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VICTORIA DEL CRISTIANISMO: VICTORIA DE LA IGLESIA CATÓLICACAPITULO XXVI EL ORIENTE CRISTIANO
I. CRECE LA TIRANTEZ ENTRE EL ORIENTE Y EL OCCIDENTE CRISTIANOS
Hasta ahora hemos podido estudiar la
historia del cristianismo en cierta manera globalmente, como un todo, sin tener
que atender demasiado a diferencias regionales. Excluida la parte destinada a
las jóvenes iglesias exteriores establecidas por la misión en países bárbaros
(y, como se ha visto, esta parte era bastante limitada), lo esencial de esta
historia se desarrollaba dentro del cuadro del Imperio romano y reflejaba la
fuerte unidad de éste, unidad de orden político, económico, social y cultural.
Sin embargo, ya durante el siglo IV
aparecían inquietantes síntomas de agotamiento. Cada vez con mayor frecuencia
la administración y el mismo gobierno se veían divididos entre varios
soberanos, cada uno de los cuales reinaba en una parte determinada del Imperio;
desde la abdicación de Diocleciano a la muerte de Teodosio, es decir, durante
casi un siglo (305-395), se puede calcular que el mundo romano sólo estuvo bajo
la autoridad de un sólo soberano durante veintidós años y unos meses.
Ciertamente la vieja noción romana de colegialidad permitía salvaguardar la
unidad del Imperio en cuanto entidad jurídica: las leyes dictadas por cada
emperador, teóricamente son dictadas en nombre de todos; pero detrás de esta
unanimidad de fachada se esconden políticas autónomas y a veces divergentes.
Así en materia religiosa, como hemos constatado, Constante y su hermano
Constancio, Valentiniano y su hermano Valente, los primeros en el Occidente
latino, los segundos en Oriente, adoptaron una actitud totalmente distinta
frente a los problemas planteados por el arrianismo. Con los hijos de Teodosio
o más bien con sus ministros, Estilicón en Italia, Rufino, Eutropio..., en Constantinopla,
de 395 a 408, las dos mitades del Imperio aparecen no sólo separadas, sino
antagonistas e incluso en conflicto abierto. Después de ellos la unidad sólo
será restablecida de forma provisional (durante cuatro meses en 423) o
ficticia.
Esta fachada constitucional no debe
ocultarnos el verdadero drama político que tiene lugar durante el siglo V y en
cuyo seno se hizo radical la separación: las dos mitades del orbis romanus reaccionaron de modo muy
distinto frente al fenómeno mayor que representaban las invasiones germánicas.
Pudo creerse que el Imperio de Oriente, tan pronto y tan duramente atacado (el
emperador Valente pereció en el desastre de Andrinópolis el 378), sucumbiría
necesariamente bajo la presión bárbara. Pero, como se sabe, no sucedió así: con
su capital Constantinopla, este Imperio, tradicionalmente llamado bizantino,
logró mantenerse y sobrevivir hasta 1453, y esto a pesar de que tuvo que
luchar constantemente en dos frentes, en Europa y en Asia.
Pueden hacerse remontar a los años 400-401
los comienzos de este movimiento de restauración nacional: en el interior es
entonces cuando triunfa el partido opuesto a la influencia de los mercenarios
bárbaros; en el exterior, una política egoísta, pero hábil, logra desviar hacia
Italia y el Occidente la amenaza de los visigodos de Alarico que hasta entonces
habían asolado la península balcánica y Grecia; la lección no será desaprovechada,
y a finales del siglo el Imperio de Oriente se desembaraza igualmente de los
ostrogodos de Teodorico que marcharán igualmente a la conquista de Italia
(488-493).
Mientras tanto, como se sabe, el Imperio
de Occidente se había hundido ante el empuje de los bárbaros: el 30 de
diciembre de 406 la frontera del Rhin quedaba rota lo mismo que, una generación
antes, la del Danubio; la Galia y con ella el conjunto de pueblos latinos ven
llegar oleadas de invasiones sucesivas. Los contemporáneos comprendieron dolorosamente
el acontecimiento simbólico que representó la conquista y el saqueo de la misma
Roma por Alarico en 410; pero se trataba simplemente de un episodio en el
interior de una larga serie de pruebas que acabarían por desplazar en todas
partes el poder romano mediante el dominio de los invasores y fragmentar la
unidad imperial en un conjunto de reinos prácticamente independientes.
Es cierto que hasta 476 el Imperio de Occidente
todavía poseyó nominalmente un titular, pero en la mayoría de los casos era un
simple juguete en las manos de un protector bárbaro, jefe del ejército y único
soberano verdadero del país. Y si, entonces o más tarde, algunos de estos
reyes germánicos reconocieron la soberanía nominal del emperador de Rávena o de
Constantinopla y gobernaron en su nombre, esto sólo era para ellos un medio de
asegurar su legitimidad y de aumentar su prestigio sin apropiarse realmente de
su poder. Cuando en 486 caen en poder de los francos las últimas regiones de la
Galia que teóricamente seguían siendo romanas, todo el Occidente queda de hecho
perdido para el Imperio. En el siglo VI el esfuerzo tenaz de Justiniano no
logrará reconquistar más que el África vándala, una parte ínfima de España y
de la Italia peninsular. Reconquista difícil y por otra parte precaria; apenas
había quedado ultimada (562), la amenaza de una nueva invasión, la de los
lombardos, se perfilaba en las fronteras de Italia (568).
El país que más trastornos sufre a
consecuencia de las invasiones es el comprendido entre el Danubio y el
Adriático, ese Ilírico que durante los siglos III y IV había sido una plaza
fuerte de la romanidad, un vivero de soldados y emperadores. Su situación geográfica
lo convertía desgraciadamente en un punto de partida o un sitio de paso
obligado para los invasores; así vio sucesivamente afluir, confluir, a veces
refluir a germanos, turcos y eslavos, visigodos, ostrogodos, hunos, eskiros,
rugos, gépidos, hérulos..., lombardos, búlgaros, antos, eslovenos, ávaros...
Este país había sido como un puente tendido entre Oriente y Occidente; ante las
constantes embestidas se viene abajo a partir de 380; sólo se mantienen los
dos pilares extremos; en el centro la romanidad se repliega hacia la costa
dálmata. Pero la aparición de esta laguna, en cierta manera material, entre
las dos mitades del mundo mediterráneo coincide cronológicamente con otro
fenómeno macroscópico: la ruptura de la unidad cultural que englobaba dentro de
una misma civilización imperial romana a países griegos y países
latinos.
La historia comparada de las civilizaciones,
extraordinariamente sensible al pequeño número de las que fueron verdaderamente
originales, subraya la unidad de la civilización helenística y romana, al final
de la República y en los primeros siglos del Imperio; la cultura de expresión
latina aparece como una rama lateral desarrollada tardíamente en el tronco
vigoroso del helenismo. En tiempo de Cicerón, ser culto era saber griego : pero
el surgimiento y muy pronto la ilustración de una literatura latina originó,
como consecuencia, un abandono del griego, como en la época moderna el latín perdió
en todas partes terreno ante las literaturas nacionales. Este fenómeno se hace
ya sensible a finales del siglo primero, como aparece en el caso de Quintiliano;
a comienzos del V la emancipación de la cultura latina es un hecho consumado,
y además interviene otro fenómeno que empuja en la misma dirección: el
agotamiento del Imperio agobiado por las invasiones bárbaras ocasionó un
descenso en el nivel general de la cultura en Occidente.
Como es natural, este retroceso del helenismo
no se manifestó de manera homogénea; algunos ambientes sociales o culturales
lograron defenderse durante más o menos tiempo: la aristocracia, la medicina,
la filosofía sobre todo. Entre estos factores de resistencia figura el
cristianismo, esa religión oriental representada por su élite de teólogos
profesionales. Pero también aquí la diferenciación se consolida cada vez más:
de forma simbólica podemos situar el plano de separación entre san Ambrosio y
san Agustín.
El primero muere en 397, habiendo unido
siempre en la misma fidelidad y la misma esperanza la patria romana y la fe
cristiana. Es significativo verle, hacia el fin de su vida, escribiendo a la
reina de los marcomanos Frigitila, intentar atraerla, a ella y a su pueblo, a
la órbita de Roma, al mismo tiempo que responde a su deseo de ser instruida en
la religión cristiana. Nacido de una de las grandes familias de Roma, aprovechó
la educación tradicional que en ellas se mantenía; como aristócrata sabe
griego, hecho que, cuando debe improvisar su actuación como teólogo, le permite
asimilar fácilmente no sólo los maestros clásicos, Filón, Orígenes, sino
también las producciones de los más recientes de sus contemporáneos orientales;
su De Spiritu Sancto (381) sigue de
cerca los tratados paralelos de Dídimo de Alejandría, san Basilio (375), san
Gregorio de Nacianzo (380).
Una diferencia de nivel social aumenta la
distancia que lo separa de san Agustín, quince años más joven. Este, nacido en
una cuna más baja, recibió una formación más estrecha, más utilitaria; no
aprendió bien ni sabrá nunca bien el griego; signo del tiempo, esta laguna no
le impide, como hemos visto, hacer una carrera brillante como profesor de
retórica. Pero ¡con qué rapidez ha cambiado el contexto histórico! San Agustín
morirá el año 430 en su ciudad episcopal de Hipona sitiada por los vándalos; la
primera caída de Roma en 410 lo había llevado a meditar en la contingencia
radical de toda patria terrena y a formular en su Ciudad de Dios (413-427) los
principios de una teología cristiana de la historia. Puro latino, en gran
medida autodidacta (¿hay que decir a pesar de o a causa de este handicap?), san
Agustín se verá en cierta manera acosado a la originalidad.
En realidad, bajo el impulso de su genio,
es él quien, en su De Trinitate (399-419),
elaborará la primera teología propiamente occidental del gran misterio divino,
cualesquiera que sean los méritos de pioneros que en este dominio correspondan
a Tertuliano o a Hilario de Poitiers. En el plano de la historia de la cultura, la obra de san Agustín aparece como la
prolongación y el coronamiento de la que habían inaugurado las primeras obras
maestras de Cicerón y Virgilio; con él y en gran medida gracias a él, la
Iglesia latina conquista su autonomía doctrinal y el Occidente su madurez.
En adelante los lazos entre griegos y
latinos se aflojan cada vez más. Los griegos nunca habían manifestado excesiva
curiosidad por los que a sus ojos seguían siendo bárbaros; las únicas
excepciones notables provienen de tres ambientes netamente circunscritos: el
ejército, el Derecho, la corte imperial de Constantinopla; pero durante los
siglos V y VI los vemos progresivamente reabsorbidos por el helenismo. Por
parte de los latinos, las relaciones inversas tendrán lugar en situaciones
particulares( el caso de los monjes “escitas”, es decir, oriundos de la
Dobrogea latina, instalados en Constantinopla), en vocaciones excepcionales
(las de los últimos filósofos como Claudiano Mamerto en la Galia del siglo V,
de Boecio en la Italia del VI), o en el caso de técnicos, especialistas de relaciones
culturales; entre san Ambrosio y san Agustín, san Jerónimo nos ofrece un
ejemplo característico a este respecto: un latino, pero formado en Oriente,
definitivamente instalado en Belén a partir de 386, esencialmente ocupado
—aparte la polémica— en un trabajo de traducción y adaptación.
En estas condiciones, ¿cómo extrañarse de
que las dos mitades de la Iglesia comiencen poco a poco a vivir cada una por su
lado un destina particular? Ciertamente todavía no puede hablarse de separación
definitiva, aunque no faltan desavenencias pasajeras: así, la comunión entre
las sedes de Roma y Constantinopla se ve rota once años Consecutivos a raíz de
la deposición irregular de san Juan Crisóstomo (404-415), durante treinta y
cinco a causa de la política de apaciguamiento frente a los monofisitas
adoptada por los emperadores Zenón y Anastasio (484-519).
Como en el plano político y cultural, los
primeros síntomas de una evolución divergente son perceptibles bastante antes
del siglo V. Durante la larga crisis arriana se ha visto cómo el Oriente por un
lado, Roma y el Occidente (con el Egipto de Atanasio) por otro, reaccionaban de
modo diferente, el uno más sensible al peligro sabeliano, los otros a la
herejía subordinacionista: del concilio de Tiro (335) al sínodo de Antioquia
(379) la oposición permaneció casi constante, llegando a veces al cisma, como
en el concilio de Sárdica en 343, intento fracasado de reunir a todo el
episcopado del Imperio: los obispos orientales se niegan a sentarse junto a sus colegas de Occidente y
marchan a celebrar un contra-sínodo «en Filipópolis.
Sin embargo, en el siglo IV las relaciones
eran todavía frecuentes; la misma crisis arriana fue ocasión de mutuo
intercambio. ¡Cuántos contactos fecundos! Concilios, embajadas..., recuérdese
también el caso tan frecuente de los exiliados: por haber acogido a Arrio, el
Ilírico se convierte en un foco de arrianismo; en Tréveris, en Roma, Atanasio
estrecha sus lazos con el Occidente, le da a conocer el nuevo ideal monástico;
inversamente muchos obispos latinos, deportados en Oriente, encuentran allí una
ocasión inesperada de aprender, de pensar o de actuar: Hilario de Poitiers,
Eusebio de Vercelli, Lucifer de Cagliari...
Por otra parte, aunque sus puntos de vista
fuesen muy distintos, lo que apasionaba a unos y a otros era el mismo problema
trinitario. En los siglos V y VI, en cambio, las grandes polémicas teológicas
que van a agitar y a veces desgarrar a la Iglesia resultan propias de cada uno
de los dos ambientes culturales. Los problemas cristológicos, las herejías que
ocasionan, apolinarismo, nestorianismo, monofisismo, serán en cuanto a lo
esencial problemas específicamente orientales; el pelagianismo, por el
contrario, aparece como la primera herejía occidental (si no se tiene en cuenta
el priscilianismo): los griegos jamás se plantearon realmente el problema que
enfrenta a san Agustín y Pelagio o Julián de Eclano, problema que va a
obsesionar y como a modelar la psyche occidental.
Naturalmente afirmaciones tan masivas
exigen una matización. Existieron relaciones de orden personal y quizá
doctrinal entre los campeones del pelagianismo y del nestorianismo; el papel
creciente reconocido al papado obliga a los teólogos latinos a ocuparse de los
problemas debatidos en Oriente; la autoridad romana intervendrá a veces en un
momento decisivo, como se verá en el caso de san León en el concilio de
Calcedonia (451); finalmente, la reconquista de Justiniano volverá a colocar a
Roma y Cartago bajo la autoridad del emperador de Constantinopla, autoridad que
se ejerce también en el dominio religioso, de donde resulta, aunque a propósito
de conflictos, una ocasión de nuevos contactos. En un sentido más general,
gracias a los agentes de unión a que nos hemos referido, jamás hubo
interrupción total en las relaciones religiosas y culturales entre el
Occidente latino y el Oriente griego.
Pero todos estos hechos, cuya existencia e
interés la historia se afana por subrayar, no hacen más que aportar algunos
retoques de detalle al cuadro de conjunto que anteriormente habíamos esbozado.
Es innegable que las dos mitades del mundo cristiano se separan cada vez más
una de otra en el transcurso de estos dos siglos: a la unidad romana característica
de la Antigüedad sucede la división, tan cargada de consecuencias, entre
Oriente bizantino y Edad Media latina. No se trata solamente de trabajos
teológicos que se oponen, sino de todo un estilo de vida cristiana que se
diversifica: instituciones eclesiásticas, liturgia, ideal monástico, piedad
popular, inserción del cristianismo en la vida diaria, en todos los dominios
aparecen rasgos divergentes. Nos creemos, pues, justificados para proponer al
lector un estudio separado de cada una de estas mitades.
2. LAS PRIMERAS POLEMICAS CRISTOLÓGICAS : DE APOLINAR A NESTORIO
Del problema trinitario suscitado por el
arrianismo, el de la estructura ad intra de la realidad divina, el Oriente cristiano de los siglos V y VI pasó al que se
ha de llamar propiamente cristológico: ¿cómo en el Verbo encarnado lo que viene
de Dios y lo que es del hombre se unen para constituir un único Señor
Jesucristo? Las dos cuestiones sólo se distinguieron progresivamente;
cronológicamente avanzan juntas y en su origen se presentan entremezcladas.
Puede hacerse remontar el comienzo de estas largas contiendas relativas a la
economía de la Encarnación a las disensiones que se manifestaron en el interior
mismo de las filas nicenas en 362 —ya lo señalábamos a su tiempo—, con ocasión
del concilio de los Confesores reunido en torno a Atanasio en Alejandría.
Para captar el problema en su raíz es
preciso remontarse más lejos todavía. Existió una cristología arriana: los
anomeos, y ya antes de ellos los primeros discípulos de Arrio, habían imaginado
hacer desempeñar al Verbo divino el papel de principio vital que realiza
normalmente el alma en el hombre, lo cual permitía hacerle cargar con la
responsabilidad de tas debilidades que presenta Jesús en los relatos
evangélicos (tiene hambre, sed; se sienta fatigado junto al pozo donde dialoga
con la samaritana, llora ante la tumba de Lázaro, se estremece ante la idea de
la muerte...) —verificación, por así decirlo, experimental de la inferioridad
del Logos, según ellos lo definían, con respecto a Dios y a su inmutabilidad
esencial. Pero esto era reconocer a Cristo sólo una humanidad incompleta,
mutilada, un cuerpo sin alma o, a lo sumo, un alma desprovista de razón.
La ortodoxia nicena no tardó en oponérseles,
como se ve por Eustacio de Antioquia. Sin embargo, es en la línea de esta
antropología arriana donde vino a situarse Apolinar de Laodicea, con el cual
comienza la larga serie de herejías cristológicas y de reacciones en cadena que
éstas provocaron. Partidario decidido de Nicea (hecho interesante en esta Siria,
si no totalmente arriana, al menos bastante reticente con respecto al homoousios), aliado fiel de Atanasio,
culto, defensor de la cultura cristiana frente a Juliano el Apóstata, exegeta
de renombre (san Jerónimo se gloría de haber sido alumno suyo), Apolinar se vio
influido, sin duda inconscientemente, por las categorías de sus adversarios
arrianos. También él se representa en la Encarnación al Verbo —definido
evidentemente como rigurosamente consustancial a Dios— uniéndose a una humanidad
incompleta y desempeñando en el compuesto que es Jesucristo bien el papel del
alma frente a la carne, bien el de espíritu frente al cuerpo y al alma,
vegetativa o animal, según que se refiera a la tricotomía de 1 Tes., 5, 23, o a
la fórmula dicotómica utilizada más frecuentemente por san Pablo.
Pero, y aquí es donde el problema se
desplaza, el blanco de la argumentación ya no es la exégesis apologética de las
pasiones humanas de Cristo, sino de manera totalmente directa la antropología.
Para Apolinar, el ser humano no podrá quedar exento de pecado a causa de la
debilidad y tiranía de la carne; su libertad implica al menos la pecabilidad.
Para que Cristo estuviera libre de pecado era preciso que un alma o un espíritu
divino viniera a Él a guiar aquella carne que El asumía para hacerse semejante
a nosotros. El problema, para Apolinar, es librar a Cristo de esta dolorosa
dualidad nuestra que nos hace sentirnos desgarrados por las tendencias opuestas
de la carne y el espíritu. De ahí su insistencia característica en la unidad
del Hombre-Dios; Apolinar es el autor de la fórmula que tan importante papel
desempeñará en las controversias ulteriores : “Única es la naturaleza (la
realidad concreta) del Verbo divino que se encarnó”. Esta negativa a dividir,
a separar los dos elementos que se combinan en la Encarnación lo lleva a
profesar explícitamente no sólo la comunicación de idiomas, sino también la
santidad, el carácter adorable del cuerpo de Cristo, y esto de manera a veces
paradójica.
Las ideas de Apolinar conocieron una
cierta difusión. Conocemos todo un grupo de discípulos suyos entre los que
había varios obispos: el hombre activo del partido fue aquel Vidal que
encontrábamos en Antioquia, uno de los cuatro o cinco obispos rivales que se
disputaban aquella desventurada iglesia, uno de los tres, con Melecio y
Paulino, que se proclamaban fieles a la fe de Nicea y en comunión con al papa
Dámaso. Como suele suceder, los partidarios de Apolinar se dividieron luego en
diversas tendencias, los unos más moderados, los otros llevando al extremo la
lógica del sistema. Tal era el caso de Polemón que profesaba abiertamente el
synusianismo, la perfecta consustancialidad del Logos y de su carne divinizada.
La reacción de la ortodoxia fue muy viva
frente a lo que ésta no podía menos de considerar como una herejía. Sin duda,
en 362, el sínodo de los Confesores se hallaba demasiado preocupado por el
problema urgente creado por el arrianismo para ocuparse de allanar al máximo
las divergencias nacientes en el seno del partido niceno; no obstante, por muy
reservadas e intencionadamente vagas que sean sus sinodales, hallamos en ellas
formulado de manera al menos implícita el gran argumento que no cesará de
oponerse al apolinarismo: no puede ser salvado (en el hombre) más que lo que
fue asumido (por Cristo).
El conflicto entra en su fase aguda a partir
de 374. Epifanio de Salamina, cazador profesional de herejías, se llega a
realizar investigaciones a la misma Antioquia y se siente pronto edificado.
Embaucado momentáneamente por Vidal, el papa Dámaso condena solemnemente los
errores de Apolinar en un sínodo romano de 377; igual condenación en Alejandría
(378), Antioquia (379), Constantinopla durante el gran concilio de 381; por
leyes de 383-384, 388, el emperador Teodosio pone el brazo secular al servicio
de la represión de la herejía.
El apolinarismo persistió hasta los años
420, pero se mueve ya en la clandestinidad. Si logra hacer circular y leer las
obras de los maestros de la secta, es haciéndolas pasar bajo los nombres más
venerados, Gregorio Taumaturgo, el papa Julio de Roma, san Atanasio mismo;
estos falsos predicadores harán no pocas víctimas, comenzando por el gran san
Cirilo de Alejandría.
La reacción contra el apolinarismo no se
limitó a medidas disciplinarias, fue también la ocasión de una intensa
actividad doctrinal. Entre los adversarios de esta herejía es preciso poner en
primera fila a los grandes doctores capadocios Gregorio de Nisa, Gregorio de
Nacianzo, el primo de éste Anfiloquio de Iconio; la polémica también había
tomado auge en Egipto, como se ve por un tratado de un discípulo de Atanasio;
pero fue en Antioquia donde ocasionó las consecuencias más considerables.
Parece, en efecto, que la preocupación de
hacer frente a los errores de Apolinar llevó a Diodoro de Tarso a formular lo
que se ha convenido en llamar de manera quizá demasiado general la teología
antioquena que caracterizará los ambientes teológicos sirios a comienzos del siglo
V; pero es necesario subrayar que tal cristología no aparece antes de él (desgraciadamente
es difícil precisar en qué momento de su larga carrera). Antes de terminar
ésta, como obispo de Tarso de Cilicia (desde 376 hasta su muerte poco antes de
394), había vivido en Antioquia donde fue, primero como simple laico y luego como presbítero, uno de los animadores
de la resistencia frente a los obispos arrianos impuestos por el emperador
Constancio, Leoncio (344-357-358) y Euzoio (361-376); pertenecía al grupo que
permaneció fiel al obispo Melecio durante su largo destierro y, por tanto, a
uno de los primeros núcleos de lo que hemos llamado partido neoortodoxo.
De igual manera que mantenía firmemente
contra el arrianismo la plena divinidad del Verbo, Diodoro se preocupó por
afirmar contra Apolinar la total humanidad asumida por el mismo Verbo en la
Encarnación; y esto lo lleva a distinguir enérgicamente, en Jesucristo, El que
es hijo de Dios del que es hijo de María, y por Ella hijo de David. Distinguir
no es necesariamente separar, pero había en ello un peligro; así lo vio el
mismo Diodoro que, después de haber sentado esta distinción, sentía la
necesidad de añadir con insistencia: “Pero no hay dos Hijos”, sin lograr
explicarse de modo satisfactorio sobre esta unidad.
La misma manera de abordar el problema
cristológico encontramos en los discípulos y herederos de Diodoro; éste, en
efecto, tenía todos los rasgos de un jefe de escuela: espíritu de gran cultura,
escritor muy activo se nos presentará sucesivamente como apologista (Juliano
el Apóstata le hará el honor de considerarlo como un adversario calificado),
exegeta (con él aparece también la escuela exegética de Antioquia caracterizada
por su adhesión al sentido literal, su reserva respecto a las acomodaciones
espirituales), asceta y maestro de ascetismo no menos que teólogo. El más
célebre de sus discípulos, san Juan Crisóstomo, catequista prudente, evitó casi
siempre entrar en el terreno minado de la cristología, y sus fórmulas, magistralmente
equilibradas, más de una vez anticipan de cerca en casi medio siglo las definiciones
posteriores.
Desde el punto de vista cristológico, el
verdadero continuador de Diodoro fue Teodoro de Mopsuestia, que fue también
primero presbítero de Antioquia y luego obispo en Cilicia (392-428), cuya larga
vida de sabio y de pastor, a diferencia de la de su condiscípulo y amigo
Crisóstomo, transcurrió sin borrascas; por el contrario, su destino póstumo
sería singularmente tormentoso. Muerto en la paz de la Iglesia, respetado por
su ciencia y sus trabajos, especialmente exegéticos, se le considerará luego
responsable de las blasfemias condenadas en la persona de su discípulo Nestorio
y será anatematizado solemnemente ciento veinticinco años después de su muerte
(553). Estas contiendas dañaron a la conservación de su obra en gran parte
perdida o trasmitida en condiciones sospechosas; y el eco de aquellas
controversias pasadas repercute hoy en el juicio que sobre él formulan nuestros
eruditos modernos que siguen aún divididos con respecto a su persona.
Ateniéndonos a lo que parece más seguro,
Teodoro se encuentra en la línea de su maestro Diodoro y se muestra, como él,
preocupado, sobre todo por oponerse a la cristología truncada de arrianos y
apolinaristas; de ahí su insistencia en subrayar la distinción de las dos
naturalezas, divina y humana, del Verbo encarnado. La dificultad que surge
entonces y que él, más aún que Diodoro, se preocupa por soslayar, es saber cómo
esos dos componentes —ese uno y otro quid— pueden formar un único y mismo Uno.
Teodoro se defiende con energía de la acusación de hablar de dos Señores o de
dos Hijos; el término a que recurre con preferencia para formular su
respuesta, término que la teología ulterior no considerará posible retener, es
el de “conjunción”, que él precisa a menudo (¿por un sentimiento confuso de
insuficiencia o ambigüedad del mismo?) por medio de epítetos laudativos:
conjunción “exacta”, “maravillosa y sublime”, “inefable y eternamente
indisoluble”. Según se la empleaba en la lengua corriente, la palabra evocaba
sobre todo la reunión de dos cosas diferentes, por ejemplo, la del hombre y la
mujer, que en el matrimonio forman una sola carne, más que la unidad que de tal
reunión resulta. Sin embargo, Teodoro se esforzaba por salvaguardar lo que
nosotros llamamos la comunicación de idiomas, atribuyendo al hombre los títulos
del Hijo de Dios (si no al Verbo divino las debilidades del hombre). Pero al
ser su preocupación fundamental el asegurar la plena humanidad de Cristo —de
hacer asumir todo lo que debe ser salvado—, por la fuerza de las cosas, se
veía llevado a meditar menos en el misterio del Dios que se abajó hasta
nosotros y a poner de relieve, en cambio, el hombre asumido, los honores que
recibe, su espléndido destino.
Fácilmente se comprende que, a medida que
progresó la elaboración dogmática, pudiera más tarde sentirse la inquietud de
saber si semejante presentación respetaba suficientemente el carácter único de
la Encarnación y no corría el riesgo de asimilar demasiado ésta a la presencia
de Dios en el alma del cristiano, en el proceso de santificación por la gracia
sacramental (la catequesis de Teodoro desarrollaba precisamente toda una
espiritualidad del bautismo y de la eucaristía). De ahí la sospecha de que
serán objeto más tarde las expresiones a que recurre Teodoro con predilección,
imágenes que, no obstante, tenían a su favor la autoridad de las palabras del
mismo Evangelio: la “inhabitación” del Verbo entre nosotros (Jn. 1, 14) en el
“templo” de su humanidad (Jn. 2, 21).
Esta “conjunción”, por muy íntima que
fuese, ¿escapaba al peligro de dividir a Cristo? En el caso de Teodoro cabía
preguntarse (nuestros historiadores discuten todavía); la respuesta pareció
imponerse frente a los extremos verbales de su discípulo Nestorio.
Monje cerca de Antioquia, luego presbítero
de esta ciudad y predicador de renombre, Nestorio había sido llamado por el
emperador Teodosio II para la sede, siempre discutida, de la capital
Constantinopla Desde el día siguiente a su entronización (10 abril 428),
Nestorio dio rienda suelta a su carácter íntegro y violento, a su celo un poco
atropellado (creyó oportuno intervenir ante el papa Celestino en favor de los
pelagianos condenados); inmediatamente se lanzó a una guerra contra los
herejes que pululaban en la capital, reclamando la intervención del poder
imperial y tomando personalmente la iniciativa de medidas enérgicas contra
ellos. Con este régimen no podía evitar crearse numerosos enemigos, atentos a
descubrir sus desaciertos.
Estos no faltaron. Los sermones que hizo
predicar o predicó él mismo exponían en una forma brutal y casi agresiva las
conclusiones más audaces de los teólogos de Antioquia sobre la distinción de
las dos naturalezas, negando que pudiera decirse con todo rigor que, en la
Pasión, el Verbo había sufrido, y sobre todo negando a la Bienaventurada Virgen
María el título de “Madre de Dios” (Theotokos), como impropio, pues ella había
dado a luz un hombre, o al menos como peligroso, ya que podía servir para
disimular los errores arrianos o apolinaristas; se manifestaba escandalizado
ante este título que la piedad cristiana utilizaba corrientemente (en Egipto
aparece desde finales del siglo III). Entre otras muchas expresiones igualmente
agresivas (se cuenta que se negaba, en la persona del Niño Jesús, a llamar Dios
a un bebé de dos o tres meses), fue este ataque contra la palabra Theotokos lo
que provocó mayor escándalo e hizo estallar la crisis. No era la última vez que
la mariología serviría de piedra de toque para verificar la rectitud de una
teología y descubrir la aparición de un germen de herejía.
3. LOS CONCILIOS DE EFESO (431) Y DE
CALCEDONIA (451)
Semejantes excesos de lenguaje provocaron
inmediatamente reacciones indignadas, en la misma Constantinopla, entre el
clero como entre los laicos (estamos en Bizancio, y el interés apasionado por
la teología aquí forma parte de la cultura común), en Roma, aunque se cuente
con una información defectuosa (una carta de Nestorio espera varios meses la
respuesta por falta de un intérprete capaz de traducirla), en Egipto, sobre
todo en Alejandría, cuyo obispo san Cirilo va a ser el encarnizado enemigo del
desdichado Nestorio: hostilidad tradicional entre las sedes de Alejandría y
Constantinopla, irrupción de un temperamento ardiente y dominador, sin duda;
pero la oposición se establecía en un nivel más profundo, el de la teología.
Sería artificial, como se ha hecho
con demasiada frecuencia, colocar a Alejandría frente a Antioquia como dos
tradiciones doctrinales paralelas y continuas durante generaciones o siglos.
En realidad, por lo que atañe al problema cristológico, hemos asistido al
nacimiento de la Escuela de Antioquia con Diodoro y Teodoro de Mopsuestia; y
es ahora, con Cirilo, cuando aparece una teología propiamente alejandrina; no
por ser más reciente su oposición será menos radical.
El caso Nestorio dará a san Cirilo ocasión
de desarrollar su pensamiento, pero éste había elaborado ya los principios
esenciales. Este pensamiento se ordena enteramente a partir de una intuición
central: para él el sujeto de la Encarnación es la segunda persona de la
Trinidad; esta cristología teocéntrica se elabora a partir de la consideración
del Verbo divino que, por nosotros y por nuestra salvación, se abajó a abrazar
la condición humana. Su primera reacción frente al nestorianismo se expresa naturalmente
en estas palabras: “Porque si Nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿cómo la
Virgen santa que lo dio a luz no ha de ser Madre de Dios”, Theotokos? El hecho
primero, fundamental, es la divinidad de Cristo. En san Cirilo, esto
constituye un sentimiento profundo, casi obsesivo; pero ¿no es también esto lo
que la fe, la piedad cristiana consideraron siempre como esencial? Se
comprende que la tradición más constante de la Iglesia haya visto siempre en
san Cirilo al Doctor por excelencia de la Encarnación, a pesar de todo lo que
su acción pudo tener de brutal, sus fórmulas de excesivamente rígido, y pronto,
dada la rápida evolución del pensamiento teológico, de arcaico o de ambiguo.
Para elaborar su doctrina, san Cirilo
utilizará los materiales que tenía a su disposición, los que le proporcionaba
la tradición eclesiástica según le era accesible, comenzando por la obra de su
gran predecesor san Atanasio. Pero ésta, que se remontaba a una época casi un
siglo anterior, sólo podía aportar una contribución directa muy limitada a los
problemas según se planteaban hacia 430. Lo que explica el carácter no improvisado,
pero sí nuevo, de esta cristología alejandrina o, mejor dicho, ciriliana, es el
hecho de que san Cirilo, en su afán por recurrir a todas las armas, se vio
llevado a utilizar sin excesiva crítica los apócrifos apolinaristas que
circulaban bajo el patronazgo de Atanasio mismo o de otros nombres igualmente
venerados. Creyendo ser de Atanasio, san Cirilo utiliza la famosa fórmula de
Apolinar Mía physis, que le parecía
expresar maravillosamente esta “unidad de ser” (tal es el sentido que él da a physis, que se ha de evitar traducir por
“naturaleza”, pues ello sería caer en la herejía monofisita), lo que nosotros
llamamos la unidad de persona del Verbo encarnado, noción que no se distinguirá
claramente hasta el siglo VI. Si san Cirilo es el primero en utilizar la
expresión que tendrá un rotundo éxito, “unión hipostática”, lo hace simplemente
con el valor de unión “real, verdadera” y no en el sentido técnico que asumirá
más tarde de unión “según la persona”. Ciertamente, este tema de la unidad
indisoluble entre Dios y el hombre en la Encarnación es característico y
dominante en san Cirilo.
Se comprende, pues, la vivacidad y la
violencia de su reacción frente a Nestorio. San Cirilo se apresura a precaver
contra el error a los monjes de Egipto, envía a su adversario largas cartas que
tienen el doble carácter de nota diplomática y de tratado dogmático; escribe a
la corte de Constantinopla, intentando informar y atraerse a su bando al
emperador, a las princesas, tan poderosas frente al espíritu y el corazón del
débil Teodosio II, a su hermana Pulquería, a su mujer Eudoxia. Como en la
crisis arriana, en tiempos de san Atanasio, el eje Roma-Alejandría trabaja intensamente:
el papa Celestino recibe de Cirilo el “dossier” completo del asunto,
prudentemente traducido de antemano al latín; en un sínodo romano (11 agosto
430) condena a Nestorio, lo amenaza con la destitución si no se retracta y
encomienda al mismo san Cirilo la misión de ejecutar esta sentencia.
Este no era un hombre que se perdía en
vacilaciones. Interpretando con amplitud la misión que se le confiaba, redacta
un largo documento que el dócil episcopado egipcio ratifica sin vacilar,
exponiendo su propia doctrina cristológica en términos de una gran precisión
técnica y condensándola finalmente en doce proposiciones o anatemas. Todas
estas fórmulas pertenecen hoy al patrimonio teológico de la Iglesia, pero antes
de que lleguen a verse definitivamente integradas en él será preciso esperar
más de un siglo, cuando los debates sostenidos entre tanto permitan aportar
los complementos necesarios, interpretaciones, limitaciones, contrapartida.
En el otoño de 430 eran simplemente una
opinión particular que daba pie a la controversia, especialmente a los ojos de
los representantes de la escuela de Antioquia, contra los que dichas
proposiciones chocaban por su forma abrupta y agresiva, y en las que aquéllos sólo
veían ambigüedad y peligros. Por eso serán objeto de críticas enconadas por
parte no sólo de Nestorio, sino también de los mejores teólogos de aquel ambiente,
Andrés de Samosata, Teodoreto de Ciro.
Es natural que Nestorio, viéndose
intimidado no sólo —como lo exigía la decisión romana— a retractarse, sino
también a cargar sin más con la teología de la escuela adversaria, se resistiera
y protestara (30 noviembre-6 diciembre 430). Y esto en medio de una agitación
que se había hecho general; asistimos a una intensa actividad epistolar: de
Roma, de Alejandría, de Constantinopla parten cartas y más cartas dirigidas a
los principales obispos; gestiones e intrigas se multiplican en la corte
imperial. La idea de arreglar el conflicto mediante un concilio se impuso
pronto, y ya el 19 de noviembre Teodosio II convocaba para el año siguiente,
en Efeso, el que había de ser el III concilio ecuménico.
La habilidad de maniobra y la
energía, a veces un tanto brutal, de san Cirilo desbaratarían las esperanzas
que habían puesto en esta reunión los amigos de Nestorio. En vista de las
moratorias de los obispos sirios y cilicios agrupados en torno a Juan de
Antioquia, que sin duda no sentían ninguna prisa por participar en el proceso
contra un representante de su tendencia, Cirilo precipitó las cosas y abrió el
concilio el 22 de junio de 431 sin esperar ni a los orientales ni a los legados
romanos, que llegaron a Efeso los unos cinco días, los otros más de dos
semanas después. Nestorio, que se negó a comparecer, fue condenado y depuesto.
Una vez presentes, los legados del papa confirmaron (11 julio) una decisión tan
conforme con el juicio pronunciado once meses antes en Roma. Pero entre tanto
el grupo de los orientales había protestado y, reunido en contra-sínodo, había
replicado por su parte, pretendiendo deponer al mismo Cirilo y a su aliado
Memnón, el obispo de Efeso; a lo cual respondió la mayoría ciriliana, que
agrupaba ya a casi doscientos obispos, excomulgando a su vez a Juan de
Antioquia y a los treinta y cuatro partidarios que le quedaban.
La confusión crecía sin cesar por el hecho
de las intervenciones en sentido diverso de los funcionarios imperiales
comisionados ante el concilio, y más tarde del mismo emperador, que no podía
dejar de intervenir en el conflicto, y al que, por otra parte, apelaron los
dos bandos. Situación paradójica: durante valúas semanas Nestorio por un lado,
san Cirilo y Memnón por otro, considerados igualmente como depuestos, fueron
arrestados y tenidos bajo custodia. Las negociaciones proseguían, las intrigas
se multiplicaban, acompañadas, como era normal en aquel tiempo, de intentos de
corrupción frente a personajes influyentes de la corte.
Otro signo del tiempo: la agitación se
propaga entre la multitud, llegando a veces al motín; más aún que en tiempos
del arrianismo, el pueblo cristiano, y en particular los monjes, se sienten
afectados y se apasionan por estos debates dogmáticos. Si, para acabar,
Teodosio II pareció
inclinarse hacia el partido de la mayoría, no obstante se negó a condenar al de
los orientales y se despidió del concilio con palabras severas, lamentando el
fracaso de la reconciliación (octubre 431).
Cada uno había recuperado su libertad y su
sede; sólo Nestorio queda depuesto; es sustituido y se retira a un convento junto
a Antioquia. Su presencia en semejante lugar suscitaría necesariamente nuevos
accesos de fiebre; cuatro años más tarde será relegado al fondo de los
desiertos de Egipto y acabará su vida (hacia 450) en este penoso destierro.
Secundado por la acción paralela del nuevo
papa Sixto III, de espíritu conciliador, el emperador reanudó pronto sus
esfuerzos en favor de la paz. Por mediación de un funcionario de confianza, se
iniciaron negociaciones entre los jefes de los dos partidos, Juan de Antioquia
y Cirilo de Alejandría, negociaciones largas y difíciles. Ciertamente, merecen
elogio estos dos grandes obispos que, olvidando lo que les separaba y los
violentos conflictos que los habían enfrentado en Efeso, supieron proseguir
estas negociaciones hasta el acuerdo final, consagrado por un intercambio de
cartas en que cada uno utilizaba los términos de una misma profesión de fe
(abril 433); la de san Cirilo, justamente célebre, comienza de manera
significativa con las palabras: “Alégrense los cielos y salte de gozo la tierra,
el muro que nos separaba ha sido derribado” (Ef. 2, 14).
Este acuerdo se basaba en concesiones
mutuas: por una parte, Antioquia aceptaba la condenación de Nestorio y de su
perniciosa doctrina (no se precisaba más, y con razón); por otra, san Cirilo
renunciaba a imponer sus concepciones personales y accedía a contentarse,
tomándolo, por su parte, como expresión de la fe de la Iglesia, con el texto de
un credo de redacción antioquena; era, en efecto, exceptuando una frase añadida
al final (y que precisamente entrañaba una corrección importante a uno de los
más discutidos anatematismos cirilianos), la profesión de fe enviada al
emperador Teodosio en agosto de 431 por el contra-sínodo de los obispos
orientales.
Este texto ha sido llamado a veces
“símbolo de Efeso” y, a nuestro entender, con plena razón, porque, mucho más
que las actas de las tumultuosas sesiones del concilio propiamente dicho, da
testimonio de la etapa recorrida en el camino de la elaboración del dogma y
condensa en el plano doctrinal la aportación de esta grave crisis. Aunque
redactada por orientales, esta profesión de fe no es de inspiración propiamente
antioquena; representa un considerable esfuerzo de síntesis entre las dos
teologías rivales; el equívoco “conjunción” cede su puesto al término
propiamente ciriliano de “unión”, pero éste es precisado por el epíteto “sin confusión”, que salvaguarda la distinción
de dos naturalezas.
Como toda solución de compromiso, la unión
de 433 dejaba insatisfechos a los extremistas de ambos partidos. Cirilo tuvo
que esforzarse por tranquilizar a sus partidarios, inquietos ante semejantes
concesiones; por otra parte, sus explicaciones muestran que, aunque en interés
de la paz sabía resignarse a no exigir demasiado a los demás, no obstante seguía
apegado a la doctrina expresada en sus anatematismos. Juan de Antioquia, por su
parte, tuvo que gastar diplomacia y paciencia para conseguir una tras otra la
adhesión de sus amigos; al final hubo que recurrir a desterrar a algunos
irreductibles. Recordemos un episodio de este oleaje en sentidos diversos: el
segundo sucesor de Nestorio en la sede de Constantinopla, Proclo, respondiendo
a una consulta presentada por tres presbíteros armenios en 435, vino a proponer
en una exposición de fe una fórmula cristológica que a su vez debía desempeñar
un papel importante en las polémicas ulteriores: “Confesamos —decía— la
Encarnación del Verbo divino, una (de las personas) de la Trinidad; fórmula
menos reservada que las del símbolo de 433; hábilmente retocada por los
monofisitas (que sustituían la palabra “encarnado” por “crucificado”), les
serviría para alimentar su propaganda. Por fin la veremos un día recuperada
por la ortodoxia.
Pasan unos años en los que asistimos a un
cambio de generación. En 440, en Roma, san León sucede a Sixto III; Juan de
Antioquia muere hacia 441-442; san Cirilo, en 444; a éste sucede Dióscoro, que
desgraciadamente sólo hereda sus defectos, exagerados, por añadidura; en Constantinopla,
Flaviano sucede a Proclo en 446; de los actores de la crisis nestoriana sólo
queda el gran Teodoreto (hasta 457-458, o quizá 466468); el emperador Teodosio
II, por su parte, muere en 450; sube entonces al trono de Oriente la enérgica
Pulqueria, que se asocia a Marciano.
Las polémicas cristológicas se avivan de
nuevo cuando en 447 y 448 comienza a manifestarse una oposición contra las
ideas profesadas por otro superviviente de la generación de Efeso, pero del
partido antinestoriano, un anciano monje de Constantinopla, Eutiques,
archimandrita o superior de un monasterio que cuenta con más de trescientos
monjes. Gozaba de una fuerte situación en la corte y estaba en relaciones con
todos los partidarios de la teología ciriliana que podían existir en Oriente,
mal resignados a la unión de 433. Resulta fácilmente explicable que fuera
Teodoreto el primero en lanzarse al ataque contra él en los tres libros de su
Eranistes (447).
Con Eutiques aparece la herejía llamada
monofisita. La tendencia que encarna, simétrica y opuesta al nestorianismo, se
puede caracterizar como una insistencia excesiva en poner de relieve en la
Encarnación lo que depende de Dios, y esto con detrimento del elemento
propiamente humano. Pero es muy delicado, debido a las torpezas o exageraciones
polémicas y a las interpretaciones tendenciosas, señalar a partir de qué
momento esta tendencia, llevada demasiado lejos, arrastró a Eutiques hasta la
herejía formal. La acusación principal contra él será haber profesado que si
Nuestro Señor Jesucristo está ciertamente formado “a partir de dos naturalezassi
ciertamente hay dos naturalezas antes de la unión, en ésta subsiste una sola;
se trataba, por tanto, de una interpretación literal y, en consecuencia,
excesiva de la fórmula apolinarista y ciriliana: “Unica es la naturaleza del
Verbo encarnado”. Parece que sintió una gran repugnancia a aceptar la segunda
parte de la fórmula, tan perfectamente equilibrada, del Símbolo de Efeso:
“Consustancial a su Padre, según la divinidad; consustancial a nosotros, según
la humanidad.”
Denunciado ante el obispo de
Constantinopla por el mismo personaje que en 428 había sido el primero en
levantarse contra Nestorio, Eusebio, que entre tanto había sido nombrado obispo
de Dorilea (siempre habrá en la Iglesia semejantes sabuesos de la ortodoxia:
recuérdese la actividad desarrollada por Epifanio de Salamina en el siglo
precedente), Eutiques fue condenado el 22 de noviembre de 448 por un sínodo
reunido en la capital. Este apeló y, apoyado por Dióscoro de Alejandría y por
su protector el eunuco Crisafio, que ejercía entonces un poder absoluto sobre
el emperador, consiguió de Teodosio II la convocación (30 marzo 449) de un
nuevo concilio ecuménico, que debía simbólicamente reunirse también en Efeso.
Aquí tiene lugar un acontecimiento de gran
importancia, la intervención del papa san León. Parece que Roma había
escarmentado a raíz de la situación embarazosa en que se había encontrado
durante el conflicto nestoriano, reducida a utilizar intermediarios cuya
competencia o imparcialidad eran discutibles; hay que tener en cuenta también
la fuerte personalidad del gran papa que era san León (440-461). Este no se
contentó con designar, según costumbre, los legados encargados de representarle;
tomó posición sobre el fondo del problema discutido (13 junio 440) en una carta
dirigida al obispo de Constantinopla, el famoso Tomo a Flaviano, documento
elaborado con un profundo conocimiento del problema y formulado con nitidez y
precisión, hasta tal punto que, dos años más tarde, este texto será utilizado
para redactar la definición que la Iglesia ha conservado como la expresión más
perfecta del dogma cristológico.
La solución del debate fue retrasada por
el doloroso episodio del “Latrocinio de Efeso”. El concilio proyectado había
sido preparado cuidadosamente por los amigos de Eutiques; Teodoreto, por
ejemplo, había recibido la prohibición de asistir a él y Dióscoro había sido
designado para presidirlo. Este, inspirándose en los métodos expeditivos de que
se había servido san Cirilo y dando rienda suelta a su carácter impetuoso,
escamotea el documento pontificio, intimida a la mayoría, hace callar a Iqs que
protestan y consigue así la rehabilitación de Eutiques, la deposición de sus
enemigos, Flaviano, Eusebio, Teodoreto y, con éste, los principales
representantes de la escuela de Antioquia, todos considerados como nestorianos
(agosto 449).
En vano apelan las víctimas; en vano se
elevan contra estas violencias el papa, el epispocado galo o italiano puestos en
guardia por aquél, la corte de Occidente (Valentiniano III era a la vez primo y
yerno de Teodosio II); el emperador de Constantinopla no cede. Su inesperada
muerte (28 julio 450) desencadena uno de esos aparatosos cambios tan comunes en
los regímenes totalitarios: Crisafio es destituido y ejecutado inmediatamente,
Marciano y Pulquería protestan su fidelidad ante el papa; sus obispos, dóciles,
se apresuran a situarse en la línea nueva. A petición expresa de los soberanos
se convoca un nuevo concilio ecuménico, que tiene lugar en Calcedonia, cerca
de Constantinopla, del 8 de octubre al 1° de noviembre de 451.
Asistieron al concilio más de quinientos obispos, venidos de todas las
provincias del imperio de Oriente, de Egipto a Iliria, multitud tumultuosa que
a duras penas lograban disciplinar los altos funcionarios encargados de ordenar
los debates. No resultó difícil abolir las actas del latrocinio de Efeso:
Flaviano fue solemnemente rehabilitado a título póstumo: Dióscoro, obstinado en
su monofisismo, fue, en cambio, depuesto. Será necesario esperar al fin del
concilio para ver arreglado el caso de Teodoreto, a quien se acabará por
arrancar —cosa que se había negado siempre a hacer, incluso después de 433— una
condenación formal de su condiscípulo Nestorio.
Porque los dos partidos seguían presentes.
Aunque sí fue una revancha contra el latrocinio de 449, el concilio de
Calcedonia no fue, aunque así lo pretendían después los monofisitas, una
revancha contra el concilio de Efeso de 431. Sin duda el Tomo de León fue
leído y aprobado, pero no sin que se proclamase su acuerdo sustancial con el
pensamiento de san Cirilo, cuyo recuerdo fue objeto de solemnes aclamaciones.
De ahí que resultase costoso decidirse a formular un nuevo símbolo de fe y que
esta fórmula, redactada en comisión, pudiera finalmente ser aprobada.
En cuanto a lo esencial, esta fórmula
utilizaba los mismos términos del Tomo a Flaviano, con algunas precisiones
suplementarias, confesando “un solo y mismo Cristo Hijo, Señor, Unigénito, sin
confusión, sin mutación, sin división, sin separación, en cuya unión no quedaba
en absoluto suprimida la diferencia de naturalezas, sino que más bien las
propiedades de cada una eran salvaguardadas y reunidas en una sola persona y
una sola hipóstasis” .
Este símbolo fue proclamado el 25 de
octubre de 451, en una aparatosa sesión a la que asistía el emperador; se
aclamó en él y en la emperatriz “a las antorchas de la fe ortodoxa”: “¡por
vosotros la paz reina por doquier! ¡Marciano, nuevo Constantino, Pulquería,
nueva Elena!”. Semejantes hipérboles eran corrientes en el Bajo Imperio; la
marcha de la historia se encargaría de desmentir cruelmente su artificioso entusiasmo.
4. LA OPOSICION ANTICALCEDONENSE
En realidad, lejos de aportar una solución
al problema planteado por Eutiques, el concilio de Calcedonia da lugar a una
larga crisis que llena la segunda mitad del siglo V, todo el siglo VI y se
prolonga más allá en el horizonte histórico: todavía no había terminado cuando
la invasión árabe se abatió sobre la cristiandad oriental, y las desgarraduras
que originó en el cuerpo de la Iglesia siguen todavía sin reparar, ya que una
fracción notable de las iglesias orientales están aún hoy separadas, precisamente
porque continúan negándose a aceptar como válidas las decisiones tomadas en 451.
El apoyo incondicionado de la autoridad
imperial no logró, por el momento, asegurar la aceptación de aquéllas en todos
los ambientes eclesiásticos del Imperio de Oriente. Ya durante las sesiones
del concilio la actitud insolente de la delegación que representaba a los
monjes de Constantinopla, la escisión que revelaban los obispos egipcios,
dejaban entrever lo que iba a ser aquella violenta reacción anticalcedonense y
de qué lados iba a venir.
Egipto, en primer lugar. Ya conocemos la
fuerte unidad de su Iglesia; fiel a su tradición, se alineará casi unánime
detrás de Dióscoro, a pesar de su condenación: Marciano se verá obligado a
deportarlo al fondo de Paflagonia, a imponer por la violencia un sucesor
ortodoxo —será necesario recurrir al ejército, librar duros combates en las
calles—; todo en vano: la masa del pueblo persiste fiel al patriarca depuesto.
Apenas muerto (454), sus partidarios logran hacer consagrar a uno de los suyos,
Timoteo el Gato; su desgraciado competidor es pronto asesinado. Timoteo es
desterrado a su vez, y el nuevo patriarca ortodoxo impuesto por el emperador no
se ve en una situación mucho más segura; a la primera ocasión —cuando el
usurpador Basilisco disputa el trono a Zenón—, Timoteo recupera la posesión de
su sede (475); cuando muere (477), le sucede otro de los líderes del partido,
Pedro el Tartamudo, al que para acabar será necesario que el poder se acomode
(482-489).
Ciertamente, encontramos en Alejandría un
pequeño núcleo calcedonense (también Arrio había logrado reunir algunos
partidarios frente a Alejandro o Atanasio) que se manifiesta, particularmente
en 482, cuando su jefe, Juan Talaia, consagrado obispo por los suyos, intenta
oponerse a Pedro el Tartamudo; pero al faltarle el apoyo del emperador, Talaia
no logra mantenerse, debe huir y acaba refugiándose en Roma. La oposición
anticalcedonense aparece en cierta manera como la religión nacional del pueblo
egipcio; su autoridad no es discutida en el interior del país, entre las masas
populares que, poco influidas por el helenismo, han permanecido fieles a la
vieja lengua copta. En la misma Alejandría la ortodoxia calcedonense sólo
reclutará partidarios entre una élite de lengua griega que acaba por aparecer
extranjera en el país, en los ambientes próximos al poder, al menos mientras
éste sigue firmemente adherido a la línea doctrinal definida por el concilio
de 451.
Aunque no encontró siempre un apoyo tan
general, la oposición no se redujo solamente a Egipto; también se manifestó,
por ejemplo, en Palestina, donde a raíz del concilio de Calcedonia el patriarca
ortodoxo Juvenal, de Jerusalén, se ve depuesto, sustituido por un intruso y no
recupera su sede sino después de la intervención del ejército, que debe librar
batallas campales contra la multitud hostil de los monjes (453). Por muy breve
que fuera su gobierno, el usurpador tuvo tiempo de consagrar e instalar por
doquier obispos a su gusto, como Pedro el Ibero, hijo de uno de los primeros
reyes cristianos de Georgia, educado como rehén en Constantinopla, monje en
Jerusalén y luego cerca de Gaza, que es consagrado obispo de Maiuma. Al ser
depuesto, se refugia en Egipto; lo vemos salir del destierro para consagrar a
Timoteo Ailuro, y hasta su muerte (488) será uno de los hombres activos del
partido que contará con bastantes como él.
La oposición aparece igualmente bien
representada en Siria, esa región agrupada en torno a Antioquia que en 430 se
había levantado precisamente, casi unánime, contra la teología de san Cirilo.
Las cosas han cambiado mucho: el nestorianismo —para conservar a esta tendencia
su nombre tradicional, aunque impropio— ha quedado como reabsorbido; es cierto
que todavía lo encontraremos vivo, pero será como relegado al extremo y
finalmente más allá de las mismas fronteras del Imperio.
Sin duda el Oriente sirio no se adhirió de
manera monolítica a la tendencia opuesta; calcedonenses y monofisitas están
frente a frente no sin peripecias ni violencias. Esta situación confusa está
bien representada en la atormentada carrera del primer patriarca de Antioquia
favorable al monofisismo, Pedro el Batanero. Desde 464-465 hasta su muerte
(490), su posesión de la sede episcopal se divide en cuatro etapas, tres veces
expulsado, tres veces reintegrado a merced de intrigas acompañadas de violentos
tumultos: uno de sus competidores ortodoxos será salvajemente asesinado por los
monofisitas enfurecidos.
Aunque en Siria encontró un eco más
profundo que en Egipto, la ortodoxia calcedonense apareció allí con frecuencia
como un partido cuya fuerza se debía al apoyo del poder central: era el partido
de los “imperiales”, basílicos en griego, melkitas en siríaco (como se sabe, el
nombre ha logrado mantenerse). El monofisismo está más arraigado en el país.
Uno de los obispos nombrados por Pedro el Batanero, que con él y después de él
será uno de los principales animadores del partido de la resistencia, es
Filoxeno, o mejor, Aksenáyá, metropolitano de Mabbúg desde 485 hasta su
destierro (518-519); es curioso el hecho de que se trata de un siríaco puro; en
esta lengua semítica escribió toda su obra, considerable tanto desde el punto
de vista dogmático como espiritual. Se comprende que los historiadores
modernos se hayan preguntado a veces, como lo han hecho en el caso de los
donatistas africanos, si la oposición al concilio no sirvió para expresar los
rencores o la rebelión de todos los que tenían motivo de queja contra el poder
imperial, y en particular la resistencia nacional de estos coptos y sirios
refractarios al helenismo.
Ateniéndonos al aspecto propiamente
religioso, es cierto que una teología resulta beneficiada por la protección
que le dispensa un poder opresor, su ejército, su policía. La iglesia calcedonense,
melkita, dependía demasiado estrechamente de aquélla para que no apareciera muy
pronto como una iglesia excesivamente oficial, ligada al mundo, en cierta manera
funcionarizada. Los obispos, considerados en su conjunto, son demasiado
dóciles a seguir las fluctuaciones de la política religiosa adoptada por el
Palacio de Constantinopla; podrá encontrarse quinientos, quizá setecientos, de
ellos que firmen solícitos la Encíclica en que Basilisco anatematizaba el
concilio de Calcedonia (475); sin embargo, todos se habían mostrado católicos
anteriormente, en tiempos de Marciano y de León; y casi todos volverán a serlo
de nuevo cuando, abatido el usurpador, la ortodoxia recupere el poder con
Zenón.
Con la generación de san Cirilo y de
Teodoreto acaba la edad de oro de los Padres de la Iglesia; habrá que esperar
mucho tiempo —hasta el siglo VII y san Máximo el Confesor— para encontrar,
entre las filas católicas, el equivalente de aquellos grandes doctores, de
aquellos grandes maestros del espíritu, de aquellos santos. Durante los siglos
v y vi, es un hecho y fue una desgracia, las grandes y fuertes personalidades
aparecen, sobre todo, entre las filas monofisitas: así Pedro el Ibero, Pedro el
Batanero, Filoxeno —pronto encontraremos a Severo de Antioquia, Santiago de
Baradea—, “personajes de primer plano a los que los calcedonenses no pueden
oponer nada equivalente”.
Prescindiendo del juicio que merezca su teología,
el ambiente monofisita aparece a menudo como un foco de intensa vida religiosa,
favorable al desarrollo de la piedad, de la vida espiritual, litúrgica,
sacramental. La historia conserva el recuerdo de las innovaciones litúrgicas en
que Pedro el Batanero, por ejemplo, basaba su propaganda: al canto del
Trisagion (Dios santo, Dios fuerte, Dios inmortal...) hizo añadir el inciso “crucificado
por nosotros”, que se convirtió en el slogan característico del partido. A él
debemos también, innovación más afortunada y más duradera, la introducción del
Credo en la celebración de la misa solemne —a no ser que se deba al patriarca
Timoteo de Constantinopla (511-518), de tendencia igualmente monofisita;
iniciativa de intención también polémica: volver al Símbolo de
Nicea-Constantinopla era ignorar, y con ello rechazar el Símbolo más reciente
de Calcedonia. Es interesante también observar los esfuerzos realizados por los
mismos para hacer penetrar el cristianismo y la práctica religiosa entre las
tribus árabes del desierto de Siria, para facilitar entre estos nómadas la
distribución de la eucaristía, la celebración de la liturgia en ausencia de
iglesias e incluso de altares fijos.
Es explicable que esta tendencia atrajese
a las almas más fervorosas, que tuviera un éxito especial en los ambientes
monásticos. Estos suministraron siempre a los monofisitas numerosos partidarios
ardientes y resueltos; en ciertos momentos la situación pudo parecer resumirse
en la oposición de dos partidos —calcedonense y anticalcedonense—: el 191 de los obispos y el de los
monjes. Pero no conviene esquematizar demasiado: exceptuando una vez más
Egipto, el monofisismo jamás logró una adhesión unánime, incluso entre los
monjes. En Palestina, por ejemplo, constatamos que ciertos monasterios
permanecieron fieles a la ortodoxia; así, en 450, el de san Eutimio; a
comienzos del siglo VI, el de san Sabas; igualmente, en Constantinopla, la
tradición calcedonense encontrará infatigables defensores en la comunidad de
los acoimetas, “los que no se conceden reposo”, por alusión a su práctica de la laus perennis
Lo que antecede basta para mostrar las
fuerzas poderosas en que se apoyaba la resistencia a las decisiones dogmáticas
tomadas en 451. En vano los emperadores intentarán sucesivamente romperla
poniendo, como se ha visto, al servicio de la ortodoxia toda su autoridad, toda
la fuerza de que disponían, no vacilando en recurrir a la violencia para
imponer a los recalcitrantes obispos ortodoxos, para reinstalar a éstos cuando
habían sido arrojados de su sede
Semejante política de intervención vigorosa,
la que hemos visto practicada por el emperador Marciano, será continuada o
reanudada por sus sucesores León, Zenón, al menos hasta 482, y más tarde por
Justino I, Justiniano, con matices y virajes que tendremos ocasión de comprobar
en el transcurso de su largo reinado (527-565), Justino II después de 571, etc.
Esta acción represiva ciertamente se vio a veces frenada o reducida al fracaso
por las influencias en sentido contrario que se ejercían en la esfera misma
del poder: la del todopoderoso general Aspar, un alano, bajo León; bajo
Justiniano, la tan eficaz de la misma emperatriz Teodora, frente a su esposo,
fuertemente inclinada hacia los monofisitas.
Resulta comprensible, por otra parte, que
en presencia de una resistencia tan obstinada, finalmente irreductible, la
voluntad imperial haya vacilado a veces y, cambiando bruscamente de actitud,
haya ensayado sucesivamente una política de recambio, de acercamiento a la
oposición y más concretamente de unión, y más aún teniendo en cuenta que el
foso doctrinal que separaba a ortodoxos y disidentes no parecía tan grande
como para considerarlo imposible de llenar
Ya el emperador León había creído deber,
si no someter a revisión el concilio de Calcedonia, al menos consultar al
episcopado en este sentido (octubre 457); las respuestas, casi con unanimidad,
habían sido en favor de la fidelidad al concilio. El primer viraje de
importancia se produjo bajo Zenón el Isáurico que, después de haber trabajado
por el restablecimiento de la ortodoxia en los primeros años que siguieron a
su consolidación
en el poder (476), promulgó en 482 un edicto de unión, Henotikon, bajo la
influencia del patriarca de Constantinopla Acacio, que a su vez había oscilado
considerablemente. Aunque condenaba a Eutiques con el mismo título que a
Nestorio, este documento exaltaba la memoria de san Cirilo y sus doce
proposiciones, y sólo mencionaba el concilio de 451 de manera indirecta y un
tanto peyorativa (tras una formulación bastante vaga del dogma, el edicto,
anatematizaba a los que “en Calcedonia o en otras partes” pensasen de otra
manera); concluía con un llamamiento a la unidad en torno al Símbolo de Nicea,
considerado como la única definición oficial de la fe.
Zenón, y luego su sucesor Anastasio
(491-518), intentarían durante treinta y seis años reunir a todo el Imperio en
torno a esta fórmula, equívoca, de unión. Acogido con una repugnancia más o
menos manifiesta por los ambientes monofisitas más ardientes —los de
Alejandría, de los monasterios de Egipto o de Palestina—, el Henotikon pareció
inadmisible a los calcedonenses más celosos. Estos estaban representados en el
mismo Egipto, como se ha visto, con Juan Talaia, en Constantinopla con los
acoimetas, en Antioquia por el patriarca Calandión (pero, complicado en una
conspiración, es depuesto en seguida (484), y aparece así Pedro el Batanero);
finalmente, y sobre todo Roma, en la persona del enérgico Félix III, mantiene,
como era de esperar, la doctrina definida por san León y condena solemnemente
al Henotikon y a Acacio. El resultado de esta actitud es un cisma, uno de los
más importantes que, antes de 1054, separaron a Constantinopla de Roma: debería
prolongarse durante treinta y cuatro años (484-519), hasta el restablecimiento
de la ortodoxia tras el advenimiento del emperador Justino.
Sin duda la gran masa de los obispos
orientales se había apresurado, como siempre, a doblegarse a la voluntad
imperial, pero la unión así conseguida era de pura fórmula, porque la misma
ambigüedad del edicto de unión, susceptible de interpretaciones divergentes,
favorecía en el plano doctrinal la proliferación de las tendencias más
diversas.
Tal es la situación en el reinado de
Anastasio —un gran emperador cuya política interior y exterior fue más
afortunada que su política religiosa—. Siendo decididamente, y cada vez más
abiertamente a medida que se avanza, favorable a los monofisitas, debió
deponer, uno tras otro (496, 511) a los sucesores de Acacio de Constantinopla,
porque éstos, aunque se niegan a condenar la memoria de su predecesor y aceptan
el Henotikon, no por eso siguen menos adheridos en el fondo a la doctrina del
concilio de Calcedonia. Igualmente, en Siria y en Palestina, las sedes de
Antioquia y Jerusalén pasan a las manos de titulares que. siempre bajo ia
máscara del Henotikon, se muestran mucho más cerca de la ortodoxia que sus
predecesores. Pero chocan con la oposición de un superviviente de la
generación anterior, el ardiente Filoxeno de Mabbug (la mayoría de los
protagonistas del primer acto de este drama —los tres Pedros, el Ibero, el
Batanero, el Tartamudo, y Acacio— han desaparecido entre 488 y 490). Después
de no pocas peripecias, Filoxeno logra salir triunfante: en 512 el patriarca de
Antioquia es depuesto y sustituido por un monje de extraordinaria cultura,
Severo, que en 515 hace prevalecer en el sínodo de Tiro una interpretación
netamente anticalcedonense del Henotikon, en reacción contra la tendencia
moderada que hasta entonces se había extendido libremente.
5. MONOFISITAS Y NEOCALCEDONENSES
Hombre de acción, polemista infatigable,
pensador riguroso, Severo de Antioquia se constituye, en una larga carrera
fértil en episodios contradictorios, en animador de la oposición
anticalcedonense, especialmente en Siria-Palestina. Ya antes de llegar al
episcopado aparece como su portavoz a la cabeza de una delegación de monjes
palestinenses en la corte de Anastasio, donde permanece desde 508 hasta 511.
Depuesto por Justino, se refugia en Egipto, extendiendo así el influjo de su
obra: diez años fecundos del destierro (518-527-528), durante los cuales compone
una parte importante de su obra literaria. Volvemos a encontrarlo en
Constantinopla entre 531-532 y 536, protegido por Teodora, defensora de la
causa monofisita ante Justiniano; condenado de nuevo, termina su vida exiliado
en Egipto (536-538). Severo de Antioquia no solamente restableció la situación
de su partido gracias a su acción enérgica en Siria, le aseguró también una
base doctrinal, fijó su teología: puede decirse que el monofisismo histórico,
el que acabará por perpetuarse hasta nuestros días, es el monofisismo de
Severo.
Conviene precisar el contenido dogmático
de este término que, aunque tradicionalmente ha venido denominando la
oposición anticalcedonense, no deja de ser, en gran medida, impropio. La postura
doctrinal adoptada por Severo y, con él o después de él, por la mayoría del partido,
dista mucho, en efecto, de la herejía abierta y brutal que el término pudiera
sugerir. Lo primero que se manifiesta en esta postura doctrinal enormemente
matizada, y por ello difícil de discernir, es el aspecto negativo: Severo y los
suyos rechazan con horror el Tomo de León, la definición de Calcedonia y sus
precisiones sobre las dos naturalezas, considerándolas como sospechosas de
nestorianismo; más aún, asimilándolas pura y simplemente a éste. La
contrapartida positiva se expresa ante todo en una adhesión apasionada,
literal, integral, a las enseñanzas de san Cirilo: obstinadamente aferrados a
su vocabulario, los severianos continúan asimilando la “naturaleza” a la
hipóstasis y a la persona. En un sentido más profundo, y aquí encontramos la
inspiración altamente espiritual que los anima, su pensamiento se desarrolla a
partir de una contemplación del Verbo eterno; siempre se piensa en El, en su
divinidad, cuando se pasa de la Trinidad a la Encarnación, del Hijo de Dios a
Jesucristo; en éste se exalta, ante todo, la unidad, distinguiendo las dos
naturalezas solamente en virtud de una distinción lógica, no real.
Pero Severo de Antioquia no llega al
extremo de tolerar las exageraciones de Eutiques, a quien considera como
hereje, lo mismo que a Nestorio. Es característico que en su polémica ataque
sucesiva y simétricamente a un calcedonense como Juan el Gramático y a
neo-eutiquianos como Sergio o Julián de Halicarnaso. Por tanto, la herejía, si
la hay, se reduce a una tendencia, peligrosa en sí, aunque cuidadosamente
controlada; su contenido doctrinal se limita a un mínimo residuo. No sin
extrañeza ni pena el historiador descubre que en estas largas y ásperas contiendas
que desgarraron a la Iglesia la herejía, en cuanto tal, tuvo un peso mucho
menor que el encastillamiento apasionado en la voluntad propia, que el
espíritu de partido y la obstinación en el cisma.
En Egipto las cosas fueron más complejas.
La tendencia anticalcedonense —que para mayor brevedad seguiremos llamando
“monofisita”— conoce aquí un éxito casi total: de 482 a 537 el poder imperial
renuncia incluso a imponer la presencia de un patriarca calcedonense; pero al
no verse apoyado por la necesidad de combatir contra el enemigo de fuera, el
partido se fragmenta, al menos en Alejandría, debido a la proliferación de
doctrinas rivales. Se trata de uno de los aspectos del brillante florecimiento
cultural de que es teatro Alejandría durante el siglo VI, y que se caracteriza,
en particular, en el plano filosófico, por una renovación del aristotelismo,
sobre todo dialéctica y lógica. La habilidad enteramente nueva adquirida en
este dominio encuentra en la teología un campo donde ejercitarse, en esta gran
ciudad, foco intenso de helenismo instalado al borde mismo del país copto: en
estas enconadas discusiones, llevadas al límite de la sutileza, encontramos de
nuevo el tradicional afán de disputa de las filosofías helenísticas. El
ambiente monofisita se descompone en una serie de sectas y de subsectas: se ha
logrado catalogar una veintena.
Tenemos, en primer lugar, los grupos intransigentes
de los dioscorianos, que no reconocían patriarca legítimo desde 454, pues Timoteo
Ailuro se había descalificado ante ellos al admitir la reconciliación de algunos
clérigos calcedonenses; los acéfalos (subdivididos a su vez en tres pequeños
grupos por cismas interiores), que no perdonaban a Pedro el Tartamudo y a sus
sucesores el haber aceptado el Henotikon: era una especie de Pequeña Iglesia
que logró mantenerse incluso después de la muerte de su último sacerdote. En el
plano doctrinal, después de algunos eutiquianos de primera hora, la tendencia
extremista se encarna, a partir de 517-518, en la escuela de Julián de
Halicarnaso, cuyos partidarios son llamados por sus adversarios julianistas,
aphtartodocetas (defendían el carácter “incorruptible” del cuerpo del Verbo
encarnado) o phantasiastas (porque, según ellos, aquel cuerpo era sólo una
forma ideal, un “fantasma”); de este partido se separarán dos alas opuestas, la
una en dirección de la postura moderada defendida por Severo de Antioquia (el
cuerpo de Cristo preservado de la corrupción por el poder del Verbo), la otra verdaderamente
neo-eutiquiana, pues consideraba el cuerpo del Señor no sólo como de suyo
incorruptible, sino propiamente “increado” (de ahí su nombre de actistetas).
Los mismos severianos, desdeñosamente
calificados por sus adversarios como phtartólatras (porque adoraban lo
corruptible), vieron nacer en su seno la escuela de los agnoetas: Cristo, en su
humanidad, debía haber ignorado ciertas cosas (de Arrio a los modernistas, este
problema de la ciencia humana de Cristo no cesará de turbar a los espíritus aventureros).
Es curioso el hecho de que en este ambiente
de polemistas infatigables la discusión se desvía del problema propiamente
cristológico para volver al problema trinitario, cuya elaboración parecía ya
ultimada. Concedido que en el Verbo encarnado haya una sola “naturaleza”; pero
entonces (dada la ambigüedad que conserva el término entre los cirilianos) ¿no
hay que distinguir en el seno mismo de la Trinidad tres naturalezas, tres
esencias, puesto que en ella son tres las hipóstasis? Esta será la herejía
estigmatizada con el nombre de triteísmo; aparecida hacia 557, adquiere
importancia desde 560 al hacerse famosa por obra del extraño personaje que fue
Juan Philopon (el “Infatigable”, a no ser que se haya de interpretar al
“Philopon” como miembro de la cofradía de piadosos seglares de este nombre que
se “consagraban” al servicio de la Iglesia). Hombre de gran saber, desbordante
de actividad, escribe hacia 570 un tratado sobre el modo de la resurrección
(que, según él, implica la destrucción de la materia) que suscitará vivas
discusiones y provocará un cisma en el interior de su propia secta. La crítica
del triteísmo dará origen, por otra parte, a la burda herejía de los
tetraditas (al yuxtaponerse la naturaleza divina a las de las tres personas,
las Tres se convierten en Cuatro)...
Semejantes divisiones debilitaron, sin
duda, por momentos al monofisismo. Hacia 556 vemos a cuatro patriarcas opuestos
disputarse el trono de Alejandría, sin hablar de un quinto titular, el
calcedonense restablecido por Justiniano. La anarquía reina en Alejandría y los
esfuerzos para salir de ella, a partir de 575, dan lugar a una desavenencia
entre las dos iglesias monofisitas de Egipto y Siria que perdura hasta finales
de siglo; pero, desde otro punto de vista, esta proliferación doctrinal
aparece como una manifestación de la vitalidad del partido, de su riqueza en
hombres y en ideas.
Ante semejante situación se comprende que,
en el campo católico, teólogos y políticos se preguntaran por los caminos y
medios que permitirían acabar con ella. La unidad impuesta desde fuera, como la
intentada con el Henotikon, no había hecho más que aumentar la confusión: la
solución sólo podía buscarse en el plano dogmático. De ahí una tendencia a
acercarse lo más posible a la postura tercamente sostenida por los disidentes,
a salir a su encuentro, y esto de manera especial cuando, como hemos visto en
el caso de Severo de Antioquia, la distancia que los separaba de la ortodoxia
bien comprendida se reducía casi siempre a muy poca cosa.
Esta nueva actitud ha recibido a veces el
nombre un tanto ambiguo de neocalcedonismo; sería mejor hablar de un
postcalcedonismo, de un retroceso del balancín teológico: se trataba, en
efecto, de hacer aceptar una edición “revisada y corregida” del concilio
(oscilaciones de esta clase son casi normales en la historia doctrinal de la
Iglesia). Después del golpe dado en 451, ¿no convenía precisar bien que aquello
no implicaba en absoluto una revancha por las víctimas del concilio de Efeso?
Ciertamente, vemos a todos los polemistas
católicos opuestos a Severo de Antioquia tan preocupados por cortar todos los
puentes que pudieran unirlos a los nestorianos, como el mismo Severo lo estaba
por negar toda solidaridad con Eutiques. Así aparece claramente en Leoncio de
Bizancio, que por otra parte realizó progresos no despreciables en la
definición del concepto de hipóstasis (“lo que existe de por sí”) y su
aplicación a la teología del Verbo encarnado. La nueva tendencia se
caracterizará, sin dejar de mantener firmemente la autoridad del concilio de
Calcedonia y su definición, por el hecho de absorber en dosis cada vez más
intensa la enseñanza de san Cirilo, su espiritualidad, su terminología (los
XII anatematismos):
1) La honda impresión que Severo de
Antioquia causó durante su primera estancia en Constantinopla (509-511) parece,
si no haber dado origen a este movimiento, al menos contribuido a su expansión.
De manera paradójica, este movimiento se manifiesta, a raíz de la subida del
emperador Justino al poder (518), que hacía triunfar de nuevo una política
favorable a los calcedonenses, en la resonante iniciativa tomada por un curioso
grupo de monjes escitas establecidos en Constantinopla. Estos creyeron
encontrar una panacea en la fórmula “teopasquita”, tomada, o mejor, adaptada de
Proclo, Unus de Trinitate... “Uno de
la Trinidad padeció por nosotros en la carne”; y desplegaron un celo ardiente y
un tanto tumultuoso para conseguir que la aceptasen las autoridades católicas.
Rechazados finalmente por el papa Hormisdas (520), vuelven a Constantinopla,
donde la contienda se envenena, al encontrarse con la oposición del monasterio
rival de los acoimetas, defensores acérrimos de la fe calcedonense. Se lanzan
unos a otros los peores insultos: tratados de eutiquianos por los acoimetas,
los monjes escitas replican acusándolos de nestorianismo calificado.
2) Seducido a su vez por el atractivo
de una política de unión, trabajado al mismo tiempo por la influencia de
Teodora, el nuevo emperador Justiniano reunió, en 532-533, una conferencia
contradictoria entre representantes de los ortodoxos y los severianos; la
intransigencia de estos últimos prácticamente la hizo fracasar, pero el
emperador salió convencido de la necesidad de dar un paso más en dirección de
los oponentes. El 15 de marzo de 533 promulgaba un edicto con una profesión de
fe redactada de manera que pudiese satisfacer al máximo las susceptibilidades
de los monofisitas: silenciando Calcedonia y las dos naturalezas, venía a
utilizar ahora, para formular el dogma cristológico, la fórmula rechazada trece
años antes, Unus de Trinitate... Al
año siguiente conseguía del papa Juan II la aceptación de esta fórmula
teopasquita y la condenación de los acoimetas obstinados en rechazarla (25 marzo
534); de manera significativa, estas dos decisiones aparecieron insertadas en
lugar destacado en la segunda edición del Código de Justiniano, promulgada a
finales de este mismo año 53412. Merece señalarse que en un documento
contemporáneo dirigido a los senadores romanos, el papa Juan II cita entre las
autoridades invocadas en apoyo de su gesto uno, y el más importante, de los XII
anatematismos de san Cirilo (“anatema a quien no confiese que el Verbo padeció
en la carne...”): era la primera vez que este documento, durante tanto tiempo discutido, era aprobado así
oficial y explícitamente por la Iglesia de Roma.
3) Justiniano debía constatar muy
pronto que su voluntad de apaciguamiento chocaba siempre con la oposición del
partido monofisita; de ahí que reanudase, con una brutalidad intensificada, la
política de represión policíaca, aunque sin perder la esperanza de reducir los
rebeldes a la razón. Empujado no solamente por la emperatriz, sino también por
monjes origenistas llegados de Palestina y ansiosos de rehabilitarse tras la
condenación que entre tanto había caído sobre ellos, decidió realizar una nueva
gestión que manifestaría de manera todavía más solemne la distancia que
separaba la postura calcedonense del detestado nestorianismo: los monofisitas
insistían en apoyar su argumentación (como se vio en el coloquio de 532-533) en
el hecho de que el concilio de Calcedonia había rehabilitado a tres de las
víctimas del latrocinio de Efeso, al gran Teodoro de Mopsuestia, precursor de
Nestorio; al amigo de éste, Teodoreto, y, finalmente, a su discípulo Ibas de
Edesa; éste era el más vulnerable, como autor de una Carta a Maris en que hacía
sin ambages vivas críticas a san Cirilo y a sus anatematismos.
En 543-544 Justiniano promulgaba un nuevo
edicto dogmático condenando lo que se ha convenido en llamar los Tres
Capítulos, es decir, un montaje de textos atribuidos, a veces de manera un poco
artificiosa, a estos tres autores. Como al mismo tiempo el documento protestaba
su fidelidad a Calcedonia, esta nueva gestión no produjo ningún efecto entre
los monofisitas que se intentaba reconciliar; debía, por el contrario, hundir
a la Iglesia en una crisis confusa y dolorosa.
Aceptada, aunque muy a disgusto, por los
patriarcas orientales, la condenación de los Tres Capítulos chocó en seguida
con una oposición resuelta por parte de Occidente que, escapado al peligro o a
la seducción monofisita, manifestaba una adhesión y una fidelidad sin reservas
al dogma definido por san León y el concilio de Calcedonia.
Decidido a asegurarse la aprobación del
papa Vigilio, Justiniano lo hizo traer secuestrado a Constantinopla (enero
547). Allí debía permanecer durante más de siete años, sometido por parte del
personal de la corte a una presión inhumana, ejercida bien por la persuasión,
bien por la amenaza. Anciano y enfermo, el pobre Vigilio resiste mucho tiempo,
cede (Judicatura del 11 abril 548), negocia de nuevo, rompe con el emperador
(agosto 551), se refugia en Calcedonia y se retracta solemnemente (Encíclica
del 5 febrero 552); llevado a Constantinopla, acaba por ceder otra vez; pero al
no considerarse suficientemente explícita la fórmula que elabora (Constitutum
del 14 mayo 553), debe inclinarse más aún ante la voluntad imperial y redacta una fórmula conforme a ésta (Constitutum
del 23 febrero 554)
En efecto, para dar gusto al emperador no
sólo era necesario declarar materialmente heréticos un conjunto de textos que,
según habían sido manipulados, sonaban ciertamente a nestorianos, sino también
anatematizar retrospectivamente la persona misma de Teodoro de Mopsuestia,
muerto en la paz de la Iglesia más de ciento veinte años antes. Mientras tanto,
para apoyar sus exigencias, el emperador había publicado un segundo edicto
doctrinal (junio 551), y convocado y reunido un concilio en Constantinopla, y
el V Concilio ecuménico (5 mayo-2 junio 553).
Nuestros teólogos se preguntan todavía
sobre el alcance preciso que conviene reconocer a los documentos firmados por
Vigilio y sobre la autoridad que poseen las diversas decisiones del V concilio
que, a petición de Justiniano, había considerado, desde el 26 de mayo, a
Vigilio como depuesto, —sin llegar, no obstante, a excomulgarlo ni a romper con
la Sede apostólica, por una distinción demasiado cómoda entre ésta y la persona
del papa que la ocupaba, inter Sedem et
sedentem.
Sincera o forzada, plena o parcial, la
aprobación dada al V concilio por el papa Vigilio y, después de su muerte
(junio 555), por su sucesor —aquel mismo Pelagio que hasta su accesión al
papado se había mostrado un elocuente y animoso defensor de los Tres
Capítulos— originó inmediatamente, como veremos, graves desgarraduras en el
interior de las iglesias latinas. En Oriente, dentro del plano doctrinal, la
aportación que trae este asunto de los Tres Capítulos resulta en total bastante
pobre: el peligro nestoriano, contra el que se presumía guardarse con tanto cuidado,
ya no era el peligro inmediato que amenazaba la buena salud de la teología
griega; el carácter un poco demasiado exclusivo de la aprobación dada a la
tradición nacida de san Cirilo encadenaba el pensamiento oriental a un camino
que debía revelarse sembrado de emboscadas. Insistiendo demasiado en la
divinidad del Verbo encarnado, la plena humanidad de éste corría peligro de no
ser valorada suficientemente, e incluso de perder su integridad; así lo
revelarán las herejías nuevas que surgirán a comienzos del siglo VII:
monoenergismo, monotelismo, y las duras polémicas a que darán origen.
En el plano jurídico, el inmenso esfuerzo
realizado con tanta obstinación por Justiniano se reveló perfectamente
estéril. Desde el momento en que no se concedía a los monofisitas la
condenación expresa del concilio de Calcedonia, y ellos estaban decididos a no
contentarse con menos, era inevitable perder toda esperanza de reintegrarlos a
la Iglesia católica. Justiniano lo comprendió muy pronto y reanudó frente a
ellos su política de persecución y de terror policíaco.
Cuando termina su largo reinado (527-565),
el anciano emperador, teólogo impenitente, acababa de embarcarse en una nueva
aventura: no pretendía imponer a la Iglesia, naturalmente protestando su
adhesión a Calcedonia, la doctrina más discutida de la extrema izquierda monofisita,
la incorruptibilidad del cuerpo humano de Cristo, el aphtartodocetismo. Su muerte
cortó de raíz esta iniciativa que sin duda hubiera complicado más aún los
problemas eclesiásticos. Dejaba así Justiniano a sus sucesores embrollados en
el problema monofisita que seguía sin resolver. Y no tendrían más éxito que él:
Justino II ensayó de nuevo una política de apaciguamiento promulgando un edicto
de unión, Henotikon (567), que repetía el de Zenón, para acabar, ante la
terquedad de los monofisitas, por perseguirlos de nuevo (571-578); la
moderación relativa de Tiberio II (578-582), la tolerancia abierta de Mauricio
(582-602) no lograron resultados mejores.
Mientras tanto, en efecto, concretamente
desde el año 540, la situación del partido monofisita se había modificado
profundamente: durante mucho tiempo se nos había presentado simplemente como
una tendencia interior a la Iglesia que, según la marcha de las
circunstancias, aparecía momentáneamente ocupando tal sede episcopal, la
dirección de tal monasterio, o predominando en tal región determinada; ahora,
en cambio, nos hallamos ante una verdadera Iglesia separada: la unidad se ha
roto.
La represión violenta ejercida contra los
monofisitas por Justino y Justiniano, si no había podido eliminarlos
completamente, al menos les había asestado rudos golpes: sus jefes, depuestos,
desterrados, desaparecían unos tras otros; las ordenaciones sacerdotales
realizadas atropellada y casi clandestinamente no podían bastar a llenar los
vacíos que la muerte creaba en sus filas; el partido se veía amenazado de
extinción, falto de obispos y sacerdotes. Fue salvado gracias a la acción
enérgica y paciente de un hombre, Jacobo Baradeo (en siríaco: el “Andrajoso”).
Fue consagrado obispo en 542-543 a
petición del soberano de los árabes ghasánidas, cristiano sincero, pero
monofisita, y de Teodora por el patriarca de Alejandría Teodosio, depuesto en
537 y residente en Constantinopla bajo la protección de la emperatriz. Jacobo
Baradeo se consagró a la tarea de reorganizar el partido diezmado; disfrazado
de mendigo (de ahí su apodo), recorrió todo el Oriente, de Asia Menor a Egipto,
escapando a la policía, multiplicando las ordenaciones. Se dirige a
Alejandría, reúne un sínodo de los obispos presentes, se afana por arrancar al
monofisismo egipcio de la anarquía en que se hunde.
Al cabo de una decena de años da el paso
decisivo y se dedica a dotar a los disidentes de una jerarquía autónoma y
completa, regularmente constituida; hace consagrar en Egipto a dos de sus
compañeros para poder consagrar luego los tres válidamente a metropolitanos y
obispos. En 560 logra de este modo instalar en Antioquia un patriarca monofisita
que recoge la tradición interrumpida desde el gran Severo (muerto en 538, pero
depuesto desde 518); igualmente consagrará, tres años más tarde, a su segundo
sucesor. La tradición le atribuye, además de estos dos patriarcas, la
consagración de veintisiete obispos, doce de ellos en Egipto, y cien mil
presbíteros —pero hay que tener en cuenta la exageración oriental—. Jacobo
continuará infatigable su obra, esforzándose hasta la víspera de su muerte
(578) por reconciliar a las dos ramas separadas, Egipto y Siria. Aunque no
tuvo la posibilidad de completar todos sus mandos, había puesto los cimientos
de una iglesia monofisita autónoma al cortar todos los lazos con la ortodoxia
católica. Con justicia ha conservado hasta nuestros días, en memoria de él, el
nombre de iglesia jacobita.
LA SUERTE DE LAS IGLESIAS EXTERIORES
Las consecuencias de estas escisiones no
fueron menos graves para las iglesias exteriores al Imperio romano, desde
Etiopía al Cáucaso. También ellas quedaron convertidas, y esto antes de acabar
el siglo V, en “iglesias separadas”.
6. LA IGLESIA DE PERSIA SE HACE
NESTORIANA
Según la dejamos en 410, la iglesia de los
sirios orientales, reclutada esencialmente en las provincias semitas del
Imperio sasánida, poseía una estructura bipolar: un centro jerárquico de
Seleucia-Ctesifón, un centro intelectual en la escuela de Edesa, en territorio
romano. Igual que Antioquia, la sede de Edesa fue objeto de disputa entre las
tendencias cristológicas que se enfrentaban en Siria durante la primera mitad
del siglo V; la teología de san Cirilo encontraría allí sucesivamente
defensores o adversarios. A Rabbulá, firmemente ciriliano, sobre todo en los
últimos años de su episcopado (415-435-436), sucedía el fogoso Hibá (o Ibas),
una de las futuras víctimas del asunto de los Tres Capítulos, pero a quien ya
Rabbulá, a causa de sus tendencias hostiles, había desterrado cuando dirigía la
escuela de los Persas.
Esta continúa firmemente adherida a la
tradición “antioquena” o, si se prefiere, “nestoriana”, bajo la dirección de
Narsai (437-457), pero el triunfo cada vez más general en Siria de la tendencia
opuesta (incluso los calcedonenses puros, como hemos visto, se afirman cada vez
más fieles a las enseñanzas de san Cirilo) acaba por hacer insostenible su
situación : en 457 atraviesa la frontera y marcha a establecerse en Nisibe (cedida
a los persas en 363) cuya escuela reorganiza. La de Edesa será finalmente
clausurada por el emperador Zenón en 489; esta decisión quizá esté relacionada
con la actividad de Filoxeno de Mabbug, antiguo alumno de la escuela, cuyo papel en la expansión del partido monofisita ya
hemos señalado.
Definitivamente reorganizada —siempre bajo
la dirección de Narsai, que debía morir casi o más que centenario en 502,
sostenido por el obispo del lugar Barsaumá, partidario decidido también de la
teología anticiriliana—, la escuela de Nisibe tuvo un gran influjo en toda la
cristiandad sasánida y contribuyó no poco a hacer triunfar en ella la cristología
“nestoriana”, que será oficial y definitivamente aceptada por un sínodo general
de las iglesias del Imperio persa celebrado en Seleucia en 486.
Tenemos que repetir aquí lo que decíamos a
propósito del “monofisismo” severiano: el término “nestoriano” se ha de
considerar como una etiqueta tradicional de que se sirve la historia sin
pretender garantizar el valor de su contenido. En realidad, aparte su negativa
a asociarse a la condenación de la persona misma de Nestorio, la herejía de
estas iglesias persas resulta difícil de distinguir; hay que reservar a los
teólogos el cuidado de apreciar lo que en ella puede haber de insuficiente o de
peligroso en las fórmulas que profesan sobre la distinción de dos naturalezas
en el Verbo encarnado; bástenos caracterizar su postura como una estricta
fidelidad a las enseñanzas de Teodoro de Mopsuestia, considerado como él
maestro a seguir en todas las cosas, en particular como el Intérprete (tal es
el sobrenombre que recibe del siríaco) por excelencia de la Escritura.
Una vez más, lo que aparece en primer
plano, más que una herejía explícitamente profesada, es una voluntad de cisma.
Voluntad que parece haber sido consciente: existen fuentes, monofisitas
ciertamente y, por tanto, maliciosas, que afirman que Barsaumá había explicado
halagadoramente al soberano sasánida, el shahinshah Péróz (457-459-484), todo el
interés político que suponía para él el hecho de que los cristianos de sus
Estados quedasen desconectados de las iglesias del Imperio romano, el enemigo
ancestral; así tenía un argumento para obtener del brazo secular una ayuda en
su lucha contra los monofisitas que, fuertemente instalados como hemos visto
entre las tribus árabes del desierto de Siria, habían realizado ciertos
progresos en la Alta Mesopotamia.
Pero estas precauciones tácticas no podían
bastar para neutralizar la hostilidad radical del mazdeísmo, única verdadera
religión nacional del Estado sasánida. Y esto explica las numerosas
persecuciones (ya en 420, 421-422, 445-447...); la amenaza de éstas no cesó de
pesar sobre la iglesia de los sirios orientales, rica en mártires. Sólo gozó de
una tolerancia real durante los breves períodos en que la evolución política
exterior obligaba al soberano a contemporizar con el Imperio romano: así en
tiempos de Bahrám V, después de las victorias de Ardabur, general de Teodosio
II (422), o a comienzos del reinado de Cosroes II, que debía su trono al apoyo
del emperador Mauricio (590-591); por el contrario, la persecución se reanuda
cuando el conflicto se agrava de nuevo entre los dos Estados rivales: así en
tiempos de Cosroes I y de Justiniano (540-545), o de Cosroes II y Heraclio
(602 y sig.; la sede del katholikos va a permanecer de nuevo vacante durante
largos años: 609-628).
La iglesia persa tuvo igualmente que
sufrir males interiores: elecciones discutidas, cismas, anarquía;
afortunadamente conoció un período de recuperación bajo el katholicato de un
gran reformador, Mar Aba (540-552), que, a pesar de las circunstancias
difíciles, supo restaurar el orden y la disciplina. Aunque los obstáculos
fueron enormes, el cristianismo logró no sólo mantenerse sino también
progresar en el seno de la sociedad sasánida; se nos habla de conversiones
entre la clase dirigente e incluso en la familia real, y hasta en el clero
mazdeísta.
La misión progresa en las montañas del
Kurdistán donde se han mantenido hasta nuestros días las últimas comunidades
nestorianas (los asirios); se extiende en dirección del Asia Central y de la
India. Los hunos heftalitas, establecidos a orillas del Amu-Daria piden a Mar
Aba un obispo en 549. El viajero alejandrino Cosme, que navegó por el Océano
Indico en el curso de los años 520-535 (de ahí su sobrenombre de Indicopleustes)
atestigua la existencia de una iglesia organizada en la isla de Socotora y de
una colonia de cristianos de origen persa en la lejana Ceylán. La iglesia
siro-malabar, todavía hoy floreciente en Kerala (India del Sur), debe quizá su
origen a esta expansión misionera de los nestorianos; se puede pensar también
en grupos de emigrantes arrojados por la persecución; la tradición que
relaciona esta iglesia con el recuerdo del apóstol santo Tomás podría expresar
simplemente su filiación lejana a partir de la iglesia de Edesa.
A medida que pasa el tiempo la iglesia
nestoriana se aísla más del resto de la cristiandad. Si en 420, continuando la
obra del concilio de 410, la iglesia persa se esforzó aún por colocar su
disciplina en la línea que los concilios del siglo IV habían establecido un
territorio griego, desde 424 proclama su independencia canónica frente a las
iglesias occidentales. Los contactos, cuando se reanudan, tienen sólo un
carácter personal: así encontramos a algunos representantes de los sirios
orientales en la corte de Constantinopla por los años 525-532-533. La iglesia
nestoriana evoluciona ahora según un ritmo propio. A partir de 484 Barsaumá
hace admitir la legitimidad del matrimonio de los obispos; se trataba de una
concesión a las costumbres nacionales y se puede admitir que a los ojos «de la
iglesia persa era ya bastante resistir en lo esencial a la presión ejercida
por la religión dominante, oponiéndose, por ejemplo, a las uniones incestuosas
predicadas por el mazdeísmo. Defender en este punto la moral cristiana será
una de las preocupaciones de la restauración realizada por Mar Aba. En el plano
teológico, y especialmente en cristología, las posturas se hacen tirantes:
cuando Henáná, uno de los maestros de la escuela de Nisibe, pretende adoptar
una doctrina más matizada que se acerca a la ortodoxia católica, sólo consigue
que caiga sobre él la excomunión en 585, y sus partidarios son implacablemente
perseguidos.
Por otra parte, el proselitismo ardiente
de los monofisitas, de Filoxeno de Mabbug a Jacobo Baradeo, opera también en
territorio persa. A pesar de todos sus esfuerzos, los nestorianos jamás
lograrán eliminar a estos rivales que, como en el Oriente romano, acabarán por
organizarse en iglesia separada con su red propia de obispos y monasterios, red
densa sobre todo en el Norte de Mesopotamia; esta jerarquía paralela se
hallaba también unificada bajo la autoridad de una sede suprema, instalada por
el mismo Baradeo a partir de 559 en Takryt, a orillas del Tigris; su titular
recibirá en el siglo VII el título de Maphrian.
7. ARMENIA Y LOS PAISES DEL CAUCASO
DISPUTADOS ENTRE MONOFISISMO. Y CALCEDONISMO
La actitud tomada por la iglesia armenia y
sus vecinos fue más compleja todavía. Es preciso distinguir bien tiempos y
lugares. Durante la segunda mitad del siglo V todas las fuerzas de la
cristiandad armenia fueron absorbidas por la resistencia obstinada, y
finalmente victoriosa, que la puso en pie contra la oposición sasánida y la
persecución del mazdeísmo. Prácticamente permaneció al margen de las polémicas
cristológicas; sólo hemos encontrado digna de mención la gestión hecha en 435
ante Proclo de Constantinopla.
A partir de 505-506 el episcopado armenio
toma una actitud cada vez más hostil al nestorianismo y a todo lo que podía
parecérsele —esto bajo el influjo de la tendencia anticalcedonense que triunfaba
en Constantinopla, bajo la máscara del Henotikon, durante el reinado de Anastasio,
pero más aún a causa de la propaganda siempre activa de monofisitas llegados
de Mesopotamia y Siria. A pesar de algunas corrientes en sentido opuesto, esta
tendencia se robustece: a mediados del siglo VI, el concilio de Calcedonia es
reprobado expresamente así como el Tomo de León, el inciso “Crucificado por
nosotros” es introducido en el Trisagio; puede decirse que a partir de este
momento el monofisismo se ha convertido en parte integrante del patrimonio de
esta iglesia nacional.
Así se vio cuando el emperador Mauricio,
habiendo obtenido de Cosroes III la cesión de la parte occidental de Armenia
(562), intentó atraer a ésta, toda ella, a la ortodoxia calcedonense: sólo
consiguió la adhesión de veintiún obispos directamente sometidos a su
autoridad, provocando así un cisma, el primero que hemos de señalar en la
historia de esta iglesia tan unificada de Armenia (591/592-610/611). Sus
insinuaciones fueron rechazadas por todo el resto del episcopado, agrupado en
torno al katholikos de Dvin. Característica es la respuesta desdeñosa de éste:
“No pasaré la frontera para comer bollo y beber agua templada” (alusión a los
ritos eucarísticos específicamente bizantinos). Como se ve, todo, cristología y
liturgia, parecía bueno a los armenios para afirmar su particularismo frente a
Constantinopla.
Georgia había caído, como Armenia, aunque
medio siglo más tarde (499), bajo el yugo sasánida. Desde el punto de vista
eclesiástico, su iglesia había aceptado, como la de los albanos (o Aghuanos),
una asociación con la de Armenia que implicaba una cierta dependencia con
respecto a ésta (concilio de Dvin, 505-506).
Cuando, también en el reinado del
emperador Mauricio, Georgia recupera su independencia con la ayuda bizantina,
su katholikos Kvirion aprovecha la ocasión para separarse de Armenia, en el
plano canónico y teológico a la vez: acercándose a Bizancio desde el punto de
vista religioso como su rey lo hacía en el plano político, se unió a la
ortodoxia calcedonense. Así, en 608-609, era solemnemente excomulgado con el
mismo título que los griegos por el katholikos armenio al que, sin embargo,
permaneció fiel la cristiandad (hoy desaparecida) de la Albania del Cáucaso.
Pero por lo que se refiere a Armenia no se trataba de una toma de posición
definitiva.
No se ha de reducir la historia de estas
iglesias orientales sólo a los debates cristológicos, con el riesgo de mutilar
su importante riqueza. Durante el siglo V tiene lugar en lo esencial el
desarrollo cultural cuyos primeros pasos hemos señalado anteriormente (el
inventor del alfabeto armenio, Masrop, no muere hasta 440): promoción del
armenio a la categoría de lengua de cultura, obra de los “Santos Traductores”,
la Biblia, los Padres, las colecciones canónicas (completadas pronto por las
reglas disciplinares promulgadas por el concilio nacional), creación de una
liturgia propia, finalmente florecimiento de una literatura original; antes de
mediados de siglo ésta ha producido ya una obra maestra: la suma apologética,
dirigida en particular contra el mazdeísmo, del obispo Eznik de Kolb; la historia ocupará
un lugar destacado. La música y en seguida la arquitectura completan el cuadro
de esta rica cultura armenia, donde se encarnan a la vez el genio nacional y
una auténtica inspiración cristiana; a comienzos del siglo VII aparecen esas
bellas iglesias de cúpula que son quizá una fuente remota de nuestro arte
romántico
8. LA IGLESIA DE ETIOPIA SE
DESARROLLA EN EL MARCO
DEL MONOFISISMO
Una observación análoga hemos de hacer
sobre la iglesia fundada por san Frumencio: también para ella los siglos V y VI
fueron un período glorioso de consolidación, expansión y florecimiento
cultural. Este desarrollo parece haberse realizado con una lentitud algo
mayor; la traducción, por ejemplo, de la Biblia al ge’ez no comenzó quizá
hasta la segunda mitad del siglo V y no estuvo terminada hasta el vil
Paralelamente eran traducidos los textos monásticos y teológicos fundamentales
y nacían la liturgia nacional y el arte cristiano.
Dada la estrecha dependencia en que se
hallaba la iglesia de Etiopía con relación a la de Egipto (será preciso esperar
hasta 1951 para que el abúna, jefe de la iglesia abisinia, deje de ser un
dignatario copto nombrado por Alejandría), no es de extrañar que esta iglesia
pasase naturalmente al monofisismo. El libro básico de su biblioteca teológica
es una antología patrística conocida bajo el título de Qerlos, que se coloca de
modo definitivo bajo el patronazgo de san Cirilo (comienza con tres opúsculos
antinestorianos de éste). Sin embargo, la influencia egipcia no fue la única;
la iglesia etiópica venera la memoria de los “Nueve Santos” llegados del
Imperio romano a Etiopía y que, según la tradición, “rectificaron la fe”.
Parece que se trata de un grupo de monjes sirios, sin duda monofisitas, que
pudieron marchar a Etiopía en busca de refugio en un momento crítico de la
persecución católica; pero el proselitismo monofisita bastaría para explicar su
viaje (¿finales del siglo V?).
Las relaciones diplomáticas que los
soberanos etiópicos, definitivamente convertidos al cristianismo,
establecieron después de 525 con la corte de Constantinopla podía haber sido la
ocasión para una tentativa en favor del restablecimiento de la ortodoxia, si
los esfuerzos realizados en este sentido por el emperador Justiniano no
hubieran sido neutralizados por las gestiones opuestas de la activa Teodora,
protectora entusiasta de los monofisitas.
9. PROGRESOS DEL CRISTIANISMO (MONOFISITA)
EN NUBIA Y ARABIA DEL SUR
La misma rivalidad de influencias se
constata en la conversión de los pueblos más o menos nómadas de Nubia entre
Abisinia y Egipto (en lo que hoy llamamos el Sudán). Estos pueblos, blemmyes,
alodes, nobades, belicosos y temidos por sus dos vecinos, habían persistido en
su paganismo. Para ellos, incluso después de que fueron cerrados todos los
templos, los emperadores cristianos habían debido tolerar el culto de Isis en
el celebra santuario de Filé más arriba de la primera catarata del Nilo, en la
frontera. Justiniano decidió poner término a esta tolerancia (hacia 535). Poco
después, dos misiones, una católica y otra monofisita, fueron enviadas para
trabajar en la conversión de los nobades; Teodora logró interceptar la
sostenida por Justiniano: sólo la segunda puede actuar, y la cristiandad así
fundada recibe a su obispo del patriarca monofisita. Teodosio de Alejandría,
relegado pero siempre activo en Constantinopla. La mayor parte de los otros
pueblos de Nubia pasan también al cristianismo en idénticas condiciones.
En el país de los himyaritas (Yemen), la
misión cristiana encontraba siempre obstáculos debidos tanto al paganismo
subarábigo como al judaismo que hacía allí numerosos prosélitos. Fue
facilitada, en cambio, por los esfuerzos diplomáticos de Justiniano, preocupado
siempre por alejar la influencia sasánida de su frontera y de las costas del
Mar Rojo, así como por el control progresivo de los etiópicos sobre esta
región. Llegado a su apogeo, en efecto, el reino abisinio de Axum extendía su
acción, comercial primero y luego política, en Arabia. Una primera expedición
parece poder situarse a finales del siglo V; después de una rebelión animada
por un sheik convertido al judaismo, en el curso de la cual habían muerto
numerosos cristianos, el negus envió contra los himyaritas un poderoso
ejército que restableció el protectorado etiópico (525526); éste debía durar,
no sin algunas vicisitudes, hasta la conquista del Yemen por los persas (570).
A la sombra de éstos, la religión cristiana
tendría una difusión logrando reunir una minoría importante de la población,
especialmente en la región del Nadjrán, donde tendría un encuentro patético con
el Islam naciente (Mubáhala, “desafío de ordalía”, 631). La fuerza y la
debilidad de este cristianismo árabe, monofisita por sus orígenes y sus
relaciones, se refleja de manera significativa en el eco deformado que de él
conserva el Corán; la
tradición musulmana pretende que el Profeta nació “el año del elefante”, el de
una expedición fracasada, dirigida contra la Meca y el santuario de la Kaaba
por el abisinio cristiano Abraha que reinaba entonces en el Yemen (570: pero
el acontecimiento, si es histórico, se sitúa unos treinta años antes).
CAPITULO XXVIILA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO DE ORIENTE
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