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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

CAPITULO XL

EL CLIMA RELIGIOSO DEL SIGLO XV

 

 

La elección del papa Martín V en 1417 señala el comienzo del fin de la época conciliar. Los contemporáneos lo advirtieron casi en seguida. Exactamente un siglo después fijaba Martín Lutero sus tesis (si es que realmente lo hizo) en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. Los sucesos y las circunstancias que llevaron a la revolución religiosa del siglo XVI se narran en el volumen siguiente. Pero es obligado examinar aquí la calidad de la vida religiosa en la primera mitad del siglo XV.

El siglo XIV vio convertirse en lo que hoy llamamos nacionalidades a muchos países de la Europa moderna y disolverse la latinitas, o antigua concepción de la unidad cultural. De igual modo, en el plano religioso, la Europa central y occidental de comienzos del siglo XV presentó una diversidad mucho mayor que en los cuatro siglos precedentes. No es posible ofrecer una descripción general de la práctica y de los sentimientos religiosos que sea válida para todas las regiones de la cristiandad. Por una parte está Bohemia, primera unidad religiosa y racial que se separó, recurriendo a la violencia, de la Iglesia occidental, anunciando así de forma estrepitosa muchos sucesos del porvenir. Ciertamente, los problemas políticos y patrióticos fueron muy importantes en Bohemia. Pero se dio también una radicalización doctrinal que procedía en gran parte de Wicklef. La enseñanza de éste recogía y radicalizaba las críticas que habían venido haciendo desde el siglo XII las sectas herejes de Lombardía y de Saboya. Con la sublevación de Bohemia se alcanzó un punto irreversible, aunque esto no fuera plena e inmediatamente comprendido por los patriotas ni por sus adversarios. En el otro extremo de Europa hay que hablar de la Península Ibérica, flor tardía nacida de la primavera de la cultura medieval. Iba a entrar en su edad de oro y a constituir durante la crisis del siglo XVI una tierra de santos, de pensadores y de caudillos, una fortaleza y un instrumento magnífico de la Contrarreforma. Entre estos dos extremos se hallaban las principales regiones de Europa. Italia era con mucho la más rica en genios, la mejor dotada de poder creador, intelectual y artístico. Con su humanismo cercano al paganismo, su atmósfera cargada de vicios y de crímenes políticos —que, sin embargo, se aproximaban a los grandes ejemplos de santidad y de ascetismo— era en cierto sentido la menos cristiana de todas las regiones europeas. Tenía la mayor proporción de obispos no residentes; pero era también el país más aferrado al catolicismo, a la vez en el plano popular del proletariado napolitano y calabrés y en el plano superior de la curia romana.

Los Países Bajos fueron, como hemos visto, el lugar en que nació la devotio moderna. Con su multitud de ciudades y su burguesía en plena expansión fueron el país donde se manifestaron todos los fenómenos religiosos o profanos de la época. Los múltiples beguinagios de hombres y de mujeres llegaron a diversos niveles de piedad, desde la estricta ortodoxia hasta la verdadera herejía. Historiadores y sociólogos se han interesado recientemente por los ritos cívicos o corporativos y por las procesiones, que en algunos casos respondían a intereses más políticos que religiosos y reflejaban una piedad extravagante, como ocurría con los penitentes y flagelantes. Debido a esta atmósfera morbosa y febril —que no era exclusiva de los Países Bajos— se ha caracterizado la época con la expresión «decadencia de la Edad Media». Es un error. Se ha insistido en la carencia general de una fe cristiana sencilla y seria; algunas investigaciones han demostrado la inexactitud de tal aseveración. Poco tiempo antes vivió en Inglaterra la piadosa Margarita Kempe de King’s Lynn (1373-1440 aproximadamente), mujer que había viajado mucho, pero no muy equilibrada. Presenta las mismas características que los devotos de los Países Bajos. Sin embargo, su autobiografía revela una piedad tradicional, la docilidad a la enseñanza, la atención a una dirección espiritual prudente. Entre los contemporáneos de más edad que Margarita figura la sencilla y exquisita Juliana de Norwich (1342-1416 aproximadamente). En las peregrinaciones, en la devoción popular del santo nombre, a la preciosa sangre y a los detalles de la pasión, así como en los sermones del gran nominalista Gabriel Biel (1410-1495) podemos ver el divorcio que separaba la teología especulativa de la vida de piedad —la una sutil y árida, la otra pietista y sentimental— y que preparaba el camino para la Reforma luterana.

Alemania sufría más que los otros países los abusos antiguos y nuevos del feudalismo y de la autocracia pontificia. La piedad era aún profunda en muchas regiones y ciudades. Francia había sido destruida y arruinada por la Guerra de los Cien Años. La Iglesia de Francia había sufrido más que ninguna otra los males de la encomienda, del sistema de provisiones y del control real. Sin embargo, el país experimentó una resurrección nacional, incluso en el terreno religioso. Aislada de Francia por el cisma y por la guerra, dividida entre los señores que rodeaban al rey, Inglaterra atravesó un siglo particularmente duro para la vida de la Iglesia. Tras la muerte de Enrique V no hubo más autoridad espiritual ni intelectual. Escocia era un país pequeño y su vida religiosa estaba viciada por todos los abusos y calamidades de la época. Sin embargo, estaba destinada a desempeñar un papel de cierto relieve en los años siguientes.

¿Qué había heredado esta época del siglo XIV? Todo el mundo reconoce la terrible decadencia del poder y del prestigio del papado. La actitud de los papas de todos los partidos había permitido a una doctrina conciliar nacida de la discusión universitaria manifestarse en el campo político. Es asombroso que el papado pudiera sobrevivir a semejante anarquía y que saliera de ella no sólo con un poder intacto, sino también con la capacidad de oponerse victoriosa­mente a todas las futuras tentativas del partido conciliar. Entró así en un período en el que se vio profundamente implicado en los asuntos políticos de Italia. Se distinguió por su política tortuosa, su prodigalidad con las artes y su vida opulenta. Cesó de asumir toda autoridad espiritual efectiva sobre la Iglesia y descendió terriblemente en la estima de los fieles. Hay que comprender que éste fue el cuadro de la vida religiosa del siglo: un papado temporal que se interesaba ante todo por la política italiana y que llevaba una vida de corte, suntuosa, brillante y con frecuencia escandalosa.

En el terreno de las ideas, el siglo XIV permaneció bajo el influjo de lo que durante mucho tiempo se ha llamado la vía moderna, la nueva concepción del mundo, es decir, la corriente del pensamiento inspirada por Occam y el nominalismo. Triunfante en París y en Oxford entre 1300 y 1350, esta corriente se propagó en la segunda mitad del siglo XIV por la mayoría de las Universidades. Llegó a constituir la forma preponderante del discurso teológico. Únicamente las regiones fronterizas al este y al oeste conocieron poco el nominalismo: Bohemia, agitada por la doctrina de Wicklef, y España, que seguía fiel a la línea de santo Tomás y de Duns Escoto. Durante siglo y medio, París —que había sido testigo de los primeros ensayos de Occam— osciló entre el nominalismo y el realismo. Pero los períodos en que triunfó el realismo de Duns Escoto fueron breves. Los nominalistas quedaron dueños del terreno a fines del siglo XV. Oxford, sobre todo, fue nominalista, pese a la presencia de algunos frailes realistas. En Europa central fueron nominalistas Viena y Erfurt. En todas las demás Universidades alemanas y austríacas, el nominalismo fue preponderante o, al menos, estuvo fuertemente representado. Puede decirse que sólo hubo una excepción: la Universidad de Colonia, recién fundada. Debido al influjo de Wicklef, Praga fue realista; pero su realismo no podía exportarse. En España, poco después de 1500, Salamanca tenía tres cátedras: la primera ocupada por un tomista, la segunda por un partidario de Duns Escoto y la tercera por un nominalista.

El nominalismo no era ya —si es que lo había sido alguna vez— un ins­trumento del agnosticismo; pero seguía considerando la teología como un mero ejercicio dialéctico escasamente relacionado con la tradición. Muchos grandes doctores de la época, como Gabriel Biel, tuvieron una personalidad con dos facetas: por una parte, la del teólogo exigente que pensaba con las categorías del occamismo tardío; por otra, la del predicador piadoso que expresaba la piedad común de la época, a veces de forma sumamente avanzada. Los tomistas y los discípulos de Duns Escoto adoptaron con frecuencia el punto de vista nominalista. Ello los condujo a limitarse a discusiones técnicas y áridas sin contacto con la vida cristiana. El nominalismo universalmente presente desalentaba todos los esfuerzos por alcanzar una aprehensión intelectual, cierta y verdadera de Dios. Eliminaba del alma humana todas las disposiciones o capacidades dadas por Dios (la gracia santificante de los teólogos), considerándolas como hipótesis no necesarias. Además, esas distinciones llevaban casi siempre a eliminar la gracia en cuanto ayuda o disposición sobrenatural. Bradwardine no se equivocaba al percibir en el occamismo el olor del pelagianismo. El único rival sistemático del nominalismo fue el averroísmo, que se impuso en algunas Universidades del norte de Italia, sobre todo en Padua. Era una versión materialista y determinista de la filosofía árabe; tuvo particular vigencia en las facultades de medicina.

Nuevos afanes intelectuales iban abriéndose paso poco a poco en los ambientes laicos más bien que en las Universidades. Era el humanismo, en el sen­tido más amplio del término, la admiración por la perfección del estilo, el culto de la literatura y de la cultura clásica, el interés por el individuo: todos estos aspectos representan otras tantas formas de distanciarse de la teología árida de la época. El humanismo elaboró una filosofía peculiar de Italia, du­rante un breve espacio de tiempo. Pero se trataba de un pensamiento muy distinto del nominalismo. Este, que pretendía ser el verdadero aristotelismo, había destruido en realidad la filosofía aristotélica tradicional, lo cual procedía por vía de abstracción y partía de la percepción sensible para llegar a los análisis y deducciones más sutiles. Un siglo antes, en el plano metafísico, el aristotelismo había triunfado de las reliquias del neoplatonismo, que había atravesado los siglos desde san Agustín pasando por los filósofos árabes y judíos. Pero ahora el conocimiento del griego se extendía por Italia. Por primera vez se pudieron leer los textos auténticos de Platón y de Plotino. Se trató de presentar el cristianismo en el lenguaje neoplatónico tradicional (visto a través del Pseudo-Dionisio y Eckhart) o bien en el lenguaje del platonismo auténtico, que se acababa de redescubrir. Nicolás de Cusa, arzobispo de Brixen, es una figura típica, inconcebible en otra época. Reformador eficaz, buen administrador, sabio y humanista, arzobispo y cardenal, poseedor de varios beneficios y temible polemista, fue también un neoplatónico hábil que tenía poca simpatía por los juicios autoritarios y por la insistencia de la tradición en la gracia sacramen­tal. Tendía a traducir el dogma cristiano en términos neoplatónicos.

La segunda corriente, la del platonismo puro —resultado de introducir en Italia los grandes diálogos de Platón, desconocidos en la Edad Media— estuvo representada por dos grandes especialistas: el toscano Marsilio Ficino (1433­1491) y Juan Pico de la Mirándola (1433-1494). Ficino, sin abandonar su condición de clérigo y cristiano, estructuró un sistema, partiendo de Platón y de Plotino, que venía a ser una versión simplificada del cristianismo en términos más filosóficos que religiosos. Pico de la Mirándola era un joven aristócrata discípulo de Ficino y menos prudente que su maestro. Además de Platón utilizó la doctrina de los místicos y de los maestros árabes y judíos. Fue abiertamente heterodoxo, mitad pagano, mitad partidario de Wicklef. Rechazó la transustanciación y la condenación eterna. Se evadió para sustraerse a la condenación pontificia y pasó los últimos años de su vida haciendo penitencia, pero sin retractarse nunca. En Florencia, un grupo reducido continuó esta escuela neoplatónica sin ejercer gran influencia.

La Italia de Ficino y de Pico de la Mirándola fue también la tierra de los Borgia y de Savonarola, la Italia del quattrocento, que conoció tantos hombres grandes y tantos personajes siniestros. Basta recordar la multitud de santos italianos que vivieron por entonces para guardarnos de arrojar sobre este país una acusación global de irreligión. Hubo, por ejemplo, dos grandes arzobispos patricios: el dominico san Antonino de Florencia (f. 1459)y san Lorenzo Justiniano de Venecia (f. 1455). Hubo dos santas místicas: la noble Catalina de Bolonia (f 1463), miniaturista insigne, y Catalina de Genova (f. 1510), hija del virrey de Nápoles, personalidad extraordinaria y, en cierto modo, moderna y profética. Hubo tres grandes observantes franciscanos: Benardino de Siena (f. 1449), Jacobo de la Marca (f, 1476) y Juan de Capistrano (f. 1456). Este último salvó a Hungría de la invasión turca al frente de un ejército que rompió el sitio de Belgrado. Hubo una mujer casada, Francisca (f. 1440), venerada como santa con el nombre de Francisca Romana. Hubo un Francisco de Paula (f. 1506), asceta implacable, llamado a Francia por orden expresa de Luis XI. Hubo también dos santas francesas que se salen de lo ordinario: Juana de Arco, canonizada en 1920, y Juana, la hija de Luis XI, que no fue canonizada hasta 1950. La Italia del siglo xv vio el nacimiento de tres nuevas órdenes religiosas muy austeras: los observantes franciscanos, los mínimos (orden de san Francisco de Paula) y los carmelitas, que iban a tener un destino tan des­tacado cien años después. Italia dio las mayores pruebas de austeridad y de amor al lujo, de santidad y de mundanidad. En medio de esta exuberancia deslumbrante de artistas, poetas y humanistas, Savonarola fue el único que anunció un movimiento reformador. Su reforma fue de tipo medieval; también Ficino y Pico de la Mirándola, cuando invocaban la sabiduría antigua y oriental, seguía la tradición de la heterodoxia medieval representada por Juan Escoto Eriúgena y Sigerio de Brabante.

En el norte de Europa occidental se desarrolló durante la segunda mitad del siglo un movimiento religioso totalmente distinto. Tiene sus orígenes en los hermanos de la vida común, fundados en Deventer —en la región central de la actual Holanda— a fines del siglo XIV, y en la congregación de los canónigos agustinos de Windesheim, nacida a su vez de los hermanos de la vida común. Estas dos instituciones se inspiraban en Ruysbroquio, el místico flamenco, y en los cartujos flamencos, pero eran más «activas» que «contemplativas». En su expansión establecieron por doquier escuelas y hospitales. Se caracterizaban sobre todo por lo que podríamos llamar un occamismo ascético que reducía la vida cristiana a lo esencial. Quedaban suprimidas las penitencias, las preces litúrgicas y ceremonias, las complicaciones de los rituales y del canto habituales en las órdenes religiosas tradicionales. Se rechazaba la teología técnica, así como las prelaciones y privilegios. El objetivo principal era la vida comunitaria sencilla, consagrada al trabajo y a la oración. La espiritulidad que acompañaba a este estilo de vida fue llamada devotio moderna y se propagó por todo el noroeste de Europa. Con la devotio moderna nos hallamos ante una creación nueva, que quizá sea menos una señal precursora de la Reforma que un síntoma de las necesidades de esta época nueva. La comunidad de la vida común se sitúa a mitad de camino entre la cofradía medieval y la casa puritana o cuáquera de los siglos XVI y XVII. Este movimiento era completamente ortodoxo en el terreno teológico y moral. Sin embargo, representó, por así decir, el ala izquierda de un hemiciclo cuya derecha estaba ocupada por el monacato cluniacense y la metafísica inspirada en Duns Escoto. Era un catolicismo reducido a su expresión más simple. Es de notar que el legado literario más importante de la devotio moderna, la Imitación de Cristo, fue considerado siempre, incluso en los siglos XVII y XVIII, como un gran clásico espiritual lo mismo por católicos que por protestantes. Es una obra verdaderamente ecuménica. Los hermanos de la vida común se caracterizaban por una piedad sencilla, afectiva, orientada al Dios hecho hombre y centrada en la pasión y en la cruz. Fueron grandes educadores; tomaron del humanismo italiano sus métodos de enseñanza y sus manuales de gramática, pero le infundieron su senti­miento estético y su sensibilidad. Erasmo fue el más notable de los numerosos eruditos formados por los hermanos de la vida común. Su filosofía cristiana es un claro vástago de la devotio moderna, aunque Erasmo manifieste en ella su amor apasionado a la literatura y se distancie de la teología y de la concepción tradicional de la gracia santificante.

Cercano a la devotio moderna estuvo el espíritu de la reforma cartujana. En esta orden aparecieron muchos autores espirituales: Ludolfo de Sajonia, autor de un libro de meditación muy popular aparecido a fines del siglo XIV, la Vida de Cristo; Dionisio el Cartujano, autor místico muy prolijo. Estos dos hombres son los más célebres entre los místicos no intelectuales, meditativos y pietistas. Están muy cerca del espíritu de Windesheimcon su amor al silencio, su sencillez y su ausencia total de ostentación. Sin embargo, conservaron intactos el rigor y la penitencia.

En contraste con la devotio moderna hubo movimientos revolucionarios, o al menos prerrevolucionarios, del sentimiento religioso. Cuando los historiadores investigan las causas de la Reforma suelen fijarse en las que revelan alergia o irritación y descuidan las motivaciones internas y espirituales. Quizá en este punto tocamos uno de los grandes temas de la historia de la Europa moderna que nunca ha sido plenamente comprendido. Mientras los católicos romanos difícilmente comprenden que se pueda desear algo más que la purificación de la Iglesia, los cristianos no católicos no dejan de mostrar su gratitud por el espíritu liberador de la Reforma. Es preciso reconocer que una de las grandes necesidades religiosas experimentadas entonces, sobre todo por los laicos cultos de las ciudades, era la acción personal, la realización de sí mismo en el campo religioso. Esta necesidad fue satisfecha por las actividades individuales y colectivas propuestas por los reformadores, por el espíritu de los Ejercicios de san Ignacio y por la nueva educación dada en los colegios de los jesuítas. Se deseaba además descubrir e imitar la supuesta pureza de la Iglesia primitiva. Este fue uno de los primeros y más profundos anhelos de los promotores de la prerreforma. Tal deseo, que latía en algunos de los primeros movimientos de descontento en Occidente, como el de los valdenses, había estallado con Wicklef y sus partidarios. Pero antes del siglo XV, los reformadores se fundaban siempre en algunos textos y en una idea imaginaria de la edad de oro de la Iglesia. Ahora, el descubrimiento de una parte de la literatura cristiana primitiva, el estudio de la versión griega del Nuevo Testamento y el método crítico de Valla, adoptado y perfeccionado por Erasmo, hacían posible buscar en el Nuevo Testamento una imagen clara de la vida humana de Cristo y del modo de vida de los primeros cristianos, tal como aparecía directamente en las epístolas de san Pablo y no ya a través de la pantalla de la liturgia y de la teología especulativa. Estos estudios dieron nueva vitalidad (como puede verse en escritores tales como Ludolfo de Sajonia) a la devoción que inspiraban los hechos de la vida de Cristo. Fue el principio de lo que podemos llamar movimiento paulino, que concentraba la atención más en el aspecto moral y espiritual de la enseñanza de san Pablo que en su aspecto estrictamente teológico. Era una nueva perspectiva del retorno a la Biblia. Si los evangelios, especialmente los sinópticos, nos muestran a Cristo como hombre en su vida terrena, las epístolas paulinas manifiestan cómo actuó entre las primeras generaciones de cristianos el intérprete más antiguo y más destacado del evangelio.

En Francia, Lefévre d’Étaples (t 1430) fue el profeta de esta perspectiva nueva. En Inglaterra, Colet (1467-1519) pronunció en Oxford conferencias y sermones sobre san Pablo. Erasmo, que tendría treinta y cinco años en 1500, reunió todas esas tendencias propias del norte. Más que ningún otro, había asimilado la cultura y la técnica lingüística y crítica recibidas en las escuelas de los hermanos de la vida común y estudiadas en los escritos de Lorenzo Valla. Sentía la aversión común hacia la metafísica y la teología especulativa, sentimiento que procedía tanto de su humanismo como de la devotio moderna. Partiendo de estas fuentes, hizo un retrato convincente y razonable del hombre cristiano, dotado de las virtudes humanas comunes; presentó una versión atractiva de la historia evangélica, en la que los protagonistas son personas vivas y reales.

En contraste con los esplendores y la exuberancia que caracterizaban a Italia, la Inglaterra del siglo XV estuvo particularmente desprovista de grandes hombres y de grandes ideas. Por diversas razones, las promesas del siglo XIV no se cumplieron. Nadie hizo fructificar la herencia de los grandes poetas y místicos ingleses ni las concepciones radicales de Wicklef. Sin embargo, podemos discernir corrientes de pensamiento que franquearon la línea divisoria de la Reforma. Una fue el movimiento apologético de Tomás Netter (f. 1430). Netter era un carmelita inglés que había recibido la misión de defender la fe ortodoxa contra los lollardos. Su primer tratado fue tan eficaz que el papa Martín V pidió al autor que escribiese una segunda parte y luego que añadiese una tercera. Netter abandonó el plano dialéctico de la disputa (quaestio) tomando un método más directo que procedía por respuestas y pruebas. Su libro fue reimpreso varias veces en los siglos XVI y XVII porque formó parte del arsenal de la Contrarreforma. En Italia, por la misma época, el cardenal Torquemada escribió un tratado sobre la potestad pontificia (De potestate papae). Era una apología de la concepción tradicional del papado, expresada en términos moderados; anticipaba brillantemente la doctrina de la potestad indirecta, que más tarde divulgó Belarmino, es decir, la doctrina según la cual el papa no tiene poder directo de control ni de intervención en los asuntos temporales, sino un poder indirecto de juzgar acerca de la moralidad de tal o cual acto político realizado por un príncipe secular.

Tal era el clima religioso del siglo XV: una Iglesia enferma en todo su cuerpo —cabeza y miembros— que estaba pidiendo una reforma, pero sin presentir una catástrofe como la que pronto iba a ocurrir. En esta Iglesia se había petrificado la enseñanza teológica tradicional, sobre todo por influjo de la lógica de Occam y de las formas de pensamiento que de ella derivaban. Esa lógica había interrumpido el paso tradicional de la razón a la fe de la «teología natural» a la revelación. La filosofía tradicional sufría un eclipse y ningún sistema positivo la reemplazaba. La puerta estaba abierta a los creadores de filosofías nuevas basadas en el platonismo o en el neoplatonismo, así como a los que en el extremo opuesto abandonaban toda forma de teología técnica por el humanismo o por un cristianismo supuestamente sencillo y primitivo. Aunque los contemporáneos no se dieran cuenta de esto, se presentaba a un revolucionario la ocasión de romper brutalmente con la Iglesia jerárquica y de apelar a la luz interior del individuo y a la Escritura, ya familiar entre los laicos. El rasgo característico de esta época nueva, la convicción íntima que tenía tan gran atractivo para los hombres religiosos de la Europa del norte, era una fe directa orientada al Cristo vivo de los evangelios, una fe personal dirigida al Redentor. Para esos creyentes, el desarrollo histórico del cristianismo, el sacerdocio mediador, las gracias de la vida sacramental, la palabra de la autoridad y la Iglesia visible no tenían sentido alguno. La fe no era una serie de artículos que se debían transmitir, sino la toma de conciencia, la aceptación de la redención y del Cristo vivo.

 

EPILOGO

 

El curso de la actividad humana que constituye la urdimbre de la historia nunca cesa de avanzar. La fase siguiente de la vida eclesial la describe en esta Historia de la Iglesia una pluma distinta. Pero el largo período que hemos recorrido representa un vasto paisaje con unidad propia. Tiene su propio ritmo, su crecimiento, su madurez y esboza la evolución de la sociedad y de la religión en Europa. No es inútil cerrar nuestro volumen con una ojeada retrospectiva.

Desde Gregorio Magno realizó la cristiandad grandes progresos y sufrió graves pérdidas. Un gran historiador de las misiones cristianas ha hecho esta extraña comparación: desde un punto de vista ecuménico, la Iglesia de 1500 no es más importante en extensión y número que la del 600. Las pérdidas fueron tan grandes como las ganancias. Las florecientes Iglesias de las riberas oriental y meridional del Mediterráneo, desde Salónica hasta España, y los países del Próximo Oriente cayeron en manos del Islam, de los mongoles y los turcos. Así, al final de nuestro período, y tras la caída de Constantinopla, al este y al sur de Italia no hay ningún Estado cristiano políticamente libre. Estas pérdidas se vieron compensadas por la reconquista de España, que nunca se había perdido del todo para la Iglesia, y por la evangelización de una larga banda de territorio que, partiendo de Galia y de las Islas Británicas, atravesaba Escandinavia y sus avanzadillas de las regiones árticas y pasaba por Europa central hasta Rusia y Bulgaria. Pero ciertas regiones septentrionales y orientales cayeron más de una vez bajo la invasión pagana. En el siglo xiv, algunas de ellas sufrían aún duras presiones.

La cristiandad en su conjunto sufrió además un daño irreparable con la separación entre Oriente y Occidente. Con las invasiones musulmanas se vieron diezmadas y, en ocasiones, desaparecieron por completo las Iglesias orientales que tanta gloria habían dado a la vida y al pensamiento cristianos con sus numerosos santos y doctores, tanto en los primeros tiempos como en época más reciente. Quedaron aniquiladas las fuerzas vivas de Siria, Alejandría y África. Sólo quedó una gran Iglesia floreciente: la de Constantinopla. El Occidente medieval no pudo en la práctica servirse de los escritos y tradiciones del Oriente, por lo que este tesoro se perdió para él. Esta circunstancia implicó una disminución de vitalidad, imposible de medir, pero ciertamente importante. Las pérdidas sufridas por la Iglesia de Oriente fueron también muy graves. La desaparición de esas Iglesias, que eran fuerzas vivas, fue sin duda la causa principal de la ruptura entre la Iglesia ortodoxa superviviente y la Iglesia romana. La Iglesia de Constantinopla está aislada. Iglesia de la capital e Iglesia del emperador ocupa una situación a la vez de prestigio y de dependencia. La rivalidad con Roma es casi inevitable; en esta circunstancia, ambas sufren graves daños. A las dos les faltó siempre esa fuerza particular que les habría dado la unión. El historiador tiene que recordar —y recordarlo a sus lectores— que el cristianismo católico romano habría podido tener un rostro distinto de los rasgos latinos y francoalemanes que configuraron el semblante de la Iglesia en la Edad Media.

El fenómeno más importante de la Iglesia occidental fue la progresiva emergencia del papado como poder monárquico supremo. El papado no había ocupado al principio más que un puesto honorífico y una presidencia ecuménica en cuanto depositario de la fe. Había sido la gran autoridad patriarcal del Occidente. Los papas del comienzo de la Edad Media perdieron pronto todo influjo sobre la Iglesia de Oriente. En Occidente, por falta de energía y de valor moral, su autoridad se vio debilitada por las pretensiones y las ambiciones de los reyes y emperadores y por el dominio paralizante del control laico. Desde León IX a Inocencio III, varios pontífices enérgicos restauran el pres­tigio de la Santa Sede, su autoridad única y suprema en materia de enseñanza, de juicio y de gobierno. Gregorio VII sitúa al papado por encima del poder imperial. Inocencio III extiende su atención a la esfera política y se interesa por la suerte de los laicos. Durante casi un siglo, el papado pretende ejercer su autoridad sobre el clero y sobre los príncipes de los países católicos. La Iglesia —que había sido una masa de creyentes reunidos bajo la autoridad de sus pastores— se convierte en un cuerpo jurídico gobernado por una burocracia central, dominado por una jerarquía y dirigido por un monarca que se considera vicario de Cristo.

Al extenderse el poder pontificio se efectúa un desarrollo sin precedentes de todas las instituciones y de todas las actividades. La teología se sistematiza inspirándose en la filosofía aristotélica y en algunos conceptos platónicos, pero conservando su independencia. El derecho canónico se erige en disciplina y pasa a ser una profesión. Se perfecciona la administración de la curia, de la diócesis y de la parroquia. Surgen nuevas órdenes religiosas. Se fundan órdenes centralizadas e internacionales. Los siglos XII y XIII constituyen una especie de apogeo: la época conoció una pléyade de ilustres teólogos y de grandes santos, muchos de los cuales siguen estando presentes en la conciencia católica y representan modelos de imitación de la vida de Cristo válidos para todos los tiempos: Anselmo, Bernardo, Francisco, Tomás, Catalina. El genio artístico y arquitectónico y una técnica de construcción superior a todo lo que se había conocido desde el ocaso del Imperio Romano expresan el fervor religioso y la fe de forma más adecuada que nunca.

Esta época se termina hacia el 1300. La filosofía aristotélica encuentra una rival. Se comienza a abandonar la metafísica. La filosofía y la teología se separan. El sentimiento nacional y el «punto de vista laico» se desarrollan rápidamente en una sociedad que aumenta en complejidad y avanza en la explotación de las riquezas y el manejo de mecanismos financieros de un mundo mercantil en los umbrales del capitalismo. Entre tanto, el papado va de catástrofe en catástrofe: rehúsa reformarse y, por ello, es incapaz de reformar a la Iglesia.

En el curso de los primeros años de su existencia, la Iglesia cristiana no se había comprometido en el mundo. Había seguido siendo un cuerpo autónomo que vivía su vida propia en medio de una sociedad que le era extraña y cuya autoridad respetaba sin compartir la responsabilidad. Luego, durante unos siete siglos, la Iglesia de Occidente, sobre todo el clero, había dominado y penetrado poco a poco todas las actividades y todas las clases. Reivindicaba la dirección y el control de esa sociedad, cristiana al menos nominalmente, en todos los campos. Y he aquí que en el siglo XIV comenzaron a afirmarse de nuevo las motivaciones puramente temporales y las fuerzas materiales. Se dibujan las grandes líneas de la historia moderna: rivalidades entre la Iglesia y el Estado, entre clérigos y laicos, entre la razón autónoma y la verdad revelada, entre autoridad y libertad personal. La mayor parte de los hombres cultos vive ahora bajo una doble obediencia. Fue una desgracia para la Iglesia de la Edad Media que el espíritu nuevo comenzase a soplar en una época en que estaban desgastadas las antiguas estructuras, en un momento en que las debi­lidades y abusos de la Santa Sede, la decadencia de los ideales y de las institu­ciones antiguas hacían casi imposible una verdadera restauración.

Estas debilidades y estos abusos de la Iglesia de la baja Edad Media se han descrito muchas veces: pretensiones extravagantes de la curia, impuestos pontificios y provisiones, plagas de la encomienda, la acumulación de beneficios y el absentismo, incapacidad de los obispos para imponer un límite a las múltiples exenciones e inmunidades de las organizaciones privilegiadas. Más profundamente se comprueba el empobrecimiento del mensaje evangélico en aquellos que se nutren de la teología escolástica en sus últimos tiempos. El fervor y la piedad popular se materializan y se hacen mecánicos. Cuando se consideran retrospectivamente los siglos transcurridos entre Gregorio I y Bonifacio VII o Martín V se advierten tres principios de debilidad que constituyen otros tantos peligros permanentes para la Iglesia cristiana, más amenazadores a medida que avanza la Edad Media. El primero es la riqueza. La Iglesia recibió dotaciones en cantidad excesiva. En los siglos XI y XII, ello se debió a motivos de piedad; luego fue fruto de una administración cuidadosa y de una deliberada política de acrecentamiento. Se perdió el espíritu cristiano de renuncia y de sencillez; sacerdotes y religiosos participaron en una aristocracia del dinero y de la propiedad, inseparable de Mammón. El segundo peligro estriba en la implicación en los asuntos temporales. Poco a poco se fue modificando la cooperación de los sacerdotes en los asuntos profanos, que inicialmente había sido impuesta a la Iglesia por las necesidades de la época y luego fue exigida por el poder temporal, el cual carecía de laicos cultos y cualificados. Al principio consistió en un control que permitía aplicar los principios cristianos. Luego se convirtió en una dependencia económica y política que transformó a los obispos en servidores de los monarcas. El espectáculo del papa comportándose como un príncipe secular, manteniendo relaciones políticas con las otras potencias y llegando hasta a luchar contra reyes cristianos no ayudó a los obispos y a los abades a apartarse de los asuntos temporales. La economía, que durante mucho tiempo fue sobre todo agrícola, y los vínculos de vasallaje, que unían a los propietarios de tierras con un soberano, transformaron a obispos y abades en señores y les impusieron las obligaciones correspondientes a sus privilegios. El obispo rico fue con frecuencia un absentista inveterado: dejaba su diócesis para servir al rey o trataba de hacer carrera en la corte pontificia. Esta fue una de las principales razones de la decadencia de la Iglesia en la baja Edad Media.

Finalmente hubo a la vez penuria de sacerdotes competentes y plétora de eclesiásticos. Los contemporáneos se dieron cuenta de esto; pero desde Inocencio III hasta el Concilio de Trento no se buscó ningún remedio serio. Las Universidades —quizá la más importante innovación institucional de la Edad Media— multiplicaron el número de clérigos, impidiendo más que propiciando la formación del clero en cuanto tal. La escuela catedralicia dirigida por el obispo había desaparecido antes de que triunfase la Universidad. Pocas personas podían adquirir una formación teológica, que era larga y costosa. La dirección de los clérigos jóvenes pasó del obispo al canciller de la Universidad. Las facultades de letras no tenían la vocación de la enseñanza teológica. Los candidatos a las órdenes no estaban formados en materia de disciplina, de vida espiritual y de práctica pastoral, ni siquiera en teología.

Sin embargo, la Iglesia medieval dejó una herencia colosal y magnífica. La unidad de los fieles bajo la autoridad del pontífice romano iba a ser parcialmente quebrantada, pero subsistió e incluso se afianzó. Los escolásticos llegaron a exponer toda la doctrina y la práctica cristianas, y ese sistema constituye desde entonces la base de la teología dogmática. Las órdenes de monjes y de frailes continúan su obra de oración litúrgica y de acción pastoral. Después de tantos siglos, la arquitectura y las artes siguen dando testimonio de aquella edad de fe y de aquella época de la Europa cristiana. Por encima de todo, durante todo este período la vida del espíritu continuó en su mayor parte escondida como siempre, pero saliendo aquí y allá a la superficie de la historia, bien en individuos, bien en comunidades. No hubo ningún siglo que no produjese santos entre los sacerdotes y entre los laicos; ningún siglo que no produjese servidores anónimos de Dios. Su oración y su sacrificio aportan lo que falta a los sufrimientos de Cristo; son en todo momento los pilares invisibles del edificio

 

FIN DE LA EDAD MEDIA .