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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIAREFORMA Y CONTRARREFORMA
CAPITULO OCTAVO
EL ABSOLUTISMO REGIO Y EL NUEVO PENSAMIENTOI.La decadencia de las potencias católicas
El barroco había
hecho resurgir en muchos terrenos la última época de la Edad Media. La piedad
popular recogía la herencia de los siglos anteriores a la Reforma, tal vez con
pocas variaciones y sin la conmoción interna de comienzos del XVI. Una fe
inquebrantable parecía florecer de nuevo en el orbe católico; las grandes
Ordenes religiosas de la Edad Media, sobre todo los dominicos, podían mostrar
realizaciones teológicas que recordaban los tiempos pasados. De nuevo se manifestaba
la santidad de la Iglesia en numerosos hombres y mujeres. Apenas se puede
comprender el arte de esta época sin tener en cuenta la evolución que la
precedió. El pontificado de un Pío V o de un Sixto V, con sus pretensiones de
imponerse a reyes y príncipes, incluye rasgos típicamente medievales. En el
siglo XVII se intentó regular de
nuevo las relaciones entre Alemania y la Curia, entre la Iglesia imperial y la
Iglesia universal, sobre la base del concordato del XV.
Pero la restauración
del mundo medieval, tal como aparece en estos y otros rasgos ¿no era una
pseudomorfosis en el sentido de Spengler? ¿Acaso no germinaban secretamente en esta cultura
barroca fuerzas destructoras que la minaban por dentro? Subsistía la fachada;
nada se notaba en ella; aún había de ser más plácida y frívola en el estilo
del Rococó. Pero bastaría un golpe de viento y el edificio, el mundo barroco
entero, habría de venirse abajo, porque le faltaba consistencia interna.
Además del Imperio
subsistían aún, como potencias católicas, España, Portugal y Francia. Polonia,
siempre escindida interiormente y, por eso, siempre inconsistente, e Italia,
fraccionada en mil pedazos, no podían contar nada. Pero al final de la época
que describimos España, con Portugal y Francia, estaban entre los que perdían.
España, que en el
siglo XVI no sólo había llevado a la fe católica a una gran parte del Nuevo
Mundo, y que, bajo Felipe II, a pesar de sus diferencias con los papas, había
sido la potencia católica siempre dispuesta al ataque frente a la Reforma en
Inglaterra y al caos de Francia, experimentaba en el siglo XVII un lento
desmoronamiento. Ciertamente aún podía sostener un imperio ultramarino; aún
enviaba misioneros a la apartada California, y las Filipinas constituían en
aquel siglo la base de partida para las misiones del lejano Oriente. Pero la
madre patria se consumía, no sólo por el oro que gastaba en Occidente y por la
pérdida de los Países Bajos, sino también por los conatos de autonomía de
Cataluña y por la separación de Portugal (1640), que España tuvo que reconocer
en 1668. Pero, sobre todo, por la prolongada guerra contra Francia. En 1635 Richelieu había declarado la
guerra a España; los franceses apoyaron la sublevación de Barcelona y
penetraron en los Países Bajos españoles. Hasta 1659 no se llegó a la paz de
los Pirineos, por la que España había de ceder a Francia el Artois y Perpiñán. Cuando en
1660 subió al poder el enfermizo Carlos II, comenzó la competencia europea por
la sucesión del rey, que no tenía hijos. En la guerra de sucesión española,
que se extendió desde España a Bélgica, desde Colonia y Nápoles hasta Hungría y
el Océano, se hundió definitivamente el poderío español. Las casas de
Habsburgo y Saboya se repartieron todas sus posesiones europeas. Incluso en la
península se impuso la influencia francesa.
Pero también Francia
tuvo que sufrir cuantiosas pérdidas, Por la paz de Utrecht (1713) se vio
obligada a ceder a Inglaterra Nueva Escocia, Terranova y otros territorios del Canadá.
Es el comienzo de la destrucción del imperio colonial francés en Norteamérica,
que se consumó en menos de medio siglo. También algunas posesiones de la India
pasaron de Francia a Inglaterra. Pero, sobre todo, la influencia portuguesa en
la India se limitó a pequeños territorios; Holanda e incluso Dinamarca
establecieron sus puestos comerciales, junto con la Compañía de las Indias
Orientales, en las costas oriental y occidental de la India. En Indonesia, en
Sumatra, ponen pie los ingleses. El pequeño Portugal no tenía hombres suficientes
para mantener, además de Brasil, el imperio de la India oriental ni su
influencia en Extremo Oriente.
La dirección de la
política había pasado a las potencias protestantes. Las grandes naciones
marineras, Holanda, y sobre todo Inglaterra, crearon sus imperios. Después de
la guerra de sucesión española estas naciones imponen su poder en Europa,
apoyadas por el poder militar de Prusia, que más de una vez se alió formalmente
con aquellos Estados. Sólo a costa del Imperio y de los Habsburgo pudo Francia
obtener ganancias en el Rin. Al auge de los Estados protestantes se añade
también el poderío de la cismática Rusia. Por vez primera, bajo Pedro el
Grande, los ejércitos rusos avanzaron sobre el Oder. La hegemonía en el norte
de Europa pasa de Suecia a Rusia. Esta se afirma en el Mar Báltico.
Los cambios en el
Canadá, India e Indonesia produjeron sus efectos en las misiones católicas. El
culto católico fue prohibido totalmente en las nuevas adquisiciones inglesas.
En Canadá los mensajeros de la fe católica fueron perseguidos enconadamente por
los puritanos. En Sumatra y en las pequeñas islas de Sonda, la Compañía de las
Indias Orientales fue algo más tolerante, pero el ejercicio público de la
religión católica fue prohibido también aquí, bajo severos castigos. Los
holandeses perseguían igualmente a los sacerdotes indígenas de Ceilán. En todas
partes la administración eclesiástica tenía que hundirse poco a poco; la misión
decaía, si es que no se venía abajo por completo. Además, ahora surgía, en su propio
campo de trabajo, la consciente competencia de las misiones protestantes. La
Compañía holandesa de las Indias Orientales había fundado un seminario en Leiden, hacia 1620, el cual
debía formar pastores para aquellos territorios. En los tiempos de Cromwell se había constituido
en Londres una sociedad para apoyar la misión entre los indios de Norteamérica.
En contraposición a los reformados, los luteranos se retrajeron en un
principio de toda actividad misionera. Pero con el pietismo de un A. H. Francke
en Halle brotaron fuertes impulsos misioneros que llevaron a una misión
luterana en la India. El misionero allí actuante, Bartolomé Ziegenbalg (f.
1719), se sirvió mucho, en su predicación, de la adaptación a la lengua y
cultura de los territorios misionados —método muy semejante al empleado por
los jesuítas—, pero sin dejarse influir por la idea propagada por Leibniz de «una propagación
de la fe por la ciencia».
También los Estados
Pontificios, que en otro tiempo fueron concebidos para asegurar la
independencia espiritual del papado y de la misión universal de la Iglesia, se
implicaron más y más en la maraña de la política internacional. Sólo con la
ayuda de Enrique IV de Francia se pudo reconquistar Ferrara en 1598. Las
disensiones bélicas con Venecia fueron evitadas por los buenos servicios de un cardenal
emparentado con el rey de Francia (1607). En la Guerra de los Treinta Años fueron
recaudadas de los Estados Pontificios al principio grandes sumas de dinero, más
reducidas después, todas ellas para socorrer al emperador y a la Liga. En 1623
el papa pudo todavía desempeñar el papel de árbitro en el conflicto entre
España y Francia sobre la Valtelina, la tierra puente entre el Milanesado y el Tirol, y, como agente
fiduciario, ordenó a sus tropas que ocuparan el territorio en litigio. Pero Richelieu consiguió la
expulsión de las tropas pontificias. Sólo motivos de política interna obligaron
finalmente al cardenal francés a desistir de un ataque armado contra el papa.
La contienda entre los Barberini y el duque Farnesio por un feudo de los
Estados Pontificios degenera en una campaña contra Parma, que termina con una
alianza de Venecia y Toscana dirigida contra el papa; tras varia fortuna esta
contienda sólo pudo ser concluida en 1644, por mediación francesa. La
impotencia política y militar de Urbano VIII en esta guerra de Castro se hizo
patente a todo el mundo. Las deudas de los Estados Pontificios eran enormes, a
causa de la decadencia general de la agricultura y la industria, de los
dispendios de los nepotes y, especialmente, por los grandes gastos militares
del papa Barberini. En la Guerra de los Treinta Años se temió constantemente en
Roma una amenaza de los españoles o de las tropas imperiales. Los Estados
Pontificios se habían convertido en un freno de la libertad de decisión del
papa en los grandes problemas internos de la Iglesia. Los papas eran observados
tanto por los altos como por los pequeños príncipes italianos, que
continuamente se veían implicados en sus luchas por el poder en la península
apenina. Al final del período que narramos se llegó de nuevo a una contienda
armada entre el papa y el emperador, después de que, en la guerra de sucesión
española, las tropas imperiales quebrantaron la neutralidad de los Estados de
la Iglesia y, finalmente, ocuparon incluso la ciudad de Comacchio (1708). La
resistencia de las tropas pontificias se hundió rápidamente. La misma Roma
estuvo amenazada. El papa tuvo que confesar de nuevo su impotencia y concluir
una paz, y con esto hubo de inclinarse contra su voluntad, y en contra de la
postura que había adoptado hasta entonces, a favor de la causa de los
Habsburgo.
A la coacción masiva
para lograr adhesiones y asentimientos se unió también la coacción interior,
que fue empleada primeramente por Felipe II y, más tarde, de forma especial,
por Francia, con Richelieu y Luis XIV. La elección del papa era ya el campo en que
actuaban las grandes potencias. No era sólo que éstas consiguieron el
nombramiento de determinados cardenales, los cuales después, en los cónclaves,
provistos, como subordinados suyos, de instrucciones concretas, podían influir
en los electores y formar un partido. Sin ocultarlo, estas grandes potencias
hacían uso del derecho de veto, reivindicado por ellas contra el candidato que
no les agradase. Desde los primeros intentos de España, dirigidos contra la
elevación de Baronio, el veto evolucionó hasta convertirse en una petición
formal de exclusión (Exclusive) cuando en 1644, después de la muerte de
Urbano VIII, amigo de los franceses, el jefe de los cardenales españoles
declaró que el candidato de los Barberini no merecía la confianza de su rey y
que los electores tenían que atenerse a esto. En 1670 Francia y España
hicieron respectivamente uso de la exclusiva contra dos candidatos de grandes
esperanzas. Por una iniciativa del emperador fracasó en 1691 la elección del
excelente Gregorio Barbarigo, luego canonizado. Pero muchas veces los
cardenales lograron adelantarse a tan burdas influencias sobre la elección del
papa.
Los derechos de
soberanía de los papas, acerca de los cuales el embajador francés en Roma
escribió en una ocasión que el rey los nombraba con la misma naturalidad con
que elegía al presidente de cualquier gremio de comerciantes parisinos, fueron tratados por Francia de una forma realmente insultante. Se iba
más allá de las formas de etiqueta, a las que en aquella época de gran «pathos»
y pose se les concedía excesiva importancia, cuando los embajadores de Francia,
España y Venecia entraban en Roma con cortejos fuertemente armados o
cuando los embajadores de Francia pretendían que la inmunidad diplomática se extendiese
del palacio Farnesio a todo el barrio que le rodeaba. Un distrito tan amplio
tenía que servir de escondrijo y asilo de malhechores, pero también tenía que
dar lugar necesariamente a incidentes y choques entre el servicio del embajador
y la policía pontificia. En un incidente se había llegado incluso a amenazar al
embajador. Por ello éste abandonó Roma, el nuncio pontificio fue expulsado de
Francia y Aviñón fue ocupado y declarado propiedad del rey francés; el papa,
amenazado con preparativos de guerra contra sus Estados, no sólo fue sometido
a una molesta humillación, sino forzado también a hacer concesiones políticas
(1664). Lo que Luis XIV había conseguido frente a Alejandro VII, no lo obtuvo
frente al papa más importante del siglo: Inocencio XI. Este había declarado que
no recibiría a embajador alguno que antes no hubiera renunciado al derecho de
asilo. Las potencias hubieron de conformarse. Sólo el embajador francés, a
pesar de la bula pontificia que declaraba nulo tal derecho, penetró en la
ciudad eterna con un cortejo armado e invocó el «antiguo» derecho, como si no
hubiera sucedido nada. El papa le negó la audiencia y lanzó sobre él la
excomunión a causa de su osadía. El rey contestó con las usuales medidas de
violencia e incluso apeló contra el papa a un concilio general. Pero Inocencio
no cedió y su sucesor tuvo la satisfacción de que Luis devolviera Aviñón por
razones de política exterior, y que renunciara al derecho de asilo.
Esta contienda fue
sólo una especie de incidente en el gran drama de las diferencias entre el
absolutismo orgulloso de Luis y la conciencia del deber de los papas. De una
parte estaba el rey, al que le cupo en suerte un reinado extraordinariamente
largo (1643-1715) y que después de la muerte de Mazarino (1661) fue su propio
primer ministro y dirigió personalmente los destinos de su nación, organizada
centralísticamente por Richelieu; y de otra estaban los papas, hasta el número de nueve, la
mayoría de las veces de más edad, a menudo personas débiles, todas dignas y
piadosas, pero ninguna, a excepción de Inocencio XI, de aquel temple heroico
que había distinguido a tantos papas del siglo XVI, con un Estado
financieramente pobre y territorialmente pequeño, con partidos dentro del
colegio cardenalicio, pero con un gran sentido de responsabilidad ante la
conciencia y el derecho. Pero Francia tenía un imperio, que también propugnaba
una unidad última en la fe, que daba el tono espiritual y científico a Europa,
con un clero devoto, una policía ágil y un ejército fuerte y dispuesto al
ataque. En París no había hecho acto de presencia la flexibilidad del barroco,
su entusiasmo sobrenatural por la fe y su espíritu triunfalista. Los planos de
Bemini para el Louvre no habían encontrado allí acogida alguna. Con las austeras y claras formas
del arte antiguo, que en otro tiempo habían servido de criterio al Renacimiento,
fueron construidos la catedral de los Inválidos de
París, la capilla real del palacio de Versalles y, sobre todo, el Louvre. Este clasicismo, que
es una cultura expresamente cortesana, debía superar el esplendor del
barroquismo romano y dar la supremacía también en este terreno a Francia y a su
rey.
Común con el
barroquismo era sólo la postura absolutista, pero no su configuración concreta,
mezclada con una especie de patriarcalismo. Pero precisamente en esta postura
absolutista se mostró la debilidad y flaqueza de la cultura barroca. En Roma,
si se prescinde de su aspecto religioso, y más aún en España, y especialmente
en Francia, ésta se centraba exclusivamente en las altas clases de la sociedad,
en los señores y en los nobles cortesanos. Tan pronto como se olvidó el
triunfo de la fe y la dedicación a Dios, apareció en su centro la fama y el
«honor», tal como en su Cid lo había presentado Corneille, como el valor más
elevado, que pone a su servicio incluso los sentimientos de los amantes. A
esto se sumó la conciencia de aquellos «gigantes» de tener en sus manos los arcana imperii. Como Dios rige el universo de manera grandiosa pero
incomprensible para los hombres, así los reyes rigen su imperio, el Estado, que
son ellos mismos, conforme a la necesidad, a la razón de Estado. Así, las ideas
del Renacimiento se mostraron en Francia más fuertes que en España e Italia; preponderó aquel
humanismo que llevaba el sello de Padua y Maquiavelo, humanismo que predicaba el cálculo frío y la razón de Estado, y que en lugar de fomentar la renovación de la Iglesia que pretendía el barroco, intentó
imponerse a ésta. La ruptura con la
tradición medieval, que en
otros sitios se imponía en la vida barroca, fue mucho más profunda en esta
nación. También el humanismo creyente, que tan
esplendorosamente había distinguido a la Iglesia francesa antes de Luis XIV, perdió su impulso elevado e ideal ante el frío cálculo con que la razón de Estado trataba de
conseguir paso a paso sus objetivos.
También fue de un efecto
destructor el mal ejemplo moral del rey, sus costumbres desordenadas, que
no se separaron ya más de la realeza, que corrompieron a toda
la sociedad cortesana, y que, dada la devoción religiosa puramente externa del rey, colocó a los predicadores y confesores
de la corte ante difíciles problemas de conciencia.
IIEL GALICANISMO
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