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CAPITULO XXV
ROMA Y CONSTANTINOPLA
El
punto de vista occidental (1204-1439)
Contra
la voluntad expresa de Inocencio III, los cruzados abandonaron su camino para
dirigirse a Constantinopla. El papa se alarmó al saber que se habían apoderado
de la ciudad (1203). La razón oficial de este proceder fue la entronización de
Alejo IV Angel, el pretendiente exiliado. La ceremonia se realizó, en efecto.
Pero antes de que el papa y los monarcas europeos se hubieran podido adaptar a
la nueva situación —es decir, a la unión entre Oriente y Occidente prometida
por Alejo— el nuevo emperador fue asesinado en un motín. En su lugar fue
entronizado uno de los conspiradores. Esto provocó otro asalto de los cruzados
contra la ciudad (1204). Esta vez la conquista fue acompañada de saqueos,
sacrilegios, destrucciones y crímenes de toda especie. Los vencedores pusieron
en el trono de Oriente a Balduino de Flandes, creando así un Imperio latino.
Sin embargo, existía un emperador griego, Teodoro Lascaris, yerno de Alejo III,
que estaba instalado en Nicea. Esta ciudad, así como Trebisonda y el Epiro resistieron
el ataque de los invasores. Teodoro fue de un lado a otro para reunir los
fragmentos más importantes del Imperio de Oriente. Pero Macedonia, Tesalia,
Grecia y las islas fueron ocupadas pronto por aventureros que sólo buscaban un
botín material.
Balduino
se apresuró a comunicar al papa su elevacción al trono y a jurarle fidelidad.
Inocencio, que no sabía nada del saqueo de Constantinopla, recibió la noticia
con entusiasmo: esperaba el rápido retorno de la Iglesia griega a la obediencia
de Roma. Aunque se escandalizó al enterarse de la conducta bárbara y vergonzosa
de sus cruzados, era flexible de carácter y hombre de su época. La perspectiva
de un Imperio latino de Oriente le parecía acorde con la voluntad de Dios y
resultado feliz de su propia actuación. Es cierto que su Cruzada había escapado
a su control e incluso había cambiado de naturaleza. Tras haber atacado y
destruido una comunidad cristiana muy importante y civilizada y haber derribado
a su dinastía, los cruzados de Oriente se convirtieron en ocupantes:
gobernaban unas regiones que poco antes habían pertenecido al emperador de
Bizancio. No parece que el papa comprendiera el significado de estos siniestros
presagios. Tras de los primeros choques, el Imperio latino se portó mejor de lo
que podía esperarse, dado el bandidaje sobre el que estaba fundado. El
patriarca latino y los países balcánicos en general entraron en la esfera de
influencia del papa. Inocencio III se dedicó totalmente a proteger la Iglesia y
sus dominios de todo saqueo y de las eventuales confiscaciones. Pero la Iglesia
ortodoxa no había muerto. El patriarca de Nicea y el emperador griego tenían
más poder real y mayor importancia que los latinos de Constantinopla.
Inocencio habría actuado con sabiduría si hubiera buscado un arreglo con la
Iglesia real de Oriente. En vez de esto, trató de unir fuertemente con Roma al
patriarca latino y a los obispos dependientes de él. Sin embargo, mostró sus
cualidades de hombre de Estado formulando exigencias doctrinales y litúrgicas muy
moderadas. Pero, como casi todos sus contemporáneos, no quiso tratar con los
griegos, a menos que éstos capitulasen sin condiciones en los puntos doctrinales
y disciplinares controvertidos y reconociesen el Imperio latino como hecho
consumado. Estas exigencias eran totalmente inaceptables para la masa de cristianos
griegos cultos. Por este camino no podían mejorar las perspectivas de unidad.
Honorio
III y Gregorio IX continuaron la política de Inocencio III apoyando al Imperio
latino. Veían en él una base esencial para toda cruzada futura. Conservaron
igualmente una actitud hostil respecto al emperador griego de Nicea. Por su
parte, los griegos esperaban con impaciencia la expulsión de los latinos y
mantenían firmemente sus tradiciones. Pero consideraciones políticas les
llevaron a entablar negociaciones con Roma. Inocencio IV, político más prudente
que sus dos antecesores, comprendió que el Imperio latino no tenía porvenir.
Comenzaron las negociaciones con vistas a la reunificación. Inocencio deseaba ofrecer
más concesiones que todos los papas que le habían precedido o le sucedieron.
Las dos Iglesias debían tener los mismos derechos sobre Constantinopla. Se
iba a celebrar en Oriente un concilio general. Cuando el acuerdo parecía
inminente, murió Inocencio IV. Unos años después, Miguel Paleólogo, fundador de
una gran dinastía, llegó al poder en Nicea (1259) y reconquistó Constantinopla
(1261). Preocupado por consolidar su posición, el nuevo emperador hizo
continuas tentativas para reanudar las negociaciones con Roma. Al fin, Urbano
IV respondió favorablemente. Pero, como todas las ulteriores relaciones entre
Oriente y Occidente, estas negociaciones fueron más políticas que religiosas:
ambas partes las motivaron y condujeron sin referencia a las ideas de la
Iglesia ortodoxa, que seguía oponiéndose firmemente a la dominación latina y a
toda concesión en materia de ritos y formas litúrgicas.
Por
parte latina, esta atmósfera de armonía política se disipó cuando subió al
solio pontificio Gregorio X (1271-1276), el papa más espiritual del siglo XIII,
exceptuado Celestino V. Su pontificado presenta ciertas analogías con el de
Juan XXIII. Gregorio deseaba reformar la Iglesia, reunificar la cristiandad y
restablecer el control cristiano sobre Palestina. El segundo objetivo se
ordenaba probablemente a conseguir el tercero. Con este espíritu convocó en
1274 el Concilio de Lyon. Miguel VIII Paleólogo deseaba igualmente la
reunificación, pero sus miras eran primariamente políticas. A sus ojos, la
protección pontificia parecía la única defensa contra los proyectos ambiciosos
de Carlos de Anjou, rey de
Nápoles. Este los puso pronto en práctica para obstaculizar la política
pontificia. Por su parte, el emperador empleó todos sus recursos para reducir
al silencio a su clero. No estuvo representado en Lyon más que por el ex-patriarca
de Constantinopla y por otro prelado, los cuales prometieron obediencia al papa
en nombre del emperador y en su propio nombre y, excepto una vez, cantaron el
credo con el Filioque. Eran sólo vanas apariencias. El emperador había
tomado precauciones contra Carlos de Anjou. Pero cuando, dos años después,
murió Gregorio X, su actitud espiritual no fue imitada. El rey de Nápoles
recobró toda su influencia sobre la política pontificia y las fuerzas vivas de
la ortodoxia comenzaron de nuevo a protestar en Constantinopla. Surgieron
recriminaciones de ambos lados. Al cabo de siete años, la Unión fue rota por
Andrónico II, y Martín IV excomulgó al emperador. En el siglo xiv, obligados
por las vicisitudes políticas, los emperadores de Oriente trataron de reanudar
las relaciones con Roma. Estas diversas tentativas pertenecen a la historia
bizantina más que a la pontificia. En el siglo xv se hicieron más apremiantes
y fueron tomadas en consideración por el Concilio de Basilea y, sobre todo,
por Eugenio IV; éste alegó que los griegos solicitaban un encuentro en Italia y
trasladó el concilio a Ferrara, y luego a Florencia, con la esperanza —prácticamente
justificada— de dar nuevo prestigio al papado realizando la unión de las
Iglesias, que el Occidente deseaba más sinceramente que nunca. El emperador
Juan VIII fue en persona a Florencia. Un número considerable de obispos y de
teólogos bizantinos tomó parte en una serie de debates sobre los puntos
controvertidos en teología, ritos y disciplina. Actuaron como padres conciliares
con idénticos derechos que los latinos. El principal objeto de discusión fue el Filioque. Gracias a su cultura nueva, los eruditos y los teólogos
occidentales hicieron una brillante demostración de controversia patrística y
escolástica. Los bizantinos quedaron vencidos por la presión política y por la
habilidad de los occidentales en las disciplinas escolásticas. Incluso algunos,
entre ellos Besarión, que fue después cardenal, se convencieron sinceramente de
la verdad de las tesis católicas. Finalmente, el 6 de julio de 1439, la bula de
unión fue firmada por todos los delegados bizantinos presentes, exceptuado
Marco-Eugenio. Para los griegos no se trataba de un acto de sumisión a Roma,
sino simplemente de reconocer que la opinión occidental no era herética. La
unión fue censurada en seguida por los monjes y por la mayoría del pueblo de
Constantantinopla y sus alrededores. Muchos de los signatarios se
retractaron; aunque el emperador se mantuvo firme, los sucesos trágicos de los
quince años siguientes privaron de todo significado a la unión. Unos meses
después del concilio quedó también sin efecto el acuerdo con la Iglesia
armenia. Sin embargo, un gran número de cristianos de Oriente, en Ucrania,
Transilvania y otros lugares, quedó unido a Roma y de él descienden varias de
las Iglesias uniatas que existen todavía hoy.
El punto
de vista oriental.
Los
historiadores han evaluado diversamente la importancia exacta de los sucesos de
1054. Es posible que tal hecho se deba a que los autores posteriores al siglo
XII interpretaron el conflicto entre Cerulario y el papado como una ruptura
definitiva entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente. Pero hoy es difícil
compartir esta concepción. Si se aplicase un criterio puramente formal, podría
decirse que el cisma comenzó cuando el nombre de los papas dejó de mencionarse
en los dípticos de la Iglesia de Constantinopla, hecho que ocurrió desde 1009.
Sin
embargo, en 1089 un sínodo de la Iglesia de Constantinopla declaró que esta
omisión se había debido a un error. Más importante es el hecho de que, después
de la conquista de Antioquia por los cruzados en 1098, hubo en esta ciudad
dos jerarquías rivales: la griega y la latina. Pero si el patriarcado de Antioquia estuvo
dividido desde 1100, en Jerusalén no ocurrió esto hasta 1188, fecha en la que
el patriarca ortodoxo local no quiso reconocer ya al patriarca latino. La
opinión pública de los dos campos no pensaba que los sucesos de 1054
constituían un cisma definitivo. Es cierto que no se levantaron las excomuniones
pronunciadas ese año (para eso las Iglesias han esperado hasta 1965); pero hay
que recordar que se trataba de excomuniones personales que no concernían a las
Iglesias como tales. También es cierto que la hostilidad mutua aumentó sin
cesar durante el siglo xii, debido
a la agresión normanda contra los países bálticos, el imperialismo de las
ciudades mercantiles de la costa italiana y, sobre todo, a las Cruzadas. Sin
embargo, en Oriente y en Occidente la mayoría de los cristianos y los más
notables hombres de Iglesia creían todavía en una cristiandad una e
indivisible. En los últimos años del siglo XI, Teofilacto, arzobispo de Bulgaria,
uno de los eruditos bizantinos más ilustres de la época, reprochó vivamente a
sus compatriotas el calumniar las costumbres de la Iglesia latina. «Yo no creo
—escribía— que los errores de los latinos sean numerosos ni que motiven un
cisma». Teofilacto opinaba incluso que el Filioque, único dogma
occidental que desaprobaba resueltamente, era imputable «menos a la malicia que
a la ignorancia», ignorancia que procedía de que la lengua latina no era
suficientemente rica para expresar todas las sutilezas del pensamiento.
También en la cristiandad latina se oyeron voces que clamaban por la paz. A
principios del siglo xn, san Bruno de Segni, abad de Montecassino, escribía a
la comunidad benedictina de Constantinopla: «Tenemos por cierto y creemos
firmemente que, a pesar de las diferencias de costumbres entre las Iglesias,
hay una sola fe, indisolublemente unida a la cabeza, que es Cristo, el cual es
también uno y continúa siendo el mismo en su cuerpo».
Indudablemente
es imposible fijar el comienzo preciso del cisma entre las dos cristiandades.
Muchos factores contingentes —políticos, económicos y culturales— afectaron
sus relaciones en diversos puntos del espacio y del tiempo. El historiador no
puede precisar con certeza en qué fecha hay que empezar a hablar de las dos
mitades de la cristiandad, considerando a cada una como un todo autónomo. En el
plano del sentimiento popular, las Cruzadas significaron sin duda un giro
decisivo por su secuela de esperanzas truncadas, incomprensiones y malos
tratos recíprocos. La cuarta Cruzada, que condujo al saqueo de Constantinopla e
implicó durante más de medio siglo (1204-1261) la latinización forzosa de la
Iglesia bizantina y la división de los territorios europeos del Imperio entre
los franceses y los venecianos, dejó en la Iglesia griega un recuerdo amargo,
que no ha desaparecido aún. No obstante, aunque el pueblo de Bizancio sintió
mayor hostilidad contra Occidente cuando vio a gentes que se decían cristianas
profanar sus santuarios, sus iglesias y su ciudad santa, no se puede asegurar
que la perfidia y brutalidad manifestadas por los latinos en 1204 hicieran
desaparecer del corazón de las víctimas ni de sus agresores el sentimiento de
que la cristiandad seguía siendo una. La historia ulterior de la Iglesia contiene
muchos ejemplos de relaciones pacíficas y beneficiosas entre las tradiciones
orientales y las occidentales.
De
hecho, podemos preguntarnos si esos factores —psicológicos, políticos y
culturales—, que tanto contribuyeron a enfrentar las dos partes de la cristiandad,
habrían conducido a la ruptura si no hubieran estado exacerbados y reforzados
por las diferencias doctrinales. Las dos Iglesias se opusieron y se separaron,
en último término, por dos cuestiones: la concerniente a la teología trinitaria
y la relativa al gobierno de la Iglesia. El Filioque y la pretensión del
papa de ser el juez supremo de todo dogma de fe y de ejercer una jurisdicción
directa y universal sobre toda la Iglesia cristiana continuaban siendo inaceptables
para la Iglesia ortodoxa.
El hecho
de que en el Concilio de Lyon y en el de Ferrara-Florencia estas dos doctrinas
latinas fuesen aceptadas por el emperador y algunos eclesiásticos bizantinos
no hace más que subrayar esta verdad.
Tentativa
de reunificación. El Concilio de Lyon (1274)
Desde el
punto de vista bizantino, la unión de Lyon se debió únicamente a que el
emperador Miguel VIII quería, valiéndose de los buenos oficios del papa,
ejercer presión sobre Carlos de Anjou, rey de Nápoles y Sicilia, y obligarle
a que renunciase a su plan de luchar contra Bizancio, proyecto que amenazaba
restablecer el Imperio latino de Constantinopla. Es muy probable que, firmando
el acta de unión, el emperador salvase a su país de esta amenaza mortal. Miguel
VIII no trató de ocultar a sus súbditos que obedecía a consideraciones
políticas. Pagó un precio muy elevado por su triunfo diplomático. La Iglesia
bizantina se negó a aceptar el Filioque y la doctrina del primado
pontificio. Esto condujo a una violenta agitación social, agravada por la persecución
de que fueron objeto sobre todo los monjes. La Unión de Lyon —cuyos resultados
muestran que los emperadores de la baja Edad Media fueron incapaces de imponer
soluciones doctrinales a la Iglesia bizantina— duró poco. La rompió el papa
Martín IV cuando decidió apoyar a Carlos de Anjou contra Miguel VIII (1281). En 1282, las
Vísperas sicilianas reavivaron la amenaza de un ataque de los angevinos contra
Bizancio. Miguel VIII murió ese año excomulgado por la Iglesia romana y por la
bizantina.
En el
siglo XIV se hicieron otros intentos para abolir el cisma. Un grupo
relativamente restringido de intelectuales bizantinos estaba sinceramente interesado
por la idea de la reunificación con Roma. Entre ellos se hallaba el teólogo
Demetrio Cydones (1324-1397), que tradujo al griego la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino. Pero la gran mayoría del clero y del pueblo bizantino
seguía oponiéndose con firmeza a una unión que hubiera implicado el
reconocimiento de las pretensiones pontificias y la aceptación del Filioque. Varios emperadores trataron aún de negociar una unión eclesiástica a cambio
de una ayuda militar del Occidente. Pero esto no consiguió nada, a pesar de la
creciente amenaza que representaban para el Imperio los turcos otomanos, los
cuales emprendieron la conquista de los Balcanes a mediados del siglo XIV. La
tentativa más sincera de reconciliación fue la que hizo el emperador Juan V
durante un viaje a Roma en 1369; pero su conversión personal a la fe latina no
influyó nada en sus súbditos ni aportó ninguna ventaja al Imperio.
El
Concilio de Florencia (1430)
En el
Concilio de Florencia fue donde se manifestaron los últimos y mayores
esfuerzos para reducir las diferencias entre las Iglesias romana y bizantina.
Este concilio se reunió en Ferrara en enero de 1438, se trasladó a Florencia al
año siguiente y acabó con la proclamación de la Unión el 6 de julio de 1439.
Asistió a él una importante delegación griega, dirigida por el emperador Juan
VIII Paleólogo y el patriarca de Constantinopla. Los griegos tuvieron que
negociar desde una postura desventajosa. Necesitaban obtener la ayuda militar
de Occidente sobre la amenaza creciente de los turcos a Constantinopla; no
tenían bastante dinero para mantener por más tiempo su delegación. El papa
Eugenio IV, con sus consejeros teólogos, a cuya cabeza estaba un hombre
competente, el cardenal Cesarini, exigió la aceptación sin reservas de la
postura romana en todas las cuestiones controvertidas. Sin embargo, las discusiones
doctrinales —sobre todo las del Filioque, que era el problema principal—
fueron vivas y prolongadas. A excepción de Marco-Eugenio, metropolita de Efeso,
los principales teólogos bizantinos y sobre todo Besarión, metropolita de
Nicea, e Isidoro, metropolita de Kiev y de todas las Rusias, se mostraron
sinceramente deseosos de restaurar la unidad de la Iglesia cristiana. A fin de
cuentas, todos los griegos presentes en el concilio —excepto Marco-Eugenio, que
se mostró más vigoroso que constructivo en su defensa de las posiciones
doctrinales bizantinas— firmaron el acta de unión. Así aceptaban formalmente,
en nombre de la Iglesia de Oriente, la doctrina romana del Filoque y de la supremacía pontificia (aunque la fórmula
que definía el poder del papa en la Iglesia fue redactada con gran ambigüedad
para no herir la susceptibilidad de los griegos) y sobre el purgatorio. Sin
embargo, se autorizó a los griegos continuar usando para la eucaristía el pan
con levadura.
La Unión
de Florencia resultó para la causa de la unidad cristiana tan defectuosa y
poco duradera como la Unión de Lyon. En las Iglesias ortodoxas no bizantinas
—los patriarcados de Alejandría, Antioquia, Jerusalén, Rusia, Rumania y
Servia— fue rechazada casi inmediatamente. Pero en Bizancio, la esperanza de
obtener de Occidente una ayuda militar efectiva duró bastante tiempo. Una
minoría reclutada entre el clero, los intelectuales y el pueblo continuó
sosteniendo la Unión como lo hicieron los dos últimos emperadores, Juan VIII y
Constantino XI. Pero la autoridad imperial fue una vez más incapaz de imponer
su voluntad a la Iglesia. Muchos bizantinos consideraban que sus autoridades
habían trocado la pureza de la fe ortodoxa por ventajas políticas dudosas.
Vueltos a su país, se retractaron algunos de los prelados que habían firmado
el decreto de unión. Hubo que esperar al 12 de diciembre de 1452 para que la
Unión se proclamase oficialmente en la iglesia de Santa Sofía. A los cinco
meses, Constantinopla cayó en manos de los ejércitos de Mahomet II. La
Unión de Florencia pereció con el Imperio de Bizancio.
Grupos y
partidos en la Iglesia bizantina
A los
ojos del historiador de la Iglesia, el Concilio de Florencia es importante no
sólo porque representó el esfuerzo más decidido para salvar el abismo entre la
Iglesia de Oriente y la de Occidente. Al radicalizar y polarizar los diferentes
puntos de vista que existían en la sociedad bizantina sobre la reunificación,
el concilio señaló también una etapa importante en la historia interna de la
cristiandad oriental. Durante los dos siglos precedentes, en el mundo griego
ortodoxo se habían dado cuatro posturas bien diferenciadas. En un extremo
estaban los oportunistas, para quienes el problema de la reunificación era
esencialmente político y la salvación del Imperio, con la ayuda militar del
Occidente, compensaba algunas concesiones teológicas. En el otro extremo estaban
los tradicionalistas poco ilustrados, que se limitaban a denunciar continuamente
la «herejía latina». Los otros dos grupos, formados sobre todo por
intelectuales notables, tenían una visión menos apasionada y más constructiva.
Los primeros, llamados por sus compatriotas latinofronoi, formaban lo
que podría denominarse el partido «unionista». Su visión de las cuestiones
doctrinales estaba marcada por la tradición ultraconservadora que caracterizó
a la teología bizantina desde la derrota del iconoclasmo hasta mediados del
siglo XIV. Esta tradición aliaba el temor a las nuevas formulaciones
doctrinales con el uso mecánico de los textos patrísticos y de los argumentos
teológicos estereotipa dos. Estaban persuadidos de que la unión con Roma era
esencial para la salva ción del Imperio bizantino, cuya misión suprema era,
según ellos, preservar la tradición griega clásica. Conviene advertir que esta
tradición se había cultivado cuidadosamente en Bizancio, sobre todo a partir
del siglo IX, aunque la Iglesia condenaba periódicamente a los que manifestaban
un entusiasmo exagerado por los antiguos filósofos griegos. El empleo de una
teología «oficial» y la tendencia a identificar la causa sagrada del helenismo
con el destino histórico del pueblo bizantino caracterizaron a los jefes del
partido unionista griego presentes en Bizancio, sobre todo a Besarión de
Nicea. Gracias a su teología formalista, los unionistas pudieron admitir con
total sinceridad la concordancia de pura forma entre las doctrinas latina y
griega que expresaba el acta de unión. Dada su veneración por el helenismo,
cuya causa tanto defendieron en Italia, pusieron su deseo de unión por encima
de los oportunismos nacionalista y político.
San
Gregorio Palamas y la tradición hesicasta
El otro
grupo comprendía a teólogos, eruditos, eclesiásticos y maestros espirituales
que trataban de conformarse sincerametne con el pensamiento y la experiencia de
los Padres de la Iglesia y de reinterpretar su enseñanza con creatividad. La
reunificación con Roma no era su problema más grave. Pero al redescubrir y
actualizar de manera auténtica la tradición patrística pareció que, después de
siglos de controversia estéril, abrían el camino para un diálogo en
profundidad. Su fundamento espiritual común era la tradición de los hesicastas.
SAN GREGORIO PALAMAS La
teoría y la práctica de la oración contempaltiva, cuyo objetivo es llegar al
estado de quietud y de silencio interior que acompaña a la victoria
del hombre sobre sus propias pasiones, están arraigadas en las tradiciones más
antiguas del monacato cristiano oriental. Progresivamente, la «oración del corazón»
se asoció con la repetición frecuente de la «oración de Jesús» («Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí»). A partir del siglo xii lo más tarde, la recitación de esta
súplica estuvo acompañada de ciertos ejercicios corporales (como la regulación
de la respiración), destinados a procurar la concentración espiritual. En el
siglo XIV, el método hesicasta se difundió ampliamente en el mundo bizantino.
Se asistió a una renovación importante del monacato eremítico y cenobítico en
toda Europa oriental. El gran maestro del método fue entonces san Gregorio el
Sinaíta (f. 1346), que combinó la enseñanza espiritual de san Juan Clímaco (f.
670-680) con las tradiciones contemplativas del monte Athos. El
hesicasmo debe a san Gregorio de Palamas (1296-1359) su fundamentación
dogmática y su incorporación duradera a la teología de la Iglesia ortodoxa. La
doctrina de Gregorio, arzobispo de Tesalónica, fue aprobada por
La
distinción entre la esencia de Dios y sus energías influyó notablemente en la
doctrina ortodoxa de la Trinidad. En efecto, si, según la esencia de Dios, el
Espíritu Santo procede sólo del Padre, el Espíritu en cuanto energía divina «se
derrama a partir del Padre por el Hijo y, si se quiere, del Hijo». Así, la doctrina de Palamas sobre
las energías increadas de Dios abría la posibilidad —ya entrevista por Gregorio
de Chipre, patriarca de Constantinopla (1283-1289)— de
un acercamiento fructuoso, si no de un acuerdo completo, entre la doctrina
latina del Filioque y la teología oriental de la Trinidad. Probablemente
fue una desgracia que la enseñanza de Gregorio Palamas no se discutiera con más
profundidad en el Concilio de Florencia. Pero el historiador debe recordar también
que durante el último siglo de la historia bizantina, cuando el Imperio
agonizaba políticamente, la Iglesia bizantina fue capaz de desarrollar una
teología a la vez tradicional y adaptada de manera creadora a las necesidades
de la época, teología que hubiese podido salvar el abismo entre las dos mitades
de la cristiandad. Durante los siglos oscuros que iban a vivir en lo sucesivo,
los cristianos griegos, lo mismo que sus hermanos en la fe de la Europa
oriental, encontraron en esa teología la doctrina de las energías de Dios y de
la luz increada, capaz de convertir al hombre en partícipe de la naturaleza
divina y de transformar el mundo.
CAPITULO
XXVI
LA IGLESIA Y LA
CORONA. TESIS Y ANTITESIS
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