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NICEA. LA VICTORIA CONTRA EL ANTICRISTO
CAPITULO
XXI
LA
EXPANSION DEL CRISTIANISMO FUERA DEL MUNDO ROMANO
El
monacato, con la gran riqueza y variedad de metas alcanzadas, es un fenómeno
interior a la Iglesia. Pero ésta, al mismo tiempo, no olvidaba su vocación de
religión universal y su deber misionero. Los años 310-430, en efecto, nos hacen
asistir a extraordinarios progresos en el movimiento de evangelización del
mundo. No cometamos un anacronismo : no se trata todavía de misión
oficialmente organizada, dirigida desde arriba por la autoridad jerárquica
(para esto habrá que esperar hasta 596, a san Gregorio Magno y la misión que
enviará a los anglosajones); en el siglo IV este movimiento es algo mucho más
espontáneo y, podemos decir, más general y más profundo. Como veremos, los
éxitos más espectaculares se debieron a iniciativas personales tomadas en
circunstancias muy particulares.
A este
propósito hay un hermoso texto de Eusebio de Cesárea que merece ser releído y
meditado (en su Historia eclesiástica, Eusebio lo inserta en el relato donde
habla de los primeros comienzos del siglo segundo, pero debemos ver en él más
bien un cuadro idealizado del movimiento misionero según lo que sucedía ante
sus ojos en su tiempo, primer tercio del siglo IV): “En aquel tiempo muchos de
los cristianos sentían su alma herida por el Verbo divino con un violento amor
a la perfección. Comenzaban cumpliendo el consejo del Salvador y distribuían
sus bienes a los pobres; luego, dejando su patria, marchaban a realizar la
misión de evangelistas, con la ambición de predicar a los que todavía no habían
oído la palabra de la fe y de transmitirles los libros de los Evangelios
divinos. Se contentaban con poner los cimientos de la fe en cualquier país
extranjero, luego nombraban pastores a otros y les confiaban el cuidado de
cultivar a los que ellos habían hecho crecer. Después de esto marchaban de
nuevo a otras tierras y otras naciones con la gracia y la ayuda de Dios”
Registraremos,
en primer lugar, los progresos realizados fuera del Imperio romano.
1. EN
EL IMPERIO SASANIDA
Hemos
encontrado ya, sólidamente implantada a comienzos del siglo IV, la primera de
estas iglesias exteriores, la de los sirios orientales de la Mesopotamia
sasánida. A lo largo del mismo siglo esta cristiandad crece y se desarrolla, a
pesar de las condiciones políticas cada día más desfavorables. Mal vistos por
parte de la autoridad irania en cuanto que rompen la unidad religiosa de sus
súbditos al adoptar una religión de origen extranjero, estos cristianos se
hacen todavía más sospechosos a partir del momento en que, con la paz de la
Iglesia y la conversión del emperador, el cristianismo aparece en cierta manera
como la religión oficial del Imperio romano. Poseemos el texto de una carta de
Constantino a su colega del otro lado del Eufrates, el Rey de reyes,
encomendando los cristianos a su benevolencia; la autenticidad de este texto
no está establecida; tampoco es seguro que Constantino diera un paso en este
sentido; pero no había necesidad de ello para que estas comunidades cristianas
resultasen a los ojos del soberano sasánida como una quinta columna al servicio
de Roma instalada en el corazón del territorio persa.
Ahora
bien, este siglo está dominado por el largo reinado de Shahpuhr II (309-379),
uno de los reyes más grandes de la dinastía, un soberano típicamente sasánida:
acérrimo enemigo de Roma, partidario decidido del mazdeísmo nacional. Durante
toda la segunda parte de su reinado, a partir del año 339-340, la minoría
cristiana fue objeto por su parte de una persecución violenta, encarnizada. Con
ella se buscó sistemáticamente desmantelar la estructura de la Iglesia
atacando especialmente a los miembros del clero, a hombres y mujeres que
hubieran hecho voto de virginidad: tres titulares sucesivos de la sede
episcopal de Seleucia-Ctesifón sufrieron martirio, a raíz de lo cual la sede
central hubo de quedar vacante durante casi cuarenta años (348-388
aproximadamente).
Cruelmente
diezmada, la iglesia “persa” se apoyó para sobrevivir en las otras comunidades
de lengua siriaca desde antiguo establecidas y florecientes en los distritos
de la Alta Mesopotamia sometidos a la autoridad romana (desde 297 y las
victorias de Galerio, la frontera del Imperio había avanzado hasta el otro
lado del Tigris). Conviene señalar el papel particularmente fecundo que
desempeñó la Escuela de los Persas establecida primero en Nisibe y replegada
desde 363 a Edesa tras el desastre sufrido por Juliano el Apóstata, escuela
famosa especialmente por la enseñanza del gran doctor san Efrén (aprox. 306-373).
Se
trata de una creación original que reunía los caracteres de un seminario
eclesiástico y de una universidad cristiana. En el Imperio romano el
cristianismo se había en cierta manera insertado en el árbol vigoroso de la
cultura clásica y utilizaba los servicios de las escuelas profanas, griega o
latina, únicas que existían; en esta Mesopotamia semita vemos aparecer por
primera vez un tipo de enseñanza superior organizada en función de las
necesidades de la vida de la Iglesia y que, dada en la lengua del país, viene a
favorecer el desarrollo de una cultura nacional.
Pasada
la tormenta, un obispo de esta región fronteriza, Márutá, de Maipherqat,
dirigió la reconstitución de la iglesia persa: miembro de varias embajadas
ante el cuarto sucesor de Shahpuhr II, Yezdegerd I (399420), encontró la mejor
acogida por parte de éste que, preocupado, sin duda, por la lucha contra las
usurpaciones del clero mazdeísta, adoptó resueltamente una política de
tolerancia frente a sus súbditos cristianos. Márutá pudo así reunir en
Seleucia, en 410, un concilio de unos cuarenta obispos que adoptó solemnemente
las decisiones dogmáticas y disciplinares del concilio de Nicea, estrechando
así su comunión con la iglesia de los “Padres occidentales”; por otra parte estableció
orden y jerarquía en toda la iglesia persa: una iglesia por parroquia, un
obispo por diócesis, un metropolitano por provincia; a la cabeza del conjunto,
el “gran metropolitano y jefe de los obispos”, el de Seleucia-Ctesifón (no
recibirá el título de katholikos hasta algo más tarde, hacia 421-456). Así
reconstituida, la iglesia del Imperio persa pudo prepararse para hacer frente
a las nuevas persecuciones que le reservaba el siglo V, y, entre tanto,
proseguir su actividad misionera: ya en 410 nos consta que había instalado
obispos en puntos tan remotos como las islas Bahrein en el golfo Pérsico y el
Khorassan, en dirección del Asia Central; se sabe que este esfuerzo se
extendería a través de todo el continente asiático para penetrar finalmente en
China en el siglo VII.
2.
ARMENIA
Desde
comienzos del siglo IV una segunda iglesia exterior empezó a desarrollarse al
norte de la precedente: la de Armenia. Manzana de discordia entre los dos
grandes imperios, Roma y el Irán, Armenia no cesó en el curso de los siglos de
pasar bajo la influencia, el protectorado de uno o de otro. Su conversión al
cristianismo merece ser evocada con cierto detenimiento porque presenta varios
rasgos característicos que volveremos a encontrar en otras partes: es la obra de
un hombre, un gran hombre, san Gregorio el Iluminador.
De
noble nacimiento, emparentado con la antigua familia real, fue desterrado,
bautizado, formado en la vida cristiana en país romano, en Cesárea de
Capadocia, adonde volvería más tarde para recibir las sagradas órdenes. De
regreso en Armenia, logró convertir al rey Tirídates (el acontecimiento se
sitúa de manera imprecisa hacia 280 ó 290); a partir del rey y de la
aristocracia, la religión nueva se extendió rápidamente por toda la nación; el
clero pagano, en un principio hostil, vino a convertirse en bloque, conservando
su rica dotación territorial. La iglesia armenia fue también sólidamente
organizada en torno a una sede central que ocupó naturalmente san Gregorio, y
después de él su dinastía (esta iglesia no adoptó el celibato, ni siquiera para
los obispos).
Una
conversión tan rápida no podía estar libre de inconvenientes. Tuvieron lugar
algunos intentos de vuelta al paganismo, conflictos entre el soberano y el
katholikos, y esto por razones tanto morales como políticas: si la adopción del
cristianismo había parecido a Tirídates un medio de establecer distancias
frente al monarca sasánida, en otros momentos se pudo temer que así podría
caerse en una dependencia demasiado estrecha frente al emperador, también
cristiano, de Constantinopla. Pero a medida que avanzamos en el siglo IV la
vida cristiana penetra más profundamente en el pueblo armenio; estos progresos
se debieron en particular a la acción perseverante de los grandes obispos
Nerses (364-374) y Shahak (390-420-439) que llevaron a su madurez la obra inaugurada
por su bisabuelo y tatarabuelo san Gregorio.
El
primero reúne en 365, en su residencia de Ashtishat, un primer concilio
nacional que da a esta joven iglesia las reglas disciplinares que necesitaba.
Durante el pontificado del segundo, en los primeros años del siglo V, el sabio
Meshrop dota a la lengua armenia de un alfabeto original, hace de ella una
lengua de cultura, cultura nacional, pero ante todo cultura cristiana, traduce
al armenio la Sagrada Escritura, comentarios y tratados patrísticos, y
especialmente la liturgia. Así, entre la nación armenia y su iglesia se logra
una síntesis que, a través de los siglos, resistirá a todos los asaltos: el
hecho podrá comprobarse perfectamente cuando, a partir de 450, el rey persa
Yezdegerd II quiera, en la línea de sus grandes predecesores Shahpuhr I y II,
trabajar por la expansión del mazdeísmo e intente en vano atraerse a Armenia.
3. LOS
PAISES DEL CAUCASO
Se ve
cómo en estas iglesias orientales la evangelización va unida a una evolución
cultural y a una promoción de las lenguas y del espíritu nacionales. Cuando,
avanzando hacia el nordeste de Armenia, el cristianismo llega a la Albania del
Cáucaso (el Azerbaidján de hoy), el mismo Meshrop vuelve a elaborar otro
alfabeto para que se pueda escribir en la lengua local y utilizar ésta en el
servicio de la Iglesia.
Volvemos
a encontrar los mismos fenómenos en otro foco de cristianización aparecido de
forma independiente, esta vez al noroeste de Armenia, en el seno de un pueblo
que los antiguos llamaban los iberos, la Georgia de nuestros días; como
Armenia, no cesó de verse disputado por la influencia o el protectorado bien
de los romanos (297, 370), bien de los reyes sasánidas (363, 378).
Esta
vez la conversión fue obra de una mujer. No es seguro que la historia haya
conservado su nombre; se la venera bajo los de santa Nino, es decir
—probablemente— “la monja”, o simplemente Christiana, “la Cristiana”. Era una
esclava, caída en manos de aquellos bárbaros durante una razzia en territorio
romano, que se impuso a la familia real de Georgia por la irradiación de su
piedad y las curaciones que obtenía con sus oraciones. Una vez convertido el
rey Mirian (el hecho tiene lugar sin duda hacia 330), la conversión del pueblo
siguió normalmente; se pide a Constantinopla un obispo y sacerdotes, se
organiza una iglesia, que pronto se hace autónoma. Aquí también es creado
totalmente o adaptado de una escritura anterior un alfabeto especial, el
khutsuri; sirve para fijar por escrito la lengua georgiana; se crea una
literatura nacional cristiana que comienza, naturalmente, por la traducción de
los libros santos y de los textos litúrgicos.
4. LOS
PAISES ARABES
Podemos
hablar también de una cierta penetración del Evangelio entre las tribus nómadas
de la franja desértica en la frontera del Imperio romano que gravitaban más o
menos en la órbita de éste. Con frecuencia es el prestigio de algún santo
monje que vive solitario en aquellos parajes lo que da lugar a la conversión
de esta o aquella tribu; así se cuenta de los sarracenos de la reina Mauwia y
de su obispo el monje Moisés para el que fue creada, hacia el año 374, la sede
de Farán en la península del Sinaí. Pero estas conversiones no llegan a ser
numerosas y no dieron origen aquí a verdaderas iglesias nacionales.
La
difusión del cristianismo fue todavía más esporádica en la Arabia propiamente
dicha. Los mercaderes romanos que visitaban los puertos del Mar Rojo pudieron
hacer algunos prosélitos, pero la embajada enviada hacia 350 por el emperador
Constancio al rey de los himyaritas (en el Yemen actual) para conseguir que
favoreciera a la misión cristiana no parece haber dado mucho fruto.
Desearíamos
conocer mejor la personalidad del embajador escogido por Constancio, Teófilo el
Indio, un curioso personaje originario de alguna isla lejana que
desgraciadamente nos es imposible situar con precisión: ¿Mar Rojo, Océano
Indico? Enviado, siendo todavía muy joven, como rehén al emperador Constantino,
había sido educado en país romano, convertido al cristianismo, promovido al
diaconado por Eusebio de Nicomedia y más tarde al episcopado por los miembros
de su partido. Se había adherido a la forma más virulenta del arrianismo, la
de los anomeos, que le dispensaban un gran honor y lo veneraban como taumaturgo.
Con motivo de su misión a la Arabia del Sur había visitado su isla natal y
otras regiones costeras del Océano Indico donde se dice que encontró cristianos
de más o menos estricta observancia. Pero todo esto resulta muy difícil de
precisar.
5. ETIOPIA
Mientras
tanto había nacido ya, al sur del Mar Rojo, otra iglesia, otra nación
cristiana, la de Abisinia. Se trata de uno de los éxitos más paradójicos y más
fecundos del apostolado del siglo IV. Dos jóvenes oriundos de Tiro, Fenicia,
Frumencio y Edesio, que habían acompañado a su preceptor en un viaje de
exploración, fueron los únicos que sobrevivieron a la matanza de su tripulación
por los indígenas de la costa de Somalia. Reducidos a esclavitud, vinieron a
parar en la corte del soberano de Etiopía que tenía entonces por capital Axum,
donde no tardaron en ocupar puestos de confianza, el primero como secretario y
el segundo como copero. Su favor creció más aún con la muerte del rey; la reina
les confió la educación de su o de sus hijos. Los jóvenes aprovecharon esta
ocasión para difundir en torno suyo la fe cristiana. Habiendo obtenido de su
discípulo, el rey Ezáná, permiso para volver a su país, Frumencio marchó a
poner al corriente al obispo de Alejandría,
entonces
san Atanasio, de las perspectivas de evangelización que ofrecía el reino de
Axum y le instó que enviara un obispo. Atanasio no pudo encontrar mejor
candidato que el mismo Frumencio (el acontecimiento es difícil de situar con
exactitud en la carrera de Atanasio, entre 328 y 356).
Puede suponerse
que una vez de regreso en el país como obispo, Frumencio vio acentuarse el
éxito de su misión, pero una profunda oscuridad envuelve la historia de los
primeros pasos de la iglesia abisinia. Parece cierto que el rey Ezáná acabó por
superar el estadio de una benévola tolerancia hacia el cristianismo y se
convirtió; pero es posible que algunos de sus sucesores volvieran al paganismo
y sólo más tarde, en el siglo V, puede considerarse la conversión oficial del
pueblo etiópico como definitivamente adquirida.
Igualmente,
aunque desde la primera mitad del siglo IV la lengua nacional, el ge’ez, adopta
una escritura derivada de un alfabeto sud-arábigo —escritura particularmente
precisa, pues es la única escritura alfabética semítica que nota completamente
las vocales—, sólo después de varias generaciones, como en Armenia, se realiza
el trabajo de traducción y de redacción que debía dotar a la iglesia etiópica,
como a las otras iglesias orientales, de una versión propia de las Escrituras,
de una liturgia y de una literatura cristianas.
Ordenado
por san Atanasio, Frumencio había establecido sólidamente su iglesia en la más
estricta ortodoxia nicena; el emperador Constancio intentará, pero en vano,
llevarla a la tendencia arrianista que entonces hacía él triunfar en el
Imperio. La gestión diplomática planeada en este sentido fue quizá uno de los
objetivos de la misión de Teófilo el Indio que se situaría así durante el año
356-7. El arrianismo tendría más éxito en otros círculos.
6. LOS
GERMANOS Y WULFILA
Los
movimientos de pueblos que culminaron en las grandes invasiones habían hecho
que un grupo de tribus germánicas, los godos, se instalaran a partir del siglo
in en las llanuras que bordean al Mar Negro, entre el Danubio y el Dnieper. Su
evangelización fue iniciada a partir de bases cristianas en Crimea o Dobrogea,
pero también aquí los resultados más decisivos se deben a la iniciativa de un
hombre, Wulfila, cuyo destino presenta numerosos rasgos comunes con el de los
grandes misioneros que acabamos de evocar.
Era el
hijo menor de unos cristianos oriundos de Capadocia capturados por los godos
en su incursión por Asia Menor en 257-8 y llevados cautivos al otro lado del
Danubio. Después de dos generaciones, Wulfila (su nombre germánico es
característico, pudiéramos tener aquí una mezcla de sangre) conocía
perfectamente la lengua y las costumbres del pueblo godo sin haber olvidado ni
el griego ni el latín, ni sobre todo el cristianismo. Desempeñaba las funciones
eclesiásticas de lector y sin duda había comenzado ya su apostolado cuando una
embajada enviada a territorio romano le facilitó ocasión de entrar en contacto
con las autoridades de la Iglesia. Pero era en tiempo de Constancio, en 341,
en el momento del concilio de las Encaenies, cuando triunfaba en Oriente la
reacción antinicena. Ordenado obispo por Eusebio de Nicomedia, se adhirió
naturalmente a la tendencia teológica entonces dominante; muerto, al parecer,
en 383 sin haber podido ser reintegrado a la ortodoxia bajo la influencia de
Teodosio, Wulfila y la iglesia fundada por él profesaron siempre el arrianismo,
en el sentido definido por el concilio homeísta de Constantinopla en 360, al
que por otra parte había asistido Wulfila.
Vuelto
a territorio godo, Wulfila desarrolló una intensa y fecunda actividad
misionera; adoptó un método análogo a los que acabamos de constatar casi en
todas partes: los caracteres rúnicos que poseían ya los germanos, pero de los
que sólo hacían un uso limitado, sobre todo mágico, son sustituidos por
Wulfila por un alfabeto más preciso. De él se sirvió para transcribir la
traducción que preparó de la mayor parte de los libros santos; han sobrevivido
restos importantes de esta biblia gótica, monumento insigne de la lengua
germánica. Wulfila acaba su carrera en la antigua provincia romana de Misia,
al sur del Danubio, donde se había retirado bien para huir de una de las
persecuciones que intentaron, aunque en vano, detener los progresos de la
religión cristiana entre los godos, bien para acompañar la instalación de una
fracción de ellos en territorio romano. Como se sabe, empujados por la presión
creciente de los hunos, los visigodos, seguidos más tarde de los ostrogodos,
hicieron irrupción en territorio romano para instalarse, primero en el norte de
los Balkanes y luego en Iliria, esperando avanzar más hacia Occidente.
Como se
recordará, el arrianismo había echado raíces profundas en el Ilírico desde los
tiempos del mismo Arrio, de Ursacio y de Valente; parece cierto que las
iglesias nacidas por la predicación de Wulfila encontraron aquí los elementos
intelectuales que les permitieron consolidar su tradición doctrinal.
Conservamos,
en efecto, pocos indicios de una literatura cristiana en lengua germánica
(fragmentos de un comentario a san Juan y de un calendario litúrgico); por el
contrario, es mucho más considerable y por otra parte de gran interés la obra
de los obispos arrianos de expresión latina, discípulos o sucesores de Wulfilu
como Auxencio de Durostorum, Paladio de Ratiaria (dos ciudades situadas en la
frontera del Danubio), o aquel Maximino que tuvo el honor de oponerse a san
Ambrosio en Milán, y más tarde, en Africa, a san Agustín.
Poco a
poco el movimiento de conversión se extendió y el cristianismo, una vez más
bajo la forma homeísta, se convirtió, por así decirlo, en la religión nacional
de la mayoría de los pueblos germánicos, y esto no sólo de los que habitaron
durante más o menos tiempo en el crisol de las llanuras del Bajo Danubio, sino
también de otros que estuvieron siempre bastante lejos de este foco original
como los vándalos, una de cuyas ramas, la de los silingos, se había establecido
en el país que todavía conserva su nombre, Silesia, antes de ponerse en marcha
en dirección de la frontera del Rhin.
De
todos los pueblos que debían sucesivamente invadir y conquistar las provincias
occidentales del Imperio romano, sólo los francos y una parte de los lombardos
habían escapado a este movimiento. El carácter herético de la profesión de fe
trinitaria de estas iglesias germánicas no debe hacernos olvidar la sinceridad
y la profundidad con que ellas vivieron su cristianismo. La adhesión de estos
pueblos a su religión nacional será también, como veremos, causa de grandes
dificultades y conflictos con sus súbditos católicos en los reinos creados por
ellos en el antiguo territorio del Imperio.
Puede
apreciarse, pues, la irradiación del cristianismo durante el siglo IV: del
Rhin al Cáucaso, del Mar Caspio a Etiopía, un inmenso arco de iglesias y de
cristiandades nuevas se despliega más allá de los países mediterráneos y jalona
el avance de la evangelización del mundo.
CAPITULO
XXII
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