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REFORMA Y CONTRARREFORMACAPITULO SEXTO
REPERCUSIONES DE LA ESCISION DE LA FE EN LA EPOCA DEL ABSOLUTISMO. AUGE RELIGIOSO Y DESVIACIONES TEOLOGICAS. INTENTOS DE UNION
EL NUEVO AGUSTINISMO
La existencia de las Iglesias reformadas sirvió no sólo de permanente estímulo para discutir con ellas política y teológicamente; también influyó, y no poco, en la piedad y teología de los católicos, aun cuando éstos no cayeran en la cuenta inmediatamente. La vida austera de muchas familias reformadas suscitó la comparación con la postura frecuentemente laxa de la sociedad católica. El teólogo se ocupó ante todo de la autoridad de san Agustín, que era muy apreciado por Calvino y Lutero y en el que los reformadores pretendían fundamentar sus doctrinas sobre el estado primitivo del hombre en el paraíso, el pecado original y la relación de la gracia con el libre albedrío.
La edición de todas las obras de san Agustín, en Basilea (1513), ofreció la base segura de los textos. Las universidades esperaban encontrar en su doctrina aquella sabiduría viva y vivificante que ellas anteponían a cualquier sistema metafísico. Precisamente la universidad de Lovaina, situada casi en la frontera misma de las confesiones, y que desde el principio de la Reforma protestante había adoptado una postura fiel a la Iglesia, se creía obligada a enfrentarse a los protestantes, no con las opiniones doctrinales de los escolásticos, sino con la recta exposición de san Agustín.
El Concilio de Trento había aclarado y
decidido ciertamente algunas cuestiones, pero una de las más difíciles, la de
la cooperación entre la gracia y la libre voluntad del hombre, había quedado
sin discutir. El profesor de Lovaina Miguel Bayo trató de encontrar la solución
con el estudio de san Agustín. Nueve veces había leído todas sus obras, y no
menos de setenta sus escritos sobre la gracia. Como fruto de sus lecturas
publicó en 1563 y 1564 varios tratados sobre el libre albedrío, la
justificación y los méritos de las buenas obras. Un colega suyo, Ravesteyn
(Tiletanus), sacó de ellos veintiocho proposiciones y las envió a las
universidades españolas para que emitiesen su juicio. Repetidas veces fueron
condenadas estas proposiciones en Salamanca y Alcalá. La universidad de
Lovaina y también Felipe II acudieron al papa en busca de una decisión. Pío V
condenó setenta y nueve proposiciones de Bayo. Mas su persona fue tratada con el mayor respeto. Esto y una cierta oscuridad formal
en la bula pontificia no hicieron que
el bayismo
desapareciera por mucho tiempo.
¿Qué había enseñado Bayo? Él estaba convencido sinceramente de que su doctrina se identificaba totalmente con la de san Agustín y acentuaba la
corrupción de la naturaleza
caída del hombre. La naturaleza era para
él, empero, aquello que Dios
había dado al hombre al comienzo. Pero
esta justicia «natural» había
sido trastrocada por completo por el pecado original, de forma que el hombre
sin gracia se encontraba dirigido siempre por el pecaminoso amor al mundo.
Sólo era bueno lo que
brotaba del amor a Dios, donado por la gracia. El peligro de una negación real del libre albedrío estaba muy próximo a estas consideraciones.
La condenación de las proposiciones de Bayo es uno de los primeros casos en los que se redujo la autoridad del tercer
gran poder de la Edad Media, las universidades, y se sometió
sus discusiones a la decisión
pontificia. Con esto se
inicia también una nueva época de
mayor acentuación del
primado de Roma.
En realidad, la facultad de Lovaina se distanció claramente de su profesor en esta doctrina. Mas cuando en 1587 el joven jesuíta belga Lessio expuso sus tesis sobre la gracia y la libertad y sobre la
inspiración de las
Sagradas Escrituras en el colegio lovaniense de la Orden, la facultad, con Bayo a la cabeza, se opuso cerradamente a él. En el problema de la cooperación entre gracia y libertad el jesuíta hacía mayor hincapié sobre la voluntad humana. La necesidad de la eficacia de la gracia aparecía
descuidada. La universidad censuró treinta y cuatro proposiciones de Lessio.
La universidad de Douai se unió a la de Lovaina. Pero Sixto V prohibió las
recíprocas censuras. La desaprobación de las ideas de Lessio por sus superiores
llegó realmente tarde.
LA
DISPUTA SOBRE LA GRACIA
Entretanto habían
aparecido nuevos elementos que recrudecieron la tensión. Por un lado, la
oposición de la universidad a los intentos de la Compañía de Jesús de impartir
grados académicos en sus colegios, o de hacerse encomendar facultades
universitarias. La competencia entre colegio y universidad ocasionó en algunos
puntos, y también en Lovaina, algunos sinsabores. Además, los jesuítas se
habían enzarzado en una nueva y dura discusión con los dominicos. Báñez,
profesor de éstos en Avila, donde había atendido también a Teresa, y más tarde
en Salamanca, quería purificar la teología de su Orden de todos los influjos
nominalistas. Acentuando
fuertemente ciertas opiniones de santo Tomás, enseñaba que en la cooperación
entre la gracia y el libre albedrío, la gracia debía llevar, por así decirlo, a
la voluntad, del estado de potencia al del obrar real. A los teólogos modernos
de la época, pertenecientes precisamente a la Compañía de Jesús, les parecía
que tal doctrina minaba la base de su pedagogía ascética. Intentaron defender
la libertad absoluta de la voluntad incluso frente a la actuación indefectible
de la gracia de Dios, de tal forma que, según su doctrina, Dios cooperaba
ciertamente en todas las acciones humanas, pero sólo sobre la base de su
presciencia de cómo se decidiría el hombre. Del nombre de su principal representante,
el jesuíta español Molina, se llamó a esta doctrina molinismo. En la disputa
que ahora estalló se trajo de nuevo a colación la autoridad de san Agustín, al
que, lo mismo que a santo Tomás, se acogían los dominicos. Las discusiones se
prolongaron de forma violenta, de modo que en 1597 Clemente VIII encargó a una
comisión nombrada por él que diera una decisión. Esta Congregado
de auxiliis gratiae se tomó nueve años para deliberar sobre tan difícil
problema. Muchas veces se propuso incluir en el Índice a este o aquel teólogo.
Finalmente Pablo V prohibió que los contendientes se tachasen mutuamente de
herejes. Naturalmente, con eso se redujo también al silencio a los enemigos de
Lessio.
EL
JANSENISMO
Las ideas nuevas y
peligrosas no se pueden prohibir desde luego autoritariamente, sino que deben
ser superadas de un modo espiritual. También los pensamientos de Bayo seguían
alentando dentro de la facultad teológica de Lovaina. Y dado el precedente
histórico, tenían que encontrar sus más decididos enemigos en la Compañía de
Jesús. Representante del agustinismo bayista, pero sin la actitud agustiniana
de Roma locuta, causa finita, fue Cornelio Jansenio (1585-1638), nacido
en los Países Bajos, que desde su juventud había conocido de una forma personal
la situación límite frente al calvinismo. Mientras estudiaba en París conoció a
su amigo de toda la vida, Duvergier de Hauranne, un poco mayor de edad, más
conocido por Saint Cyran, por el nombre de la abadía que recibiera como
beneficio. Ambos jóvenes trabajaron juntos durante años enteros, dirigieron un
colegio recién inaugurado y se consagraron al estudio de los Santos Padres,
principalmente de san Agustín, para reencontrar aquí el verdadero
cristianismo, conforme al cual debía reestructurarse la vida religiosa del
presente. Trazaron planes para reformar el pensamiento teológico y la piedad, y
se repartieron el trabajo, así como luego, en su obra literaria, se
repartieron el nombre del santo obispo de Hipona. St. Cyran escribiría más
tarde la obra Petrus Aurelius de hierarchia; Jansenio, Augustinus... de humanae
naturae sanitate. El uno se ocupaba, pues, de la constitución y la vida eclesiástica; el
otro, de cuestiones doctrinales. Después los rumbos de sus vidas se separaron.
Jansenio volvió al norte, tomó primero a su cargo la dirección del nuevo colegio
holandés de Lovaina y ocupó después una cátedra de teología, mientras que su
amigo profundizó en la vida religiosa en la escuela de Bérulle, sin llegar a
hacerse oratoriano. Más tarde fue director espiritual de la abadesa del
austero convento de monjas cistercienses de Port Royal y confesor de las mismas.
Jansenio había
conquistado rápidamente un nombre mediante diversas acciones. Había intentado
crear en España un frente unido de las universidades contra los intentos antes
reseñados de los jesuítas. Había polemizado contra el único sínodo general de
la Iglesia reformada celebrado en Dordrecht (1618-19), que debía juzgar sobre cuestiones de fe,
pero condenó a hombres. El tema de Dordrecht, el alcance de la predestinación, debió incitar
notablemente al investigador de san Agustín en Lovaina. Como buen súbdito de la
Majestad Católica combatió también la política exterior francesa. A esto se
añadían sus méritos científicos. Por lo cual el rey de España lo nombró obispo
de Ypres (1636). Fue un prelado piadoso y deseoso de la reforma, que pedía en
París el envío de oratorianos a Bélgica; murió dos años después, atacado por la
peste. Dejó varias obras listas para la imprenta, en las que había trabajado
durante años. Los amigos a quienes había confiado los manuscritos, junto con
una dedicatoria ya escrita al papa Urbano VIII, publicaron primero las obras
exegéticas y después, en 1640, el Agustinus, cuyo subtítulo decía: Seu
doctrina S. Augustini de humanae natura sanitate, aegritudine, medicina
adversus Pelagianos et Massilienses. En su testamento el moribundo se sometía por adelantado, como obediente
hijo de la Iglesia, a cuantos cambios quisiera ésta introducir en su obra. Ya
antes de que apareciera el Augustinus, los jesuítas
intentaron prohibir su publicación, basándose en la orden del Santo Oficio, de
1611, de que no se publicara nada más sobre la gracia y el libre albedrío sin
permiso expreso de la Santa Sede. Pero esta prohibición no fue publicada de
forma oficial en Lovaina, sino que fue comunicada sólo por carta, cayendo
rápidamente en el olvido. Los jesuítas, que entonces celebraban el centenario
de la fundación de la Compañía de Jesús con una orgullosa mirada retrospectiva
a sus anteriores actuaciones, temían acaso ser inculpados de error si resurgían
nuevamente las antiguas controversias. Pero cuando la sentencia condenatoria
de Roma llegó al norte, ya la obra se encontraba en las librerías. Roma exigía
que se retirase el Augustinus y afirmaba que una
prohibición publicada en Roma tenía validez general para toda la Iglesia. Mas
con ello el cardenal nepote había conseguido que los amigos de Jansenio y la
corte de Bruselas se hiciesen aliados. Pues tanto en Bélgica como en España el placet real era condición previa para la ejecución de los decretos pontificios.
Como la obra se seguía vendiendo, los jesuítas belgas publicaron contratesis,
en las que afirmaban que Jansenio estaba en contradicción con el Concilio de Trento y en sospechosa
proximidad a Calvino. Con eso se desató una violenta controversia. Se
celebraron disputas. El cardenal nepote, que personalmente no llevaba una vida
de especial seriedad, fue realmente bombardeado con cartas procedentes del
campo jesuíta. Finalmente Roma prohibió el Augustinus y las tesis de los
jesuítas. La universidad de Lovaina se atrincheró en la cuestión del placet. Sólo
tres profesores apoyaban a los padres de la Compañía. Por lo cual Urbano VIII
renovó la prohibición para ambas partes. La apasionada intransigencia del
asesor del Santo Oficio, que había tomado el asunto en sus propias manos, en
vez del papa, ya débil por su avanzada edad, hizo que la decisión fuese más
allá de las intenciones de Urbano. Así, en la bula de 1642 (1643) se declaró,
sin haber realizado una detenida investigación, que el Augustinus contenía numerosas proposiciones ya condenadas por papas anteriores. Pero
a causa de diversas circunstancias que concurrieron en su origen y publicación,
tampoco esta bula puso fin a la lucha. Por el momento no fue publicada en
Bélgica. En vano se esforzaron, en los años siguientes, los «agustinianos» de
Lovaina —se habían formado ya verdaderos partidos de amigos y enemigos de
Jansenio— por informar mejor a Roma frente a todas las intrigas. La lucha, que
se había enconado ya por la falta de tacto, excesiva sensibilidad y obstinación,
hubiera podido perder su peligrosidad con algo más de caridad por ambas partes:
con la declaración, por uno de los bandos, de que los errores de Jansenio
habían sido condenados sin haber tenido en cuenta si coincidían o no con la
doctrina de san Agustín, y con la manifestación básica, de la otra parte, de
que Jansenio podía ciertamente haber errado en la interpretación de san
Agustín.
¿Qué afirmaba
Jansenio en su obra? No se necesitan muchas pruebas para demostrar que ésta no
pretendía ser una exposición histórica, y que al hablar de los errores del
siglo V se refería a los teólogos del XVI que, en opinión del autor, defendían
ideas y concepciones semejantes a las que defendieron los monjes de Marsella. Frente a la autonomía del hombre, representada por el humanismo de todos los matices, el autor creía deber defender los derechos de la Majestad Divina. Por esto renunciaba al fundamento racional de la teología. A él le bastaba con los Santos Padres y la Escritura, sobre todo con al Doctor gratiae Augustinus. Para Jansenio el estado de gracia de nuestros primeros padres en el paraíso era algo debido. Enseñaba que por
el pecado original la naturaleza humana se corrompió del todo y quedó sometida, indefensa, a la concupiscencia, siendo solicitada irresistiblemente por las criaturas o por la gracia de Dios. Lo que no
es de la gracia, del «amor celestial», es pecado. Pero Dios concede su gracia a los elegidos. A los demás los condena a la reprobación eterna.
Como el Augustinus se reimprimió en
Francia en 1641, hubo de nuevo,
con gran participación
de los jesuítas, disputas enconadas, que fueron consideradas como una parte de las tensiones espirituales existentes dentro de la renovación católica. Con la
decidida orientación política contra los hugonotes no se había consumado de manera alguna la reconstrucción
católica. Se había creado
solamente el marco externo. Esto lo sabían también las fuerzas espirituales directoras de la nación. Partiendo del humanismo de su fundador, la Compañía de Jesús quería formar en sus escuelas cristianos modernos que, estando a la altura del tiempo, debían estar capacitados para realizar
grandes acciones también en el campo religioso, con aquella naturaleza
humana tan despreciada por Calvino. Mientras la Compañía esperaba mucho de la
voluntad humana y de su ascética, e intentaba presentar la religión católica
como la actitud grande, afirmadora de todos los valores, queriendo con ello
ganarse a los calvinistas, mientras trataba de allanar a sus discípulos los
caminos que conducían a las grandes acciones y a los elevados puestos, otros
sectores, como el de los «piadosos», sentían el secreto atractivo del
calvinismo.
Todavía el culto
reformado, con sus graves y austeras predicaciones y con su seca piedad,
parecía imponerse en la comparación a las formas católicas de culto,
frecuentemente convertido en rutina. Todavía persistían numerosos vínculos
familiares entre católicos y calvinistas, especialmente entre las influyentes
clases nobles o adineradas. Aunque los matrimonios mixtos eran rarísimos,
la escisión religiosa se infiltró entre los parientes a través de las
conversaciones individuales, y una juventud religiosamente abierta pero
propensa a la crítica radical tomó dolorosamente consciencia de las diferencias
reales o supuestas existentes entre la severidad de una y la superficialidad
de otra parte. A los ojos de los «piadosos», el calvinismo
constituía el gran peligro para el catolicismo, a causa del exclusivo teocentrismo de su piedad y de la
ejemplar conducta de sus adeptos. En estrecha vinculación con san Agustín,
creían deber abrigar una cierta desconfianza contra el hombre, defender la
importancia de la gracia y exigir una vida moralmente pura, que debía abarcar
desde la esfera privada hasta todo quehacer público. Por esto echaron también
en cara a los jesuítas el cultivo de los autores paganos, una casuística laxa y
una piedad consistente más bien en prácticas externas. Resentimientos
galicanos contra la Orden, regida de una manera centralista por españoles e
italianos, recrudecieron aún más las tensiones. En esta disputa sobre la imagen
del hombre y la forma de dirigirle, la controversia en torno al libro del
obispo de Ypres adquirió toda su dureza y exacerbación. Sólo así se puede
comprender aquel insincero juego de intrigas en las Cortes de Bruselas y
Madrid, en las universidades y colegios de jesuítas y, especialmente, en la
Curia romana.
Uno de los jefes de
los «devotos» era St. Cyran. En la escuela de Bérulle había defendido la piedad
de éste contra los jesuítas, y más tarde había defendido también, en armonía
con el modo de pensar del maestro muerto, al clero secular y al nuevo vicario
apostólico de Inglaterra, contra la autonomía de los misioneros de la Compañía. St. Cyran
veía en el episcopado la plenitud de la potestad de la Iglesia y hablaba
también de los sacerdotes como de «verdaderos pequeños prelados», que debían
ser tratados por los obispos como hijos y no como esclavos. La dignidad del
sacerdocio eleva al clero secular por encima de toda Orden religiosa, cuyos
principios se deben sólo a hombres. Sus doctrinas, el aprecio especial de la
Escritura y de los Santos Padres, la acentuación de la infinita majestad de
Dios y de la necesidad del arrepentimiento serio y sincero, que debe llevar al
pecador a una conversión real, fueron acogidos en
toda Francia con gran aceptación. Estas ideas encontraron un eco especial en el
convento de monjas cistercienses de Port Royal. En él, la abadesa Angelica Arnauld, que, procedente de una distinguida familia
francesa de funcionarios —su abuelo fue un converso, su tío era reformado—,
había alcanzado su dignidad de abadesa a los once años, en contra del derecho
canónico, fue despertada religiosamente por la predicación de un capuchino. A
los dieciocho años había realizado ya la reforma de su convento y animado a sus
hermanas y sobrinas a seguir sus ideales religiosos. Había estado primero bajo
la dirección espiritual de Francisco de Sales, y luego conoció a St. Cyran, que desde 1635
ejerció un gran influjo sobre ella y sobre sus hermanas de religión.
El convento fue trasladado
en 1626 a otro nuevo, situado en un arrabal de la ciudad de París. En torno al
antiguo convento, cercano a Versalles, establecieron sus viviendas, desde 1638,
algunos hombres pertenecientes a las mejores familias de Francia. Estos
«solitarios», entre los que había hermanos y sobrinos de la abadesa, vivían
allí dedicados a la meditación y al estudio, leían a los Santos Padres,
cultivaban los jardines, realizaban trabajos manuales y daban también
instrucción a los hijos de sus parientes, entre ellos el dramaturgo Racine. La seriedad
religiosa, la piedad y las ideas de St. Cyran de reformar la vida religiosa en un sentido
agustiniano flotaban sobre este singular centro religioso. Para Richelieu la callada protesta
de los solitarios y de las monjas de Port-Royal significaba un grave peligro
para su política puramente maquiavélica, que, en la Guerra de los Treinta Años,
se había aliado con los protestantes con daño manifiesto de la causa católica.
Temiendo por su poder ante el rey dada la influencia y
las buenas relaciones de los solitarios con amplios círculos de la sociedad y
del Parlamento, que cada vez pensaba más galicanamente, y aprovechándose de la oposición
de estos solitarios contra la conducta de la corte e incluso del rey, ordenó
en 1638 prender a St. Cyran. Tan sólo después de la muerte del cardenal, en 1643, fue puesto en
libertad; era ya un hombre gastado, pero con la aureola de ser un «mártir del
amor del Dios y de la penitencia».
El mayor de los
hermanos de la abadesa de Port-Royal, el célebre doctor de la Sorbona, Antonio
Arnauld, asumió y defendió el rigorismo moral de St. Cyran. Incitado por éste a hacer una defensa del Augustinus, Arnauld
escribió una apología de Jansenio. Mayor sensación causó este sacerdote y
teólogo, en 1643, con su escrito titulado De la fréquente communion.
La ocasión para
redactar esta obra se la ofreció un confesor de la Compañía de Jesús que había
permitido a cierta baronesa participar en un baile en día de comunión y que
había defendido la comunión semanal, para la que sólo exigía estar libre de
pecado mortal y una recepción piadosa. La práctica general era diferente en
cada nación. Mientras en Alemania y Austria los jesuítas en sus colegios y en
las ciudades y pueblos acostumbraban a recomendar la comunión mensual y sólo
acá y allá hablaban de la comunión semanal, ésta era recomendada por sus hermanos
religiosos en Francia y Bélgica. Una comunión más frecuente aún era normal en
Bélgica entre mujeres piadosas. En 1636 el general de los jesuítas dejaba esta
cuestión al prudente juicio de los confesores. En España e Italia la comunión
frecuente fue recomendada excesivamente por escrito no sólo por los jesuítas,
sino incluso por sacerdotes de fuera de la Compañía, y en 1675 lo fue también
por el quietista Molinos, como asimismo fue igualmente combatida por algunos
jesuítas.
Frente a esto,
Arnauld, elevando a categoría de dogma, por así decirlo, la antigua práctica cristiana, no quería oír hablar de la
recomendación de la comunión
semanal, pues ésta exige disposiciones que el cristiano ordinario no posee,
esto es, la seriedad de la penitencia, que hace una
penitencia digna y prolongada para
cada pecado mortal antes de recibir la
absolución, el verse libre de todo
pecado venial, y un amor puro a Dios. En la práctica esto significaba que el hombre
sólo rara vez podía acercarse a
la Majestad Divina oculta en el Sacramento. La comunión se
convertía así en premio de la virtud, no en fuente
y alimento de ella.
No se le puede negar a Arnauld respeto al Santísimo Sacramento ni honda piedad y sensibilidad para el misterio del amor de Dios. Pero tampoco
se puede discutir que, con sus
exigencias rigoristas, pedía
algo realmente imposible y desconocía por completo la naturaleza y deseos
del corazón humano, así como las intenciones del divino Fundador.
A pesar de todo, su obra alcanzó gran éxito por sus altas cualidades literarias y por su idealismo, pero también por su postura antijesuítica, tan difundida en Francia. Recibió la aprobación
de muchos obispos y fue muy observada y seguida también en la práctica del confesionario. Aquí parecía descubrirse de nuevo el
auténtico cristianismo, y sólo los fanáticos de los grandes números podían combatir tanta vida interior. Como, inmediatamente después de la aparición del libro, un padre jesuíta parisino lo atacó desde el púlpito, se llegó a un choque abierto entre Arnauld, sus amigos y la Compañía de Jesús. Aquéllos acusaron a los
jesuítas ante todo de laxismo en teología moral. En estos años, el
centro de gravedad de la controversia jansenista se desplazó muy lentamente
desde la teología al terreno de la vida religiosa y de la piedad. La
refutación hecha por el historiador de los dogmas P. Petau, de la Compañía,
obligó a Arnauld a defender sus ideas. Un viaje a Roma, promovido por la reina
regente, quedó sin efecto. La confusión espiritual en Francia y Bélgica era
cada vez mayor.
Como a pesar de la
orden pontificia imponiendo silencio, las opiniones del Augustinus se
iban extendiendo más y más, se propusieron a la facultad teológica de París
cinco proposiciones del libro de Jansenio, para que emitiera su juicio sobre
ellas. Acto seguido, ochenta y ocho obispos franceses, en parte bajo el influjo
de Vicente de Paúl, pidieron al papa una decisión. Con todo, hubo una pequeña
oposición en el episcopado francés, que veía en este memorial una petición de
condena, por lo cual lo rechazó.
Las cinco
proposiciones propuestas eran las siguientes:
1. Algunos
mandamientos de Dios no pueden ser cumplidos ni siquiera por los justos con las fuerzas
presentes, aunque lo quieran o
lo intenten. Les falta también la
gracia con que sería posible cumplirlos.
2. En el estado de naturaleza caída el hombre no puede oponerse nunca a la gracia interior.
3. Para merecer y desmerecer en el estado de naturaleza caída, el hombre no necesita la libertad de la necesidad interna: es suficiente la libertad de coacción (externa).
4. Los semipelagianos
admitían la necesidad de la gracia interna preveniente para todos y
cada uno de los actos, aun para el comienzo de la fe. Fueron
herejes porque enseñaron una gracia tal, que la libertad humana
podía resistirla o seguirla
5. Es semipelagiano decir que Cristo ha muerto por todos los hombres o que ha derramado su sangre por ellos.
Pasaron cuatro años hasta que Inocencio X, tras
largas deliberaciones de una comisión contraria a todo compromiso,
condenara como heréticas estas cinco proposiciones, que negaban
realmente el libre albedrío y sólo aceptaban una
voluntad salvífica particular de Dios. La Bula Cum occasione, que contenía el fallo,
llevaba la fecha de 31 de mayo de 1653.
En otros tiempos las diferencias entre católicos hubieran terminado con una decisión romana. Mas esta decisión no parecía haber sido tomada de una manera imparcial. Además, la negación directa o
indirecta, desde generaciones, del primado de Roma por el galicanismo, estaba ya tan arraigada en Francia, que no se
aceptaban sin reparos las bulas pontificias, tanto más cuanto que éstas, en sus
consecuencias, condenaban también al rigorismo, tal como habíase vivido y
enseñado en los dos Port-Royal. Uno de los amigos de Arnauld, el joven teólogo
(no sacerdote) Pedro Nicole, que ejercía su actividad en Port-Royal como profesor de
literatura, publicó en el mismo año una investigación sobre las diversas
interpretaciones de las cinco proposiciones y distinguió aquí entre la Quaestio
iuris y la Quaestio facti. Las proposiciones censuradas son
heréticas, decía. La Iglesia es infalible en su declaración, y también los
círculos de Port-Royal condenarían tales proposiciones. Pero la Quaestio
facti, la cuestión de si las proposiciones condenadas representaban en
realidad la doctrina de Jansenio, era algo completamente distinto. Aquí se
trata de una simple cuestión de hechos, que no tiene nada que ver con la
revelación. En esto el papa no podía hablar de una forma infalible, y, por esto,
en tales declaraciones no se exigía que se asintiese a ellas interiormente,
sino que se observase un respetuoso silencio ante las mismas. Añadía Nicole que el papa se
había equivocado en esta cuestión de hechos, pues las proposiciones no habían
sido enseñadas por Jansenio. Inocencio X
reprobó en 1654 tan sutil distinción. La oposición fue ahora menor en número,
pero mucho más obstinada. Como Arnauld la siguió defendiendo con otros
escritos, se llegó a enconados debates en la Sorbona. Las tesis de Arnauld
fueron finalmente condenadas, y él mismo fue incluso expulsado de la Sorbona,
al igual que los sesenta doctores que no se habían adherido a la condenación.
BLAS
PASCAL
El jansenismo francés
parecía estar liquidado después del veredicto conjunto del papado y la
universidad. Pero precisamente en aquellas semanas en que se celebraban debates
en la Sorbona encontraron los jansenistas su campeón y defensor más genial, el
célebre matemático, filósofo y apologeta Blas Pascal (1623-1662). Este joven,
de familia distinguida, cuya hermana Jacobina rezaba en Port-Royal por su
conversión, se había ocupado hasta entonces de secciones cónicas, espacios
vacíos y máquinas de calcular, pero también había filosofado sobre Dios y los
hombres a la manera de Descartes, hasta que en la noche del 23 al 24 de
noviembre de 1654, leyendo la Pasión, vio «fuego», experimentó la presencia del
Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, Dios no de los filósofos,
sino al Dios Jesucristo, y escribió en su Memorial: certeza, gozo, paz,
concluyendo con las siguientes palabras: «Renuncia total y dulce.» Pascal
renunció realmente a una brillante carrera, y ahora vivía frecuentemente,
durante largos períodos de tiempo, junto a los solitarios de Port-Royal,
aunque sólo algunos años después renunciará a su casa de París y a su magnífica
biblioteca. Ya no cesó de orar y meditar sobre la agonía de Jesús. Estos
misterios de Jesús tienen eterna significación. «Jesús estará en agonía hasta
el fin del mundo.» En místico diálogo conoció también la consoladora frase,
del Señor: «No me buscarías si no me poseyeras.»
En este tiempo
Arnauld le encuentra en Port-Royal. Pascal promete ayudarle en sus debates con
la Sorbona. El 23 de enero de 1656 aparece con pseudónimo la primera de sus
diecisiete Letres a un provincial (cartas a un amigo de provincia). Al
amigo de fuera, del campo, le cuenta lo que en el terreno religioso era
entonces actualidad en París; y lo hace con tan alegre ironía y de una forma
tan viva, tan periodística, que, como en las comedias de Moliere, uno tiene que
reírse resueltamente y así no nota lo profundamente que la flecha del ataque ha
tocado y herido al adversario. El enemigo era, primeramente, la Sorbona, los
profesores, con sus sutilezas y juegos de palabras. Desde la cuarta carta
Pascal cambia de dirección. Ahora ataca a la Compañía de Jesús. Los padres de ésta eran los más enconados
enemigos del jansenismo. Pero su laxa doctrina de la gracia procede de su
pagana y laxista teología moral y de su probabilismo, sistema con el que están
acostumbrados a decidir cuándo concurren varios mandamientos o deberes en un
caso concreto. Pascal dibuja un espectro de la moral de los jesuítas y lo
generaliza de una forma burda. El español Escobar (f. 1669), teólogo moralista,
es su enemigo preferido, es casi para él como un paño rojo. Estos casuistas,
casi todos los cuales proceden del extranjero, con sus nombres impronunciables,
que están llenos de fantasías y extravagancias, que plantean problemas tan
curiosos, resultan insoportables a su sentido de la mesura y de
la seriedad. Ve en ellos fuerzas que quieren adormecer a los cristianos,
debilitar el dogma y dulcificar la moral. De aquí su apasionada protesta contra
ellos. Hoy es cosa generalmente admitida que en esta lucha llevada con
enconada pasión Pascal trabajaba a menudo con material inexacto que le
facilitaban sus amigos; que sus Lettres, en más de un caso, son
injustas y exageran; que con razón fueron incluidas en el Índice en el año
1657, y que proporcionaron también armas a los librepensadores y enemigos de la
Iglesia del siglo XVIII. Que la «protesta de la conciencia cristiana
indignada» (Mandonnet) logró éxito, lo demuestra la condenación, por Inocencio
XI, de sesenta y cinco proposiciones de los laxistas, algunas de las cuales
habían sido defendidas por Escobar. En los años 1665 y 1666 se habían condenado
ya cuarenta y cinco proposiciones de sentido semejante.
LA PAZ CLEMENTINA
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