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LA IGLESIA EN LA EDAD MEDIA

 

CAPITULO I

LA EVANGELIZACION DE EUROPA

 

Podemos comenzar nuestro largo examen histórico describiendo el movimiento de propagación de la fe en los países que habían permanecido paganos hasta este momento y en aquellas regiones, como Gran Bretaña y Renania, donde las Iglesias, establecidas bajo el régimen del Imperio Romano, habían desaparecido en parte o en su totalidad ante las invasiones de los bárbaros. Nuestro relato será forzosamente inconexo y complejo; cada episodio constituye de hecho un fragmento de la historia de cada país y región. Pero, de acuerdo con el propósito de este libro, una exposición sumaria de la expansión cristiana desde el pontificado de Gregorio I hasta los primeros decenios del siglo XI puede ayudar mucho al lector.

El año 600 existían aún en Italia algunas zonas no civilizadas cuya población estaba formada por campesinos paganos. La Italia central y septentrional —es decir, el territorio lombardo— estaba en manos de invasores teóricamente arrianos. Toda la península se hizo católica en un siglo. Pero en los relatos de la época no se halla una descripción completa de ese proceso. En el resto de la Europa cristiana, la unificación de la fe progresó regularmente, aunque fuese de forma difícilmente perceptible. Poco antes del comienzo de nuestro período, el arrianismo, que por un momento amenazó devorar a la Iglesia, había desaparecido de la Galia. La herejía subsistió sólo en España casi hasta la conquista musulmana.

En cuanto a la Galia, el año 600 la gran mayoría de la población era cristiana o, al menos, estaba en contacto con el cristianismo. Los habitantes de la península armoricana, inmigrantes celtas arrojados de la Gran Bretaña occidental por las invasiones sajonas, fueron los únicos que, por sus peculiaridades y costumbres propias, quedaron separados de la Iglesia gala durante más de dos siglos. Bretaña ha conservado los vestigios de ese pasado original hasta la época actual. Al norte de la Galia, el cristianismo romano había sido rechazado por la marea pagana fuera de la región correspondiente a la Bélgica actual hasta una línea que iba desde Amiens hasta Tréveris y Colonia; el reflujo todavía no había recobrado todo el terreno perdido. Sin embargo, Amand en Flandes, y otros personajes que en las brumas de la leyenda asumirán más tarde dimensiones heroicas, tales como Otmaro y Eligus (Eloy) en la región que abarca la Normandía, la Picardía y el Flandes de hoy, reincorporaron ciertos sectores a la fe. Al norte y al este de la Galia, algunos grupos de monjes irlandeses, discípulos o sucesores de Columbano, de Galo y Furseo predicaron y trabajaron en los alrededores de los monasterios que habían fundado en el Jura y la Suiza actual.

En Alemania, las invasiones no habían destruido por completo las colonias cristianas diseminadas por el actual Tirol austríaco, Suiza, sur de Baviera y Würtemberg; así Augsburgo y Coira, por ejemplo, habían continuado siendo sedes episcopales. El norte de Suiza, desde Constanza hasta Basilea, había conservado la fe. También había subsistido el obispado de Estrasburgo. Más tarde, en los primeros decenios del siglo VII, Columbano y sus monjes habían llegado a Zurich, Bregenz y el futuro Saint-Gall. El año 700 Suabia era parcialmente cristiana. El monje Pirminio, probablemente originario de Irlanda o de España, había fundado Reichenau y sus filiales Altaich en Baviera y Pfáfers en Retia. También en Baviera fueron fundados antes del 700 Salzburgo y Ratisbona, aunque la Iglesia no estaba todavía organizada en esas regiones. Turingia, donde el influjo arriano había durado más, quedó indisciplinada y desprovista de organización; sin embargo, los irlandeses habían colonizado Würtzburgo.

Un impulso misionero que partió de Inglaterra eclipsó más tarde todas esas tentativas desorganizadas.

En lo que respecta a las Islas Británicas, toda Inglaterra, exceptuando quizá Cornualles y el este de Escocia, fue ocupada al principio de nuestro período por los invasores paganos (sajones, ingleses, jutlandeses, daneses y otros), que se establecieron allí después de retirarse las tropas y la administración romanas. Los documentos literarios y artísticos, por muy remotos que sean, no ofrecen ningún indicio de que en esta época sobrevivieran comunidades cristianas en esa región. Sólo el país de Gales y Cornualles eran totalmente celtas y habían conservado la fe. En cuanto a Irlanda, como se indica en el primer volumen de Nueva historia de la Iglesia, todavía no estaba amenazada de invasión. De allí salieron dos grandes apóstoles misioneros: Columbano, para ir a Galia e Italia, y Columba, a Iona, en las islas occidentales de Caledonia. Aidano (651), instado por el príncipe Osvaldo de Northumbria, partió de Iona para Lindisfarne, donde llegó a ser obispo. Después de Lindisfarne se convirtió o reconvirtió Northumbria y luego, gracias a Finan, sucesor de Aidano, Mercia y algunos sectores de Estanglia.

Durante este tiempo la fe cristiana llegó al sur de Inglaterra por otro conducto. Uno de los actos más importantes de Gregorio I fue enviar a Inglaterra a Agustín y sus compañeros. Con este gesto, sin precedente en la historia anterior del pontificado, parece que Roma no quería iniciar un programa misionero; sin embargo, inauguraba así una política de evangelización que partía de sus propias bases. Por una serie de consecuencias imprevisibles se estableció un sólido vínculo entre el pontificado y esta lejana Iglesia de Inglaterra, lazo que se fortaleció más aún cuando la evangelización de la Europa septentrional, occidental y central se emprendió partiendo de las Islas Británicas. Al mismo tiempo, el pontificado imponía su autoridad directa sobre unos pueblos recién convertidos, entre los cuales gozaba de un prestigio considerable. Esta circunstancia fortaleció rápidamente su posición frente al Imperio de Oriente y, en época más tardía, le proporcionó toda su capacidad de resistencia en la lucha que hubo de sostener con los emperadores alemanes.

Tras los éxitos iniciales obtenidos en Kent y, gracias a la misión de Paulino, luego en Northumbria, la Iglesia comenzó a perder terreno en estas dos regiones. La conversión de Wessex y Estanglia fue lenta y se realizó por otros caminos. Como hemos visto, la fe cristiana fue llevada a Northumbria por los celtas del norte y se propagó por Mercia, reino que ocupaba los actuales Midlands. Dadas sus diferencias en materia de costumbres —especialmente en el modo de calcular la fecha de Pascua—, de piedad y de disciplina, fueron inevitables las controversias e incluso los conflictos entre la Iglesia inglesa del sur y la Iglesia celta. La primera tenía vínculos directos con Roma, mientras que la segunda continuaba una larga tradición de aislamiento. Se llegó a un acuerdo en el sínodo de Whitby en 663. Wilfrido de Ripon, monje celoso y enérgico que había peregrinado a Roma y recibido la tonsura en la Galia, tuvo un influjo decisivo en las discusiones. Impuso la apostolicidad y la autoridad universal de la sede de Roma. La Iglesia del norte aceptó las costumbres y decisiones de Roma.

Durante los decenios que siguieron al acuerdo de Whitby, la floreciente Iglesia de Northumbria dirigió parte de sus fuerzas al continente. Obró así por el sentimiento de afinidad que la ligaba a los sajones y a sus vecinos que habían permanecido en sus países durante las grandes invasiones, o bien por el influjo que ejercieron sobre ella los irlandeses, cuyo ideal era exiliarse por amor de Cristo y establecerse en el extranjero entre paganos. Durante un destierro, Wilfrido de Ripon evangelizó con éxito a los frisones. El misionero más famoso era procedente del monasterio de Wilfrido de Ripon; fue san Wilibrordo, llamado el apóstol de Holanda. Marchó a Frisia en 690 y fue consagrado obispo por el papa en 695. Sin embargo, el alcance de su éxito fue limitado, ya que murió en 739. Con Wilfrido (672/5-754) se abrió un período decisivo.

Este hombre extraordinario debe ser considerado entre los más grandes misioneros cristianos al lado de Cirilo, Metodio y Francisco Javier. Nació en Devon y pasó su juventud y parte de su edad madura en los monasterios de Wessex, cerca de Winchester y del Solent. Después se sintió llamado a llevar la luz de la fe a los hombres de su raza que vivían en Europa. Comenzó en 716 por Frisia, cuyos habitantes llevaban tiempo resistiendo al evangelio. Tropezó con su oposición y se retiró, pero fue sólo para peregrinar a Roma en 718 y recibir de Gregorio II el mandato de regresar a Frisia, donde trabajó ya con más éxito en compañía de Wilibrordo (719-722). Desde el comienzo de su carrera misionera mantuvo la tradición anglosajona según la cual toda Iglesia debe estar vinculada directamente con la sede de Roma. El mismo pasó allí largas temporadas en 718 y 722, recibió la consagración episcopal de manos del papa y fue confirmado con el nombre romano de Bonifacio. Le encomendaron de nuevo la misión de predicar y gobernar, y pasó varios años en Hesse y en Turingia hasta 739. Por último marchó a Baviera, cuya población era semipagana, aunque había aceptado ciertas tradiciones cristianas e incluso contaba con algunos grupos de cristianos. Organizó completamente la Iglesia, lo mismo que haría más tarde en país franco por encargo de Pipino. Fundó varios de los grandes obispados de Alemania central.

Bonifacio tuvo el don de la amistad. Supo inspirar una confianza tan grande como la que manifestaba a los demás. En sus cartas, gran parte de las cuales se ha conservado hasta nuestros días, describe su época y detalla de un modo vivo y completamente original su labor entre los paganos. Así escribe a la abadesa Eadburga de Minster: «Escribid para mí en letras de oro las epístolas de mi señor el apóstol san Pedro», a fin de que los paganos puedan reverenciar las Sagradas Escrituras. Y a Daniel, obispo de Winchester, para pedirle un «libro de los seis profetas... escrito en letras grandes y distintas... desde que mi vista se oscurece no puedo distinguir las letras minúsculas y ligadas». Por su parte, envía como regalo desde Alemania a Daniel «un abrigo de seda y de lana de cabra y una toalla para secarse los pies». En otro lugar lo vemos en dificultades con los francos, con los cuales había jurado al papa que no tendría ninguna relación, y cuyo clero, rico y mundano, «parece no afectarse por nuestros trabajos y luchas en medio de los paganos». Le siguieron a Alemania amigos de Inglaterra, algunos llamados por él mismo; entre ellos hubo monjes y monjas. Para ellos fundó abadías como Fritzlar y Fulda y obispados como Würtzburgo; estos lugares sirvieron de bases y fortalezas para los misioneros y constituyeron focos de vida espiritual y de estudio para las jóvenes Iglesias. Entre los que siguieron a Bonifacio estaba Wilibaldo, monje inglés que al volver de una peregrinación a Palestina tomó parte en el restablecimiento de Montecassino junto con su hermano Winibaldo, futuro obispo de Eischstátt, su hermana Walburga, abadesa de Heidenheim, y Lull. Mantuvo con sus amigos de Inglaterra una correspondencia que refleja vivamente su personalidad e indica la excelente calidad de la formación literaria que podía adquirirse en la Iglesia anglosajona, al menos en los grados superiores. Nombrado arzobispo de «Alemania», Bonifacio ocupó el obispado de Maguncia en 732 y fue enviado como legado a la Iglesia franca por el papa Zacarías. Finalmente, en 754, fue asesinado con sus numerosos compañeros, casi fortuitamente, durante un viaje de evangelización por Frisia septentrional. A Bonifacio se le llama, con razón, el apóstol de Alemania. En efecto, aunque pasó casi toda su vida en regiones que no eran cristianas en absoluto o lo eran sólo en parte, de Frisia a Turingia, fue obra suya la consolidación de la Iglesia: dio a las regiones correspondientes a Alemania meridional y al centro de Suiza su organización eclesiástica y sus primeros grandes monasterios. Y sobre todo dio a la joven Iglesia de Alemania una estructura y unas tradiciones de tipo romano. Ello se debió a la enseñanza recibida en Inglaterra y a las sucesivas peregrinaciones que hizo a Roma. Un papa clarividente le encomendó su misión y él se consideró como agente y representante de la autoridad pontificia. Las Iglesias y los monasterios de Alemania, recién nacidos y adolescentes, heredaron y conservaron esa tradición. De este modo, mientras el papado corría el riesgo de perder su independencia a causa de las incesantes pretensiones imperiales y atravesaba en Roma un período de humillación y de impotencia práctica, en el gran arco que va desde Inglaterra a Austria las jóvenes Iglesias se desarrollaban, observando ante Roma una actitud que iba a generalizarse en todo el Occidente durante varios siglos. A primera vista puede parecer paradójico que fuera en Germania y no en Francia donde el pontificado encontró su más temible enemigo tres siglos después. Pero no hay duda de que fue la tradición ancestral llevada allí por Bonifacio la que conservó en la obediencia a Roma a numerosas diócesis alemanas durante todo el conflicto que enfrentó al papa con el emperador.

Los discípulos de Bonifacio continuaron esta obra. En los decenios que precedieron al año 800, Carlomagno alentó sus esfuerzos en Frisia. Como se sabe, en Sajonia procedió de otro modo. Durante una guerra brutal, que duró treinta años, los sajones (o lo que quedaba de ellos) fueron obligados a bautizarse. Este procedimiento, a diferencia de tantas otras tentativas de conversión a sangre y fuego, acabó por dar origen a un pueblo conquistado duraderamente para la fe cristiana. Treinta años después, Anscario (801-865), monje de Corvey, fue consagrado obispo de Hamburgo bajo la protección de Ludovico Pío; más tarde aún se vincula Bremen a la sede de Hamburgo con la obligación de evangelizar a Escandinavia. De hecho, Anscario llegó hasta Birka, cerca del actual Estocolmo; más tarde evangelizó parte de Dinamarca. Pero la invasión de los vikingos hizo que retrocedieran las fronteras de la cristiandad y, a pesar de numerosos esfuerzos, la conversión de Dinamarca no se acabó hasta los comienzos del siglo XI, durante el reinado de Canuto, rey de Dinamarca y de Inglaterra. Desde esta última llegó el movimiento monástico a Dinamarca y de allí recibió también Dinamarca sus primeros obispos. A pesar de la imperfección XI, procedían sobre todo de Inglaterra. Pero ninguno de ellos iguala a Anscario y Wilibrordo. Los monjes tuvieron gran parte en la evangelización de Escandinavia. Las Iglesias danesa y noruega conservaron mucho tiempo en su liturgia, su literatura religiosa y su arte las huellas de sus vínculos con Inglaterra. Así, la catedral de Stavanger está dedicada a san Swituno de Winchester y, en la ciudad moderna, este santo patrón da su nombre a calles y marcas de productos. De Dinamarca la fe se transmitió a Islandia (996), donde floreció una fervorosa Iglesia. En 1122 llegó a Groenlandia, donde excavaciones recientes han descubierto una iglesia medieval.

La evangelización de la parte occidental de Alemania se hizo pacíficamente gracias a individuos o grupos animados de celo misionero. La mayor parte de las veces trabajaban entre su pueblo de origen u otro afín; en todo caso, no encontraron ninguna hostilidad de tipo racial cuando predicaron el evangelio. En la parte oriental de Alemania, en cambio, el cristianismo penetró lenta e irregularmente; precedió, acompañó o siguió a los ejércitos alemanes. La misión dependía de consideraciones políticas y de los azares de la guerra. Allí, en efecto, el pueblo de origen alemán chocó con los eslavos y con las tribus bárbaras y salvajes de la costa báltica. Además encontró varios obstáculos en su obra evangelizadora: el odio que suscitaba en los pueblos vencidos, las derrotas que también él sufrió y sobre todo las dos grandes invasiones paganas de los magiares o húngaros, que penetraron profundamente en territorio alemán. La primera oleada de húngaros fue destrozada por Enrique I tras dos grandes batallas, en 933, en Turingia y en Sajonia, junto al Elba; la segunda oleada fue detenida por Otón I cerca de Augsburgo en la batalla del Lech.

Los magiares habían asolado a Moravia; pero el cristianismo no pereció del todo. Sacerdotes alemanes y moravos penetraron en Bohemia, cuyo rey Wenceslao (Vaclav), muy inclinado al ascetismo, consagró su corto reinado (923­929) a construir iglesias y a extender la fe antes de morir asesinado. Durante este período, con Enrique I y más aún con Otón el Grande, el Drang nach Osten alemán comenzó a influir en la propagación del cristianismo. El primer pueblo con que tropezaron fue el de los vendos, que opusieron a los alemanes y a la nueva religión una tenaz resistencia. Aun así, en 948 se fundaba el obispado de Brandeburgo. El año anterior se había creado, probablemente, el obispado de Aarhus en Dinamarca y el de Oldenburgo algo después. Otón I veía realizado un antiguo deseo al fundar el arzobispado de Magdeburgo, en la frontera oriental de Sajonia; en 968, después de numerosas dificultades, el monje Adalberto fue su primer titular, siendo su obispado sufragáneo el de Merseburgo.

Poco después, Boleslao II, que reinó de 967 a 999, aceleró la penetración de la fe en Bohemia. Probablemente durante su reinado se estableció el obispado de Praga, con Maguncia como sufragáneo. El segundo obispo de Praga fue otro Adalberto; era monje y, tras haber realizado una labor misionera en medio de muy diversas vicisitudes, murió mártir en 997 entre los paganos de Prusia. Por la misma época, Piligrim de Passau, obispo competente y político ambicioso, trató de convertir a los magiares. Esperaba poder ejercer su autoridad entre ellos partiendo del obispado sufragáneo de su propia sede. Su tentativa fracasó. El rey san Esteban I (que reinó de 997 a 1038) fue el que dotó a Hungría de una organización eclesiástica ratificada más tarde por el papa Silvestre I. Esteban estableció en su país una jerarquía con un arzobispo en Gran (Esztergom) e hizo de su Iglesia un miembro vivo de la Iglesia de Occidente. Algunos decenios antes, en 968, había sido fundado en Polonia el obispado de Poznam (Posen) gracias a inmigrantes alemanes. Sin embargo, la conversión del país no se realizó hasta después de la de Mieszko I, que fundó el Estado polaco en 977. La Iglesia de Polonia recibió una organización más completa por obra del duque Boleslao I, que luego llegó a rey y reinó de 992 a 1025; Boleslao fundó un arzobispado en Gniezno (Gnesen). Había recibido la autorización para ello del emperador Otón III el año 1000, durante su peregrinación a la tumba de san Adalberto; Silvestre II erigió canónicamente esta sede arzobispal. De este modo se daba una organización permanente a las dos Iglesias más orientales que Roma tenía en el ámbito de su influencia. Al mismo tiempo se impuso un límite oriental a la extensión del arzobispado de Magdeburgo.

Por lo tanto, a mediados del siglo XI la mayor parte de la Europa continental era cristiana, desde la Rusia occidental católica y Bulgaria hasta España, al norte de la movediza frontera islámica. Permanecían aún paganos algunos sectores de los tres países escandinavos, la costa báltica y sus alrededores al este y al oeste de Bremen, lo mismo que algunas zonas de Europa central. Al este habían sido ganados para la ortodoxia gran parte de la Rusia europea y los Balcanes. El resto fue conquistado para la Iglesia durante los siglos XII y XIII. Las dos grandes comunidades que pretendían haber conservado intacta la fe primitiva de la cristiandad se repartieron este conjunto durante tres siglos. En el extremo occidental, la conversión de los pueblos tuvo algo misterioso, maravilloso y novelesco. El cristianismo celta, tan desprovisto de toda disciplina unificadora y de todo formalismo en materia de dogma, tan dotado para el arte y los estudios, tan desbordante de energía misionera —hasta el punto de enviar a sus hijos a Islandia y a las riberas del Danubio—, no tiene ningún equivalente en la Europa católica del este. Ninguna cultura cristiana primitiva puede competir con la que floreció en Northumbria y en Wessex y fue transmitida por los misioneros a Frisia y a Alemania. En todos estos países, las aguas salvíficas se extendieron como bajo el impulso de alguna fuerza infusa o sobrenatural. En el este, por el contrario, la cristianización estuvo ligada estrechamente a la expansión militar de Alemania y se realizó gracias al establecimiento de monasterios y a la erección de obispados. Es cierto que santos como Adalberto, Cirilo y Metodio dieron a menudo dimensiones espirituales a este proceso. Pero la diferencia subsiste. Por este motivo los misioneros occidentales son personajes de mayor relieve en la historia. Sin embargo, las conquistas realizadas por el cristianismo en tierras alemanas y eslavas son igualmente impresionantes y atestiguan el poder intrínseco del evangelio para atraerse a todos los pueblos europeos.

Durante el período que hemos examinado, las pérdidas que sufrió el cristianismo en su conjunto fueron tan considerables como sus ganancias. El motivo fue el auge imprevisible del Islam, la rapidez fantástica y la amplitud de sus conquistas. Mahoma murió en 632. En un siglo sus sucesores extendieron su Imperio desde Samarcanda y el Indo hasta Cádiz y los Pirineos. Sus ejércitos amenazaron los muros de Constantinopla y de Orleáns. No hablamos aquí de sus victorias en el Oriente, donde las florecientes comunidades cristianas de Siria, Armenia, Palestina y Egipto fueron asoladas y destruidas en su mayoría. En el oeste, desde el año 700, los musulmanes habían conquistado las provincias romanas de Africa y Mauritania. En 711 pasaron a España. Dos años más tarde casi toda la Península Ibérica estaba en sus manos. Sus ejércitos barrieron en oleadas todo lo que encontraron por delante, atravesando los Pirineos por sus dos flancos. Casi al mismo tiempo se extendieron por Asia Menor en dirección a Constantinopla. La cristiandad no había alcanzado aún los límites de su expansión en Europa, ni por el norte ni por el este. Un momento se vio reducida a Tracia y Grecia, que dependían de Bizancio, y en Occidente, a esa franja de territorios, apenas más ancha que una vasta galería, que va de Italia a Inglaterra atravesando los países francos. Hasta entonces la difusión del evangelio nunca había tenido un campo tan restringido en apariencia. Sin embargo, llegó un alivio precisamente en el momento en que las tenazas iban a cerrarse partiendo del oeste y del este. En 674-677 y en 717-718, la flota y los ejércitos musulmanes fueron derrotados ante los muros de Constantinopla; en 732 Carlos Martel venció, junto a Poitiers, al ejército de los invasores sarracenos.

Con razón se han considerado estas dos victorias de la cristiandad entre las batallas decisivas de la historia mundial. En el oeste, aunque al principio se pudo creer que sólo se trataba de una tregua, los Pirineos señalaron realmente el límite de los territorios ocupados por los musulmanes. En el este, el Imperio oriental pudo vivir siete siglos más; su poderío se renovó, permitiendo, entre otras cosas, la cristianización de Rusia. La más importante de las dos victorias fue sin duda la de Oriente. En efecto, Constantinopla era en aquel momento la cabeza y el corazón del Imperio cristiano; si hubiese caído se habría hundido la civilización bizantina y la fe no se habría propagado por los países situados entre el Danubio y el Ural. En Francia, al contrario, los musulmanes habían avanzado demasiado para poder dominar todo lo que habían conquistado. Y aunque las regiones costeras del Mediterráneo fueron aún hostigadas por los sarracenos durante cuatro siglos, probablemente no existió en todo este tiempo ninguna amenaza de conquista duradera. El rasgo más saliente de la victoria de Carlos Martel fue quizá que desde ese momento se tuvo conciencia de que no se había tratado simplemente de la victoria de un ejército, sino de la de Europa. Esta idea iba a inspirar la leyenda que más tarde se concretó en la Chanson de Roland.

 

 

MAPA DE LA EVANGELIZACIÓN DE EUROPA