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REFORMA Y CONTRARREFORMA
CAPITULO SEXTO
REPERCUSIONES DE LA ESCISION DE LA FE EN LA EPOCA DEL ABSOLUTISMO. AUGE RELIGIOSO Y DESVIACIONES TEOLOGICAS. INTENTOS DE UNION
A la herencia que la
Edad Moderna recibió de la Edad Media se debió el que los movimientos
religiosos adoptaran siempre también formas políticas y fueran combatidos o
protegidos por fuerzas políticas. La Iglesia estatal corriente en Europa
occidental y el sistema de Iglesias territoriales imperante en Alemania
conformaron, como ya se ha indicado, de manera decisiva toda la historia de la
Reforma protestante y de la defensa y renovación católicas. Pero, en ambos
campos, los soberanos y las autoridades civiles intentaron, de forma más o
menos consciente, poner a su servicio y aprovechar para sus fines políticos
las nuevas energías religiosas que se habían despertado. Aunque la Liga de
Esmalcalda había sido constituida originariamente para defender la fe de sus
miembros protestantes, representó al mismo tiempo, no obstante, por su alianza
militar contra el emperador y por el contacto que estableció con naciones
extrañas al Imperio, como Francia, Inglaterra y Dinamarca, una oposición
política interna verdaderamente revolucionaria contra el emperador y el
Imperio. Para proteger la «libertad alemana» contra la «brutal esclavitud española»
Mauricio de Sajonia se separó del emperador. Los motivos religiosos no tuvieron
aquí papel alguno. Las fuerzas espirituales se emplearon, a lo sumo, con
prudente cálculo, para realizar grandes planes políticos, que fueron impedidos
tan sólo por la temprana muerte de Mauricio. La alianza con la católica
Francia, que perseguía a los hugonotes en la propia nación, mostró, en ambos
bandos, una pura política de poder, que prescindía de todos los ideales y que
supo aprovecharse ventajosamente de las diferencias religiosas. Tampoco la
lucha contra los calvinistas en Francia tuvo, por lo que a la Corte se refiere,
motivos religiosos. Aquí luchaban unos partidos contra otros; lo que se
pretendía era aniquilar, con el pretexto religioso, la oposición interior e
imponer el absolutismo regio. Vistas las cosas desde aquí, parece comprensible
que competentes historiadores franceses no quieran hablar de guerras
religiosas, sino de contiendas civiles en Francia. La unión de los deseos de
libertad de la burguesía con la innovación religiosa en los Países Bajos dio a
esta última la posibilidad de destruir tantos valores católicos en todo el
país. La victoria de las fuerzas revolucionarias, incluso contra las tropas y
desafueros del duque de Alba, ha sido registrada en la
historia, no como paso a la Reforma protestante, sino como «la insurrección de
los Países Bajos», por tanto como un hecho político. Incluso la campaña de
aniquilamiento de Cromwell contra el catolicismo irlandés sirvió, a pesar de la
motivación religiosa, considerada sincera, del «juez de Israel», para someter
una oposición iro-gálica, contraria a la hegemonía de Inglaterra.
Cuanto más lejos nos
encontremos de los orígenes de la Reforma protestante, tanto más indisoluble se
hace la mezcla de los intereses políticos y religiosos, y tanto más engañoso
también el abuso que de la religión y de la confesión hicieron los poderes y
los factores políticos. Así, la formación del absolutismo regio, del
absolutismo confesional en España, Francia, Austria y Baviera, es una de las
repercusiones de la innovación religiosa, lo mismo que lo es la constitución de
los estamentos sociales, sobre todo en Holanda y especialmente en las naciones
escandinavas; y lo son las guerras entre Inglaterra y España, así como la de
los Treinta Años, en el corazón de Europa.
LA
GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS
La Guerra de los Treinta Años tiene una pequeña prehistoria. La pulverización territorial, sobre todo en el suroeste de Alemania, tuvo como consecuencia en algunos lugares una más estrecha convivencia entre las diversas confesiones. En la colina situada entre el Danubio y Wórnitz se levantó no sólo la ciudad libre protestante llamada Donauworth, sino también, en un recodo del río, la abadía de la Santa Cruz, dependiente del Imperio. Los pueblos del contorno eran todos católicos y sus procesiones debían pasar a través de la ciudad protestante. En 1606, el día de san Marcos fue molestada una procesión que salía de la abadía. Esto dio motivo a que el emperador confiase a Maximiliano de Baviera la protección de los católicos. Se lanzó la proscripción contra la ciudad. Y como ésta se negaba a dar una satisfacción, la ocupó el archiduque bávaro (1607) y la recibió más tarde del emperador como feudo. De estos sucesos se habló en la Dieta de Ratisbona de 1608. No fue posible ponerse de acuerdo sobre el asunto, y los asistentes se dispersaron sin que hubiera Despedida. Ello dio lugar a que pocas semanas después el elector calvinista del Palatinado, Federico IV, concertara una alianza, la llamada «Unión», con los soberanos de Wurttenberg, Baden, Ansbach, Kulmbach y Palatinado-Neuburgo. Rápidamente se unieron a éstos Brandeburgo, Hessen-Kassel y otras ciudades del Imperio.
La Unión, como poderoso órgano del
partido calvinista revolucionario, provocó una contraalianza católica. Así, al
año siguiente se concertó en Munich, bajo el mando del archiduque bávaro, una
«Liga» con los obispos y prelados del sur de Alemania para defender la paz de
la nación y proteger la religión católica, a la cual se añadieron también otros
aliados. Del mismo modo se llevó a cabo un tratado de ayuda con España. En el
Bajo Rin, donde apenas una generación antes Baviera y España habían derrotado,
en la guerra de Colonia, al entonces elector Gebardo, con sus tropas auxiliares
del condado palatino y de los Estados Generales, estuvo a punto de producirse
el primer choque militar entre ambos bandos. Pero un acuerdo en la contienda
sobre la herencia de Juliers-Cleve restableció de nuevo el silencio de las
armas. El peso de la Liga consiguió que se dividiera la herencia y con ello se
erigiese otro territorio católico, el Palatinado-Neuburgo, en Düsseldorf. Pero
la peligrosa tensión persistía. El motivo para la ruptura de hostilidades se
ofreció pocos años más tarde.
Los comienzos de la
Guerra de los Treinta años se iniciaron en Bohemia, tierra muy sacudida en todo
tiempo por ideas político-religiosas. El emperador Rodolfo II, que había
concedido aquella amplia cédula de libertad a los
protestantes bohemios, se había retirado ya. Su hermano Matías
(1612-1619) no estaba dispuesto a mantener las concesiones de Rodolfo. La ocasión para limitarlas
la ofreció la
construcción de iglesias protestantes en terrenos de conventos, lo que iba en contra del texto del convenio de 1609. El emperador
ordenó cerrar las iglesias de Braunau y Klostergrab y mandó derruir esta última, a pesar
de la reclamación de los
protestantes. Con esto estalló la rebelión de Praga, en
1618. El gobernador del palacio imperial de Praga fue defenestrado, juntamente con su secretario, y se estableció un gobierno
provisional corporativo, bajo la dirección del conde Thurn. Ahora parecía
repetirse la insurrección de los Países Bajos. El conde marchó contra Viena a
la cabeza de un ejército de Bohemia y Moravia y se alió con los
Estados protestantes de la Alta Austria, así como con el príncipe de
Transilvania. Matías había muerto entre tanto. El cardenal Klesl fue reducido a
prisión por el partido de acción vienés, a causa de su postura de espera
frente a los rebeldes y fue elegido emperador, con el nombre de Fernando II,
el archiduque Fernando de Austria, quien, a su vuelta de Francfort, se aseguró
la ayuda de Baviera. Los rebeldes no quisieron reconocer a Fernando, y
confiando en el apoyo de la Unión, proclamaron como rey suyo al elector
calvinista Federico V del Palatinado.
El poder de los
Habsburgo amenazaba derrumbarse de un golpe no sólo en Bohemia y Moravia, sino también en
Silesia y Lusana, en Hungría e incluso en Austria. Pero Fernando, que permanecía
animoso en Viena, ganó otros aliados: España, la Liga y, sobre todo, al elector
luterano de Sajonia. Con esta cobertura el duque bávaro consiguió rápidamente
el vasallaje de los Estados de la Alta Austria, y en la Baja Austria el
emperador logró que los protestantes abandonasen el pacto con Bohemia. La
batalla de la Montaña Blanca, junto a Praga (1620), en que salió victoriosa la
Liga, decidió el destino de la rebelión bohemia y principalmente del
protestantismo bohemio y austríaco. El «rey del invierno» había huido a
Holanda. Fue declarado proscrito. Su dignidad electoral pasó a Maximiliano de
Baviera. La Unión se deshizo.
Con esto no se terminó aún la guerra. Algunos partidarios de Federico
prosiguieron la lucha por su cuenta. Cuando fueron aniquilados por las
victorias de Tilly, general de la Liga —entonces se conquistó Heidelberg y se regaló al papa la célebre
biblioteca denominada palatina—, la política francesa, bajo su nuevo jefe Richelieu, intentó contener el
firme poderío imperial y consiguió que el rey de Dinamarca y duque de Holstein, que encontró apoyo en
Inglaterra y en los Estados Generales, interviniese militarmente. Pero Tilly derrotó al rey de
Dinamarca, y el general imperial Alberto de Wallenstein, a su aliado, el conde de Mansfeld; Schleswig-Holstein y Jutlandia fueron ocupadas, por lo que Dinamarca hubo de aceptar la paz
de Lübeck (1629) en la que hubo de entregar las colegiatas de la Baja Sajonia y
renunciar a inmiscuirse en adelante en los asuntos del Imperio.
CONTRARREFORMA
BAJO FERNANDO II
Este momento parecía
ofrecer al emperador Fernando II, hombre profundamente religioso y de amplia
visión, no siempre independiente en su política, una oportunidad de conseguir,
junto a ventajas para su casa, una posición más desahogada y próspera para el
oprimido catolicismo. Convencido de la justicia de su causa había iniciado con
toda rapidez la contrarreforma política en sus territorios hereditarios, inmediatamente
después de la victoria de la Montaña Blanca. En Bohemia fueron expulsados los
predicantes, y los estudiantes retirados de las universidades luteranas; los
no católicos fueron excluidos de todas las dignidades y se ofreció al
arzobispo de Praga la ayuda del gobernador para recuperar las propiedades
eclesiásticas.
En la Alta Austria
(1624), primeramente se forzó a emigrar a los predicadores y maestros
protestantes; al año siguiente se amenazó con el destierro al resto de los
habitantes que no quisieran ser católicos. Cuando una rebelión campesina,
apoyada por la nobleza, fue sofocada cruentamente, se desposeyó a los nobles,
como a rebeldes, del privilegio de libertad religiosa. En Viena y en la Baja
Austria (1627) fueron expulsados todos los predicantes y maestros. En Estiria
y Carintia la nobleza protestante fue forzada a emigrar en 1628. Más de
setecientos nobles abandonaron el país. Los que quedaban eran frecuentemente
católicos sólo de nombre.
El emperador creyó
que ahora debía reducir al protestantismo, también en el Imperio, a los
límites del derecho formal, de los contratos y convenios existentes. Desde las
victorias imperiales, varios obispos habían iniciado expedientes para recuperar
los perdidos bienes de la Iglesia. En esto eran apoyados por la Curia y los
nuncios. En la Dieta de príncipes electores de 1627 se concedió al emperador
el derecho de decidir sobre los procesos pendientes de restitución. Los
príncipes electores católicos pidieron «principalmente la restitución... de
todos los monasterios, fundaciones y cabildos profanados y quitados a los
católicos después del tratado de Passau y de la Paz religiosa establecida». Esta petición fue
también enérgicamente apoyada por el confesor imperial, el jesuíta P.
Lamormaini. El 6 de marzo de 1629 el emperador promulgó el llamado Edicto de
Restitución, como interpretación auténtica de la Paz religiosa de Augsburgo.
Según éste, los católicos podían exigir todos los bienes de la Iglesia que no
dependieran directamente del Imperio y que les hubieran sido arrebatados
después del tratado de Passau. Todos los obispados, cabildos y abadías imperiales,
administrados o conquistados por los protestantes desde la Paz religiosa de
Augsburgo, debían ser devueltos a sus dueños católicos; a los Estados
católicos del Imperio se les debía garantizar el ilimitado ius reformandi, bajo renuncia a la Declaratio Ferdinandea, y los calvinistas debían ser
excluidos una vez más, de forma expresa, de la Paz religiosa. Fueron enviados
comisarios imperiales, apoyados por una escolta militar, para la puesta en
práctica del edicto. En el otoño de 1631 habían sido restituidos los dos
arzobispados de Magdeburgo y Brema, cinco obispados, más de ciento cincuenta
iglesias y monasterios y unas doscientas parroquias situadas en ciudades y
pueblos entonces protestantes. El poderío del protestantismo alemán parecía
haber sido destruido.
La Curia, que nunca
había reconocido los tratados de 1552 y 1555, no dio nunca una aprobación
explícita al edicto de 1629. Prescindiendo por completo de la actitud poco
amistosa para con los Habsburgo de Urbano VIII (1623-1644), se abrigaban
grandes reparos contra todas las medidas estatales en favor de la Iglesia.
Tales reparos se habían hecho ya manifiestos con motivo de la Contrarreforma
llevada a cabo en los territorios hereditarios de los Habsburgo. Más importantes
aun que la extradición de los protestantes, que el nuncio en Viena intentó
hacer comprender a los cardenales opuestos a ella, aludiendo al comportamiento
observado en los principados eclesiásticos alemanes, le parecieron a la
Congregación de Propaganda, en marzo de 1629, las medidas para que se nombrasen
obispos, conforme a derecho, en todas las sedes episcopales, y se prohibieran
los libros peligrosos. Si se pensó en enviar un nuncio especial, no fue a causa
de la restitución de los bienes de la Iglesia, sino para el restablecimiento de
la religión católica en un tan extenso territorio.
El edicto de 1629 era
ciertamente defendible desde el punto de vista del derecho del Imperio, mas
políticamente fue un gran error. Y no sólo porque debilitó el frente de los
católicos. La ocupación de los obispados del norte de Alemania suscitó una
concurrencia poco amistosa entre Fernando y Maximiliano; y la devolución de los
monasterios dio lugar a una enojosa disputa entre los benedictinos, sus
primitivos poseedores, y los jesuítas, que querían financiar con estos bienes
la urgente necesidad de nuevos colegios y escuelas. Fue un error sobre todo
porque hizo que se crease un frente unido de los protestantes. Incluso Sajonia,
hasta ahora fiel al Imperio, se sintió amenazada en sus intereses. Y esto en un
momento en que la Liga obligaba a deponer a
Wallenstein, y el rey Gustavo
Adolfo de Suecia, tras sus guerras victoriosas contra Polonia y Rusia,
desembarcaba con 12.000 solados en la desembocadura del Oder y era presentado,
por su muy activa propaganda, como salvador de la causa protestante en
Alemania. Sin embargo, los príncipes protestantes alemanes se retrajeron.
Sospechaban, no sin razón, que el rey de Suecia había atravesado el Báltico no
sólo por motivos religiosos, sino que le habían impulsado más bien razones
políticas y económicas. La hegemonía de Suecia en el Báltico no podía
permanecer constantemente amenazada por las victorias imperiales, y con una
cabeza de puente en Alemania el imperio nórdico no sólo debía extender su
comercio, sino también lograr un derecho a intervenir en la política de
Centroeuropa. En el tratado de Bárwalde, concertado a comienzos de 1631, el rey
sueco consiguió ya que Francia le asegurase una subvención anual, como ayuda
en la guerra contra el emperador. También los Estados Generales contribuyeron
con su parte. Pero al mismo tiempo Tilly, contra el consejo de varios entendidos, intentó
proseguir la restitución por la fuerza de las armas en la Alemania central. La
sitiada Magdeburgo esperaba los auxilios suecos, pero fue asaltada por Tilly y arrasada por
completo contra su voluntad. Ahora también Sajonia y Brandeburgo se unieron a
Gustavo Adolfo, que derrotó a Tilly en Breitenfeld. La campaña victoriosa de los suecos hacia el sur terminó
naturalmente con la obra de restitución. Los éxitos obtenidos hasta ahora en el
norte de Alemania quedaron reducidos a la nada. Los territorios de la Liga
quedaron abiertos al rey de Suecia. Tilly fue herido mortalmente; Baviera, arrasada; Munich, ocupada.
La Curia no consiguió apartar a Francia de su política protestante. Wallenstein, llamado de nuevo por
el emperador en tan apurada situación, evitó ciertamente la entrada de los
suecos en Austria, pero no pudo lograr una victoria decisiva contra ellos en
Lützen, aunque aquí Gustavo Adolfo murió en el campo de batalla. El duque
Bernardo de Weimar asumió la dirección militar de los suecos, y el canciller Oxenstjerna, la
política. Este logró, en la liga de Heilbronn, que losprotestantes
alemanes reconocieran la dirección sueca. Después del asesinato de Wallenstein volvieron a unirse
las tropas imperiales, bávaras y españolas y derrotaron a los suecos junto a Nordlingen (1634). En mayo de
1635 se firmaba la paz separada de Praga con el príncipe elector de Sajonia.
Según ésta, el estado de los bienes de la Iglesia en 1627 debía mantenerse, y
el edicto de restitución ser retrasado cuarenta años. La mayoría de los Estados
protestantes aceptaron la paz. Lo que ésta reportó a la causa católica fue a lo
sumo el reconocimiento de la dignidad electoral de Baviera, y así el logro de
una clara mayoría católica para la próxima elección imperial, además de
seguridades para la Contrarreforma imperial en los territorios hereditarios de
los Habsburgo.
LA
PAZ DE WESTFALIA
Once días antes de la
conclusión de la paz Francia había declarado la guerra a España. Entre las
grandes potencias católicas comenzó la lucha abierta que pensaba dirigir
Francia, aliada secretamente con Suecia y algunos príncipes protestantes
alemanes. Richelieu envió a Bernardo de Weimar para defender Alsacia, a los holandeses les lanzó
contra Bruselas, y al hugonote Rohan, contra Milán. Durante trece años se prolongó la
guerra, que degeneró más y más en asesinatos sin sentido, incendios y violaciones.
Los imperiales fueron forzados a tomar la defensiva. Los esfuerzos de paz del
pontífice estuvieron condenados al fracaso durante largos años, por exageradas
cuestiones de etiqueta. Desde 1644 el emperador y el Imperio entablaron
conversaciones de paz en Münster, con los franceses y, desde 1646, en Osnabrück
con los suecos. El 24 de octubre de 1648 se puso fin a tan sangrientas guerras
con la Paz de Westfalia, firmada en las dos ciudades citadas. La contienda
europea se dio por concluida.
Por el lado católico
sólo había ganado Francia, que había apoyado precisamente al partido
protestante. Los obispados de Lorena, Metz, Tour y Verdun quedaron en poder de Francia. Su adversario, el Imperio,
se había debilitado enormemente en unos decenios. Los Estados Generales
obtuvieron el reconocimiento internacional de su independencia, así como una
zona del territorio del sur, desde la desembocadura del Escalda hasta el Mosa,
los llamados Países de la Generalidad, de población católica. La parte del león
se la llevó Suecia: no sólo consiguió la Antepomeramia, sino también los
cabildos de Brema y Verden y con ello también su puesto en la Dieta. Mecklemburgo y Brandeburgo fueron
indemnizados con territorios eclesiásticos secularizados. El príncipe elector
del Palatinado recobró el Palatinado renano y la dignidad electoral. Sin
embargo, Baviera conservó el Palatinado superior, que entre tanto había
recatolizado, y el electorado. Por lo demás, hubo amnistía general y la
restitución al estado de cosas de 1618.
El Edicto de
Restitución fue derogado y en su lugar se volvió al año normal, esto es, al
estado de 1624 (para el Palatinado, el de 1618), como criterio para la posesión
de los bienes de la Iglesia y para el ejercicio de la religión en las ciudades
del Imperio. A esto se añadieron las cláusulas puramente político-religiosas. A
instancias del príncipe elector de Brandeburgo la paz religiosa se hizo también
extensiva a los calvinistas. El derecho de reforma de los soberanos
territoriales fue ciertamente ratificado, pero limitado tanto por el año
normal como por la condición de que no podía prohibirse ya a los creyentes de
otras confesiones el ejercicio de sus devociones privadas y la asistencia a
iglesias extranjeras. Además, el paso de un príncipe luterano a la religión
calvinista, o viceversa, no debía ser motivo alguno para el cambio de Iglesia
en su territorio. Cuando, medio siglo más tarde, se produjo una serie de
conversiones de príncipes a la fe católica, hubo que hacer extensiva esta
norma, análogamente, a las relaciones entre católicos y protestantes. Así no
tuvieron grandes consecuencias las conversiones de Hannover, Sajonia, Württenberg, Hesse y
otros Estados, y sólo dieron lugar a la formación de pequeñas comunidades
católicas en la diáspora, que, a menudo, sólo con dificultad pudieron
mantenerse en un mundo de incomprensión e intolerancia. Del año establecido
como normal sólo quedaron exceptuados los territorios imperiales. En el Imperio
las cuestiones religiosas ya no podían decidirse por lo que determinara la
mayoría de los Estados imperiales, sino por el convenio válido de los corpora, que deliberaban por separado: el Corpus Catholicorum y el Corpus
Evangelicorum.
La Paz de Westfalia
había salvado ciertamente la existencia del Imperio, si bien la posición
institucional del emperador había quedado debilitada sensiblemente por el
derecho de los Estados imperiales a aliarse con extranjeros. Pero la paz
privaba definitivamente al Imperio de su carácter católico. Lo trasformó en una
institución paritaria, ya que el desangramiento de todas las fuerzas en ambos
bandos había forzado a un mínimo de tolerancia. Para la Iglesia se perdieron
definitivamente los obispados del norte y centro de Alemania y numerosos
monasterios y fundaciones, sobre todo en Württenberg. Se comprende el que cinco
semanas después de la firma de este tratado de paz el papa Inocencio X
protestara contra sus decisiones político-religiosas, con el Breve Zelus
domus Dei y que lo declarara no válido. Desde el punto de vista del derecho
canónico vigente hasta entonces en el Imperio, esta protesta era evidente,
aunque la Curia debió prever su total ineficacia. En última instancia, ni el
emperador, ni Maximiliano de Baviera, ni los Estados protestantes de Alemania
dejaron la lucha por convencimiento ni renunciaron a querer imponer su forma
de fe por consideración al bien común. La insoportable calamidad de la guerra y
el total debilitamiento fue lo que les obligó finalmente a ello. Así, la Curia
no protestó contra la terminación del asesinato y la muerte, sino sólo contra
aquellas disposiciones que perjudicaban grandemente a la causa política. El
historiador de hoy se extraña solamente de que la protesta surgiera ahora, y no
a raíz de la conclusión de la Paz religiosa de Augsburgo, que había reconocido
por primera vez el principio de paridad de las confesiones en los Estados
imperiales. Inocencio XI renovó la protesta en 1679, con motivo de la Paz de
Nimega, ya que en su tratado se confirmaban las resoluciones de la de
Westfalia.
RECATOLIZACION
EN POLONIA Y HUNGRIA
La Guerra de los
Treinta Años ocupó de tal forma la atención internacional y las fuerzas y
energías disponibles, que detrás de la cortina de la lucha se pudo continuar la
recatolización de Polonia, sin ser molestada desde el exterior. El seminario
pontificio fundado por Hosio en Braunsberg y los numerosos colegios de jesuítas
lograron formar no sólo un magnífico clero, sino también una nobleza de
convicciones católicas. Sobre esta base espiritual produjo grandes frutos la
labor misional del célebre predicador jesuíta Skara. Bajo su influjo también el
rey se entregó a restaurar la unidad de la fe en la nación. Se logró que
retornara a la Iglesia católica una gran parte de la nobleza. Finalmente, en
1658 fue expulsada la secta antitrinitaria de los socinianos, que desde 1579
había sido extendida en Polonia por el italiano Fausto Sozzini. La Polonia
occidental se convirtió de nuevo en una nación católica, separada del gran
bloque de las tierras habsburguesas sólo por los ducados de Silesia.
Por el contrario, en
Hungría la sacrificada actividad del converso Pázmány (f 1637), luego cardenal
y arzobispo de Gran, y de sus sucesores, sólo consiguió un éxito parcial. En
esta nación, en la que en 1618 se había elegido rey a Fernando II, el
protestantismo de sello calvinista, que, como en Polonia, era una «Iglesia de
la nobleza», era muy combativo contra los Habsburgo y contra los alemanes, que
en las ciudades húngaras profesaban en su mayor parte el luteranismo. Se alió
de buen grado con los príncipes protestantes de Transilvania, que apoyados en
los turcos y aliados con Suecia, se rebelaron repetidas veces contra el
soberano de Viena. Así, en los tratados de paz hubo que asegurar regularmente
a los protestantes la libertad religiosa. Pero la destreza del culto primado de
Gran logró recobrar en gran parte para la Iglesia católica a las familias de
los magnates del oeste de esta nación. Ya en 1618 los Estados poseían de nuevo
una mayoría católica. Imitando a los jesuítas, Pázmány fundó escuelas y
seminarios, entre otros el Vazmaneum de Viena, seminario húngaro para
sacerdotes, y la universidad de Tyrnau, trasladada más tarde a Budapest. A esto
se añadió la hábil actividad literaria del cardenal en lengua húngara, y la
celebración de numerosos sínodos. Aun cuando en las ciudades y pueblos todavía
existía una vida protestante, los magnates llevaron a cabo la recatolización en
sus dominios. Por el contrario, en el este de la nación la nobleza
protestante, que amaba la independencia, desplegaba una enconada resistencia
contra los Habsburgo y sus partidarios. En esta nación, constantemente amenazada
por los turcos y más de una vez arrasada por ellos, la mayor parte de la
población vivía en el abandono espiritual y la ignorancia religiosa.
SUPRESION DEL EDICTO DE NANTES
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