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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

SIGLO PRIMERO. LA BATALLA CONTRA EL JUDEOCRISTIANISMO

 

CAPITULO IV

EFESO, EDESA, ROMA

 

La caída de Jerusalén, al poner término al mesianismo judío, liberaba al cristianismo de la presión a que había estado sometido y lo separaba sociológicamente del judaísmo. Pablo conseguía una victoria póstuma. Pero la Iglesia había estado hondamente relacionada con el mundo judío para poder separarse de un solo golpe y lograr un nuevo puesto en el mundo helenista. El período que va del 70 al 140, aproximadamente, constituye en este sentido una etapa de búsqueda. Las formas del pensamiento judeo-cristiano sobreviven a sí mismas. El cristianismo helenista es todavía demasiado joven para suscitar grupos de selección que lo relaboren en sus propias categorías. Es también una época en que, en las fronteras del judaísmo y del cristianismo, van a pulular las sectas “gnósticas”, que trasladarán a un mundo fantástico las esperanzas mesiánicas decepcionadas y condenarán el mundo presente. Se perfila, en fin, el primer enfrentamiento con el Imperio romano.

I. EL CRISTIANISMO EN ASIA MENOR

Al comienzo del libro III de su Historia eclesiástica después de describir la caída de Jerusalén, refiere Eusebio que “la tierra habitada” fue repartida entre los Apóstoles en zonas de influencia: Tomás entre los partos, Juan en Asia, Pedro en el Ponto y en Roma, Andrés en Escitia. Esta afirmación contiene una parte cierta de verdad histórica. Tal es el caso por lo que se refiere a Juan y Pedro. Pero es difícil de verificar para los demás. Hay, sin embargo, un dato que permite corroborarla. Los escritos apócrifos del Nuevo Testamento están distribuidos en ciclos: ciclo de Pedro, ciclo de Tomás, ciclo de Felipe, ciclo de Juan. Y estos ciclos parecen referirse a determinados medios geográficos. En particular, parece ser que la misión judeo-cristiana presentó a comienzos del siglo segundo varios tipos distintos: el tipo mesopotamio, relacionado con Santiago y Tomás; el cristianismo asiático, en conexión con Felipe y Juan: el grupo petrino, que comprende Fenicia, el Ponto, Acaya y Roma.

Asia Menor es la región en que el cristianismo manifiesta en nuestro período la más extraordinaria vitalidad. Esta región parece dividida en zonas de influencia. La parte más oriental, Licaonia y Cilicia, nos es la menos conocida. De ella nos ha llegado el recuerdo de la predicación de Pablo, a que aludirán más tarde los Hechos de Pablo. En cambio, de Frigia tenemos más información. Contamos, en efecto, con un precioso testigo: Papías. Papías fue obispo de Hierápolis, en esta región. Ireneo nos dice que fue compañero de Policarpo. Y el testimonio de Ireneo es excelente, pues él mismo conoció a Policarpo en su juventud. Ireneo declara también que Papías fue discípulo del apóstol Juan. Es posible que sea el mismo apóstol Juan la persona a quien Papías designa como el presbítero del cual fue discípulo.

Papías había escrito unas Exégesis de las palabras del Señor, en las que había reunido algunas tradiciones relativas a los Apóstoles y procedentes de aquellos a quienes él había tratado. Papías nos dice, en particular, que había oído hablar en Hierápolis incluso de las hijas del apóstol Felipe. Se puede, pues, tener por cierta la información que nos da acerca de que el apóstol Felipe vivió en Hierápolis. Más tarde afirmará el montanista Proclo que no se trata del apóstol Felipe, sino del diácono del mismo nombre, el personaje de quien nos dicen los Hechos que había vivido en Cesárea y cuyas cuatro hijas habían permanecido vírgenes y profetizaban. Pero Polícrates de Efeso, a fines del siglo segundo, confirma la información de Papías. Es el apóstol Felipe quien murió en Hierápolis. Dos de sus hijas habían permanecido vírgenes y murieron también en Hierápolis. Otra se había casado murió en Efeso.

Hay otros datos que parecen confirmar la relación de Felipe con Frigia. Esta región está cerca de la del apóstol Juan. Y es de notar que Felipe desempeña un papel particularmente importante en el Evangelio de Juan, escrito a fines de este primer siglo. Por otra parte, se ha encontrado en Nag Hammadi un Evangelio de Felipe, de carácter gnóstico y ciertamente posterior, pero que presenta muy notables contactos con la teología asiática de Ireneo y con el gnosticismo asiático de Marcos el Mago. También poseemos unos Hechos de Felipe apócrifos, que exaltan la virginidad. Podemos indicar, en fin, que Hierápolis no es objeto de ninguna carta de Pablo, ni de Juan, al contrario que las ciudades vecinas de Colosas y Laodicea: tal vez ello se deba a que Hierápolis era feudo de Felipe.

Frigia será a fines del período que estamos estudiando el punto de partida del montanismo. No carece de interés el advertir que Papías nos transmite, como procedentes de los presbíteros, algunas tradiciones relativas a las esperanzas milenaristas de un marcadísimo carácter apocalíptico. Una doctrina que Ireneo heredará de él. Ese entusiasmo apocalíptico parece haber sido uno de los rasgos del ambiente asiático. Lo hallaremos de nuevo en el hereje Cerinto. Incluso el Apocalipsis de Juan presenta algunas huellas. Así, pues, el judeo-cristianismo asiático ofrece un carácter muy particular, completamente distinto del judeo-cristianismo del ambiente palestinense de Santiago o del ambiente sirio de Pedro. Las esperanzas del mesianismo terrestre han sobrevivido aquí a la caída de Jerusalén sin degenerar en gnosticismo. Sin duda se debe a ese entusiasmo el hecho de que Asia Menor sea en esta época la región donde se cuenta mayor número de mártires, junto con las demás regiones que estuvieron en relación con ella, como la Galia de Ireneo o el Africa de Tertuliano.

La Frigia occidental y el litoral asiático aparecen bajo Domiciano, Nerva y Trajano como la región de Juan. Ya hemos encontrado a este apóstol en Jerusalén, donde era, junto con Pedro, una de las columnas de la Iglesia. Estaba presente en el concilio de Jerusalén, el año 49. Pero luego le perdemos la pista hasta su destierro en Patmos bajo Domiciano. Es probable que estuviera ya en Efeso cuando fue desterrado. Pero lo cierto es que residió allí después de su destierro. Contamos en este punto con un testigo de primer orden, san Ireneo, también originario de Asia y que conoció a Policarpo, discípulo de Juan. Pues bien, Ireneo recuerda repetidamente las enseñanzas de Juan en Efeso. Precisa que vivió allí hasta el reinado de Trajano. Clemente de Alejandría, por su parte, refiere que establecía obispos en las nuevas cristiandades. Policarpo y Papías fueron discípulos suyos.

Juan no es el primero en evangelizar esta región. Ya hemos visto que Pablo había residido en Efeso. Pero tampoco es Pablo quien llevó el Evangelio, sino que encontró una comunidad judeo-cristiana, la cual le procuró las dificultades que ya conocemos. Como ha subrayado P. Braun, este medio judeo-cristiano va a encontrar con Juan su línea propia: “Juan pertenecía al partido de los que pretendían renunciar lo menos posible al judaísmo auténtico”. Tal actitud se refleja claramente en el Apocalipsis, donde se condena con violencia a los cristianos que consienten en comer los idolotitos. Es conocida, por el contrario, la libertad de que Pablo da prueba en este punto. Juan está más bien en la línea de Apolo. De ahí que Asia vea desarrollarse entonces una especie original de judeo-cristianismo. En él persistirán las esperanzas milenaristas. Y Asia seguirá celebrando la fiesta de Pascua el mismo día que los judíos. El Apocalipsis y el Evangelio de Juan están relacionados literariamente con este medio judeo-cristiano, donde parecen evidentes las influencias esenias. La primera de estas obras está marcada por el cataclismo provocado por la profanación del Templo el año 70. Ve en ese hecho el castigo de Israel. Pero mantiene los ojos fijos en Jerusalén, donde espera la aparición de la Jerusalén nueva. En el Evangelio también domina el tema del Templo, pero centrado en la persona del Verbo hecho carne.

Tenemos la contrapartida de este testimonio de Juan en las Epístolas de Ignacio de Antioquia. Este atravesó Asia a fines del reinado de Trajano. Las Cartas que dirige a las iglesias acreditan la persistencia de esas tendencias judaizantes. Pero Ignacio pretende precisamente reducir sus excesos. Tales tendencias se manifiestan en Efeso. En Magnesia son más exactamente descritas: “las viejas fábulas” de que habla Ignacio son la expresión clásica para designar las esperanzas milenarias; los cristianos no observan el sábado, sino el día del Señor; es absurdo hablar de Jesucristo y judaizar. Estas tendencias impiden en Tralles la conversión de los gentiles. Los judaizantes enseñan que Cristo no ha muerto realmente, lo cual está en relación con la espera milenaria. En Filadelfia hay que desconfiar de los que interpretan la Escritura según el judaísmo. Es de notar que esta oposición al judeo-cristianismo va acom­pañada en Ignacio de urgentes invitaciones a la unidad en torno al obispo. Podríamos preguntarnos si no se da, concretamente en Efeso, un resto de coexistencia de las dos comunidades judeo-cristiana y pagano-cristiana.

Tenemos una expresión de ese judeo-cristianismo asiático en los libros V, VI y VII de los Oráculos Sibilinos. El libro V tiene un carácter judío muy acusado. Pero sabemos que es cristiano por una alusión concreta al nacimiento de Cristo Geffcken lo sitúa en tiempos de Domiciano. Las alusiones a Egipto podrían orientar en tal sentido. Pero hallamos también una enumeración de las ciudades de Asia: Pérgamo, Esmirna, Efeso, Sardes, Tralles, Laodicea, Hierápolis. Y el espíritu es más asiático que egipcio. El libro VI tiene un marcadísimo carácter judeo-cristiano y presenta contactos con el milenarismo de Cerinto. Y lo mismo, el libro VII. El primero es de comienzos del siglo II; el segundo, algo más tardío.

Gracias al Apocalipsis, a las Cartas de Ignacio, a Papías y Policarpo, conocemos algunos datos de los diversos centros cristianos de Asia. El primero que hallamos es Efeso. En esta ciudad terminó Juan su vida y a ella se dirige primeramente en el Apocalipsis. Dice de ella que ha sufrido, lo cual parece ser una alusión a la persecución de Domiciano, de la que fue víctima el mismo Juan. Añade que la ciudad detesta a los nicolaítas, es decir, la heterodoxia judeo-cristiana que entonces se convierte en gnosticismo y rechaza por completo el Antiguo Testamento. Le reprocha, sin embargo, que ha perdido su fervor. Treinta años más tarde, Ignacio reconoce a la misma Efeso idéntica supremacía. La alaba por hallarse limpia de toda herejía. Nombra a su obispo Onésimo. Hacia 190, el obispo de Efeso, Polícrates, dirá que siete miembros de su familia han sido obispos antes que él. Hacia 196, Apolonio dará fe de la persistencia de las tradiciones johánicas en Efeso.

La iglesia de Esmirna existía ya en la época en que Juan escribía el Apocalipsis; a ella va dirigida una de las cartas. Pero, a principios del siglo II, esta iglesia adquiere una importancia particular a causa de la personalidad de su obispo Policarpo. Este era obispo en 110, ya que Ignacio, durante su viaje hacia Roma, es huésped suyo en Esmirna. El mismo le dirige una carta desde Tróade. Policarpo escribirá poco después a los filipenses para enviarles la colección de las cartas de Ignacio. Por lo demás, conocemos bien a Policarpo gracias al testimonio de Ireneo, que vivió cerca de él en Esmirna durante su juventud y habla de él en su Carta a Florino. Policarpo sería martirizado el año 155, bajo Antonino. Poseemos las Actas de su martirio.

 Sobre las iglesias del interior disponemos de menos datos. El Apocalipsis menciona a Pérgamo. Allí, dice, se encuentra el trono de Satán. Tal vez esto aluda a que la ciudad es por entonces el centro del culto imperial. En Pérgamo tiene lugar el martirio de un cristiano, Antipas. Además, los nicolaítas cuentan allí con adeptos. Lo mismo sucede en Tiatira, donde ejerce su actividad una profetisa nicolaíta, designada simbólicamente con el nombre de Jezabel. Más importante es la iglesia de Sardes, antigua ciudad real. Sardes tendrá un obispo célebre, Melitón, en la segunda mitad del siglo II. Más en el interior se encuentra Filadelfia. Tanto Juan como Ignacio atestiguan la existencia de una iglesia. El primero pone a la ciudad en guardia contra los miembros de la sinagoga de Satán que usurpan el título de judíos. Se trata, al parecer, del movimiento gnóstico. Ignacio, por el contrario, pone en guardia contra los judaizantes, que introducen la división. La última carta de Juan va dirigida a Laodicea, ciudad próxima a Hierápolis.

Las Cartas de Ignacio nos muestran que en su época la Iglesia se ha desarrollado al sur de Efeso, en el valle del Meandro. Hay una iglesia en Magnesia, cuyo obispo se llama Damasco, y otra en Tralles, cuyo obispo es Polibio. De nuevo Ignacio pone en guardia a los magnesios contra los judaizantes. Es de notar que las Cartas de Ignacio centran su polémica en dos puntos. Por una parte, insisten en la unidad en torno al obispo; por otra, en la lucha contra los judaizantes. Se trata, seguramente, de la misma cuestión. En todo caso parece ser que, en este momento, la corriente judaizante es muy fuerte en Asia. El estado de cosas es semejante al que hemos encontrado en Papías.

2. LA MISION PALESTINENSE

Después de la caída de Jerusalén, la comunidad cristiana, que se había retirado a Pella en el 67, vuelve en parte a Palestina, probablemente a Jerusalén. Eusebio refiere que, hasta el asedio de los judíos en tiempos de Adriano, hubo en Jerusalén quince sucesiones de obispos, de todos los cuales se dice que fueron hebreos de vieja estirpe. Eran todos de la circuncisión. Se ha suscitado la pregunta de cómo tal número de obispos habían podido sucederse durante un período tan breve. Carrington ha propuesto que se vea en la lista de Eusebio la de los presbíteros de Jerusalén, entre los cuales era elegido el obispo. El número dado por Eusebio haría pensar que aquellos presbíteros eran exactamente doce. Y es posible que la iglesia de Jerusalén fuera gobernada por un consejo de doce presbíteros, uno de los cuales tendría preeminencia; lo cual representaría una concepción arcaica de la comunidad. En Antioquia, Ignacio compara a los presbíteros con el “Senado de los Apóstoles”, hecho que haría pensar que también ellos eran doce.

Eusebio pone de relieve que la comunidad de Jerusalén estaba compuesta enteramente de fieles hebreos. Comprendía algunos miembros de la familia de Cristo, en particular descendientes de Judas, que vivieron hasta el reinado de Trajano. Sin duda que la Epístola de Judas, de un acentuado carácter judeo-cristiano, está relacionada con ese medio. La iglesia de Jerusalén aparece así como una supervivencia de la primerísima iglesia judeo-cristiana presidida por Santiago. Este medio se caracteriza por una estricta fidelidad a las prácticas judías. Justino indica, todavía a mediados del siglo II, la existencia de judeo-cristianos de este tipo. Pero tal grupo no parece haber conseguido el favor de los judíos, pues Bar Koseba los perseguirá como a malos judíos. Según Epifanio, Aquila, el traductor de la Biblia, encontrará cristianos en Jerusalén hacia el 120. Y Hegesipo, a quien debemos todas nuestras informaciones sobre este medio, había salido del mismo. También procede de aquí, hacia el 135, el Evangelio de Santiago, con sus tendencias asceticistas.

Los orígenes de la iglesia de Egipto están ligados a la iglesia de Jerusalén. Sería totalmente improbable que Egipto no hubiera tenido misioneros cristianos. La razón de nuestra ignorancia es, sin duda, que Egipto no entraba en la esfera de acción de Pablo, casi la única de que estamos informados, sino que tenía relación con la misión palestinense. Los primeros misioneros pudieron ser helenistas. La Epístola a los Hebreos, que es casi ciertamente egipcia, presenta varios puntos de contacto con los discursos de Esteban. Además, se nos han conservado los fragmentos de dos Evangelios apócrifos de procedencia egipcia. Clemente de Alejandría cita el Evangelio de los Egipcios, y Clemente y Orígenes, el Evangelio de los Hebreos. Al parecer, se trata de los Evangelios de dos comunidades egipcias, la una compuesta de judíos convertidos, la otra de egipcios convertidos.

Las características judeo-cristianas de estos dos Evangelios son sorprendentes. El Evangelio de los Egipcios presenta, en concreto, rasgos asceticistas, como la condenación del matrimonio, que hallamos en otras regiones de la misión jerosolimitana. El papel desempeñado por algunas mujeres del Evangelio, como Salomé o María Magdalena, también parece en conexión con el medio de Jerusalén. Es de notar que la única mención de Alejandría en el Nuevo Testamento se refiere a Apolo, cuyo bautismo es de origen palestinense. Asimismo parece ser que Panteno, el primer doctor alejandrino, era un judeo-cristiano emparentado con el medio palestinense. Panteno conoce el hebreo, y de él, sin duda, ha heredado Clemente algunas tradiciones judeo-cristianas referentes a Santiago, así como ciertas doctrinas apocalípticas. A fines del siglo II, la respuesta de los alejandrinos, con ocasión de la disputa pascual, es enviada a Roma precisamente por medio del obispo de Jerusalén, Narciso.

Hay otro rasgo que parece relacionar a Egipto con la misión judeo-cristiana: la estructura que allí presenta la jerarquía. Varios autores del siglo IV, en particular Jerónimo y el Ambrosiaster, indican que en Egipto el, obispo era simplemente el jefe de la comunidad de los presbíteros, uno de ellos y elegido por ellos. Tal es el tipo judeo-cristiano del presbiterado, cuyo colegio es presidido por el obispo: la misma organización que hemos hallado en Jerusalén. En Asia Menor esta organización se combinaba con el tipo helenista! el del obispo al que están subordinados los diáconos. La organización egipcia, sin embargo, no significa necesariamente, como sugiere Jerónimo, que el episcopado no sea de un orden diferente al del presbiterado. La designación del obispo por los presbíteros no quiere decir que no haya de recibir luego la consagración de manos de otros obispos.

También a la misión palestinense se remonta la cristiandad que sería más tarde la única superviviente entre los cristianos arameos: la de Osroene y Adiabene. Por lo que se refiere a la primera, Eusebio, cuenta, según la Crónica de Addai, que el rey de Edesa, Abgar, escribió a Jesús y que éste le envió a Tadeo. Esta leyenda anticipa unos acontecimientos que son posteriores en un siglo: el primer rey cristiano de Edesa fue Abgar IX, que reinó de 179 a 186. Pero parece razonable pensar que, ya a fines del siglo I, fueron a Osroene algunos cristianos arameos de Palestina y predicaron a las comunidades judías allí establecidas. Tenemos un indicio de esto en el hecho de que fue el judío Tobías quien recibió a Addai, el misionero judeo-cristiano. Es de notar también que los cristianos de Osroene celebran la Pascua como los cristianos de Palestina y no como los asiáticos.

Parece, por otra parte, que algo de verdad hay en la información de Orígenes, transmitida por Eusebio, según la cual Tomás fue el apóstol de los partos, quienes dominan por aquella época la Siria oriental. El recuerdo de Tomás está unido a Edesa, donde era venerado su cuerpo en el siglo IV. En Edesa se formó el ciclo de Tomás, lo mismo que en la Frigia oriental tomó cuerpo el ciclo de Felipe o en Asia el de Juan. Tal es el caso de los Hechos de Tomás, que son del siglo III. Los Salmos de Tomás, adoptados más tarde por los maniqueos, son en parte (14 y siguientes) composiciones judeo-cristianas en relación con Edesa y escritas en el siglo II. El Evangelio de Tomás, hallado en Nag Hammadi, parece a su vez relacionado con el medio judeo-cristiano de Edesa. Téngase en cuenta el papel eminente que en él se concede a Santiago y que prueba el origen jerosolimitano de la iglesia de Edesa.

El Evangelio de Tomás es de mediados del siglo II. Pero tenemos otra obra que es, sin duda, anterior y que procede de Edesa: las Odas de Salomón. Su carácter judeo-cristiano es cierto. La obra parece de fines del siglo 139, y su forma es esenia. Los contactos de estos poemas litúrgicos con las Hodayoth de Qumrán son sorprendentes. Se trata de obras que bien pudieron escribir algunos misioneros judeo-cristianos llegados de Palestina o, más concretamente, esenios. La obra llamada Evangelio de Verdad, que algunos consideran como una homilía litúrgica, presenta singulares semejanzas de estilo con las Odas. No habría gran inconveniente en relacionarlo también con Edesa. No obstante, aun cuando no parezca posible identificarlo con el Evangelio de Verdad que menciona Ireneo como obra de Valentín, sus contactos con el pensamiento de éste hacen muy probable un origen egipcio. También en este medio y en esta época se sitúa el Canto de la Perla, conservado en los Hechos de Tomás.

También a fines del siglo I vemos al cristianismo extenderse más allá del Tigris, en Adiabene. Disponemos, en este caso, de un documento que parece digno de crédito: la Crónica de Arbela, escrita en el siglo VI, en siriaco, por Mishiha Zkha. La evangelización de Adiabene, al final del siglo I, es obra de Addai. Kahle piensa que sólo Adiabene fue evangelizada por él en dicha época, mientras que la evangelización de Osroene sería posterior. Harnack, en cambio, parece estar en lo justo cuando cree que Addai bautizó a un tal Pekhidha, que será el primer obispo de Arbela. Su episcopado se extiende del 105 al 115. Al parecer, hubo entonces una interrupción. Es la época de la campaña de Trajano contra Cosroes, el año 116. El 121, es consagrado obispo Sansón, que será martirizado el 123.

Esta evangelización de Adiabene, en fecha tan tardía, no tiene por qué sorprendernos, si recordamos que la región fue objeto de una importante misión judía durante el siglo I. El rey de Adiabene, Izates, y su madre, la reina Elena, convertidos al judaismo, fueron enterrados en Jerusalén, en una tumba todavía visible en la actualidad. En este medio judío se desarrolló la misión judeo-cristiana. Es notable que, durante el siglo II, todos los obispos de Adiabene llevan nombres judíos: Sansón, Isaac, Abrahán, Moisés, Abel. El obispo de Arbela, Noé, recibe a unos parientes llegados de Jerusalén. Precisamente de esta región vendrá Taciano, a fines del siglo II. El mismo se declara “asirio”. El cristianismo de Adiabene registrará un notable influjo de las tendencias del judeo-cristianismo.

¿Llegó la misión judeo-cristiana hasta la India? Eusebio refiere que Panteno se hizo cargo de una misión por aquellas regiones y que allí encontró un Evangelio de Mateo escrito en caracteres hebreos. ¿Habrá que suponer que el cristianismo llegó a penetrar en la India por mediación de los misioneros judeo-cristianos, en la primera mitad del siglo II? Desde luego, no es imposible. La tradición posterior relacionó esta evangelización de la India con la figura de Bartolomé. Es posible que Bartolomé se ocupara de la evangelización de Arabia y que el Evangelio llegase a la India como una prolongación de aquella misión. Por lo demás, el hecho de que Panteno fuera un misionero judeo-cristiano procedente de Egipto confirmaría lo que hemos dicho más arriba sobre el carácter esencialmente palestinense de la comunidad primitiva de Egipto.

3. LA MISION DE PEDRO

Hay un tercer ámbito en el cristianismo de la época que podríamos llamar petrino. Comprende principalmente el litoral mediterráneo de Palestina, de Siria y de Cilicia. Las ciudades de Cesárea, Joppe, Tiro y Sidón se hallan particularmente vinculadas al apostolado de Pedro. Los Kerigmas de Pedro, incorporados a los escritos pseudo-clementinos del siglo III, pueden remontarse a comienzos del II. Tienen carácter ebionita, y lo que nos dicen de la predicación de Pedro en Cesárea, en Tiro y en Sidón carece de valor histórico; no obstante, demuestran al menos la persistencia del recuerdo de Pedro en aquella región.

De la misma región pueden proceder las obras del ciclo de Pedro propiamente dicho. Tal sería el caso de la Segunda Epístola de Pedro. Y del Evangelio de Pedro. Los testimonios más antiguos sobre esta obra —los de Serapión de Antioquia, a fines del siglo II, y de la Didascalia, en el IUII— son sirios. En ella encontramos los temas, tan estimados por la teología siria, del descendimiento de Cristo a los infiernos y de su exaltación por encima de los ángeles. El Apocalipsis de Pedro es de la misma época y de la misma región. Es mencionado por el Canon de Muratori y citado por Clemente de Alejandría en las Eclogae propheticae. También a comienzos del siglo II se sitúa la Predicación de Pedro, citada por Clemente de Alejandría. Estas dos últimas obras son también citadas por Teófilo de Antioquia, hacia el 170, lo cual confirma su origen sirio-fenicio. Los primeros elementos de los Hechos de Pedro están, asimismo, relacionados con la región. En cambio, la obra que conocemos bajo ese nombre y los escritos pseudo-clementinos que los utilizan son posteriores.

La situación de Antioquia es un tanto particular. Desde su origen aparece singularmente compleja. Aquella iglesia fue fundada por los helenistas. Pero, además, contó muy pronto con cristianos de la tendencia de Santiago y pagano-cristianos convertidos por Pablo. Las obras relacionadas con esta iglesia durante el período que estudiamos parecen ser el eco de un judeo-cristianismo distinto a la vez del de Palestina y del de Asia. La Epístola de Bernabé lleva en su mismo nombre el sello de un origen antioqueno. Este escrito forma parte del mismo cuerpo que la Didajé y en su parte doctrinal, refleja una exégesis típicamente judeo-cristiana. Lo mismo sucede con la Ascensión de Isaías, donde aparece el tema del descensus y del ascensus, que se halla en la prolongación de la apocalíptica judía. Las dos obras son de la época de Domiciano. También tienen relación con este grupo el Apócrifo de Santiago, descubierto en Nag Hammadi, y la Epístola de los Doce Apóstoles, emparentada con el anterior.

Las mismas tendencias teológicas aparecen en las Cartas de Ignacio, obispo de Antioquia a comienzos del siglo II. Estas presentan a la vez algunos contactos con las obras de la Siria oriental, Odas de Salomón o Evangelio de Verdad. Existe, pues, en esta época una floreciente teología siria. Por lo demás, las Cartas de Ignacio demuestran la importancia que se daba en Antioquia a la institución de los diáconos. Son nombrados junto con los presbíteros dentro de la jerarquía. Pero también colaboran estrechamente con Ignacio en su viaje a través de Asia. Esto nos indica una vez más que, a diferencia de los presbíteros, que representaban una concepción colegial de la jerarquía, los diáconos eran los colaboradores del obispo. Los dos grupos se hallaban en oposición. Y ésa es tal vez la razón por la que Ignacio insiste en su unión en torno al único obispo.

De esto se sigue que la iglesia de Antioquia, aunque no es típicamente petrina, tiene varios vínculos con Pedro. Hemos visto que el apóstol residió allí en época temprana. Los apócrifos petrinos son particularmente leídos en Antioquia, como lo indican Teófilo y Serapión. La Ascensión de Isaías es la primera obra que menciona el martirio de Pedro. El judeocristianismo antioqueno aparece, pues, como representante de la tendencia petrina. También hemos observado su relación con el ámbito fenicio, particularmente ligado a Pedro. Esta misma relación aparece en las demás regiones que entran en la esfera petrina y que se hallan en comunicación con Antioquia.

Eusebio nos dice que el Ponto y las vecinas regiones de Bitinia, Capadocia y Galacia tienen cierta vinculación a Pedro. Y lo confirman otros datos. La Primera Epístola de Pedro va dirigida a los cristianos de estas regiones. Este hecho es tal vez la fuente de la información de Eusebio, pero la cosa no es menos cierta, pues poseemos otros testimonios sobre tal vinculación. El Ponto y Capadocia se hallan geográficamente en la prolongación de la Siria del Norte y constituyen su zona normal de expansión. Por una carta de Dionisio, obispo de Corinto a mediados del siglo II, conocemos los lazos existentes entre Corinto y el Ponto. Y Corinto contaba con comunidades petrinas. En la controversia pascual, los obispos del Ponto están de acuerdo con el obispo de Roma y en desacuerdo con los obispos asiáticos.

Sobre el cristianismo de Bitinia durante el reinado de Trajano (98-117) tenemos un documento excepcional en una Carta de Plinio el Joven. Los cristianos son numerosos en las ciudades, pero también en los campos. Pertenecen a todas las clases sociales. Y hay un rasgo que merece particular atención. Plinio menciona a dos diaconisas (ministraé). La palabra se aplica a Febe, que es de Cencres, cerca de Corinto. Sin duda, no señala todavía una función jerárquica, como sucederá en el siglo IV. Pero sí subraya la participación activa de las mujeres en la evangelización y quizá ya en algunos actos litúrgicos, como la unción de las mujeres antes del bautismo, según nos dirá muy pronto Clemente de Alejandría. Conviene tener en cuenta que en las comunidades de Marción, que era del Ponto, las mujeres enseñaban, exorcizaban y bautizaban, según el testimonio de Tertuliano.

Grecia fue el gran foco del apostolado paulino. A Pablo se remontan las iglesias de Macedonia, Tesalia y Atenas. Fue, sin duda, en Grecia donde Lucas, intérprete de Pablo, escribió su Evangelio y sus Hechos. Atenas es, a comienzos del siglo II, un gran centro de renovación cultural, en filosofía con Tauro y Atico, en retórica con Herodes Atico. Allí es donde Cuadrado presenta a Adriano la primera apología, tal vez con ocasión del paso del emperador por la ciudad en el año 124. Cuadrado nos dice que en su tiempo vivían aún algunas personas curadas por Cristo, lo cual indica una fecha bastante antigua. Pero en Corinto el recuerdo de Pedro está estrechamente ligado al de Pablo por el obispo Dionisio. Por la Carta que Clemente de Roma escribe a los miembros de la iglesia a principios del siglo II, sabemos que existían ciertos vínculos entre Corinto y Roma, donde también son asociados Pedro y Pablo. La Carta atestigua que la ciudad se ve desgarrada por las divisiones que oponen a los presbíteros con otro partido, quizá con el de los diáconos.

  Sobre la iglesia de Roma nos hallamos faltos de noticias por lo que se refiere al período siguiente a la persecución de Nerón. Probablemente, es entonces cuando Marcos pone por escrito la catequesis de Pedro. La lista de los obispos de Roma que nos da Ireneo señala para este período a Lino y Cleto, de los cuales no conocemos más que el nombre. Las cosas cambian, sin embargo, a partir del año 88, aproximadamente, fecha en que Clemente toma la dirección de la Iglesia. Clemente nos es conocido ante todo por la Epístola que escribe a los corintios hacia el año 100. Habla en nombre de la iglesia de Roma. Su escrito demuestra la existencia en esta iglesia de presbíteros o “epíscopos”. Menciona a los diáconos dos veces. La estructura de la comunidad romana aparece así muy semejante a la de la iglesia de Antioquia. El obispo es a la vez el primero de los presbíteros y el jefe de los diáconos. Clemente representa para Roma el mismo tipo de personalidad que Policarpo en Asia. Ireneo nos dice que Clemente había conocido a los Apóstoles. Se trata, sin duda, principalmente de Pedro y Pablo. Algo podemos admitir, en este sentido, de lo que nos dicen los escritos pseudo-clementinos acerca de sus relaciones con Pedro. Por lo demás, la Carta alude al martirio de Pedro y Pablo en Roma. Clemente es el heredero de la tradición de éstos.

Es de notar, por otra parte, el carácter judeo-cristiano de la Epístola. Se ve por la importancia que concede a los personajes del Antiguo Testamento a la manera de la haggadá judía. Clemente llama a Cristo “el Amado”, igual que la Ascensión de Isaías y utiliza algunos “midrashim” judeo-cristianos arcaicos. Estos rasgos hacen pensar en el judeo-cristianismo de Fenicia y parecen remontarse a la tradición petrina, cuyos dos polos son el litoral mediterráneo de Siria y Roma. Es de notar asimismo que las palabras de Cristo referidas en la Epístola no parecen proceder de los Evangelios escritos, sino de la tradición oral. Lo mismo se observa en la Didajé y en la Epístola de Bernabé. Lo cual no significa que los Evangelios escritos fueran desconocidos para nuestros autores, sino que la enseñanza de Cristo era transmitida a la vez por los escritos y por la tradición catequética.

 En esta misma época nos es conocida otra personalidad romana: la de Hermas, quien nos asegura haber escrito por orden de Clemente sus primeras revelaciones. Vivió en Roma hasta los días del papa Pío, hacia el 140, época en que publicó el texto definitivo de sus revelaciones, según nos informa el Canon de Muratori. Algunas alusiones se refieren ciertamente al estado de la comunidad romana en tiempos de Clemente. La persona misma de Hermas comprueba la existencia de profetas, lo cual corresponde a un estado arcaico de la comunidad. La Ascensión de Isaías se lamentaba de su desaparición en Siria. Por lo demás, alguien ha puesto de relieve las notables semejanzas del Pastor con la doctrina esenia: doctrina de los dos espíritus, ascetismo acentuado, importancia de la angelología. Nos hallamos en un medio romano influido por el ascetismo judeo-cristiano. Nótese la hostilidad de Hermas contra los diáconos, dato que habla en el mismo sentido.

Poco sabemos sobre las dos primeras décadas del siglo II. La lista de Ireneo señala entonces como obispos a Evaristo y Alejandro. Bajo el pontificado de este último, hacia el 115, escribe Ignacio a los romanos ensalzando la dignidad de su iglesia. Bajo el pontificado de Sixto (115-125). tienen lugar en Roma ciertas discusiones, entre los cristianos de origen asiático y los demás, sobre la fecha de celebración de la Pascua. Es un dato más en torno a la complejidad de la iglesia de Roma en esta época. Quizá por entonces hay que situar la obra llamada Segunda Epístola de Clemente, que es en realidad una homilía, donde se perfila una teología de la Iglesia parecida a la de Hermas. Esta obra debió de formar parte de los escritos conservados en la Iglesia romana con la Epístola de Clemente. De ahí procedería su designación. Telesforo remplazó a Sixto el año 125 y murió mártir el 136.

Los datos arqueológicos vienen a completar nuestra información sobre la Iglesia romana en la época que nos ocupa. Las excavaciones llevadas a cabo bajo la confesión de san Pedro en el Vaticano han demostrado que hacia el año 120 ya se veneraba el recuerdo del apóstol Pedro en aquel lugar. Incluso es posible que haya sido encontrada su tumba. Pero, en todo caso, es cierto que existía allí un monumento dedicado a su memoria. El sacerdote Cayo, a finales del siglo, declara haber visto los trofeos de los apóstoles Pedro y Pablo en el Vaticano y en el camino de Ostia. El hecho de que este monumento se halle en un cementerio parece confirmar que se trata del recuerdo de Pedro en Roma. Los “grafitos” que aparecen en el muro a que está adosado el monumento dan testimonio de dicha veneración.

 

CAPITULO V

LOS ORÍGENES DEL GNOSTICISMO

 

NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA