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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

NICEA. LA VICTORIA CONTRA EL ANTICRISTO

CAPITULO XVII

LA IGLESIA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO CUARTO

Fácilmente se comprende que los contemporáneos, testigos de este gran cambio de la historia, se sintieran como deslumbrados y, en su entusiasmo, vinieran a imaginarse que este Imperio, ya cristiano, debía ser como una imagen del Reino de Dios, en cierta manera materializado sobre la tierra. En realidad pronto surgirían los problemas. Para medir las dificultades que encontrará su solución es necesario tener presente la estructura de la sociedad y de la mentalidad cristianas del tiempo. Estructura bipolar: de un lado las instituciones propiamente eclesiásticas, de otro el emperador.

I. LAS INSTITUCIONES ECLESIASTICAS

Llegada a estos años (300-330), la Iglesia, que tiene ya tras sí casi tres siglos de historia, había tenido tiempo de desarrollar su organización; exceptuando el monacato, que se halla todavía en sus comienzos, todas sus instituciones fundamentales están ya en marcha y han alcanzado un estadio de desarrollo próximo a la madurez.

Se ha podido definir el Imperio romano como un mosaico de ciudades dotadas de una cierta autonomía; de igual modo la Iglesia “católica”, es decir, universal aparece repartida en una serie de comunidades locales bajo la autoridad de un obispo: la iglesia episcopal es la unidad básica de todo este conjunto de instituciones.

Se ha llegado a una distinción neta entre la masa de los fieles y el clero, que a su vez se halla fuertemente jerarquizado: obispo, presbíteros, diáconos, subdiáconos, aunque no esté bien marcada aún, al menos a nuestros ojos, la frontera entre los últimos grados de los clérigos menores y los simples empleados de la iglesia; por debajo de los porteros (ostiarios), los enterradores, fossores, copiatae, fueron contados durante mucho tiempo entre los clérigos. Por otra parte las agrupaciones, ordines, de viudas, de vírgenes consagradas, de diaconisas poseen un estatuto que las clasifica aparte de los simples fieles. Finalmente, esta distinción entre clérigos y laicos no impide que los más cultos, los más ricos y más generosos de estos últimos ejerzan una influencia a veces importante en la administración. Veremos, a menudo, deplorar la intervención de mujeres intrigantes, de ricas bienhechoras, sobre todo, en las elecciones episcopales. Porque, en principio, es todavía el pueblo cristiano quien elige a su obispo y así lo será a veces de hecho, aunque en la mayoría de los casos la elección sea realizada por el clero local (tal es el caso de Roma), por los obispos de la provincia o de la región.

Si geográficamente el organismo básico es la iglesia local, urbana (el cristianismo se acomodará, a menudo, al marco de la ciudad, aunque no siempre exista coincidencia), la unidad de la Iglesia no se disuelve en su multiplicidad. Desde el siglo IV se esboza una coordinación que abre el camino a una estructura más compleja y más jerarquizada. Los obispos de una misma provincia romana (la influencia de los esquemas administrativos romanos es evidente) o de una región más vasta tienden a agruparse en torno y bajo la autoridad de un metropolitano que es casi siempre el obispo de la ciudad y de la iglesia principales.

La institución, que comienza entonces, comprende una multitud de variedades regionales. En Egipto, por ejemplo, donde los obispados son muy numerosos y la vida urbana se encuentra poco desarrollada, el episcopado se unifica y está bajo el estrecho control de la autoridad con frecuencia imperiosa de la sede de Alejandría. El Africa latina posee igualmente una cierta unidad de conjunto, pero mucho más abierta; es cierto que el obispo de Cartago goza de cierta preeminencia, pero las distintas provincias conservan su autonomía; así Numidia, cuyos obispos reconocen como jefe o primado no al titular de una sede determinada, sino a su decano, senex, por antigüedad en el episcopado.

La Italia peninsular (al sur de una línea Siena-Arezzo), aunque dividida en tres provincias en la administración civil, desde el punto de vista eclesiástico está unificada; todos sus obispos se hallan igualmente sometidos a la autoridad directa de la sede romana que para ellos desempeña la función de metrópoli común.

Ciertamente la influencia de la Cathedra Petri llega más allá de estos límites y ejerce ya una irradiación universal, pero si su primado de honor no es discutido y se le reconoce una autoridad particular en el plano doctrinal, su poder disciplinar, como jurisdicción de apelación, prácticamente no aparece todavía; será preciso esperar bastantes generaciones para que sea reconocido como uno de los órganos necesarios para el funcionamiento normal de la institución eclesiástica.

2. EL EMPERADOR CRISTIANO

La frontera entre lo temporal y lo espiritual, lo profano y lo sagrado no se establece entre las instituciones de la Iglesia y las del Imperio; se insinúa de manera a veces dramática en el interior mismo de la personalidad enormemente compleja del emperador cristiano.

Este no es sólo el jefe responsable de la ciudad terrena, del Estado, de esta patria romana en peligro que es preciso esforzarse por salvar, aunque sea al precio que hemos dicho. De generación en generación asistimos al crecimiento de los peligros; la salvación del Imperio exige en todos los planos, demográfico, militar, fiscal, un esfuerzo cada vez más enérgico; de ahí una aspereza creciente, cada día más severidad, más terror. El recluta que se mutilaba para escapar al servicio militar era enrolado, bajo Constantino, a la fuerza para ser utilizado, en los servicios auxiliares; a partir de Valentiniano será condenado a muerte, y a una muerte terrible: quemado a fuego lento, suplicio bárbaro introducido bajo Diocleciano. A partir de Teodosio no son sólo los soldados quienes serán marcados con hierro candente como presidiarios, sino también los obreros de las fábricas del Estado.

A pesar de semejantes violencias, el Imperio no puede captarse el alma entera de todos sus súbditos, porque en una época tan profundamente impregnada de preocupaciones religiosas el hombre no se considera sólo como un ciudadano del Estado, al servicio de una patria terrestre, sino también, y quizá sobre todo, “ciudadano del cielo”, miembro de una sociedad espiritual en cuyo seno encuentra su solución el problema a sus ojos fundamental, el de sus relaciones con Dios.

Ahora bien, el emperador mismo, y en cuanto emperador, no queda al margen de este dominio de realidades espirituales. Los problemas religiosos ocupan demasiado espacio en las preocupaciones de sus súbditos y en su vida diaria para que pueda concebirse siquiera en esta época una política de separación entre Iglesia y Estado; existe una íntima compenetración entre ambos; los mismos interesados serán los primeros, como se verá, en reclamar la intervención del emperador y de sus servicios en sus querellas religiosas.

No se ha de interpretar esta acción como una simple operación de policía cuyo objetivo fuese suprimir los motivos de desorden y restablecer entre los hombres la paz necesaria para el buen funcionamiento de la sociedad. El interés que lleva al emperador a las cuestiones religiosas es mucho más directo, más profundo; también, él participa en el espíritu de la nueva religiosidad. Hemos dicho que al hacerse cristiano el emperador no había perdido nada de su carácter sagrado, ocurre más bien lo contrario.

Unificando bajo su autoridad todo el mundo romano, el mundo civilizado. el poder imperial aparece como una imagen terrestre de la monarquía divina. Manifestación visible de Dios sobre la tierra, verdadera teofonía, el “piadosísimo” emperador, “amado de Dios”, se siente responsable ante éste de la salvación de sus súbditos y no simplemente de su bienestar temporal; se siente llamado a guiar el género humano hacia la verdadera religión que él proclama y enseña. Sus teólogos de corte llegan a atribuirle una especie de poder episcopal que se extiende a todo el Imperio; se trata sólo de una imagen y de recursos de panegírico que no convendrá forzar demasiado. Conviene señalar que el emperador cristiano del siglo IV tiene de sus deberes para con la Iglesia una concepción bastante más amplia que la de un “brazo secular”, en el sentido que tendrá esta expresión en la Edad Media occidental.

El emperador, por ejemplo, no se contenta con facilitar la reunión de concilios y apoyar con su autoridad la realización de sus decisiones. Es él mismo quien toma la iniciativa de convocarlos, quien les escoge los problemas dogmáticos o disciplinares que deberán tratar. Sigue las discusiones, ayuda al triunfo de la mayoría, al establecimiento de la unanimidad; y todo esto le obliga a hacerse una opinión sobre los problemas propiamente eclesiásticos que se discuten, lo cual le lleva fatalmente a tomar parte activa en su elaboración. No pronunciemos demasiado pronto a este respecto la palabra cesaropapismo que supone elaboradas ya nociones extrañas al pensamiento de la época; digamos simplemente que, cristiano, el emperador se considera naturalmente como el jefe del pueblo cristiano, nuevo Moisés, nuevo David, a la cabeza del verdadero Israel, el de la Nueva Alianza.

Lo que hemos dicho define un ideal cuya realización práctica originará pronto dificultades insolubles. Semejante ideal de coordinación entre la ciudad terrena y la ciudad de Dios, de cooperación entre las instituciones propiamente eclesiásticas y las de un Estado que se considera cristiano, supone que la Iglesia y el Emperador están plenamente de acuerdo en lo esencial, es decir, en el contenido de la fe; apenas deje de ser ortodoxo, el santísimo y piadosísimo emperador se convertirá en un tirano, un perseguidor, un precursor del Anticristo, esbirro de Satán.

Ahora bien, con la paz constantiniana comienza en la historia de la Iglesia un período de violentos debates teológicos en que la misma definición del dogma va a ser tema de discusión; por añadidura se plantearán graves litigios personales relativos a la validez canónica de nombramientos o deposiciones de obispos, de excomuniones. ¿Quién decidirá el derecho? ¿Quién definirá la verdad? No olvidemos que, en la situación en que los hemos encontrado, los organismos interiores de la Iglesia todavía no estaban en condiciones de formular la solución buscada con una claridad y una autoridad suficientes para imponerse a todos los fieles de buena voluntad. Naturalmente los emperadores se verán impulsados a tomar partido, pero su autoridad encontrará resistencias y fracasará más de una vez por obra de convicciones nacidas en una región demasiado profunda del alma religiosa para someterse a una autoridad impuesta desde el exterior.

Desde Gibbon y Hegel se ha descrito a menudo el Bajo Imperio como un periodo agitado en que reina la debilidad, la mezquindad y la falta de carácter. Es cierto que no faltarán ejemplos de servilismo y veremos con excesiva frecuencia amplios sectores de la opinión cristiana, comenzando por el episcopado, que siguen dócilmente, hasta en sus variaciones, la línea teológica adoptada o sostenida por la corte. Pero el siglo IV es también un siglo de fuertes personalidades, de esos hombres de acero que supieron hacer frente a los poderosos de la época y oponer a toda violencia la firmeza de su fe: baste pronunciar aquí el nombre de Atanasio de Alejandría que, a lo largo de su episcopado, logrará un total de diecisiete años y medio de exilio, cinco destierros sucesivos bajo cuatro emperadores.

Epoca de caracteres altivos, pero también de espíritus enteros y de cismas obstinados, porque todas estas resistencias no nos aparecen, retrospectivamente y desde un punto de vista teológico, igualmente justificadas. Pero era conveniente evocar brevemente su presencia para que el lector comprenda la estructura bipolar del Imperio cristiano, según acabamos de analizarlo, fue algo más que un reparto de jurisdicciones entre hombres de Iglesia y hombres de Estado; se trata de algo mucho más complejo y más grave: un verdadero “cisma del alma”, para hablar como Arnold J. Toynbee, que, por encima del plano de las instituciones, penetraba en el de las conciencias que a menudo se nos presentan como escindidas entre dos fidelidades igualmente exigentes, pero contradictorias.

3. LOS CISMAS NACIDOS DE LA PERSECUCION : EL DONATISMO

El primer problema interior a la Iglesia del que debió ocuparse el emperador Constantino pocos meses después de su victoria sobre Majencio nos permite asistir al desarrollo vivo de la lucha entre estas tendencias. Se trata del cisma africano de los donatistas, la más grave de las crisis locales suscitadas por las consecuencias de la persecución de Diocleciano.

Fenómeno constante: al llegar la persecución, las almas débiles flaquean, para arrepentirse luego una vez desaparecido el peligro. Hemos visto ya cómo sucedió así en tiempos de san Cipriano después de la persecución de Decio. Y se presenta de nuevo después de la más grave que veíamos comenzar en 304-305; en Egipto, por ejemplo, donde desde 306 el obispo Melecio de Lycópolis se enfrenta con el jefe del episcopado egipcio, el futuro mártir, Pedro de Alejandría, entonces encarcelado, cuya actitud frente a los lapsi considera demasiado benigna. Arrestado a su vez y deportado a las minas de Phaeno en Palestina, Melecio continúa allí su agitación, multiplica las ordenaciones y, a su regreso, organiza en Egipto una jerarquía cismática, “la iglesia de los mártires”, frente a la jerarquía católica; todo lo cual trae consecuencias a veces muy graves que vendrán a complicar, interfiriéndose con ellas, las del arrianismo.

El donatismo tiene un punto de partida más limitado, pero sus consecuencias son más graves que las del cisma de Melecio. Esta vez no se trata de lapsi, sino solamente de la suerte de los obispos que habían consentido en la traditio que buscaba el primer edicto de Diocleciano, acusados de traditores, de haber “traicionado” la fe “entregando” los Libros Santos a los magistrados que efectuaron los registros policíacos en las iglesias. Ya el concilio provincial de Numidia, celebrado en Cirta el 5 de marzo de 305, había mostrado con qué encono los obispos africanos se juzgaban y corregían mutuamente (como suele suceder, los más ardientes en acusar a los otros no siempre estaban libres de reproche).

El punto de partida de todo el problema fue la elección en 312 del archidiácono Ceciliano para la sede de Cartago, que despertó la oposición de un partido local, de tendencia más rigorista apoyado por el episcopado númida; en términos bien precisos sus oponentes negaban la, validez de la consagración episcopal de Ceciliano, pues uno de los tres obispos que en ella intervinieron, Félix de Apthungi, era considerado culpable de traditio. Contra Ceciliano fue elegido otro obispo al que poco después sucedió, por traslado desde su primera sede de Casae Nigrae, el grao Donato, hombre enérgico y activo que fue el verdadero organizador de la Iglesia cismática a la que la historia ha dado su nombre.

 

EL CRISTIANISMO EN AFRICA

 

Los donatistas, en efecto, atribuían tal gravedad al crimen de traditio que el simple hecho de estar en comunión con uno de estos culpables (y, a medida que pasaba el tiempo, de estar en comunión con los herederos de quienes anteriormente habían estado en comunión con estos culpables) bastaba para contraer la misma mancha, para convertirse a su vez en traditor, apóstata, indigno del nombre cristiano. Todos los sacramentos dados o recibidos por los traditores eran considerados nulos : los donatistas rebautizaban a los católicos que, por propia voluntad o por la fuerza, entraban en sus filas. Así el cisma se propagó como mancha de aceite; y no solamente en Cartago, sino también en un gran número de sedes episcopales de Africa se vio alzarse obispo contra obispo, llegando a enfrentarse dos jerarquías paralelas, “la iglesia de los santos” contra la de los traditores, donatistas contra católicos.

Al haber reservado Constantino expresamente a los católicos el beneficio de las subvenciones y exenciones concedidas al clero, los donatistas tomaron la iniciativa —el hecho merece ser destacado— de complicar al emperador en sus diferencias con Ceciliano (15 de abril de 313); sus pretensiones fueron declaradas sin fundamento por las instancias sucesivas ante las que se presentó el conflicto: un sínodo romano celebrado en el palacio de Letrán bajo la presidencia del papa (15 de febrero de 314), un concilio de obispos galos (Arles, 1° de julio de 314), el tribunal del mismo emperador con sede en Milán (10 de noviembre de 316), informado por investigaciones minuciosas realizadas mientras tanto por sus representantes en Africa (poseemos las actas e informes que tan vivamente revelan la atmósfera de terror policíaco característica del régimen.

Para acabar, oídas ambas partes, Constantino decide poner en la balanza el peso de la autoridad secular y en la primavera de 317 promulga una ley severísima contra los cismáticos, ordenándoles entregar sus iglesias. Se desata una reacción en cadena: seguros de sí mismos, obstinados en sus convicciones, los donatistas se niegan a obedecer, resisten; el ejército interviene, reprime, hay motines violentos, víctimas honradas al punto al igual que los mártires, la obstinación de los cismáticos logra triunfar del poder que el 5 de mayo de 321 se resigna a concederles la tolerancia.

Con este golpe, el partido de Donato se extiende, se fortifica, se afirma con intransigencia. El mismo proceso va a repetirse durante todo el siglo, con la misma alternancia finalmente estéril de represión y de laissez-faire: en 347 Constantino persigue de nuevo a los donatistas; Juliano (361-2), por el contrario, los favorece encontrando útil el expediente de dejar a los cristianos luchar entre sí; Graciano confisca de nuevo sus iglesias (376-7), etc., hasta el episodio final de 411: después de haber cambiado cinco veces de política, el emperador Honorio reúne una gran conferencia contradictoria en que se enfrentan por última vez los dos partidos y en la que san Agustín, en las filas católicas, desempeña un papel de primer orden; una vez más los donatistas ven desestimadas sus demandas y declarados fuera de la ley, pero es demasiado tarde: pronto (429) llegarán los vándalos, cuya invasión señala el fin del Africa romana.

El Africa cristiana gastó sus energías en esta aventura; no sin dolor constatamos la paralización que esto supuso para su expansión misionera. Nos sentimos confundidos ante la amplitud de un incendio provocado por un motivo tan delimitado, ante semejante desbordamiento de fanatismo y de violencias. Como siempre, el historiador quisiera descubrir, más allá del punto de partida ocasional, las causas profundas de un movimiento como éste.

Se las ha buscado a veces en el plano político: ¿No sería el donatismo la expresión de una resistencia nacional contra el dominio colonial de Roma? En realidad, nuestros documentos no denuncian ningún sentimiento nacional bereber y, si entre las filas donatistas aparecen elementos propiamente bereberes, debemos ver en ello más bien un índice de orden social: parece cierto que el cisma arraigó particularmente en las clases más humildes de la sociedad y, por tanto, en las menos profundamente romanizadas.

Sus fuerzas de choque, a las que vemos realizar violencias, a menudo criminales, contra los católicos y especialmente contra el clero, se reclutan entre las bandas de “circumcelliones”, vagabundos sin hogar y quizá más precisamente obreros agrícolas, un proletariado víctima de la evolución económica y del régimen agrario. En su acción existe un elemento revolucionario: los vemos exigir con la amenaza la abolición de las deudas, aterrorizar a los terratenientes, defender a los humillados: una partida de circumcelliones encuentra un día a un rico señor confortablemente sentado en su carruaje, mientras un esclavo corre delante; se detienen, hacen sentarse al esclavo en el sitio del amo y obligan a éste a correr en el sitio del otro.

Pero no se ha de eliminar el aspecto propiamente religioso de esta historia: es normal, en un período de intensa religiosidad, que se expresen y desaten bajo forma religiosa los complejos políticos o sociales. Acaba por crearse una atmósfera doctrinal y una espiritualidad características del donatismo cuyo carácter patológico no pueden dejar de lamentar el teólogo y el psicólogo. La iglesia cismática se creía una “iglesia de santos”, sin compromisos de ninguna clase con el siglo, trátese del emperador perseguidor o del conjunto de la Iglesia universal comprometida con los traditores. Se daba esta buena fe, característica del espíritu sectario, seguro de tener razón contra todos, de ser soldados de Cristo que luchaban por la buena causa: su iglesia era también la iglesia de los mártires.

La veneración entusiasta y supersticiosa en que envolvían el culto a sus recuerdos y a sus reliquias, esta glorificación y apología del martirio, llevaba a los donatistas a aceptarlo con alegría, a buscarlo, a provocarlo; seguros de participar en la suerte de las gloriosas víctimas de Diocleciano, los fanáticos aprovechaban los choques con la policía o con sus adversarios los católicos, o suscitaban ellos mismos incidentes y a veces llegaban incluso hasta el suicidio: tenemos documentación sobre casos de suicidio colectivo (precipitándose en un barranco o encendiendo una hoguera) que anuncian los excesos análogos llevados a cabo entre los “cismáticos”, los Raskolniki, de la iglesia ortodoxa rusa en el siglo XVII.

Resulta ciertamente fatigoso recorrer las largas controversias, abrumadoras por su monotonía, sostenidas por los doctores católicos Optato de Mileve (aprox. 365-385) o san Agustín (sobre todo entre 394 y 420) a propósito del caso de Ceciliano, si se nos permite llamar así a la querella donatista, por alusión del caso Dreyfus (en ambos se trata de un hecho histórico ásperamente disputado y a propósito del cual se desencadenan pasiones incontrolables). El movimiento fue pobre en consecuencias doctrinales, aunque con este motivo la Iglesia latina se viera obligada a precisar su doctrina sobre la validez de los sacramentos ex opere operato (cualquiera que sea la indignidad personal del ministro) y sobre todo a recoger y desarrollar su teología de la unidad, nota esencial de la Iglesia, unam sanctam. Pero mientras tanto, en los países orientales había surgido otra contienda, doctrinal ahora en primer término: el arrianismo.

 

CAPITULO XVIII

ARRIO Y EL CONCILIO DE NICEA

 

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