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SIGLO SEGUNDO - LA BATALLA CONTRA EL IMPERIO
CAPITULO XI
OCCIDENTE BAJO LOS SEVEROS
El último de los Antoninos, Cómodo,
asesinado el año 193, dejaba el Imperio en un estado de pavorosa anarquía.
Entonces toma las riendas del poder un africano, Septimio Severo. Había pasado el tiempo de los emperadores filósofos. Severo es un
administrador que se encarga de restablecer el orden en el Imperio. Las
relaciones entre el Imperio y la Iglesia van a tomar un nuevo cariz. Severo no
alberga contra los cristianos la antipatía intelectual de un Marco Aurelio. Su
matrimonio con Julia Domna, hija del sumo sacerdote
de Emesa, abrirá el Imperio a las religiones
orientales. Septimio Severo tendrá cristianos en su
corte. Pero concibe el Imperio de manera autoritaria. Por eso, si algunos
cristianos son favorables a un entendimiento con la ciudad romana, otros se
muestran partidarios de una actitud más intransigente. De ahí surgirá un
conflicto que señalará una etapa en la limitación recíproca de las esferas de
la Iglesia y del Imperio.
I. EL EDICTO DE SEVERO
Los últimos años del siglo II y el comienzo
del III presentan un sorprendente recrudecimiento de las esperanzas
apocalípticas en el cristianismo. Es un nuevo sobresalto del mesianismo
judeo-cristiano originario, con su orientación hacia el retorno inminente de
Cristo y de su invitación a un ascetismo integral. Estas tendencias se expresan
preferentemente en el montanismo. Durante el reinado de Severo, la propaganda
montanista se difunde por Italia y Africa. Proclo, por quien Tertuliano siente veneración, ejerce su
apostolado en Roma bajo el pontificado de Ceferino (199-217). Esquines
representa allí otra corriente del movimiento. En Africa,
Tertuliano será ganado para la causa del montanismo hacia el 207. El montanismo
se presenta como el partido de los mártires. Es cierto que el movimiento tuvo
sus mártires. Los montanistas veían en esto la prueba de la autenticidad de su
inspiración. Sus mismos adversarios dan testimonio del hecho, pues no intentan
negar la existencia de tales mártires, sino su valor como prueba. Por ejemplo,
el anónimo antimontanista citado por Eusebio señala
que también otras herejías, los marcionitas entre
otros, tienen mártires en gran número. Pero añade que, cuando los católicos son
apresados junto con montanistas, se niegan a entrar en comunión con ellos, como
sucedió en Apamea del Meandro. Apolonio, por otra
parte, no concede valor a algunos de esos mártires: un tal Alejandro, que se
hacía pasar por mártir, había sido condenado en realidad como ladrón por el
procónsul de Efeso, Emilio Frontino.
Pero esta corriente apocalíptica es mucho
más amplia que el montanismo propiamente dicho. La corriente asiática había
conservado algunos rasgos milenaristas. En Africa,
Tertuliano, a raíz de su conversión al cristianismo, mucho antes de su
conversión al montañismo, da pruebas de un cristianismo exaltado. Y esto, por
cierto, inmediatamente antes del edicto de Severo. En su tratado Ad Martyres —que, por una alusión a la victoria de Septimio Severo sobre Clodio Albino, puede situarse con certeza en el 197—, Tertuliano exhorta a unos
cristianos encarcelados mostrándoles que están empeñados en el combate contra
las potencias demoníacas. Y el Apologético, que es de la misma época, refleja
un cristianismo que no admite compromisos.
Es de notar, por otra parte, que el final
del siglo II y el comienzo del II son la época en que florecen los Hechos de
los Apóstoles apócrifos. El primer testimonio que poseemos sobre los Hechos de
Pablo es el de Tertuliano. Este refiere, en su Tratado sobre el Bautismo, que
la obra ha sido escrita recientemente por un sacerdote de Asia. El escrito de
Tertuliano es de alrededor del 200. Por tanto, los Hechos de Pablo deben
situarse en torno al 190. En ellos exaltan los combates de Tecla y de Pablo
contra sus perseguidores. La idea central es el conflicto entre el culto de
Cristo y el del emperador. Aquí, como en el montanismo, aparece el profetismo
de las mujeres y la exaltación de la virginidad.
Los mismos rasgos se observan en los demás
Hechos. Los Hechos de Pedro predican la separación de los esposos y terminan
con el relato del martirio de Pedro, precedido del célebre episodio del “Quo vadis?” La Eucaristía se celebra con pan y agua. Estos
Hechos deben ser de origen fenicio. Los Hechos de Juan y los Hechos de Andrés
presentan las mismas tendencias: relato de martirios, exaltación de la
virginidad, separación de los esposos. Toda esta literatura está emparentada
con el montañismo, pero representa otros ambientes distintos. En particular, es
probable que tengan cierta influencia del ascetismo sirio.
Otro rasgo es la proliferación de las
Actas de Mártires. Algunas son las mismas actas del proceso, conservadas por
los cristianos y divulgadas por ellos. Tal es el caso de las Actas de san
Justino, martirizado en Roma el año 165. Poseemos también las Actas de los
mártires escilitanos en Africa.
Su martirio tuvo lugar en tiempos de Cómodo, el 17 de julio del 180. Otras
actas de mártires son relatos compuestos a base de los recuerdos de los
testigos. En ellas se acentúa más la exaltación del martirio. A este género
pertenece el Martirio de Policarpo. Es posible que la relación que actualmente
poseemos pertenezca a la época de Septimio Severo y
sea un eco de las discusiones en torno al montanismo. Las Actas de los mártires
de Lyon, conservadas por Eusebio, son del 178. Siempre glorificando a los
mártires, reaccionan contra las tendencias montanistas y el encratismo.
Se sujetan al mismo contexto. Las Actas de Perpetua y Felicidad serán, por el
contrario, un manifiesto del Tertuliano montañista.
Semejante literatura no podía por menos de
influir en la sensibilidad cristiana. Tertuliano refiere el caso de cristianos
que se presentaban en grupos ante el tribunal del procónsul de Asia, Anio Antonino, de modo que éste se veía obligado a
dispersarlos. Esto sucedía en los años 184 ó 185. Las
exageraciones que suscitaba tal mística hicieron necesaria la intervención de
la Iglesia, la cual desautorizó a los cristianos que buscaban provocar a las
autoridades contra sí mismos.
Esta exaltación del martirio está relacionada
con la creencia en la inminencia de la Parusía, que aparece en diversos puntos
en torno al año 200. Eusebio menciona a un escritor de esta época, Judas, de
quien dice que escribió sobre las setenta semanas de Daniel, haciéndolas
terminar el año último del reinado de Severo, es decir, el 203. “Pensaba él,
añade Eusebio, que la parusía del Anticristo, de que todo el mundo hablaba,
estaba llegando; hasta tal punto turbaba la violencia de la persecución a la
mayoría de los espíritus”. Hipólito refiere en su Comentario sobre Daniel la
historia reciente de un obispo sirio que salió al desierto con su comunidad al
encuentro del Señor, y la de un obispo del Ponto que anunciaba, como
consecuencia de ciertas visiones, que el Juicio final tendría lugar al año siguiente.
Varias obras de Hipólito se sitúan en el
mismo contexto, si bien no llegan a tales excesos. El Comentario sobre Daniel
es de los años 203 ó 204, es decir, inmediatamente
posterior al edicto de Severo. Corresponde a las especulaciones cronológicas
sobre las semanas de Daniel, que estaban vinculadas a la expectación de la
Parusía. El Tratado sobre el Anticristo, que es algo anterior, hacia el 200,
responde también a tales preocupaciones. Contra los que hacían coincidir la
venida del Anticristo con la persecución de Severo, muestra que Roma no es sino
la cuarta de las potencias anunciadas por Daniel y que, por tanto, no ha
llegado el tiempo de la Parusía. El contexto de la obra es también
escatológico.
Tampoco Alejandría parece libre de esa
fiebre, que aparece en la actitud del joven Orígenes, según nos la describe
Eusebio. Aun prescindiendo de lo que pertenece a la amplificación del
historiador y teniendo en cuenta que Orígenes muestra su celo por el martirio
precisamente durante la persecución, es indiscutible que tal comportamiento
concuerda demasiado bien con el clima general de la época para no expresar una
verdad. Baste recordar el texto de Eusebio: “Se apoderó del alma de Orígenes,
todavía adolescente, tal pasión por el martirio, que ir al encuentro del
peligro, animarse y lanzarse a la lucha, era para él un placer”. Y es conocido
el episodio de su madre ocultando los vestidos del hijo para impedirle
exponerse al peligro. Más tarde, con ocasión de la persecución de Maximino, el
año 235, Orígenes exaltará el ideal del martirio en un escrito dirigido a su
amigo Ambrosio.
Es de notar que Clemente, que vivía en
Alejandría, adoptó una actitud distinta: abandonó la ciudad, como hicieron
algunos otros. Orígenes pertenece a otro ambiente, de tendencias escatológicas
más acentuadas. Y hay más rasgos que señalan la diferencia. Eusebio nos dice
que Orígenes no bebió vino durante parte de su vida. Sabemos, además, que llevó
su amor por la continencia hasta el punto de hacerse eunuco. Todo esto indica
una actitud espiritual muy cercana a la del montanismo. Por otra parte, las
posiciones de Orígenes recuerdan el rigorismo de Tertuliano y de Hipólito. En
concreto, su posición frente al Imperio es muy semejante a la de ellos. Más
tarde modificará tales posiciones y mantendrá una actitud más moderada. Pero
su juventud se sitúa en el clima apocalíptico de los años 200.
Es importante que, en la misma época,
aparezcan actitudes análogas en África, Asia, Roma y Alejandría. En ellas se
expresa un mismo cristianismo escatológico. Orígenes, Tertuliano e Hipólito
muestran la misma indiferencia ante el destino de la ciudad terrestre. Lo que
ellos esperan es el martirio, que manifestará la incompatibilidad de aquélla
con la ciudad de Dios. La ciudad terrestre se les antoja ya condenada. Por
tanto, es inútil asegurar la propia perpetuidad engendrando hijos, o asegurar
la propia defensa alistándose en el ejército. Todo eso pertenece a un mundo
caducado. La ciudad cristiana, ya presente y a punto ya de manifestarse, exige
la castidad de los ángeles y el amor universal. Ante lodo hay que evitar
cualquier concesión.
Hay que subrayar que este cristianismo no
es todo el cristianismo de la época. En concreto, no es el de los obispos. En
éstos encontramos una mayor preocupación por la salvación de la mayoría, la
solicitud del pastor por su pueblo, la búsqueda de un cristianismo realista, el
afán de un acuerdo con los poderes civiles. Pero Tertuliano romperá con la Iglesia
para fundar una secta más; Hipólito atacará violentamente al episcopado
romano, tanto a Ceferino como a Calixto, y le reprochará su laxismo y su
mundanidad; Orígenes será rechazado por el obispo de Alejandría, Demetrio. Los
motivos pueden parecer diferentes, pero el conflicto es el mismo: el de los
intelectuales, seducidos por una Iglesia ideal, con unos pastores conscientes
de las condiciones de la Iglesia real.
Aquí es donde va a surgir el problema de
las relaciones con el Imperio. La situación de los cristianos en los últimos
años de los Antoninos había mejorado en cierto modo. Su estatuto legal era el
mismo, pero de hecho no se les molestaba. La última persecución había tenido
lugar en tiempos de Marco Aurelio. Cómodo, que le sucede en el 180, tiene cristianos
en su corte: entre ellos, su concubina Marcia, que interviene en favor de los
confesores destinados a las minas de Cerdeña, obteniendo su liberación; también
altos funcionarios, como el intendente del tesoro; Prosenes,
cuya inscripción funeraria ha sido encontrada, o Carpóforo,
que tendrá a Calixto como esclavo. Durante su reinado tienen lugar muy pocas
condenas: la de los mártires escilitanos, en el 180;
la del senador Apolonio, entre los años 183 y 185.
Esta situación parece continuar en los
comienzos del reinado de Severo. También él cuenta con cristianos entre sus
íntimos. Recibe cuidados del cristiano Próculo.
Mantiene a Prosenes en su cargo. Sabe que los
cristianos le han apoyado en Asia en su lucha contra Pescenio Niger. No duda en proteger a unos cristianos de
familia senatorial frente al furor de la plebe. Severo se muestra, en todo
esto, realista. Los cristianos son ya una fuerza con la que hay que contar. La
administración no debe privarse de hombres de valía por el hecho de que sean
cristianos. En la medida en que los cristianos sirvan al Estado —y esto es lo
único que él busca—, el emperador está dispuesto a protegerlos.
No obstante, en el 202, publica Severo un
edicto prohibiendo el proselitismo de los cristianos, es decir, impidiendo
prácticamente la difusión del cristianismo. Se trata del primer acto jurídico
emanado directamente contra los cristianos. Severo procurará buscarle
antecedentes. Su jurisconsulto Ulpiano, coleccionará las decisiones anteriores
referentes a los cristianos. Estas decisiones tenían un significado más bien
negativo: no reconocían al cristianismo un derecho de existencia legal. Pero no
se oponían a su existencia y difusión. La detención de los cristianos podía
obedecer únicamente a determinadas circunstancias particulares. Ahora, por el
contrario, se trata de una medida general que obliga a los funcionarios del
Estado a reprimir el avance del cristianismo.
Es difícil no relacionar esta medida con
el carácter apocalíptico de la corriente a que nos hemos referido. Y es preciso
reconocer que Severo podía tener cierta razón para inquietarse. ¿Acaso no
preocupaba este movimiento a los mismos jefes de la Iglesia? En él había, en
efecto, ciertas tendencias que estaban en contradicción con el deseo del emperador
de restablecer el Imperio. Mientras Severo reformaba las leyes sobre el
matrimonio, procurando reforzar la familia, esos cristianos condenaban el
matrimonio e invitaban a sus hermanos a la continencia. Mientras las fronteras
del Imperio se veían amenazadas por los partos al este y los escotos al norte,
y era preciso movilizar todas las fuerzas, los cristianos invitaban a
abstenerse del servicio militar.
La misma repartición de las persecuciones
prueba que Severo se dirigía menos contra la Iglesia como tal que contra
ciertas tendencias extremas. De hecho, los grupos afectados son los que se
relacionan con las tendencias mesiánicas. Entre ellos hay católicos, pero
también herejes. La persecución alcanza particularmente a los montañistas. Y a
los marcionitas, cuyas tendencias ascéticas eran
bien conocidas y que parecen haber experimentado en esta época la influencia
del montanismo. En cambio, vemos a dos categorías, bien opuestas por cierto,
que permanecen al abrigo de la persecución. Por una parte, los gnósticos, que
eran notoriamente antimilenaristas y dirigían sus
esperanzas al mundo celeste. Por otra parte, no vemos que en esta época
fueran, en general, molestados los obispos.
Podemos señalar, en fin, que las medidas
de Severo iban dirigidas contra el proselitismo judío al mismo tiempo que
contra el proselitismo cristiano. Fueron promulgadas durante un viaje por
Palestina. Podríamos preguntarnos si el recrudecimiento del mesianismo
cristiano no coincidió con una corriente de mesianismo judío, especialmente en
Palestina y Mesopotamia. Siempre los judíos soportaron con impaciencia el yugo
romano. Las campañas de los partos durante el siglo II bien pudieron suscitar
en ellos la esperanza de una liberación. En todo caso, la sinagoga de Dura-Europos, junto al Eufrates, fue
adornada precisamente a principios del siglo ni con una serie de pinturas hoy
descubiertas. Pinturas que parecen expresar ciertas esperanzas mesiánicas.
El edicto de Severo desencadena una
persecución. Pero es cierto que, a pesar de todo, no fue muy violenta ni tardó
en amainar. Los sucesores de Severo —Caracalla, Heliogábalo, Alejandro Severo—
no parecen haber urgido el edicto. De hecho, los dos centros de donde poseemos
noticias son Egipto y Africa. Sobre Egipto nos dice
Eusebio que, el año 202, fueron enviados de todas partes a Alejandría numerosos
cristianos para ser allí martirizados. Sabemos que fue decapitado Leónidas,
padre de Orígenes. Entonces Orígenes, a pesar de su corta edad, fue encargado
de la catequesis porque los demás habían partido.
Las persecuciones se prolongan durante los
años siguientes, siendo prefecto de Egipto Serbaciano Aquila. Eusebio nos presenta a Orígenes asistiendo a los cristianos detenidos,
tanto en la prisión como en el tribunal e incluso en el lugar de su martirio,
suscitando contra sí mismo el furor de los paganos. Entre los que murieron
después de haber sido instruidos por él, Eusebio nombra a Plutarco, hermano de Heracleón, que fue obispo de Alejandría; a Sereno,
que fue quemado; a Heráclides y Ilerón,
el primero catecúmeno y el segundo neófito; a otro Sereno, que fue decapitado.
Entre las mujeres, Herais, catecúmena, “recibió el
bautismo por el fuego”. Eusebio se extiende sobre todo en el martirio de Potamiana, que fue quemada, en compañía de su madre, con
pez hirviendo. Un pagano, Basílides, auditor de Orígenes, que acompañaba a Potamiana, se declaró cristiano, fue bautizado por los
hermanos y decapitado.
Es de notar que los mártires son
principalmente neófitos y catecúmenos. Esto parece estar en relación con la
naturaleza del decreto de Severo, que prohibía el proselitismo. El delito
condenado era prepararse al bautismo o recibirlo. La medida era hábil, pues no
afectaba a los viejos cristianos; por otra parte, exigía una especial
circunspección para la admisión al catecumenado. Así se explica la peligrosidad
del cargo de catequista. Era una violación directa de la ley. Se comprende que
la mayoría lo declinaran y que se necesitara el ardor de un Orígenes para
aceptarlo.
En Cartago aparece la misma situación.
Aquí estamos informados por Tertuliano. Una primera persecución tuvo lugar el
año 203, bajo el mandato del procurador Hilariano.
Sus víctimas fueron el catequista Sáturo, un neófito,
Perpetua con su esclava Felicidad y cuatro catecúmenos. La situación es
singularmente paralela a la de Alejandría. Pero aquí es condenado también el
catequista. Poseemos las Actas de estos mártires. Pero es difícil saber si
están relacionados estos mártires con el edicto o si dependen de la legislación
anterior. Por esta época sitúa el martirologio en la Galia el martirio de san
Ireneo. En Capadocia es encarcelado un obispo, Alejandro, que más tarde será
obispo de Jerusalén. Estando en la prisión, tiene noticia, el 211, de la
elección de Asclepíades para la sede de Antioquia16. En Roma, Eusebio nos
refiere la historia de un tal Natalio, a quien los adopcionistas ganaron a
fuerza de plata; pero, porque había confesado su fe, Cristo no permite que
permanezca en la herejía. El episodio parece pertenecer al 203; tal vez fuera
neófito y tengamos aquí un caso de aplicación del edicto. Tertuliano nos dice,
en fin, que en tiempos de Caracalla el procónsul de África, Scápula,
dio muerte a algunos cristianos, a consecuencia de denuncias. Tal parece ser el
procedimiento antiguo.
2. HIPOLITO Y CALIXTO
Ya hemos visto cómo vivía la iglesia de
Roma en tiempos de Víctor (189-199). Se enfrentaban allí dos tendencias
empeñadas en ganar para sí a las autoridades eclesiásticas. El montañismo
desplegaba una ardorosa propaganda y obtenía numerosas simpatías. Incluso
entre los que no eran miembros del grupo, éste expresaba el espíritu del
cristianismo asiático. Los escritos de Juan, y en particular el Apocalipsis,
fomentaban la imagen de la tensión entre el poder imperial y la Iglesia. Se
esperaba como inminente el fin de los tiempos. El clima de persecución creado
por Septimio Severo iba a renovar el vigor de esta
corriente.
Pero el conjunto de la comunidad no es
favorable al montanismo ni al milenarismo asiático. Incluso en la misma Asia
chocó este movimiento con la oposición de los obispos. Práxeas parece haber sido enviado de Asia a Roma para poner en guardia contra la
propaganda montanista. Eleuterio había escuchado la advertencia de Práxeas. El sucesor de Víctor, Ceferino (199-217), parece
haberse mostrado más decididamente hostil a tal corriente. Tenía por diácono a
Calixto, el cual debía sucederle (217-222). El sacerdote romano llegaba a
rechazar el Apocalipsis, considerado, no sin razón, como una de las fuentes
del montanismo. A la vez que al montañismo, estos ambientes eran hostiles a las
especulaciones sobre el Verbo. Se fundaban en una teología arcaica, como la que
encontramos en Práxeas y Calixto. Pero esta teología
había sido desvirtuada en sentido modalista por Noeto. Tales ideas habían sido importadas a Roma por
Epígono. Ceferino y Calixto se confiaron demasiado a este último, dando lugar a
diversas críticas.
En ese clima aparece Hipólito. La historia
de este gran hombre se ha visto complicada por la confusión suscitada entre él
y otros personajes que llevaban el mismo nombre. Hay que distinguirle ante
todo de un obispo oriental, a quien nombra Eusebio sin indicar su sede;
después, de un mártir de Antioquia; en tercer lugar, de un oficial, testigo del
martirio de san Lorenzo y martirizado con él, enterrado en el Campo Verano;
por el contrario, me parece —en contra de lo que afirma Hanssens—
que hemos de identificarle con un sacerdote romano, desterrado junto con el
papa Ponciano a Cerdeña en el 235 y sepultado cerca de la vía Tiburtina. Por
fin, a pesar de las serias objeciones formuladas por P. Nautin en una serie de estudios, parece que es suya una estatua hallada junto a la vía
Tiburtina. Nautin hace valer contra la identificación
el hecho de que la lista de las obras mencionadas en la estatua no coincide
con la lista de las obras de Hipólito que ya poseíamos. Según él, la estatua
representa al sacerdote romano Josipo, que sería
también autor de la Refutación de todas las herejías. El escritor Hipólito
sería un oriental.
Pero esta tesis no parece prevalecer
contra la fuerza de los argumentos en favor de la identificación. En primer
lugar, no es extraño que en la estatua no se mencione la mayoría de las obras
de Hipólito, pues en la estatua falta el comienzo de la lista. Además, la lista
termina con las obras publicadas hacia el 224, fecha de la erección de la
estatua, inmediatamente posterior al cómputo pascual grabado en ella y que
comienza el 222. Es de notar, en concreto, que la Refutación, atribuida por Nautin al personaje representado en la estatua, no figura
en la lista. Tal era ciertamente el caso de otras obras. La lista sólo
contiene las obras de Hipólito pertenecientes a los años 210-224
aproximadamente y sigue el orden cronológico.
En segundo lugar, los contactos entre las
obras mencionadas en la estatua y las obras ciertamente hipolitanas son tan numerosos que difícilmente puede tratarse de las obras de dos
personajes, de suerte que P. Nautin se ve obligado a
explicarlos apelando a un influjo de Josipo sobre
Hipólito. Algunos títulos son comunes: Sobre los carismas, la Tradición
apostólica, la Demostración de las fechas de la Pascua, la Tabla pascual, el
tratado Sobre el Apocalipsis. Por otra parte, hay una relación cierta entre las
Crónicas, mencionadas en la estatua, y el Comentario sobre Daniel, que es
seguramente de Hipólito; entre la Refutación, que es seguramente del autor
representado en la estatua, y el Contra Noeto, que es
de Hipólito. La mayor precisión de las Crónicas y de la Refutación muestra que
la dependencia está de su parte. Y esa diferencia se explica mejor por la
evolución de un mismo autor que por la distinción de dos autores.
Así, pues, resulta posible proponer una
reconstrucción de la vida de Hipólito. Debió de nacer hacia el 170. Sus
primeras obras, Sobre el Anticristo y el Comentario sobre Daniel, datan, como
.hemos visto, de la persecución de Severo. También por esta época publica una
gran parte de las obras exegéticas mencionadas por Eusebio y Jerónimo. Comienza
su controversia contra Calixto, hacia el 217, con su Resumen (syntagma) contra las herejías, cuyo final es el fragmento
Contra Noeto. De entonces datan las obras que
figuran en la parte conservada en la lista de la estatua. Hallamos otras dos
obras de exégesis, la continuación de la polémica contra Calixto con la defensa
del Apocalipsis, la Tradición apostólica, la Crónica, el tratado Sobre el
Universo, la Exhortación a Severiana. Esta lista
corresponde al pontificado de Calixto (217-222). Hipólito está entonces en
conflicto con el papa.
Pero, el año 222, Urbano sucede a Calixto.
Hipólito recibe el encargo de establecer un cómputo pascual. La estatua que lo
contiene fue erigida hacia el 224. En ella se enumeran las últimas obras
escritas por Hipólito entre la fijación del cómputo y el levantamiento de la
estatua, es decir, entre 222 y 224. Estas son la Demostración de las fechas de
la Pascua, las Odas, un tratado Sobre la resurrección dirigido a Julia Mammea, madre de Alejandro Severo, que acaba de ser elegido
emperador en el 222, y un tratado Sobre el bien y el origen del mal. Hasta su
muerte, en 235, Hipólito publicará todavía varias obras, las cuales, por
supuesto, no figuran en la estatua. Hipólito continúa su obra de exegeta.
Además publica su Refutación de las herejías. Esta obra apunta en particular a
la floración de sectas gnósticas que tiene lugar en Roma en tiempos de
Alejandro Severo, como la de los naasenianos, cuya
existencia nos es conocida por el hipogeo de Viale Manzoni. La obra concluye
con los elkasaítas, cuya propaganda es conocida de
Orígenes por esta época. Hipólito aprovecha la ocasión para arreglar su vieja
cuenta con Calixto, a quien ataca violentamente a propósito de la herejía de Noeto. Ataque facilitado por la reacción antimonarquiana de tiempos del papa Ponciano (230-235). El
234, Hipólito reedita su Crónica, cuya primera edición figuraba en la estatua
como anterior a 222, teniendo ahora en cuenta los cálculos de su cómputo
pascual y prolongándola hasta el año 13 de Alejandro Severo. El año 235,
después del asesinato del emperador, Hipólito es enviado a las minas de Cerdeña
junto con su amigo el papa Ponciano y allí muere.
La obra literaria de Hipólito permite
descubrir su personalidad. Hemos hablado de sus primeras obras, inspiradas por
la persecución de Severo. Produjo, además, una considerable obra exegética, de
la cual conservamos gran parte: las Bendiciones de Isaac y de Jacob, las Bendiciones
de Moisés, David y Goliat, el Comentario sobre el Cantar de los Cantares, unas
Homilías sobre los Salmos 1 y 2. La exegesis de Hipólito es eminentemente
tradicional. No presenta la menor huella de alegoría alejandrina. Es ante todo
un testimonio de la catequesis romana común. En ella aparecen los tipos de liberación:
Daniel en medio de los leones, Jonás salvado del monstruo, los tres jóvenes en
el horno, José salvado del pozo, Susana entre los viejos; tipos que, en esta
misma época, comienzan a adornar las catacumbas romanas.
Lo mismo sucede con algunos grandes
símbolos que hallamos también en el arte romano de la época y que son un eco
de la catequesis. Por ejemplo, la viña espiritual, cuyos sarmientos son los
santos y cuyos racimos son los mártires; los viñadores son los ángeles, el
lagar es la Iglesia, y el vino es la fuerza del espíritu. Otro ejemplo es la
nave, figura de la Iglesia, que atraviesa el mar del mundo, como el arca de Noé
las aguas del Diluvio: sus remos son las iglesias, Cristo es el piloto, el
mástil es la cruz. La imagen aparecía ya en Justino. Los pormenores se
encuentran en la catequesis de las Homilías Clementinas, que es de la misma
época. O, en fin, al Paraíso de la Iglesia, cuyos árboles son los santos; o
Cristo sol, rodeado de los Apóstoles como si fueran estrellas.
Son de notar las analogías de estos
símbolos con los que encontramos en las Homilías Clementinas, las cuales se
presentan como el eco de la catequesis petrina. Se
trata de una catequesis que no es la de Alejandría ni tampoco la de Asia.
Parece típicamente romana. Sus orígenes judíos son evidentes. Los tipos de
liberación son los que se encontraban ya en las oraciones de intercesión
judías. Los grandes símbolos son los de la literatura judeo-cristiana palestinense y siria: la nave de la Iglesia aparece en los
Testamentos de los Doce Patriarcas. El candelabro de siete brazos es uno de los
símbolos preferidos del judaismo contemporáneo, junto con la viña mística.
Esto plantea la cuestión de la Tradición
apostólica. Hanssens ha propuesto ver en ella un eco
de la liturgia de Alejandría. Pero Alejandría es el único ambiente con el que
Hipólito no ha tenido ciertamente ningún contacto. Tampoco hay razón para
buscarle un origen asiático. Además, en la obra de Hipólito, los elementos
catequéticos y litúrgicos aparecen como típicamente romanos. Sería, pues,
extraño que la Tradición Apostólica fuera una excepción. Se objetará su
parentesco con la liturgia siria. Pero el hecho es que todas las liturgias
fueron importadas de Oriente a Occidente. Por tanto tenemos ahí más bien una confirmación.
Porque precisamente los elementos catequéticos son en Hipólito de origen petrino, es decir, a fin de cuentas, sirio. Sus afinidades
tienen relación con las Homilías Clementinas. Sin duda que lo mismo sucede con
la liturgia.
Pero, al mismo tiempo, Hipólito tiene
contactos con la tradición asiática. Focio dice que,
en su Resumen contra las herejías, hoy perdido, Hipólito se presentaba como
discípulo de Ireneo. De hecho, hallamos en él una teología de las relaciones
entre ambos Testamentos que es totalmente característica de Ireneo. Incluso
repite, con palabras propias, la doctrina de la recapitulación de Adán por
Cristo. Hay otros rasgos que nos hacen pensar en Asia. La tipología de José es
característica de Melitón y de Ireneo. La Homilía sobre la Pascua se inspira en
la de Melitón. Característica, en fin, es la estima en que tiene Hipólito el
Apocalipsis. El defendió su autenticidad johánica.
Además, comparte el milenarismo de los asiáticos. Cree en la inminencia del fin
de los tiempos. Es de notar, por último, que su hostilidad frente a la
filosofía en la Refutación y, en la medida en que lo ha utilizado, su
preferencia por el estoicismo se hallan en el espíritu de Melitón.
Así queda perfilada la imagen de Hipólito.
Es un hombre firme en la tradición romana. Su obra es típica de la catequesis.
Con lo cual se confirma la tradición que le considera como un presbítero
romano. Su interés por la liturgia apunta también en ese sentido. Hipólito es
un precioso testigo de la liturgia romana. Pero, en este momento, la iglesia de
Roma está dividida entre dos tendencias. Se ve agitada por una corriente
apocalíptica que obedece a ciertas características antiguas de la Iglesia. Allí
precisamente predicó el profeta Hermas. Se mantiene el culto de los mártires
Pedro y Pablo. Y esas tendencias tradicionales son activadas por la propaganda
montañista. Además, hay otra corriente igualmente tradicional, que se encuentra
sobre todo en la jerarquía. Está inspirada en una actitud de moderación,
intenta especialmente mantener los contactos entre los diversos grupos de la
comunidad, se muestra inclinada a la indulgencia y se preocupa de las buenas
relaciones con el poder imperial.
En esta perspectiva se han de leer las
páginas de Hipólito consagradas a Ceferino y a Calixto en su Refutación (elenchos) de todas las herejías. Son de una extremada
violencia. En ellas acusa a Ceferino de haber favorecido la propaganda de Cleomene, dejándose comprar, y de haber abrazado él mismo
el monarquianismo. Más aún, hace una requisitoria
contra Calixto. Este, esclavo cristiano del pagano Marco Aurelio Carpóforo, se lanzó a operaciones de banca, que terminaron
en rotundo fracaso. Encarcelado, liberado y condenado luego a las minas de
Cerdeña, encuentra el medio de hacerse liberar poniéndose en una lista de
confesores cristianos para los que Marcia, concubina de Cómodo, había
conseguido el perdón. Gana la confianza de Ceferino, sacerdote de la iglesia
romana. Y cuando éste sucede a Víctor, Calixto es encargado de los
cementerios. Domina enteramente al papa y le anima en sus tendencias modalistas. A la muerte de Ceferino, le sucede. No sólo
sigue entonces profesando el modalismo, sino que
relaja la disciplina de la Iglesia. Hipólito interpreta las innovaciones
penitenciales de Calixto en ese sentido. Le acusa de perdonar los pecados de la
carne, con tal de lograr adictos para sus ideas, de admitir obispos, sacerdotes
y diáconos casados dos o tres veces, de permitir el matrimonio de los
sacerdotes, de tolerar el aborto.
El relato de Hipólito es, evidentemente,
caricaturesco. La violencia era el tono habitual. La encontramos asimismo en
Tertuliano. No obstante, bajo la caricatura, podemos descubrir el aspecto del
ambiente atacado por Hipólito. Este ambiente es, en primer lugar, el de los
cristianos que pertenecen a las clases dirigentes: su situación es delicada y
tienen horror a las actitudes provocativas. Ya hemos mencionado a algunos de
esos altos personajes. Podríamos añadir al abogado Minucio Félix, cuyo Octavio nos describe una discusión notablemente cortés con una
personalidad pagana eminente junto al puerto de Ostia. La Iglesia tenía gran
interés en estar a bien con tales ambientes, que podían servirle de mucho para
evitar roces y allanar dificultades.
Este ambiente es también el de los
dirigentes de la Iglesia. La responsabilidad de los obispos es, en gran parte,
administrativa. Esto resulta particularmente cierto en Roma, donde las cargas
son pesadas. Ya Hermas alababa a los obispos por su hospitalidad. Calixto, buen
administrador, prestó magníficos servicios a Ceferino. Este le encomendó la
gestión de los cementerios pertenecientes a la Iglesia. Es posible que ello
constituyera una innovación y que hasta entonces los cristianos fueran
enterrados en propiedades pertenecientes a personas privadas, como sucedía con
los cementerios de Priscila y de Domitila. El cargo suponía relaciones con los
artistas que adornaban las tumbas. De hecho, el nombre de Calixto pasó al
cementerio por él administrado. Con toda normalidad, este gran administrador
sucederá a Ceferino.
Ceferino y Calixto no son intelectuales,
sino hombres de acción. Bajo su pontificado, la Iglesia hizo enormes progresos.
Se ganó las simpatías del poder imperial y se extendió considerablemente desde
el punto de vista numérico. Este desarrollo implicaba una adaptación de la
disciplina a las nuevas circunstancias. Y eso es lo que rechaza Hipólito. El
sueña con una Iglesia que sea un puñado de santos en conflicto con el mundo,
pobres, sin bienes. Pero los pastores encargados de las almas no pueden aceptar
semejante punto de vista. Un pueblo cristiano en crecimiento necesita
instituciones.
Las diferencias teológicas son aquí meros
pretextos. El pretendido monarquianismo de Ceferino y
de Calixto no tiene otra base que las afirmaciones de Hipólito y de Tertuliano.
Ceferino y Calixto no eran teólogos. Frente a la crisis apocalíptica, se
apoyaron en los otros ambientes romanos, especialmente en los monarquianos. Es cierto que hubo abusos en semejante
reacción. Cayo fue demasiado lejos al rechazar el Apocalipsis. Pero, cuando
Calixto advirtió el peligro del monarquianismo, no
dudó en condenar a Sabelio. Lo cual molestó no poco a
Hipólito, quien vio en ello una simple maniobra de astucia.
Estos rasgos terminan de revelarnos la
figura de Hipólito: un sacerdote romano en violenta oposición a Ceferino y
Calixto. En ello aparece como representante del viejo presbiterado romano,
conservándonos su tradición catequética y sus prácticas litúrgicas. Hipólito es
hostil a esta concepción más monárquica del episcopado que es la de Ceferino y
de Calixto y a la importancia concedida a los diáconos. El rencor del sacerdote
Hipólito contra el diácono Calixto procede de un antiguo antagonismo a que ya
hemos hecho referencia. En Hermas hallábamos la misma hostilidad frente a los
diáconos. En resumidas cuentas, Hipólito permanece fiel a la concepción
arcaica de una Iglesia mesiánica, heroica, en conflicto con el mundo.
Otro rasgo donde aparece su espíritu
reaccionario es su fidelidad al griego. Hasta hace poco se pensaba que el
griego seguía siendo en su época la lengua común de la iglesia de Roma. Pero
Christine Mohrmann ha demostrado que, desde mediados
del siglo II, los cristianos de Roma comenzaron a hablar el latín. Se han
señalado expresiones cristianas latinas en el Pastor de Hermas, escrito en
Roma. Y parece ser que las más antiguas versiones latinas de la Biblia
aparecieron en Roma al mismo tiempo que en Africa.
También en Roma fueron traducidas, ya en esta época, algunas obras griegas
particularmente importantes para los romanos: la Epístola de Clemente de Roma
y, sin duda, el Pastor de Hermas y la Didajé. El
fragmento de Muratori, sea un original latino o una
traducción del griego, es de fines del siglo II. Hipólito, pues, adopta una
actitud arcaizante al escribir en griego, cuando su contemporáneo Tertuliano,
que sabía esta lengua, adopta el latín en Africa.
Hipólito se equivoca. No ve que el
desarrollo del pueblo de Dios implica situaciones nuevas, que el cristianismo
no es una secta de gente pura, sino la ciudad de todos los hombres. Se burla de
la admirable imagen de Calixto que considera a la Iglesia como el arca de Noé,
donde hay animales de toda especie, que sólo el juicio separará. Después de esto,
no hay razón alguna para ver en Hipólito un antagonista del papa, ni tampoco un
cismático. Sus escritos respiran la más pura tradición. Su violencia procede,
en gran parte, de un género literario. Hipólito fue el representante de un
integrismo que la jerarquía hizo bien en no aceptar. Pero fue a la vez un gran
doctor de la Iglesia. Y no hay motivo para no venerarle como a santo, lo mismo
que a su adversario Calixto, como estarán más tarde unidos en la santidad
Cornelio y Cipriano.
3. NACIMIENTO DEL AFRICA CRISTIANA
Septimio Severo era africano de origen. Había nacido en Leptis Magna. Su reinado y el de sus sucesores marcan en todos los ámbitos una
promoción de Africa, es decir, del territorio que
corresponde actualmente a Tunicia y a la región de Constantina. Entonces son construidas las ciudades de Leptis, Timgad y Djemila, cuyas
ruinas conservan en la actualidad grabados los nombres de estos emperadores. En
el plano intelectual, Cartago es un centro importante. A fines del siglo II,
la ciudad fue ilustrada por Frontón y Apuleyo.
Aunque abierta al influjo del helenismo en todas sus formas, es menos
cosmopolita que Roma y aparece como el centro más importante de la literatura
en lengua latina de la época. Su población de marinos, soldados y comerciantes
se aparta de la gravedad romana por su viveza, turbulencia y pasión.
El cristianismo debió de implantarse en
Cartago desde fines del siglo I. De otro modo, se explicaría difícilmente que
la población cristiana de la ciudad fuera tan considerable en tiempos de
Tertuliano. “Llenamos vuestras plazas, vuestros mercados, vuestros
anfiteatros”, escribe éste en el Apologeticum. El
concilio de Cartago, en el año 216, reunirá a setenta y un obispos africanos.
Pero no sabemos nada de las condiciones en que se llevó a cabo esa
evangelización. Es probable que al principio hubiera conversiones en las
comunidades judías, numerosas en Africa. Acto
seguido, el cristianismo se difundió en los medios de lengua griega, y las
primeras liturgias se celebraron en esta lengua. Pero ya en el 180 poseemos un
texto africano latino, las Actas de los Mártires escilitanos.
Estos declaran que tienen en su poder libri et epistulae Pauli, lo que parece suponer la existencia de
una traducción latina del Nuevo Testamento. Tertuliano nos dice un poco más
tarde que existe una traducción completa de la Biblia en latín.
Así, pues, el cristianismo africano se
presenta, ya antes de Tertuliano, como numéricamente desarrollado, pero sin que
se haya manifestado de manera original. De suerte que las corrientes que
encontramos por entonces en Africa proceden todas de
otra parte, principalmente de Asia, con frecuencia a través de Roma. Las
herejías que combate Tertuliano son las que hemos encontrado antes en otros
lugares y que llegan a África con cierto retraso. Tenemos un libro suyo contra
los valentinianos. Y en el De Praescriptione haereticorum enumera las otras sectas gnósticas que ya
conocemos. Tertuliano ataca a Marción y es el único
que nombra a uno de sus discípulos, Lucano. Combate al sirio Hermógenes, que parece haber ido a Africa.
Sus mayores adversarios son los monarquianos. Y él
mismo se convertirá al montañismo. En todo lo cual no hay nada que nos presente
nuevos problemas.
Lo mismo sucede con los autores católicos
de quienes depende. Tras él no hay ninguna literatura cristiana africana. El
mismo es bilingüe. Algunas de sus obras fueron escritas primeramente en griego:
tal es el caso del De Spectaculis, del De Baptismo,
del De Virginibus velandis,
del De Extasi, del Apologeticum.
Los modelos en que se inspira son los autores cristianos de lengua griega
anteriores a él. El Apologeticum continúa los
escritos de los apologistas. Tertuliano se inspira en Justino para el Adversas Marcionem. Sus catálogos de herejías proceden de Ireneo. En
su tratado contra los valentinianos cita a Ireneo, Milcíades y Justino. Sin duda, ha utilizado el tratado de Teófilo de Antioquia contra Hermógenes. Sigue a Melitón en su teología de la historia.
Su vocabulario trinitario depende de Taciano. En
este sentido, como ha señalado exactamente Stephan Otto, Tertuliano constituye un
nexo capital entre el cristianismo griego y el cristianismo latino. Gracias a
él aparece por primera vez en el ámbito latino todo un mundo de controversias
elaboradas durante el siglo II en el ámbito griego. En este punto, constituye
un notable contraste con Hipólito: éste permanece fiel al helenismo
occidental; Tertuliano inaugura el latinismo africano, dando así un impulso a
África sobre Roma.
Antes de Tertuliano, África presenta dos
características: un pueblo cristiano de origen principalmente latino, numeroso
y lleno de vigor; una cultura que es todavía casi exclusivamente griega. La
obra de Tertuliano consistirá en dar a esa cristiandad su forma de expresión
autóctona. Es difícil encontrar un caso en que la influencia creadora de un
hombre haya desempeñado un papel tan evidente. Tertuliano dotará a la iglesia
de África —y, a través de ella, a la iglesia latina entera— de un vocabulario
litúrgico, teológico y ascético. Y ello no a base de una trasposición
artificial, como hizo a menudo Cicerón por lo que respecta a la trasposición
de los términos filosóficos griegos, sino expresando en un lenguaje lleno de
carácter las ideas que había bebido en otras fuentes.
Tertuliano nace hacia el 160. Cuando, en
el 197, se nos presenta por vez primera, se encuentra en plena madurez. Era
hijo de un centurión de la cohorte proconsular. Estudió derecho en Cartago, que
era un vivero de abogados. Alcanzó fama como jurista en Roma. Es posible que
debamos identificarlo con el autor del mismo nombre citado en el Digesto 30.
Esta estancia romana coincide, sin duda, con el advenimiento al poder de Septimio Severo, quien debió de atraer hacia Roma a los
jóvenes africanos. Tras algunos años de vida fácil, Tertuliano se convirtió,
influido por el testimonio de los mártires, hacia el 195. Volvió a Cartago,
siendo encargado del catecumenado y ordenado sacerdote. Varias de sus primeras
obras son un eco de su enseñanza: el De Testimonio animae,
el De Oratione, el De Baptismo, el De Paenitentia, el Ad uxorem, el Adversus Judaeos. Estos tratados
pertenecen a los años 200-207.
Pero, sobre todo, interviene en todos los
debates que afectan al cristianismo y lo hace con un extraordinario genio de
polemista. Esos debates son principalmente los que enfrentan a los cristianos
con el Imperio romano. Tertuliano exalta el valor de los mártires (Ad martyres). Dedica dos tratados a exponer los temas de la
defensa del cristianismo contra las acusaciones lanzadas por los paganos (Ad nationes, Apologeticum). Al mismo
tiempo toma la ofensiva y ataca a las costumbres paganas (De spectaculis, De cultu feminarum). Interviene, en fin, contra el hereje Hermógenes, quien difundía por entonces en Cartago su
propaganda en favor de un cristianismo de tendencia demasiado platónica.
A partir de los años 206-207 se van
afianzando sus simpatías por el montanismo. No se trata de algo nuevo.
Tertuliano había conocido el montanismo en Roma, al tiempo de su conversión. Su
naturaleza, sin concesiones, se acomodaba a su talante. Desde el primer momento
de su retorno a África, es acogido por la Iglesia como un gran líder, defiende
su tradición contra los herejes, la venga de los ataques de los paganos. Pero,
a partir de cierto momento, toma conciencia de un desacuerdo con los obispos,
el mismo que hemos visto en Hipólito. Tertuliano es partidario de un
cristianismo de combate, que se enfrenta al mundo pagano y no admite ninguna
relación con él. Y arroja sin piedad fuera de la Iglesia a quienes no comparten
su actitud. El episcopado, tanto en Cartago como en Roma, se preocupa del
conjunto del pueblo que tiene a su cargo y procura favorecer su extensión.
Tertuliano descubre entonces su acuerdo
con los montanistas. Son ellos los que, a sus ojos, representan el verdadero
cristianismo. Tal simpatía se afirma en las obras que van del 207 al 211: el Adversus Marcionem, el Adversus Valentinianos, el De resurrectione carnis. Una de sus obras más curiosas, el De Pallio, típicamente africana por su estilo truculento y su
soflama, subraya su hostilidad contra la ciudad romana: como ha señalado J. Moreau, al cambiar la toga por el pallium,
“Tertuliano lanza un desafío a Roma: quiere ridiculizar las consignas de la
propaganda imperial y profiere un auténtico manifiesto contra la Romanitas”. El De exhortatione castitatis exalta la virginidad como expresión de un cristianismo integral. Poco después
del De corona invitará a los soldados cristianos a la deserción. Todo lo cual
va directamente contra las consignas del poder imperial, que intenta restaurar
la familia y exaltar el patriotismo.
Se comprende el peligro que semejantes
actitudes hacían correr a la Iglesia. Por culpa de ellas había visto la luz el
edicto de Severo. Los obispos, en cambio, se esforzaban por mostrar que la fe
cristiana era compatible con un justo patriotismo. Tal posición había sido la
de Pablo, la que había caracterizado la conducta de los obispos de Roma. En
particular, era la posición de Ceferino. Pero Tertuliano permanece fiel a un
cristianismo apocalíptico que opone sin distinción la Iglesia al Imperio.
Oposición que desciende al nivel de la vida diaria. El cristiano no puede compartir
la vida de la ciudad: ya el Apologeticum rechazaba la
cultura pagana en bloque; el De spectaculis prohibía
a los cristianos tomar parte en las manifestaciones de la vida colectiva; el De cultu feminarum quería
impedir a las mujeres cristianas que siguieran la moda; el De Virginibus velandis quiere ahora
imponer a las jóvenes que salgan siempre con velo.
Un conflicto de tendencias, como el que
enfrentaba a Tertuliano y sus amigos con la jerarquía, no es ajeno a la
naturaleza de la Iglesia, donde se confrontan legítimamente corrientes
diversas. En nuestro caso, se defendía el punto de vista de los obispos, pero
también el de Tertuliano. De hecho, cabía el riesgo de llegar a la ruptura. Y
llegó para Tertuliano el año 211. A partir de este momento rompe con la Iglesia
e ingresa en la comunidad montanista. Es entonces cuando publica las Actas de
las mártires Perpetua y Felicidad, para exaltar el ideal del martirio; el Scorpiace, donde refuta los argumentos de los gnósticos
contra el valor del martirio y, al mismo tiempo, desacredita al episcopado, al
que atribuye una posición análoga; el De fuga in persecutione toma partido contra la actitud de los cristianos que procuran no exponerse al
martirio, actitud que había sido aprobada por los obispos; el Ad Scapulam es un panfleto apasionado contra el procurador Scapula, con ocasión del arresto de varios cristianos en el
212.
Al mismo tiempo se acentúa su rigorismo
moral. El De idololatria muestra la incompatibilidad
de la profesión del cristianismo con numerosas actividades, incluida la
enseñanza de las letras. Análoga enumeración se encuentra en Hipólito.
Podríamos preguntarnos si no es en éste una toma de posición igualmente
polémica. El De jejunio quiere hacer obligatorios
los ayunos de los miércoles y viernes; el De monogamia se opone a las segundas
nupcias. Por último, su hostilidad aparece sin reservas en el De paenitentia, donde Tertuliano ataca violentamente el edicto
del papa Calixto (217-222), que concedía la penitencia a todas las faltas sin
excepción. También Hipólito, en la Refutación, había rechazado este edicto.
Tertuliano le opone su teoría de los pecados irremisibles, como el adulterio,
el homicidio y la apostasía. Acusa al obispo de Roma y al de Cartago de
mundanizar al cristiano y transigir con el mal. Tertuliano nos da a conocer así
la existencia de un conflicto de tendencias en Africa,
análogo al que hemos encontrado en Roma. Pero este hombre nos interesa también
por el cuño propio que va a tomar con él el cristianismo africano. En primer
lugar, hallamos en él algunos rasgos característicos del mundo latino que no
habíamos visto todavía en contacto con el cristianismo. Tertuliano es un
escritor latino; heredero, por tanto, de la cultura y de la literatura
latinas. Si la lengua que crea es original, como ya diremos, eso no quiere
decir que no se alimente de los clásicos latinos. Se han señalado en él
reminiscencias de Lucrecio, a quien además cita en el De anima; son una prueba
del retorno a Lucrecio en la literatura de la época, pero también del gusto
propio de Tertuliano, pues tal influencia no aparece en su contemporáneo Minucio Félix.
En segundo lugar, Tertuliano es un
jurista. Tal se muestra por su manera de argumentar en las polémicas,
introduciendo así un elemento distinto de lo que hallamos en los apologistas y
controversistas griegos. En el Apologeticum trata más
a fondo el problema de la situación jurídica de los cristianos y de la ilegalidad
de su situación concreta. Sobre todo en el De praescriptione haereticorum, emplea contra los gnósticos y contra
los herejes en general una argumentación propiamente jurídica, la de la
prescripción: el criterio de verdad es la autoridad de la Iglesia jerárquica,
porque a ella le confió Cristo su mensaje, a ella le pertenecen originariamente
las Escrituras y ella es heredera de los Apóstoles. Este tipo de argumentación
será característico del mundo latino.
Por otra parte, Tertuliano introduce en la
teología un vocabulario jurídico que será característico de la teología
occidental, creando un foso entre ella y la teología oriental. Y así representa
a Dios, en sus relaciones con el hombre, como al legislador que establece su
ley y al juez que la aplica. El pecado es una violación de esa ley, culpa o
reato. Inversamente, la acción virtuosa satisface a la ley de Dios y constituye una obra meritoria.
En la ley de Dios hay que distinguir preceptos y consejos. Vemos surgir aquí
unas categorías que serán incorporadas a la teología occidental, que están
ligadas —por más que se olvide— a la cultura jurídica de Tertuliano y que son
adoptadas por sus sucesores a causa del espíritu jurídico característico de los
latinos.
Además de escritor y jurista, Tertuliano
es filósofo. Es más riguroso que Orígenes, aunque menos profundo. Pero también
aquí va a introducir un rasgo nuevo. Hemos visto que la filosofía de los
apologistas griegos es el platonismo medio. Es cierto que encontramos en ellos
algunas expresiones tomadas del estoicismo, pero son las que había adoptado el
platonismo medio de su tiempo. También Tertuliano conocía el platonismo medio.
En concreto, se ha señalado la influencia de Albino sobre su pensamiento.
Platón forma parte de su cultura literaria, como de la de todos sus
contemporáneos. Pero, a diferencia de los alejandrinos, sus aficiones se
centran en el estoicismo, que le irá influenciando cada vez más. Tertuliano se
opone radicalmente al medio alejandrino. Está más cerca de los asiáticos. Pero
éstos no eran filósofos. Como ha dicho su último intérprete, “Tertuliano
adopta la concepción de Ireneo sobre la economía, pero intenta también
introducir la filosofía estoica contemporánea en el edificio de la teología”.
Sobre esto se pueden citar numerosos
ejemplos. En el De testimonio animae, Tertuliano
declara que va a dar un nuevo argumento en lo que se refiere al conocimiento
natural de Dios por todos los hombres. Con ello pretende distinguirse de los
escritores que le han precedido, Justino y Clemente de Alejandría. De hecho, el
argumento que aporta es el del conocimiento, por el cual el hombre adquiere un
sentido que le permite formar una noción de Dios. Esta teoría viene de Crisipo; Tertuliano la recibe a través de Séneca: Seneca noster, como él le nombra. La psicología de Tertuliano,
según se expresa en el De anima, con la corporeidad del alma, está tomada del
estoico Sorano, al cual se refiere explícitamente el
mismo Tertuliano. Es una psicología opuesta radicalmente al platonismo. De
manera más general, podemos decir que la clave de su teología era la noción de
natura, noción que preside el pensamiento estoico.
Pero, si bien introduce así una tradición
nueva —latina, jurídica, estoica— en el cristianismo, Tertuliano no lo hace
de manera servil, como Minucio Félix. En el orden del
lenguaje no depende estrechamente de los modelos clásicos, aunque permanezca
fiel a los preceptos del arte oratorio. Como acertadamente ha indicado
Christine Mohrmann, “Tertuliano ha explotado las
riquezas del lenguaje corriente de las comunidades cristianas, llegando a ser
de esta forma no el creador del idioma cristiano, pero sí el gran iniciador que
introdujo el idioma de los cristianos, tan revolucionario y tan poco
tradicional, en la literatura latina”. También esto viene a establecer una
oposición entre el Occidente y el Oriente. El latín cristiano seguirá siendo
una lengua viva, en contacto con el habla popular, mientras que el griego
cristiano se quedará en la imitación de los modelos clásicos.
Lo mismo sucede en el plano del
pensamiento. Tertuliano utiliza el fondo estoico, pero con libertad, rechazando
las tesis estoicas que se oponen a la fe, incluso más radicalmente que
Orígenes al rechazar las tesis platónicas. Proporcionará así, desde el
principio, a la teología latina una solidez de bases a la que no llegará en
mucho tiempo la teología griega por culpa del origenismo. Su vocabulario es con
frecuencia jurídico, pero su pensamiento lo es muy poco (serán sus lectores quienes
tomen demasiado materialmente sus imágenes). Lo que le preocupa es expresar
con precisión el dogma cristiano. Para ello toma las palabras de donde las
encuentra: de los estoicos, del lenguaje jurídico o del habla corriente.
CAPITULO XII
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