REFORMA Y CONTRARREFORMA
CAPITULO QUINTO
EN EL
ESPIRITU DEL CONCILIO DE TRENTO RENOVACION
INTERIOR DE LA IGLESIA Y DEFENSA ACTIVA (CONTRARREFORMA )
DEFENSA
Y CONSOLIDACION PROTESTANTES
Los protestantes
alemanes, que habían rechazado bruscamente la invitación a participar en la
tercera fase del Concilio de Trento, vieron en la conclusión de éste y en sus decretos un
ataque a su existencia teológica y un peligro para su Iglesia. En 1561 el
Consejo de Berna ordenó que se celebraran rogativas, dos veces a la semana,
para defenderse contra los efectos del concilio. Y el catecismo de Heidelberg, que fue publicado a
comienzos de 1563 por instigación del elector del Palatinado, Federico III,
consignó en sus páginas una nueva explicación sobre la «maldita idolatría» de
la misa, como respuesta, por así decirlo, a los anatemas lanzados por el
Concilio de Trento.
En el mismo año aparecía ya el tomo primero del Examen
Concilli Tridentini, escrito por Martín Chemnitz, destacado teólogo luterano de Brunswick. Con esta obra
en cuatro tomos Chemnitz intentaba refutar, con demostraciones científicas, cada
uno de los decretos del concilio, creando de este modo para siglos las bases de
la polémica protestante. Las propias diferencias doctrinales existentes en el
campo protestante, concentradas más tarde en la figura de Melanchton y sus
seguidores, entorpecieron, en realidad, una defensa efectiva. El esfuerzo por
lograr una unidad confesional en la dividida Iglesia evangélica, así como el
enfrentamiento con la teología tridentina condujo a una fuerte sistematización
del protestantismo.
Melanchton había
reducido ya la doctrina a una forma escolar y en 1551 Brenz redactó su Confessio Wirtembergica, para ser presentada a los miembros del concilio. Pero ahora buscaba además una
unión que no se basara sobre fórmulas vagas y generales. Por ello el
protestantismo volvió a los viejos símbolos de la Iglesia primitiva y a los
primeros escritos confesionales protestantes, desde la inalterada Augustana hasta el pequeño catecismo de Lutero, en la llamada Fórmula
de Concordia de 1580, en la que habían trabajado sobre todo Martín Chemnitz y el suabo Jacob
Andreas. Se consideró esta Fórmula como algo intocable, como algo
inspirado, y la labor de los teólogos de la ortodoxia protestantes se limitó
exclusivamente a su explicación, por lo que se echó pronto mano del
aristotelismo medieval, tan vilipendiado por Lutero.
La canonicidad de Lutero
hizo que los teólogos de la ortodoxia hablaran ahora, conscientemente, de una Ecclesia
Lutherana, que delimitaban polémicamente tanto frente a los calvinistas
como frente a la Iglesia católica, renovada por el concilio. Sobre todo la
discusión con Roberto Belarmino dio ocasión a ocuparse con la neoescolástica, cultivada
principalmente en Salamanca, no sólo en el terreno de la teología, sino también
en el de la filosofía, el derecho y la política, y, con ello, a introducir inconscientemente
muchos elementos de ella en los propios métodos y concepciones.
La Iglesia reformada
mostraba una mayor unidad que la luterana. Bajo Enrique Bullinger, sucesor de Zuinglio
en Zurich, se llegó, después de muchas vacilaciones, a una confesión
unida de los sacramentalistas (zuinglianistas) y los calvinistas suizos. La Confessio
helvética posterior, de 1562, fue aceptada por la mayoría de las Iglesias
reformadas de Suiza, con lo cual quedaron atenuadas considerablemente las
doctrinas de Calvino sobre la predestinación y la comunión. Por encargo del
elector Federico III, teólogos del círculo de Bullinger introdujeron el calvinismo en el
electorado palatino después de 1560. Tras una represión temporal del mismo por
el luterano Luis VI (1576-1583), sucesor de Federico III, volvió a resurgir
con la muerte de aquél.
El calvinismo no estaba incluido ciertamente en la Paz
religiosa de Augsburgo, pero el emperador pidió en vano en 1566 a Federico que
volviera al luteranismo. El elector era apoyado principalmente por Sajonia, y
pronto otros príncipes siguieron su ejemplo. Nassau, Palatinado-Zweibrücken, Anhalt, Hessen-Kassel y
la ciudad de Brema se pasaron al calvinismo. El elector de Brandeburgo no pudo
introducir en sus dominios la Iglesia reformada por la resistencia que le opuso
el pueblo. Los reformados alemanes no sólo se enfrentaron con el emperador
católico, sino también con las Iglesias luteranas de la nación. Estas se
sentían amenazadas, por lo cual hubo, sobre todo en el electorado de Sajonia,
una fuerte represión del llamado por Melanchton criptocalvinismo, del cual fue
víctima incluso el canciller del electorado de Sajonia, Krell (1601). «Antes
papista que calvinista», se decía por aquellos dominios, y el viejo predicador
de la corte de Dresde, el vienés Hoé de Hoénegg, que equiparaba la doctrina de
la predestinación de Calvino con el fatalismo de los musulmanes, ponía toda su
influencia en mantener a su señor alejado de toda acción política contra el
emperador. Sólo así puede comprenderse la postura neutral del elector de
Sajonia en el primer período de la Guerra de los Treinta Años.
El peligro de una Contrarreforma
católica se sentía de un modo especialmente vivo en Suecia. Al rey Juan III,
secretamente católico, le había sucedido su hijo Segismundo III (1592-1604), ya
rey de Polonia y católico convencido. En Polonia había fomentado
enérgicamente, con la ayuda de los jesuítas, la renovación religiosa del clero
y del pueblo, que ya iniciara el cardenal Hossio de Ermland, y había
conseguido que muchos nobles volvieran al seno de la Iglesia católica.
Pero en
Suecia, la oposición interna, encabezada por el regente Carlos, hermano del
fallecido rey, había organizado ya la resistencia contra todo fomento del
catolicismo. Los estados amenazaban con desheredar a cuantos abandonaran la
confesión de Augsburgo. Ante esta situación, el nuevo rey hubo de renunciar ya
antes de ser coronado a imponer la libertad religiosa en favor de los
católicos. Después de la vuelta a Polonia, la Dieta sueca decretó, a instancias
del regente, la expulsión de todos los sacerdotes católicos y suprimió el
último monasterio protegido que aún quedaba como santuario nacional, el
monasterio de Valdstena, fundado por santa Brígida. Estalló la guerra entre el
rey y el regente. Segismundo fue vencido y, acto seguido, depuesto. Su tío
subió al trono con el nombre de Carlos IX (1604). Bajo su reinado la Dieta
decidió la expulsión de los católicos del país. Se amenazó con la pena de
muerte a los sacerdotes. Quedó radicalmente excluida toda unión posterior con
Polonia. En el reinado de Gustavo Adolfo II (1611-1632), hijo de Carlos IX,
Suecia se convirtió en la primera potencia del protestantismo del norte
LA
IGLESIA NACIONAL INGLESA Y EL PURITANISMO
Como reacción, si no
como contrarreforma, consideraron muchos protestantes de Inglaterra la
restauración de la Iglesia nacional y de una liturgia unificada, impuesta por
las actas de uniformidad de la reina Isabel I. Pensaban así sobre todo aquellos
círculos que en Escocia o en el destierro, durante el reinado de María la
Católica, habían conocido en el continente el calvinismo y, especialmente, la
estructura de sus comunidades y su culto, austero y sencillo. En las numerosas
ceremonias de las altas jerarquías, en el canto, en el órgano, en el signo de
la cruz, en los ornamentos sacerdotales y en el mantenimiento de los días de
fiesta veían estos grupos restos de catolicismo; y en el ministerio episcopal,
presentado como institución divina, y en el gobierno de la Iglesia por el rey,
veían un poco de señorío papista. Ellos, en cambio, según decían, aspiraban a
una Iglesia que estuviese totalmente de acuerdo con la Escritura, a una entidad
puramente religiosa, sin el impedimento de los sentidos entre Dios y el hombre.
Los puritanos, como se los llamó muy pronto, no se distinguían inicialmente de
la Iglesia anglicana por unas doctrinas especiales acerca de la fe. El
puritanismo era más bien una cierta actitud espiritual, una adhesión realmente
apasionada a la letra de la Escritura y al culto puramente espiritual, muy
extendida entre los artesanos de las ciudades y entre los primeros magnates del
comercio. Surgían grandes discusiones sobre cuestiones baladíes como el uso de
la capa coral. Así se llegó a los primeros castigos y persecuciones. Con ello
comenzó a manifestarse en el puritanismo una creciente tendencia a la
separación de Iglesia y Estado y a la autonomía de cada una de las comunidades.
Los puritanos se convirtieron en presbiterianos, que rechazaban el episcopado
de la Iglesia anglicana, por lo que fueron duramente combatidos por Isabel I y
por su sucesor. Las prisiones se vieron llenas de Dissenters, que no aceptaban las actas de uniformidad. Ni siquiera las ejecuciones
lograron contener el movimiento. Muchos puritanos emigraron a Holanda y otros
prefirieron establecer sus comunidades en América. En 1620 el Mayflower trasladaba al Nuevo
Mundo, junto a una masa de buscadores de oro, los treinta y cinco «Padres
peregrinos». Alrededor de 20.000 puritanos fundaron en Nueva Inglaterra
colonias propias, en las que, en sobria hermandad, con sentimientos e
inclinaciones controlados, intentaban pre vivir la predestinación manifiesta, con separación de
Iglesia y Estado y con una intolerancia, inicialmente muy dura, frente a los
que pensaban de otra forma. Más tarde aprendieron, sin embargo, a respetar la
libertad de conciencia de los que pensaban de otro modo, recordando su propia
experiencia y los años difíciles pasados.
Los puritanos que
permanecieron en Inglaterra se convirtieron rápidamente en un elemento
combativo de la sociedad y de la Iglesia. El absolutismo del rey Carlos I
(1625-1649) fue soportado de mal grado por la mayor parte de la burguesía, que
pensaba puritanamente. A esto se
añadieron las grandes exigencias financieras del rey al Parlamento y el apoyo sorprendente
al sector catolizante de la Iglesia anglicana. El arzobispo Laud, nombrado por Carlos I cardenal de Canterbury, persiguió al clero,
de tendencias puritanas, y con la
reintroducción del ritual antiguo intentó salvar un mínimo de usos litúrgicos en toda Inglaterra. También el pueblo abrigaba sus temores a causa del matrimonio del rey con la princesa católica Enriqueta María de Francia y por la buena disposición real hacia determinados católicos. Así Carlos había aprobado los planes para la repoblación
de una colonia en
Norteamérica, que le presentó el
secretario de Estado de su
padre, Jorge Calvert, obligado ahora a dimitir de su cargo a
causa de su conversión al catolicismo. Esta colonia habría de recibir el ambivalente nombre de Maryland —¿pensando quizá en la esposa de Carlos, o tal vez
en la Virgen María?— y en
ella los católicos habían de disfrutar de libertad religiosa. Como ahora se pretendió introducir también en Escocia la nueva liturgia «catolizante», surgió
una rebelión, que fue sostenida
por una liga santa (Convenant) para la defensa de la libertad religiosa. Los rebeldes proclamaron la supresión del episcopado.
En el Parlamento, convocado ahora tras un largo período de tiempo, se manifestó
pronto una mayoría contra el rey y sus medidas. También
en Londres se gritaba: ¡Abajo los obispos! Las oposiciones
inglesa y escocesa se unieron. Estalló por fin
la guerra civil, cuya dirección pasó a manos de Oliverio Cromwell, hombre de grandes dotes y poseído de una
conciencia veterotestamentaria de estar llamado, que rápidamente se impuso a
los presbiterianos y estableció la hegemonía de los radicales independientes
(de todo sínodo). Naturalmente el rey tuvo que ser condenado a muerte por un
Parlamento incompleto, acusado de traidor y asesino, y subir las gradas del
patíbulo. Inglaterra se convirtió en república, que presidió el mismo Cromwell, como Lord
Protector.
Se concedió libertad religiosa a todas las numerosas sectas que
aparecieron, mientras que para los episcopalianos y católicos se decretaron
severas medidas persecutorias. En su campaña contra Irlanda, dio orden de matar
sin compasión, siguiendo el modelo del Antiguo Testamento, a la población
católica de las ciudades conquistadas. La atmósfera de Inglaterra siguió
siendo la misma para los católicos, incluso al ser restaurada, en 1600, la
dinastía de los Estuardo. Toda suavización incluso aparente de las leyes contra
los papistas fue siempre contestada con fuerte oposición del Parlamento y de
los lores protestantes.
CAPITULO SEXTO
REPERCUSIONES DE LA ESCISION DE LA FE EN LA EPOCA DEL ABSOLUTISMO AUGE
RELIGIOSO Y DESVIACIONES TEOLOGICAS INTENTOS DE UNION