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NICEA. LA VICTORIA CONTRA EL ANTICRISTO
CAPITULO
XXV
CHRISTIANA
TEMPORA
Debemos
analizar ahora qué repercusión tiene la fe del cristiano más allá del dominio
propiamente religioso. En diversas ocasiones san Agustín se sirve de la
expresión Christiana témpora, “la época cristiana”, para designar, por
oposición a los siglos paganos, el período de historia inaugurado por la
conversión de Constantino. ¿Es legítimo el empleo de esta expresión? ¿En qué
sentido y hasta qué punto puede decirse que la civilización del mundo romano en
el siglo IV fue una civilización cristiana?
Que el
Estado se creyó entonces cristiano, quiso ser cristiano, no deja lugar a duda:
el hecho resulta de la estructura monolítica de esta monarquía absoluta. A
partir del momento en que el omnipotente soberano se declara cristianó, el
Imperio se cristianiza, por así decirlo, con absoluta naturalidad. En cierta
manera esta convicción se afirma oficialmente: desde 315 las monedas presentan
el monograma de Cristo grabado sobre el casco de Constantino; en los años
326-330 aparece el labarum, el estandarte triunfal, la bandera cuadrada de la
caballería romana, adornado con el retrato de los soberanos reinantes y con el
asta coronada por el mismo monograma rodeado de una corona de laurel (de ahí el
nombre de laureatum, transformado en labarum a través de la transcripción
griega).
No se
trataba de un ideal puramente teórico; de Constantino y Constancio a Graciano
y Teodosio (sin olvidar la reacción intentada por Juliano y la pausa que
señala Valentiniano), hemos visto al Imperio romper progresivamente sus lazos
con el paganismo, para acabar proclamando al cristianismo, bajo su forma
católica, religión de Estado.
Desvinculado
del paganismo, el Estado se incorpora estrechamente a la Iglesia. Así se
explica el libro XVI del Código teodosiano (compilado en los años 429-439) que
se ocupa de cuestiones religiosas; hallamos en él unas ciento cincuenta
decisiones consagradas a la defensa de la ortodoxia, e incluso a su
definición. El emperador interviene hasta en los pormenores de la disciplina
eclesiástica: en 390, una constitución de Teodosio prohibe la entrada en la
iglesia a las mujeres que “en contra de las leyes divinas y humanas” tuvieran
la osadía de cortarse los cabellos, y prevé sanciones contra los obispos que
pretendieran admitirlas. Esta política de intervención va acompañada, como
hemos visto, de toda una serie de privilegios y favores diversos en beneficio
de la Iglesia y de su clero.
I.
INFLUENCIA CRISTIANA EN LA LEGISLACION
El
respeto, los favores de que es objeto la religión cristiana por parte del
gobierno imperial no son una simple actitud hipócrita o interesada de éste.
Existe en él un esfuerzo real por penetrar de espíritu cristiano la estructura
de las instituciones, la vida misma del mundo romano. Ahora va a ser el
calendario cristiano el que marcará el ritmo de la vida social: desde 325 el
domingo se convierte, oficialmente, en día de descanso; las fiestas paganas,
tan del gusto del pueblo, sobre todo en Roma o en las grandes ciudades, a causa
de los espectáculos y demás regocijos que las caracterizaban, subsisten sin
duda, pero se realiza un esfuerzo por eliminar de ellas los aspectos
religiosos, y acaban por perder todo carácter oficial. La lista de fiestas de
guardar, establecida por una constitución de 389, sólo comprende, además de las
fiestas cristianas, el 1° de enero, los aniversarios de los emperadores y los
que conmemoran la fundación de las dos capitales.
Se sabe
que los emperadores cristianos desplegaron una intensa actividad legislativa
que modificó profundamente la fisonomía del derecho romano. ¿Hasta dónde se
extiende la influencia que ejerció el cristianismo en esta legislación?
Alternativamente se la ha ensanchado o restringido con exceso; los hechos son
a menudo de interpretación delicada. Cuando Constantino, por ejemplo, suprime
en 320 las restricciones legales que pesaban sobre los célibes y que habían
sido inspiradas en otro tiempo por la política natalista de Augusto, ¿es seguro
que esto obedece a un deseo de rendir homenaje al ideal cristiano de la virginidad
consagrada? Una dependencia con respecto a la moral evangélica y la disciplina
eclesiástica aparece más claramente en las constituciones relativas al
matrimonio: prohibición del concubinato para el hombre casado, severidad en el
caso de adulterio o rapto, obstáculos al divorcio que había venido a ser demasiado
fácil.
Lo
mismo ocurre con las medidas encaminadas a dulcificar la condición servil
(aunque éstas prolongan una tendencia ya bien marcada por influjo del
estoicismo en el derecho del Alto Imperio): prohibición de separar las familias
de esclavos, nuevas facilidades ofrecidas para la obtención de la libertad,
especialmente en la iglesia por simple declaración en presencia del obispo.
Más
original y de gran interés es el esfuerzo realizado por introducir un poco de
humanidad en el atroz régimen de las cárceles. El Código teodosiano reúne bajo
este título siete leyes escalonadas de 320 a 409; la primera llega incluso a
prohibir a los carceleros que dejen morir de hambre a los prisioneros; la
última ordena que sean conducidos al baño una vez por semana, el domingo, invocando
para ello consideraciones religiosas; el clero, obispo y sacerdotes, recibe un
derecho de atención sobre la suerte de estos desgraciados.
2.
DIFICULTAD EN LA CRISTIANIZACION DE LAS COSTUMBRES
Pero
todo esto no pasa de ser medidas aisladas que no bastan para esclarecer el
problema: ¿estamos ante una civilización cristiana? Cuestión difícil que sólo
puede recibir una respuesta compleja también y matizada.
No
era una tarea fácil cristianizar en algunos años o en algunas generaciones una
civilización nacida y madurada en el seno del paganismo. No se modifican tan
fácilmente reflejos inveterados, sobre todo en el seno de las masas. Sólo
algunas almas de la élite son capaces de adquirir conciencia de las
implicaciones prácticas que se desprenden del nuevo ideal religioso que acaban
de entrever o de adoptar.
1) Tomemos
como test las dos costumbres características de la sociedad pagana contra las
que se alzaban con violencia los apologistas del siglo segundo: la exposición
de los recién nacidos y las luchas de gladiadores. Con respecto a la primera
legislación de los emperadores cristianos se presenta confusa y contradictoria.
Ciertamente encontramos algunas medidas que facilitan al niño recogido y criado
como esclavo la posibilidad de recuperar la libertad; en 374 es prohibido el
infanticidio, pero no parece que se haya llegado a reprimir el abandono en sí
mismo, a pesar del desprecio que esto entrañaba frente a la persona humana. Las
luchas de gladiadores son objeto de una primera prohibición en 325, pero ésta
seguirá siendo durante mucho tiempo teórica, a pesar de los esfuerzos de la
propaganda cristiana; sólo hacia 434-438 es definitiva. Sin embargo, las luchas
en el anfiteatro no cesarán, aunque se limitarán a cazas en que el hombre no
se enfrentaba con otro hombre sino solamente con fieras; por otra parte, el
interés de estas exhibiciones pasa progresivamente del combate sangriento al
elemento destreza, acrobacia.
2) Religión
del jefe, religión de las masas, el cristianismo debe asumir ahora la
responsabilidad de la ciudad temporal. No nos precipitemos a hablar, para
deplorarla, de una mundanización de la Iglesia; los cristianos del siglo IV no
podían rechazar las tareas que les imponía el éxito mismo que había encontrado
la evangelización del mundo romano.
Mientras
no habían pasado de ser una débil minoría, por añadidura sospechosa y mal
tolerada, habían podido vivir en cierta manera enquistados dentro del
organismo social, dejando a los otros, a la mayoría pagana, al Estado pagano,
el cuidado de afrontar y resolver los difíciles problemas planteados por la
existencia y las necesidades de la sociedad humana.
Por
ejemplo el problema de la guerra. En tiempos de Tertuliano y de Orígenes el
cristiano podía obedecer estrictamente a la letra del Decálogo (“no matarás”)
y al espíritu del Evangelio, consagrándose a la vez enteramente a su vocación
en cierto sentido sacerdotal. “Por medio de incesantes oraciones —escribía
Tertuliano— pedimos para todos los emperadores un reinado tranquilo, un palacio
seguro, tropas valerosas, un senado fiel, un pueblo leal, un universo en paz”;
otros voluntarios se encargaban de constituir el ejército que aseguraba la paz
en las fronteras. La situación militar, demográfica y religiosa del Bajo
Imperio ya no permite una actitud semejante, que por otra parte no carecía de
equívoco (los cristianos gozarían de la paz romana sin pagar su precio).
Muy
pronto la Iglesia tuvo que hacer frente a sus nuevas responsabilidades: el
tercer canon del concilio de Arles (314) amenaza con excomunión a los soldados
desertores, “pues el Estado ya no es perseguidor” (si es que se ha de
interpretar así la expresión oscura y de significado discutido, in pace, “en
tiempo de paz”, religiosa). Esto no quiere decir que desde entonces la Iglesia
se resignara a sacrificar el ideal evangélico de no-violencia; la actitud de
sus doctores más autorizados no deja lugar a duda, y eran obispos
perfectamente conscientes de su deber de pastores. Así, todavía hacia 370, san
Basilio no repara en aconsejar a los soldados que tengan sus manos manchadas de
sangre que se impongan tres años de penitencia.
Igualmente
un poco más tarde, san Ambrosio, sin considerarlo una obligación, aprueba a
los magistrados que se abstienen espontáneamente de los sacramentos después de
dictar una pena capital. La severidad del derecho penal en vigor entrañaba no
menos violencias en el servicio civil que en el servicio militar (la lengua e
incluso el uniforme confundían a uno y otro bajo el mismo apelativo de
“milicia”).
Vemos
aparecer aquí una oposición entre las exigencias opuestas de la ciudad terrena
y de la ciudad de Dios. La contradicción aparece en el interior mismo de la
política imperial. Por una parte, y esto desde 313, vemos multiplicarse en
beneficio de los clérigos las exenciones de todo género, inmunidades fiscales,
dispensa de cargas cívicas, etc.; pero, por otra parte, la estructura a la vez
compleja y rígida del sistema social de que depende la buena marcha del Estado
no puede tolerar que la clerecía se convierta en un medio para eludir esos
deberes.
Desde
329 Constantino prohíbe la entrada en el clero a los curiales, esos nobles
colectivamente responsables del cobro de los impuestos debidos por sus
municipalidades; pero ¿no era esto eliminar una fuente importante del
reclutamiento sacerdotal? Por eso el legislador se ve obligado a volver una y
otra vez sobre esta cuestión: de 361 a 399 encontramos una docena de leyes
relativas a ella en que se dosifican de diversas maneras concesiones,
restricciones, amnistía.
¡Y si
sólo existieran los curiales! Otras categorías sociales, sujetas igualmente a
alguna obligación de Estado, se ven a su vez cerrar el acceso a las funciones
clericales: en 361 los empleados de las oficinas de finanzas, en 365 los
panaderos, en 398 los obreros de tintorerías de púrpura, en 408 los
salchicheros.
3) Finalmente,
es preciso tener en cuenta la inercia propia a los fenómenos de civilización
que se desarrollan según una lógica interna, al. encadenarse causas y efectos
según un determinismo propiamente técnico sobre el que las intervenciones exteriores
no pueden ejercer, al menos inmediatamente, más que una influencia limitada.
Una vez puesto en marcha, el régimen totalitario inaugurado por Diocleeiano
llegó bajo sus sucesores a sus consecuencias implacables: coacción, tiranía,
terror, crueldad —y esto a pesar de las exhortaciones de orden moral que la
Iglesia y la conciencia cristiana no cesaron de dirigir a los iefes y a sus
agentes: llamamientos a la clemencia, a la mansedumbre, a la humanidad.
La
correspondencia de los grandes obispos del siglo IV nos los presenta
interviniendo sin cesar ante las autoridades en favor de los débiles y las
víctimas de un régimen tan duro con todos los que oprime. A veces se trata de
individuos, a veces de colectividades, como en 282, cuando el obispo Flaviano
pide a Teodosio perdón para su ciudad de Antioquia tras la sedición que había
profanado las estatuas imperiales; en un caso análogo, en 390, san Ambrosio no
pudo impedir la salvaje represión ordenada por el mismo emperador en
Tesalónica —siete mil personas reunidas en el circo y exterminadas sin
piedad—, pero se atrevió a exigir y obtuvo del culpable una penitencia pública
(penitencia, por otra parte, mitigada, y sanción de principio, pero por primera
vez un emperador se resignaba a reconocer la superioridad de la ley divina y se
sometía a la autoridad espiritual de la Iglesia). El derecho de asilo en las
iglesias comienza a pasar a las costumbres, si no está ya reconocido
oficialmente; se trata de un nuevo caso en que se enfrentan lo temporal y lo
espiritual.
Pero si
así la influencia cristiana pudo tener algún resultado benéfico en un cierto
número de casos particulares, no pudo, en cambio, penetrar hasta las raíces
mismas de la causa de tales excesos ni contener el desarrollo de las
consecuencias implicadas en el principio mismo del régimen establecido. Hemos
hecho alusión a la creciente barbarie del derecho penal e incluso
administrativo en el Bajo Imperio; nada más característico que el recurso cada
vez más frecuente en la práctica de la tortura. El derecho romano, al
finalizar la república, se había honrado renunciando casi completamente a ella
(aunque siguió practicándose cuando se trataba de esclavos). Había penetrado
subrepticiamente en el Imperio en el caso de lesa majestad, pero una vez
admitido el principio no había cesado de extenderse.
Pertenece
a la lógica de una monarquía de tipo oriental, de un régimen policía, el temer
sin cesar la conspiración, se tortura a la menor sospecha, en busca del menor
indicio, a presuntos culpables, cómplices eventuales y, finalmente, simples
testigos. Y ¿dónde colocar los límites de la alta traición? Un deudor del
fisco, un contribuyente en falta pone también en peligro la seguridad del
Estado.
Hay que
contar también con lo arbitrario. Los representantes del poder absoluto son a
su vez omnipotentes —al menos mientras conservan la confianza del príncipe; si
caen en desgracia, pasan a ser traidores, y con ellos son traidores sus
parientes, sus amigos, sus protegidos.
El alma
cristiana no puede sino gemir ante esta abominación; se cita incluso el caso de
desgraciados injustamente condenados que el pueblo cristiano veneró después de
su suplicio en cierta manera igual que a los mártires, como esos “santos
pacientes” que tanto mueven a la piedad rusa. San Agustín escribirá en la
Ciudad de Dios una hermosa página sobre lo absurdo de la tortura, fuente
inevitable de errores judiciales y de sufrimientos injustificados. Pero esta
página se halla inserta en el cuadro pesimista que el santo presenta
describiendo las calamidades inherentes a la condición humana; como la guerra,
el hambre, la enfermedad, la tortura le parece a la vez insoportable e
inevitable. Aquí podemos constatar cómo, al estar encuadrado en un contexto
dado de civilización y en cierta manera prisionero de las perspectivas
concretas que éste impone, el esfuerzo mismo del moralista y del teólogo se ve
paralizado por fuertes barreras.
Lo
mismo hemos de decir de las intervenciones de la autoridad eclesiástica en
materia económica y social: recelo frente a la profesión comercial, fácilmente
sospechosa de lucro ilícito; severidad frente al comercio con el dinero:
concilios y teólogos del siglo iv condenan unánimemente el préstamo a
intereses; pero esta postura, dada la decadencia de la economía monetaria, no
tiene entonces la importancia que adquirirá más tarde.
La
Iglesia asiste con la misma impotencia relativa al nacimiento de las
estructuras pre-feudales o cuasi-feudales que acompañan al de la gran
propiedad: sólo puede protestar contra los abusos cometidos por los
“poderosos”, esos grandes señores que, arrancando al Estado privilegios
excesivos, oprimen a los campesinos de sus dominios; si el estatuto de los
esclavos rurales tiende a elevarse y convertirse en el que conocerá la Edad
Media bajo el nombre de vasallaje, la suerte de los colonos o campesinos libres
se hace cada vez más pesada; entre ambos hay solamente una diferencia de
grado.
Vemos a
los obispos practicar la misma política de intervención y de presión moral ante
los “señores” que ante las autoridades administrativas o judiciales; pero este
llamamiento a la piedad, a la bondad, tampoco puede otra cosa en este caso que
corregir excesos particulares sin atacar a reformas de estructura. El Estado
había realizado también un intento —que resultó vano— en este sentido mediante
la institución de “defensores del pueblo” (368), destinados a proteger a los
humildes contra las iniquidades de los poderosos; pero esta función degeneró
pronto y fue confiscada por los mismos contra quienes estaba destinada a
luchar (400). Es necesario esperar hasta el año 400 para ver a un concilio
español amenazar con la excomunión a los poderosos que despojasen de sus bienes
a un clérigo o a un pobre.
4) De
todo lo precedente podríamos concluir que la influencia cristiana en la
sociedad romana del siglo IV no pasó de ser marginal. Es innegable que la
conversión de ésta al cristianismo no acarreó consigo un florecimiento general
del ideal evangélico. Considerando las cosas desde el punto de vista colectivo
—estadístico pudiéramos decir—, que es el del historiador de la civilización,
esta época trágica, “este tiempo agitado” (para utilizar uno de los conceptos
fundamentales de Arnold J. Toynbee), revela un endurecimiento de la
sensibilidad, un salvajismo creciente en las costumbres y las instituciones;
por una de esas paradojas que abundan en la historia, el mundo romano sólo
había logrado superar el desafío que suponía la amenaza bárbara a costa de
aceptar en cierta manera su propia barbarización.
Pero
nuestro cuadro ha quedado incompleto. El cristianismo introdujo también en la
civilización preocupaciones nuevas que se manifiestan en la aparición de
instituciones originales destinadas a alcanzar en los siglos futuros un gran
desarrollo, pero que se imponen ya a nuestra atención por realizaciones
importantes. Nos referimos a la noción de caridad en el sentido social del
vocablo, de ese sentimiento de solidaridad y de responsabilidad del hombre
frente a todos sus hermanos los hombres, por muy desheredados que sean: los
pobres, los sin hogar, vagabundos o caminantes, los enfermos, los dementes.
El
mundo pagano no había conocido ese respeto religioso de la persona humana
considerada como un valor absoluto, objeto del amor misericordioso del Dios
creador y salvador. Las liberalidades del patrono con sus clientes eran una
cosa totalmente distinta, lo mismo que las prestaciones, panem et circenses,
que recibía el pueblo de la capital, dividendo percibido sobre el producto de
las conquistas por los herederos de los conquistadores del Imperio. En este
punto, el siglo IV merece ciertamente recibir el título de época cristiana:
asistimos a una amplia manifestación de la caridad.
La
limosna, reconocida como uno de los deberes esenciales del cristianismo,
alcanza dimensiones de servicio público, dada la fortuna enorme de la
aristocracia a la que pertenece ya una parte de la élite cristiana. A la
muerte de su mujer Paulina, el senador Pammaquio, uno de los amigos de san
Jerónimo, invita a todos los pobres de Roma a un banquete en la basílica de
San Pedro en el Vaticano; la multitud que acude
llena
la inmensa basílica y su atrio hasta la plaza (397). San Paulino de Nola que
nos refiere el hecho tiene el sentimiento de la revolución operada en los
valores sociales; califica a los mendigos de patronos de nuestras almas,
patronos animarum nostrarum; los ricos aparecen ahora en postura de clientes.
Como
siempre los obispos aparecen en primer plano. Sostenidos, sin duda, por las
liberalidades imperiales, toman la iniciativa en la organización de obras de
caridad sobre una base institucional. Así, a partir de 372, vemos a san Basilio
edificar en un suburbio de su ciudad episcopal, Cesárea de Capadocia, un
conjunto de construcciones: iglesia, monasterio, hospicio y hospital, provisto
del personal cualificado necesario, médicos, enfermeros, y destinado a acoger
a los viajeros, los desgraciados, los enfermos y especialmente los leprosos.
Semejantes “casas de pobres”, no son un fenómeno aislado; en la
misma época encontramos otras varias, por ejemplo en Amasea del Ponto y otras
ciudades de Oriente.
La
iglesia de Alejandría, como siempre, hace las cosas en grande. Cuenta con un
cuerpo de enfermeros a las órdenes del obispo, los parabolanso cuyo número (en
416-418 pasará de quinientos) y turbulencia acaban por inquietar a la
autoridad imperial. El Occidente sigue el ejemplo; el mismo Pammaquio funda un
hospicio-hospedería, en el Puerto de Roma, cerca de Ostia, donde
desembarcaban innumerables peregrinos y viajeros. Otra gran romana
perteneciente también al círculo ascético animado por san Jerónimo, Fabiola,
construye en Roma el primer hospital, nosokomion, consagrado al servicio de
los enfermos.
Nos
hallamos aquí en el origen de instituciones que, secularizadas hoy —asistencia
pública, seguridad social...—, han venido a ser atributo esencial de todo
Estado civilizado; el historiador de la civilización debe subrayar que tales
instituciones nacieron por inspiración cristiana, que surgieron, se
desarrollaron y durante largos años hubieron de vivir bajo la protección de la
Iglesia. Así el siglo IV adquiere todo su valor; en lugar de extrañarnos por la
lentitud con que logró hacer penetrar un poco de su ideal espiritual en la dura
realidad humana, es preciso reconocerle el mérito de haber emprendido ese
lento trabajo de cristianización de instituciones sociales que habría de dar
más adelante frutos hermosos en la ciudad medieval.
CAPÍTULO XXVI
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