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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA MEDIA

CAPITULO VII

ROMA Y CONSTANTINOPLA

 

En el primer volumen de Nueva historia de la Iglesia, el tema más importante después de la conversión de Constantino era el del progresivo desarrollo de la doctrina cristiana. Tal desarrollo se llevó a cabo en respuesta a los ataques de heterodoxos como Arrio, Sabelio, Nestorio y Pelagio; éstos, cualesquiera que fuesen sus intenciones, profesaron doctrinas y utilizaron fórmulas que no estaban de acuerdo con la tradición apostólica de la fe. En la primera parte de este volumen, este tema cede su puesto a otro que concierne al gobierno de la Iglesia y a la unidad cristiana: el afianzamiento de la autoridad pontificia y la sima que se abre entre la Iglesia oriental y la occidental. Estas tendencias, de tan graves consecuencias para el Oriente y el Occidente, tenían alguna relación con el problema teológico de los siglos anteriores, pero fueron también efecto inmediato de nuevas tensiones y de nuevos desarrollos políticos y sociales. Iban a dar a cada una de las dos grandes partes de la cristiandad unas características y una mentalidad que nunca habrían tenido, si las cosas hubieran sucedido de otro modo.

Durante el siglo que transcurrió después de morir Gregorio Magno, las relaciones entre Roma y Constantinopla no experimentaron aparentemente ninguna evolución importante ni ninguna ruptura irreparable. Seguramente hay que atribuirlo en parte a la brevedad de los pontificados y a la mediocre personalidad de casi todos los papas, así como al hecho de que varios de ellos y muchos de sus consejeros fueron de nacionalidad griega o siria. Influyeron también las desgracias que sufrió el Imperio durante este siglo y que hicieron que Roma se alejase política y diplomáticamente de Bizancio, cosa que Constantinopla no deseaba. Sin embargo, las relaciones habían llegado casi a romperse y en ambos campos se conservaba un amargo recuerdo de esta época. Por un lado, los desastres acaecidos al Oriente, la pérdida definitiva de Egipto, Siria y Armenia, habían destruido el equilibrio demográfico y político que existía antes entre Oriente y Occidente y entre las Iglesias orientales y las occidentales. La autoridad del emperador de Bizancio ya sólo se extendía a un territorio muy restringido; semejante situación fomentó el orgullo nacional de Constantinopla y permitió a Justiniano II, emperador inestable e inseguro, establecer su autoridad sobre el patriarca, sobre la Iglesia, sus ritos y su fe. Por otra parte, desde el punto de vista occidental, las relaciones de Roma con Constantinopla se habían envenenado definitivamente; se recordaba el tratamiento escandaloso infligido a Martín I y la tentativa de secuestro de Sergio I. Es verdad que la afluencia de los refugiados griegos y sirios procedentes de los Balcanes, ocupados por los eslavos, y de las regiones conquistadas por los árabes, había mantenido lazos afectivos entre Roma y el Oriente; pero la situación política de Italia y la tirantez de las relaciones entre Roma y el Imperio conducían a ambos a intereses y alianzas divergentes. Los papas se habían visto mezclados involuntariamente en la controversia monotelita; al principio no desempeñaron un papel demasiado brillante; luego, manteniendo con firmeza la fe tradicional, sólo consiguieron afrentas, castigos, riesgos físicos e incluso mortales. Esta disputa creó una profunda desconfianza y aversión en los ambientes romanos. Sin embargo, la fidelidad tradicional al emperador y el recuerdo de la pasada amistad conservaron suficiente fuerza para restablecer, al menos en apariencia, las antiguas relaciones entre Roma y Constantinopla.

La concordia tan trabajosamente restablecida había durado menos de veinte años cuando fue rota una vez más por un problema religioso nacido en Oriente: la desdichada controversia sobre la veneración de las imágenes, conocida con el nombre de iconoclasmo. El problema lo planteó deliberadamente el emperador León III el Isáurico. Acababa éste de hacer un gran servicio a toda la cristiandad combatiendo contra los árabes que asediaban continuamente a Constantinopla (717-718). Había salvado así lo que constituía el fundamento de la Iglesia y la civilización occidentales: había logrado conservar el gobierno y la cultura de Bizancio, su foco central, que pudo seguir viviendo durante siete siglos. Ocho años más tarde, después de una prolongada y hábil propaganda, después de haber obligado al patriarca a dimitir y de haber anulado la tenaz resistencia del papa Gregorio II, el emperador prohibió el culto de las imágenes en todos los territorios que gobernaba y ordenó su total destrucción. El papa Gregorio III, saliendo en defensa de la Iglesia de Roma y de toda Italia, protestó enérgicamente. En respuesta, el emperador aumentó los impuestos en Italia meridional, confiscó los dominios pontificios de Calabria y Sicilia (hacia el 732), sustrajo a Roma, para unirlas a Constantinopla, toda Grecia y la península de los Balcanes (Epiro, Iliria y Macedonia), así como Sicilia y el sur de Italia.

Sucedió a León su hijo Constantino V. Este estuvo demasiado ocupado con las revueltas que estallaban en el Imperio para dedicar sus energías a la controversia. Restableció relaciones diplomáticas amistosas con el papado. No obstante, en el 754 reunió junto a Calcedonia un concilio al que asistieron solamente obispos de los territorios imperiales. Este concilio fue ortodoxo, excepto en un punto importante: condenó la fabricación, la posesión y la veneración pública o privada de imágenes; estableció severas sanciones contra los desobedientes; pero al mismo tiempo prohibió —en vano, según se vio luego— destruir las imágenes por la fuerza o sin autorización oficial. A Constantino le sucedió su hijo León IV. Durante su reinado y, más aún, durante el de su viuda Irene hubo una evolución hacia la paz. Después de consultar al papa Adriano I y de solucionar algunas dificultades, se reunió en Nicea el séptimo concilio ecuménico. En él se proclamó la doctrina tradicional respecto al culto de las imágenes, cosa que satisfizo a los teólogos romanos. La aceptación oficial del concilio se vio retrasada por un curioso episodio acaecido en la corte de Carlomagno.

Las actas de Nicea se enviaron a Aquisgrán en una traducción inexacta y engañosa que, en algunas cuestiones importantes, decía exactamente lo contrario de lo que los griegos habían querido expresar. Por eso, Carlomagno, convencido de que el concilio del 787 había rebasado la línea ortodoxa por reacción contra los cánones del 754, con ayuda de sus consejeros en materia teológica y en particular de Alcuino y Teodulfo, procedió a la refutación del pretendido error bizantino, publicando una importante Capitular sobre las imágenes, más conocida con el nombre de Libros carolinos. Ocurrió esto en un momento en que las relaciones entre la corte occidental y la oriental peligraban por el fracaso de las negociaciones que se habían entablado para concluir una alianza matrimonial entre el joven emperador Constantino VI y la hija de Carlomagno. Este, al atacar a los griegos, quería sin duda afirmar la autoridad y la ortodoxia del Occidente. La publicación de los Libros carolinos fue seguida de la convocación de un concilio, reunido el año 794 en Francfort, el cual rechazó el último Concilio de Nicea. El papa Adriano I rehusó ratificar esta condenación; sin embargo, vaciló en aceptar las decisiones de Nicea. Poco después, la Iglesia de Oriente se vio sumergida en la confusión nacida de un nuevo cambio en el poder.

Durante este tiempo fueron apareciendo en el horizonte otras nubes que resultaron mucho más funestas. Nos referimos a la controversia del filioque, que conoció en esta época su primer brote verdaderamente serio. Ya hemos hablado de ella. Limitémonos a decir aquí que, gracias a la moderación y buen sentido de los papas Adriano I y León III, se evitó por el momento la ruptura. Así, el problema no se volvió a discutir durante sesenta años.

La investigación moderna (especialmente F. Dvornik) ha aclarado esta controversia y en particular ha demostrado que Focio, considerado siempre por la Iglesia ortodoxa como un santo y un eminente teólogo, era un personaje menos siniestro de lo que los occidentales creían antes. Sin embargo, Focio y la querella que va unida a su nombre dominaron el curso de los acontecimientos en Constantinopla durante los treinta años que constituyen una línea divisoria en la historia de las relaciones entre Oriente y Occidente. Durante este lapso hubo en Roma y en Constantinopla personas inteligentes que procuraron dar a la tradición anterior, si no una formulación nueva, sí al menos mayor actualidad y vigor. Naturalmente, esta nueva expresión de la tradición se estereotipó otra vez por ambos lados durante los años siguientes. Focio, debido a su posición, tuvo que examinar primero y rechazar luego las aspiraciones de Roma al primado de jurisdicción y al magisterio doctrinal único; buscó, encontró y expuso todo lo que en la tradición de la Iglesia oriental, en sus santos y doctores antiguos había de opuesto, en materia de teología trinitaria, a la afirmación de que el Espíritu Santo procede a la vez del Padre y del Hijo. Nicolás I, por su parte, se vio acosado por los sucesos políticos; había recibido informaciones erróneas por intermedio de un enemigo de Focio; se vio alentado por las divisiones que reinaban en Oriente; fue ayudado e incluso excedido por Anastasio el Bibliotecario, su «secretario de Estado», persona muy competente. Proclamó y puso en práctica con todo rigor las reivindicaciones pontificias del primado de jurisdicción; presentó a la Iglesia romana como el arquetipo y la madre de toda la cristiandad. En el nivel en que entraron en contacto las dos Iglesias, la confrontación doctrinal se alió con rivalidades y acritud, de una parte, por la perspicacia política de Focio y el éxito de su actuación en Bulgaria, y de otra, por la actitud enérgica y autoritaria de Nicolás I. Las violencias y las intrigas de palacio que tuvieron lugar en Constantinopla son desde luego escandalosas. Pero la reputación equívoca y hasta siniestra que Anastasio y sus parientes tenían en Roma no es para inspirar confianza, sobre todo si se piensa que Anastasio estuvo asociado a la política del papa y que probablemente le dictó sus palabras. Con sus actos y sus escritos, los dos adversarios levantaron en estos tristes años una barrera entre las Iglesias que todavía constituye un obstáculo para la mutua comprensión.

El patriarca Focio, tanto por su personalidad como por sus escritos, dejó una huella indeleble en el pensamiento político y teológico de la Iglesia de Constantinopla. Sin embargo, las relaciones entre el Oriente y el Occidente no se rompieron, aunque, durante los decenios siguientes, la brevedad de los pontificados y luego la decadencia moral del papado hicieron que las relaciones entre las dos partes fuesen tan escasas como nuestra documentación al respecto. A fines del siglo (899-923) vino a agravar la situación un incidente de poca importancia: el cuarto matrimonio de León VI. Según el derecho canónico bizantino, eran válidas, aunque no deseables, las segundas y terceras nupcias; pero las cuartas no podían ser reconocidas legalmente. León VI puso al eminente patriarca Nicolás el Místico ante el hecho consumado y le pidió que diese validez a su unión. Lo mismo hizo con los otros cuatro patriarcas, entre los cuales se encontraba el de Roma. Sergio III respondió exponiendo la doctrina tradicional en Occidente, que no limita el número de matrimonios, con tal de que sean sucesivos. Nicolás fue depuesto en seguida de su cargo; lo recobró en el reinado siguiente y rompió con Roma por algún tiempo. Pero luego se reanudaron las relaciones. Sin embargo, este episodio contribuyó a subrayar las diferencias que existían entre el Oriente y el Occidente y afianzó en los patriarcas el deseo de actuar y decidir con total independencia. Poco sabemos de lo ocurrido entre Roma y Constantinopla durante el siglo siguiente. Los patriarcados y los pontificados fueron muy breves e insignificantes, sin hablar de los ilegítimos e impuestos por la violencia. Si ha de darse crédito a una tradición que surgió más tarde en Oriente, las relaciones se rompieron de nuevo hacia el año 1000; pero no poseemos ningún documento que lo confirme.

El destino del Imperio de Oriente y el del papado cambiaron de curso. En Constantinopla hubo una serie de emperadores que fueron generales insignes. Reconquistaron el Asia Menor, parte de Siria, Bulgaria y parte de Italia meridional. Cundió una especie de orgullo nacional o imperial. El patriarca de Constantinopla pudo entonces considerarse jefe de una Iglesia que incluía Bulgaria y Rusia. Las conquistas de Italia produjeron una nueva rivalidad con el Occidente. El papado, al principio bajo la tutela alemana, pero también después de recobrar su independencia, formulaba con creciente tenacidad sus reivindicaciones del primado. Los orientales, alegando su poderío y el carácter cultural y laico de su renacimiento, juzgaban al Occidente bárbaro y rudo. El papado, confiado de nuevo en sí mismo y sostenido por partidarios y propagandistas resueltos, consideraba al Oriente degenerado y hereje. No podemos comprender el desenlace fatal y súbito de mediados del siglo XI, si no captamos el enorme cambio de mentalidad verificado en ambas partes y el fuerte influjo de las ideologías que animaban al poder recién adquirido. El patriarca Miguel Cerulario (1043-1058) era hombre ambicioso y violento; afirmó apasionadamente la autonomía de su sede y la inferioridad de los latinos frente a los bizantinos. Es verdad que las modificaciones políticas introducidas en Italia meridional por las conquistas normandas concernían tanto al papa como al emperador y favorecían su alianza. Sin embargo, Cerulario toleró las violencias y sacrilegios cometidos contra las iglesias y las «reservas» latinas de Constantinopla. Pretextando que el ritual de la Iglesia romana hacía imposible la unión, impulsó la publicación de un manifiesto que lo denunciaba. Desgraciadamente la responsabilidad de refutar esas acusaciones se confió al cardenal Humberto de Moyenmoutier, hombre altivo, impulsivo y receloso, que cumplió su misión repitiendo la lista exhaustiva de las pretensiones romanas.

Sin embargo, ciertas consideraciones políticas llevaron a una tregua. Cada campo esperaba recibir del otro una ayuda contra los normandos. Por desgracia, Humberto fue enviado al frente de la delegación pontificia encargada de establecer una cierta unión entre las dos Iglesias. Gracias a la habilidad diplomática del patriarca, hostil y opuesto a todo acuerdo, y por la inflexibilidad y ceguera del cardenal, en cuanto llegó Humberto a la capital se produjo lo que deseaba Cerulario. Los dos adversarios se injuriaron mutuamente y Humberto redactó una réplica violenta. Entre tanto, la muerte del papa privó al legado de su autoridad moral y quizá también de sus poderes canónicos de mediador. Humberto comprendió que la ruptura de las negociaciones era inminente. Antes de salir de la ciudad se apresuró a proclamar en Santa Sofía la excomunión del patriarca. El emperador intentó en vano convocar a las dos partes para otra conferencia. Cerulario reunió un sínodo que condenó el comportamiento de los legados pontificios; luego publicó un extenso manifiesto relatando la historia de las divergencias entre las dos Iglesias y presentando al patriarca como jefe de toda la Iglesia bizantina. Cerulario cayó en desgracia y murió poco después. Pero el pueblo y los dirigentes (no todos los obispos ni todos los monjes, desde luego) compartían totalmente sus puntos de vista. En Roma, los reformadores seguían adelante y se consagraban a su programa ideológico; concedieron escasísima atención a lo que había sucedido. En realidad, hablando en absoluto y técnicamente, la ruptura de 1054 no era definitiva. Griegos y latinos conservaron relaciones amistosas en muchas regiones. Pero, retrospectivamente, los sucesos de 1054 constituyen un paso irreversible. Si se considera la importancia de los actos individuales en la larga y triste historia de esta ruptura, no cabe duda que pesa sobre Cerulario y Humberto una gran responsabilidad. En la historia del cristianismo se puede comparar el año 1054 con el 1517, aunque los principales protagonistas de 1054 no tuvieran conciencia del significado de lo que ocurría y aunque estuvieran más preocupados por la disciplina eclesiástica y la diplomacia que por la unidad de la cristiandad.

Abarcando en una ojeada los cuatro siglos transcurridos desde la muerte de Gregorio Magno, el historiador puede permitirse un momento de reflexión sobre el conjunto del problema. En primer lugar, desde el principio, el cristianismo latino y el griego se diferenciaron real y profundamente por sus instituciones, su concepción del mundo, su mentalidad y su destino político. El volumen anterior destacó con claridad este rasgo. Sin embargo, no hay por qué juzgar como verdad axiomática el hecho de que estas diferencias tuvieran que conducir necesariamente a un cisma. En realidad, conocemos otras diferencias regionales, por ejemplo, las que existían entre el cristianismo celta y el de la Europa continental, o entre las antiguas Iglesias de rito griego, uniata u otras y la Iglesia romana; esas diferencias han desaparecido o han subsistido sin quebrantar la unidad. Es indudable que los cristianos sólo pueden admitir lentamente la existencia real de fuerzas centrífugas en el cuerpo místico de Cristo. ¿Dónde se hallan los gérmenes de división en el caso que nos ocupa? Notemos primero la intrusión del poder imperial a partir de la época de Constantino el Grande. Se creía entonces que el emperador tenía una misión tutelar, podía influir en la vida de la Iglesia y ejercer su autoridad sobre ella. Por el mismo tiempo ocurrieron el desplazamiento de la capital política y administrativa de Roma a Constantinopla y la decadencia económica y cultural de Occidente, que fue su consecuencia. Durante un largo período crítico, la vida colectiva de la Iglesia se vio ligada al emperador y controlada por él. Todos debían lealtad al emperador; muchos esperaban conseguir de él algunos privilegios. El tenía la iniciativa en todos los campos concernientes a la acción exterior de la Iglesia como cuerpo, es decir, en los concilios y en la legislación. Por consiguiente, ni las Iglesias dispersas, ni los patriarcas —cuando su autoridad fue reconocida—, ni la opinión pública cristiana, ni siquiera la Roma pontificia pudieron hacer nada para constituir un núcleo central e independiente que instaurara la unidad o un sistema único de gobierno. Además, era absolutamente inevitable que el obispo de la capital imperial ocupase una posición destacada y que el emperador estuviese interesado en explotar y controlar este cargo. En el transcurso de los años, la fidelidad del Occidente al Imperio se fue debilitando y acabó por desaparecer. El papado estableció nuevos vínculos con un nuevo Imperio que estuvo a punto de anexionárselo, como quizá a toda la Iglesia occidental, casi tan absolutamente —aunque de forma menos duradera— como lo había hecho el antiguo Imperio de Oriente. Entonces, las tensiones externas que conducían al cisma fueron demasiado fuertes y humanamente irresistibles. Los griegos tenían que pensar que Roma había escogido una dominación extranjera. Las conquistas musulmanas reforzaron las tendencias a la división eliminando el contrapeso que habían representado los otros patriarcas orientales. Los emperadores macedonios realizaron algunas conquistas que afianzaron el rango metropolitano de la Iglesia de Constantinopla y permitieron otro avance misionero. Es cierto que, desde un punto de vista estrictamente histórico, la tradición de la unidad cristiana era muy sólida y la tradición de una cierta primacía de la Sede apostólica de Pedro era muy antigua y estaba extensamente difundida. Pero los acontecimientos iban a demostrar que las debilidades y divisiones humanas eran demasiado fuertes para que dominase la consideración del bien común. En el mundo cerrado del siglo IX o del X —cerrado a los ojos de los hombres de aquella época, a pesar de los movimientos de musulmanes, húngaros o normandos—, en un tiempo en que toda la actividad intelectual dependía del cristianismo y las comunicaciones entre Oriente y Occidente eran escasas y lentas, las diferencias jurídicas y rituales, así como las acusaciones de herejía, parecían mucho más peligrosas y abominables que la acritud y hostilidad provocadas por los actos de violencia, las excomuniones recíprocas y las proclamas extravagantes. Es cierto que se cometieron individual y colectivamente graves y numerosos errores. Los abusos de poder, irresponsables y brutales, que cometieron los emperadores respecto a Roma y a su propia jerarquía, el conflicto accidental pero serio del iconoclasmo, la debilidad y degradación del papado, las facciones existentes en Roma y en Italia, las provocaciones intolerantes y groseras de Anastasio el Bibliotecario o de Humberto de Moyenmoutier, la casi total ausencia de caridad y amplitud de miras que manifestaron los papas y los patriarcas de Constantinopla después de la muerte de Gregorio I, son factores que contribuyeron fatalmente al desastre. Tal vez era inevitable —pero no por eso es menos triste— que toda esta larga controversia (salvo los raros momentos en que se recurrió a la violencia) se desarrollara a alto nivel diplomático, por no decir político, y frecuentemente por medio de cartas que quedaban rebasadas por los acontecimientos antes de llegar a su destino. También era inevitable que la unidad de la cristiandad se viese a menudo comprometida por sucesos episódicos y consideraciones personales. El historiador comprende que, en materia de fe y de moral, no había una separación profunda que hiciese inevitable el cisma. La fe, la práctica cristiana y la devoción de los hombres hondamente espirituales de ambos campos eran en esencia las mismas. Las cuestiones de autoridad y jurisdicción eclesiástica —que durante los nueve siglos transcurridos desde 1054 han constituido el meollo de la controversia y parecen las más difíciles de resolver— no ocuparon expresamente el primer plano hasta la época de Nicolás I y de Focio. Si los dos campos hubiesen dado pruebas de prudencia y responsabilidad, los derechos de Pedro que alegaba la Iglesia romana —derechos de gobernar, definir, presidir y declarar— se hubieran podido exponer con menos inflexibilidad y dureza y se hubieran podido aceptar paulatinamente de común acuerdo, según lo reclamasen las necesidades de la Iglesia. Desde el punto de vista histórico, no hay duda de que al perder su prestigio y al identificar su destino con el del Imperio de Occidente, el papado perdió irrevocablemente al Oriente y destruyó todos los lazos afectivos que podían existir aún. Además, la Iglesia ortodoxa, gracias a su extensión (que en el momento contribuía poderosamente a compensar la pérdida de las provincias de Asia occidental), conservó vivo su espíritu misionero y adquirió un entusiasmo y una confianza en el porvenir que no había tenido durante siglos. Pudo en adelante seguir defendiendo a la cristiandad oriental y contó con un territorio tan extenso y un número de fieles tan grande como la Iglesia romana. En el período que transcurrió entre el reinado de Carlomagno y el pontificado de Gregorio VII, los conflictos entre los poderosos pudieron provocar la división; con el correr de los siglos fue imposible restablecer la unidad por un sencillo acuerdo entre el emperador y el papa.

 


CAPITULO VIII

LOS SIGLOS MONASTICOS