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LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO DE ORIENTECAPITULO XXVII LA VIDA ECLESIASTICA EN EL IMPERIO ROMANO
ORIENTAL
I. EL MONACATO ORIENTAL EN LOS SIGLOS
QUINTO Y SEXTO
Este pujante desarrollo de las iglesias
exteriores estuvo siempre acompañado de un florecimiento paralelo de la
institución monástica. Así sucede en Etiopía, donde la Vida de san Antonio y
la Regla de san Pacomio se hallan en los primeros libros traducidos; en la
Mesopotamia sasánida, sobre todo gracias a la obra del gran organizador que fue
Abraham de Kashkar (491-501-586); en Armenia, cuyos monasterios, comenzando
por el de Etchmiadzin, fueron centros activos de irradiación espiritual y
cultural a la vez; en Georgia, finalmente, donde según la tradición la vida
monástica recibió un impulso muy especial de los “Trece Padres” llegados de
Siria, homólogos de los “Nueve Santos” de Etiopía (hacia 550?).
La expansión del monacato fue todavía más
considerable en el interior del Imperio romano donde lo vimos ya bien
arraigado durante el siglo IV. Los monjes aparecen en todas las provincias
orientales, desde Egipto, que los vió nacer y sigue siendo un centro de gran
actividad, hasta Tracia, donde hacen su aparición más tarde; en 518 hay en
Constantinopla y sus cercanías por lo menos sesenta y siete monasterios de hombres,
aparte las comunidades femeninas. Cada día son más numerosos, como lo
demuestran sus intervenciones en las polémicas cristológicas. Decenas, centenas
de monjes componen las delegaciones que envían a los grandes concilios o a la
corte: doscientos monjes acompañan al futuro Severo de Antioquia cuando sube
por primera vez de Palestina a Constantinopla en 508; por millares se les ve
participar en los motines que trastornan, y a veces ensangrientan, a las
ciudades disputadas por facciones teológicas opuestas; tal es el caso de
Jerusalén en 453, de Antioquia en tiempos de Pedro el Batanero (471 y sig.),
por no hablar de Alejandría siempre en disturbios. Desempeñaron un papel de
primer orden, ya desde Eutiques, en el conflicto monofisita y sus interminables
secuelas : hemos aludido ya a las ásperas disputas que tuvieron lugar en la
misma Constantinopla entre los acoimetas y los monjes escitas.
Los focos de monacato que en el trascurso
de estos dos siglos se imponen particularmente a nuestra atención son quizá
los de Palestina y Siria. A los reportajes y colecciones de anécdotas que el
siglo IV había consagrados a los Padres del yermo de Egipto suceden ahora la
Historia religiosa, redactada por el gran Teodoreto de Ciro entre 437 y 449,
que se ocupa de Antioquia y las regiones limítrofes, y el Prado espiritual de
Juan Moschos (615-619), que se interesa más especialmente de los monjes establecidos
entre Jerusalén y el Mar Muerto, a los que están dedicadas también las
biografías de Cirilo de Scythópolis (mediados del siglo VI).
Colecciones muy semejantes por su
contenido y su carácter a las de sus predecesores, porque este monacato
siropalestinense nos hace asistir a un resurgimiento de la tradición original:
como en Egipto, el ideal que se presenta como modelo a las almas generosas
sigue siendo el del solitario, él del héroe del ascetismo; seguimos asistiendo
al mismo pugilato de hazañas ascéticas, a la misma búsqueda de lo extremo.
El caso más típico es el de los santos
estilitas y en primer lugar el del primero y más grande entre ellos, san Simeón
el Viejo. Nacido en Cilicia hacia 390, inició la vida monástica en el seno de
una comunidad de un centenar de miembros; en busca de una vida más austera,
pasa al eremitismo, recluido durante tres años en una pequeña celda donde su
mortificación le lleva a no comer en toda la cuaresma; luego se aísla durante
cinco años dentro de un cercado en la cumbre de una colina, atado a una cadena
de hierro hasta que un obispo le hace notar que su voluntad hacía innecesaria
aquella atadura material; los dos años siguientes sobre un pedestal, luego
sobre tres columnas sucesivas, cada vez más elevadas, y para acabar en lo alto
de una poderosa columna de más de diecisiete metros de altura, sobre cuyo
capitel pasó los treinta últimos años de su vida (429-459).
Extraña ascensión en que el santo parece
elevarse cada vez más por encima del mundo para estar en todo momento cerca de
Dios; pero en principio esto había sido un medio para aislarle más de los
hombres, porque debido al carácter heroico de sus hazañas el solitario
suscitaba naturalmente la curiosidad, la admiración, la piedad de las
multitudes. Las gentes acudían de todas partes a pedirle oraciones,
intercesión, milagros, justicia, consejos (es precisamente en el equilibrio, en
lo sensato de semejante dirección espiritual donde mejor podemos discernir lo
que había de auténtica santidad bajo las apariencias excéntricas de tal personalidad).
Y de hecho la columna de san Simeón se convertirá en meta de asiduas
peregrinaciones, y seguirá siéndolo después de su muerte cuando se construya en
torno a ella la gran basílica cruciforme cuyos imponentes restos podemos admirar
todavía (Kala’at Sem’án)
Simeón el Grande tendría imitadores y
émulos como Daniel el Estilita, que lo visitó dos veces; comenzó también como
cenobita, recluido, luego instalado sobre varias columnas sucesivas en Anaplus,
a orillas del Bosforo, de 460 a 493; fue consejero del emperador, de la
emperatriz, de los grandes. Igualmente Simeón el Joven, de Antioquia, del que
se dice que fue estilita desde la edad de siete años hasta su muerte en 592 a
la edad de setenta y cinco años, director espiritual y taumaturgo.
No es éste el único género de
realizaciones extraordinarias que encontramos: se nos habla de recluidos en
cuevas, en sepulcros, en huecos de árboles, incluso en una jaula suspendida;
hay ascetas que resisten de pie días y semanas hasta que sus fuerzas se agotan,
los llamados boskoi o “ramoneantes” que se alimentan sólo de hierba y de
raíces...
Junto a estos anacoretas se encuentran
también, y es el caso más general, monjes agrupados en comunidades. Estas
presentan una gran diversidad: no hay regla única y cada monasterio sigue el
régimen establecido por su fundador. Pueden, sin embargo, distinguirse dos
tipos principales: el coenobion cuyo régimen es plenamente comunitario como en
los casos de Pacomio y Basilio, y la laura, más próxima al tipo original de
Escitia, donde los monjes que han sido juzgados dignos de ello, después de un
período de prueba, llevan una vida solitaria, pasando los cinco primeros días
de la semana en su celda o ermita y reuniéndose el sábado y el domingo para la
celebración de la liturgia.
Las más célebres de estas fundaciones
fueron las de san Eutimio el Grande (377-473), venido de la frontera armenia a
Palestina, donde estableció varias lauras en los barrancos del desierto de
Judá, entre ellas (hacia 405-406) la que debía conservar su nombre y cuya
iglesia fue consagrada por el patriarca Juvenal de Jerusalén en 428-429. Su
presencia influyó tanto en los árabes nómadas que habían establecido sus aduares
o parembolai al oeste del Jordán, como en los miembros de la élite social de
Jerusalén, por ejemplo la emperatriz Eudoxia, viuda de Teodosio II. O las de su
discípulo san Sabas (439-532) que, oriundo de Capadocia, hizo también su
carrera monástica en Palestina, donde estableció principalmente la Gran Laura
(473) que subsiste todavía hoy, y a raíz de una escisión en la comunidad, la
Nueva Laura (507). En 493 el patriarca de Jerusalén lo había nombrado
archimandrita, superior general, de todas las lauras de su diócesis. San Sabas
ejerció también una influencia que rebasó los límites de los ambientes
propiamente monásticos: en dos ocasiones lo encontramos, hacia el fin de su
vida, en la corte de Constantinopla (521, 531), utilizando su prestigio para
conseguir del gobierno imperial medidas favorables al pueblo, en particular una
reducción de impuestos.
Esta influencia se ejerció también en
beneficio de la ortodoxia. San Sabas, y antes de él san Eutimio, fueron
firmemente adictos al concilio de Calcedonia, y a su acción se debe, sin duda,
el hecho de que Palestina y sus monjes en particular quedaron, por lo general,
menos contaminados por la herejía o el cisma monofisita que el resto de
Oriente, desde Siria a Egipto. Mezclados en todas las grandes polémicas
cristológicas que agitaron a la Iglesia de su tiempo, los monjes orientales
tuvieron también sus problemas propios, sus dificultades, sus herejías.
La más significativa, porque sus errores
aunque especulativos están en relación estrecha con la vida ascética y mística,
fue la de los mesalianos y euquitas (estas dos palabras, la primera siríaca y
la segunda griega, tienen el mismo sentido: “los hombres de la oración”). Combatido
ya hacia 390 por Anfiloquio de Iconio, un astro menor de la constelación
capadocia, condenado en el concilio de Efeso, el mesalianismo prosperó durante
todo el siglo v e incluso más tarde, tanto en las provincias orientales del
Imperio romano como entre los nestorianos del reino sasánida. Entre los
principales doctores de la secta se menciona a un Simeón, oriundo de
Mesopotamia.
Su punto de partida es un hecho de
experiencia duramente comprobado: incluso después del bautismo, el hombre
constata dentro de sí inclinaciones malas que lo empujan al pecado; al no
conocer la distinción, clásica de Occidente, entre pecado original y
concupiscencia, los mesalianos interpretan este hecho concibiendo al alma como
habitada por un demonio; para expulsarlo, para triunfar definitivamente de las
pasiones y alcanzar la dichosa apatheia es preciso recurrir a un ascetismo
riguroso y sobre todo a la oración, esa oración constante, ininterrumpida que
recomienda san Pablo. De igual manera que el mal se experimenta de forma
sensible en la concupiscencia, así para ellos la presencia del Espíritu Santo
que penetra en el alma así purificada, divinizada, y la abraza, es percibida
físicamente y va acompañada de fenómenos luminosos, de manifestaciones
extáticas. De ahí las calificaciones peyorativas, “enthusiastas”, “choreutas”
(es decir, “danzarines”) que les prodigan sus adversarios con otros muchos
reproches: pereza, laxismo, moral, orgías incluso, pero resulta difícil
distinguir en estas acusaciones entre lo que pueden ser desviaciones características
de una falsa mística y las calumnias lógicamente deducidas a priori de unos
principios.
Bajo una forma prudentemente atenuada,
trasmitidas bajo un patronazgo usurpado, pero eficaz por el prestigio que
otorga (por ejemplo, el del gran Macario, uno de los héroes de Escitia en el
siglo IV), las ideas y prácticas mesalianas conocieron una amplia difusión a
través de toda la espiritualidad oriental: su influencia es sensible
particularmente en el surgimiento del hesiquianismo, según comienza a
manifestarse en el siglo VII en el monte Sinaí con san Juan Clímaco (f. 649),
y sobre todo según se desarrollará más tarde en el monte Athos. En realidad,
¿no corre peligro todo misticismo de deslizarse de lo ontológico a la psicología
y de degradarse en
ilusión sensible?
Otra aventura: la crisis origenista en
tiempo de Justiniano. A pesar de las severas censuras de que habían sido objeto
las ideas peregrinas de Evagrio el Póntico a raíz de su muerte (399) —porque
era en Evagrio más que en el mismo Orígenes en quien se pensaba durante el gran
combate dirigido con tanto vigor por Epifanio de Salamina, san Jerónimo y
Teófilo de Alejandría en los años 397, y sobre todo 400-402—, los ambientes
monásticos no habían cesado de tener en gran estima la obra propiamente
ascética de Evagrio, preciosa en efecto, verdadera suma donde se encontraba
condensada en forma práctica toda la espiritualidad de los Padres del desierto.
Era inevitable, a pesar de todas las precauciones (que no faltaron, como
atestiguan apotegmas y anécdotas), que los restantes escritos del autor
despertasen un día u otro la curiosidad y el interés; por ejemplo sus
Capítulos gnósticos, donde se presentaba en una forma exotérica una gnosis
descabellada elaborada a partir de Orígenes, al margen de la ortodoxia, y quizá
incluso al margen del cristianismo auténtico (caída pre-cósmica de las
criaturas inteligibles, distinción entre el Verbo y Cristo, etc.).
A comienzos del siglo VI, un origenismo
evagriano se manifiesta ruidoso en Palestina entre las comunidades fundadas
por san Sabas: en 518 el superior de la Nueva Laura debe expulsar a cuatro de
sus monjes, partidarios de esta doctrina sospechosa; uno de sus amigos, Leoncio
de Bizancio, forma parte del cortejo que acompaña a san Sabas a Constantinopla
en 531; despedido por su maestro, Leoncio seguirá en la capital donde lo vemos
desarrollar una cierta actividad en las intrigas y polémicas antimonofisitas.
La agitación aumenta después de la muerte de san Sabas (532) y degenera en
motín. Combatido en la Gran Laura, el origenismo triunfa en la Nueva; uno de
los jefes del movimiento, Teodoro Askidas, marcha también a Constantinopla
(536) donde vendrá a ser uno de los consejeros teológicos más escuchados por
Justiniano y uno de los inspiradores de su política “neocalcedonense”. Pero por
el momento no puede impedir que sus adversarios triunfen en la corte, ante el
diácono romano y futuro papa Pelagio, y finalmente ante el emperador. Este promulga,
en enero de 543, un primer edicto condenando diez proposiciones origenistas.
Aprobada por el papa y por todo el
episcopado, esta condenación no es aceptada por los origenistas de Palestina,
donde la agitación se enciende con mayor fuerza. El partido conoce éxitos y
reveses; como suele suceder, al prolongarse la discusión, se escinde en dos tendencias
(547): los extremistas, denominados Isochristas (en la apokatástasis final la
suerte de las almas divinizadas las hará “iguales a Cristo”) y los moderados o
Prótoktistas (que mantienen al menos los privilegios del primado de Cristo);
éstos acabarán por volver a la ortodoxia (552).
Justiniano debió intervenir de nuevo: sin
esperar la apertura oficial del que iba a ser V concilio ecuménico, hizo
aprobar por los obispos ya presentes en Constantinopla quince nuevos
anatematismos, dirigidos muy particularmente contra las enseñanzas de Evagrio
(marzo-abril 553); al año siguiente los origenistas perdían su bastión, la
Nueva Laura, y eran expulsados de Palestina.
Al insistir tanto sobre estas dificultades
interiores al monacato, podría correrse el riesgo de dejar escapar el hecho
esencial, a saber, la presencia activa de los monjes en el seno del pueblo
cristiano. Los monjes, repetimos, aparecen en todas partes; he aquí un hecho
que la arqueología ha permitido establecer, por lo que se refiere a la Siria
del Norte: “Los cenobios antioquenos de los siglos V y VI son asociaciones
agrícolas establecidas junto a los caminos, ampliamente mezcladas a la vida campesina
por su papel en la economía de la región y por su iglesia como por el
edificio-pórtico que los caracteriza y que servía —piensa G. Tchalenko— de
lugar de reunión, de taller, de refectorio y de hospicio de caridad, iglesia y
edificio ampliamente abiertos a los fieles” Pero esta presencia en cierta
manera física no es la que más importa, ni tampoco los beneficios de orden
material que de ella resultan: los monjes participan en obras de asistencia
pública cuya aparición durante el siglo IV hemos señalado; los siglos V y VI
nos hacen asistir al nacimiento de una institución original, la diaconia, en su
origen función y servicio de caridad de un monasterio, luego organismo más o
menos autónomo, finalmente comunidad monástica especializada en uno u otro
servicio social.
Más precioso aún es el papel propiamente
religioso que les corresponde : en medio de una sociedad cristiana, o que al
menos así se considera, pero que está y se siente amenazada por el espíritu
del mundo y la tibieza, el monje con su presencia representa el ideal mismo del
Evangelio en todo su rigor y su renuncia a todo compromiso, la llamada a la
perfección, el camino estrecho, la locura de la cruz; y este ideal es también
plenitud de vida espiritual, entusiasmo, efusión del Espíritu. Este último
punto es quizá el más característico del monacato oriental: el monje era un
“pneumático”, un pneumatophoro”, manifiesta la presencia del Espíritu mediante
los carismas que le son concedidos, y en eso consiste la función más alta que
le corresponde cumplir en el seno de la Iglesia.
2. EL IMPERIO DE ORIENTE COMO IMPERIO
CRISTIANO
Para terminar la presente sección debemos
intentar de nuevo caracterizar brevemente la originalidad de las formas que
presenta el cristianismo según fue vivido por los hombres de este ambiente y
este tiempo, los países de Oriente en los siglos V y VI. Estos dos siglos
vivieron el apogeo del primer período bizantino, es decir, el intervalo comprendido entre
Diocleciano y Heraclio. Lo primero que aparece, en contraste, como hemos dicho,
con el Occidente conquistado por los bárbaros, es la continuidad con relación
al período precedente: aquí no hay corte entre Antigüedad y Edad Media, la una
se prolonga en la otra. Los siglos V y VI continúan la obra del IV; más que
nunca el Imperio, que se sigue llamando romano, aparece como un imperio
cristiano.
En el exterior, este imperio se presenta
como protector nato de la religión de Cristo: así en 532 Justiniano introduce,
en el tratado que Cosroes I acepta firmar, una cláusula garantizando la
libertad de conciencia de los súbditos cristianos del Rey de los reyes
sasánidas, como ya el mismo Constantino había quizá reclamado. La actividad
misionera que hemos visto desarrollarse al sur del Imperio tiene su equivalente
en la frontera Norte: en el curso del mismo año 528, el rey de los hérulos. un
pueblo germano establecido al sur del Danubio, y el de los hunos de Crimea
vienen a recibir el bautismo a Constantinopla y el mismo Justiniano, ya
asociado al trono, actúa de padrino.
Misiones también en el interior. Como se
ha visto, quedaba mucho por hacer para acabar la conversión de las masas
rurales, incluso en las provincias donde el cristianismo llevaba más tiempo
establecido y más se había desarrollado, como las de Asia Menor, Asia
propiamente dicha, Caria, Lidia, Frigia. Hacia 542 el mismo Justiniano encargó
al monje Juan de Amida, futuro arzobispo monofisita de Efeso, de predicar en
ellas el Evangelio. Esta misión tuvo un gran éxito: unos setenta mil paganos
bautizados, noventa y seis iglesias construidas, doce monasterios puestos en
marcha. El apoyo y la generosidad del emperador también tuvieron parte en este
éxito: cada uno de los nuevos convertidos recibía una moneda de oro, el tesoro
público tomó a su cargo más de la mitad de los costes de construcción y la
dotación de las iglesias. A esto se añadía el rigor de las leyes, cada día más
severas con los paganos igual que con los maniqueos y herejes de toda clase,
los samaritanos, los judíos. Desde Constantino, éstos son objeto de medidas
restrictivas que contrastan con el trato de favor que les había asegurado el
Imperio pagano.
Estos métodos violentos hallaron, en
particular, un campo de aplicación en el otro extremo de la escala social, en
esa élite de la aristocracia y de la cultura que constituía el segundo nido de
resistencia del paganismo. Grandes procesos, llevados como siempre con
crueldad (encarcelamiento, torturas, suplicio del fuego), fueron instruidos en
Constantinopla en 527 contra los maniqueos, en 529, 545-6 contra los paganos;
había entre los procesados altos funcionarios del círculo inmediatamente próximo
al emperador, hombres y mujeres del más alto rango, intelectuales: profesores,
abogados, médicos. Procesos análogos debían tener lugar no sólo en la capital,
sino también en Asia, en Siria, en 562 y más tarde. Con la misma política está
relacionada la clausura en 529 de la escuela neoplatónica de Atenas que se
había convertido, como se sabe, en un foco fanático de paganismo y ocultismo.
No obstante, más que a esta supervivencia
de viejas creencias en los ambientes intelectuales, hemos de prestar atención a
los progresos que realizaba la fe nueva; y más que Atenas, la que merece ser
escogida como punto de observación es Alejandría. Ciertamente, por muy avanzada
que estuviera, la cristianización de Egipto dista mucho de estar acabada (habrá
todavía paganos en el siglo VII e incluso en el VIII), ni la de su metrópoli,
con sus círculos de estudios, pero progresa; a pesar de algunos episodios
violentos (el linchamiento de la filósofo pagana Hypatia en 415, el de un
estudiante cristiano hacia 485-7), los estudios filosóficos que allí florecen
se desarrollan en una atmósfera de neutralidad religiosa. Si, hasta comienzos
del siglo VI, los maestros de la escuela son paganos, su enseñanza es ya desde
comienzos del siglo v adecuada para que puedan seguirla los alumnos cristianos;
poco a poco orientan su doctrina en un sentido más aceptable a éstos, y para
acabar, precisamente en la fecha decisiva de 529, un cristiano auténtico, ese
mismo Juan Philopon que nos salía al paso en la historia del monofisismo y que
tomaba la dirección del movimiento, se constituye en jefe de escuela y combate
las tendencias paganas del neoplatonismo ateniense de Proclo.
Con él, toda la escuela de Alejandría se
hace cristiana; pero ya durante las dos generaciones precedentes ésta había
formado famosos representantes del pensamiento cristiano como Eneas de Gaza
(que escribía hacia 490). Eran auténticos filósofos que se atrevían a abordar
de frente los difíciles problemas que resultaban de la confrontación de la fe
cristiana con el sistema neoplatónico: el origen del alma, la resurrección de
los cuerpos, la creación o la eternidad del mundo. Gaza, foco secundario, pero
activo, produjo otros representantes de esta tendencia. Es, sin duda, en este
mismo ambiente palestinense, saturado de cultura griega y de platonismo, donde
se ha de buscar al misterioso autor que osó esconderse bajo el prestigioso
nombre de Dionisio el Areopagita y que, gracias a este patronazgo, debía
ejercer una gran influencia durante la Edad Media en Oriente y sobre todo en
Occidente, donde su obra penetró en la época carolingia.
Todo es excepcional en este sabio pensador,
profundo, a menudo oscuro, que tiene la audacia de integrar en dosis masivas
el neoplatonismo de Proclo y explorar intrépidamente los más tremendos arcanos
de la teología mística. Sin embargo, puede servir para ilustrar un fenómeno muy
general, el nivel elevado que alcanza la reflexión religiosa durante esta
primera época bizantina. Las polémicas interminables a que dio lugar el
conflicto monofisita nos ofrecen una ocasión de verificarlo: la teología de los
siglos V y VI ha adquirido un carácter más técnico, reflejo de la vitalidad de
la cultura contemporánea; se trata de una consecuencia natural de la entrada
masiva en la Iglesia de los representantes de la élite intelectual y social del
tiempo.
Sin duda el movimiento se había iniciado
ya en el siglo IV, pero al afirmarse cada vez más esta tendencia acusa rasgos
nuevos: vitalidad implica crecimiento, y éste, cambio. Dos sobre todo merecen
ser destacados :
1. La explotación de los recursos de la
lógica aristotélica. El desarrollo del neoplatonismo había ido acompañado
desde sus orígenes por un retorno a Aristóteles y especialmente al Organon: ¿no
es Porfirio el autor de esa Introducción a las Categorías que en adelante
servirá de manual básico en la propedéutica filosófica? De la escuela de
Alejandría salieron la mayor parte de nuestros Commentaria in Aristotelem Graeca a los que contribuyó en
particular Juan Philopon y sus alumnos, cristianos como él, Esteban, David,
Elias. La utilización por la teología de este arsenal precioso y temible no era
desconocida en el siglo precedente como se vio en el caso de los anomeos; en
los siglos V y VI se convierte en práctica normal tanto entre los monofisitas
como entre sus adversarios calcedonense o “neocalcedonenses”.
2. Sin embargo, el argumento decisivo sigue
siendo el de autoridad. A la de la Escritura viene a añadirse, pasando con
frecuencia a primer plano, la de los representantes más ilustres de la
tradición eclesiástica. Considerando las cosas en conjunto podría decirse: en
las contiendas teológicas de los cuatro primeros siglos se discutía a partir de
versículos de la Escritura; entre nuestros bizantinos se objeta con citas
patrísticas: a las colecciones de testimonios bíblicos suceden los florilegios
dogmáticos que agrupan, por temas, citas de escritores autorizados; el mismo
fenómeno encontramos en la exégesis: nacen las Cadenas que acumulan en torno a
un versículo de los Libros Santos breves pasajes sacados de los comentarios de
los más célebres Padres de la Iglesia.
Se ha emitido a menudo sobre este género
de obras un juicio peyorativo (sus inconvenientes son bien claros: citas
truncadas, a veces trocadas, atribuciones inseguras o voluntariamente
usurpadas, como si con san Cirilo, “sello de los Padres”, hubiera terminado el
período verdaderamente creador del pensamiento cristiano: a la edad de oro de
los Padres de la Iglesia sucede —dicen— una escolástica sin originalidad. Pero
se trata de una visión errónea que, un tanto a la ligera, no tiene en cuenta
todo lo que la técnica refinada de los teólogos bizantinos supo realizar en
materia de progreso, especialmente en el análisis de nociones tan delicadas
como las de naturaleza, hipóstasis, persona; por otra parte, se ha de tener
presente el problema planteado por la continuidad de la tradición doctrinal y
cultural: los bizantinos no podían evitar ser epígonos, sucesores; la técnica
del digesto, del compendio se les impuso como se nos impone hoy a nosotros, a
toda civilización que hunde sus raíces en un pasado y pretende asumir una
herencia acumulada y en continuo crecimiento. Sus teólogos se veían obligados a
preparar colecciones de actas y otros documentos conciliares que Ed. Schwartz,
reanudando la obra de los eruditos de los siglos XVII y XVIII, ha reunido en
sus Acta Conciliorum Oecumenicorum.
Riqueza, por tanto, madurez más bien que
decadencia; así aparece el pensamiento y más generalmente la cultura cristiana
de esta primera época bizantina: la tradición antigua, siempre vigorosa, se
perpetúa. En los siglos V y VI encontramos también los rasgos característicos
que presentaba ya la sociedad cristiana del siglo precedente. Por una parte,
la educación clásica heredada del paganismo continúa dotando a la élite
intelectual y social de una sólida formación humanística. Exceptuando los
monasterios, no hay escuela propiamente cristiana: la constitución del
emperador Teodosio II que, en 425, crea en Constantinopla una universidad
estatal, organiza a ésta según las líneas más tradicionales: las letras
profanas —griegas y latinas—, gramática y retórica, filosofía, derecho.
Los literatos bizantinos son en todos los
sentidos dignos de sus predecesores de la época helenística o del Alto
Imperio. Los arquitectos de la nueva Santa Sofía, los audaces renovadores
Isidoro de Mileto y Antemio de Tralles, conocen, editan, comentan la obra de
los grandes matemáticos griegos Arquímides y Euclides; Antemio, además, fue alumno de Ammonio en
Alejandría como Juan Philopon o el latino Boecio.
Una princesa como Juliana Anicia (f. 528),
perteneciente a la gloriosa dinastía teodosiana, poseía un magnífico
manuscrito, especialmente iluminado por ella, del famoso tratado de medicina de
Dioscórides de Anazarbe. La Antología conserva el texto de bellas inscripciones
en hexámetros que celebraban la magnificencia con que ella había decorado las
iglesias de San Polyeucto de Constantinopla o de Santa Eufemia de Calcedonia.
Finalmente, hacia 512 encontramos a la misma Juliana entre los animadores del
movimiento de resistencia que, en la corte del emperador Anastasio, se opone a
la política promonofisita de éste.
Porque, y éste es el segundo rasgo
característico, esta élite bizantina pone al servicio de su fe cristiana su
cultura, su curiosidad, su riqueza humana; en Oriente no encontramos todavía la
escisión que va a surgir en Occidente entre clérigos y laicos. Como en el siglo
IV, las cuestiones religiosas apasionan igualmente a unos y otros; todos se
interesan por ellas con el mismo ardor, a menudo con la misma competencia. Como
hemos visto, es un abogado, Eusebio, el primero que denuncia las blasfemias de
Nestorio; un alto funcionario, el conde Ireneo, su mejor defensor (nuestra
afirmación sigue en pie, a pesar de que ambos llegaron más tarde a ser obispos,
el primero de Dorilea, el segundo de Tiro).
Sólo situándonos en este contexto cultural
puede apreciarse con exactitud el papel desempeñado por los emperadores,
Teodosio II o Marciano, con ocasión de los concilios de Efeso o Calcedonia,
las iniciativas tomadas por
Zenón, Justino, Justiniano y sus sucesores para solucionar el problema
monofisita o cualquier otro. Antes de actuar como emperadores, se comportaron
como representantes de esa élite cristiana que siente una directa
responsabilidad frente a estos graves problemas, estos ataques contra la integridad
o la paz de la Iglesia.
Detengámonos en el caso del más grande o
el más conocido de ellos, Justiniano. No se le puede reducir, de ningún modo, a
un producto de las influencias que sus consejeros eclesiásticos ejercieron
sucesivamente sobre él. Es mucho más que un teólogo amateur, poseemos varios
tratados dogmáticos debidos a su pluma que no carecen de originalidad y valor
(en ellos interviene, por ejemplo, siempre a propósito de la Encarnación, la
noción sutil de “hipóstasis compuesta”; tales tratados representan una etapa no
despreciable en la elaboración del neo-calcedonismo.
Naturalmente, Justiniano y los demás de su
rango son también emperadores, emperadores cristianos; el carácter religioso
del soberano no cesa de consolidarse. A partir de León (459), se introduce la
costumbre de que el emperador sea coronado por el patriarca: a partir de Zenonida,
esposa del usurpador Basilisco (475), es coronada también la emperatriz. La
coronación va acompañada de una profesión de fe ortodoxa, exigida por primera
vez a Anastasio (491), de cuya adhesión a la ortodoxia calcedonense tenía
fundadas dudas el patriarca.
La gran obra legislativa de Justiniano, en
la que reunió toda la aportación del genio jurídico de Roma, el Corpus Inris
Civilis, comienza con una invocación: “En el nombre de Nuestro Señor
Jesucristo”, y el primer título del Código, libro I, está consagrado a una
definición oficial dé la Santísima Trinidad y de la fe católica...
El emperador bizantino de los siglos V y VI
es ciertamente heredero de Constantino, Constancio y Teodosio: posee el mismo
ideal monárquico y sacral, trasposición cristiana del absolutismo de
Diocleciano. Dueño del mundo, el emperador se siente responsable ante Dios del
bien espiritual lo mismo o más aún que del material de sus súbditos. Si algo le
distingue de sus predecesores del siglo IV, es la mayor competencia con que
interviene en las cuestiones propiamente religiosas. Y al hacer esto no da la
impresión de invadir un dominio que en principio le es extraño, sino más bien
de esforzarse por cumplir mejor unos deberes que le incumben.
No basta señalar el hecho de que toda la
legislación intenta inspirarse en el espíritu evangélico, al menos en la
medida en que esto parece concebible (en realidad los bizantinos no tendrán
más éxito que sus
predecesores en hacer más humanos el derecho penal o la legislación fiscal). La
solicitud imperial se extiende también al dominio propiamente eclesiástico:
reglamenta y vigila la administración de los bienes de la iglesia, de las
propiedades monásticas, de las instituciones caritativas que no han cesado de
desarrollarse; más aún, promulga reglas precisas sobre las condiciones de
acceso a la clerecía, sobre las elecciones episcopales, la profesión
monástica, la disciplina religiosa. En la Iglesia bizantina, lo que
corresponde a nuestro derecho canónico reúne textos salidos de dos fuentes; las
leyes imperiales y los cánones conciliares u otros documentos eclesiásticos;
de ahí el término de Nomocanon con que se designa a las colecciones en que
aparecen recogidos. Si la palabra sólo empieza a usarse a partir del siglo XI,
la realidad concreta que designa hace su aparición a finales del siglo VI con
las dos primeras colecciones mixtas, la colección “de los XIV Títulos” (entre
577 y 582) y la “de los Cincuenta Títulos”, compilada en el reinado del
emperador Mauricio (582-602).
La voluntad imperial interviene
finalmente, y con una autoridad firme, no sólo —como se ha visto— en el plano
dogmático, sino también en la administración, en la vida diaria de la Iglesia.
Así hace nombrar, depone si es preciso a obispos y patriarcas. Un caso
significativo es Constantinopla: en tiempos del emperador Anastasio, Eufemio y luego
Macedonio son sucesivamente depuestos (495, 511) por mostrarse demasiado
favorables al calcedonismo; por el contrario, Antimos, en tiempo de Justiniano,
será depuesto por mostrarse demasiado favorable; al final de su reinado, el
anciano emperador depone igualmente a Eutiquio por no prestarse a su última
extravagancia teológica (565; en 577 será restablecido en su sede por el
futuro Tiberio II, entonces cesar y regente del Imperio).
No existe, ciertamente, confusión, sino
asociación estrecha, compenetración, entre los dos dominios, el espiritual y
el temporal, que Occidente nos ha enseñado a distinguir; porque si el
emperador, como hemos visto, se inmiscuía íntimamente en la vida de la Iglesia,
por otra parte, como la cosa más natural, pedía el concurso de ésta para el
buen funcionamiento de las instituciones imperiales. Los obispos están
encargados oficialmente de desempeñar un papel en la administración, por
ejemplo, municipal, y este papel desborda poco a poco el marco inicial de una
influencia de orden preferentemente moral (proteger a los débiles, denunciar
los abusos): una constitución de 530 acaba colocando al obispo “a la cabeza de
toda la administración financiera de las ciudades, incluidos el aprovisionamiento
y los trabajos públicos”.
3. LA IGLESIA Y LA PIEDAD BIZANTINAS
Los progresos de la cristianización del
Imperio se vieron acompañados, como era natural, de un desarrollo paralelo de
los cuadros institucionales de la Iglesia. Hemos hablado de la importancia
adquirida por el monacato; el clero, por su parte, también ha aumentado considerablemente.
Tomemos un caso excepcional: en Constantinopla el personal de la catedral de
Santa Sofía (y sus anejos) se ha multiplicado de tal manera que en 535 el
emperador se esfuerza por limitar su número a cuatrocientos veinticinco, a
saber, sesenta presbíteros, cien diáconos, noventa subdiáconos, ciento diez
lectores, cuarenta diaconisas, veinticinco cantores. En las grandes ciudades y
centros de peregrinación, los santuarios son ahora numerosos. En el interior
de cada jurisdicción episcopal se ha establecido una tupida red de iglesias
rurales, el equivalente de nuestras parroquias: en su diócesis de Ciro,
Teodoreto llega a contar ochocientas.
En un principio habían estado atendidas
por chórepiscopoi que, en forma más o menos perfecta, participaban de la
dignidad episcopal. Viendo en ellos una tendencia a usurpar las atribuciones
del cabeza de la diócesis, durante los siglos V y VI se tiende a
sustituirlos por simples presbíteros, los periodeutes o “visitadores”,
cuyo carácter subordinado pone de relieve el mismo nombre.
La institución más original surgida en la
Iglesia oriental en el transcurso de los dos siglos que estudiamos es la de
los patriarcas, grado superior de la jerarquía, por encima de los obispos y
metropolitanos. El modelo de una sede episcopal ejerciendo su autoridad sobre
toda una vasta región lo había dado Egipto. Alejandría manifestaba una exagerada
tendencia a extender su derecho de intervención, y para prevenir sus
intromisiones abusivas, el concilio ecuménico de Constantinopla (381) dividía
el Oriente en cuatro jurisdicciones: Egipto, Oriente (del Sinaí a Cilicia),
Ponto y Asia (es decir, el interior y el Oeste de Asia Menor).
En 451 el concilio de Calcedonia, dando
satisfacción a las reivindicaciones que se habían manifestado en el de Efeso
(431), confirmaba la autocefalía de la iglesia de Chipre y arrancaba a la
jurisdicción de Antioquia las provincias de Palestina, sometidas en adelante a
la autoridad de Jerusalén. Finalmente, la jurisdicción de Constantinopla era
considerablemente ampliada, incluyendo ahora toda el Asia Menor, donde desplazaba
a Efeso y Cesárea de Capadocia. El conjunto del mundo cristiano aparece así
repartido (el título y la idea adquieren carácter oficial mediante la
legislación de Justiniano) en cinco patriarcados: Roma, Constantinopla,
Alejandría, Antioquia, Jerusalén —todo el Occidente, en sus límites de 214, es
decir, incluyendo Macedonia y Grecia, depende de la sede de Roma, que ejerce su
autoridad en estas provincias orientales, el vicariato de Tesalónica, por
mediación del metropolitano de esta ciudad.
Esta organización nueva refleja la
importancia creciente adquirida por Constantinopla en la vida del Imperio y,
por consiguiente, de la Iglesia. El papel desempeñado en ésta por el emperador
explica que, a pesar de todas las medidas tomadas para reducir estos viajes,
muchos obispos o altos funcionarios eclesiásticos encuentran con facilidad motivo
para acudir a la corte y permanecer en ella más o menos tiempo; estos huéspedes
vienen a constituir una especie de “concilio permanente”, en el que se apoya el
soberano para elaborar y hacer ratificar sus decisiones en materia religiosa.
La simetría rigurosa establecida por el
mismo Constantino entre la antigua y su nueva Roma facilitaba un argumento
apropiado para trasformar en privilegio de derecho esta situación de hecho.
Precisando la “primacía de honor” reconocida por el concilio de 381, el canon
28 de Calcedonia determinaba que la ciudad imperial, que en el plano civil
gozaba de los mismos privilegios que la antigua capital, debía tener el mismo
poder que ella en los asuntos eclesiásticos, aunque permaneciendo “la segunda
después de ella”. Es fácil comprender que este canon 28 despertara
inmediatamente las protestas de los legados romanos y luego las del papa san
León, y que jamás fuera reconocido ni por él ni por sus sucesores. Y con toda
razón, porque otros dos cánones del mismo concilio habían estipulado por su
parte que Constantinopla podía desempeñar el papel de una instancia superior
de apelación para los asuntos eclesiásticos de todo el Oriente, ejerciendo su
patriarca en éste una autoridad comparable a la de la sede apostólica sobre
Occidente. De este modo tendía a introducirse en la Iglesia una especie de
diarquía, pues la primacía de honor que seguía reconociéndose a Roma iba poco
a poco vaciándose de todo contenido concreto, en particular desde el punto de
vista jurisdiccional.
De momento no pasa de ser una tendencia.
Incluso hay casos excepcionales en que clérigos orientales condenados en
Constantinopla apelan al papa, y el juicio de éste resuelve el conflicto en
última instancia: un ejemplo de este tipo tiene lugar en el pontificado de
Gregorio Magno, en los años 593-596. Pero el conflicto latente acabó por
estallar cuando, en 587, el patriarca Juan el Ayunador, enarbolando el título,
vago sin duda, pero cargado de pretensiones, de patriarca ecuménico, es decir,
universal (que, por otra parte, habían ya asumido algunos de sus
predecesores), pretende ejercer su autoridad juzgando en su tribunal la causa
del patriarca de Antioquia. El papa Pelagio II protesta enérgicamente, como lo
hará más tarde su sucesor, san Gregorio, que interviene repetidas veces, pero
sin gran éxito, tanto ante el patriarca como ante el emperador y los sucesores
de ambos (595, 597, 598, 599, 603).
Constantinopla acentúa cada vez más su
distancia frente a Roma. Explotando la presencia de las reliquias de san
Andrés, traídas a la ciudad por el emperador Constancio en 357, creará la
leyenda de un pretendido origen apostólico, con la idea de establecer su
igualdad perfecta con Roma, e incluso una vaga supremacía frente a ella: el
apóstol san Andrés, según el relato de Juan I, 40-41, es “el primer llamado”, precediendo
en esto incluso al mismo san Pedro. Dentro del Oriente, el ascendiente de
Constantinopla se consolida con mayor facilidad a medida que los otros
patriarcas ortodoxos se ven debilitados por las consecuencias de las disputas
cristológicas y el nacimiento de las iglesias separadas. Frente al patriarca
de la capital, ¿qué peso puede tener el desdichado patriarca melkita de
Alejandría, que sólo se mantiene en un país hostil gracias al apoyo de la
policía imperial ?
Como dos hermanos crecen el uno lejos del
otro y se habitúan a vivir separados, a medida que los años pasan, las dos
iglesias de Oriente y de Occidente tienden a diferenciarse. El hecho se observa
en todos los dominios de la vida cristiana, comenzando por el de la liturgia.
Tomemos como ejemplo la liturgia propiamente bizantina que, en el transcurso
de la Edad Media, acabará por eliminar a los otros ritos de lengua griega,
hasta el punto de que las diversas familias litúrgicas se hallan representadas
sólo en las lenguas orientales de las iglesias disidentes.
A lo largo del siglo V, y sobre todo del
VI, vemos introducirse progresivamente toda una serie de innovaciones que,
acumulándose, acabarán por darle poco a poco un aspecto original. Así, a
partir de 535-6, la entrada solemne de los celebrantes va acompañada del canto
del Monogenés, introducido por Justiniano, que es considerado a veces como su
autor. Poco antes del concilio de Calcedonia (451) las lecturas, finalmente
reducidas a dos —epístola y evangelio—, aparecen precedidas por la triple
aclamación del Trisagion, “Dios santo, Dios fuerte, Dios inmortal”, que Pedro
el Batanero amplificará en un sentido monofisita. Nuestra liturgia romana lo
utiliza, en forma bilingüe, en la adoración de la Cruz del Viernes Santo; en
el .mismo día, unos momentos antes, tiene lugar la plegaria de los fieles con
sus diversas oraciones por la Iglesia, por su jerarquía, por cada categoría de
cristianos, etc.; mientras entre los latinos esta plegaria ha venido a ser
excepcional, en la liturgia oriental se ha conservado como parte integrante y
presenta una fórmula litánica: el diácono enuncia las intenciones, el pueblo
responde con un kyrie eleison.
Hacia 574 suele situarse la adopción, a
pesar de las reticencias del patriarca Eutiquio (que consideraba prematura esta
alabanza del Rey de gloria cuando todavía no había tenido lugar la
consagración), del magnífico Kheroubikon, “nosotros que místicamente
representamos a los querubines...”, para realzar lo que hoy se llama la gran
entrada —la procesión— con que se realiza el traslado del cáliz y del pan
preparados en una sacristía, próthesis, situada a la izquierda del santuario
(aunque en el siglo VI esta preparación no ha adquirido aún la importancia de
las largas ceremonias que constituyen hoy la proskomidi).
Viene luego la plegaria eucarística
propiamente dicha o anaphora, nuestro canon: en 565 el emperador Justiniano se
esfuerza, pero en vano, por combatir la tendencia que se introduce de
pronunciar las palabras de ésta en voz tan baja que el pueblo no puede oírlas
—prueba evidente de una evolución hacia un carácter cada vez más hierático de
la ceremonia—. A pesar de que las grandes líneas de esta plegaria
consecratoria llevaban ya mucho tiempo fijas, se opera también en ella una
trasformación: la importancia del relato de la institución decrece en
beneficio de la epiklésis, súplica dirigida al Espíritu Santo para que venga a
trasformar el pan y el vino de la oblación en el cuerpo y la sangre de Cristo.
Antes del Pater interviene una nueva
súplica de intercesión por los difuntos y los vivos. El contenido de estos
dípticos fue, con frecuencia, objeto de conflictos: Roma no consintió en
reanudar su comunión con Constantinopla en 415 hasta que no se incluyó la
conmemoración de san Juan Crisóstomo, considerado por ella como injustamente
depuesto en 404.
Pero un análisis como éste, elemento por
elemento, no basta para hacer palpable al lector la atmósfera específica de la
liturgia oriental, cuyos rasgos o caracteres generales se acentúan a medida que
el tiempo avanza; tres, al menos, conviene destacar:
1. Ya hemos señalado la tendencia al
hieratismo, el sentido de lo sagrado, el respeto, extremado hasta el terror,
ante la santidad de los misterios. Constantinopla conservará siempre, al final
de la ante-misa, la amonestación: “¡Salgan los catecúmenos!”, a pesar de haber
perdido toda su razón de ser tras la generalización del bautismo de los niños.
De este modo su liturgia sigue subrayando el carácter esencial, y tan marcado
en su origen, de una celebración mistérica reservada sólo a los iniciados
plenamente dignos. Es característico también, al presentar las especies
consagradas antes de la comunión, el aviso: “¡Las cosas santas son para los
santos!”. La barrera del iconostasio todavía no aísla las naves del santuario,
pero en ciertos momentos se corren unas cortinas pendientes de un cornisamento
sostenido por columnas : se conserva el recuerdo de las de Santa Sofía,
verdaderamente suntuosas, en las que estaban representados en una mitad Cristo
bendiciendo a Justiniano y en la otra la Virgen con Teodora.
2. Carácter no opuesto, sino
complementario, del precedente: el sentido comunitario, dramático, de la
celebración en la que el pueblo desempeña un papel; de ahí la función,
insustituible, del diácono que sirve de intermediario entre el celebrante, o
los celebrantes, y el pueblo: dirige su oración, lo amonesta, despierta su
atención, le señala los momentos esenciales de la ceremonia; recuérdese, por
ejemplo, la hermosa exclamación : “¡La sabiduría, en pie!”, cuando va a
comenzar la lectura del Evangelio.
3. Finalmente, y esto nos aleja de la
severa sobriedad del rito romano, entre los bizantinos arraiga cada vez más el
gusto por la pompa, el fasto, el esplendor, cuyo desarrollo avanza
paralelamente al del ceremonial de la corte de Constantinopla; rasgo
característico heredado del Bajo Imperio, pero que no cesa de acentuarse.
Esta suntuosidad se veía, naturalmente,
incrementada en los grandes santuarios por el carácter impresionante del marco
arquitectónico. Los siglos V y VI fueron en Oriente una época de gran creación
artística. Es cierto que se siguen construyendo basílicas de plano longitudinal
(con tribunas o gineceos reservados a las mujeres sobre las naves laterales),
pero bajo el influjo de los martyria —iglesias construidas en honor de los
mártires que, a su vez, habían heredado la forma de los mausoleos circulares o
poligonales de la arquitectura funeraria clásica— se recurre cada vez más a
combinaciones de plano central, lo que obliga a plantearse y resolver el
problema de la cúpula, solución que tiene su ilustración más magnífica en la
nueva Santa Sofía, edificada de 532 a 537, cuya gran cúpula se derrumbó en 558
y fue reconstruida en 562, lo cual permitió al anciano emperador Justiniano
celebrar de nuevo su dedicación.
Estas grandes iglesias revisten también
una ornamentación cada vez más lujosa: pavimentos de mármol, mosaicos en
paredes y bóvedas. Todas las artes aportan su contribución a esta
magnificencia de la liturgia bizantina, que causará en los bárbaros admitidos a
contemplar su desarrollo una profunda impresión: ¡aquello parecía más que una
simple imagen o prefiguración de la eterna liturgia del cielo!
Por no existir escritura musical, hoy no
podemos valorar la importancia del papel confiado a la música; no obstante,
tenemos acceso a las palabras de la poesía lírica (en el verdadero sentido de
la palabra, es decir, compuesta para ser realmente cantada), litúrgica y
paralitúrgica, que inicia un período de esplendor a partir del siglo VI. Con
este florecimiento está vinculado el nombre de san Romanos Melodos, poeta y
compositor al mismo tiempo; oriundo de Siria, parece haber vivido en
Constantinopla en la primera mitad del siglo. Sus cánticos en estrofas o
Kontakia denuncian el mismo estilo florido que encontramos en la homilética
bizantina con su riqueza de imágenes, su prolijidad un tanto desconcertante
para nuestro gusto occidental, como puede apreciarse por el himno akathistos
(“que se canta de pie”) a la Virgen María, joya indiscutible de esta abundante
producción (pero su autor y la fecha de su composición resultan difíciles de
determinar; la atribución a Romanos es una de tantas hipótesis).
Aparte su valor intrínseco, esta
literatura religiosa presenta un gran interés histórico: constituye para
nosotros el mejor medio de entrar en contacto con la piedad bizantina y
descubrir su fervor, su riqueza. Si sólo conociéramos de su historia las disputas
teológicas, tan áridas a veces en su tecnicismo, la imagen que nos formásemos
de la vida interior de esta iglesia de Oriente sería totalmente falsa.
Esta piedad se desarrolló, durante los
siglos V y VI, prolongando en un principio las líneas trazadas por el siglo
precedente. Encontramos, en efecto, la misma veneración a los mártires, y ahora
de modo más general a los santos, la misma confianza en su intercesión, en sus
poderes milagrosos, la misma devoción a sus reliquias, la misma práctica de las
peregrinaciones a los lugares consagrados por la presencia de aquéllas o por el
recuerdo de los personajes venerados.
La primera mitad del siglo V se
caracteriza precisamente en Oriente por un cierto número de descubrimientos
sensacionales, o invenciones, de reliquias hasta entonces desconocidas,
realizados a menudo en condiciones tenidas por milagrosas y a raíz de los
cuales se origina un intenso movimiento de curiosidad y de veneración. Tal es
el caso, a comienzos del siglo, al oeste de Alejandría en el límite del
desierto, de las reliquias de san Menas, que atraen pronto masas de peregrinos;
para albergarlas se alza una amplia basílica, construida por el emperador Arcadio
(f. 408), embellecida y ampliada con nuevas dependencias por Zenón (474-491).
En 415, cerca de Jerusalén, tiene lugar la
invención de las reliquias del protomártir san Esteban, cuya gloria se difunde
muy pronto por todo el universo cristiano: trozos de ellas se exportan hasta
Numidia y España. En 452, en un monasterio de Emesa, se cree haber encontrado
también el cráneo de san Juan Bautista. En los años que siguen al concilio de
Efeso adquiere un gran auge el culto, hasta entonces estrictamente local, de
los santos Cosme y Damián, cuyo sepulcro se conservaba en la diócesis de
Teodoreto; para todo el Oriente vendrán a ser los santos curanderos por
excelencia, los médicos “gratuitos”, anargyres. El mismo fenómeno se observa en
el caso del mártir san Sergio de Rosápha, en la diócesis de Hierápolis; el
hecho de que su santuario se halla enclavado en pleno desierto no es obstáculo
para atraer a una muchedumbre de peregrinos y ofrendas llegadas de muy lejos, o
totalmente inesperadas, como las del Rey de reyes Cosroes II, que era mazdeo.
También a comienzos del siglo V, Tesalónica recibe las reliquias de un mártir
de Sirmio, san Demetrio, que se convierte en el protector titular de la gran
ciudad, es dotado de un magnífico santuario (412-3) y se ve colmado de
solícitas atenciones.
Los Santos Lugares de Palestina conservan
toda su atracción, y la más preciosa de todas las reliquias, la más buscada
sigue siendo la de la verdadera cruz, cuyos fragmentos continúan repartiéndose
por toda la cristiandad; la capital recibe varios en diversas ocasiones. De
esta manera Constantinopla reúne en sus numerosas iglesias una colección incomparable
de reliquias preciosas, cuya enumeración desconcierta hoy nuestro sentido
crítico, pero que entonces nadie ponía en duda: la vara de Moisés, una trompeta
de Jericó, el brocal del pozo de la Samaritana... Desde el reinado del
emperador León (457-474), el convento de Blakhernes se enorgullece de poseer
una reliquia verdaderamente insigne: el velo mortuorio o maphorion de la
bienaventurada Virgen María
Porque, y se trata de un hecho importante
que es preciso destacar, dentro de la veneración común a los mártires y los
santos, la que se profesa a la madre de Cristo ha adquirido ahora un relieve
que le asegura un lugar privilegiado. El concilio de Efeso nos hizo ver cómo
era ya en aquella fecha la piedad del pueblo cristiano y de toda la Iglesia
frente a la Theotokos. El movimiento no cesa de adquirir una amplitud mayor en
las generaciones siguientes, y se manifiesta de muchas maneras : reliquias,
santuarios, fiestas litúrgicas.
Por lo que se refiere a estas últimas,
Jerusalén y Palestina, como es natural, constituyen el punto de partida; pero
Constantinopla, y con ella el Imperio de Oriente entero, adoptan una tras otra
sus innovaciones: en 534 Justiniano generaliza la fiesta de la Purificación (aunque
los bizantinos prefieren hablar de “encuentro” del anciano Simeón y el Niño
Jesús; se trata, pues, de una fiesta del Señor más que de su madre); la
dedicación de la iglesia de Santa María la Nueva de Jerusalén (543) vendrá a
ser la fiesta de la Presentación de la Virgen, basada no en los Evangelios
canónicos, sino en los apócrifos. La fiesta de su Natividad se celebra también,
aunque no podamos fijar con precisión la fecha de su introducción; a finales
del siglo, el emperador Mauricio extiende a todo el Imperio la fecha del 15 de
agosto para la fiesta de la Dormición, fecha que nosotros conservamos.
Esta evolución litúrgica va acompañada de
una intensa producción literaria. Esta tendrá su apogeo en los siglos VII y VIII,
pero la actividad está ya en marcha a finales del VI: himnos, homilías expresan
una devoción a la Virgen cada vez más consciente de sus profundas raíces dogmáticas,
con un entusiasmo, un calor, un fervor audaz y de un acento singularmente
expresivo. Bajo esta forma —la de la poesía, más bien que la de una teología
especulativa propiamente dicha—, la mariología bizantina hace su aparición
varios siglos antes que la del Occidente latino; tendremos que esperar hasta el
siglo XII para que éste le dé alcance y la releve.
El culto de la Virgen y los santos,
mártires o confesores, se traduce concretamente en numerosas prácticas
tradicionales o nuevas: traslado y difusión, mediante una fragmentación a veces
inverosímil, de las reliquias; así sucede con las de san Esteban: mientras la
iglesia de Dafne, gracias a la intervención de la emperatriz Pulquería, puede
conseguir la mano derecha entera, la de Hipona, en África, se considerará
honrada de recibir un poquito de polvo. A falta de reliquias en el sentido
estricto de la palabra, los peregrinos procuran llevarse recuerdos santificados
por un contacto cualquiera con los restos venerados: trozo de tela, pequeña
vasija de barro o de plata con aceite de las lámparas encendidas en el
martyrion, o mejor aún un aceite perfumado que, mediante un dispositivo
ingenioso, era derramado en el relicario mismo y recuperado, después de haber
ungido los restos que éste contenía
Entre todas estas formas de la piedad
oriental, la más significativa, dado el porvenir que le espera, es el culto a
las santas imágenes o iconos, cuyos primeros testimonios aparecen durante el
siglo V y que experimenta un brusco auge en la última mitad del siglo VI, en
los años de Justino II y siguientes (565-578). Sin duda desde sus orígenes
(podemos seguirlo desde 230), el arte cristiano, heredero en esto de la
Sinagoga helenizada, había desarrollado una iconografía religiosa y
representado personajes o escenas tomados de la Sagrada Escritura en los muros
de sus monumentos. Estas representaciones, aparte su función decorativa o
pedagógica, poseían ya un innegable valor de sacralización.
Ahora hace su aparición algo nuevo, algo
más concreto, más inmediato: a este propósito, no se ha de hablar, como lo
harán en el siglo VII los furiosos iconoclastas, de idolatría: la oración, la
fe y la esperanza de los fieles se dirigen siempre, por encima del símbolo, a
la persona misma o al misterio representado; pero la imagen pasa a ser, en sí
misma, un objeto de veneración, es considerada como dotada de un poder propio
de intercesión, incluso de propiedades milagrosas.
Y es un hecho curioso que esta forma de
devoción en sí no es de origen cristiano, sino el resultado de una trasposición
al plano religioso de las demostraciones de respeto que se otorgaban en el Bajo
Imperio a las imágenes oficiales de los emperadores reinantes, imágenes consideradas
como un verdadero sustituto de la presencia del soberano: su recepción era
objeto de procesiones solemnes, semejantes a la que tenía lugar con ocasión de
la jubilosa entrada del emperador, adventus Augusti. Estas imágenes imperiales
eran objeto de un verdadero culto y todas las prácticas, mejor dicho, los ritos
en torno a los iconos existían ya en el plano anterior: saludos respetuosos que
llegan a la postración, paños ricamente adornados, incienso, cirios.
Es interesante señalar que las primeras
imágenes cristianas que se mencionan como rodeadas de un comienzo de culto son
retratos de personajes venerados todavía en vida: tal es el caso, hacia 360
(según el testimonio posterior de san Juan Crisóstomo), de Melecio de Antioquia
—su destierro por Constancio por odio a la ortodoxia hacía de él un confesor—y
más tarde de los dos santos estilitas Simeón. Técnicamente, los iconos de los
mártires parecen relacionarse directamente con la costumbre egipcia de los
retratos funerarios: la semejanza es perfecta en el caso del icono que
representa el busto de los santos Sergio y Baco, encontrado en el Sinaí y hoy
en Kiev —uno de los más antiguos iconos portátiles que se conservan—, con la
magnífica virgen de la iglesia de Santa María la Nueva en el foro romano.
Como toda innovación, las primeras
manifestaciones de este culto son difíciles de determinar. Como hemos dicho, se
hace general a partir de 570, y es entonces cuando se multiplican las imágenes
milagrosas, (“no hechas por manos de hombre”), fuente de protección
sobrenatural para las ciudades, los palacios y muy pronto los ejércitos, que
las adoptan como paladión. Las más célebres son la imagen de Cristo en la que
confía la ciudad de Edesa para rechazar al enemigo sasánida (ya había
desempeñado este papel en el asedio de 544, según se cuenta en los últimos años
del siglo VI) y la que, procedente de Camuliana, en Asia Menor, es venerada en
aquella región en torno al año 560; más tarde será trasladada solemnemente a
Constantinopla. Quizá no había terminado aún el siglo VI cuando fue colocada
sobre la puerta principal de bronce del palacio imperial la imagen de Cristo,
cuya destrucción por orden de León III Isáurico señalará en 727 el comienzo de
la crisis iconoclasta; es cierto, en cambio, que Tiberio II (578-582) hizo
representar al Salvador en majestad y gloria sobre el mosaico que decoraba el
ábside de la sala de audiencias del chrysotriklinos.
Hace tiempo ya que han desaparecido las
reticencias de que habían sido objeto las primeras imágenes a finales del siglo
IV por parte de un puntilloso campeón de la ortodoxia como Epifanio de Salamina
o de un occidental como san Agustín, que en 388 catalogaba a los picturarum
adoratores entre las categorías de cristianos más supersticiosos que instruidos:
es ya cosa normal en Oriente que un artesano piadoso, o un monje, posea en su
taller, o en su celda, un icono santo, lo proteja con una cortina, le encienda
una lámpara o una candela, lo rodee de respetuosa solicitud... Hemos entrado
ya plenamente en el corazón del período propiamente bizantino; el Oriente se
nos muestra decididamente orientado por el camino que en adelante será el suyo
propio, camino en muchos aspectos tan diferente del que entre tanto ha elegido
el Occidente. Volvamos ahora a éste.
CAPITULO XXVIII
EL OCCIDENTE LATINO
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