetos se fabricaban en el monasterio anejo a la iglesia o en otro monasterio. A partir de entonces se secularizaron las técnicas de artesanía y la miniatura y entraron en el circuito comercial, al menos en la medida en que fueron obras de artistas laicos que vivían de la venta de sus obras.

En el siglo XI se había extendido otro arte destinado al embellecimiento de las iglesias. Desde fines del siglo VI se encuentran alusiones a la pintura sobre vidrio; pero no tenemos ningún testimonio anterior al siglo XII, época en que se perfeccionó la técnica de la cocción del vidrio y la que permite obtener determinados efectos gracias a la pintura. También en este campo fue Suger, el abad de Saint-Denis, quien inauguró la época. Aprovechó una serie de ventanas para exponer la enseñanza de Dionisio Areopagita o para explicar la teoría de la redención. La vidriera primitiva, que alcanza su perfección en Le Mans y en Chartres, logra su efecto principalmente gracias a un mosaico de pequeñas piezas de vidrio ricamente coloreadas que se sujetan por unos lazos de plomo. El dibujo se parece al de las miniaturas de la época: pequeños grupos de personajes de figuras simbólicas. Después del arte de la miniatura, las vidrieras y la estatuaria influyeron en la iconografía hasta en pleno siglo XIII.

Hablamos en último lugar de la escultura porque, en el estilo románico, llega a su apogeo más tarde que las restantes artes. En España y quizá en Lombardía (pero podemos prescindir por ahora de esta región porque representa una corriente artística distinta), la escultura sobrevivió a la caída del Imperio y a la ocupación árabe. Continuó existiendo sobre todo en el norte de España, donde produjo obras toscas, pero no desprovistas de arte, hasta que la renovaron artistas más progresivos.

Estos últimos aparecieron casi simultáneamente en Borgoña, en el Languedoc y en el norte de España. Todavía no se ha resuelto la cuestión del lugar donde nació el movimiento. El problema reside en saber la fecha de las esculturas de Cluny. En todo caso se crearon obras geniales en España —en Silos y en Compostela— durante el último tercio del siglo XI. Los grandes tímpanos de Moissac y de Vézelay, los pórticos de Aulnay y las esculturas de Toulouse y Poitiers pertenecen al principio del siglo XII. Desde entonces hasta mediados del siglo XII en Francia (y hasta treinta años después en Inglaterra, por ejemplo, en Rochester y Malmesbury) se construyeron tímpanos monumentales, pórticos y claustros trabajados con refinamiento y aún de estilo puramente románico, con numerosas figuras cuyo conjunto representa el juicio final o la venida del Espíritu Santo. La escultura y la ornamentación son muy ricas incluso en iglesias pequeñas como Kilpeck (Hereford) o Barfreston (Kent). Los grandes personajes y los animales fueron dejando sus rasgos bárbaros para adoptar una majestad humana. Copiaron sus actitudes y el dibujo de sus vestiduras de los manuscritos de los años precedentes. Estas obras maestras son casi todas anónimas; sin embargo, recientemente se ha descubierto a Gisleberto de Autún, un maestro genial.

Por la misma época se desarrolló la escultura en Italia central, en Lombardía y en Provenza. Pero fue con un estilo más mesurado y clásico que produjo obras más maduras, aunque desprovistas de la gracia particular y de la belleza juvenil de las mejores obras francesas y españolas. Se ve en ellas el influjo de los modelos clásicos. La escultura lombarda de estilo románico tardío degenera pronto en cierto retorcimiento, como puede verse en Pisa y en Roma. En Provenza, en San Trófimo de Arles y en San Gil del Gard los capiteles e incluso algunos personajes son quizá vestigios de la antigüedad imperial. Debemos recordar que la Italia de Hildebrando y la Lombardia de Enrique IV dieron pruebas de su vitalidad con obras arquitectónicas nuevas y grandes en las que trabajaron arquitectos y artistas de talento. Cuando estaba en su apogeo el conflicto entre el Pontificado y el Imperio, desplegaban todo su esplendor los dos conjuntos arquitectónicos más bellos de la Italia medieval: la plaza de San Marcos en Venecia y la catedral de Pisa. .

La música

En música, aún más que en arquitectura, en escultura y en pintura, los monjes y los eclesiásticos desempeñaron un papel predominante y hasta exclusivo, tanto en la composición como en la ejecución. Hay que recordar que el término medieval de «música» todavía conservaba en parte el sentido que había tenido en el antiguo quadrivium, donde se reducía a una ciencia cuasi matemática de las implicaciones de la armonía. Como arte, la única forma de música que tuvo alguna importancia histórica entre el ocaso de la música antigua y el siglo XI lo más pronto fue el canto de iglesia, llamado más tarde gregoriano o canto llano. El origen de este arte —tan familiar a oídos modernos después de su renovación y valoración por la crítica de los últimos setenta años— es aún muy oscuro. El manuscrito más antiguo con notación musical («neumas») descubierto hasta ahora data de fines del siglo IX. Por esa época no hay ninguna fuente autorizada que nos informe de la técnica y actividad musicales de Gregorio Magno. Por otro lado, la crítica moderna, que sugiere que las melodías del gradual romano tienen un origen nórdico y datan del siglo VIII, no explica ciertos hechos seguros de la historia de la música: el que antes del 850 todos los cantos se transmitieran oralmente o que, con frecuencia, se tuviera la preocupación de comprobar si los misioneros y reformadores propagaban bien la práctica del canto y del texto romano. Según las fuentes históricas inglesas más antiguas, entre otras Beda y su discípulo Egberto, entre el 593 y el 750 se importaron de Roma libros de oficio y maestros de coro. Pipino y Carlomagno recurrieron al mismo procedimiento cuando trataron de unificar y de purificar la liturgia y el canto. En esta época no podía transmitirse un texto más que por un hombre que lo practicase. Por eso puede decirse que hasta ahora no ha sido invalidada la hipótesis siguiente: en Gran Bretaña y en las regiones evangelizadas por los misioneros ingleses se difundió un solo estilo de canto del gradual, el antiguo estilo romano, y lo mismo ocurrió en Metz en tiempo de Crodegango y en Corbie en la época de Amalario. Es cierto que existían elementos galicanos de liturgia y de canto y que fueron mezclados con el núcleo romano por los eruditos y los músicos de la época carolingia. Esos elementos volvieron a Roma y fueron así herencia común de Europa. Sin embargo (evidentemente en una época posterior a Gregorio I), el canto del oficio y en parte las antífonas festivas y el santoral se formaron sobre todo en el norte de Francia. Por la misma época se compusieron melodías magníficas para las partes cantadas del ordinario, que pronto formaron convencionalmente unidades musicales —el Kyrie, el Gloria, el Sanctus y el Agnus Dei—; sólo una de estas composiciones puede atribuirse a un individuo concreto: es el Kyrie rex splendens, obra de san Dunstan de Canterbury (960-970). En lo que puede juzgarse, si los siglos vil y VIII fueron la edad de oro de la música romana, el IX y el X constituyen la época en que produjeron sus mejores obras los maestros de canto de los monasterios. Resultó una música de iglesia que por la gravedad, la variedad y flexibilidad de las voces de hombres y de niños nunca ha sido igualada. Por la riqueza de sus solos, antífonas y coros, esta música proporcionó sin duda los goces estéticos más elevados de la época. Se ha hecho notar que las bóvedas de cañón constituyen buenas cajas de resonancia para coros grandes. Así, pues, los monjes estuvieron en vanguardia durante dos siglos: compusieron, innovaron e hicieron descubrimientos técnicos. El más importante de ellos, el pentagrama musical, fue introducido progresivamente durante los decenios que precedieron y siguieron al año 1000. El monje Guido de Arezzo (hacia 990-1050) no lo inventó, sino que lo popularizó. Probablemente fue él quien determinó el nombre de las notas de la octava, ut, re, mi fa, sol, primeras sílabas de los versos del himno Ut queant laxis de san Juan Bautista. El período en que el oficio monástico fue una fuente de inspiración (en cuanto a las palabras y al canto llano) acabó en el siglo XII. Después se crearon nuevas misas y nuevos oficios, bien combinando frases antiguas o bien componiendo otras nuevas que carecían de la inspiración y calidad artística de los principios. Es probable que en los monasterios el canto siguiese fiel a la tradición y no se deformase antes del siglo XIII, al menos en lo referente al propio de la misa y al oficio. Pero no fue así entre los cistercienses, ya que Esteban Harding y san Bernardo intentaron unas simplificaciones que tuvieron resultados desafortunados. El canto llano se fue desnaturalizando más tarde de forma lenta pero progresiva. El período durante el cual fue reemplazado por las formas más modernas del canto oral llegó hasta el siglo XV.

En Occidente, a partir del siglo IX, la costumbre de modular (el melisma) la última vocal del texto —uso inaugurado en Roma varios siglos antes en el aleluya de después del gradual— se extendió a otras partes de la misa, como el Kyrie. Este melisma adoptó una duración exagerada y, con el nombre de «tropo», se sostuvo en algunas palabras y luego en un texto poético que tomó el nombre de prosa o secuencia. Finalmente esos elementos se desprendieron del aleluya para constituir un género independiente, hecho para la melodía sencilla. Al mismo tiempo, casi todas las partes de la misa y algunos elementos del oficio fueron compuestos en tropos con una exuberancia que variaba según la importancia de la fiesta. En el momento cumbre, es decir, en los siglos XI yXII, el canto de esos tropos alargaba desmesuradamente la duración de la liturgia. Este fue uno de los puntos en que los cistercienses censuraron a los benedictinos. En cuanto a las numerosas secuencias, quedaron en el misal hasta la reforma de Sixto V, que sólo dejó cinco en el rito romano.

Paralelamente a los tropos y a las secuencias, que sólo eran un desarrollo del canto llano, apareció una forma nueva: el organum. Originariamente se trataba de un soprano que cantaba una octava más alta que el coro. Después fue una voz que acompañaba la melodía una quinta o una cuarta por debajo. Luego fue la combinación de las dos cosas. AI fin consistió en una o varias voces que cantaban libremente en armonía con la melodía. Así nació la polifonía. Pronto se explotaron sus recursos en los coros de las catedrales y de los monasterios y se utilizaron voces de niños, que armonizaban con las de los monjes y sacerdotes. Hasta entonces, la música se había cultivado sobre todo en los monasterios. Sin embargo, la acción de los reformadores y la decadencia de la institución de los niños oblatos obstaculizaron su progreso. El desarrollo del canto y la música con medida se debieron probablemente a músicos laicos. Pero estas nuevas formas siguieron entrando en los coros de monjes y fueron el blanco de los inspectores y de los puristas. En música como en todas las demás actividades intelectuales y artísticas, los monasterios perdieron la iniciativa antes de la época de Inocencio III. A los monjes y más tarde a la piedad laica les correspondió la tarea de propagar los himnos y cánticos que hoy forman parte del patrimonio legado por el mundo medieval.

 

CAPITULO XXIII

EL SIGLO XIII