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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA
CAPITULO XIVLOS SIGLOS MONÁSTICOS (II) NUEVAS ORDENES RELIGIOSAS
La
división de la historia de Europa en períodos presenta un inconveniente:
muchos autores y lectores olvidan que el curso de la actividad humana es
continuo; que incluso cuando parece precipitarse como las cataratas del Niágara
—así en 1517 y en 1789— la corriente es la misma antes y después. Pero no hay
que llevar demasiado lejos la metáfora. En efecto, en el curso de los siglos,
los sucesos que originan la superioridad física e intelectual se mezclan de
cuando en cuando en una combinación armoniosa y producen un genio en tal o cual
región, y un poder espiritual nuevo brota de profundidades ignotas. Pero el
historiador debe desconfiar de esas descripciones que muestran una época nueva
surgiendo del caos informe como por arte de magia.
La vida
que bulle en cada sector de la actividad intelectual se hizo patente en el
siglo XI y apareció por primera vez en Italia del norte y en el centro de
Francia. En Italia, durante las primeras etapas, la renovación fue ante todo
moral e institucional. En Francia estuvieron en el primer plano los factores
intelectuales y escolares. Esta distinción desapareció pronto. Pero es normal
que el historiador de la Iglesia examine primeramente Italia, patria de los
grandes santos y grandes reformadores del siglo X. Estos, salvo raras
excepciones, fueron monjes. El lapso que transcurre entre el pontificado de
Silvestre II (998-1002) y la muerte de san Bernardo (1153) fue una época de
reforma y de expansión del mundo monástico. Lo mismo ocurrió con la historia
del gobierno pontificio.
El
desarrollo notable y original de la vida monástica no partía de cero y había
tenido señales precursoras. Montecassino había brillado de nuevo a comienzos
del siglo X, y casi por la misma época Subiaco se hizo rico e influyente gracias
a las dádivas de Alberico II, duque de Roma. En la época de Odilón y de
Guillermo de Dijon, los
reformadores de Cluny y otros habían actuado en Farfa, Roma e Italia del norte.
Aunque el fervor de la renovación se entibió pronto, sería falso considerar en
plena decadencia al monacato italiano, incluso después que muchas de sus casas
fueran destruidas por los sarracenos. Sin embargo, los monasterios que existían
en Roma y en las demás regiones de Italia a fines del siglo x seguían el modelo
tradicional de vida comunitaria litúrgica. La Regla de san Benito,
interpretada en sentido conservador, iba extendiendo entonces su influjo en
Italia.
Sin
embargo, por la misma época se percibía ya un espíritu completamente nuevo. Los
que estaban inspirados por él buscaban un tipo de vida más austera y a veces
eremítica. Encontraron sus principios fundamentales en los Padres del desierto
o en una interpretación rigurosa y literal de la Regla benedictina. Los
precursores de este movimiento fueron probablemente los monjes griegos del sur
de Italia, que huían de las invasiones sarracenas, o los que habían sido
expulsados de Asia Menor. Pero los adalides (y sus programas) fueron italianos.
Citemos de entre ellos a Romualdo, Juan Gualberto y Pedro Damián. Romualdo de
Rávena (hacia 950-1027) era monje de Cluny. Proyectó restaurar la vida
monástica del desierto con toda la soledad y austeridad que esto comporta.
Dejó tras sí los grupos de eremitas de Fonte Avellana y de Camaldoli en Toscana y en los
Apeninos. Juan Gualberto de Florencia (990-1073), también monje cluniacense de
San Miniato, estuvo algún tiempo en Camaldoli; pero partió luego para fundar
una comunidad en Valleumbrosa, donde los monjes guardaban la Regla con
clausura estricta y silencio perpetuo. Pedro Damián, de Rávena (1000-1072),
pasó varios años en Fonte Avellana como eremita antes de verse arrastrado a las
asambleas y actividades de la reforma de la curia; pero sobre todo ejerció su
influjo en la vida monástica con sus escritos, que acusaban y recriminaban a la
depravada sociedad del norte de Italia. Estas tres personalidades y sus
sucesores presentaban unos rasgos característicos que en ellos eran nuevos,
pero que iban a caracterizar pronto a toda la época. Consideraban la vida
monástica en su forma más austera —es decir, semieremítica— como el camino
más perfecto y, en realidad, el único verdadero para imitar a Cristo. En el
plano institucional preferían el monacato eremítico al cenobítico y la
interpretación estricta de la Regla, inspirada en los consejos de los santos
del desierto egipcio. Además de las intenciones expresadas por sus fundadores,
Camaldoli y Valleumbrosa iban a tener gran importancia en la historia del
monacato. En Camaldoli los eremitas se reunían sólo en ciertos momentos en la
iglesia y en el capítulo. Era la primera de una serie de instituciones entre
las cuales destacó la Cartuja. Los monjes combinaban la vida eremítica y la
monástica y practicaban una gran austeridad. Valleumbrosa fue el prototipo de
otra modalidad. La comunidad vivía allí en la reclusión más estricta. La responsabilidad
de la administración recaía en los hermanos legos (conver si). Cualquiera
que sea el origen de esta categoría de religiosos, ha sido notablemente
fecunda desde la época de Romualdo hasta nuestros días.
Estas
dos aventuras fueron también originales desde otro punto de vista: estaban
constituidas por dos edificios. En Camaldoli, los eremitas vivían en la parte
superior de la vertiente montañosa; abajo una comunidad austera proporcionaba
los candidatos a la vida solitaria. En Valleumbrosa, los monjes vivían en una
reclusión relativa en la montaña. Abajo se encontraba el convento
de los hermanos legos y una hospedería. Dada su austeridad, estos dos tipos
de,instituciones no podían alcanzar gran difusión. Después de nueve siglos
subsisten aún las dos, pero siguen siendo principalmente italianas. Es
imposible demostrar, aunque sea muy probable, que ejercieron su influjo en las
experiencias nuevas de los países cisalpinos.
Al norte
de los Alpes, lo mismo que en Italia, la decadencia del monacato distaba de ser
general. Guillermo de Volpiano, monje cluniacense, transformó Saint-Bénigne de Dijon en una
comunidad observante, casa-madre de una importante congregación. Ayudó también
al duque Ricardo II a establecer en Normandía una vida monástica floreciente.
Muchas otras «órdenes» de observancia tradicional surgieron en Bec, la
Chaise-Dieu, Molismo y San Víctor de Marsella; continuaron desarrollándose
durante dos o tres siglos. Paralelamente se realizaron experiencias nuevas. En
Muret (1076), san Esteban estableció una orden que observaba una austeridad y
pobreza extremas, por no decir salvajes. En Fontevrault, Roberto de Arbrissel,
predicador unas veces y eremita otras, erigió un famoso monasterio doble que
seguía la Regla de san Benito en su interpretación rigurosa. Los hombres eran
capellanes y directores espirituales de gran número de monjas, muchas de ellas
de familia noble o real.
Muret y
Fontevrault eran dos creaciones nuevas. Pero su objetivo no era satisfacer la
necesidad, tan urgentemente sentida, de renovar la vida monástica tradicional
destinada a responder a las aspiraciones de la época. En esta dirección se
hicieron varias tentativas alrededor del año 1100. En Savigny, en un amplio
valle situado en las fronteras de Bretaña y Normandía, Vital —otro predicador
itinerante de renombre— fundó un monasterio (1088) que seguía la Regla de san
Benito con toda su austeridad. Savigny fue pronto el principal centro de una congregación
de casas francesas y anglosajonas. Unos años más tarde, en Tirón, Bernardo,
antiguo abad cluniacense, fundó un monasterio, cuyos monjes se dedicaban
especialmente al trabajo del campo. Después de un éxito inicial —varias
fundaciones en Gales, Escocia y Francia—, la orden de Tirón volvió poco a poco
al tipo benedictino tradicional. En Cartuja, en las montañas cercanas a Grenoble, Bruno,
último maestro de las escuelas de Reims, se estableció con algunos
compañeros en un «desierto» como el de Camaldoli, que quizá conoció Bruno. El
fundador fue llamado a Roma. Más tarde fundó otro eremitorio en Calabria, donde
murió. Pero la Cartuja continuó y, por etapas, adquirió unas constituciones
detalladas y el estatuto de orden. La vida se parecía a la de Camaldoli.
Algunos empleos y tareas penosas se realizaban en común; pero, a diferencia de
Camaldoli, era un desierto «domesticado». Se construyeron casitas alrededor del
claustro formando casi un complejo monástico. Merced a la observancia estricta
de su género de vida y a la política decidida de no aceptar sino a los
candidatos aptos para ese régimen desde el punto de vista espiritual,
psicológico y físico, los cartujos fueron los únicos monjes medievales que no
cayeron en relajación. Constituyeron y constituyen hasta hoy día una minoría
selecta entre las órdenes religiosas de la Iglesia.
No puede
decirse lo mismo de la institución que respondió exactamente a las necesidades
de la época. Los padres de la orden cisterciense, como muchos otros, formaron
al principio un grupo de eremitas. Sólo después de fundar una casa en Molismo y
de comprobar que se habían desviado de su vocación pensaron hacer una tercera
tentativa en Citeaux, que iba a representar el ideal de la época.
Hasta
ese momento, los reformadores eran personas insatisfechas con la vida litúrgica
enclaustrada y complicada de la gran abadía benedictina. En ella, en efecto,
los monjes fervorosos estaban acaparados por las tareas administrativas
propias de una finca enorme y de una corporación de propietarios: los huéspedes
y peregrinos que había que acoger, los alquileres que tenían que cobrar, un
ciclo de ceremonias largo y complejo que realizar. El abad era un señor feudal
y consejero del rey. Por eso los reformadores adoptaron la vida eremítica o, por
decirlo así, volvieron a empezar como al principio fundando unas casas pobres y
pequeñas, libres de las trabas y convencionalismos de una comunidad antigua y
rica. En los dos casos resultó o un fracaso completo o una vuelta progresiva al
modelo original. Por este motivo los padres del Císter se decidieron a ser
rigurosos e inflexibles. Rehusaron tierras, iglesias, fincas, tribunales,
rentas y siervos. Tomaron como divisa «la Regla hasta su punto extremo» (ad
apicem litterae). Suprimieron todos los alimentos, vestidos y objetos que
no estaban especificados en la Regla. Abolieron así de un golpe los numerosos
oficios menores, letanías, oraciones, procesiones, etc., que siglos de piedad
habían ido añadiendo al opus Dei de la Regla. Es decir, casi
todo, pues eran hijos de su siglo y no podían llegar hasta la supresión de la
misa diaria y el oficio de difuntos. De este modo restablecieron el equilibrio
del horarium y la división de las horas de trabajo entre la oración
pública, la lectura meditada y el trabajo físico. Reprodujeron así lo que había
sido Montecassino: un grupo autónomo que seguía un ciclo sencillo de oraciones
y trabajos. Luego dieron un paso ulterior. Sólo habían pedido un trozo de
tierra y la habían recibido inculta; tuvieron, pues, que luchar para
sobrevivir. Y así, quizá más por necesidad que por voluntad, consagraron gran
parte de su labor cotidiana al trabajo manual. En esto excedieron la costumbre
de la Regla de san Benito, aunque no se alejaron de su espíritu. Mas pronto
tomaron una orientación original: unos monjes que sólo trabajaban varias horas
diarias y nada los días festivos no podían ni aumentar en número, ni cultivar
los campos, ni cuidar los ganados como era necesario para subvenir a las
necesidades de una comunidad numerosa. Los cistercienses no tenían siervos ni
dinero para pagar los trabajos; por eso recurrieron a la institución de los
hermanos legos (conversi), imitando quizá en esto a Valleumbrosa o a Hirschau. Pero
emplearon a esos hermanos legos de una manera nueva: les permitieron seguir un
régimen semimonástico y convertirse en auténticos miembros de la comunidad,
excepto en los derechos del capítulo y en el servicio del coro y del altar. La
vocación de converso satisfacía perfectamente una necesidad espiritual y
social en esta época de expansión de la economía
rural y de crecimiento demográfico. Los candidatos afluyeron a las abadías
cistercienses y excedieron con mucho a los monjes de coro. Los hermanos legos
eran también característicos de la época por representar una fuerza de trabajo.
Trabajaban parcelas de terreno en grandes campos libres de los usos y
costumbres complicados del sistema económico señorial. Durante la semana se
encaminaban por turnos a las granjas, situadas a veces lejos de la abadía.
Constituían un cuerpo móvil y flexible; pronto perfeccionaron la economía agraria
y ganadera de los monjes blancos hasta un nivel muy elevado.
Los
primeros padres del Císter —en particular su segundo abad, el inglés Esteban Harding— se
mostraron igualmente capaces de solucionar los problemas provocados por la
extensión de la orden. La divisa era: uniformidad. Servicio, libros,
costumbres, edificios, horario, disciplina, todo debía ser idéntico en todas
partes. Para mantener esta uniformidad se adoptaron dos medios que la antigua
Iglesia había usado, pero que habían caído en desuso hacía largo tiempo: el
capítulo general anual, dotado de poderes legislativos y judiciales, que se
reunía en Citeaux, y la visita disciplinaria anual de cada abadía por el abad
de la abadía madre. Esta constitución de base se desarrolló paulatinamente y se
resumió en un breve documento llamado la Carta caritatis, «carta de
amor», que debe considerarse, juntamente con la Regla de san Benito, uno de los
escasos documentos fundamentales de la historia de las constituciones
monásticas. Aunque escrita para un número restringido de monjes, puede
aplicarse a una orden muy numerosa. Muchas de sus disposiciones fueron
adoptadas pronto en todas las instituciones posteriores.
Provista
de esta organización constitucional y económica, consolidada por la santidad de
sus padres fundadores, en particular por la de Bernardo, el admirable abad de
Claraval, la orden cisterciense se propagó rápidamente y tuvo un auge sin
precedentes en la cristiandad latina durante más de un siglo. En 1153, a la
muerte de san Bernardo, la orden contaba ya con 343 abadías, 66 de ellas
fundadas por el santo mismo. En 1300 el número había subido a 694. En su edad
de oro los cistercienses edificaron sus abadías en regiones alejadas e incultas
que explotaron con competencia y constancia. En todos los países de Europa sus
abadías forman aún parte del paisaje y son frecuentadas por arqueólogos y
turistas. Treinta años después de la fundación del Císter, los cistercienses
eran el centro de convergencia de todas las miradas de la cristiandad. Habían
arrinconado a los cluniacenses y constituían la primera orden religiosa
definida y organizada. Evitaron la «tiranía» de tipo cluniacense y respetaron
la autonomía doméstica de cada casa, sin atribuir ningún poder especial a la
abadía de Citeaux; no obstante, lograron, mediante la observancia de la regla
de la uniformidad, mantener su mutua interdependencia y conservar con el
capítulo general un centro común de autoridad. Constituyeron un cuerpo
estrechamente unido y bien disciplinado, con espíritu e intereses propios.
La
vocación cisterciense era tan apropiada a la época y las instituciones cistercienses
tan excelentes que este movimiento tenía que tener inevitablemente
imitadores.
Figura entre tales imitaciones la orden llamada de los Premonstratenses, por
el nombre de su primera casa, o de los canónigos blancos, por el color de su
hábito. Establecidos cerca de Laon en 1119 por san Norberto (10801134), llegado
de Renania, originariamente estuvieron destinados a la predicación y al
trabajo misional. Pero influido por los cistercienses y amigo de san Bernardo,
san Norberto admitió el elemento monástico en la vida de sus canónigos, los
cuales adoptaron varias disposiciones constitucionales de los cistercienses.
Desde los primeros tiempos hubo una oposición de ideales dentro de cada casa,
así como entre los países germánicos y los latinos. En los primeros predominaba
la vocación apostólica; en los segundos, las preocupaciones monásticas y
contemplativas. Pero estas diferencias nunca llevaron a la división. En Europa
central y en Holanda septentrional la expansión de los canónigos blancos fue
incluso más rápida y espectacular que la de los cistercienses. Hicieron maravillas
en la explotación de marismas y bosques. Además, al este del Rin proporcionaron
obispos a muchas diócesis alemanas. En Francia y en las Islas Británicas, por
el contrario, casi no se distinguieron, durante mucho tiempo, de los
cistercienses ni por su estilo de vida ni por sus actividades agrícolas y
ganaderas.
Al lado
de estos grandes grupos, esta época vio nacer otras varias instituciones. Una
de ellas, los gilbertinos, se limitó a Inglaterra. Fue al principio una orden
religiosa femenina dirigida por canónigos regulares. Los gilbertinos vivían a
veces en comunidades separadas; sin embargo, la mayoría de las veces habitaban
en un monasterio anejo a un gran convento de monjas. Convento y monasterio
estaban situados al lado de una iglesia en la que cada comunidad tenía su
propio coro. Se les agregaron hermanos y hermanas legas y todos unidos formaron
un conjunto complejo que gobernaba Gilberto de Sempringham por medio de
organizaciones constitucionales y disciplinares muy detalladas. Esta orden limitó
su expansión a los grandes condados de Lincoln y York. Su fundador propuso en
1147 fusionarse con los cistercienses, pero los monjes blancos, ocupados en
absorber el importante grupo de las casas de Savigny, declinaron el
ofrecimiento.
Más
características aún de la época fueron las dos órdenes llamadas «militares»:
la orden del Templo (caballeros templarios), fundada para escoltar y proteger a
los peregrinos que iban a los Santos Lugares y que pronto fue el cuerpo selecto
de los ejércitos cruzados, y la orden de San Juan (caballeros hospitalarios),
que se consagró al cuidado de los peregrinos, enfermos y sanos, que partían
para Oriente o regresaban de allí. Los miembros militares y religiosos de
estas dos órdenes estaban sometidos a una regla monástica. Unían de una manera
sólo concebible en esa época las dos vocaciones más populares entonces: la
monástica y la militar. En Oriente vivían como religiosos armados, en
fortalezas que eran obras maestras de arquitectura militar, cuyo ejemplar más
célebre es el Krak de los caballeros. En Europa, sobre todo en la zona
occidental, establecieron pronto una red de residencias que servían como
centros de reclutamiento, administración y explotación, y fundaron hospitales
para los enfermos y los hermanos ancianos. Estas órdenes estaban gobernadas respectivamente
por un maestre y un gran comendador. Se reunían en capítulo general y en
consejos más restringidos; estaban organizadas por grupos regionales.
Perdieron su misión original cuando salieron de Palestina. Como veremos
después, los templarios fueron acusados y desaparecieron. Sin embargo, la idea
de una orden militar continuó inspirando las cruzadas en las otras regiones de
Europa, sobre todo en España y en las fronteras orientales, donde alemanes y
polacos guerreaban contra los paganos.
Los agustinos El
desarrollo y difusión de las órdenes monásticas o cuasi monásticas antiguas y
nuevas constituye un tema favorito de los historiadores de la Edad Media. Pero
se ha prestado menos atención al desarrollo y difusión de otra categoría,
numerosa e importante: la de los canónigos tradicionales, «regulares» y «seculares».
La
expresión «vida canónica» se aplicó originariamente a los clérigos que asistían
al obispo de la ciudad y que se distinguían de los capellanes privados y de los
clérigos menores de toda especie. Pero en la Alta Edad Media el término tomó
un sentido distinto. Desde la época de san Agustín de Hipona había habido
tentativas aisladas para reunir a los clérigos de la casa episcopal en una vida
comunitaria, fundada en el ejemplo de los primeros cristianos, que implicaba
el celibato, unos bienes comunes para atender al alimento y vestido y un estilo
de vida cuasi monástico. En la época de la decadencia desapareció este tipo de
organización; pero volvió a surgir en todas las reformas serias. Una especie
de regla para «canónigos» fue establecida por san Crodegango de Metz (715-766)
a base de la regla de san Benito y otras. Cuando Carlomagno trató de reformar y
unificar a todos los tipos de clérigos, esa regla se convirtió en un elemento
importante de la institutio canonicorum y fue promulgada el 816-817 por
el Concilio de Aquisgrán. Como las otras reformas carolingias, ésta desapareció
entre las invasiones y las tormentas políticas del siglo X. Pero el documento
y el ideal que la habían inspirado subsistieron. En el Imperio, sobre todo en
las ciudades, aparecieron y persistieron muchas y grandes casas de canónigos.
En Francia y en Inglaterra hubo renovaciones en este terreno durante el siglo X
y a principios del XI. Sin embargo, las condiciones económicas y sociales se
conjugaron para destruir la vida común y los lazos establecidos con el obispo
en los colegios catedralicios. A cada canónigo se le atribuyó una prebenda;
desapareció la costumbre del dormitorio y el refectorio comunes. La renovación
de la vida comunitaria fue uno de los primeros objetivos de los reformadores
de Italia del norte y de Francia meridional. Varias casas importantes como la
de San Rufo, junto a Aviñón, y la de Saint-Martin des Champs, en
París, se fundaron antes de subir al solio pontificio León IX. Las autoridades
oficiales se interesaron por esta cuestión cuando a ruegos de Hildebrando se
discutió en el Concilio de Letrán (1059) la disciplina de la vida canónica. Un
decreto en términos moderados recomendó la vuelta a «la vida apostólica, es
decir, a la vida común». Desde ese momento, las casas de canónigos se
propagaron rápidamente, sobre todo en Italia y en Francia. En el oeste y en el
norte de Europa era menos urgente introducir este nuevo modelo, cosa que además
era difícil por los obstáculos que suponía el conflicto entre el pontificado y
el Imperio.
Antes de
acabar el siglo XI, la mayoría de las casas canónicas estaban situadas en las
ciudades, donde los canónigos se consagraban a tareas pastorales. Esas casas no
presentaban entre sí ninguna uniformidad ni ninguna comunidad de regla o de
institución fuera de la de Aquisgrán. En otras palabras: los canónigos
formaban, todavía y sobre todo, grupos de clérigos que imitaban la vida
apostólica común de la Iglesia primitiva. Antes del pontificado de Urbano II
(1088-1099) sobrevino un gran cambio al adoptar varias casas la llamada Regla
de san Agustín. Esta Regla se menciona a menudo en las aprobaciones y
privilegios concedidos por la Iglesia a partir de esta época; pero fue en el
siglo XII cuando se la consideró como el único código de reglamentación. Esta
Regla se había ignorado durante más de seis siglos. Por lo demás, su origen y
su forma han sido objeto de una discusión crítica durante estos últimos años.
La Regla que se divulgó al comienzo del siglo XII —que es la utilizada en nuestros
días por los canónigos de san Agustín y otras órdenes religiosas— es probablemente
una adaptación hecha por Agustín, o por algún otro escritor antiguo, de la
carta (n.° 211) que el santo escribió a su hermana, que dirigía una comunidad
femenina (la «primera» Regla). No es en modo alguno una Regla completa. En los
manuscritos anteriores al siglo Xll lleva a modo de prefacio una descripción
muy breve y austera de la vida regular (la «segunda» Regla). Esta se dejó en
seguida porque era imposible practicarla. La versión de la Regla destinada a
los hombres (la «tercera» Regla) se enriqueció luego con colecciones de
constituciones particulares de tal o cual orden. Progresivamente, y gracias a
la adopción de esta Regla, y por la necesidad que se sentía de atribuirse un
fundador ilustre y antiguo, la mayoría de los canónigos (una minoría permaneció
siempre «secular») se transformaron en una orden religiosa que pretendía
existir desde la época de san Agustín. Al principio había muchas especies de
casas de canónigos: el capítulo de las catedrales o el personal de las
basílicas, la fundación urbana (o Stift), corriente en Lorena y en
Alemania; los grupos pequeños llamados «campamentos», unidos a los castillos en
que vivían sus fundadores —tipo corriente en Francia y en Inglaterra—, y los
pequeños grupos rurales instalados por algún terrateniente en una antigua y
rica iglesia privada. Además existían grupos más estrictos y mejor organizados,
como los Victorinos y los arruasianos. En general, dado el ambiente de la época
y el ejemplo de las otras órdenes, se tendía a «monaquizar» a los canónigos,
Cluny Mientras
se efectuaban estas innovaciones, las formas más antiguas de la vida monástica
continuaban existiendo y a veces evolucionaban en su estilo de vida. Por simple
coincidencia, el año histórico de 1049 señaló una etapa para Cluny: este año
fue nombrado abad el joven aristócrata Hugo de Semur. Permaneció al frente de
la abadía durante sesenta años y la llevó a su máximo esplendor, aunque en sus
últimos años pudo percibir ya los síntomas de su decadencia. Odilón (994-1049)
fue quien dotó a Cluny >del
armazón de una «orden»; el año en que Odilón comenzó a ser abad había 37 casas
dependientes de Cluny; en el momento de su muerte eran 65. Pero la enorme expansión
de la orden se debe a Hugo. A su muerte, según los cálculos prudentes de un historiador,
la abadía contaba con unas 1.184 casas más o menos importantes. Este rápido
desarrollo se debió ante todo a la fama siempre creciente de Cluny. Ser
cluniacense significaba a la vez un honor, una salvaguardia y una garantía.
Esta celebridad se debía en parte a la personalidad de Hugo, llamado pronto
Hugo el Grande; a su reputación de prudencia, a su santidad y a su influjo. Es
indudable que Hugo se mostró más dispuesto que sus predecesores a acceder a
las peticiones de reforma y de control. Pero hay que decir imparcialmente que
Hugo tuvo como primer objetivo la difusión del espíritu monástico, la reforma
en su sentido más amplio, y no la construcción de un Imperio. Parece que Hugo
tuvo proyectos magníficos en todos los terrenos. En su tiempo se triplicó la
comunidad de Cluny, llegando
casi a los 300 miembros. Se ampliaron los edificios para responder a las nuevas
necesidades. Hugo hizo construir la tercera basílica de la abadía, que no iba a
ser sobrepujada —y esto por el propósito deliberado de los arquitectos— más que
en algunos metros por la basílica de San Pedro de Roma, que data del siglo XVI.
Bajo la dirección de Hugo alcanzaron el prestigio y la reputación su punto
culminante.
Sin
embargo, los gérmenes de la decadencia se sembraron en tiempos de Hugo. Cluny había
sido y seguía siendo estrictamente monárquico. La clave de bóveda del gran edificio
era la profesión de obediencia que hacían todos ante el abad de Cluny. En
teoría, todos los monjes eran miembros de la casa madre. No existía ninguna
organización constitucional fuera del capítulo conventual normal de los monjes
de Cluny. No se
hizo ningún intento de establecer un sistema de representación o delegación.
La enorme máquina funcionaba por su propio impulso, y el abad de Cluny la
supervisaba pasando casi todo su tiempo en viajes incesantes. La institución de Cluny tenía
como objetivo escapar de las garras del sistema feudal. Pero ella misma era
también una organización semifeudal, sus miembros estaban unidos por un
sentimiento de lealtad y una necesidad de protección, ligados por la promesa
solemne de obediencia que hacían todos los monjes. Se extinguió el espíritu de
iniciativa y se debilitó el fervor. Además, el mismo Hugo dio ocasión a ambas
deficiencias: acogió a un número ingente de candidatos, a los que admitía
después de una prueba simbólica, que a menudo sólo duraba unos días. La vida de Cluny y, sin
duda, la de las otras casas se vio dificultada por el número dé monjes, muchos
de los cuales no tenían la menor vocación para esa vida. A la muerte de Hugo se
advirtió el peligro latente bajo el esplendor. Pons, su brillante y voluble
sucesor, introdujo la discordia e incluso la violencia en el claustro. El navio
se enderezó bajo la dirección de otro joven aristócrata: el competente y celoso
abad conocido luego con el nombre de Pedro el Venerable (1132-1156). Pero el
golpe infligido y la entrada en la liza de órdenes nuevas pusieron fin a la
supremacía religiosa de Cluny. Su estilo de vida y su aspecto externo habían sido atacados
por un rival nuevo y poderoso que ejercía un ascendiente comparable al que
había ejercido Hugo. La polémica de san Bernardo con los cluniacenses y la
apología con que respondió Pedro el Venerable constituyen un debate clásico
sobre las cuestiones de principio de espiritualidad en la Iglesia occidental.
Estos dos campeones se disputan todavía el favor de la opinión pública. ¿Se
trataba de celo evangélico que condenaba la relajación de los monjes o de
puritanismo que condenaba a un cristianismo indulgente? ¿No se ocultaba el
fariseísmo bajo el celo? ¿No disimulaba la caridad, como una piel de oveja, la
molicie y la lujuria? En todo caso, el historiador debe advertir que Pedro el
Venerable fue un reformador importante y que los cistercienses perdieron en
cincuenta años mucho de su primitivo fervor.
Antes de
finalizar el siglo xii había
llegado al límite la marea constante del monacato. Aunque hubo nuevas
fundaciones acá y allá, sobre todo en la periferia del mundo cristiano latino,
se había alcanzado ya el punto de saturación. Durante los dos siglos
transcurridos entre Silvestre II e Inocencio III, el orden monástico y las
organizaciones similares habían adoptado una nueva forma social, religiosa e
institucional. De manera general se puede decir que lo que había sido una clase
se convirtió en una vocación. Al principio el monje había tenido la misión de
interceder por la sociedad y de ocuparse del servicio litúrgico; se había
convertido en un hombre consagrado a la búsqueda de la perfección evangélica
absoluta. En esa época fervorosa, los camaldulenses, los cartujos, los
cistercienses y premonstratenses no formaban parte de la sociedad feudal, sino
que representaban la huida al desierto. En el terreno espiritual, el monje
tenía como meta más lejana la comunión con Dios, la vida mística. Desde el
punto de vista institucional, había nacido la orden religiosa, organizada,
unificada y supranacional. Algunas de sus particularidades, como el capítulo
general, las visitas de inspección y todo el mecanismo que esto implicaba, se
habían adoptado en todas partes. No se puede calcular estadísticamente la importancia
de la gran oleada que representó el movimiento monástico. Sin embargo, podemos
formarnos una idea por lo que sucedió en Inglaterra, donde hallamos informes
más copiosos que en otros lugares. En Inglaterra, en el siglo y medio que va de
1066 a 1216, el número de casas religiosas pasó de unas '60 a más de 700. El
número de monjes, monjas y canónigos pasó de unos 1.000 a 15.000.
Esta
enorme oleada de entusiasmo tenía su origen en la convicción de que la vida
monástica, con la renuncia y la piedad que implicaba, era la verdadera vida
cristiana. En cierto sentido, el ideal evangélico y apostólico de la perfección
cristiana, predicado a todos y accesible a todos, se había ensombrecido durante
un largo período de violencia, ignorancia e inseguridad que había provocado el
sentido de la falta y del castigo y la necesidad de un refugio y una
disciplina. La vida monástica respondía a sus necesidades y, como una marea
salvadora, se desbordó propagándose por el mundo. La práctica y la devoción
monásticas nutrieron a mujeres y hombres piadosos que no entraron en las
órdenes ni emitieron votos especiales.
No sólo
las hermanas y hermanos legos, sino también los laicos, hombres y mujeres, se
vieron arrastrados por este movimiento. En un sentido muy real, la Iglesia occidental
se había «monaquizado». Al mismo tiempo, el mundo circundante empezaba a
influir sobre las órdenes monásticas que crecían en importancia y riquezas.
Durante un corto período, entre Inocencio III y la gran peste, las órdenes se
mantuvieron en el apogeo de su magnificencia exterior, estando todavía
inspiradas por sus primeros ideales. Pero no continuaron modelando la piedad ni
representando un ideal religioso excelso para el mundo que las rodeaba.
El
motivo que inspiró principalmente la creación de todas esas nuevas instituciones
de monjes y canónigos fue de índole religiosa. Tanto en los fundadores como en
sus discípulos, las razones que provocaron la rápida expansión de esas
instituciones eran también de naturaleza religiosa. Sin embargo, pueden
señalarse causas económicas y sociales que influyeron en esta afluencia sin
precedentes hacia los claustros. Más pacífica y más culta, la sociedad experimentaba
la necesidad y el gusto de consagrarse libremente al estudio y a la creación
artística. El desarrollo demográfico multiplicó las vocaciones en este campo
como en todos los demás. En fin, se ve claramente el influjo de una razón
económica en el aumento numérico de los hermanos legos cistercienses
procedentes especialmente de la clase campesina rica (como en el Danelaw inglés)
y de familias campesinas libertadas que explotaban las tierras en la periferia
de los monasterios.
Bernardo
de Claraval y Pedro el Venerable
La
primera mitad del siglo xn fue la fase última y más espectacular del período
denominado «los siglos monásticos». Era normal que estuviese dominada por un
personaje cuya vida y palabras constituían un ejemplo y eran una manifestación
del ideal monástico. Bernardo, monje del Císter y primer abad de Claraval,
ejerció en la Iglesia occidental durante unos treinta años un influjo no
igualado por ninguna persona sin título de pontífice, e incluso superior al de
algunos de los papas más grandes. Su personalidad estaba a la altura de su
época. Un siglo antes, un genio religioso, por grande que hubiera sido, no
habría podido extender su influjo sobre Europa, entonces dislocada y no desarrollada.
Un siglo después, un hombre de la talla de Bernardo se habría visto envuelto y
neutralizado por la espesa pared del poder eclesiástico centralizador. Bernardo
pasó los años de su madurez en una sociedad cuyos centros fueron Citeaux y
Claraval, casas que durante un corto período detentaron el poder espiritual en
la cristiandad occidental. Gozando de la libertad espiritual absoluta del
simple monje, vivió en una época en que la sociedad en la que llevaba a cabo su
obra admitía sus principios, aunque no los observase. Ninguno de sus numerosos
adversarios o rivales tuvo suficiente fuerza polémica, administrativa o
material para reducirlo al silencio y contrarrestar sus planes. Poseía en grado
eminente las cualidades que lo capacitaban para desempeñar un papel directivo:
don de gentes por su origen noble, gran valor moral y espiritual, talento
literario y oratorio de primer orden, ausencia de ambición temporal y de deseos
materiales, gran confianza en sí mismo y voluntad de hierro, sinceridad total,
pero también habilidad táctica, amor real y práctico a sus compañeros, que no
le hacía mostrarse indulgente o moderado cuando atacaba lo que consideraba
mal.
Nombrado
en su juventud abad fundador de Claraval en 1115, Bernardo adquirió, tras
algunos años de esfuerzos costosos, una posición de autoridad espiritual que
conservó hasta su muerte en 1153. Durante casi todo ese período, las abadías de
Citeaux y Claraval constituyeron el centro espiritual de la cristiandad
occidental. Bernardo desempeñó el papel de reformador, consejero, líder,
predicador, director de conciencia y teólogo: difícilmente podría hallarse otro
ejemplo semejante en la historia de la Iglesia. Estaba al frente de una gran
comunidad monástica hacia la que miraba toda Europa y que en treinta años llegó
a ser casa madre de setenta filiales, desde Northumberland hasta
Aunque
inferior a Bernardo en prestigio, elocuencia y hondura teológica, Pedro de
Montboissier (Pedro el Venerable) fue también uno de los hombres más influyentes
de Europa durante toda su generación. Vivió casi en la misma época que su
famoso rival y fue abad de Cluny desde 1122 hasta 1156. Cuando sólo tenía treinta años cogió
el timón del gran navio, que zozobraba, y trabó una lucha incesante y
desesperada contra la ley de la gravedad moral. Más de una vez se vio
enfrentado a san Bernardo, especialmente a lo largo de una copiosa
correspondencia en la que se ve a los dos adversarios defender la causa de sus
respectivos partidos monásticos. San Bernardo aparece como reformador idealista
y Pedro el Venerable como hombre de paz, llamado no a destruir o rasgar, sino a
reavivar el pabilo humeante y a enderezar la caña quebrada, capaz de admitir
que las aceradas críticas de Bernardo son justas y de aplicar a Cluny el
remedio de Claraval. La noble cortesía de Pedro el Venerable, la compasión que
siente por Eloísa y Abelardo prefiguran las grandes cualidades de un autor como
Fenelón. Estaba siempre en camino para visitar a los miembros dispersos de su
comunidad o para realizar misiones diplomáticas de orden temporal o
eclesiástico. Sus viajes lo llevaron de Roma a Inglaterra y de Borgoña a España.
Fue amigo y corresponsal de todos los monarcas y de todos los papas de su
época. En cuanto a sus cartas, por el contenido y el estilo, son menos vehementes
que las de san Bernardo o las de san Juan de Salisbury, que constituían verdaderos
informes, pero son parte integrante de la historia política y monástica de la
época. De este modo, durante treinta años, Cluny, con su inmensa red, fue también
un coloso imponente extendido sobre la cristiandad, y Citeaux fue el árbol
exuberante cuyas ramas cubrían la tierra. Ambos estuvieron dirigidos por
hombres de una finura de espíritu fuera de lo corriente y de una santidad libre
de todo apego al mundo y de toda ambición. Semejante fenómeno no tenía
precedente en la cristiandad occidental y no ha vuelto a repetirse.
CAPITULO XVLA IGLESIA EN EL SIGLO XII
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