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SIGLO TERCERO . LA BATALLA CONTRA EL PAGANISMO
CAPITULO
XVI
LA
ÚLTIMA PERSECUCIÓN Y LA PAZ DE LA IGLESIA
Fácil
es comprender que esta adhesión de Diocleciano a las tradiiciones
religiosas de la antigua Roma y este apasionado ideaf de cohesión o de
unidad que revela toda su política hacían inevitable el choque entre este
imperio pagano y la religión cristiana. Son ya muy significativos los
considerandos del edicto promulgado el 31 de marzo de 297 contra los maniqueos,
religión sospechosa también, como lo había sido el cristianismo, de
prácticas criminales, maleficia, y que, por añadidura, podía despertar
especiales recelos debido a sus orígenes y su relación con el Oriente iranio;
el edicto invoca contra ella, y el argumento podía igualmente ser aplicado de
nuevo al cristianismo, su carácter de religión nueva en ruptura con la
tradición nacional romana: “Es criminal poner en duda la validez de lo
establecido desde tiempos antiguos”
Sin
embargo, durante los veinte primeros años del reinado de Diocleciano los
cristianos no se habían visto seriamente inquietados; entre 284 y 303 sólo
tenemos algunos casos aislados de mártires militares, por otra parte de
interpretación delicada: ¿se trata de “objetores de conciencia” fieles al
ideal de no-violencia de las primeras generaciones cristianas y víctimas del
nuevo sistema de reclutamiento que hace obligatorio el servicio militar? ¿O de
una reacción contra la evolución reciente del culto imperial cuyo contenido
religioso, bastante vago hasta entonces, se acentúa más e impone a los
soldados una participación positiva en el paganismo? Tales incidentes pudieron
acarrear una primera medida restrictiva contra los cristianos, su expulsión
del ejército (o al menos de sus mandos), de la que nos hablan algunos textos de
Eusebio (302?), preludio de la gran persecución.
I. LOS
EDICTOS DE PERSECUCION Y SU APLICACION
Esta
persecución, con su carácter sistemático y su amplitud, presenta una innegable
aparatosidad teatral: en menos de un año (23 de febrero de 303 — enero/febrero
de 304) cuatro edictos sucesivos precisan su severidad. El primero se refería
esencialmente a la prohibición del culto: confiscación de los libros y vasos
sagrados, destrucción de las iglesias. Pero los cristianos son ya excluidos de
las funciones públicas y sometidos a ciertas limitaciones jurídicas. Sin
embargo, el emperador se vio pronto impulsado a actuar más directamente contra
las personas: el segundo edicto ordena el arresto de los “jefes de las
iglesias” (se refería a todos los miembros del clero, incluidos los clérigos
inferiores), medida provisoria que condujo naturalmente al tercer edicto: liberación
de los encarcelados si consentían en hacer libaciones y sacrificios. Este era
el “test” desde Trajano, utilizado para detectar a los cristianos y disculpar a
los apóstatas. Las resistencias encontradas explican el cuarto edicto: como en
tiempos de Decio, todos los habitantes del Imperio son obligados a sacrificar
a los dioses bajo la amenaza de los más duros tormentos, de la muerte, a menudo
cruel, o de la deportación a las minas, lo cual no resultaba más benigno que
los campos de exterminio imaginados por la barbarie de nuestra propia época.
Como
siempre, es difícil determinar los motivos concretos que pudieron inducir a
Diocleciano a lanzarse por la senda de semejante política; puede suponerse que
fue objeto de presiones por parte de ambientes fanáticos del paganismo; los
historiadores contemporáneos, Lactancio o Eusebio, insisten en el papel de su
César Galerio. Pero dado el primer paso, la lógica del sistema totalitario
basta para explicar el crescendo de la persecución: toda orden emanada del
emperador, incluso las arbitrarias o fútiles, encierra en su seno el peso de
toda la majestad del poder supremo, y así toda resistencia atenta contra éste y
debe ser sofocada como una traición, una impiedad. Poseemos un testimonio
característico de este estado de espíritu: el proceso verbal de la
investigación realizada en virtud del primer edicto de persecución en la
iglesia de Cirta (Constantina, en Africa del Norte) el 19 de mayo de 303.
Cuando, no sin moratorias y reticencias, el subdiácono Silvano se decide a
entregar al magistrado una cajita y una lámpara, ambas de oro, el secretario
municipal le responde con dureza: “Si no las hubieras encontrado, habrías
muerto”.
Por su
propia gravedad, por la de las reacciones, a veces duraderas, que provocó, la
persecución de Diocleciano afectó profundamente a la vida de la Iglesia. La
violencia y la duración de esta crisis fueron distintas según las regiones. En
la Galia y Bretaña, que se hallaban bajo la autoridad del cesar Constancio
Cloro, padre del futuro emperador Constantino, sólo fue aplicado el primer
edicto referente a los edificios sagrados, y éste, según parece, con bastante
suavidad. Intensa, pero breve (en conjunto menos de dos años) fue la represión en
las provincias sometidas directamente al augusto Maximiano: en Italia, donde la
Iglesia de Roma estará más de cuatro años sin poder dar un sucesor al papa
Marcelino muerto durante la persecución, pero no, parece indudable, a causa de
la persecución; en Africa, sobre la que estamos particularmente bien
documentados (sabemos, en cambio, pocas cosas ciertas sobre España y el Alto
Danubio). No es seguro que los más rigurosos de los cuatro edictos fueran aquí
promulgados o al menos sistemáticamente aplicados; el primero bastaba para
suministrar víctimas a poco que un magistrado emprendiera su ejecución con
cierto rigor o que cristianos exaltados aprovecharan la ocasión para
manifestar su celo.
Se
cuenta del mártir siciliano Euplous de Catania que se hizo arrestar
exhibiéndose ante el palacio del gobernador con el libro de los Evangelios en
la mano. Porque todos los casos posibles parecen haberse realizado entre estos
mártires voluntarios y los espíritus débiles que por precaución corrieron a la
apostasía; aparte los casos de habilidad: el obispo de Cartago, Mensurio,
alardeará de haber entregado, el día del registro, dies traditionis, en lugar
de las Santas Escrituras, puros y simples libros heréticos.
En
Oriente, por el contrario, la persecución fue mucho más severa y se prolongó,
con algunos períodos de calma es cierto, hasta la primavera de 313; los
soberanos sucesivos que reinaron en Egipto, Siria y Asia Menor persistieron en
su creciente hostilidad al cristianismo. A Diocleciano, que abdica en 305,
sucede como augusto el pagano Galerio, y el nuevo césar que le asiste, Maximino
Daia, es todavía más fanático. Con éste, en los últimos años, la persecución
asumirá un carácter más sistemático y recurrirá a métodos de propaganda de un
estilo, diríamos, más moderno: organización de manifestaciones “espontáneas”,
elección impuesta de las Actas apócrifas de Pilato como texto escolar, un
libro lleno de blasfemias contra Jesús.
Como en
Occidente, se observan situaciones muy distintas. Hubo paganos transigentes
que, para desembarazarse de sus prisioneros, hicieron ofrecer sacrificios a la
fuerza a los cristianos recalcitrantes, imponiéndoles silencio; cristianos
demasiado prudentes o tibios que salieron del paso con la huida o, como había
sucedido en tiempos de Decio, procurándose certificados falsos de haber
sacrificado; apóstatas, como siempre por desgracia, en masa; pero también
mártires que fueron tratados con todo el rigor sádico de esta nueva edad
bárbara, hábil en practicar suplicios refinados: el cuadro preciso que nos
presenta Eusebio de Cesarea, testigo ocular, en sus Mártires de Palestina nos
revela plenamente el salvajismo de los verdugos y el heroísmo de los mártires.
Se ha discutido mucho sobre el número de los mártires; evidentemente no se
puede comparar esta persecución con los genocidios modernos y sus millones de
víctimas, pero sería injusto reducirla al total obtenido sumando sólo los casos
individuales que conocemos por las fuentes narrativas, casos particulares
escogidos como especialmente dignos de memoria.
A pesar
de su violencia, la represión acabó por perder fuerza: seis días antes de su
muerte, el emperador Galerio debería reconocer el fracaso de esta política y
promulgar en Nicomedia, el 30 de abril de 311, un edicto de tolerancia,
redactado sin duda de muy mala gana (el emperador deplora la obstinación, la
locura de los cristianos que, en gran número, se habían negado a volver a la
religión de la antigua Roma) y aplicado de peor gana aún por su sucesor
Maximino Daia que, antes de que pasaran seis meses, reanudaba la persecución.
Esta, como se ha visto, redoblada, pero por poco tiempo: a finales de 312
Maximino Daia volvería a una tolerancia más o menos completa y, más tarde,
instauraría la paz religiosa, pero sólo ante las amenazas y luego bajo los
golpes que le venían de sus colegas y rivales de Occidente, Constantino y Licinio.
No es
este el lugar de exponer en detalle los complicados acontecimientos que
caracterizaron en el resto del Imperio los años 306-312. El sistema de
sucesión ingeniosamente ideado por Diocleciano funciona sólo una vez (305) para
venirse abajo en seguida. Hubo un momento, a comienzos del 310, en que el
Imperio contó quizá con siete emperadores, la mayor parte naturalmente
considerados por los otros como usurpadores: Constantino, proclamado en 306,
después de la muerte de su padre Constancio; su suegro Maximino, que había
recuperado dos veces la púrpura depuesta en 305; el hijo de éste, Majencio,
dueño realmente de Italia, pero no, por el momento, de Africa, donde se había
rebelado Domicio Alejandro; en Iliria (la Yugoslavia actual), Licinio, único
que se mantendrá al lado o frente a Constantino hasta 324; en los Balkanes y
Asia Menor, Galerio; en Siria y Egipto, Maximino Daia.
Señalemos
simplemente que, a diferencia de estos dos últimos, los
emperadores
“occidentales” tomaron en conjunto una actitud al menos pacífica frente al
cristianismo que acabó por ser favorable. Al edicto de tolerancia de Galerio en
311, todavía, como se ha visto, bastante reticente, responde Majencio con un
gesto mucho más liberal: no contento con haber concedido definitivamente plena
libertad a los cristianos de sus estados (Italia y el Africa reconquistada),
hace que les sean restituidos los inmuebles confiscados durante la persecución.
2.
POLITICA RELIGIOSA DE CONSTANTINO
Estaba
reservado a Constantino un paso mucho más avanzado en este sentido: su reinado
(306-338) vio realizarse el cambio quizá más importante que ha conocido la
historia de la Iglesia antes de los que han tenido lugar en los tiempos
modernos. El historiador quisiera poder relacionar las decisiones políticas, de
un alcance enorme, tomadas por este emperador con su evolución interior y sus
convicciones personales. Desgraciadamente es más fácil formular hipótesis a
este respecto que establecer hechos precisos y seguros.
Que
Constantino, originariamente pagano, de un paganismo abierto y tolerante
como el de su.padre, se convirtió al cristianismo, no ofrece ninguna duda.
Que esperara la víspera de su muerte para pedir y recibir el bautismo está de
acuerdo con una práctica entonces frecuente y se explica por las duras
exigencias de su cargo de emperador: para hablar sólo de los crímenes más
llamativos, Constantino debió, sucesivamente, asumir la responsabilidad de la
muerte de su suegro, de tres cuñados, de su hijo mayor y de su mujer. Con esto
sigue intacto el problema de saber a qué fecha se remonta su adhesión a la fe
cristiana. ¿Evolución progresiva? ¿Conversión repentina? ¿Cuándo o desde
cuándo?
¿Hemos
de creer que desde la batalla decisiva del puente Milvio, en que perecería
Majencio (12 octubxe 312), el ejército de Constantino lució sobre sus escudos
un símbolo cristiano? La anécdota, que progresivamente se enriquecería con
elementos de leyenda, se contaba en los medios cristianos de la corte desde los
años 318-320, es decir, seis u ocho años después del hecho. Pero nos resulta
difícil a nosotros sacar de estos testimonios históricos el núcleo de
realidad, de acontecimiento auténtico que puedan contener, por hallarse
envuelto en una ganga donde se superponen retórica, idealización de la figura
imperial, esfuerzo por traerla a la órbita del cristianismo, gusto de lo
maravilloso.
La
prudencia aconseja renunciar a la persecución de un objeto que
se nos
escapa totalmente; más que las convicciones íntimas de Constantino lo que
importa a la historia es su política, y ésta no se nos escapa. Cuando el 15 de
junio de 313, tras su victoria sobre Maximino Daia que le abre las provincias
de Asia, su colega y, por entonces, aliado Licinio, promulga un decreto
concediendo en términos particularmente benévolos para los cristianos una
plena y total libertad de culto, la restitución inmediata de todos los bienes
confiscados, lo hace refiriéndose expresamente a una decisión tomada en común
con Constantino a comienzos del mismo año, con ocasión de la entrevista que los
reunía en Milán con motivo de la boda de Licinio y Constancia, medio-hermana de
Constantino.
Licinio
seguía siendo personalmente pagano y, al final de su reinado, en vísperas de la
ruptura definitiva y de su eliminación por Constantino, se sentirá movido a
tomar medidas con que molestar, si no perseguir abiertamente, a los cristianos
sospechosos de profesar demasiada simpatía por su rival.
No cabe
duda, en efecto, de que después de su victoria sobre Majencio, Constantino
manifestó una simpatía eficaz por el cristianismo. La vemos actuar ya en sus
nuevas provincias de Africa desde los primeros meses de este mismo año 313: a
las medidas ya generosas que tomará Licinio, Constantino añade favores en
beneficio del clero de la Santa Iglesia Católica, distribución de dinero,
exenciones fiscales.
Esta
política se irá acentuando, con algunos baches, hasta el fin de su reinado.
En principio, la tolerancia, la libertad de cultos es la doctrina oficial, pero la balanza no se
mantiene equilibrada entre paganismo y cristianismo. Los primeros símbolos cristianos aparecen en las monedas,
esos maravillosos medios de
propaganda, desde 315; las últimas figuras paganas desaparecen en 323. La
Iglesia católica recibe un estatuto
jurdico privilegiado: las
sentencias del tribunal episcopal, incluso en materia puramente civil, son reconocidas como válidas
por el Estado; se concede a las iglesias capacidad sucesoria, lo que les
permitirá un incremento de su patrimonio.
Los
centros del culto se multiplican. Es, sin duda, entonces cuando se adopta,
comúnmente, el tipo arquitectural de la basílica: plano rectangular dividido
en naves por series de columnas con un ábside en el fondo; pronto contamos más
de cuarenta en Roma. La generosidad del emperador y de su familia (la
emperatriz madre, santa Elena, las hermanas de Constantino son cristianas)
permite la construcción y la dotación de magníficos edificios, así en Roma
las basílicas de Letrán (el palacio contiguo que será la residencia pontifical
aparece a la disposición, si no ya como propiedad, del papa desde 314), de San
Pedro en el Vaticano, de los Apóstoles (hoy San Sebastián) en la vía Appia, de
Santa Inés, etcétera; en Jerusalén, el magnífico conjunto del Santo Sepulcro;
la nueva capital, Constantinopla (dedicada en 330), junto a los templos
paganos restaurados o nuevos contenía varias iglesias cristianas, entre ellas
la de los Doce Apóstoles, en la que Constantino se hará preparar un sepulcro.
La
inspiración cristiana se extiende a la legislación e incluso al vocabulario de
las constituciones imperiales. Personalidades cristianas llegan por primera
vez a los más altos cargos: el Consulado en 323, la Prefectura de Roma en 325,
la Prefectura del Pretorio en 329. Al mismo tiempo aparecen las primeras
medidas restrictivas contra las prácticas paganas: en 318 son prohibidos los sacrificios
privados, la magia y los auspicios en el domicilio de los particulares.
Finalmente, y el hecho tiene importancia porque de él dependía el porvenir,
Constantino hace educar a sus hijos en el cristianismo. Indudablemente podemos
considerar a Constantino, con toda justicia, como el primer emperador
cristiano. Es cierto que en la imagen, que la tradición bizantina se formó de
él, existe una gran parte de idealización: el santísimo emperador considerado
en cierta manera como igual a los apóstoles, el trabajo de la
leyenda comenzó desde la generación inmediata a su muerte, con la Vida de
Constantino, publicada bajo el nombre de Eusebio, pero, sin duda, compuesta por
uno de sus sucesores en la sede de Cesárea. Sin embargo, más que él, fueron sus
hijos y herederos quienes se esforzaron por realizar este ideal; así lo
constatamos de modo especial en el caso del más joven y el último de ellos, el
emperador Constancio II que, en los últimos años de su reinado (353-361) vendrá
a reunir, como su padre antes de él, la totalidad del mundo romano bajo su
autoridad.
Hemos
entrado, pues, en una fase totalmente nueva de la historia del cristianismo:
ésta es verdaderamente la Paz de la Iglesia. Todos los obstáculos, fuesen de
orden legal o material, que dificultaban hasta entonces la evangelización han
quedado removidos; ésta progresa ahora con una eficacia mucho mayor. En todas
las regiones del Imperio romano las conversiones se multiplican, llegan a las
masas, los medios hasta entonces refractarios; por todas partes se fundan
nuevas sedes episcopales; la actividad teológica es intensa. La política
imperial que, de mil maneras, tiende a favorecer la religión nueva, el ejemplo
mismo que da el emperador, ejemplo particularmente eficaz en un régimen de carácter
monárquico tan acusado, todo empuja a la cristianización del Imperio romano en
su totalidad.
Este
movimiento sólo será detenido o trastornado durante algunos meses, en el
reinado del sucesor de Constancio, un sobrino de Constantino, el emperador
Juliano el Apóstata (361-363) que, vuelto al paganismo, intenta, naturalmente,
hacer que le siga todo el Imperio; paganismo, por otra parte, de un estilo muy
original, muy distinto del de la antigua Roma, marcado por la influencia
filosófica del neoplatonismo y, sobre todo, de elementos confusos, irracionales
que éste tiende a patrocinar cada vez más: ocultismo, teúrgia.
Se
trató de un simple episodio sin consecuencias: los emperadores siguientes son
de nuevo emperadores cristianos cada días más fervorosos y más convencidos. Si la política prudente de Valentiniano representa
un descanso, un esfuerzo de estabilización tras la liquidación de la aventura
de Juliano (al asumir el mando en 364 proclama de nuevo la libertad de
conciencia igual para todos), su hermano y co-regente Valente, su hijo Graciano
y más todavía su sucesor Teodosio el Grande (379-395) continúan la revolución
iniciada bajo Constantino y Constancio. El Imperio se hace cada día más un
imperio cristiano; el cristianismo, bajo su forma ortodoxa, se convierte
prácticamente en religión de Estado. Los herejes son desterrados (381), el
paganismo es, finalmente, prohibido y sus templos cerrados o destruidos (391).
CAPITULO XVII
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