Cristo Raul.org |
SIGLO TERCERO . LA BATALLA CONTRA EL PAGANISMOCAPITULO XIII ORIGENES, MANI , CIPRIANO
El comienzo del siglo III marca un giro
decisivo en la historia del cristianismo. Han quedado rotos los últimos
vínculos con el judeo-cristianismo. El cristianismo ha penetrado ya en el mundo
helenístico y romano. Pero ese mismo mundo le es adverso. El período central
del siglo III se caracteriza por una notable actividad creadora. Vemos surgir
diversas corrientes que se prolongarán en el cristianismo de los siglos sucesivos.
Este período registra tres grandes acontecimientos. En el mundo griego
asistimos a una renovación filosófica, que tendrá como representantes a
Plotino entre los paganos y a Orígenes entre los cristianos: dos pensadores que
marcarán el rumbo en los siglos siguientes. En el mundo latino, el cristianismo
conoce una extraordinaria expansión, a la vez territorial y cultural, al
tiempo que se diferencia del cristianismo oriental. Por último, los movimientos
ascéticos judeo-cristianos suscitan en el mundo de la Siria oriental ciertas
corrientes entre las que destaca el maniqueísmo.
I. ORIGENES Y PLOTINO
La primera mitad del siglo III presencia
en Alejandría la aparición de un nuevo movimiento filosófico, el neoplatonismo,
que marcará el fin del pensamiento antiguo. Esta corriente tendrá como
principal iniciador a Plotino. A esta figura responderá, dentro del
cristianismo, Orígenes, cuya influencia se extenderá a toda la teología griega
posterior. Algo nuevo comienza con él en la historia del cristianismo. De
hecho, representa la confluencia de varias corrientes. Está vinculado por sus orígenes
a la tradición cristiana catequética, y su obra es uno de sus documentos esenciales.
Está en contacto —en Alejandría y en Cesárea— con la gnosis judía alejandrina o
palestinense, que ocupa en su obra un lugar más considerable de lo que se cree.
Representa, además, el paso del platonismo medio al neoplatonismo, a través de
Amonio Sakkas, que es su maestro como lo es de Plotino. Estos son los
elementos que conviene desentrañar. Ello nos permitirá descubrir adonde van a
parar y, por último, cuál es el lugar que ocupa Orígenes en su tiempo.
Estamos bastante bien informados sobre
Orígenes gracias a Eusebio, que fue uno de sus sucesores en el Didascaleo de
Cesárea de Palestina. Nació el año 185 de una familia cristiana. Ya hemos dicho
algo acerca de su educación. Durante su adolescencia estalla la persecución de
Severo, una de cuyas víctimas será su padre, Leónidas, en el 208. Su sensibilidad
cristiana se forma en esa Iglesia de mártires y nunca perderá el sello de los
tiempos heroicos. A los diecisiete años, se encuentra con la responsabilidad de
su madre y de sus hermanos más jóvenes. Una mujer caritativa le permite
proseguir sus estudios. Así puede abrazar la profesión de profesor de letras.
Pero por entonces hay crisis de catequistas en la iglesia de Alejandría.
Algunos candidatos al bautismo acuden a él. Y el obispo Demetrio le pide que
abandone su profesión y se consagre a la catequesis. En consecuencia, vende
sus libros profanos y dedica todo su tiempo al estudio de la Escritura y a la
instrucción de los catecúmenos. Estos se ven particularmente afectados por la
persecución, y Orígenes los asiste.
Pero la experiencia de la catequesis le
pone en contacto con un nuevo problema. Entre sus oyentes hay “herejes, hombres
formados en los estudios griegos, filósofos”. Y se da cuenta de que, para
poder discutir con ellos, ha de profundizar sus doctrinas: “Hice esto a
imitación de Panteno, quien, antes que nosotros, buscó en los griegos una
preparación profunda” Para ello debe descargarse de la catequesis elemental,
que confía a Heraclas. Y vuelve a los estudios. Hasta entonces no había
estudiado filosofía. Sus ocupaciones habían sido meramente literarias. Y va a
completarlas. Esa filosofía será la de su época. Orígenes conoce los manuales
en que aparecen catalogadas las opiniones de los filósofos de las diversas
escuelas y se inclina por el platonismo medio. Se han señalado los contactos
de su pensamiento con Máximo de Tiro, Albino y Plutarco.
Pero Orígenes no se limita a los libros.
Es alumno de un personaje que desempeña un papel decisivo en la vida
intelectual de la época, Amonio Sakkas. Sobre este punto contamos con el
testimonio taxativo de Porfirio, transmitido por Eusebio. Y no se olvide que
Amonio Sakkas será, unos años más tarde, maestro del mismo Plotino. Nos gustaría
saber quién era este Amonio. Por desgracia, las informaciones sobre su
doctrina se reducen a dos alusiones, una de Nemesio y otra de Focio. A partir
de ahí se elaboran las imágenes más diversas: Heinemann le considera como un
gran filósofo platónico; Seeberg y Benz, como un misionero indio venido a
Alejandría; Dórrie, como un taumaturgo pitagórico y un extático; Langerbeck,
como un teólogo cristiano de vanguardia. Sí parece que había sido cristiano. La
referencia de Porfirio sobre este punto parece exacta. Pero se había separado
del cristianismo.
¿Podemos, al menos, saber algo sobre las
relaciones de Orígenes con Plotino? Porfirio menciona en varias ocasiones
juntamente a Orígenes y a Plotino. Así, en la Vida de Plotino, escribe:
“Herenio, Orígenes y Plotino acordaron mantener secretas las doctrinas de
Amonio”. Más adelante dice que Orígenes acude a un curso de Plotino en Roma.
Pero el Orígenes de que habla aquí Plotino, ¿es el nuestro? La identidad ha
sido defendida por Cadiou y Hanson. Pero actualmente nadie la admite. Dodds,
Puech, Dórrie, Langerbeck y Weber están de acuerdo en estimar que Porfirio nos
habla de dos personajes distintos, ambos discípulos de Amonio. Por tanto no
tenemos indicación alguna sobre que nuestro Orígenes haya estado en contacto
con Plotino. Era veinte años mayor que él y su pensamiento es independiente del
de Plotino, si bien es verdad que constituye un desarrollo paralelo. Esta
comparación es lo único que nos permite descubrir ciertos rasgos de la
influencia de su maestro común.
Esa formación filosófica va a permitir a
Orígenes recoger el proyecto de Panteno y Clemente, el de una especie de
universidad, el Didascaleo, donde todas las ciencias humanas estuvieran al
servicio de una mayor inteligencia de la palabra de Dios. Allí enseña Orígenes
entre 212 y 231. Es la época en que escribe sus primeras obras, eco de su
enseñanza teológica y exegética. El Didascaleo es también un centro editorial.
Su amigo Ambrosio corre con los gastos de siete taquígrafos, que se relevan
para escribir al dictado de Orígenes, y de varios copistas y muchachos expertos
en caligrafía para reproducir los ejemplares. Por fin, Orígenes reside una
temporada en Palestina, donde su amigo el obispo Alejandro de Jerusalén le
invita a comentar la Escritura ante la asamblea cristiana). Orígenes pronuncia
entonces sus primeras homilías. Durante una segunda estancia en Palestina, el
año 230, es ordenado sacerdote por el obispo de Cesárea, Teoctisto.
Esta decisión suscita contra él, en 231,
una condena del obispo de Alejandría, Demetrio. Orígenes es declarado indigno
de enseñar y expulsado de Alejandría. Entonces se retira a Cesárea, junto con
su amigo Teoctisto. Gracias a él, esta ciudad será un centro intelectual de
gran importancia. Allí tiene como alumnos a dos capadocios, Gregorio, el futuro
obispo de Neocesarea, y su hermano, atraídos sin duda por Alejandro, que había
sido obispo de Capadocia antes de serlo de Jerusalén. Ahora añade a su
enseñanza la predicación ante la asamblea. La mayor parte de su predicación se
ha perdido, pues hasta los sesenta años tuvo prohibido a los taquígrafos que
tomaran sus sermones. Por esta época se extiende su influencia. Antes del 217
había visitado al obispo de Roma, Ceferino. El año 232, se dirige a Atenas para
unos asuntos eclesiásticos urgentes). Por entonces, Julia Mammea, sobrina de
Julia Domna, la mujer de Septimio Severo, y madre de Alejandro Severo, le llama
a Antioquia para hablar con él de “la gloria del Salvador”.
El año 235, muere Alejandro Severo. Le
sucede Maximino. Estalla una persecución. Ambrosio, el amigo de Orígenes está
en peligro. Orígenes le dirige su Exhortación al martirio. El mismo parece
haberse refugiado entonces en Capadocia, junto a Firmiliano, obispo de Cesárea
de Capadocia. De regreso, en Cesárea de Palestina, es invitado en varias
ocasiones a trasladarse a Arabia para discutir con algunos obispos. Eusebio nos
ha conservado el recuerdo de dos de estos debates que se sitúan, el uno hacia
el 240, el otro hacia el 248. Ya hablaremos de ellos. Hacia el 215, el
gobernador de Arabia, residente en Bostra, había pedido al obispo Demetrio que
le enviara a Orígenes. Tales relaciones con Arabia vienen a continuar lo que
veíamos ya en Panteno. Arabia fue una misión de la iglesia judeo-cristiana de
Alejandría.
La inmensa correspondencia mantenida por
Orígenes nos sería preciosa para conocer el mundo de entonces. Eusebio habla
de su correspondencia con el emperador Felipe de Arabia y de su carta al papa
Fabián. Otra carta de apología citada por Eusebio dirigida, sin duda, a
Alejandro de Jerusalén . Conservamos un intercambio de cartas con Julio
Africano, que se había establecido en Emaús; por consiguiente, pudo tener con
él contactos personales. Otra carta responde al Discurso de agradecimiento de
Gregorio el Taumaturgo. La vida de Orígenes termina poco después de mediados
de siglo. El año 247, con ocasión de la persecución de Decio, es apresado y
torturado. Pánfilo nos dice que murió en Tiro, bajo el reinado de Galo, en
252-253. Esto coincidiría con la noticia de Porfirio, según la cual conoció a
Orígenes en su juventud. Porfirio, en efecto, era sirio y, para el 252, tendría
unos veinte años.
La obra de Orígenes es considerable por su
número e importancia. Consta principalmente de obras de exégesis. Hasta
nosotros han llegado varios grandes comentarios, numerosas Homilías y
fragmentos. Orígenes escribió también otras obras de diverso tipo: el Tratado
de los Principios, que es una suma teológica; el Contra Celso, la obra maestra
de la apologética antigua; el Tratado de la oración y la Exhortación al
martirio. Se han perdido los Stromateis, el Tratado de la Resurrección y
numerosos escritos exegéticos. Y una buena parte de los que poseemos sólo
subsisten en las traducciones latinas de Rufino y Jerónimo. Dos escritos sobre
la Pascua, recientemente hallados en Toura, no han sido publicados todavía.
Por último, han llegado hasta nosotros algunas partes de las Héxaplas, en las
que Orígenes había reproducido en seis columnas las traducciones griegas de la
Biblia, el texto hebreo y la transcripción de éste en caracteres griegos.
Estas obras nos descubren la grandeza de
Orígenes. Su producción científica es impresionante. Inició la crítica bíblica
con las Héxaplas. Su espíritu ávido le llevaba a preguntarse por las
etimologías hebreas, a intentar las localizaciones geográficas. Visitó
Palestina, examinó las grutas ribereñas del Jordán, interrogó a los rabinos.
Como apologista, entabló el diálogo con el paganismo y la filosofía de su
tiempo con una audacia y una inteligencia que nos sorprenden. Acepta todos los
valores de Grecia. Pero denuncia con precisión los puntos débiles del
paganismo. Y pone de relieve la originalidad del cristianismo, su
universalismo, su carácter histórico, con una profundidad nunca alcanzada
antes de él. Como predicador, manifiesta un conocimiento del hombre, una
libertad de expresión y un sentido espiritual que hacen de sus Homilías unas
obras maestras. En ellas se muestra como hombre de Dios. Orígenes es uno de los
fundadores de la espiritualidad cristiana, y su influencia será grande sobre
el monacato especulativo. Discípulos suyos serán Anastasio, Gregorio de Nisa y
Evagrio.
No menos importantes, aunque más
discutibles, son sus aportaciones a la teología y la exégesis. Como teólogo,
estructura un sistema genial, único en su género, en el que confluyen todas las
tradiciones de que es heredero. Su núcleo es la tradición eclesial, la fe
común. Pero esa fe común se prolonga en Orígenes mediante una gnosis, de origen
principalmente judío, que es especulación sobre los misterios del tiempo sagrado
y del espacio sagrado, de las naciones celestes y de los mundos sucesivos. Orígenes,
en fin, ha organizado esas categorías, que conservaban en el medio semita un
carácter visionario, en una sistematización rigurosa, inspirada a la vez en el
platonismo por lo que tiene de idealismo y en el estoicismo por lo que tiene de
carácter evolutivo. H. Jonas ha señalado acertadamente que este afán
sistemático, cuyo criterio de verdad es la coherencia interna, relaciona a
Orígenes con Valentín, que le es anterior, y con Plotino, que le es posterior.
Orígenes marca, junto con ellos, un momento de la historia del pensamiento.
El sistema de Orígenes se desarrolla en
dos planos, como los sistemas gnósticos. El mundo superior incluye a Dios, ó
Osóc, el Padre, trascendente e inabarcable. El Padre engendra eternamente al
Hijo, que es su imagen, pero imagen inferior, a la vez uno y múltiple,
inabarcable y abarcable. Por fin, en tercer lugar, vienen las criaturas
espirituales, los logicói, espíritus puros, todos iguales inicialmente y que
participan del Logos. En un segundo tiempo, todos esos espíritus caen por su
culpa, dejando que en ellos se enfríe el amor. En consecuencia, son asociados
por Dios a unos cuerpos más o menos pesados. Están organizados en un universo
que va desde los demonios ínfimos a los ángeles más elevados y en el que los
hombres ocupan un puesto intermedio. En un tercer tiempo, el Verbo de Dios,
por una economía educadora, hace que todas las libertades se conviertan a Dios
y queden así restauradas en el estado inicial de espíritus puros.
En esta síntesis, el magnífico genio de
Orígenes incluye piezas excelentes. Hace progresar considerablemente la
teología trinitaria. Su doctrina sobre la redención se funda en la liberación
del hombre cautivo de Satanás. Subraya la realidad del alma de Cristo. Los
teólogos posteriores le deberán no poco. Como síntesis, hay que conceder a
Endre von Ivanka que Orígenes introduce el dato cristiano en una perspectiva de
restauración en el estado inicial por la que queda excluida la verdadera
historicidad, el carácter decisivo del cristianismo, y queda diluida finalmente
la acción de Cristo en una especie de proceso cósmico. Por eso, todavía en
vida de Orígenes, su obra producirá una vivísima reacción y sus tesis
matemáticas serán condenadas.
Su exégesis plantea problemas análogos.
Contiene, por una parte, piezas excelentes, tomadas de la tipología anterior,
de Justino, de Melitón, y desarrolladas por él de manera admirable. Nadie ha
señalado mejor el proceso de la historia de salvación de un Testamento al otro.
Orígenes ha subrayado el contenido espiritual de la tipología, demostrando que
se aplicaba legítimamente al alma cristiana. Pero, por otra parte, sustituye la
concepción de la Biblia como testimonio de la historia de salvación por la de
la Biblia como inmensa alegoría en la que todas las palabras están cargadas de
significados misteriosos. Esta concepción, libresca y literaria, que delata la
influencia de la exégesis de Homero que hacían los platónicos, no niega el
sentido histórico, pero prescinde de él para sustituirlo por una alegoría
gnóstica.
2. BERILO, BARDESANO, MANI
El medio judío del siglo II ve un
cristianismo semita en plena vitalidad, desde Transjordania a Babilonia, a lo
largo de la “media luna fértil”. Ya sabemos que el cristianismo se implantó muy
pronto en Transjordania. En el siglo ni, el centro más importante es Bostra, en
Auranítide. Desde el punto de vista político, Bostra alcanza su punto
culminante en tiempo de los Severos. En ella florece el cristianismo. El
emperador Felipe, que probablemente fue cristiano, era árabe. Entre 240 y 254
aproximadamente, Bostra tiene por obispo a Berilo. Eusebio le presenta como
obispo de los árabes de Bostra y le coloca entre los escritores eclesiásticos.
Mantuvo correspondencia con Alejandro de Jerusalén y tal vez con Orígenes. Fue
acusado de sostener una teología herética. P. Nautin ha demostrado que en
realidad se trata de una formulación arcaica. Después de reunirse en Bostra un
sínodo, en el que tomó parte Orígenes, Berilo corrigió las expresiones
defectuosas .
Unos años más tarde, hacia el 248, se
reunió otro sínodo en Arabia, en el cual tomó parte también Orígenes. No se
trata ya de Berilo, que probablemente había muerto para tal fecha. La cuestión
controvertida es saber si el alma sobrevive a la muerte del cuerpo. En Toura
hemos hallado las Actas de un sínodo que se reunió en Arabia para juzgar al
obispo Heráclides y en el cual toma parte Orígenes: allí se trata precisamente
de los mismos errores que habían sido abordados en los dos sínodos de que nos
habla Eusebio. El punto importante es el carácter netamente semita de la
doctrina referente a la mortalidad del alma. En estos conflictos, más que la
ortodoxia y la heterodoxia, se debaten el espíritu griego y el espíritu semita.
Después de Berilo, Eusebio nombra a un tal
Hipólito, del que no dice de dónde es obispo. Pero hasta nosotros han llegado
unas Quaestiones et Responsiones de Hipólito de Bostra. L. M. Froidevaux ha
demostrado que el contexto de este tratado corresponde a las discusiones que
enfrentaron a Dionisio de Alejandría y Dionisio de Roma hacia el 260. Es, por
tanto, muy posible que el Hipólito mencionado por Eusebio sea este obispo de
Bostra, cuya sede episcopal no figuraría en el documento empleado. Desde luego,
hay que distinguirle de Hipólito de Roma, del cual hemos hablado más arriba y
que es anterior a él. Este Hipólito pudo ser el alumno de Orígenes en Cesárea.
A él se refiere, sin duda, Jerónimo cuando nos le presenta hablando ante
Orígenes. Todo ello sería un nuevo testimonio de los singulares vínculos
existentes entre Orígenes y Arabia. El sucesor de Hipólito, Máximo, toma parte
en los sínodos de Antioquia de los años 264 a 268 contra Pablo de Samosata.
Un precioso documento sobre la comunidad
de Bostra lo tenemos, sin duda, en la Didascalía de los Apóstoles. La obra se
remonta a mediados del siglo III. Nosotros la poseemos en siriaco, si bien el
original era seguramente griego. Pertenece, en todo caso, a una comunidad de
Siria. Es posible que se trate de la Siria oriental. Pero hay numerosos
indicios que hacen inclinarse por Bostra. Tal es la hipótesis de Harnack, de
Schneider y de Kretschmar. Presenta ciertos rasgos claramente semitas. Las
diaconisas son comparadas al Espíritu Santo, lo cual indica un ambiente en el
que “espíritu” es femenino. Son numerosas las alusiones al judaismo. El autor
pone en guardia contra la “deuterósis”, la “mihnah”. Alude a las fiestas
judías, que conoce perfectamente. Se refiere sin cesar al Antiguo Testamento.
Las viudas tienen un lugar importante en la comunidad, lo cual prosigue la
línea de la iglesia de Jerusalén.
Un segundo ambiente donde conocemos la
presencia de un cristianismo arameo en el siglo III es el de la Celesiria
oriental, es decir, la orilla derecha del Eufrates. En casi toda Siria las
ciudades eran de habla griega, mientras que las aldeas hablaban arameo. Pero el
oeste sirio está más bajo la influencia de Antioquia, al tiempo que el este lo
está bajo la de Edesa. Sobre el cristianismo de esta región en el siglo III
poseemos dos documentos. El primero es literario. Se trata de una Apología en
siriaco, dirigida sin duda a Caracalla (211-217) y atribuida falsamente a
Melitón. Fue publicada primeramente por Ernesto Renan en el Spicilegium
Solesmnese. Las alusiones concretas que allí aparecen a la ciudad y a la
región de Mabbug Hierápolis difícilmente dejan lugar a dudas sobre su lugar de
origen. La obra es, pues, uno de los más antiguos testimonios de la literatura
siriaca cristiana.
El segundo testimonio no es literario,
sino arqueológico: la iglesia y el bautisterio de Dura Europos. La ciudad está
situada junto al Eufrates, en Siria, pero en la frontera con Osroene. Después
de una larga ocupación a cuenta de los partos, fue conquistada por Trajano el
año 116. En ella se descubrió un mithraeum con frescos que representan a
Zoroastro y a Ostanes, y una sinagoga con notables frescos que reflejan una influencia
parta. Ya hemos mencionado la iglesia cristiana, la más antigua que jamás se
haya descubierto. Data de principios del siglo II y constituye una prueba de
la indicación de la Crónica de Edesa sobre la existencia de una iglesia en esa
ciudad y por esa fecha. Osroene es, por tanto, la región en que aparecen los
primeros edificios destinados exclusivamente al culto. Por lo demás, los
frescos del bautisterio y de la iglesia, así como el estilo de su ejecución,
demuestran la originalidad del cristianismo en este sector, totalmente
distinto de lo que hallamos en esta misma época en Alejandría o en Roma.
Pero el principal foco del cristianismo
arameo en estos años es Osroene. Ya hemos dicho que la región fue evangelizada
a fines del siglo I. No sabemos nada de su historia durante el siglo II; pero a
fines de este siglo muestra un cristianismo floreciente. Nos limitaremos a los
datos seguros. Las iglesias de Osroene intervienen en la disputa pascual. El
epitafio de Abercio, de fines del siglo II, refiere que este personaje,
después de visitar Siria, atravesó el Eufrates y visitó una ciudad, que es
quizá Nísibe. Por todas partes encontró asambleas cristianas. La Crónica de
Edesa, que es del siglo IV, pero utiliza los archivos de la ciudad, refiere
que, el año 202, hubo una inundación y fue destruido el santuario de la
iglesia cristiana: lo cual constituye una prueba importante de la existencia en
Edesa de una casa consagrada al culto y supone una importante comunidad. La
Doctrina de Addai, elaborada en el siglo v a partir de documentos conocidos por
Eusebio de Cesárea, nombra al obispo de Edesa, Palut, que fue consagrado por
Serapión, obispo de Antioquia (182-209).
¿Tuvo Osroene, en esta época, un rey
cristiano en la persona de Abgar IX (179-214)? Este personaje es mencionado por
la Crónica de Edesa, pero no se dice que fuera cristiano. Julio Africano, que
vivió en la corte de Abgar antes del 216, le presenta como un hieros aner. Pero
no está claro el sentido de la expresión. El Libro de las Leyes de los países,
escrito antes del 250 por un discípulo de Bardesano, dice explícitamente que
el rey Abgar se hizo cristiano. Al menos, así resulta del texto siriaco. Pero
el texto griego, conservado por Eusebio, no dice nada semejante. El hecho es
incierto. Por otra parte, el recuerdo de un rey Abgar convertido al
cristianismo se refleja en el apócrifo citado por Eusebio, la Carta del rey
Abgar a Jesús. Dado que, ciertamente, este Abgar no pudo ser contemporáneo de
Jesús, se ha concluido que se trataba de Abgar IX, cuya conversión anticiparía
la leyenda. Todo lo cual constituye una convergencia de indicios, pero no una
certidumbre.
Con Bardesano pasamos a un terreno más
sólido. Nacido en Edesa de padres originarios de Arbela, en el 154, Bardesano
fue educado en la corte de Abgar. Julio Africano nos dice que era un hábil
arquero. Escribía elegantemente el griego y el siriaco. Su obra literaria fue
considerable, pero sólo conservamos algunos fragmentos. Sabemos por Eusebio
que había escrito contra Marción. Sobre todo, había compuesto gran número de
himnos. Sobre este punto estamos informados por Efrén, quien vivió en Edesa un
siglo después y compuso asimismo unos Himnos para sustituir a los de Bardesano,
pues consideraba a éste como hereje. El problema de la posición doctrinal de
Bardesano es difícil de solucionar. Luchó contra la herejía, pero fue acusado a
su vez de ser discípulo de Valentín y de practicar la astrología. ¿Cómo
interpretar tales acusaciones? Bardesano fue seguramente el defensor de una
gnosis judeo-cristiana. Pero esta gnosis, ¿era realmente dualista? ¿O refleja
simplemente una forma arcaica de pensamiento? Yo me inclinaría en este sentido.
En efecto, si examinamos las doctrinas
atribuidas a Bardesano, parecen distintas del gnosticismo. Se trata de una
cosmología bastante singular. Dios creó en un principio los diversos
elementos, separándolos unos de otros y asignándoles un lugar. Pero éstos se
mezclaron mutuamente y produjeron una confusión. Dios crea entonces este
mundo, que es el nuestro, mezclando luz y tinieblas. Después de seis mil años,
los elementos serán restaurados a su pureza primera. El cuerpo presente pertenece
al mundo segundo; está sometido a los astros, de donde vienen los males
físicos, y no resucitará. Se comprende que esta doctrina suscitara la
reprobación de Efrén. Está marcada por cierto dualismo, que podría proceder de influencias
iranias. Pero, por otra parte, recuerda la doctrina esenia, según la
encontramos en la Regla de la comunidad. Es posible, en consecuencia, que
exista en Bardesano una influencia judeo-cristiana.
Si bien no han llegado hasta nosotros las
obras de Bardesano, poseemos un diálogo, escrito por uno de sus discípulos,
Felipe, que nos informa sobre su doctrina: el Libro de las Leyes de los
países. Este tratado, que cita Eusebio, es una defensa de la libertad. Entre
las razones alegadas, Bardesano insiste en el hecho de que, bajo un mismo
clima, hay leyes diferentes. De donde resulta que no son los planetas quienes
determinan las leyes de los pueblos, sino la libertad de sus primeros
legisladores. Con este motivo se nos ofrece una curiosa lista de pueblos,
donde se pasa revista a las costumbres de los seres, de los brahmanes, de otra
secta india, de los persas, de los getas, de los bactrios, de los britones, de
los caldeos. Es interesante la distinción que hace Bardesano de dos categorías
de brahmanes. Porfirio nos dice, en efecto, que Bardesano fue informado sobre
la India por unos indios que llegaron en embajada a Emesa en tiempos de
Heliogábalo (218-222).
Esto nos abre una perspectiva sobre las
relaciones del cristianismo siriaco con la India. No olvidemos que otros
escritores cristianos de la misma época nos ofrecen datos no menos precisos.
Clemente de Alejandría distingue entre brahmanes y sarmanes, mencionando
además a Buda. Hipólito de Roma dedica a los brahmanes una referencia cuya exactitud
ha sido demostrada por Filliozat. Además, sigue en pie la cuestión de las
relaciones que con la India parece haber mantenido Amonio Sakkas, el maestro de
Orígenes y de Plotino, por más que no sea posible elucidarla apodícticamente.
Existe, pues, una vertiente oriental del cristianismo a comienzos del siglo ni,
en la cual Osroene se presenta como foco principal, vuelto hacia el Irán y la
India.
El cristianismo de Osroene influye por
esta época en dos ámbitos muy diversos: el del arte y el de la ascesis. En el
ámbito artístico, ya hemos hecho notar que es en Osroene donde aparecen las
primeras iglesias cristianas. Los frescos que las adornan, aunque inspirados
por la técnica griega, presentan características propias: un estilo más
hierático, una tendencia narrativa. Características que se deben, sin duda, a
la influencia del arte judío, que se mostró particularmente vivo en esta región.
Aparte la influencia del arte parto y de la tradición mitriaca. Pero es más
importante el influjo de Edesa en el ámbito musical. Con esto hemos de volver
a Bardesano, el cual, según dice Efrén, había compuesto himnos (madrase): una
especie de instrucciones líricas con estribillo. Su hijo Harmonio compuso
varios himnos en griego, cuyos estribillos eran cantados por coros. Y parece
ser que los cantos responsoriales pasaron de allí, en el siglo iv, a la iglesia
de Antioquia. Bardesano ocupa un lugar eminente en la historia de la música
litúrgica.
En el ámbito de la ascesis, Osroene
desempeña también un papel importante a principios del siglo III. Ya hemos
señalado que el cristianismo siriaco siempre se caracterizó por ciertas
tendencias ascéticas muy pronunciadas. Tendencias que persisten en el siglo m,
como nos lo demuestran varios documentos de la época. Los Hechos de Tomás
hablan de conversos que renunciaban al matrimonio. La Iglesia está formada esencialmente
por ascetas. Ellos son los que forman el núcleo de la comunidad, los que
reciben los dones espirituales, los que anuncian el Evangelio. El Tratado sobre
la virginidad, falsamente atribuido a Clemente de Roma, está en esa línea.
Supone la existencia de “matrimonios espirituales”, en los que vivían bajo el
mismo techo ascetas de ambos sexos. Pero tal uso se prestaba a abusos, como
veremos en el caso de Pablo de Samosata. No obstante, persistirá hasta el siglo
IV en Siria, donde lo combatirá el Crisóstomo. Por lo que se refiere a Asia,
aparece en el Evangelio de Felipe, que es de comienzos del siglo III, como la
cumbre de la iniciación cristiana.
Más allá del Tigris, en Adiabene, el
cristianismo se encuentra también en pleno desarrollo. Ya en el siglo II, tenía
un representante eminente en la persona de Taciano. Cuando éste regresó a su
patria después de su estancia en Roma, compuso, quizá en siriaco, su Armonía
de los Evangelios, que ejercerá una gran influencia sobre el cristianismo
siriaco. La Crónica de Arbela nos dice que, en el 224, al establecerse en
Persia la dinastía de los sasánidas, hay más de veinte obispados en la región
ribereña del Tigris. El obispo de Arbela, el octavo según la Crónica, es por
entonces Hairán. Más allá todavía, el Libro de las leyes de los países nos dice
que hay cristianos en Partía, en Media y en Bactriana. Cuando, el año 240,
llega Mani a la India, parece que encuentra allí algunas comunidades cristianas.
Si tenemos en cuenta que, según la Crónica de Arbela, a fines del sigloII no
había más que un obispo en Adiabene, se comprende que los primeros años del
siglo III marcan una extraordinaria expansión.
Precisamente en este medio va a surgir, en
la primera mitad del siglo III, una religión que alcanzará gran fortuna: el
maniqueísmo. Hasta hace medio siglo, nuestros datos sobre este movimiento se
reducían a lo que nos decían quienes lo combatieron, Cirilo de Jerusalén,
Agustín y Hegemonio. Hoy, en cambio, disponemos de textos procedentes del propio
maniqueísmo. Unos fueron descubiertos en Turfán, en el Turquestán chino: están
escritos en parto o en persa y contienen particularmente algunos documentos
preciosos sobre la historia de Mani y de sus misiones. Los otros fueron
descubiertos, en 1931, en Fayum (Egipto): están redactados en copto y
contienen obras esenciales para el conocimiento de la doctrina maniquea: las
Homilías, los Kephalaia y los Salmos. A. estos descubrimientos se añaden
algunos monumentos epigráficos y nuevos textos literarios. Hoy es posible
hacerse del maniqueísmo una idea más exacta.
El fundador del movimiento, Mani, nació el
14 de abril del 216, en Babilonia del Norte. Su familia parece emparentada con los
arsácidas. Es importante señalar a este respecto, como lo ha hecho H.Ch. Puech,
que Mani es contemporáneo del derrumbamiento de la dinastía parta de los
arsácidas y del advenimiento de la dinastía persa de los sasánidas. Esta
restablecerá poco a poco el mazdeísmo tradicional, devolviendo a los magos su
influencia preponderante. Mani, por el contrario, está vinculado al
sincretismo religioso que caracteriza el período parto. Como primer dato hemos
de notar que su padre, Palek, a raíz de una visión, se convirtió a un ideal
ascético, renunciando a la carne, al vino y al matrimonio, y se unió a una
secta baptista, los mughtasila. Se ha planteado la cuestión de la naturaleza
de esta secta. Y es evidente que hace pensar en los sabeos, los baptistas de
Transjordania, antepasados de los mandeos. Los mandeos, a su vez, sufrirán la
influencia del maniqueísmo. Volvemos, pues, a encontrarnos con ese movimiento
baptista que existe a un tiempo en la Siria transjordánica y en la Siria
mesopotámica y que registra formas judías, cristianas, mandeas y maniqueas.
Mani perteneció primeramente a esa secta
baptista. Pero pudo, además, durante su juventud en Babilonia, entrar en
contacto con todas las formas religiosas que allí se daban cita y de las que él
tomará diversos elementos. Encontró, por supuesto, la religión tradicional del
Irán, el mazdeísmo. Pero Mani encontró también brahmanes y budistas. Su primera
misión le llevará a la India. Por otra parte, encontró judíos, que eran numerosos
en Babilonia, y cristianos. Esto último es una importante prueba de la
vitalidad del cristianismo de esta época en Babilonia y especialmente en la
región de Seleucia-Ctesifón, que es la suya. Entre estos cristianos había
ciertamente algunos marcionitas: ya sabemos que el marcionismo se difundió por
Osroene y Babilonia, siendo combatido por Bardesano; había también algunos
cristianos de la Gran Iglesia, de tipo judeo-cristiano, es decir, con las
características que hemos descubierto en el cristianismo oriental: el
ascetismo, el sentido litúrgico, la gnosis.
En el 240 recibe Mani la revelación que
viene a ser el origen de su misión. Cree que esta misión prolonga la de
Zoroastro, la de Buda y la de Jesús, y que él es el revelador supremo, en quien
se manifiesta la verdad total. Su primera misión le lleva a los indios, es
decir, al Beluchistán, y convierte al rey del país. Al regreso, se dirige a
Susiana, a Gundeshapuhr, que es la capital de los soberanos sasánidas. Allí es
recibido por Shahpuhr I, el cual escucha su doctrina y le deja en libertad para
difundirla. Acompaña luego a Shahpuhr en una campaña contra el Imperio romano,
que es probablemente la de 242-244 contra Gordiano III. Entonces, por una
singular coincidencia, se encuentra con el neoplatónico Plotino, que acompaña a
Gordiano III. Pero Mani chocará con la oposición de los magos. Será muerto, el
277, durante el reinado de Bahrán I, segundo sucesor de Shahpuhr I.
Mani pensó ser el revelador de una nueva
religión: en este sentido, se opone claramente al cristianismo. El fondo de su
sistema es un gnosticismo dualista que se inspira en el gnosticismo
judeo-cristiano y en el zoroastrismo iranio. Mani toma elementos de las
diversas religiones que conoce, y ese sincretismo es constitutivo de su
mensaje, ya que él pensaba ser el heredero de todas las religiones. Pero es
seguro que en muchos puntos se inspira en el cristianismo siriaco. Se han
señalado contactos entre su cosmología dualista y la de Bardesano. Jesús y el
Paráclito desempeñan en su gnosis un papel eminente; la Pasión de Jesús se
desliga de su significado histórico para tomar un carácter mítico, pero no deja
de estar en el núcleo de su teología de la salvación. La iglesia maniquea se
divide en perfectos, los ascetas, los únicos que, propiamente hablando,
constituyen la Iglesia, y en imperfectos, los oyentes o catecúmenos. Esto
recuerda la organización de las comunidades de Osroene y Adiabene.
El maniqueísmo es, en parte, ajeno al
cristianismo y constituye, por tanto, una nueva religión. Una religión que
tendrá expansión universal. Se extenderá desde China hasta Africa del Norte y
se prolongará hasta plena Edad Media. Pero, al mismo tiempo, esa nueva religión
es, en otro aspecto, un desarrollo del cristianismo siriaco originario, cuyas
tendencias lleva hasta las últimas consecuencias: un dualismo cosmológico, que
desemboca en una total condenación del mundo material; un encratismo moral, que
proscribe el matrimonio y el uso de ciertos alimentos. El monacato maniqueo se
desarrollará paralelamente al monacato cristiano. Pero éste irá tomando
conciencia de las exageraciones que contenía en germen, viendo en el
maniqueísmo el fruto de tales exageraciones. De todos modos, estos decenios del
siglo ni prueban la vitalidad del cristianismo oriental.
3. EL PAPA CORNELIO Y CIPRIANO DE CARTAGO
La parte central del siglo II es el
período en que el Occidente latino alcanza toda su expansión y se afirma en su
originalidad. La Iglesia se extiende por Galia, España, Italia del Norte,
Iliria. La Galia, que hasta principios del siglo III no conocía otro obispado
que el de Lyon, ve aparecer varios a mediados de este siglo, según atestigua
san Cipriano: Arles, Toulouse, Narbona, Vienne, París, Reims, Tréveris son por
entonces sedes episcopales. En España, san Cipriano menciona a los obispos de
Astorga, de Mérida y de Zaragoza. En Italia del Norte, Milán, Aquilea y Rávena
son también sedes episcopales. Pero los focos principales del cristianismo
siguen siendo Cartago y Roma, y en torno a estos dos focos aumenta el número de
cristianos en proporciones considerables.
Después de Calixto (218-223), los obispos
de Roma son Urbano (223-230), Ponciano (230-235), Antero (235-236), Fabián
(236-250), Cornelio (251-253). Roma posee todavía, en las catacumbas de
Calixto, el panteón en que, a partir del año 235, recibieron sepultura los
obispos de Roma. Allí se leen las inscripciones de Ponciano, Antero y Fabián.
Es de notar que todos estos obispos, excepto Antero, son de origen romano. Si
todavía parece ser el griego la lengua oficial en la liturgia, se advierte un
incremento en el uso del latín. En esta época se multiplica la traducción
latina de obras griegas, como el Adversas haereses de san Ireneo. Hasta
nosotros han llegado cartas latinas del papa Cornelio. También en esta época
tiene Roma su primer gran escritor de lengua latina, Novaciano.
Una preciosa carta del papa Cornelio,
conservada por Eusebio, nos permite conocer qué importancia tenía entonces el
clero romano. Dice Cornelio que comprende cuarenta y seis presbíteros, siete
diáconos, siete subdiáconos, cuarenta y dos acólitos, cincuenta y seis
exorcistas, lectores y porteros. Este texto nos muestra ya la existencia en
Roma de siete órdenes, que persistirán en lo sucesivo. El número de los siete
diáconos parece relacionado con la institución de siete diaconías, entre las
cuales estaba distribuida la administración de la ciudad y que, según el
Catálogo liberiano, se remontan al papa Fabián. Los subdiáconos aparecen aquí
por primera vez. Se trata, al parecer, de una institución destinada a
descargar a los diáconos de parte de su trabajo. Es de notar también la mención
de los acólitos y porteros (ostiarios), cargos que eran ajenos a la Tradición
apostólica de Hipólito. Los lectores eran, por lo general, adolescentes
encargados de leer ante la asamblea. Así, pues, Roma presenta ya en esta época
una organización completa de la jerarquía de las órdenes.
Por otra parte, los obispados se
multiplican en la Italia peninsular. El concilio romano del 251, que condena a
Novaciano, reúne a sesenta obispos. Estos obispados están agrupados en torno a
Roma, que constituye así un patriarcado. La misma organización se encuentra por
entonces en Oriente, donde los obispados de Antioquia y de Alejandría ejercen
también una preeminencia en su provincia. Preeminencia que se traduce
concretamente en la reunión de concilios locales. Por lo que se refiere a
Roma, conocemos los concilios del 251 y del 260, el último sobre la cuestión de
Dionisio de Alejandría. Estos concilios comunican sus decisiones a las demás
iglesias. A mediados del siglo ni aparece claramente toda una organización de
la Iglesia universal. El sínodo romano y el obispo de Roma personalmente gozan
de una autoridad especialísima, que les reconoce en particular Cipriano.
El segundo gran foco es Cartago. En muchos
aspectos, la iglesia de África manifiesta sus características propias de manera
más acusada que la de Roma. Presenta un ambiente más homogéneo, menos
cosmopolita. Ya hemos visto que a principios de siglo tuvo un gran escritor de
lengua latina en Tertuliano. Esta iglesia se desarrolla de manera
extraordinaria durante la primera mitad del siglo III. Un concilio reunido
hacia el 220 en Cartago por el obispo Agripino agrupa a setenta obispos del
Africa proconsular y de Numidia; otro reunido por el obispo Donato hacia el 240
agrupa a noventa obispos; y este mismo número se encuentra en el concilio
reunido por Cipriano el 256. No hay que excluir que, en cierto modo, este
desarrollo del cristianismo en Cartago estuviera vinculado a ciertas razones
políticas y que fuera una forma de expresión del particularismo africano y de
su oposición a la autoridad imperial, como ha subrayado concretamente Frend.
En este aspecto, el cristianismo favoreció ciertamente el nacionalismo. En
Egipto hallamos el mismo fenómeno. Las formas extremas de esa tendencia serán
el donatismo africano y el cisma de Melecio en Egipto.
A mediados del siglo III, la iglesia de
África cuenta con una personalidad excepcional en la persona del obispo de
Cartago, Cecilio Cipriano. Cipriano es, en primer lugar, un gran escritor. Nacido
de una familia cartaginesa, había sido antes retórico, y así deja una obra
literaria considerable. Menos original que Tertuliano por su estilo y
vocabulario, es a la vez más clásico y se muestra más dependiente de la
Escritura. Dos de sus obras tienen una importancia particular: el tratado Sobre
la unidad de la Iglesia, que es la primera obra de eclesiología y cuya
influencia será inmensa, y la colección de los Testimonia ad Quirinum, que
reúne los diversos textos bíblicos empleados en la catequesis y constituye uno
de los documentos esenciales del género literario de los Testimonia. Pero
Cipriano no es tan sólo un gran escritor. Elegido obispo de Cartago en el 248,
y por tanto metropolita de Africa, desempeña un papel de primer orden en la
vida de la iglesia de África y del Occidente latino en general.
Si los problemas del cristianismo sirio
son principalmente ascéticos y los del cristianismo alejandrino son en su
mayoría teológicos, los problemas que se plantean al cristianismo latino en
esta época recaen esencialmente sobre la organización de la Iglesia. Van a
surgir tres grandes cuestiones: una referente a la disciplina de la penitencia,
otra al bautismo, la tercera al episcopado. Dificultades que estaban latentes
salen ahora a plena luz y exigen solución. Ya hemos señalado antes la
existencia de tradiciones diversas en las iglesias de Roma y de Cartago. Desde
el origen, la Iglesia romana había presentado comunidades de diversos tipos.
Hemos visto el conflicto de Hipólito con Calixto. Conflicto que continúa con
el cisma de Novaciano. A la concepción de un gran pueblo cristiano se opone la
concepción de una iglesia de profetas, de confesores y de vírgenes.
Tal es el contexto en que van a
desarrollarse los graves problemas con que se enfrenta el Occidente latino a
mediados del siglo III. El primero, hemos dicho, se refiere a la disciplina de
la penitencia. A principios del 250, el emperador Decio exigía de todos los
ciudadanos la participación en un sacrificio general a los dioses inmortales.
Era una manifestación de unanimidad nacional que no se pedía sólo a los
cristianos. Pero el hecho es que ponía a éstos en una dramática situación. Se
les pedía que quemaran unos granos de incienso ante los ídolos, a cambio de lo
cual recibían un certificado. En muchos casos bastaba solicitar el certificado,
sin gesto efectivo. No pocos cedieron. En Africa, incluso dos obispos africanos.
Una vez pasado el temporal, surgió la cuestión de la actitud que convenía
adoptar frente a los lapsi.
Con ello se planteaba nuevamente, de una
manera aguda, el problema de la disciplina de la penitencia. En Cartago,
cierto número de sacerdotes reconciliaban a los lapsi, por intervención de los
“confesores”, sin exigir un plazo de penitencia. Ante tal doctrina, Cipriano
desarrolla su concepción. No excluye el papel de intercesión de los
“confesores”. Admite, además, que los lapsi quedan reconciliados. Pero insiste
en la necesidad de una penitencia severa y prolongada. Mientras no esté suficientemente
asegurada la conversión, no se debe reconciliar a nadie, excepto en inminencia
de muerte. No se excluye la posibilidad de una reiteración de la
reconciliación. Cipriano aparece, pues, mucho más exigente que los presbíteros
a quienes ataca. Pero, por lo demás, no tiene el rigorismo de Tertuliano, el
cual consideraba que existen ciertos pecados de los que no puede absolver la
Iglesia, y en particular el de apostasía. Tertuliano, además, excluía
radicalmente toda reiteración de la penitencia.
De hecho, la posición de Cipriano no es
sino la posición común de la Iglesia. Es la misma que, en el pasado, había
mantenido Dionisio de Corinto y los obispos de Roma. Es la misma de Calixto, a
quien Hipólito había acusado de laxismo; la misma de Hermas, a quien había
criticado Tertuliano. Pero es la misma también de Clemente de Alejandría y de
Orígenes. Según esta doctrina común, la reconciliación no conoce límites de
principio, pero sus exigencias son muy onerosas. Es preciso asegurarse de que
el propósito de la voluntad en orden a cumplir las obligaciones de la vida
cristiana está suficientemente garantizado como para no temer una recaída. En
realidad, la falta ha demostrado que ese propósito no era suficiente. Habrá,
pues, que ser más exigente aún para la penitencia que para el bautismo. La
penitencia se concibe en paralelo con éste.
Cipriano comunicó su posición a las demás
iglesias. Roma, el 250, no tenía obispo. Fabián había sido martirizado a principios
de la persecución de Decio y no había sido remplazado. Poseemos, sin embargo,
la respuesta de la Iglesia de Roma. Fue redactada por Novaciano “en nombre de
los presbíteros y diáconos residentes en Roma”. Novaciano era entonces una de
las personalidades más eminentes del clero romano, como hemos visto. Su carta
es muy prudente. Se declara, en principio, de acuerdo con Cipriano. Pero añade
que la Iglesia de Roma aguarda la reunión de su próximo sínodo y la elección de
su obispo para tomar una actitud definitiva sobre el caso de los lapsi, excepto
en lo que se refiere al peligro de muerte, ocasión en que se puede conceder
ciertamente la reconciliación a quienes dieren señales suficientes de
penitencia.
Pero, el año 251, Cornelio es elegido
obispo de Roma. Novaciano se alza entonces contra él y se hace ordenar obispo.
Luego expone su posición sobre los lapsi. Considera que no se les debe
conceder ninguna reconciliación. Es como si se reanudara el conflicto entre
Hipólito y Calixto. Con lo cual se demuestra la persistencia en Roma de
aquellas dos corrientes. Novaciano envía emisarios a África, Alejandría y
Antioquia. En la Galia ganará para su causa a Marciano de Arles. En Antioquia
recibe el apoyo de Fabio. Pero, por su parte, Cornelio reúne en Roma un
concilio que condena a Novaciano. Es enviada una carta sinodal a los obispos de
Italia, a Cipriano y a Fabio. Cornelio envía además una carta personal a Fabio
de Antioquia, de la cual poseemos largos extracto. En cambio, no poseemos su
carta a Dionisio de Alejandría. Cipriano manifiesta su total acuerdo con el
obipo de Roma. Por el contrario, su adversario Novato, aunque de tendencia
laxista, se solidariza con Novaciano: uno y otro representan el partido de los
“confesores”.
En consecuencia, este primer conflicto no
constituye ninguna oposición entre Roma y Cartago. Es, una vez más, la
expresión de dos concepciones de la Iglesia. Para Novaciano, la Iglesia se
identifica con un pequeño grupo de espirituales en conflicto necesario con la
ciudad terrestre : es una iglesia de profetas y de mártires. A esto se opone
la concepción de los obispos, para quienes la Iglesia es un pueblo que debe
reunir a todos los hombres. La Iglesia, por tanto, debe tener en cuenta los
diversos niveles que necesariamente traerá consigo la accesión de las masas a
la Iglesia. Habrá lugar para un grupo selecto de espirituales: de ahí el
monacato. Pero hay lugar también para la inmensa muchedumbre de los cristianos
ordinarios. No se trata de una relajación de las exigencias del Evangelio, sino
de tener en cuenta el carácter progresivo de esas exigencias. Nos hallamos ante
el gran camino de la Iglesia. Cipriano y Cornelio son sus grandes testigos en
el siglo III y preparan así el camino del desarrollo de la Iglesia constantiniana,
mientras que las sectas de los “puros”, como llama Eusebio a los discípulos de
Novaciano, acaban en un lento proceso de descomposición.
El segundo conflicto que presenta
Occidente tiene distinto carácter. Es la oposición de dos tradiciones divergentes.
En realidad, se trata de la validez del bautismo administrado por los herejes.
La iglesia de África negaba su validez. Tal es ya la posición de Tertuliano en
el De baptismo. Hacia el año 200, un concilio africano reunido por Agripino,
obispo de Cartago, había zanjado la cuestión en el mismo sentido. Ese mismo es
el punto de vista de Cipriano. Ya en el 251, a propósito del cisma de
Felicísimo, lo afirma en el De imitate ecclesiae. El problema se plantea de
nuevo al extenderse el cisma de Novaciano a África. La práctica de Mauritania
parece considerar como válido el bautismo de los herejes. Así lo indica, en
concreto, el tratado De rebaptismate. Cipriano niega la validez de esta
práctica. Por último, los concilios reunidos en Cartago por Cipriano, en 355 y
356, confirman este punto de vista.
El obispo de Roma, Esteban, toma partido
enérgicamente contra Cipriano. Considera su actitud como una innovación y
afirma que, según la tradición, los herejes que se convierten no necesitan más
que reconciliarse por una imposición de manos, sin que hayan de recibir el bautismo.
Lo cual equivale a decir que el bautismo es válido, incluso administrado por
un hereje. La cuestión era realmente compleja. Los herejes comprendían grupos
muy diversos, desde simples cismáticos, como los discípulos de Novaciano, hasta
los gnósticos. Cabía, pues, preguntarse sobre la validez de algunos de esos
bautismos. Pero Esteban tenía ciertamente razón en afirmar el principio de
que, cuando el bautismo había sido administrado con las condiciones requeridas,
el hecho de que el ministro fuera cismático no obstaba para que el bautismo
tuviese su eficacia y por tanto no pudiera ser administrado por segunda vez.
Este principio será el que mantenga la Iglesia. Y Esteban decía ser testigo de
la tradición.
De hecho, la oposición no se limitaba a
Roma y Cartago. El problema se planteaba también en Oriente. Dionisio de
Alejandría compartía el criterio de Roma. Hasta nosotros han llegado, gracias a
Eusebio, algunos importantes pasajes de las cartas que escribió Dionisio a
este respecto. Declara que la práctica recibida en su iglesia consiste en no
rebautizar a los que proceden de las herejías. Dionisio llegaba a extender
esto al montanismo, cosa que le reprochará san Basilio. El mismo nos dice que
un miembro de la comunidad de Alejandría, llegado de la herejía, al oír cómo
los que iban a ser bautizados respondían a las preguntas, declaró que “el
bautismo con que él había sido bautizado por los herejes no era aquél, sino que
estaba lleno de impiedad y blasfemias”. No obstante, Dionisio no se decidió a
rebautizarle, diciendo que la comunión que había tenido con la Iglesia, la
Eucaristía que había recibido, era suficiente. Aquí Dionisio parece ir
demasiado lejos en el sentido de la validez del bautismo de los herejes.
Cipriano, en cambio, encontraría apoyo
entre los asiáticos. Los obispos de Frigia habían debatido la cuestión a
propósito del bautismo de los montanistas. Los sínodos celebrados en Iconio y
en Sinade, hacia el 230, habían zanjado la cuestión en el sentido de la no
validez Dionisio de Alejandría no se atrevía a condenar esta tradición. Y
ellos, tenían, sin duda, razón con respecto a los montanistas, lo mismo que
Esteban tenía razón en adoptar la posición inversa con respecto a los
cismáticos romanos. Pero por ninguna de las dos partes se habían hecho las
distinciones necesarias, y las tesis se oponían de manera general. El hecho es
que, cuando Esteban condena en 256 la práctica cartaginesa, Firmiliano, obispo
de Cesárea de Capadocia y discípulo de Orígenes, toma partido por Cipriano y
dirige al obispo de Roma una carta sumamente violenta.
Pero, por otra parte, como hemos visto,
Cipriano tiene una teología del episcopado local muy acusada. El obispo es el
principio de unidad de la comunidad. Es soberano en su jurisdicción. En
particular, es el custodio de la tradición, según la recibió de sus
predecesores. Cipriano aparece aquí como el campeón del episcopalismo. Y ese
derecho del episcopado local es lo que él defiende en su controversia con
Esteban. De ahí que haya puesto el acento sucesivamente en uno y otro aspecto.
Tenemos la prueba concreta en el hecho de que la segunda edición del De
imítate ecclesiae modifica el texto sobre el primado de Pedro y lo remplaza por
una exposición más general sobre la unicidad de la Iglesia, como lo ha
demostrado Bévenot.
Es cierto que existe cierta ambigüedad en
el pensamiento de Cipriano. O, más exactamente, Cipriano se encuentra en la
confluencia de dos corrientes a las cuales rinde igualmente tributo, pero sin
ver todavía su conciliación. Cipriano acepta la unidad de la Iglesia universal
y, en particular, el primado romano. Pero está también penetrado por los
derechos del episcopado local. Esteban, por su parte, se muestra plenamente
consciente de su derecho a intervenir en los asuntos de las demás iglesias. Y Cipriano
le reconoce ese derecho, puesto que le pide que intervenga en el asunto de
Marciano de Arlés. Tal ambigüedad explica que Cipriano haya podido, en el siglo
IV, ser invocado, con ocasión del cisma donatista, tanto por los donatistas
como por Agustín. Incluso hoy, J.P. Brisson ha intentado presentarle como el
padre del particularismo africano. Por el contrario, André Mandouze ha demostrado
que tal intento era simplificar de manera inadmisible el problema del obispo
de Cartago.
Si, por encima de los problemas
particulares, procuramos analizar el significado de la controversia, veremos su
importancia. La controversia se refiere a la cuestión del principio y de las
modalidades del primado romano. De hecho, el conflicto no recae sobre éste
—Cipriano es uno de sus grandes testigos—, sino sobre su extensión. Lo que
rechaza Cipriano es la intervención en un campo que le parece perteneciente a
las prerrogativas de la iglesia local. Él está seguro de que la violencia de la
condenación lanzada por Esteban descubre una tendencia del obispo de Roma a un
empleo abusivo de su autoridad. En la medida en que defendía Cipriano la
legitimidad de diversas tradiciones litúrgicas, protestaba legítimamente
contra las tendencias centralizadoras de Roma. Pero en la medida en que se
trataba de una cuestión dogmática, Esteban estaba en su derecho al afirmar su
derecho de intervención. El futuro mostrará que éste tenía razón. La
delimitación de las cuestiones permitía resolver el problema. Pero en este gran
debate se hacían ya presentir los peligros del particularismo, por un lado, y
del autoritarismo, por otro.
CAPITULO XIV
EL FINAL DEL SIGLO III
|