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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

 

CAPITULO OCTAVO

 

EL ABSOLUTISMO REGIO Y EL NUEVO PENSAMIENTO

IV

EL DEISMO INGLES

 

Independientemente de Descartes, pero en coincidencia temporal con él, también destacados espíritus ingleses llegaron a la repulsa de la Escolástica, que todavía se enseñaba en las universidades del país. Mientras los cambios religiosos, exigidos por el Estado, dominaron todo el siglo XVI y condujeron a violentas conmociones internas, los adelantos de las ciencias naturales mostraban a los filósofos el camino de la empiria, que tan afín era al carácter del pueblo inglés. La comprobación de las ideas por los hechos es más importante que la demostración lógica. Los primeros defensores del empirismo del siglo xvii no fueron enemigos de la revelación. El lord canciller, Bacon de Verulam (f. 1626), fue un cristiano creyente. Pero distinguió exageradamente entre la fe y la ciencia. El «reino de los hombres», que debía ser conformado cada vez mejor mediante nuevos inventos, está libre de la vinculación a Dios. Lo que él pedía era una «interpretación de la naturaleza», que debía partir del caso individual y del experimento logrado. Su programa fue transformado en sistema por su antiguo secretario Hobbes (f. 1679). Este vio todo el proceso natural como una especie de proceso técnico, como la marcha de una máquina. Mas en la naturaleza se encuentran también el hombre y el Estado. Ya no quedaba espacio alguno para la religión y el cristianismo. La Biblia era explicada de una manera puramente moral. Los milagros se explicaban por la naturaleza.

 

El lord Herbert de Cherbury (f. 1648) se ocupó más del problema religioso. Partiendo de la desunión religiosa, intentaba crear un sistema natural de religión. Son ciertas y obligatorias para todos, enseñaba él, sólo aquellas verdades que se pueden demostrar con la razón. Como la naturaleza, y, por tanto, la razón, son iguales, en todos los hombres se pueden comprobar principios religiosos que son comunes a todas las religiones. Cherbury enumeraba cinco de ellos; la existencia de Dios, la obligación de adorarle, el deber de la piedad y de la virtud, el desprecio al pecado y la voluntad de perfeccionamiento, fe en una retribución en esta vida y en la otra. La revelación es cierta sólo en la medida en que coincida con estas verdades de razón. Todo lo demás, incluso la doctrina de un gobierno divino del mundo, es falsedad sostenida por los sacerdotes. Con la inclusión en el Índice de todos los tratados del lord inglés no se puso fin a su peligrosa doctrina.

 

Una generación más tarde las opiniones de los modernos serían expuestas más abiertamente. Pasada la «revolución gloriosa» se concedió, en efecto, libertad de conciencia y de prensa, de la cual sólo se vieron privados los católicos. Ahora se podía publicar también sin temor alguno opiniones libres, esto es, que divergieran de la religión oficial del Estado. A estos «librepensadores» pertenecían John Locke (t 1704), que había regresado a Inglaterra con Guillermo de Orange. En su deseo de asegurar la independencia y autonomía del pensar rechazó la doctrina de las ideas innatas. Para comprobar el contenido de verdad de la revelación buscaba un criterio, que creyó encontrar en la concordia de las doctrinas fundamentales de la religión con las doctrinas de una ética y una metafísica apoyadas en la razón. De su obra La racionalidad del cristianismo, tal como ha sido transmitido por la Escritura se desprende que la moral cristiana de hoy coincide, en parte, con la ley mosaica, y, por ello, con la ley natural. La sumisión a la ley moral cristiana garantiza la salvación. Jesús es el Mesías y el Maestro de la vida moral. El cristianismo, atestiguado por el milagro, es reconocido como complemento de naturaleza y razón. Su bondad consiste en el claro conocimiento de los deberes morales, en la restauración del verdadero culto en espíritu y en verdad, y en la fe en la inmortalidad y la justicia final. El deísmo de Cherbury, como se llamaba a esta religión natural, tuvo desde Locke un matiz fuertemente ético.

 

La tendencia siempre mayor a un predominio de la empiria, la creciente repulsa de lo sobrenatural en Inglaterra, fueron legadas al próximo período como peligrosa potencia espiritual .

 

LA SOCIEDAD DEL BARROCO

 

Otra funesta herencia, no sólo del absolutismo francés, sino de todo el barroco, fue el abandono de los problemas sociales y colectivos. Los siglos XVI y XVII se habían encerrado demasiado en su pensamiento conservador, cosa que resultaba muy explicable por la postura de defensa y restauración adoptada por la Iglesia. La jerarquía medieval de las clases sociales y el reparto de sus funciones incluso en la Iglesia parecían tener un carácter sagrado, que nadie se atrevía a tocar. Aun cuando una abadía alemana, en la que desde la Edad Media los «puestos» estaban reservados a la nobleza, no pudiera ser reformada a causa del pequeño número o de la deficiente actitud religiosa de los nobles conventuales, nadie se atrevió a pasar por encima de los privilegios de clase y admitir como monjes a simples burgueses. Y si, como en el caso de Fulda, eran recibidos, constituían, por así decirlo, una especie de convento auxiliar de segundo rango para las funciones litúrgicas, pero carecían de voz y voto en el capítulo, y por ello tampoco participaban en la dirección y administración del monasterio ni de los terrenos anejos a la fundación. Todos los esfuerzos de reforma llevados a cabo por los nuncios y por inteligentes abades-príncipes fracasaron.

 

Ya hemos hecho mención antes de cómo en los obispados del Imperio alemán el rígido principio de nobleza condujo a intrigas diplomáticas y políticas penosísimas, y también a una acumulación institucional, que estaba en abierta oposición precisamente con las decisiones de Trento. Incluso en el territorio austríaco, donde los obispos pertenecían a los Estados provinciales y hubo incluso algunos obispos de la burguesía —recordemos aquí, por ejemplo, al cardenal Klesl de Viena— en los peores años de la Reforma y con ocasión del trabajo desgastador de la Contrarreforma, no encontramos ya hacia 1700 ningún obispo más procedente de la burguesía. El feudalismo aristocrático había vencido en toda la línea a fines de esta época.

 

Cosas parecidas pueden decirse acerca de la posición de la mujer en la Iglesia. También en este punto predominaba un criterio medieval. Las iniciativas que el humanista español y amigo de Erasmo, Juan Vives, había presentado en otro tiempo en su libro De institutione jeminae christianae (1523), sobre la educación y la enseñanza de las jóvenes significaron ciertamente la inauguración de una pedagogía moderna con gran comprensión de la peculiaridad y de la misión propia de la mujer. Esta obra tuvo pronto cuarenta ediciones, pero sus pensamientos calaron poco en la Iglesia oficial. Además, Vives tenía ante los ojos, en primer lugar, el puesto de la mujer en la familia. En la conciencia general de la Iglesia el puesto de la mujer soltera era el convento de rígida clausura. La gente se había dejado influir con exceso por las experiencias del tiempo de la Reforma.

 

Si los obispos, impulsados por el espíritu del humanismo cristiano, se atrevían a crear otros tipos de comunidades para la vida religiosa de la mujer y su estructuración en la Iglesia, encontraban en Roma una resistencia radical. Las Hermanas de la Visitación de María fueron transformadas, contra la voluntad de su fundador, Francisco de Sales, en monjas de clausura. Las ursulinas, la más importante congregación religiosa de mujeres de Francia, fueron elevadas a Orden religiosa con clausura papal en 1620. San Vicente de Paúl sabía qué destino les esperaba a sus Hermanas de la Caridad en el caso de que solicitaran la aprobación pontificia, y por eso les aconsejó siempre que desistieran de ello. Más trágica fue la suerte que estuvo reservada, como antes hemos indicado, a las Damas Inglesas y a su fundadora, María Ward. La joven inglesa había entrado en 1606 en las clarisas de St. Omer, pero creyó que su vocación estaba en cooperar a la salvación de las almas, sobre todo en su patria inglesa, que se hallaba en tanto peligro. Se entusiasmó con las valerosas actuaciones de los jesuítas en Inglaterra y fundó en 1609, con algunas amigas de su país natal, una asociación religiosa a imitación de la Compañía de Jesús. Cuando su actividad resultó casi imposible en Inglaterra, fundó casas en Lieja, Colonia y Tréveris. Quería promover mediante la escuela y la educación la formación católica consciente de la mujer, ayudar a la cura de almas en su patria y cooperar a la gran obra misionera de la Iglesia. María Ward heredó de Inglaterra un cierto temperamento de seguridad, la naturalidad con que viajaba y hablaba allí la mujer, el deseo de independencia y también un brote de testarudez británica, con el que reaccionó a los obstáculos. Para poder desarrollar sus fines, la comunidad no se conformó con la autorización episcopal de algunas casas aisladas. Las compañeras querían permanecer unidas y por esto intentaban evadirse de la jurisdicción de los obispos diocesanos, con el fin de tener una mayor libertad y posibilidad de entrar en acción. Aspiraban a depender directamente de la Sede Apostólica, como Orden religiosa bajo una superiora general. A esto se sumó el que vieran el mayor impedimento para su obra apostólica en el retiro de los conventos de mujeres, y por esto rechazaron, de una manera radical, la clausura para su comunidad. Si obtenían el reconocimiento como Orden, esperaban poseer toda clase de posibilidades para actuar a la manera de los jesuítas, a los que, contra la voluntad de los mismos, de tal forma se ligaron en reglas y órdenes, en estructuras y objetivos, que se consideraba a estas religiosas como complemento femenino de la Compañía de Jesús, como jesuitinas, y por esto tuvieron también contra sí, sin más, a todos los enemigos de la Compañía de Jesús. Aunque la comunidad abrió una escuela en la misma Roma para convencer con su actuación, no pudo conseguir la aprobación pontificia, por las acusaciones y calumnias y por la desconfianza y escrúpulos de la Curia romana. Aquellas mujeres se encontraban indefensas frente al agente del clero inglés, que, sin fundamento alguno, las acusaba de injerirse y entorpecer la cura de almas. Llegaron a ser la comidilla de la gente que, extrañada, movía la cabeza ante estas monjas extranjeras que visitaban las iglesias con el traje corriente de la mujer.

 

Después de casi cinco años de lucha para conseguir la aprobación, María Ward abandonó Roma. En 1624 la Congregación de Propaganda había exigido la transformación del Instituto en una Orden de clausura o su disolución. La escuela de Roma fue clausurada. Como ahora la superiora abrió casas en Munich y Viena con fundaciones del elector Maximiliano y del emperador Fernando II, sin preocuparse de obtener el permiso de los obispos correspondientes, y persiguió los mismos objetivos en Praga, la Congregación de Propaganda se puso de nuevo en movimiento y ordenó a los nuncios que, por vía administrativa, cerrasen todas las casas. Ante la inminente clausura de sus residencias belgas, María Ward había enviado allí, como visitadora, a una de sus compañeras de más confianza. Pero las casas estaban ya cefradas cuando ésta llegó. Sin embargo, logró restablecer la comunidad de la Orden e invitó a sus miembros a renovar los votos. Ante esto, todo el Instituto fue suprimido en 1631 por una bula de Urbano VIII, y María Ward, recluida en el convento de clarisas de Munich. Después de ser puesta en libertad regresó a Roma y luego a Inglaterra, y allí, con tolerancia eclesiástica, prosiguió hasta su muerte (1645) su trabajo en la educación de la juventud femenina. En el afio 1680 el obispo de Augsburgo reconocía el Instituto; su ejemplo lo imitaban los obispos de Freising y Salzburgo. Hacia 1700 la dirección del Instituto pudo trasladarse a Munich, e incluso el papa aprobó sus reglas en 1703. La independencia cristiana de «esta mujer incomparable con que la católica Inglaterra obsequió a la Iglesia en sus horas más cruentas» (Pío XII), unida a su inconmovible fidelidad a la Iglesia, abrió el camino a una congregación femenina moderna, dirigida de modo centralista, y creó el recto orden de vida para la actuación apostólica de la mujer en la Iglesia de nuestros tiempos.

 

El absolutismo tampoco tuvo en cuenta los auténticos problemas sociales. En la España de un Felipe II sólo dos estamentos gozaban de consideración: el soldado y el sacerdote. El trabajo manual de cualquier tipo, en el campo o en los talleres, era despreciado y se dejaba a los moros bautizados. La tierra se empobrecía, porque sólo los siervos y esclavos la cultivaban. Unas pocas familias nobles se hicieron dueñas de la mitad del reino. En Francia los estadistas no conocían otra cosa que el aumento del territorio nacional por constantes guerras, y el esplendor de la corte, que debía sobrepasar, con su cultivo humanista de la cultura, a la Roma barroca. En la corte no existía comprensión alguna para la miseria del hombre de la calle. Los célebres predicadores de la corte de Luis XV apenas si aludieron a la responsabilidad social de sus oyentes, a pesar de que durante dieciocho años el jesuíta Bourdalou recordó irreprochablemente a la sociedad cortesana la obligación de llevar una vida cristiana, y que el oratoriano Massignon, en sus sermones de Adviento y Cuaresma ante el rey, predicara íntegramente las verdades eternas. Algunas personas que contemplaban la situación con los ojos abiertos y el corazón despierto, apenas tenían influencia. El jesuíta español Juan de Mariana, en su Espejo de Príncipes (1599), señalaba al rey su obligación de ayudar a la clase campesina, de suavizar las diferencias sociales entre los inmensamente ricos y los depauperados, de no recargar con impuestos los víveres, sino el lujo, e incluso invitaba a los clérigos a destinar parte de sus ingresos a obras sociales.

 

Un siglo después Fenelón defendía en su Espejo de Príncipes el primado de lo social sobre la política. De una manera velada, pero inequívoca, el Telémaco atacaba el despotismo de un Luis XIV, al que, en una célebre carta abierta, declaró que una guerra injusta no se hace menos injusta por su resultado feliz, que no se trataba de que la guerra terminara externamente con una victoria, sino de que dentro del reino hubiera pan suficiente para los que morían de hambre . Pero el Telémaco fue prohibido durante el reinado de Luis XIV, quien ordenó que fueran destruidos todos sus pliegos.

 

Quedaba reservado a la iniciativa privada de la conciencia cristiana no el transformar las condiciones sociales en un sentido cristiano, pues para esto era demasiado débil, pero sí el suavizar y hacer más soportables por la caridad las más grandes miserias existentes. El cuidado de los enfermos, especialmente en las épocas de epidemias, que la Compañía de Jesús, siguiendo el ejemplo de su fundador, exigía a todos sus novicios, incluso a los más distinguidos, no era considerado sólo como un acto de humildad propia, sino que tendía a aminorar la miseria del enfermo abandonado. El joven marqués Luis de Gonzaga —la causa de su muerte hay que buscarla en la asistencia a los apestados— halló en estos actos de caridad la piedra de toque de su heroísmo. Pocos decenios después un hermano suyo de Orden, el catalán Pedro Claver, comenzaba en Colombia sus cuarenta años de trabajo al cuidado de los esclavos negros, cuya suerte inhumana intentó aligerar en la medida de sus fuerzas. Un san Vicente de Paúl se consumía en la cura de almas del pueblo hundido en la miseria y de los condenados a galeras. El canónigo de Reims Juan Bautista de la Salle fundaba en 1684 la Congregación de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Procedente de una familia noble, ganado muy temprano por su director espiritual para la educación de la juventud, había fundado las primeras escuelas gratuitas para mozalbetes, acogido en su señorial mansión a algunos profesores para estas escuelas, y después había renunciado a su canonjía, para formar junto con aquellos maestros la congregación de los «Hermanos de las Escuelas Libres Cristianas». Por vez primera se enseñó en estas clases en la lengua vernácula, por vez primera se intentó reunir y formar aprendices en una escuela profesional, por vez primera también se formó a los maestros conforme a un sistema, en un seminario o escuela de magisterio.

 

Las condiciones de Alemania en el siglo XVII eran algo más favorables. Para compensar las cuantiosas pérdidas de hombres de la Guerra de los Treinta Años se trajeron colonos del Tirol y Suiza, e igualmente se acogió a los fugitivos expulsados por motivos religiosos de Francia, Saboya, Bohemia y Austria. Se les facilitó el asentamiento con privilegios y exenciones tributarias. Los gremios suavizaron sus rígidas limitaciones medievales. A los jóvenes aplicados de las clases modestas del pueblo se les facilitó el ingreso en la universidad, a través de numerosas instituciones. Fundaciones de estudios y testamentos de canónigos, que creaban veinte y treinta plazas libres, eran habituales. Aproximadamente una cuarta parte de los estudiantes de Ingolstadt procedía de las clases más humildes del pueblo. En los sermones de la época barroca se expuso muchas veces el derecho a la libre elección de profesión; e incluso el soberano, que se comportaba tan absolutistamente, se sentía, al menos en la manera de hablar y en las ceremonias de vasallaje, como un padre frente a los «hijos del país». Esto se puede decir sobre todo de los prelados suabos, que procedían casi todos de la clase burguesa artesana de las pequeñas ciudades o de las clases campesinas.

 

En realidad hay que admitir que no existía entonces una doctrina social católica. En la práctica, según un decreto de Felipe II de 1593, se había establecido la jornada de trabajo de ocho horas, que debían distribuirse según lo permitiera el calor del sol, de forma que no sufrieran ni la salud ni la vida. Igualmente fue suprimida la esclavitud de los indios en Brasil. Pero la resistencia de los plantadores dejaba reducidas estas órdenes a papel mojado, y en la cuestión de los cientos de miles de negros traídos de África como esclavos la época fracasó totalmente. Pero tampoco los programas sociales que habían elaborado Hobbes y Locke produjeron cambio alguno en las estructuras sociales; los resultados se vieron casi un siglo más tarde. Precisamente en la puritana Inglaterra, donde el absolutismo de cuño monárquico o parlamentario no pudo imponerse ante la resistencia de grandes fuerzas morales, donde los campesinos se convirtieron en arrendatarios y los artesanos en unos jornaleros mal pagados, la cuestión social no fue considerada como un problema, a pesar de los violentos cambios de posesiones que trajo consigo la Reforma. La pobreza es permitida por Dios, declaraba en 1687 Ricardo Baxter, porque muchos hombres sucumbirían a las tentaciones de la riqueza. El paro obrero se explicaba sólo por la pereza, en forma alguna por causas económicas. Por esto, no había que preocuparse de los parados. El camino que separaba la ética puritana del craso egoísmo era muy corto.

 

Lancemos una mirada a Italia y a la ciudad eterna. Tampoco aquí se conocía doctrina social alguna, pero sí la acción social, en forma de caridad, reconocida y promovida por los papas desde la renovación del siglo XVI. El cuidado de los enfermos, incluso de los apestados, fue el contenido de un voto especial de la congregación fundada en 1582 por san Camilo de Lelis. Para la enseñanza de niños pobres Juan Leonardi fundó en 1583, en Lucca, su congregación de sacerdotes. Aproximadamente unos diez años después, el noble aragonés José de Calasanz se compadecía del abandono de los niños pobres que crecían en Roma y no iban a la escuela. También él reunió en torno suyo a unos cuantos amigos, los «Clérigos regulares pobres, para escuelas piadosas», los piaristas o escolapios, que enseñaban gratis en sus escuelas. A pesar de las grandes dificultades que encontraron en la Curia, su obra se extendió, durante la Guerra de los Treinta Años, hasta Moravia, Polonia y Hungría, apoyada por ilustres príncipes de la Iglesia, a fin de recatolizar las ignorantes masas del pueblo. Rápidamente la congregación incluyó también entre sus obligaciones el atender a las escuelas superiores.

 

La postura personal de los papas, algunos de los cuales procedían de las capas más pobres del pueblo, era, por cierto, muy distinta. Mientras Urbano VIII no se hizo querer del pueblo, por los enormes tributos que impuso, Sixto V se hizo acreedor a grandes méritos, porque eliminó la plaga de ladrones que asolaba la Campaña y llevó a cabo la desecación de las lagunas del Pontino. Inocencio XI, con su bondad, dejó un gratísimo recuerdo. Como mecenas y constructores, los papas crearon muchos puestos de trabajo. Así, la erección de la basílica de San Pedro puede ser considerada también como una obra social. Citemos algunos detalles interesantes sobre el ambiente de trabajo que, según nos ha sido transmitido, reinaba allí.

 

Cuando se estaba levantando el obelisco en medio de la plaza de San Pedro, se encontraban en ella, como espectadores, todos los personajes de rango y prestigio que vivían en Roma, tanto príncipes como cardenales. En medio del trabajo sonaron las doce de la mañana. Inmediatamente se interrumpió la labor a fin de que los trabajadores realizaran, sin ser molestados, la comida del mediodía. Se hizo esperar con la mayor calma al numeroso público hasta que de nuevo se volvió a atar las sogas. Aunque los trabajos de construcción de la iglesia de San Pedro no podían ser interrumpidos durante los meses calurosos de verano, sin embargo, se montó una gran lona sobre la gigantesca plaza para que los trabajadores pudieran defenderse del sol. Cada vez que se concluía una de las partes principales del edificio, se daba una «allegrezza», una especie de comida extraordinaria al aire libre, con música, para todos cuantos habían participado en la obra. Una «allegrezza», una fiesta «donde el amor se regocija» (Crisóstomo), era el resumen de la mentalidad de una Iglesia refortalecida tras una crisis mortal.