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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

CAPITULO XVI

ESTRUCTURAS DE LA IGLESIA MEDIEVAL

 

Durante los dos siglos que transcurrieron entre los pontificados de Silvestre II e Inocencio III, las actividades exteriores de la Iglesia y su estructura fueron dilatándose en todos los campos. Fue una época de importancia capital por el aspecto de mayor cohesión que presentó el papado y por el poder efectivo que ejercieron los papas. Para algunos contemporáneos y para muchos observadores posteriores, esos cambios se asemejan a una revolución. Para otros, sobre todo para los partidarios de la centralización de la Iglesia romana, el siglo XI sólo fue el resurgimiento y la restauración de algo que se había dejado desde el siglo VI; y el siglo XII vio extenderse ese proceso a los países cisalpinos. Ambas interpretaciones tienen su parte de verdad. Los principios y la mayor parte del mecanismo intelectual, teológico y administrativo utilizados por los grandes dignatarios de la Iglesia del siglo XI eran antiguos y admitidos y respetados desde hacía largo tiempo. Pero los hombres que se servían de ellos y los aplicaban eran de raza y cultura diferentes y tenían que resolver problemas nuevos de acuerdo con sus posibilidades. De ahí se sigue esta verdad profunda, aunque paradójica a primera vista: por múltiples razones, el comienzo del siglo XI señaló la escisión entre dos civilizaciones en Europa, y el reloj que se había parado en el siglo VI comenzó a andar de nuevo. En un contexto distinto, los siglos XI y XII fueron una época de florecimiento intenso después de un duro invierno, la cosecha de las semillas plantadas por Carlomagno y sus colaboradores.

Como en todas las demás épocas, la vida de la Iglesia debe estudiarse desde dos aspectos diferentes. Por una parte existió la vida del gran cuerpo de los creyentes diseminados por Europa, que, generación tras generación, vivieron en la misma fe y con los mismos sacerdotes, que presidieron los mismos ritos y administraron los mismos sacramentos. Nunca llegaron a ellos los movimientos que perturbaron a los dignatarios y hombres de letras. Por otra parte, existió el grupo reducido de los dirigentes que sólo se dedicaron a elaborar los dogmas, al derecho y a las cuestiones administrativas: la Iglesia y los hombres de Iglesia en su sentido más restringido.

En esta Iglesia, aún exigua, de la cristiandad occidental, que el año 1000 era esencialmente rural, los años y los siglos se sucedían insensiblemente. Careciendo de estadísticas es difícil responder a preguntas tan elementales como las siguientes: ¿Cuándo tal o cual región fue completa y abiertamente cristiana? ¿Cuándo tal o cual territorio se organizó totalmente según lo que podríamos llamar el sistema parroquial? Ambas cuestiones, sobre todo la primera, son muy difíciles de resolver debido a las invasiones germánicas, escandinavas, húngaras, etc., que borraron todas las huellas del cristianismo e hicieron nece­saria una nueva evangelización. Un historiador ha afirmado recientemente como hecho cierto que Europa no fue totalmente cristiana hasta el siglo XI. Pero esta afirmación es difícilmente admisible. Algunas regiones de Francia, como el valle del Ródano y una vasta superficie que se extendía al este y al sur de París y casi todas las regiones celtas de las Islas Británicas eran ya cristianas en el siglo VII, y algunas, antes. Por otra parte, incluso después del año 1000, había aún grandes extensiones completamente paganas; seguían existiendo creencias y prácticas hondamente arraigadas y explicables psicológicamente por milenios de vida no cristiana. Se mezclaban con los ritos católicos, coexistían con ellos o desaparecían del nivel consciente para adoptar la forma de terrores, usos mágicos, odios raciales y herejías.

Necesitaríamos poseer detalles más precisos para establecer con exactitud el mapa de la organización del clero pastoral. Pero aunque sea imposible esa precisión, tenemos sólidas razones para creer que las regiones habitadas de Francia, Alemania e Inglaterra conocieron el sistema parroquial o, más bien, tuvieron iglesias y sacerdotes: Francia, antes del año 800; Alemania, desde mediados del siglo IX; Inglaterra, durante él, aunque luego lo desorganizaron parcialmente las invasiones danesas igual que hicieron los normandos en algunos territorios de Francia. Como ya hemos visto, la mayor parte de las iglesias tenían un propietario, lo cual no significaba que en el campo el sacerdote fuese un «capellán privado». Es cierto que tenía algunas obligaciones con su señor; pero, en principio, estaba al servicio de las necesidades espirituales de la población rural. En realidad desconocemos qué significaba esto y sólo podemos formular hipótesis. El sacerdote estaba encargado por los sínodos y las capitulares de enseñar a los fieles lo que era preciso creer, las oraciones más sencillas, las virtudes cristianas y los principales preceptos de la Iglesia. Tenía también que comentar el evangelio en la misa y encargarse de la enseñanza elemental de los niños mejor dotados. No sabemos con exactitud cuáles eran sus relaciones con los miembros adultos de su rebaño. En general, el sacerdote pertenecía a la misma clase social que ellos y sus conocimientos eran muy limitados. Igual que ellos, cultivaba unas parcelas de terreno y hablaba con ellos en el mercado y, probablemente, en la posada. En los siglos IX y X la mayor parte de los sacerdotes vivían casados legalmente o en un concubinato que no se consideraba infamante. En esta época, los matrimonios se celebraban sin asistencia de un sacerdote, la comunión era poco frecuente y la confesión iba entrando lentamente en las costumbres. Por todo ello no es fácil describir las actividades pastorales de un cura de aldea. Sin embargo, el historiador no debe olvidar que su estudio concierne a los cristianos bautizados y creyentes, que los problemas espirituales, morales son los mismos en todas las sociedades y que la ayuda de un hombre honrado y los consejos que puede dar siempre son apreciados.

Durante los siglos XI y xii se puede observar un cambio consistente en que bis reformas preconizadas por los sínodos y los concilios llegaron a las parroquias y ejercieron un influjo benéfico en los señores más piadosos. La práctica del celibato comenzó a extenderse, aunque con lentitud. Dejó de ser habitual ver a un hijo heredar la parroquia de su padre. La población rural empezó n sentir la influencia de los monasterios fundados por doquier por órdenes antiguas o nuevas. Según la crónica de las conversiones de la época, esos monasterios sirvieron de «sermones de piedra». El desarrollo de la instrucción dada en las nuevas escuelas, el crecimiento de la población rural y la creciente necesidad de tierras cultivables explican el entusiasmo con que se acogió a los cistercienses y las numerosas vocaciones monásticas de hermanos conversos. Todo esto, así como el aumento de las órdenes femeninas, ejerció un influjo determinante en el auge del espíritu religioso entre los años 1050 y 1150. La vida monástica estuvo abierta en adelante a toda persona sana de cuerpo. Durante más de un siglo los dstercienses y los premonstratenses atrajeron probablemente a los elementos más fervorosos de la población. Las mujeres entraron como monjas o conversas en los conventos recién edificados de Fontevrault o de Sempringham. Se ha escrito mucho acerca de los móviles que impulsaron a los fundadores y a los habitantes de esos nuevos monasterios. Puede afirmarse sin temor a errar que tales móviles no siempre fueron de orden puramente espiritual. La moda, el deseo de prestigio, la creencia en la intercesión de las oraciones durante su vida y después de muertos entraron considerablemente en los cálculos de los donantes. Además, muchos llegaron al noviciado por deseo de hallar un refugio, por una confianza casi supersticiosa en el ritmo de la vida monacal o, sencillamente, por miedo al pecado y sus consecuencias. Pero esa multitud de monasterios de los siglos xii y siguientes, cuyas ruinas, que aún existen, nos permiten imaginar su grandiosa belleza, manifiestan el número incalculable de hombres y mujeres de esta época que se consagraron espiritual y materialmente a la vida monástica y escogieron un camino áspero y penoso hacia una meta que no iba a aportarles ningún provecho social ni material.

El siglo xii, sobre todo en sus últimos decenios, vio el aumento constante de la población urbana. Italia había sido hasta entonces el único país de la cristiandad occidental en que existían numerosas ciudades, y gran parte de la población compartía la vida ciudadana. En las viejas ciudades italianas, cuya decadencia había acaecido entre el 500 y el 1000, y en las escasas ciudades del sur de Francia, la organización eclesiástica era semejante a la de Roma. Había una catedral importante con un baptisterio y en los barrios una serie de iglesias construidas casi siempre en medio de un cementerio. En los siglos X y XI se ampliaron las ciudades de Italia del norte y las del valle del Ródano y el sur de Francia. Estas regiones experimentaron pronto la competencia de las ciudades industriales y comerciales de los Países Bajos y de Renania. En esas comunas reducidas en que convivían grupos estrechamente unidos y en donde se sentía menos el influjo de la vida monástica, apareció por primera vez una piedad cuyo origen no era monástico ni clerical y a veces tenía fuertes matices de anticlericalismo. Fue la primera aparición en Europa occidental de ese mo­vimiento que más tarde iba a originar congregaciones ortodoxas o heréticas, como los lollardos, los begardos, las sectas de la Reforma y las Iglesias no conformistas del mundo anglosajón.

En Milán y en Lyon, con los «humillados» y los valdenses, comenzaban a perfilarse ya las características de este tipo de grupos: la oración en común y las obras al margen de las estructuras litúrgicas; la necesidad de los sermones y de la lectura de la Biblia en lengua vulgar; cierto desprecio de los aspectos sacerdotales y sacramentales de la religión; los interrogantes sobre la eucaristía; el amor a la pobreza y cierta oposición a la autoridad jerárquica. En Italia y en Francia, esos grupos, exceptuados los cátaros, no eran al principio rebeldes ni heterodoxos. Deseaban simplemente colmar un vacío espiritual en su vida y les parecía vana cualquier ayuda que pudiese prestarles el clero. En algunos lugares, especialmente en Alemania y en el este de Francia, las casas de canónigos regulares comenzaban a responder a las necesidades espirituales de los ciudadanos; la esperanza, desmentida después por los acontecimientos, de que las parroquias rurales podrían lograr con ellas grandes ventajas condujo a multiplicar esas fun­daciones de canónigos durante todo el siglo XII. En otros países, sobre todo en las ciudades del norte de Escandinavia, surgieron numerosas iglesias privadas establecidas por grupos de burgueses. Tales iglesias acabaron por fundirse con el sistema parroquial.

Dos factores contribuyeron a cambiar la fisonomía de la Iglesia medieval por aquellas fechas: primeramente, una mayor competencia en la concepción y planificación de los proyectos administrativos y de gobierno; luego, una gran seguridad, característica de esta época. Las iniciativas particulares se transformaron paulatinamente en los engranajes de una máquina bien articulada. Los conflictos entre papas y emperadores y sus consecuencias sobre el estatuto y el prestigio del papado no eran sino las señales externas de un estado general en el que los conflictos fueron pasajeros. Durante cuatro siglos, el papado se había contentado, excepto en algunos momentos de crisis, con ser el depositario lejano y venerado de la autoridad y un factor de unidad que se limitaba a actuar como árbitro o a conceder algunas distinciones tradicionales; ahora comenzaba a ocuparse de la Iglesia de forma efectiva, adueñándose de todos los resortes del mando. Liberados de toda tutela romana o imperial y elegidos libremente por la Iglesia romana, los papas podían consagrarse ahora a la organizción del mecanismo gubernamental. Desde la época de Constantino por lo menos, la Iglesia romana había tenido siempre un secretariado y unos archivos que durante el pontificado de los papas emprendedores del siglo v y, luego, en tiempo de Gregorio I habían adquirido considerables proporciones. Los métodos de trabajo de éste son bien conocidos. Durante los siglos que siguieron a la muerte de Gregorio, el gobierno temporal de los territorios pontificios había escapado con frecuencia al control del papa; pero tras la caída del exarcado de Rávena en el 751, había vuelto a asumir el control del ducado de Roma. En la época carolingia, sin embargo, la administración pontificia estaba supervisada por dos agentes del emperador (missi); más tarde el poder efectivo lo ejerció la nobleza romana. Así, en el siglo X, Alberico recibió la investidura de príncipe. A su muerte, los papas recobraron el poder y a partir de entonces lo conservaron con más o menos éxito y teniendo que sufrir a veces el exilio, el triunfo repentino de algún noble romano y las victorias de los antipapas. Durante este tiempo, la cancillería y la tesorería se ocupaban de los asuntos civiles y de los eclesiásticos. Estaban integradas por sacerdotes y laicos, y los papas se elegían frecuentemente de entre los altos dignatarios. Destacaba el bibliotecario (Bí- bliothecarius), que era el secretario del papa; seguían luego el jefe de la cancillería (Primicerius), el responsable de la tesorería (Vestararius) y el recaudador de fondos (Arcarius). La responsabilidad de la casa del papa incumbía a determinado número de dignatarios, que al principio dependían del Vice-dominus, papel que en el siglo XI fue desempeñado por el cardenal archidiácono. Esta complicada jerarquía de dignatarios sobrevivió a las vicisitudes del papado. Pero las papas fueron desposeídos pronto de la administración financiera, que pasó a manos de los barones romanos, quienes obtuvieron de ella pingües ganancias. Con el triunfo del papado renovado se recuperaron las fuentes de los ingresos pontificios y se logró explotarlas provechosamente. A este respecto puede considerarse a León IX como un pionero que tuvo la suerte de encontrar en Hildebrando un colaborador tan enérgico como eficaz. Fue Gregorio VII, primeramente como archidiácono y luego como papa, el verdadero artífice de la reforma financiera; en su pontificado se empezaron a percibir las rentas de una manera regular. La primera fuente de ingresos procedía del patrimonio y de los territorios concedidos al papado por los reyes y emperadores. A esto se sumaban las contribuciones tradicionales de ciertas Iglesias, entre las cuales figuraba como caso más notable el óbolo de san Pedro en Inglaterra y las de algunos vasallos de la Iglesia romana. Hay que añadir también, aunque no suponía un gran provecho económico, el dinero entregado por monasterios hasta entonces exentos de impuestos. También deben tenerse en cuenta los ingresos importantes, aunque «invisibles», de los miembros de la curia en forma de honorarios, derechos percibidos por las bulas y privilegios, y las sumas no menores que en jarros de vino se daban a los dignatarios influyentes. Desde esta fecha hasta la extinción de los Estados pontificios en el siglo XIX, los papas tuvieron que asumir la pesada tarea de equilibrar su presupuesto y de obtener de sus Estados, sin excesivas pérdidas por incuria o corrupción, unos ingresos razonables que asegurasen el sostenimiento de la administración pontificia. En los decenios que siguieron a la muerte de Gregorio VII continuó la reforma económica; con Urbano II se abrió una era nueva al poner al frente de las finanzas pontificias a un monje de Cluny que aplicó a la tesorería pontificia los métodos usados por la célebre abadía para percibir ingresos en Estados dispersos por todas partes. Los papas reformadores, en particular Gregorio VII, habían utilizado todos los medios tradicionales de que disponían para extender su control y para introducir en toda la Iglesia el influjo de sus reformas. Las medidas más importantes fueron, en el plano teórico, el rejuvenecimiento del derecho canónico, y en el práctico, la creación de un organismo de supervisión, inspección y decisión judicial.

Como ya hemos visto, Gregorio VII y sus agentes apelaban al antiguo derecho canónico como a una autoridad incontestable que les permitía concebir y ejecutar su programa. En el siglo XI el estudio del derecho y la teología era patrístico y literario. Un obispo enérgico como Burckhard de Worms o un polemista como Anselmo de Lúea recogían y compilaban en los archivos lo que les parecía mejor del pasado y, durante la época que media entre el pseudo Isidoro e Yvo de Chartres, los progresos formales y metódicos fueron débiles. Pero a partir de entonces el derecho canónico se transformó rápidamente en una ciencia, una disciplina, una carrera y un factor de suma importancia en la vida de la Iglesia.

A diferencia del derecho romano, que también experimentó en esta época un rejuvenecimiento, el derecho canónico no poseía ningún texto clásico correspondiente al código de Justiniano. Era e iba a seguir siendo un conglomerado más bien que una estructura coherente. Preceptos tomados del Antiguo y del Nuevo Testamento, decretos pontificios, decretos de concilios generales o provinciales, elementos extraídos de la legislación justiniana, pasajes, tomados de buena fe, de los apócrifos de los primeros tiempos, en particular de los decretos falsificados: todos estos elementos formaban un conjunto heterogéneo. Existían en él numerosas contradicciones y muchos documentos de dudosa autenticidad. Por lo demás, el derecho civil, con un texto claro y las glosas de Irnerio y otros juristas, se convertía rápidamente en una disciplina intelectual y profesional, cuyo centro principal era la naciente Universidad de Bolonia. Los canonistas necesitaban una técnica y una disciplina similares y hemos señalado los esfuerzos de obispos eminentes para lograrlas. Pero este trabajo, en el que fracasaron los prelados más distinguidos, fue llevado a cabo por un monje camaldulense, Graciano (hacia 1140), que trabajó probablemente en el monasterio de San Félix de Bolonia. Su obra Armonía de leyes contradictorias (Concordia discordantium canonum) ha sido considerada como «una de esas grandes compilaciones que, apareciendo en el momento preciso y en un lugar favorable, sacuden al mundo como un tifón». Aun siendo verdadera, esta apreciación no hace justicia a Graciano. En efecto, poseía un juicio muy seguro que le permitió escoger los pasajes de importancia vital; además, su compilación fue más completa que la de sus predecesores. Pero, sobre todo, fue el primero que organizó el derecho canónico y lo estudió a fondo según un orden lógico. En consecuencia, su obra no fue sólo una compilación jurídica, sino también escolástica; no fue sólo una obra de referenda, sino también un medio de discusión y de decisión. En esto se pareció la obra de Graciano, el Decretum, como se le llamó, a su hermano menor, el Libro de las sentencias de Pedro Lombardo. Con los años se acrecentó su fama porque el Decretum, iniciativa puramente individual, se convirtió —cosa que nunca ocurrió con las Sentencias— en sinónimo de derecho canónico; con adiciones inevitables se empleó constantemente y sobrevivió al libro de Pedro Lombardo, usándose hasta 1918. No fue sólo un libro de texto, sino un texto que sirvió de base a comentarios y discusiones, a generaciones de eruditos —conocidos con el nombre de decretistas— durante un siglo. En segundo lugar dio el sello de autenticidad a cierto número de piezas apócrifas. De hecho, la aceptación y la puesta en práctica por Roma de un texto apócrifo bastaba para legitimarlo.

Sin embargo, en materia de derecho canónico, la última palabra no podía venir de nadie, ni siquiera de Graciano. A diferencia de los textos de Justiniano, que se consideraban como un legado sagrado del pasado, el derecho canónico podía ampliarse con textos desconocidos por Graciano o rechazados por él y con decretos de los papas reinantes. Entre Gregorio Magno y Gregorio VII, los papas se habían pronunciado muy pocas veces sobre temas de moral o de disciplina; pero al crecer el poder del papado, estos decretos iban siendo más numerosos. Las decretales, como se les llamaba, dirigidas a un solo destinatario, se distinguían de las bulas solemnes, que eran documentos públicos. En los archivos pontificios se conservaba una copia, pero no se publicaban ni promulgaban. Sin embargo, cuando se conocía una decretal, tenía fuerza de ley en todos los tribunales y solía ser inapelable. Por este motivo, algunos obispos coleccionaron y codificaron las decretales dirigidas a ellos y a sus colegas cercanos. Estas colecciones privadas (reunidas la mayoría en el norte de Francia y en Inglaterra) fueron los núcleos de colecciones más importantes hasta que el trabajo de compilación y los comentarios se elevaron a nivel académico y fueron realizados por célebres eruditos de Bolonia como Bernardo de Pavía (1191). Finalmente fueron editadas por la curia como decretos extra Decretum vagantes (es decir, no editados por Graciano). El período comprendido entre 1130 y 1230 se caracteriza —y esto es probablemente un hecho histórico único— porque el estudio del derecho civil, canónico o consuetudinario fue la principal ocupación intelectual de casi todos los maestros e investigadores. Los estudios medievales de principios de siglo han contribuido mucho a redescubrir los orígenes del derecho canónico y a esclarecer la historia de sus teorizantes.

Desde tiempos inmemoriales, el papado había reconocido a todos los cristianos católicos el derecho de apelar a la Sede Apostólica, y esto daba al papa el derecho de juzgar todas las causas de forma definitiva. Pero este derecho se ejerció muy pocas veces durante la alta Edad Media; sólo lo ejercieron pontífices particularmente enérgicos como Nicolás I y sólo en casos excepcionales y discutidos. A partir de Gregorio VII, este derecho fue haciéndose cada vez más corriente; lo fomentaron los papas, que se reservaron además el derecho de exigir que se solventaran en Roma todos los casos que hubiesen sido mal juzgados —o corriesen peligro de serlo— por un tribunal inferior. A medida que aumentaba el número de apelaciones y que llegaban a Roma las protestas sobre los títulos de propiedad o las elecciones, los procesos iban refiriéndose a épocas, regiones o personas desconocidas por la curia. Para ocuparse de ellas se recurrió a una práctica caída en desuso y que en adelante iba a generalizarse: el nombramiento de jueces delegados locales, que recogían los testimonios e incluso se encargaban de todos los trámites hasta el juicio, que entonces era inapelable. Entre 1130 y 1230 se confiaron muchos encargos de este tipo a los obispos, abades y a otros prelados, que les dedicaron su tiempo y sus energías para llevarlos a feliz término. A pesar de todo, las causas famosas de la época, por ejemplo, los derechos del capítulo monástico de Canterbury respecto a su arzobispo, terminaban siempre por llegar a la curia. Llegados a Roma, los procesos que no dependían de una decisión de rutina eran sometidos al papa bien durante una audiencia sin ceremonia, bien en un pequeño concilio no oficial o bien en un consistorio de cardenales. Hasta Inocencio III incluido, los papas celebraban sus sesiones en sencillas reuniones en las que todos hablaban libremente y, después de oír el dictamen de los abogados, emitían su juicio, basado generalmente en principios canónicos. El conocimiento del derecho canónico era importante para hacer carrera en la curia y, desde mediados del siglo XII, la mayoría de los cardenales y de los abogados fueron escogidos entre los doctores de Bolonia. Cuando subió al trono pontificio el boloñés Bandinelli con el nombre de Alejandro III, comenzó la gran época del legalismo pontificio, durante la cual el derecho canónico fue un instrumento de alta política y a la vez la base para elaborar teorías de gobierno.

A la ampliación de sus actividades jurídicas añadió el papado el control de las elecciones episcopales. Como hemos visto, los reformadores atacaban la simonía de esas elecciones y la designación para las sedes episcopales hecha di­rectamente por el rey. La solución ideal consistía, según ellos, en volver al antiguo procedimiento de elecciones por el clero de la Iglesia asistido por los dignatarios cercanos. La intervención del pueblo, decisiva al principio, se omitía tácitamente. Este ideal se alcanzó sólo de manera intermitente. Los monarcas importantes del siglo xn lograron después del concordato de Worms imponer su presencia en esas elecciones, y aun cuando se proclamase en ellas la libertad, el temor de ir contra el deseo del rey era suficientemente grande para ahogar la sed de independencia. Sin embargo, al insistir en la forma canónica de esas elecciones, los papas hicieron posible que las elecciones discutidas fueran sometidas a su dictamen. Consiguieron también designar directamente en ciertas condiciones. Pero a principios del siglo XIII los intereses, a menudo opuestos, de los papas y los monarcas hicieron fracasar este ideal de elecciones locales libres.

Para asegurar su poder a distancia, el papado se sirvió con frecuencia de legados temporales o cuasi permanentes. Esta práctica se remontaba a los primeros tiempos del Imperio cristiano, pero había caído en desuso entre los siglos VI y XI. León IX restableció esta costumbre y después los papas, sobre todo Gregorio VII, recurrieron frecuentemente a ella. Agentes eficaces, como Pedro Damián y Humberto, cardenales, abades y clérigos de menor importancia fueron empleados para resolver problemas de pura rutina o de controversia. Como los missi carolingios, solían viajar de dos en dos para visitar a los monarcas o reunir sínodos. El empleo de legados es una de las características del pontificado de Gregorio VII; el legado era un hombre de confianza, obispo residencial de una sede importante. Los papas que sucedieron a Gregorio VII tendieron a no utilizar legados más que en determinadas ocasiones, es decir, legati a latere. Estos tenían que vivir, a veces un año o más, en el lugar de su misión. Poco a poco la legación a latere (es decir, una representación directa y particular de los intereses del papa) fue uniformada ,y confiada en general a un solo prelado, aunque la misión de éste podía llegar desde un intercambio diplomático (ejecutado hábilmente por dos legados) hasta la supervisión o reforma de una región o de un país, con la convocatoria de sínodos, la inspección de monasterios, la deposición o el nombramiento de abades y la preparación de elecciones episcopales. A veces un legado podía ordenar el establecimiento de la Iglesia y la creación de diócesis de un país entero. Así lo hizo el cardenal Brakespeare en Escandinavia. Un legado, encargado de misión, podía ejercer todas las funciones administrativas y jurídicas del papa, y esto, muchas veces, sin posibilidad de apelación (remota appellatione). Durante los siglos XII y XIII, estas legaciones fueron los medios habituales para armonizar las leyes y costumbres locales con los últimos decretos pontificios.

El papa, como los obispos de las grandes ciudades, siempre había estado rodeado y asesorado por un grupo de miembros del clero. Los miembros más importantes de esos grupos, sacerdotes o diáconos, fueron calificados de cardenales. En su sentido más común, esta palabra significa «principal» o «esencial», pero se ha demostrado que esta palabra tenía un segundo significado, menos conocido, empleado en arquitectura y carpintería, y equivalía a «bien unido». Está comprobado que el término se introdujo en el contexto eclesiástico con este segundo significado: se aplicó a los miembros del clero que formaban parte del (o estaban unidos al) personal regular de una iglesia particular. En Roma, en la época de Gregorio I, se dio ese nombre a los sacerdotes de las iglesias más antiguas o «títulos» y a los diáconos encargados de los diferentes distritos romanos. Algo después el término se aplicó igualmente a los obispos de las iglesias suburbicarias, cuyas funciones consistieron durante siglos en sustituir al papa en determinadas procesiones «estacionales» o ceremonias litúrgicas. En los primeros tiempos, los papas no tenían un grupo oficial de consejeros privados. Las cuestiones importantes se discutían en los sínodos romanos o en concilios compuestos de los obispos residentes en el territorio pontificio y de los que en esos momentos se encontraban de paso en Roma. Estos sínodos se celebraban a intervalos irregulares y cesaban cuando el papado atravesaba una crisis. Los papas reformadores recurrieron frecuentemente a ellos dando mayor participación a los obispos; estos concilios o sínodos fueron la caja de resonancia de las declaraciones pontificias sobre temas de política. Más tarde, en el siglo XII, los papas, que disponían ya de medios para divulgar la convocatoria por toda Europa, los utilizaron para consignar acuerdos diplomáticos importantes y para publicar decretos de reforma. Esta serie acabó con el gran Concilio cuarto de Letrán (1215). Después, los papas tendieron a gobernar directamente la Iglesia ayudados únicamente por la curia.

Durante este mismo período, los papas apelaron a un grupo restringido de consejeros próximos, cuya reunión se denominaba «consistorio», término que se aplicó al grupo mismo de consejeros en el pontificado de Alejandro III. Al acabar el pontificado de Inocencio III, este grupo se componía esencialmente de prelados que llevaban el título de cardenales. El sentido originario de la palabra cardenal se había olvidado y se usaba como sinónimo de «jefe» o de «muy importante». Este grupo había adquirido gran influencia, sobre todo por el papel que desempeñaba en las elecciones pontificias. En los primeros tiempos, los obispos de Roma eran elegidos por el clero y el pueblo romano y de entre ellos. Los cardenales formaban dentro del clero un grupo importante, pero no necesariamente dirigente, compuesto por el arcipreste y el archidiácono de la Iglesia romana, así como por el bibliotecario o secretario del papa. Desde el siglo X se hizo habitual elegir al papa entre los sacerdotes, cardenales o diáconos romanos (la traslación de un obispo para hacerlo elegible se consideraba irregular, si no inválida). Los diáconos —estando normalmente disponibles— eran destinados con frecuencia a puestos administrativos o a misiones diplomáticas. La preeminencia de los obispos cardenales no se consolidó hasta que tuvieron voz preponderante en las elecciones pontificias, gracias al decreto de 1059, que redujo el voto del pueblo romano a una sencilla aclamación, y el papel del emperador a un vago consentimiento del que en lo sucesivo se prescindiría fácilmente. Hasta entonces, con raras excepciones, los cardenales siempre habían sido miembros del clero romano o suburbicario; pero los papas reformadores elevaron a prelados y a monjes eminentes como Humberto de Moyenmoutier, Pedro Damián o el abad Desiderio de Montecassino a digni­dades suburbicarias y los emplearon como legados o como ejecutores de reforma. Desde ese momento, los cardenales formaron un núcleo influyente y activo de la política pontificia y fueron solicitados de todas partes. Como este oficio consistía en residir en la curia para ocuparse de los asuntos pontificios, no había aún ninguna tendencia a reclutar los miembros del colegio entre los obispos residentes fuera de Roma. Esta fase de la historia del cardenalato alcanzó su apogeo entre los pontificados de Alejandro III e Inocencio III, período durante el cual el cuerpo de cardenales que rodeaba al papa decidía con él del gobierno de la Iglesia en consistorios semanales e incluso bisemanales.

En el siglo XII, la reorganización exterior de la Iglesia, que había comenzado por la cabeza y gracias a ella, comenzó a extenderse a todos los miembros. Hasla entonces los límites diocesanos y parroquiales habían sido a menudo imprecisos. Los primeros, por falta de eficacia administrativa y a causa de la fragmentación producida por la presencia de iglesias privadas y de jurisdicciones de excepción; los segundos, por falta de control episcopal y a causa de rivalidades y de iniciativas privadas. Los límites de las diócesis se fueron fijando gradualmente con precisión, y se terminó la división del territorio en parroquias, aunque grandes extensiones de bosques, pantanos, eriales o montañas quedaron extraparroquiales. Las ciudades estaban retrasadas respecto al resto del país; a veces, la parroquia originaria alcanzaba unas dimensiones poco prácticas; otras, una región urbana estaba constelada de pequeñas iglesias.

La administración siguió los mismos pasos que la organización. Las catedrales habían tenido hasta entonces diversas clases de personas. En algunos lugares, los canónigos de tipo carolingio estaban completamente desorganizados y, a pesar de la reforma del siglo IX, subsistía en general un grupo de sacerdotes casados que habitaban en las cercanías de la catedral. En el siglo XI hubo un intento general para restaurar la vida comunitaria con celibato; este intento fue seguido de la creación de los canónigos regulares, que dieron origen a los agustinos. A fines del siglo, algunos obispos enérgicos comenzaron a crear un capítulo administrativo formado por lo que podríamos llamar el «cuadrilátero» de dignatarios: el deán, el canciller, el tesorero y el maestro de capilla, que recibían prebendas fijas. Poco a poco fueron introducidos en las diócesis los arcedianos y los deanes rurales. Pero mientras los obispos se preocupaban cada vez más de establecer sus derechos, fueron apareciendo varios puntos de discordia. Primero hubo disputas entre los obispos. En el pasado había existido una especie de jerarquía en el obispado. En la Iglesia bizantina, cierto número de patriarcas ejercía algún control sobre los obispos de las grandes regiones; era tradicional que se encargasen de supervisar las elecciones y de reunir los sínodos. En Occidente, algunas sedes como la de Lyon o la de Toledo tenían el rango de primadas, que implicaba una jurisdicción mal definida. Más tarde agruparon a varias sedes bajo la autoridad de un metropolitano como el de Reims, Canterbury o Salzburgo. Canterbury, desde su fundación por Gregorio I, tenía el título inusitado de arzobispado. Este título pasó de Inglaterra a Alemania en tiempo de Bonifacio; de allí se extendió al resto de Europa después de haber sido reconocido por la autoridad romana. Desde la muerte de Carlomagno, cierto número de metropolitanos, entre los que destaca Hincmaro, trataron de aumentar la importancia del metropolitano para convertirlo en jefe supremo de una región. Tardíamente, en el siglo XI, Lanfranco de Canterbury trató de convertir a su iglesia en sede metropolitana de las Islas Británicas. En Escocia y en Irlanda no obtuvo más que un éxito personal, pero la institución persistió para el País de Gales hasta el Disestablishment de la Iglesia de este país en 1922. Lanfranco logró imponer la autoridad de su sede arzobispal sobre los obispos de su provincia y los de Gales, cuya profesión de obediencia canónica recibió. Continuando esta política llegó a reivindicar el ejercicio de sus derechos de primado sobre York y esto originó una serie de controversias molestas que duraron varios siglos. En otros lugares surgieron también litigios similares, como, por ejemplo, en Hamburgo. Pero, en general, los arzobispos lograron durante el siglo xii establecer en su provincia la primacía en materia de jurisdicción y de control y hacer valer su derecho a convocar y presidir los sínodos.

La jurisdicción sobre los monasterios originó otros conflictos. Con Gregorio I había aparecido la costumbre pontificia de «eximir» a una abadía de la injerencia o del control episcopal; era en cierto modo el corolario del uso que los papas hacían de los monjes como misioneros, defensores de la ortodoxia o agentes de la reforma. Esta exención consistía a veces en crear en una diócesis un enclave dentro del cual el abad ejercía su poder de jurisdicción y donde podía invitar al obispo que quisiera a realizar las funciones episcopales que fuesen precisas. También, aunque con menos frecuencia, podía estar exento un lugar pequeño como Montecassino en Italia. De igual modo, en los países del norte, los soberanos conferían a los monasterios la «inmunidad» de todo impuesto y todas las injerencias, incluso las de los obispos. Esta política era necesaria porque los obispos de muchas regiones deseaban apropiarse de este o aquel monasterio para convertirlo en su catedral y establecerse allí. En una época en la que los derechos eran imprecisos, algunas abadías se precavían de los riesgos encomendándose a San Pedro y comprometiéndose a pagar un censo. Cluny lo hizo así desde su fundación; otras, como el Eigenkloster real de Battle, pasaron de la inmunidad regia a la exención pontificia. En el siglo xii surgieron varias disputas ásperas entre los monasterios y los obispos que trataban de apropiárselos. De aquí se derivó el establecimiento de estatutos regulares, gracias a los cuales los monasterios exentos por privilegio real o pontificio recibieron la exención canónica. Durante el largo pontificado de Alejandro III cristalizó la fórmula canónica y quedaron definidos los estatutos. Aunque el papado incitó a los monjes a explotar todos los motivos —incluso los menos de fiar— para reclamar la exención, estos esfuerzos tropezaron con violentas oposiciones y los litigios continuaron durante el siglo XIII y aún después.

Como Roma incitaba a recurrir a su protección, se hizo normal apelar a su benevolencia interesada. A lo largo del siglo xii, las casas religiosas, los capítulos o los particulares hicieron llegar a Roma infinidad de requerimientos solicitando la confirmación de sus derechos, de sus posesiones y de sus constituciones. La cancillería y el consistorio pontificios tuvieron que hacer frente a una costumbre que tuvo como consecuencia obligada el aumento del número de funcionarios, la complicación creciente de las escrituras y testimonios y la multiplicación inevitable de cartas falsificadas. La edad de oro de la falsificación fue quizá el siglo comprendido entre 1070 y 1170. Durante este período, al no estar aún el derecho totalmente definido, las fórmulas jurídicas se prestaban a múltiples interpretaciones, luchando cada cual desesperadamente por sus derechos reales o supuestos.

Tomado en conjunto, el curso de los acontecimientos del siglo XII parece justificar el título de «triunfo del papado» que a veces se aplica a este período. Si Gregorio VII moría en el destierro dejando Roma a un antipapa, Inocencio III logró mejor que todos los demás pontífices ser el amo indiscutible de la Iglesia y del Estado en toda Europa. Proclamó una Cruzada, invistió a un emperador, decidió el gobierno de Inglaterra y compuso los decretos que fueron ratificados por el Concilio de Letrán. Sin embargo, sería erróneo considerar este siglo como una prolongación del precedente. En los medios políticos, la pretensión del papa de ser no sólo una de las dos autoridades del mundo, sino además la autoridad suprema, siempre fue discutida por los dirigentes laicos, aunque en tiempo de Inocencio III se admitiera en la práctica. El triunfo fue casi completo en el campo eclesiástico. La Iglesia salida del IV Concilio de Letrán era una máquina coherente, organizada racionalmente bajo las órdenes del papa. Pero en el campo espiritual el progreso no fue continuo ni plenamente fructífero. La reforma gregoriana revela un espíritu de renovación que implicó la fundación de órdenes nuevas e influyó en sus dirigentes, como influyó también en los obispos, en los reyes y en numerosos señores no totalmente de acuerdo con las ideas gregorianas. Fue un siglo de grandes hombres y de santos. En esto ningún siglo entre el IV y el XVI puede comparársele; sin embargo, el movimiento de reforma se detuvo a mediados del siglo. Ya hacía tiempo que la reforma espiritual no partía del centro de la Iglesia. El siglo XII no fue un tiempo de grandes pontífices; quizá sólo Alejandro III merezca este título, y esto más bien por sus cualidades de jurista y administrador que por su santidad o su talento de hombre de Estado. Ningún papa, a excepción de Eugenio III, impresionó a sus contemporáneos por la santidad de su vida. La diplomacia eclesiástica sustituyó al celo apostólico. La curia se ocupó mucho más de la política pontificia que de los valores espirituales. Los gregorianos habían hallado un medio para lograr su objetivo. Pero los medios acabaron por ahogar y eclipsar su objetivo.

 

 

CAPITULO XVII

LA TEOLOGIA (1050-1216)