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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

CAPITULO CUARTO

RESPUESTA Y DEFENSA. LAS NUEVAS FUERZAS Y EL CONCILIO DE TRENTO

 

RENOVACIÓN DE LA CURIA

 

La Iglesia oficial no pudo sustraerse, a la larga, al influjo de las múltiples fuerzas religiosas que surgieron en los países latinos en los primeros decenios del siglo y que se fueron trasladando cada vez más hacia Roma. Fue Paulo III (1534-1549) el papa que, aun viviendo él, personalmente, inmerso todavía en muchas custumbres nada eclesiásticas del Renacimiento, como antiguo favorito del nefasto Alejandro VI, se dio cuenta, sin embargo, de que era necesaria una autorreforma religiosa, y empezó a realizarla. Consideró la reformación espiritual del Colegio cardenalicio como la primera tarea a realizar, pues, dada la forma como estaba compuesto, no podía el papa contar con que sus miembros estuviesen dispuestos a colaborar en la reforma. Y así, elevó ciertamente al Senado de la Iglesia a nepotes y a secuaces de amigos políticos suyos, pero, en mayor número aún, a hombres destacados por su saber y su piedad: no sólo el obispo inglés Juan Fisher, que se consumía en la cárcel, sino también el noble veneciano Gaspar Contarini, seglar que, trasladado a Roma, se convirtió allí en centro de un círculo reformador y apoyó una y otra vez al papa en sus buenas intenciones. El influjo de los círculos reformistas fue aumentando cada vez más en el Sacro Colegio con los posteriores nombramientos de cardenales. El gran nombramiento de 1536 hizo cardenales a los antes citados Carafa, Sadoleto y Pole, y otro nombramiento posterior, a Cervini, al renombrado nuncio alemán Morone, a un obispo de Gubbio deseoso de reforma y a un abad de Venecia. Hacía siglos que el Colegio cardenalicio no era, como ahora, una asamblea de los hombres más sabios y nobles de la época (F. X. Kraus). En el otoño de 1536, ya antes del gran nombramiento de cardenales, el papa había convocado a estos hombres, además de a Giberti y a algunos otros, para que formasen una comisión encargada de proponer las necesarias reformas de la Curia, antes aun de que se inaugurase el esperado concilio. La comisión presentó su dictamen, el famoso Consilium de enmendando, ecclesia, en la primavera siguiente. Sus autores subrayaban con toda franqueza que la fuente principal de todos los males era el exceso desmesurado del poder papal, realizado por canonistas aduladores a quienes los papas anteriores habían nombrado consejeros suyos. Entre los defectos y abusos particulares citados luego está el modo de actuar de los funcionarios de la Curia, con todas sus artimañas enmascaradas jurídicamente, que imposibilitaban el cumplimiento del ministerio pastoral de la Iglesia; y estaban además los conventos corrompidos, a los que habría que dejar extinguirse sencillamente; las dispensas y privilegios concedidos a la ligera, y el fiscalismo de legados y nuncios. No es extraño que en este círculo, al que pertenecía Giberti, el ejemplar pastor de almas de su diócesis de Verona, se subrayase la absoluta primacía de la cura de almas.

Este dictamen no pasó de ser, sin embargo en gran parte, un mero programa. Su efectividad quedó debilitada no sólo porque en Alemania se publicó sin permiso y Lutero lo aprovechó para justificar la separación de la Iglesia romana; su puesta en práctica tropezó también con la oposición de otros cardenales y de la burocracia de las autoridades romanas. Sin embargo, fueron reformadas la dataría, que se ocupaba de la otorgación de beneficios por el papa, y la penitenciaría, que tramitaba las dispensas pontificias. Después siguieron otras oficinas papales. Se dio importancia especial a que los obispos cumpliesen su deber de residencia.

Sin que ello estuviese relacionado con este dictamen, con cuya comisión estaba unido únicamente por la persona de su miembro más riguroso, Carafa, tuvo lugar, algunos años más tarde, bajo Pablo III, la reorganización de la Inquisición romana. Carafa consiguió inculcar cada vez más en la conciencia del papa, que por lo demás era muy liberal, el peligro de la penetración de la innovación religiosa también en Italia. No necesitaba exagerar para ello. El mismo Carafa había visto, en efecto, en Venecia cuántos defensores y cuántas ideas de la Reforma protestante alemana y suiza llegaban también a la ciudad de las lagunas a través del comercio. Algo parecido ocurría en todo el norte de Italia. Y en el sur, el círculo erasmiano de Juan de Valdés, al que el napolitano Carafa consideraba con desconfianza incluso ya por motivos patrióticos, parecía irse transformando en una célula muy activa de luteranismo. Su traducción al español de una parte de las Sagradas Escrituras y la añoradora mística de su Tratado sobre Cristo crucificado resultaban sospechosas. Incluso la celebrada poetisa Victoria Colonna, la gran admiradora de Miguel Angel, pertenecía a este círculo. Otros círculos humanísticos, inficionados real o sólo aparentemente por la Reforma protestante, alentaban en Siena, Ferrara y otras ciudades. En Ferrara, la duquesa Ferrara de Este había acogido durante algún tiempo al mismo Calvino.

Parece que fue Ignacio de Loyola el que primero incitó al papa a organizar la defensa. En julio de 1542 se fundó la Inquisición romana, conocida ordinariamente con el nombre de Santo Oficio. Los primeros inquisidores generales fueron Carafa y el español Toledo. De acuerdo con la bula pontificia que la instituía, la Inquisición debería intervenir en todos los lugares de la Iglesia en que apareciese el error o la sospecha de error. Sus sentencias se fueron haciendo cada vez más rigurosas al ir aumentando la influencia de Carafa. Sin embargo, ya el mero hecho del establecimiento del supremo tribunal de la fe dispersó los focos protestantes de Italia y obligó a los indecisos a tomar una decisión. Entre ellos se encontraban personalidades de gran prestigio, destacados predicadores, como el canónigo agustino Pedro Mártir Vermigli, natural de Florencia, y en otro tiempo visitador de su Orden, y el sienés Bernardino Ochino, que en 1541 había sido elegido por segunda vez vicario general de la joven Orden de los capuchinos. Ambos habían caído en Nápoles bajo el influjo de Juan de Valdés, y a ambos los denunciaron, como a sospechosos de herejía, los teatinos. Cuando en 1542 la Inquisición instó a Ochino a que se presentase ante ella, éste encontró en el camino a Vermigli. Ambos huyeron juntos a Ginebra, donde se pusieron al servicio de la innovación, y tras haber tenido una vida andariega, dura con frecuencia, que llevó a ambos a Inglaterra bajo el reinado de Eduardo VI, acabaron su vida el uno como zuingliano en Zurich, y el otro como presunto antitrinitario, en Moravia. El hecho de que la Orden de los capuchinos, a la que se le había prohibido ya que se propagase fuera de Italia y a la que se le prohibió predicar tras la apostasía de su vicario general, consiguiera superar esta crisis, es una prueba de la interna solidez de la Orden y de la energía vital de la reforma.

LA LUCHA POR EL CONCILIO

La contribución más importante de Paulo III a la renovación eclesiástica fue la convocación del Concilio de Trento. La «lucha por el Cocilio» duró casi una generación, desde que Lutero, tras su interrogatorio en Augsburgo, apeló en 1518, desde Wittenberg, a un concilio futuro, legítimo, a convocar en lugar seguro, y repitió en 1520, por motivos propagandísticos, la misma apelación, pero especialmente desde que el reformador invitó a las autoridades seculares, en su libro A la nobleza cristiana de la nación alemana, a convocar un «concilio realmente libre», que debería anular la falsificación del Evangelio llevada a cabo por la Escolástica y la Curia romana. Un concilio entendido y realizado según las ideas bajomedievales de Marsilio Ficino y según el modelo de Constanza y Basilea no sólo significaba, para el pontificado del Renacimiento, una amenaza de su existencia, sino que era también un peligro mortal para la misma Iglesia. Pero el pueblo y los Estados de la Dieta alemana pedían un «concilio general, libre, universal», pues no consideraban que la causa de Lutero estuviera definitivamente decidida por la bula Exsurge y la excomunión del profesor de Wittenberg. La petición de un concilio libre del papa, a celebrar en territorio alemán y que no debía convocar ni dirigir aquél, tenía que ser vista necesariamente en Roma con la máxima desconfianza. Por ello Clemente VII supo ir eludiendo, durante todos los años de su pontificado, la exigencia de un concilio, sin dar una negativa de manera clara. Durante años se estuvo discutiendo sobre el concilio sin llegar a ningún resultado. Mas en Alemania veíase en la resistencia de Roma la confirmación de las acusaciones de Lutero contra la corrupción del pontificado. La petición de un concilio encontró un poderoso defensor en Carlos V, cuando el emperador, tras larga ausencia, se dispuso a poner en orden las cuestiones religiosas de Alemania. Con ocasión de su coronación imperial en Bolonia, en 1530, obligó al papa a aceptar, contra su voluntad, un concilio, si en la Dieta que estaba convocada para Augsburgo no se conseguía una unión. Ahora bien, al intervenir el emperador a favor del concilio, éste se convirtió en un asunto de alta política. Para el rey Francisco I de Francia, que tenía una orientación nacionalista, en contraposición al emperador, de ideas universalistas, el concilio significaba únicamente la posibilidad de debilitar la oposición interna alemana contra el emperador. Por motivos políticos tenía, pues, que estar en contra del concilio e impedir en lo posible su convocatoria.

El cambio de gobierno en Roma, en el año 1534, no trajo consigo ninguna variación al principio. Más bien reforzó el deseo del emperador de que en el concilio se tratase sobre todo de la reforma de la Iglesia y la eliminación de los abusos, dejando de lado las cuestiones dogmáticas, y, por otro lado, reforzó también la resistencia de los adversarios tácitos de la reforma existentes en la Curia. Pablo III era, sin embargo, demasiado inteligente para no darse cuenta de que era preciso acceder en cierto modo a la petición de un concilio, si es que la Iglesia, y sobre todo el papa, no querían perder todo crédito. Por ello, ya en enero de 1535 envió sus legados a las cortes europeas para anunciar el concilio y enterarse de qué se opinaba acerca del lugar en que debería celebrarse. Las dificultades vinieron de los afiliados a la Liga de Esmalcalda y del rey de Francia. Mientras el legado pontificio trataba en Wittenberg con Lutero, el cual le dijo, al parecer, que estaba dispuesto a defender su doctrina en un concilio convocado en Mantua o en Verona, la Dieta de la Liga de Esmalcalda le respondió que no aceptaba un concilio más que en territorio alemán, y sólo con la condición de que el papa se sometiese al concilio y permitiese la asistencia de representantes de los príncipes seculares. Francia rechazó decididamente todo concilio que se celebrase en territorio sometido a la influencia del emperador, pero un año más tarde lo aceptó, aunque con ciertas restricciones. La neutralidad política del papa, que tan a mal le tomó Carlos V, parecía, pues, haber dado sus frutos. De esta manera, en junio de 1536 el papa convocó el concilio, para el mes de mayo de 1537, en Mantua. Sin embargo, los de la Liga de Esmalcalda se negaron a aceptar la bula de convocatoria, y Lutero, por su parte, compuso los Artículos de Esmalcalda, que subrayaban con toda fuerza la antítesis con el dogma católico. El rey francés declaró que ni él ni sus prelados podían aceptar Mantua, por motivos de seguridad. Además, el duque de esta ciudad puso unas condiciones imposibles de cumplir, referentes a la guardia del concilio. Este fue, pues, aplazado y convocado para el 1 de mayo de 1538 en la veneciana Vicenza. En Alemania ni los teólogos, ni Eck ni los príncipes católicos creían ya que fuera a celebrarse el concilio. Pero, finalmente, los tres legados conciliares entraron en Vicenza, acompañados únicamente por cinco obispos. Ellos habían de ser casi los únicos asistentes al concilio. La inauguración se aplazó varias veces, y finalmente, en mayo de 1359, se suspendió por tiempo indefinido. El escepticismo de los círculos alemanes se hizo todavía mayor, si es que esto era posible. Incluso el emperador vio ahora en el papa el obstáculo principal para la celebración del concilio; por ello le amenazó con reunir una asamblea eclesiástica imperial o nacional e intentó, con el consentimiento del papa, lograr un entendimiento directo con los protestantes por medio de coloquios religiosos.

Pero en Roma seguía adelante la reforma programada por el dictamen de 1537, y en su espíritu aprobóse, en 1540, la Compañía de Jesús. Desde el verano de 1541 volvió incluso a tratarse en Roma del concilio. Se había llegado ya a un acuerdo para que la ciudad en que se celebrase fuese Trento, cuando la nueva convocatoria quedó sin efecto, debido a que estalló una nueva guerra entre Francia y el emperador. Siete meses después de la fecha de inauguración no había en Trento más que diez obispos. Sólo la paz de Crépy, de septiembre de 1544, hizo que el camino hacia el concilio quedara libre. Presionado por el victorioso emperador, Francisco I se comprometió, en una declaración secreta, a enviar delegados al Concilio de Trento. Pablo III renovó, pues, la convocatoria para esta ciudad, con la bula Laetare, Jerusalem, de 19 de noviembre de 1544. El concilio debería reunirse en la citada ciudad imperial, en el domingo Laetare de 1545, para acabar con la división religiosa, reformar el pueblo cristiano y liberar a los cristianos cautivos de los turcos. Nuevas dificultades y desconfianzas retrasaron el comienzo de la asamblea. Hasta muy tarde no nombró la Curia a los tres delegados conciliares, a saber: los cardenales Juan María del Monte, Marcelo Cervini, sabio varón, y Reginaldo Pole, pariente del rey de Inglaterra. Muy lentamente fueron llegando los obispos a la ciudad del concilio, mientras en Roma y en la corte imperial se llevaban a cabo grandes negociaciones diplomáticas. Evidentemente el emperador quería esta vez ganar tiempo. Carlos V sabía que los protestantes jamás asistirían por su propia voluntad a este concilio convocado por el papa, pues ya Lutero, más brusco que Melanchton, había escrito en 1545 su panfleto titulado Contra el papado de Roma, fundado por el diablo, que pretendió enviar a Trento en latín y en alemán. El emperador pensó, por ello, en quebrantar primeramente la fuerza político-militar de los protestantes, es decir, de los miembros de la Liga de Esmalcalda, y luego obligar a los vencidos a asistir al concilio. Pero, finalmente, el concilio se inauguró en Trento el primer domingo de adviento, 13 de diciembre de 1545, antes de que comenzase la guerra de Esmalcalda. La «lucha por el concilio» había terminado.

EL CONCILIO DE TRENTO

Ninguno de los escasos asistentes a la solemne inauguración del concilio —eran, además de los tres cardenales légalos, el cardenal de Trento, cuatro arzobispos, veintiún obispos, cinco generales de Ordenes religiosas, los legados del rey Fernando, y cincuenta peritos, teólogos en su mayoría— podía pensar que aquella asamblea de la Iglesia, interrumpida por dos veces, no acabaría hasta dieciocho años más tarde, y menos aún que, habiendo sido tan difícil llevarla a la práctica, tendría durante siglos una importancia inmensa para la vida de la Iglesia. Durante el primer período del concilio, que duró hasta septiembre de 1549, los legados conciliares cumplieron su tarea con extraordinaria habilidad si se tiene en cuenta sobre todo que al comienzo de la asamblea no estaba fijado ni el programa a tratar ni la manera de proceder. Las ideas que se tenían sobre el programa de trabajo del concilio eran muy diferentes entre sí. El papa deseaba que se confirmasen los dogmas negados por la innovación; Carlos V y su hermano Fernando querían en primer término la reforma eclesiástica. El diferir para más tarde la discusión sobre las cuestiones dogmáticas había de hacer más fácil a los protestantes su asistencia a Trento, después de la victoria del emperador, que se esperaba, y mantener libre el camino para restablecer la unidad. Muy prudentemente, los legados se reservaron el derecho de proponer ellos mismos los temas, preguntando de modo formal al concilio si había que comenzar por el dogma o por la reforma. La gran mayoría se pronunció por que se tratasen paralelamente ambas cosas. Pero el papa, con el cual los legados estaban en contacto por medio de correos regulares, no aprobó la discusión simultánea. El concilio no pudo convertir, pues, el acuerdo en un decreto, pero de hecho lo cumplió, después de que los legados se defendieron contra el reproche que se les hizo en Roma y consiguieron también finalmente de allí una cierta libertad de actuación. En consecuencia, en las sesiones siguientes se discutieron y promulgaron siempre, junto a Decreta de fide, también Decreta de reformatione. Por reforma no se entendía, ciertamente, una transformación radical de las instituciones vigentes: por ejemplo, la eliminación del monacato y cosas semejantes, que era lo que entendían los protestantes por reforma, sino la eliminación de los abusos existentes en la vida práctica de la Iglesia, lo cual estaba de acuerdo con la opinión de muchos padres conciliares, que pensaban que muchos abusos eran sólo consecuencia de la mala instrucción en la doctrina.

En cuanto al reglamento de las sesiones, que se fue regulando poco a poco, se siguió el modelo del Concilio de Basilea, con sus comisiones especiales encargadas de cada una de las materias, y del quinto Concilio de Letrán, con el poder absoluto de los legados —el cual, ciertamente, no dejó de ser discutido—, en lugar de un presidente elegido por el concilio. Los legados presentaban a la asamblea los artículos heréticos, tomados directamente de los escritos de los reformadores, o indirectamente de los de sus adversarios. Los teólogos, que no tenían derecho a votar y que pertenecían en su mayor parte a las Ordenes mendicantes, deliberaban sobre aquéllos. Los padres, que disponían de voto, adoptaban una posición sobre el problema en las congregaciones generales. Luego los cánones y los capítulos doctrinales eran redactados por una comisión elegida; sus deliberaciones se irían convirtiendo cada vez más en la parte principal de la labor conciliar. Venía luego una segunda lectura —que se repetía en caso necesario— en la congregación general, y, finalmente, la publicación de las conclusiones así maduradas, en las sesiones solemnes.

Como ya hemos dicho, cuando el concilio se inauguró estaban presentes únicamente veintinueve cardenales y obispos. De Alemania no acudieron en el primer período más que el obispo auxiliar de Maguncia, Miguel Helding, y los procuradores de los obispos de Tréveris y Augsburgo. De Polonia, Hungría y Suiza no había absolutamente nadie. En cambio, todos los demás países europeos que habían continuado siendo católicos estaban representados. Por su gran sabiduría se distinguió el superior general de los agustinos eremitas, Seripando; los jesuítas Laínez y Salmerón, el franciscano Alfonso de Castro y los dominicos Melchor Cano y Pedro de Soto brillaban entre los theologi minores, así como en las comisiones. Que en la asamblea conciliar existía libertad de palabra y de voto es algo que se halla atestiguado por la existencia de una oposición conciliar, aun cuando los asistentes no votaban por naciones, como antiguamente en Constanza, sino individualmente.

Las deliberaciones y definiciones dogmáticas eran absolutamente necesarías, pues la bula Exsurge sólo había condenado, en efecto, las primeras proposiciones de Lutero. Mas entre tanto los reformadores habían continuado elaborando sus ideas, mientras el magisterio oficial de la Iglesia se mantenía en silencio. Era preciso disipar, por ello, la ambigüedad teológica, bajo la cual pudo extenderse cada vez más la Reforma protestante. Si se quería llegar a tomar decisiones dogmáticas era preciso, sin embargo, ponerse antes de acuerdo sobre el método teológico a seguir. Frente a la división de la Sagrada Escritura en libros canónicos y libros apócrifos, tomada por Lutero de Erasmo, se proclamó, aunque no se justificó de nuevo, el canon de la Escritura del Concilio de Florencia, dejando con ello sin resolver el problema de la distinción entre lo canónico y lo auténtico. El principio formal del luteranismo, en cambio, fue atacado de manera más radical y decidida, cuando, en la cuarta sesión, las tradiciones, rechazadas por Lutero como cosa de hombres, fueron equiparadas a la Escritura, como fuente de fe. El problema de si la tradición dogmática —que sólo en el curso de las deliberaciones llegó a ser distinguida claramente de las tradiciones disciplinarias— encierra en sí una corriente de revelación, es decir, completa la Escritura o únicamente la interpreta, fue un problema cuya solución se dejó a la teología del futuro. Para el uso teológico-eclesiástico se declaró auténtica, es decir, oficial la Vulgata, y en consecuencia, suficiente por sí misma para sancionar los dogmas de la Iglesia. La razón que adujo el concilio fue que no era ventaja pequeña para la Iglesia saber cuál de todas las traducciones latinas de la Biblia que corrían había de ser considerada como auténtica. El «decreto sobre la Vulgata» significaba, pues, una apreciación especial de ésta frente a las demás traducciones latinas de aquel tiempo, pero no frente al texto original hebreo o griego. Una valoración de este tipo era necesaria, pues las citas de la Escritura se hacían en latín, ya que entonces todavía se empleaba generalmente la lengua latina tanto en las discusiones científicas como en los discursos solemnes. El concilio no dejaba de ver los defectos de las ediciones hechas hasta entonces por la Iglesia. Se pensó en hacer una edición revisada. Pero como norma de interpretación se estableció el unanimis consensus patrum, el consenso unánime de los padres, y el juicio de la Iglesia.

Sobre estos fundamentos resultaba posible edificar también ahora las decisiones dogmáticas exigidas por la hora histórica. Sin tener en cuenta la guerra de Esmalcalda, que estaba a punto de estallar, ni los deseos del emperador de que ello se retrasase, los legados siguieron adelante con las deliberaciones dogmáticas. En la quinta sesión se aprobó el decreto sobre el pecado original, dirigido contra los pelagianos, pero también, por ello, contra la concepción de Zuinglio y de Lutero acerca de la concupiscencia como prolongación del pecado original. La escuela agustiniana, a cuyo frente se hallaba Seripando, había quedado en minoría en la discusión, y también lo estuvo en la deliberación sobre el decreto de justificación, que se prolongó más de seis meses. La culpa de esta duración tan larga la tuvieron no sólo el pánico que cundió en el concilio cuando, en julio de 1546, los de Esmalcalda amenazaron los pasos de los Alpes, y la oposición de los partidarios del emperador a concluir los debates sin que interviniesen los protestantes (cosa que se esperaba una vez terminada la guerra), sino sobre todo las grandes diferencias de opinión entre los mismos padres y su deseo de proceder de la mejor manera posible en esta difícil cuestión. El esquema de Seripando fue reelaborado por tres veces; los problemas de la doble justicia y de la certeza de la salvación se discutieron en el seno de comisiones especiales de teólogos, hasta que por fin, en enero de 1547, en la sexta sesión, se aprobó por unanimidad el decreto sobre la justificación. La obra maestra teológica del concilio, este decreto doctrinal, el más amplio e importante de todos, que contiene dieciséis capítulos y treinta y tres cánones, no pretendió dictar un fallo sobre los antagonistas de las escuelas teológicas. Dirigido claramente contra las tesis de los reformadores y orientado a proclamar el dogma, describe la psicología de todo el proceso de justificación y fija la doctrina sobre la gracia santificante y los méritos. La doctrina de la doble justicia, tal como la habían defendido Contarini en Ratisbona y Seripando en las discusiones preliminares, fue rechazada. Como «toda verdadera justicia se obtiene, acrecienta o restablece por los sacramentos», el concilio se dispuso luego, consecuentemente, a estudiar éstos. En la sesión séptima se promulgaron cánones sobre los sacramentos en general y sobre el bautismo y la confirmación en particular. Aquí se pudo aprovechar la labor realizada por la Escolástica medieval, y se contrapuso con todo rigor la tesis del signum efficax, de la eficacia de los sacramentos en virtud de su realización, a la doctrina luterana de la sola eficacia de la fe en los sacramentos.

A partir de la sesión quinta se promulgaron también decretos de reforma a la par que decretos dogmáticos. El primero ordenaba el nombramiento de lectores de la Sagrada Escritura en las iglesias catedrales y colegiales y, en lo posible, también en los monasterios. Se quería elevar con ello la formación del clero y conseguir una purificación de los abusos y malas costumbres existentes en la predicación. Se subraya la obligación de los obispos y de los párrocos de predicar los domingos y días de fiesta. A los obispos se les otorgan ciertos derechos de vigilancia sobre los predicadores, incluso aunque sean religiosos. Otro decreto se refería a la obligación de residencia de los obispos y de los sacerdotes que ejerciesen cura de almas. Con ello se atacaba una costumbre arraigada desde bacía siglos: la ausencia prolongada de los obispos y párrocos de su diócesis y parroquias. Abora bien, no bastaba con subrayar la obligación de residencia. Era preciso eliminar los obstáculos y dificultades que se oponían al cumplimiento de esa obligación y que procedían del poder secular y, más aún, de la Curia. La eliminación de tales obstáculos habría significado realmente una revolución en la administración eclesiástica de entonces, en la existencia de obispos de Curia, la acumulación de varios beneficios en una sola mano, los derechos incontrolados de ordenación de los obispos titulares y nuncios, de la extensión de las exenciones, de las innumerables apelaciones a Roma y de la práctica curial de las dispensas. Una parte de los padres conciliares no estaba convencida de que hubiese, por parte del papa, una voluntad seria de reforma, de la cual dependía todo. Al principio los legados se hubieran dado por satisfechos, en efecto, con que se renovasen las sentencias condenatorias. Pero el esquema de los legados no consiguió triunfar en la sesión sexta. La deliberación que siguió hizo que el cardenal Del Monte presentase esta confesión programática: La meta de nuestra labor de reforma es el establecimiento de la pastoral. También el papa dio un paso adelante. El 18 de febrero de 1547 publicó un decreto contra la acumulación de diócesis en manos de los cardenales. Bajo la presión de esta orden, el decreto de residencia, o si se quiere, el reconocimiento del primado pastoral y de la salvación de las almas consiguió imponerse brillantemente en la sesión séptima. El decreto, que agravaba la sentencias penales, no satisfacía aún, desde luego, a las exigencias últimas de una reforma radical, y fue sustituido, en el tercer período conciliar, por otro nuevo; pero, sin embargo, puso de manifiesto la existencia de una voluntad seria de aspirar sinceramente a lo único necesario.

Entre tanto el papa había retirado sus tropas auxiliares al emperador, en medio de la guerra de Esmalcalda, y cuando éste, que se hallaba en la cumbre de su poder, estaba decidido a obligar a los derrotados protestantes a que asistiesen al concilio, los legados pontificios lo trasladaron a Bolonia el 11 de marzo de 1547. Se había aprovechado como pretexto para ello un tifus infeccioso que había aparecido en Trento. No era éste, sin embargo, el motivo principal del traslado. Por el contrario, se quería sustraer el concilio a la influencia abrumadora del emperador, sobre todo porque Cervini había dado ya Alemania por perdida y quería limitarse a conservar la fe en los países latinos. También se tenía miedo de que el concilio, dominado por el emperador, interviniera en una elección papal, tal vez inminente. Pablo III contaba ya, en efecto, ochenta años. El papa recibió bien el traslado, pues en una ciudad perteneciente a los Estados pontificios podía ejercer su influjo sobre el concilio más fácilmente que en la lejana ciudad de Trento, perteneciente al emperador.

El traslado del concilio demostró ser un grave error. Una minoría de 14 prelados, de sentimientos favorables al emperador, protestó y permaneció en Trento. Carlos V se había irritado muchísimo por el traslado. Había el peligro de un cisma, pues el emperador declaró que haría todo lo posible por convocar un nuevo concilio, el cual habría de revocar todos los acuerdos tomados hasta entonces, echar toda la culpa al papa y luego llevar a cabo la reforma necesaria. Carlos V prometió en Augsburgo a los Estados que el concilio proseguiría en Trento y promulgó, para mientras esto se realizase, el Interim. En círculos imperiales llegó a pensarse incluso en continuar el concilio en Trento sin el papa, aun corriendo el peligro de un cisma. Mas el emperador no consiguió que la asamblea volviese a Trento, a pesar de que protestó solemnemente. Sin embargo, mientras duraban las negociaciones entre el papa y el emperador, el concilio, que continuaba realizando ciertamente, con toda laboriosidad, su labor teológica en las congregaciones, no promulgó ningún decreto en las dos sesiones solemnes celebradas. Con todo, las deliberaciones sobre la doctrina del sacrificio de la misa y la indulgencia, y la formulación de problemas jurídicos referentes al matrimonio constituyeron una valiosa labor preparatoria para el futuro. Finalmente, la actividad conciliar se paralizó totalmente a partir de febrero de 1548, obedeciendo a la voluntad del papa. En septiembre del año siguiente, dos meses antes de morir, Paulo III suspendió el concilio.

Casi tres meses duró el cónclave, del que —dados los antagonismos existentes entre el partido del emperador y el francés— salió elegido papa, como candidato de compromiso, el hasta entonces legado en el concilio, cardenal Del Monte, que tomó el nombre de Julio III (1550­1555). El nuevo papa era, asimismo, un hombre de transición. Habiéndose educado todavía en el clima del Renacimiento, le gustaba gozar de la vida de un modo alegre y despreocupado, amaba las fiestas suntuosas, las cacerías y los banquetes, y no estaba libre tampoco del defecto de nepotismo. Mas, por otra parte, no dejaba de comprender la situación de la Iglesia. Apoyó a las fuerzas reformadoras, por las que se dejó guiar, en especial a la Compañía de Jesús; y, sobre todo, se esforzó por que el concilio continuase, como había prometido en las capitulaciones celebradas durante el cónclave. No se dejó apartar de esta idea ni siquiera por las intrigas de Francia, que no podía desear, por razones políticas, una unión entre el emperador y el papa. En noviembre de 1550 Julio III dispuso que el concilio se reanudase en Trento en el mes de mayo del año siguiente.

Este segundo período del concilio duró un año escaso, hasta abril de 1552. La asamblea se inauguró puntualmente, pero con asistencia de pocos padres. Pasaron algunos meses hasta que el número de participantes superó al del primer período. Prelados franceses no había ni uno solo. El rey francés llegó a amenazar incluso con convocar un concilio nacional, a causa de la guerra que el papa llevaba adelante, en alianza con el emperador, para apoderarse de Parma. En cambio, el número de prelados alemanes fue mayor. Junto a los príncipes electores del Rin aparecieron los obispos de Estrasburgo, Constanza, Chur, Chiemsee, Viena y Naumburgo, y además algunos obispos auxiliares y procuradores, e incluso una serie de embajadores de Estados protestantes. En la Dieta celebrada en Augsburgo en 1548, el emperador había conseguido, en efecto, que los protestantes se comprometiesen a asistir al concilio de Trento. De todos modos, éstos habían hecho la restricción de que el concilio no debería estar bajo la guía del papa, y que se debería volver a discutir los decretos del primer período. Es incomprensible que el emperador no hiciese caso, conscientemente, de estas condiciones. El papa no sabía al principio absolutamente nada del asunto. Pero ambos quitaron toda importancia a la promesa, impidiendo de antemano que los protestantes colaborasen en la superación efectiva de la división.

 

PROTESTANTES EN TRENTO

 

En el otoño continuaron las sesiones en Trento; se siguió tratando de las cuestiones controvertidas, apoyándose para ello en el trabajo previo que se había realizado ya en Bolonia. Los padres se ocuparon sucesivamente de cada uno de los sacramentos y fijaron, en la decimotercera sesión, la doctrina sobre la eucaristía. Contra la doctrina de la presencia virtual o simbólica del Señor, proclamóse la presencia real; y contra la doctrina de la empanación, la de la transubstanciación. Cuatro artículos sobre la comunión bajo dos especies y la comunión de los niños se dejaron para más tarde, hasta la anunciada llegada de los protestantes. Pues a esta sesión asistían ya tres legados de Brandeburgo, que presentaron un escrito en el que había expresiones de gran respeto para el papa. En la sesión siguiente los padres proclamaron la doctrina sobre el sacramento de la penitencia y la extremaunción. La confesión auricular, el carácter jurídico del perdón y la penitencia fueron defendidos de modo especial. Los decretos de reforma de estas dos sesiones, que no contentaron a todos los asistentes, se referían al proceso penal de la Iglesia, a la actitud respecto a los obispos, a las obligaciones y poderes de éstos, a la vida de los eclesiásticos y a la provisión de los beneficios.

Entretanto habían ido llegando, después de la de Brandeburgo, otras legaciones protestantes, los enviados del duque Cristóbal de Württenberg y los delegados de seis ciudades de la Alta Alemania, y el que luego sería historiógrafo, Sleidan de Estrasburgo. Más tarde llegaron todavía los enviados del príncipe elector Mauricio de Sajonia. Aunque fueron recibidos amistosamente por españoles e italianos, estos políticos y juristas no quisieron tratar directamente con los padres, sino que lo hicieron a través de los legados imperiales. No era poco lo que pedían. Se les concedió el aplazamiento de las decisiones dogmáticas hasta la llegada de sus teólogos y una escolta libre. Pero el volver a discutir todos los decretos aprobados hasta entonces, así como el admitir la superioridad del concilio sobre el papa y el eximir a todos los obispos presentes del juramento de fidelidad eran realmente unas exigencias imposibles de cumplir. Cuando luego los teólogos de Stuttgart presentaron una «Confesión de Württenberg» y exigieron que el concilio la aprobase, el mismo emperador se dio cuenta de que las conversaciones no tenían porvenir ninguno. Para encubrir sus preparativos de levantamiento contra Carlos V, el príncipe elector de Sajonia hizo todavía que Melanchton se pusiese en camino hacia Trento. Pero entonces Mauricio, en alianza con Francia, atacó y se dirigió hacia el sur de Alemania. El emperador huyó de Innsbruck. El miedo a los soldados protestantes que se acercaban dispersó a los padres conciliares. Finalmente, en la decimosexta sesión, se aplazó el concilio por dos años, aunque luego no volvió a reanudarse hasta pasados casi diez.

El concilio parecía, pues, quedar incompleto. Todavía estaban sin resolver numerosas cuestiones controvertidas, y los decretos de reforma promulgados no los había aprobado aún el papa, y mucho menos eran practicados en la vida cotidiana de la Iglesia. Es verdad que se preparaba en Roma, cuando los decretos de reforma del concilio se consideraban ya en la Península Ibérica como derecho vigente, una gran bula de reforma, que debía dar fuerza de ley a los decretos tridentinos, modificados o completados en parte. Unicamente la muerte del papa impidió su publicación.

La siguiente elección pontificia puso de manifiesto que la idea de reforma había conseguido triunfar de modo definitivo en la Curia. Los cardenales eligieron a la personalidad más digna que había entre ellos, el cardenal Cervini, que ya había hecho muchos méritos como legado durante el primer período del concilio. La elección de este sabio sacerdote, que había trabajado día y noche en los decretos, fue saludada con las más halagüeñas esperanzas. Pero Marcelo II murió a los veintidós días de pontificado; su nombre permanece, sin embargo, vivo hasta el día de hoy en la memoria de las gentes gracias a la Missa papae Marcelli, de Palestrina.

EL PAPA PABLO IV

En el cónclave siguiente fue elegido papa, contra los deseos de los cardenales de sentimientos favorables a España y al emperador, el decano de los cardenales, Carafa, noble napolitano. Pablo IV (1555-1559), tal fue el nombre que tomó, era asimismo un defensor de la reforma figurosa. Cuando era obispo de Chieti, la había impuesto implacablemente en su obispado; era conocido como miembro del Oratorio del Divino Amor y como uno de los fundadores de la Orden de los teatinos, al igual que como miembro de la comisión de reforma creada durante el pontificado de Pablo III. Tenía, ciertamente, setenta y nueve años, pero su energía y su actividad continuaban intactas. A su voluntad de acero se unía la rigidez de la vejez; su actitud frente al mal era todavía impetuosa, áspera y furibunda. Vivía dentro de las ideas de un Inocencio III, cuyas reivindicaciones de poder creyó tener que realizar también en el campo político, acaso tras la abdicación de Carlos V. Carente de comprensión para el radical cambio de la época, había perdido también la visión para juzgar rectamente a los hombres. Sólo así pudo concebir sospechas, por ciego celo por el mantenimiento de la fe, acerca de dos hombres tan llenos de méritos como los cardenales Morone y Pole, y hacer encarcelar durante dos años al primero. A Pole le salvó de sufrir esta misma suerte el que estuviera ausente en Inglaterra y su temprano fallecimiento. Unicamente a esta falta de conocimiento de los hombres hay que atribuir que el papa nombrase para el cargo de secretario de Estado a su sobrino Carlos Carafa. No era éste el nepotismo de antiguo estilo, cuyo anhelo era enriquecer a los parientes. Pablo IV esperaba que su sobrino apoyaría de modo eficaz las elevadas tareas de su cargo. Sin embargo, aquél era indigno de tal confianza. Acudiendo a vergonzosas extorsiones, estableció un verdadero régimen de arbitrariedad; y cuando, finalmente, alguien se atrevió a decírselo al papa, éste actuó sin miramiento alguno. Mas la deposición y la excomunión no pudieron anular la injusticia y los escándalos cometidos.

En manos de tal secretario de Estado, también los asuntos políticos eran llevados mal. A ello se añadía la actitud hostil por principio del papa contra la familia de los Habsburgo, a causa de su origen napolitano. Por ello concertó una alianza contra el emperador con Enrique II de Francia, y el nepote movilizó públicamente las tropas. Felipe II, heredero de España y de las posesiones italianas de Carlos V, hizo que la Universidad de Lovaina le diese un dictamen en que se decía que, sin contravenir sus deberes de rey católico, podía adelantarse al ataque, que era inminente, inaugurando él mismo las hostilidades, y ordenó a su general, el duque de Alba, que invadiese los Estados de la Iglesia. La guerra fue desfavorable tanto para los ejércitos pontificios como para las tropas auxiliares francesas. El duque de Alba apareció ante las puertas de la Ciudad Eterna. Parecía inminente un segundo sacco di Roma. Entonces se concertó la paz, en la que el vencedor mostróse muy moderado. El papa tuvo que comprometerse a permanecer neutral en el futuro, y se le devolvió el territorio que se le había conquistado. El duque de Alba testimonió al papa, en nombre del rey español, la sumisión más completa.

Pero el papa se había metido en un callejón sin salida, con su obs­tinación verdaderamente testaruda, en el problema de la sucesión del emperador, que había abdicado. Para salvaguardar los derechos pontificios envió a Francfort un legado suyo. Pero a éste se le excluyó de toda intervención en la elección del emperador. Como el nuevo emperador, Fernando I, se obligó a respetar la Paz religiosa de Augsburgo, que el papa consideraba como inválida, y como además habían intervenido en la elección tres príncipes electores protestantes, el papa, apoyándose en el dictamen de una comisión, declaró que su obligación era negarse a reconocer a Fernando. Sin embargo, nadie se preocupó de esta protesta jurídica del papa, para suerte de la causa católica sin duda.

En contraposición a su desconocimiento de los asuntos políticos, el papa abrigaba un celo radical por la causa de la reforma de la Iglesia. Pablo IV no quería saber, desde luego, nada del concilio. Le parecía demasiado largo y poco eficaz. Quería reformar por sí mismo. Siguiendo los principios de aquel dictamen en que había colaborado él mismo, inició una lucha implacable contra la «herejía simoníaca», que era el nombre que, simplificando las cosas, se daba en la Curia a todos los defectos. Se aumentó extraordinariamente el ámbito de competencia de la Inquisición y se reorganizó radicalmente la dataría, con perjuicio de los ingresos pontificios; la disciplina en el clero y en las Ordenes religiosas fue inculcada mediante órdenes estrictas. Los capuchinos corrieron peligro de tener que unificarse con los franciscanos. La Compañía de Jesús era considerada por el papa con la más extrema desconfianza, por haber sido fundada por un español; se suprimieron las ayudas económicas a sus colegios romanos, e incluso la casa profesa fue registrada en busca de armas. El papa estaba decidido a revisar la constitución y la regla de la Compañía a la primera ocasión. Después de la muerte de san Ignacio, a quien el papa calificaba de «tirano de la Orden», ordenó que los jesuítas cumpliesen con la oración coral y, siguiendo el modelo de su Orden de los teatinos, limitó el tiempo de duración del cargo de General, que hasta entonces había sido elegido vitaliciamente.

Se castigó con todo rigor la herejía. El papa consideraba como asun­to de conciencia el asistir cada semana a las sesiones del tribunal de la fe. La Inquisición entendió muy pronto también en delitos morales, blasfemias, faltas contra los preceptos de ayuno, y prestó oídos a acusaciones frecuentemente insostenibles. Puede comprenderse que, después de la muerte de tal papa, el pueblo, exasperado por este régimen de terror, asaltase y destruyese el edificio de la Inquisición. También fue implacable la lucha del papa contra los libros heréticos. Miles de ellos fueron arrojados al fuego. En 1559 se publicó una lista de libros heréticos, que fue el primer Indice romano oficial. Eran tan rigurosas sus disposiciones, que Pedro Canisio declaró que él no podía observarlo en Alemania. Pocos años más tarde este Indice fue anulado. A la lucha rigurosa contra la herejía se debe también la bula Cum ex apostolatus officio. En ella el papa, en virtud de los plenos poderes que le correspondían sobre los pueblos y los reinos, renovaba todas las penas sobre los clérigos y seglares, príncipes y súbditos que se apartasen de la fe, y declaró inválidas las elecciones de apóstatas, y a ellos mismos privados de todas sus dignidades, derechos y posesiones. Sus territorios y sus diócesis pertenecerían a los católicos que primero se apoderasen de ellos. Tales disposiciones tenían que hacer aparecer a los católicos que vivían en países protestantes como sospechosos de alta traición, aun cuando, en general, no produjeron efectos prácticos.

REAPERTURA, CRISIS Y TERMINACION DEL CONCILIO

Hasta cuatro meses después de la muerte de Pablo IV, cuyo celo produjo resultados trágicos, no hubo sucesor, que fue elegido en la noche de Navidad de 1559. ¡Tan grandes habían sido los antagonismos de los partidos nacionalistas en el Colegio de cardenales! El nuevo papa, Pío IV (1559-1565), perteneciente a la familia de los Medici de Milán, había adoptado una actitud de frialdad frente a los impetuosos intentos de reforma de Pablo IV; era un diplomático, un carácter alegre, amante de la vida; constituía, sin duda, una sana compensación para la Iglesia, tras las extremosas unilateralidades anteriores. De nuevo volvió a aliarse con los Habsburgo, tanto con los alemanes como con los españoles. Sabía muy bien, en efecto, que el soberano de España y de sus países vecinos, que tenía profundos sentimientos religiosos, era el más fuerte apoyo de la Iglesia. Pío IV no quiso tener nada que ver con el nepotismo político. Hizo abrir un proceso contra los nepotes de su antecesor. Dos de ellos fueron ejecutados. Sin embargo, también este papa otorgó honores eclesiásticos y el disfrute de ricos beneficios a sus parientes de las familias de los Hohenems, de Vorarlberg, y de los Borromeo de Milán. Y así, inmediatamente después de su elección, llamó a Roma a su sobrino Carlos Borromeo, que no contaba más que veintiún años, y lo elevó a la dignidad de cardenal, y pocos meses después a la de arzobispo de Milán, entregándole la administración de los Estados de la Iglesia y la dirección de la diplomacia pontificia. Mas el joven cardenal nepote refrenó con su carácter puro la exagerada tendencia de su tío al favoritismo familiar. La prematura muerte de su hermano mayor, que murió sin hijos, decidió a Carlos a recibir secretamente la ordenación sacerdotal, para excluir toda esperanza de los parientes de que sería él el que prolongaría la estirpe. A la ordenación siguió el comienzo de una vida ejemplar, llena de fervor religioso y de ascética rigurosísima. Era el «genio bueno de Pío IV» (Ranke); y aunque no es suyo, ciertamente, el mérito de que el Concilio de Trento se reanudase —esto fue sin duda obra personal del papa—, sin embargo hay que atribuir, tanto a su estricto cumplimiento de las indicaciones de su tío, como a su incansable actividad personal, el que la decisión de continuarlo se llevase adelante a pesar de todas las dificultades, y el que el concilio pudiera ser concluido felizmente.

El nuevo comienzo fue difícil. La interrupción del concilio había producido efectos funestos. En muchos países habían surgido nuevas condiciones de vida. En Alemania, gracias a la Paz religiosa de Augsburgo el luteranismo se había consolidado como una fuerza política; en Polonia, un sínodo nacional allí celebrado se había aproximado mucho a los innovadores; en Inglaterra Isabel I había dado la vuelta a la obra de recatolización de su media hermana; y en Francia, los constantes progresos del calvinismo y la inestable situación interior habían hecho pensar en un concilio nacional para regular autónomamente la cuestión religiosa. El emperador deseaba un concilio de unión, cuyo lugar de celebración debería ser distinto, y el cual hubiera podido trabajar con independencia, en cierto modo, de las resoluciones conciliares tomadas hasta entonces. Tampoco Francia quería vincularse en modo alguno a las anteriores decisiones, y le hubiese gustado exigir una declaración de que el concilio estaba por encima del papa. Felipe II exigía, en cambio, no un nuevo concilio, sino la reanudación del antiguo y el mantenimiento de todos los decretos conciliares adoptados hasta aquel momento. Las negociaciones duraron once meses. Finalmente el concilio volvió a ser convocado en Trento, sin que la bula dijera claramente si se trataba de una continuación del concilio suspendido o de un nuevo comienzo. Obtener la conformidad de Fernando fue mérito exclusivo del obispo de Ermland y posteriormente cardenal Hosio; las negociaciones con Francia las llevó, con gran prudencia, Carlos Borromeo; la invitación a los Estados del Imperio la hizo el abnegado obispo Commendone. En la Dieta de príncipes celebrada en Naumburgo los protestantes rechazaron con rudos términos la invitación y la bula de convocatoria.

El concilio pudo por fin volver a inaugurarse solemnemente en enero de 1562, bastante tiempo después de la fecha fijada en el primer momento. A la inauguración habían de seguir todavía ocho sesiones, hasta que el concilio pudo concluir, felizmente, el 4 de diciembre de 1563. La dirección de la asamblea se encontraba en manos de una comisión de cinco delegados, entre los que destacaba especialmente, por su ciencia y habilidad, Seripando, mientras que Gonzaga, debido a su categoría principesca, resultaba especialmente apto para tratar con cada una de las naciones. Entre los 113 obispos que asistieron a la sesión inaugural no había ni un solo alemán; tan cuidadosamente habían procurado los príncipes alemanes no lesionar la Paz religiosa de Augsburgo asistiendo al concilio. En primer lugar se abordó en las deliberaciones el problema, tratado ya en 1547, de la obligación de residencia de los obispos. Con este motivo surgió inmediatamente una apasionada disputa entre los partidarios del sistema episcopal y los del sistema papal. Los obispos españoles, sobre todo, pero también una parte de los italianos, defendían la idea de que los obispos reáben su poder de Cristo mismo y de que, por tanto, también la obligadón de residencia era de derecho divino; por este motivo, no eran posibles, en este problema, dispensas pontificias, y los muchos obispos de la Curia, empezando por los cardenales, deberían marcharse a sus diócesis. Los curialistas veían en tales tesis un ataque a los derechos primaciales del papa. Después de meses de discusión, el papa prohibió que se siguiera disputando y pensó en deponer de sus cargos a Gonzaga y a Seripando.

Luego se reanudaron las discusiones dogmáticas y se elaboraron los artículos, antes aplazados, sobre la comunión de los niños y la comunión bajo dos especies. Siguió después el decreto sobre el sacrificio de la misa, que enseñaba que la misa era el memorial y la actualizadón del sacrificio de Cristo en la cruz, con el mismo sacerdote sacrificador y el mismo don sacrificial, diferentes entre sí únicamente por la forma de la ofrenda.

En medio de los debates dogmáticos, el legado imperial presentó al concilio un libelo de reforma de su señor, en el que se pedía que el problema de la reforma se tratase antes de seguir tratando de cuestiones dogmáticas. El libelo contenía una serie de propuestas y peticiones para mejorar la Iglesia en la cabeza y en los miembros; exigía, entre otras cosas, que se accediese al cáliz de los seglares y al matrimonio de los sacerdotes, para impedir, mediante concesiones, nuevos progresos de la innovación. La petición del cáliz de los seglares la apoyaba también Baviera. Pero los legatos consiguieron que estas peticiones se remitieran al papa, para que él decidiese.

Las discusiones sobre la obligadón de residencia y sobre el citado libelo de reforma habían caldeado ya los ánimos; pero la tensión subió más aun cuando finalmente en el mes de noviembre llegó a Trento una comitiva de 10 ó 15 prelados franceses, a cuyo frente iba Carlos de Guisa, el elocuente «cardenal de Lorena». Los recién llegados se pusieron muy pronto de parte de la posición episcopalista, en el problema de la obligación de residencia, y —lo que resultaba todavía más peligroso— defendieron los decretos del Concilio de Constanza acerca de la superioridad del concilio sobre el papa. En la cuestión de la reforma apoyaron peticiones semejantes a las del emperador y consiguieron convencer a Fernando para que dirigiese una carta al papa, en la que le exhortaba a no oponerse a una reforma decretada por el concilio. Se esperaba un escrito semeiante de Felipe II. Y cuando el emperador fijó su residencia en Innsbruck, para estar más cerca del condlio, y convocó a su corte a un consejo de teólogos para que tratasen los asuntos de la reforma, y el cardenal de Lorena y el legado español participaron en las deliberaciones de Innsbruck, y además, para mayor desgracia todavía, los dos más destacados legados pontificios en el concilio, Gonzaga y Seripando, murieron uno después de otro, pareció que una especie de paraconcilio en Innsbruck privaba al Concilio de Trento de su sentido y su fuerza. Pero el papa y sus consejeros romanos, sobre todo Borromeo, se dieron cuenta del peligro. Era absolutamente preciso llegar a un acuerdo con el emperador. Para ello, Pío IV nombró presidente del concilio a su mejor diplomático, el cardenal Morone, tan probado por los golpes del destino. Morone marchó a Innsbruck y convenció al emperador de que la voluntad de reforma del papa era sincera. El cardenal de Guisa fue ganado para que accediese a un compromiso, y a Felipe II se le calmó, enviándole un escrito de propia mano del papa, en que éste le aseguraba sus intenciones. La gran crisis estaba vencida. Ahora el concilio —tal como lo deseaba también sobre todo Carlos Borromeo, por miedo a una muerte prematura de su tío— podía abordar una tras otra las tareas que quedaban y acabar felizmente.

La próxima sesión estuvo dedicada a tratar del sacramento del orden, que fue relacionado de manera estrecha con el sacrificio de la misa, en contraposición a las ideas protestantes. En el decreto sobre la obligación de residencia, que fue considerablemente intensificado en comparación con anteriores redacciones, se pasó por alto la debatida cuestión de si se fundaba en un derecho divino o en un derecho eclesiástico. El denominado decreto sobre los seminarios ordenaba que todos los obispos fundasen seminarios para formar en ellos un clero diocesano suficientemente numeroso y bien formado. En él se incluyeron casi textualmente las sugerencias contenidas en las constituciones de 1555 del cardenal Pole para Inglaterra y que se practicaban ya con éxito en los colegios romanos de los jesuítas. El preocuparse por la futura generación sacerdotal se enumeraba también entre los deberes más urgentes de los obispos. Sólo así podía eliminarse el obstáculo que para toda reforma en las diócesis representaba la falta tremenda de sacerdotes celosos formados y de gran altura moral. Las sesiones siguientes aportaron decretos dogmáticos sobre el sacramento del matrimonio y resoluciones jurídicas fundamentales acerca de la celebración del matrimonio. Sobre todo, el decreto Tametsi declaró nula la celebración secreta del matrimonio. Eliminóse así una fuente de múltiples inseguridades jurídicas, y el matrimonio como sacramento quedó sometido de manera más clara y visible a la competencia de la Iglesia. En la sesión final se aprobaron decretos dogmáticos concernientes a la doctrina sobre el purgatorio, la veneración a los santos y las indulgencias. Es curioso que este último punto dogmático, del que había brotado, en el aspecto temporal, toda la división, fuese tratado sólo de pasada.

Junto a las cuestiones dogmáticas se trataron también las referentes a la reforma. La habilidad de Morone consiguió aquí atajar las diversas exigencias nacionales presentando él mismo una amplia propuesta de reforma; también logró disminuir el interés de los príncipes por un tratamiento demasiado extenso de las cuestiones de reforma proponiendo una reforma de aquéllos por el concilio. Si bien la reforma de la Curia debería quedar reservada al papa mismo, la propuesta de reforma del legado contenía un amplio programa, que, tras ser estudiado y debatido con detalle, fue incluido igualmente en los decretos de las dos últimas sesiones. Y así, cada tres años deberían celebrarse sínodos provinciales, y cada año, sínodos diocesanos; los obispos deberían visitar regularmente sus diócesis, y los cabildos catedralicios deberían ser reformados. Los abusos antiquísimos en los nombramientos de cargos, la acumulación de prebendas, las expectativas, las provisiones y las reservaciones deberían desaparecer; otras disposiciones se referían al ministerio de predicar y a la instrucción religiosa del pueblo. Con razón se ha dicho que el primer motivo de estas disposiciones era la activación y el fomento de la pastoral. Un decreto específico de reforma, el De regularibus, se ocupaba de los monasterios y de las Ordenes religiosas. Se prohibió que los religiosos poseyesen nada privadamente, se reguló la visitación de los monasterios, se eliminó el sistema de encomienda y se fijó una edad mínima para ingresar en los monasterios y otras cosas por el estilo.

Durante el segundo día de la última sesión, el 4 de diciembre de 1563, se leyeron en su integridad, o al menos en sus comienzos, todas las resoluciones del concilio tomadas desde 1546, que fueron aprobadas por los padres y sometidas al papa, para que éste las confirmase, con un solo voto en contra. El concilio decidió, en cambio, que los decretos de reforma sólo tendrían validez salva la autoridad de la Sede Apostólica. Las reformas pendientes fueron remitidas directamente a la Santa Sede. La situación del papado por encima del concilio quedó así solemnemente reconocida por los asistentes, que eran nada menos que 255 padres. Con las aclamaciones a los papas y a los príncipes pronunciadas por el cardenal de Lorena, con el anatema lanzado sobre todos los herejes, y la despedida de Morone: «Id en paz», se dio fin a esta asamblea de la Iglesia. Pocas semanas después, el 26 de enero de 1564. Pío IV confirmó los decretos del concilio.

La labor del Concilio de Trento, relativamente muy larga, interrumpida varias veces, amenazada por tantas dificultades y crisis, no logró alcanzar, indudablemente, la gran meta que al principio se propuso: restablecer la unidad de la fe. La otra parte se negó a secundar estos esfuerzos de la asamblea. El Occidente cristiano quedó escindido confesionalmente; más aún, la clara definición de las doctrinas controvertidas profundizó todavía más esta escisión. Pero precisamente estos dogmas inequívocos, que definían la sustancia dogmática y no opiniones de escuelas teológicas, salvaron —si así puede decirse— la fe católica, aclarándola en los puntos más decisivos y amenazados. El concilio «delimitó, pero no separó donde no existía ya separación». No se trazaron límites, sin embargo, en todos los terrenos. Así, por ejemplo, quedó sin resolver la cuestión del primado pontificio. E incluso las aceradas fórmulas de los decretos no constituían una formulación racionalista, una frigidissima disputatio de una Escolástica degenerada. Su lenguaje quería ser y continuar siendo un lenguaje piadoso, que no sólo tiene en cuenta el resplandor de la verdad, sino también la santidad de la vida cristiana. El resultado de esta autorreflexión serena, sincera y profunda de la Iglesia fue que la cristiandad recibió del concilio unos decretos doctrinales redactados con frecuencia en un estilo realmente clásico. Esto no significa que se hubiera dicho la última palabra para siempre —nuevos puntos de vista plantean nuevos problemas, incluso en cuestiones «solucionadas», y una base ecuménica más amplia ofrece también la posibilidad de completar las soluciones adoptadas. Mas, frente a los terribles ataques de aquella época, la Iglesia atestiguó y defendió con claridad su patrimonio de la verdad. Tampoco en lo que se refiere al contenido de cada una de las tesis elaboradas se valorará nunca bastante la aportación dogmática del concilio. Para la vida moral del individuo tenía una importancia fundamental el que, al ser declarada la doctrina de la justificación, la voluntad humana no apareciese como completamente privada de libertad, ni la justificación se presentase exclusivamente como gracia. Con todo, ésta conservó y mantuvo su valor y su dignidad, como gracia antecedente y santificante, que saca al hombre de su pasividad y le hace capaz de realizar buenas obras. Y al rechazar, en la doctrina sobre el pecado original, la idea de que éste es la inclinación al mal, se evitó una condenación general de las inclinaciones y tendencias del corazón humano, que deberían ser extirpadas, según el calvinismo. La naturaleza no es, sin más, pecado. Las pasiones pueden ponerse también al servicio de ideales morales dentro del orden social. Aquí está la raíz de la gran aportación cultural católica del Barroco. La doctrina católica sobre el pecado original fue la que posibilitó dogmáticamente la conquista del universo, tal como la intentó la cultura barroca.

También la constitución monárquica de la Iglesia fue corroborada por el concilio. Es verdad que no se llegó a tomar una decisión entre episcopalismo y papalismo en el problema de la obligación de residencia. El concilio no definió expresamente la primacía de la Sede Romana, pero, de hecho, todas las resoluciones fueron sometidas a la aprobación pontificia. La temida debilitación de la situación primacial del papa, por un nuevo despertar de la idea conciliarista —la cual quedó desbancada de hecho por toda la estructuración y el decurso del concilio— no llegó a producirse. Y, por fin, lo decisivo históricamente fue que la Iglesia, en lucha con el protestantismo, que avanzaba victoriosamente, y con las Iglesias nacionales católicas, se consolidó a sí misma, reafirmando su cerrada estructura monárquica. A ello se añadió la consolidación, no de derecho, ciertamente, pero sí de hecho, de la potestad episcopal frente a todas las coartaciones anteriores, y la espiritualización del ministerio eclesiástico en cuanto a tal, que caracteriza el derecho canónico del «período postridentino».

Es cierto que los decretos de reforma del concilio parecieron, con frecuencia, muy poco coherentes entre sí y no consiguieron imponerse sino muy poco a poco y venciendo grandes dificultades. Hicieron ver, sin embargo, que se estaba firmemente decidido a eliminar los múltiples abusos, que ni se negaron ni se cohonestaron, y a dar nuevo vigor a los antiguos ideales. Aquí se llegó a trazar incluso, en muchos campos, un programa completo, el cual ofreció una base sólida para la renovación religiosa y moral del clero y del pueblo. Esto no quiere decir que cada uno de los puntos no hubiera sido visto ya antes de ser tratado en el seno del concilio. Muchas de tales reformas se habían proyectado ya en diversos lugares, sin que el impulso viniera de la Iglesia oficial; más aún, en varios sitios habían conseguido triunfar. Basta recordar las nuevas congregaciones o los sínodos diocesanos de Giberti en Verona, el cual encarnaba realmente la figura ideal de un obispo celoso de las almas y preocupado por sus sacerdotes y por su pueblo. Pero el concilio hizo suyos oficialmente los diversos ímpetus privados de reforma y los impuso como precepto a la Iglesia entera. Ahora se volvió a colocar oficialmente, ante la vista de los prelados secularizados, los antiguos preceptos sobre la vida sencilla y digna; ahora la Iglesia se negaba a consentir el matrimonio de los sacerdotes, a pesar de las presiones del emperador Fernando, para retener a los clérigos pervertidos. El precepto de la incardinación del clero secular hizo desaparecer el clericus vagus, que sólo había pensado en su bien, y dio a los fieles pastores que vivían permanentemente entre ellos y conocían sus necesidades y defectos. Al pueblo se le volvió a presentar el ejemplo de una vida cristiana, y todo el mundo se dio cuenta de que había llegado el momento de reconcentrarse y reformarse a sí mismo. Pero con ello se les devolvió también a las personalidades responsables, clérigos y seglares, que se habían ido haciendo cada vez más pesimistas sobre el futuro de la Iglesia, el saludable optimismo, la seguridad interna en sí mismos, el valor para defenderse contra los ataques subsiguientes de la Reforma protestante, y la voluntad de reconstrucción.

 

CAPITULO QUINTO

EL ESPIRITU DEL CONCILIO DE TRENTO

RENOVACION INTERIOR DE LA IGLESIA Y DEFENSA ACTIVA (CONTRARREFORMA)