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NICEA. LA VICTORIA CONTRA EL ANTICRISTO
CAPITULO
XX
ORIGENES
Y PRIMERA EXPANSION DEL MONACATO
Por muy
enconados que fueran estos debates, por muy grave que fuera su repercusión, no
se ha de imaginar que a lo largo de todo el siglo IV la Iglesia cristiana se
dejó absorber por este problema de la teología trinitaria. Durante estos
mismos años (310-41o), en efecto, asistimos a otras muchas manifestaciones de
la vitalidad de la Iglesia. Y en primer lugar, al surgimiento y rápida
expansión de una institución nueva : el monacato.
Hemos
de dar ahora un paso atrás y remontarnos a la época de Diocleciano. Si la
virginidad consagrada se remonta a los orígenes mismos del cristianismo, el
monacato, institución original que no se ha de confundir con la precedente (más
precisamente: no se ha de reducir aquélla a éste), viene, en cierta manera, a
realizar el relevo de la persecución, y esto tanto ideológica como
cronológicamente.
Mientras
la amenaza de las persecuciones conservaba su plena actualidad, era el martirio,
gracia suprema, lo que representaba normalmente la meta de la ascensión
espiritual de un alma cristiana llamada a la perfección. Pero llega la paz de
la Iglesia, y el cristianismo se ve acogido por el siglo, en cierta manera se
instala en él y a veces demasiado confortablemente. Piénsese en esos obispos
de corte fácilmente deslumbrados por el favor imperial y más bien poco
inclinados a revestir el estatuto del nuevo Imperio cristiano de un brillo
tomado de los resplandores de la ciudad de Dios escatológica. La avalancha de
conversiones a menudo superficiales o interesadas, tanto entre las masas como
entre la élite, debía acarrear necesariamente un relajamiento de la tensión
espiritual en el interior de la Iglesia.
En
estas condiciones se comprende que la huida del mundo apareciese como la
condición si no necesaria al menos la más favorable para llegar a la vida
perfecta. Es la idea que expresará más tarde, en los
ambientes
monásticos irlandeses del siglo VI, la curiosa distinción entre el martirio
rojo, el martirio sangriento de la persecución, y los martirios blanco o verde
a que conduce una vida de renuncia y mortificación.
Soledad,
ascesis, contemplación: el monacato cristiano actualiza, por su parte, uno de
los tipos ideales más profundamente arraigados en la estructura misma de la
naturaleza humana. La historia comparada de las religiones señala formas
equivalentes en las civilizaciones más diversas, India, Asia Central, China,
quizá también América pre-colombina; por el contrario, había estado ausente
hasta entonces —el dato es curioso— del Mediterráneo clásico. Una solución de
continuidad separa nuestro monacato de sus antecedentes judíos, esenios de
Qumrán, terapeutas de Alejandría descritos o idealizados por Filón; los
contactos que se ha pretendido establecer con algunos raros indicios
pertenecientes al Egipto ptolemaico se revelan inconsistentes al análisis.
Esta institución
aparece en Egipto a finales del siglo III; sus primeros representantes son los
solitarios o anacoretas. El estilo de vida que adoptan no es de suyo una
innovación: la anacóresis, literalmente la “subida al desierto”, en términos
modernos “hacer el maquis”, es el recurso común en el Egipto de este tiempo
para todos los que tienen fundada razón para huir de la sociedad, criminales,
bandidos, deudores insolventes, contribuyentes perseguidos por el fisco,
asociales de toda especie: durante la persecución hubo fieles que pudieron
recurrir a este expediente (tal fue el caso de los abuelos de san Basilio); el
monje lo escoge por motivos de orden espiritual.
I. SAN
ANTONIO, EL PADRE DE LOS MONJES
El
monacato hace su entrada en la historia con san Antonio, el “padre de los
monjes”, muerto más que centenario en 356 (el desierto asegura la longevidad).
Historia e historia literaria son a menudo inseparables; no se puede aislar
del hombre mismo la biografía que le consagró el gran san Atanasio. Escrita, sin
duda, alrededor de 360, traducida pronto y por dos veces al latín, ejerció una
influencia considerable y contribuyó no poco a la difusión del ideal nuevo y a
suscitar vocaciones : su lectura interviene en un momento decisivo de la
conversión de san Agustín que nos atestigua en sus Confesiones el trastorno que
podía suscitar su lectura en él mismo o en algunos de sus contemporáneos.
Cuadro
y relato a la vez, esta monografía nos presenta a san Antonio como un
labrador egipcio de origen modesto, prácticamente iletrado: frente al orgullo
de los intelectuales, recientemente convertidos, que trasladaban al interior
del cristianismo la tradición aristocrática de sus maestros paganos, el
monacato va a reafirmar, como hará más tarde el franciscanismo en el siglo XIII,
esa primacía de las almas sencillas que constituye uno de los aspectos
esenciales del mensaje evangélico.
Cristiano
de nacimiento y ya piadoso, Antonio se convierte a la vida perfecta hacia los
dieciocho o veinte años, un día en que, entrando en la iglesia, oye leer las
palabras del señor al joven rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo
que tienes, repártelo a los pobres, ven y sígueme.” El monje es ante todo un
cristiano que toma en serio y sigue a la letra los consejos del Evangelio.
Rompiendo
todo lazo con el mundo, Antonio se consagra a la vida solitaria. Su larga
carrera se divide en tres etapas, siempre en busca de un aislamiento más
completo. Primeramente se establece en las cercanías inmediatas de su pueblo
natal para poder aprovechar los consejos de un anciano más experimentado (este
punto es esencial: la vida del solitario es una dura escuela y no se aprende
sin maestro), luego, durante casi veinte años, en un fortín abandonado (los
romanos habían jalonado de construcciones de este tipo las pistas entre el Nilo
y el Mar Rojo), y finalmente se interna todavía más en el desierto.
La vida
que lleva aparece al principio como una vida de penitencia y de ascesis cada
vez más rigurosas. De esencia muy distinta a la ascesis de los platónicos o
de los gnósticos, el ascetismo cristiano tiene su origen en esta observación de
la experiencia a que tanto aluden los Padres de la Iglesia —la encontramos
formulada casi bajo los mismos términos por la pluma de Clemente de Alejandría
y la de san Agustín—: “El que se concede todo lo que está permitido llegará
pronto a dejarse llevar y cometer lo que no está permitido”. Naturalmente todo
depende del contexto de civilización: los primeros monjes egipcios, rudos
campesinos coptos, partían de un nivel de vida tan bajo que su ardor en
reprimir la concupiscencia los llevará frecuentemente a excesos para nosotros
desconcertantes en la privación de confort, de alimentos y de sueño. De una
manera u otra, el problema es llegar al perfecto dominio de las pasiones, lo
que el teorizante del desierto, Evagrio el Póntico, intentará designar
recurriendo a una palabra desgraciadamente equívoca, apatheia.
Esta
ascesis no se limita a un cierto aspecto interior, psicológico; el solitario
marcha al desierto para enfrentarse allí con las fuerzas del mal y muy
concretamente con el demonio, sus tentaciones, sus asaltos. De ahí el lugar que
ocupan en la Vida de Antonio esas “diabluras” que, tras haber divertido la
imaginación de un Breughel, han escandalizado con frecuencia a los lectores
modernos, pero cuyo contenido teológico profundo es preciso descubrir más allá
de la fábula narrativa.
Trabajo
manual, vigilia y oración. “Orad sin cesar”, decía san Pablo; “vigilad y
orad”, recomienda el Señor en el Evangelio. El monje, como siempre, toma con
toda seriedad estos consejos y quisiera poder realizarlos a la letra, llegar en
el límite a una vida semejante a la de los ángeles. De ahí el
papel que desempeña en su vida la lectura o más bien el recitado de los
Salmos, de las Santas Escrituras (normalmente aprendidas de memoria) repetidas
y meditadas sin cesar. La oración se prolonga en contemplación, y ésta a su vez
abre el camino a una experiencia más alta: la ascesis cristiana, en efecto,
salvo desviación o exceso, no constituye un fin en sí misma, sino prepara y
orienta al hombre entero a una experiencia mística y se subordina a ésta como
el medio al fin.
A los
ojos de los paganos del siglo IV (por no decir nada de los paganos modernos)
el monje aparecía como un loco víctima de la misantropía, olvidado de que el
hombre está hecho para la sociedad y la civilización: tales son los términos de
que se sirve Juliano el Apóstata. Pero no, el monje sigue siendo un hombre y
lleva consigo al desierto toda la humanidad; sigue siendo cristiano y se
siente solitario con la Iglesia entera.
Es
significativo el hecho de que san Antonio sólo salió del desierto y marchó a
Alejandría dos veces en su vida; la primera durante la persecución de
Diocleciano para sostener el ánimo de los confesores exponiéndose él mismo al
martirio; la segunda en lo más enconado de la polémica arriana para llevar al
episcopado el apoyo de su prestigio personal y ayudarle en la defensa de la
ortodoxia. Queremos subrayar esta alianza del profetismo y el sacerdocio que
encuentra su expresión simbólica en el hecho de que sea el mismo Atanasio,
obispo y doctor, quien se sintiese inclinado a hacerse el historiador de san
Antonio y el propagandista de la institución monástica.
Conviene
igualmente subrayar la importancia de la función propiamente eclesial
desempeñada por los monjes y por san Antonio en primer lugar. Vemos a éste
internarse en el desierto a la conquista de un objetivo en apariencia puramente
personal, su perfección propia, la santidad; pero esta santidad que Dios
confirma con la concesión de carismas posee una irradiación propia y actúa
sobre los demás cristianos como un polo de atracción y un fermento. Paradoja o
efecto transformador, el solitario atrae en masa a los visitantes
(encontraremos de nuevo este hecho al hablar de las peregrinaciones) que se
llegan a pedirle la ayuda de sus oraciones, la curación de enfermedades del
alma y del cuerpos, consejos, un ejemplo. Unos regresan edificados y consolados
y entran de nuevo en el siglo; otros, contagiados por el ejemplo, se instalan
a su lado y, poniéndose bajo su dirección, se esfuerzan a su vez por imitar su
género de vida.
Así, ya
en vida de san Antonio y cada vez más después de su muerte, el monacato se
extiende por todo el mundo cristiano, enriqueciendo el cuerpo de la Iglesia con
una nueva forma de vocación a la santidad; naturalmente se fue operando también
una diversificación. Sin rebasar los límites del siglo IV podemos distinguir
cuatro variedades de institución monástica, cada una de las cuales corresponde
a una etapa de su desarrollo:
2. LAS
AGRUPACIONES DE ANACORETAS
Esta es
la forma más antigua y más elemental de organización: los discípulos que vienen
a formarse en la escuela de un santo anciano se construyen cada uno su celda en
las proximidades de la suya; su número puede llegar a ser más o menos grande;
surgen todas las combinaciones posibles entre soledad y vida común: en
principio cada monje vive, trabaja y medita solo en su celda; se congregan
todos para la oración en común, bien cada día a las horas señaladas (muy pronto
se esbozó lo que vino a ser el oficio monástico), bien cada semana para la
liturgia solemne del sábado y del domingo, o con menos frecuencia aún si se
trata de los que son juzgados dignos y capaces de una anacóresis más total.
Tal es
el sistema que se esboza ya en vida de san Antonio, cuando la insistencia de
sus hijos espirituales viene a imponérsele en dos ocasiones a pesar de su
deseo de soledad. Desde el Medio Egipto en que había nacido y vivido san
Antonio, el movimiento se extiende por todo el Egipto, al sur en la Tebaida, al
norte en las orillas del Delta, en estado salvaje debido al abandono, o en sus
inmediaciones; la agrupación más célebre (que ha subsistido hasta nuestros
días) es la del desierto de Escitia y de Wadi-n-Natrún al oeste del Delta.
Fundada
hacia 330 y hecha famosa por el gran Macario, Escitia acogió, desde 382 hasta
su muerte en 309, al curioso personaje que fue Evagrio el Póntico. Lector de
san Basilio en Cesárea, diácono de san Gregorio de Nacianzo al que siguió a
Constantinopla donde adquirió renombre en la predicación, Evagrio, a pesar de
este doble patronazgo, era un teólogo de ortodoxia dudosa. Discípulo de
Orígenes, desarrolla con predilección y exagera hasta la herejía las tendencias
más discutibles de su maestro, justificando así las condenaciones postumas de
que será objeto este origenismo desde finales de este siglo IV y más tarde en
el VI. Su doctrina espiritual, por el contrario, nutrida de toda la
experiencia acumulada por los grandes solitarios, posee un valor excepcional y
ejercerá una profunda influencia; los intelectuales eran raros en el desierto:
la misión histórica de Evagrio fue sistematizar esta enseñanza y elaborarla en
un cuerpo de doctrina.
La
sabiduría de los monjes de Egipto nos ha sido transmitida también bajo una
forma más directa en las sabrosas colecciones de Apophthegmata donde toda una
espiritualidad se resume en una anécdota de varias líneas, una frase, a veces
tres palabras —como este lema del santo abad Arsenio, tan expresivo en el
original griego—: “Huye, calla, vive en paz”. O también en esos grandes
reportajes en que algunos viajeros nos han conservado las conversaciones que
tuvieron con uno u otro de los grandes solitarios. Los tres más célebres son la
Historia de los monjes escrita hacia el 400, obra de un autor anónimo cuyo
viaje se sitúa en 394395 y que se difundió en latín por la traducción
amplificada de Rufino de Aquilea; la Historia Lausiaca del obispo gálata
Paladio (419-420; su estancia en Escitia se remonta a 388-399); las Collationes patrum y De institutes coenobiorum, redactados al fin de su vida
en Marsella hacia el año 420 por el monje de origen rumano Juan Casiano y que
incorporan los recuerdos de una larga estancia en el Bajo Egipto treinta o
cuarenta años antes. Todas estas obras reflejan muy directamente la enseñanza
recibida de Evagrio en Escitia, las dos primeras abiertamente, la otra, la de
Casiano, con una prudente discreción.
3. EL
CENOBITISMO PACOMIANO
Aunque
bien adaptada al temperamento egipcio, esta forma de organización, todavía
demasiado laxa, encerraba no pocos peligros, tanto desde el punto de vista
espiritual (favoreciendo el individualismo), como desde el material (a partir
del momento en que el número de monjes se hacía demasiado elevado). Con san
Pacomio aparece otro tipo de monacato que, por reacción, pondrá el acento en la
“vida común”, koinos bios —el cenobitismo—. Después de haberse ejercitado
durante siete años en la vida solitaria, en 323 funda su primera comunidad en
un pueblo abandonado, en Tabennisi, Alto Egipto.
Esta
comunidad se desarrolló pronto y recibió de su fundador una estructura
sólidamente construida: una regla, en primer lugar. Fue la primera regla
monástica propiamente dicha, cuyos 192 artículos determinaban con precisión el
ritmo de la vida diaria del monje, el trabajo, la oración en común, la
disciplina. Cerrado por una valla, el monasterio de Pacomio comprendía, con la
capilla y sus dependencias, una serie de casas que albergaban a una veintena de
monjes bajo la autoridad de un abad asistido por un adjunto; tres o cuatro
casas formaban una tribu, y el conjunto obedecía a un superior que, con su
asistente, aseguraba la dirección espiritual de la comunidad y la buena marcha
de los servicios generales, necesariamente bien montados (panadería, cocina,
enfermería, etc.), para cuyo buen funcionamiento las diversas casas delegaban
cada semana el número de monjes necesarios.
Ante el
éxito encontrado por su iniciativa, san Pacomio hubo de crear pronto un segundo
monasterio del mismo tipo en otro pueblo abandonado de la vecindad, Pebou.
Siguieron otras fundaciones; a su muerte, en 346, san Pacomio había establecido
nueve conventos de hombres y dos de mujeres, de los que el primero fue fundado
hacia 340 cerca de Tabennisi por su propia hermana María. La expansión
continuó bajo sus sucesores, extendiéndose por todo Egipto; a finales de siglo
encontramos un monasterio pacomiano instalado en las mismas puertas de
Alejandría, en Canopos: el célebre monasterio de la Penitencia, Metanoia.
El
conjunto de estos conventos formaba una congregación bajo la autoridad de un
superior general instalado en Tabennisi y más tarde en Pebou; éste nombraba los
superiores de cada monasterio; un capítulo general los reunía en torno a él
dos veces al año, en Pascua y el 13 de agosto; en particular debían rendir
cuentas entonces de la buena marcha de su monasterio ante el ecónomo general
que asistía al superior en la gestión de los asuntos que interesaban al
conjunto de la congregación.
La
importancia del aspecto económico de esta institución no cesa, en efecto, de
crecer a medida que se desarrolla: los monasterios pacomianos llegan a
agrupar miles de monjes, decenas de miles quizá. Para la agricultura egipcia
constituían una aportación nada despreciable de mano de obra temporal: se les
veía salir en cuadrillas al tiempo de la cosecha y extenderse por el valle del
Nilo donde, en algunos días, recogían lo suficiente para asegurar durante todo
el año la subsistencia de la comunidad y los recursos necesarios para su
actividad caritativa.
La obra
de san Pacomio aparece animada de un notable espíritu de prudencia y
moderación, pero semejante desarrollo numérico fue ciertamente la causa que
impulsó después a otros animadores del monacato a insistir en la severidad de
su regla, a acentuar hasta el exceso el rigor de la disciplina. Tal fue el caso
particular del fogoso Shenute a quien encontramos a la cabeza del monasterio
Blanco, siempre en Alto Egipto, a partir de 388.
4. LA
COMUNIDAD DE SAN BASILIO
Durante
toda la Antigüedad cristiana Egipto no cesará de aparecer como la tierra de
elección del monacato; sin embargo, éste no quedó confinado en el país del
Nilo. Aunque nos sea difícil fechar con exactitud las primeras etapas de esta
expansión, pronto vemos la nueva institución difundirse poco a poco por todo
el Oriente. En Palestina desde comienzos de siglo con san Hilarión de Gaza;
puede situarse hacia 335 la fundación del monasterio de san Epifanio, nombrado
en 367 obispo de Salamina en Chipre y que, hasta su muerte en 403, desempeñará
en la Iglesia el papel, sin duda necesario aunque ingrato, de exterminador de
herejías.
Igualmente
en Siria, sobre todo en las regiones más o menos desérticas de las
proximidades de Antioquia; luego en Asia Menor donde el iniciador fue Eustacio,
promovido hacia 356 para la sede de Sebaste en la Armenia romana, personaje
complejo que se vio implicado en las polémicas trinitarias de la época sin
hablar de las que suscitó el ardor, a los ojos de algunos indiscretos, de su
propaganda ascética. El movimiento acabó por llegar, un poco tarde es cierto,
a la misma Constantinopla donde el sirio Isaac fundó en 382 un primer
monasterio, el de Dalmato, del nombre de su segundo abad.
Un
progreso decisivo fue realizado por san Basilio que hacia 357, apenas recibido
el bautismo, abrazó la vida monástica y, tras un viaje de información que lo
llevó hasta Egipto, se estableció en una propiedad de la familia de Annési, en
las montañas del Ponto. Procuró agrupar en torno suyo a algunos amigos, entre
ellos a san Gregorio de Nacianzo; pero no pudo retener mucho tiempo a éste,
demasiado instable psicológicamente para fijarse de modo tan radical; no
obstante, poco a poco logró reunir una verdadera comunidad que debía servir de
modelo a muchas otras.
Si la
carrera monástica de san Basilio personalmente fue muy breve (ordenado
presbítero para Cesárea de Capadocia se establece allí definitivamente en 365,
ascendiendo en 370 al trono metropolitano), su papel histórico no fue menos
considerable gracias a su obra de organizador y de legislador: las reglas
monásticas que redactó, y cuya irradiación debía de ser muy grande, aportaban
efectivamente una concepción en cierto sentido bastante nueva de la institución
monástica.
Deliberadamente
se ponía el acento ahora en la vida de comunidad, concebida como el marco
normal para el desarrollo de la vida espiritual. El anacoreta desaparecía un
poco en el horizonte; frente a los ejemplos heroicos del Antiguo Testamento tan
del agrado de los primeros solitarios —la vocación de Abrahán, la ascensión de
Elias— san Basilio presenta como ideal el cuadro de la vida de los primeros
cristianos de Jerusalén según nos la describen los Hechos de los Apóstoles. De
ahí ese insistir en la obediencia, en el deber de renunciar a la voluntad
propia, en el confiado abandono en las manos del superior.
5. SAN
JERONIMO Y LA PROPAGANDA ASCETICA EN EL AMBIENTE ROMANO
También
al Occidente le llegó su turno. Ya durante su destierro en Tréveris y luego en
Roma san Atanasio comenzó a dar a conocer la existencia del monacato; pero es
sobre todo el nombre de san Jerónimo el que merece ser subrayado aquí. Después
de tres años de formación en el desierto de Calcis, cerca de Antioquia
(377-377), había venido a instalarse en Roma a la sombra del papa Dámaso. Su
propaganda en favor del ideal ascético encontró un éxito extraordinario,
especialmente entre un cierto número de mujeres, viudas o vírgenes,
pertenecientes a la más alta aristocracia senatorial.
Exito
que tuvo su contrapartida: como toda innovación en la vida de la Iglesia, el
monacato despertó al hacer su aparición en Roma no pocas reticencias; de ahí
las discusiones en que la vena de polemista de san Jerónimo tendrá más de una
vez ocasión de ejercitarse (y de la que sabrá aprovecharse la teología
cristiana, trátese de mariología, del matrimonio o de la virginidad); de ahí
también no pocas tempestades.
San
Jerónimo se vio obligado a abandonar Roma en 385; pronto se le unieron varias
de sus dirigidas. Tras la obligada peregrinación por Siria y Egipto, san
Jerónimo se establece en Belén junto al monasterio fundado bajo la dirección de
una de sus discípulas, santa Paula, a la que sucederá su propia hija Eustoquia.
Muy cerca, en Jerusalén, se había establecido otra gran dama romana, santa
Melania la Antigua, que había fundado igualmente un convento de monjas latinas
cuyo capellán era Rufino de Aquilea, cuasi-compatriota y viejo amigo de san
Jerónimo; pero éste vendría más tarde a indisponerse lamentablemente con él
con ocasión de la polémica origenista despertada por aquel inquieto Epifanio
(393-402).
6. MONASTERIOS
EPISCOPALES DE OCCIDENTE
No
obstante, el monacato continuaba extendiéndose en Italia (lo encontramos floreciente
en torno a san Ambrosio, en Milán), en Africa, en España, en la Galia: hacia
360 san Martín se establece en Ligugé cerca de Poitiers. Este primer monacato
latino se alimenta muy directamente de las fuentes orientales: peregrinaciones
y visitas a los ascetas de Egipto, traducciones de vidas de monjes, de
Apophthegmata y de reglas; san Jerónimo traduce la de Pacomio, Rufino las de
Basilio. El monasterio de Lérins que, san Honorato funda hacia 400 en la costa
de Provenza es un buen ejemplo de esas comunidades todavía muy cerca de sus
modelos egipcios; en gran parte para este ambiente, Juan Casiano, fundador a su
vez de dos monasterios en Marsella, escribirá, como hemos visto, sus Recuerdos
de Egipto.
Algo
muy diferente y mucho más original aparece por primera vez con Eusebio, obispo
de Vercelli en el Piamonte, a partir de 345; ardiente defensor de la ortodoxia
nicena, será desterrado por ello por el emperador Constancio en 355, y esto le
dará ocasión de visitar el Oriente donde entrará en estrecha relación con
Evagrio de Antioquía, el segundo traductor de la Vida de san Antonio. Sin
dejar de ser obispo, Eusebio quiso ser también monje, y agrupó en torno suyo a
los miembros de su clero para llevar en comunidad con ellos una vida de tipo
ascético.
Otros
obispos lo imitarían a su vez; tal fue el caso, en Africa, de san Agustín. Este
había abrazado el estado monástico al mismo tiempo que pedía el bautismo, pero
la primera comunidad que había agrupado en torno suyo a su regreso a su ciudad
natal de Tagaste (388) poseía un carácter más original aún y no lograría
subsistir. Era un monasterio de intelectuales donde el trabajo científico y
filosófico debía ir a la par con la vida religiosa, realizando así en el plano
cristiano el sueño, acariciado ya por Plotino, de una comunidad de pensadores.
Cuando
fue llamado a formar parte del clero de Hipona (391), san Agustín renunció sin
duda a este hermoso sueño de una vida de soledad y de tranquila meditación,
pero no a su vocación ascética. Siendo presbítero reunió junto a sí un cierto
número de clérigos; pocos años más tarde (395), consagrado obispo, organizó un
monasterio episcopal imponiendo a todo su clero la renuncia monástica y
particularmente el voto de pobreza: algunos de sus sermones nos revelan con qué
vigilancia procuraba que fuese rigurosamente respetado.
De modo
muy semejante aunque con ligeras diferencias, san Martín, arrancado de la
soledad al ser nombrado obispo de Tours (370-1), no había renunciado a la vida
que llevaba en Ligugé, tanto para sí como para sus discípulos. Y así reunió
también una comunidad bajo su dirección, si no como las precedentes en la misma
ciudad episcopal, al menos muy cerca de ella, en Marmoutiers. Como la de
Hipona, de la que saldría una docena de obispos, fue ésta un centro de
formación eclesiástica que irradió por toda la región. Estas creaciones, que no
fueron las únicas (se podría mencionar la acción análoga de san Paulino de
Nola en Campania, de san Victricio de Rouen en la Galia del Norte), tuvieron
grandes consecuencias para el porvenir, abriendo el camino a las futuras
comunidades de canónigos regulares y a esa interpretación, tan característica
de la iglesia de Occidente, entre la vida del clero secular y las exigencias
del estado monástico.
CAPITULO
XXI
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