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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

CAPITULO XXIV

LA SUPREMACIA PONTIFICIA Y LA DIFUSION DE LA FE

 

Roma y Alemania (1190-1253)

Un suceso político acaecido durante el reinado de Enrique VI inauguró la cuarta y última fase del conflicto entre la Santa Sede y el Imperio. El rey Guillermo de Sicilia murió en noviembre de 1189. Sicilia era un feudo pontificio; pero, según el derecho y el consentimiento general, este territorio correspondía a Enrique VI, marido de Constanza, heredera del rey difunto. Temiendo la tutela alemana, los nobles napolitanos eligieron al conde Tancredo de Lecce en lugar de Enrique VI. Considerando el interés político del papado, Clemente III dio su consentimiento. Enrique VI decidió someter a Sicilia y anuló su juramento de fidelidad al papa.

La cuestión de Sicilia iba a dominar la política de la curia durante más de cincuenta años. Al norte de los Estados pontificios, el Imperio siempre había pretendido tener bajo su autoridad a Lombardia. Las tierras de Toscana, que la condesa Matilde (1115) había legado al papado, acababan de ser ocupadas. Si el Imperio se adueñaba de Sicilia, el papa quedaría aislado y rodeado de territorios dependientes del emperador. La larga disputa que resultaría de esta si­tuación era casi inevitable, pero iba a tener consecuencias desastrosas y duraderas tanto para el papado como para el Imperio.

Enrique VI murió al comienzo del conflicto (septiembre 1197), unos meses antes de que su adversario fuese reemplazado por Inocencio III (enero 1198). Un orden de cosas nuevo iba a imponerse en el reino alemán y a determinar el futuro de Sicilia. Dos rivales pretendían la corona alemana: Otón, hijo de Enrique el León, duque de Sajonia, y Felipe, hijo segundo de Federico Barbarroja y hermano del soberano difunto.

Inocencio reivindicó el derecho de elegir y, tras largas vacilaciones, se decidió por Otón. Sus legados lo coronaron después de haber obtenido de él el juramento de renunciar a sus derechos sobre Sicilia y sobre la mayor parte de la Italia del norte. Los príncipes alemanes se negaron a reconocer al papa el derecho de elección y escogieron y coronaron a Felipe. La situación era catastrófica. Inocencio no quiso reconocer a Felipe; pero éste dominó la mayor parte de Alemania hasta 1208. En este momento, cuando acababa de lograr que el papa al fin lo reconociera, Felipe fue asesinado. Inocencio tuvo que volver al candidato que había abandonado. Por su parte, Otón aceptó una vez más las condiciones que Roma imponía. El papa se aprovechó de ello para manifestar nuevas pretensiones en una Alemania demasiado dividida para poder enfrentársele. Roma exigió que las elecciones fuesen libres y dirigidas exclusivamente por el capítulo catedralicio o monástico y que se aceptase el sistema canónico de reservas y devoluciones pontificias. Para granjearse el apoyo de los prelados alemanes, Otón autorizó el procedimiento de apelar a Roma y el ejercicio de todos los poderes espirituales en seguida de la elección. Además, renunció a los derechos de regalía y de spolia. Constituía esto una etapa importante en la evolución de los obispados territoriales bajo una autoridad secular. Pero los planes de Inocencio fracasaron una vez más. Otón rehusó casi inmediatamente cumplir su promesa de renunciar a Silicia; se apoderó de la isla y de la parte continental de ese reino, exponiéndose con ello a ser excomulgado y depuesto por el papa. Murió en 1218.

La emperatriz Constanza, viuda de Enrique VI, era de iure regente de Sicilia en nombre de su hijo Federico. Al morir dejó a éste bajo la tutela de Inocencio III. Sin estar autorizados por el papa, los príncipes alemanes eligieron al joven Federico para reemplazar a Otón, que estaba excomulgado. Inocencio lo admitió; pero, como contrapartida de su aprobación, exigió de Sicilia un juramento de vasallaje, garantía de su independencia del Imperio. Hizo prometer en nombre del nuevo emperador que se confirmarían las prescripciones de Otón relativas a la libertad de las elecciones episcopales alemanas. En una asamblea celebrada en Eger (12 de julio de 1213), Federico concluyó la últi­ma parte de la transacción con un juramento que convertía su promesa en una ley de Imperio. Este acto fue seguido del privilegium de 1220, igualmente revolucionario, que Federico concedió a cambio de la promesa de que su hijo sería elegido rey. Este privilegium eximía completamente al clero de toda jurisdicción temporal y lo protegía contra toda intervención real e imperial. Federico se vio quizá obligado a abandonar todo poder de jurisdicción; en cualquier caso, este gesto marca una etapa de la historia del Imperio. En lo sucesivo la Iglesia de Alemania estaba ligada a Roma y al derecho canónico igual que las demás Iglesias europeas. En los conflictos posteriores, los obispos pudieron estar a menudo divididos; pero nunca más pudieron hacer un bloque con el emperador contra el papa.

Inocencio III murió antes de que su protegido tuviese edad para constituir una seria amenaza. A pesar de su carácter pacífico, Honorio III continuó la política de centralización del poder pontificio en Alemania y en otros países. Pasó a ser normal que los obispos hiciesen una visita anual a Roma para dar cuenta de sus actividades diocesanas y recibir orientaciones. Se introdujo la costumbre de nombrar dignatarios romanos para los cargos alemanes y de imponer las contribuciones eclesiásticas para ayudar a los gastos de Cruzada. El respeto de las reglas canónicas, la acogida de legados y la celebración de sínodos se hicieron prácticas habituales. Cualquiera que fuese su actitud religiosa, Federico respetó práctica e íntegramente durante todo su reinado el juramento de Eger —salvo en ciertos momentos de tensión— en lo concerniente a sus acciones personales. Si se exceptúan algunos aspectos teóricos, la contienda que lo enfrentó con el papado no tuvo nada de común con el antiguo Eigenkirchentum.

La disputa entre el papa y el emperador recomenzó abiertamente ante todo por causa de la demora de Federico en cumplir su promesa de ir a la Cruzada: la promesa se hizo en 1212 y su cumplimiento se retrasó doce años. Pero el objeto de litigio radical y duradero era que el rey se negaba a abandonar el control de Sicilia. Federico había coronado a su hijo Enrique en 1212. Había prometido a Inocencio renunciar a Sicilia en favor del papa, y no sólo no lo hizo, sino que al coronar a su hijo rey de romanos en Aquisgrán en 1222 manifestó claramente su intención de concederle la sucesión de todo el Imperio, incluida Sicilia. Federico era brillante, atractivo, voluble e inconstante; sin embargo, dio pruebas de coherencia en su línea política, que contenía dos elementos contradictorios: la conservación de Sicilia y la paz con la Iglesia y el papado. Las dos grandes condiciones requeridas para la continuación de esta política eran también contradictorias e inaccesibles: la concordia entre todas las regiones de Alemania y el apoyo de los obispos alemanes. Semejante política hacía inevitable un conflicto con Roma. Con Inocencio III, el papado estaba más empeñado que nunca en ejercer una función rectora en los asuntos políticos europeos y, por tanto, en presentarse como rival político del Imperio. De ahí que no pudiera tolerar el dominio imperial en Italia ni al norte ni al sur. De hecho, casi sería exacto decir que las pretensiones pontificias de una soberanía universal hacían inútil el Imperio e incluso lo convertían en una entidad política inaceptable. Poco después de morir Federico se formó la liga de las ciudades renanas. Se fueron formando otras hasta llegar a constituirse la importante liga hanseática. De este modo nacían en Alemania todos esos factores de división que resultaron tan poderosos en el siglo XVI y que han durado hasta ser eliminados por los acontecimientos de los últimos cien años. Federico deseaba una Alemania sin tumultos. Pero no podía realizarse un elemento esencial de ese programa, la colaboración del clero: la Iglesia era ahora casi plenamente independiente y los príncipes habían adquirido una independencia y un poder legislativo casi equivalentes gracias a la constitución de 1231.

El conflicto entre Federico y Roma alcanzó por vez primera un punto crítico en el momento de la excomunión y deposición de 1227. Continuó hasta la verdadera derrota que sufrió el emperador en 1245, poco antes de morir (1250). Reintegrado a la Iglesia después de marchar a la Cruzada en 1230, el emperador fue excomulgado de nuevo en 1239; al año siguiente se decidió una cruzada contra él. Finalmente, en 1245 se le depuso solemnemente en Lyon. A partir de entonces, el papa Inocencio IV desplegó contra el emperador todas las fuerzas de que disponía. Nombró un legado para sublevar a Alemania. Promovió un anti-rey. Lanzó toda clase de amenazas contra los sacerdotes que apoyaran al emperador y concedió privilegios a sus propios partidarios. Se derrochó a manos llenas el dinero para comprar la traición. Federico replicó con declaraciones que reclamaban la autonomía del príncipe. Mientras Honorio III había actuado con lentitud, Gregorio IX prosiguió una política enérgica; por su parte, Inocencio IV se jugó todo en la batalla. El desenlace fue la desaparición completa del Imperio como autoridad religiosa en Europa y como factor político de importancia europea, capaz de enfrentarse materialmente con el papado. Desde Enrique III a Federico IV, pasando por Enrique IV, Conrado III y Barbarroja se sigue una línea descendente que va desde un soberano consagrado al servicio de la Iglesia hasta un emperador carente de todo carácter religioso. El carácter de ese emperador, sus creencias, objetivos y actos han suscitado siempre los juicios más dispares. Si el curso de los sucesos y su propia energía, tan variable, le hubieran concedido un momento de paz, habría podido restablecer los derechos imperiales en Alemania y asegurar la cohesión del Imperio. No fue así. Cualquiera que sea la opinión que se tenga de su talento y del alcance de muchos de sus actos y leyes es evidente que Federico destruyó —probablemente sin prever todas las consecuencias, pero deliberadamente y por política— los fundamentos en los que descansaba el Imperio. Dio a Alemania un destino de nación dividida, que ha durado hasta 1870 o 1918. Los cuatro papas, Inocencio III, Honorio, Gregorio e Inocencio IV, deshicieron a los ad­versarios —gracias a la locura de éstos— que durante dos siglos se habían esforzado por contener el poderío de la Santa Sede. Volvieron a poner bajo jurisdicción pontificia directa a Alemania, perdida tres siglos antes. En todo esto actuaron como políticos más que como pontífices y prodigaron sin piedad los castigos espirituales.

El conflicto entre el Imperio y la Santa Sede procedía en último análisis, y quizá por necesidad, de Carlomagno, que había reunido en su persona la soberanía teocrática y el poder imperial tradicional. Durante dos siglos acaparó la inteligencia y las energías de emperadores y papas, así como la de innumerables hombres menos importantes. Ocupa un lugar importante en la historiografía moderna, en parte sin duda porque los inventores de la técnica histórica moderna son alemanes y se interesan ante todo por la Edad Media. Ello ha causado cierta impaciencia a los historiadores de otros países; pero cuando se evalúa cuidadosamente el influjo de esta gran contienda, se llega a reconocer que no hubo otra tan importante en el campo religioso y político. Se puede preguntar qué aspecto externo habría adoptado en Europa occidental el dato dogmático del mandato confiado a Pedro si tal contienda no hubiera tenido lugar. ¡Quién sabe si se habría evitado la rebelión del siglo XVI! Ha sido evidentemente en nuestros mismos días cuando la configuración política de Europa y la concepción del destino y del papel del cargo pontificio han empezado a situarse sin referencia a los recuerdos de la época de Hildebrando.

Sea lo que fuere, los cincuenta años que siguieron a la muerte de Federico marcaron una línea divisoria. Es cierto que el papado fue atacado luego, antes y con más vigor de lo que hubieran imaginado Inocencio III e incluso Inocencio IV. Pero sus adversarios serán en adelante el sentimiento nacional y el gobierno secularizado, pilares del Estado moderno.

La conversión de los países bálticos

A principios del siglo xii, el Elba constituía la frontera oriental de la cristiandad organizada y de Alemania. Más allá existía una población eslava más o menos densa. Polonia formaba un bastión entre los húngaros y los países bálticos. De oeste a nordeste, siguiendo la costa, se encontraba la Pomerania, entre el Oder y el Vístula; los prusianos, entre el Vístula y el Niemen; los lituanos, del Niemen al Dwina, y los letones y los fineses, desde el Dwina al golfo de Finlandia. La evangelización comenzó a partir de los dos obispados situados junto al Elba: Bamberg y Magdeburgo. Otón de Bamberg (f. 1139) y san Norberto (f. 1134), el primero por la fuerza y el segundo más pacíficamente, acentuaron la penetración hacia el este. San Norberto animó a los premonstratenses y a los cistercienses a seguir e incluso a preceder a los misioneros. De este modo, Magdeburgo vio extenderse su «esfera de influencia» varios cientos de kilómetros al este del Elba y más allá del Oder. En 1147, los terratenientes alemanes, movidos por la predicación de san Bernardo, pensaron que la Cruzada entre los eslavos ofrecía más ventajas que las lejanas expediciones a Oriente. Pero los resultados no justificaron el empleo de la fuerza. Las conversiones se efectuaron lenta y pacíficamente. Algo después, los alemanes llenaron progresivamente la brecha que existía entre Alemania y Polonia. El territorio fue dividido entonces entre los dos pueblos por decreto pontificio. Los suecos evangelizaban por entonces la región que ocupaba la actual Finlandia, y los daneses se dirigían a la Estonia finlandesa. Meinhard de Holstein llevó el evangelio a lo largo de la costa báltica hasta Lituania (1184). Su acción fue continuada por Alberto (f. 1229), hombre enérgico y de gran amplitud de miras, que fundó Riga (1201) y fue su primer obispo. En 1204 Alberto fundó la orden militar de los portaespadas, a quienes dio la Regla de los templarios. Fue apoyado por Inocencio III, que alentaba también a los misioneros cistercienses de Prusia. En esta región, los progresos del cristianismo se aceleraron por la intervención de la orden hospitalaria de los caballeros teutónicos. Fundada durante la tercera Cruzada según el modelo de otras órdenes militares para la ayuda y defensa de los peregrinos alemanes, esta orden creció y se enriqueció considerablemente. Sus miembros se interesaron por los países bálticos, donde las condiciones de acción les resultaban más familiares y las posibilidades de éxito religioso y espiritual eran más favorables que en Oriente. De este modo se estableció el lazo que unió durante largo tiempo la historia alemana con la orden teutónica. Las primeras empresas fueron pacíficas. Pero, tras la muerte de Inocencio III, la rebelión de los pueblos paganos de Prusia amenazó destruir la obra ya realizada. En la misma época, la cristiandad de Europa oriental tuvo que sufrir otra calamidad: la invasión mongólica penetró tan profunda­mente como la anterior invasión de los húngaros.

La rebelión prusiana empujó a los caballeros teutónicos y a sus aliados a lanzarse a una guerra que duró veinte años. Fue una guerra sin piedad. Murieron asesinados muchos indígenas paganos; para reemplazarlos se hizo venir a alemanes del oeste. Acabada la guerra de Prusia, la orden penetró en Lituania, entregada a la guerra durante un siglo (1283-1383). Ambos campos cometieron atrocidades y la suerte de las armas cambió a menudo. La orden de los caballeros teutónicos, con la que se había fusionado la de los portaespadas de Alberto en 1237, instaló su cuartel general —trasladado a Venecia después de abandonar Acre en 1291— en Mariemburgo, junto al Vístula en el interland de Dantzig. La orden se convirtió así en una gran potencia territorial. Su campo de actividad —y sus fuentes de riqueza— abarcaba las regiones situadas entre Rusia, Polonia y el Báltico. Desde 1343 a 1404, su edad de oro, conquistó y convirtió a todos los pueblos costeros desde Estonia hasta Pomerania oriental. Durante la colonización de Letonia, los obispos habían recibido los dos tercios de las tierras y los caballeros el otro tercio. En Prusia y Pomerania se invirtió la proporción. Los obispos y sus capítulos eran independientes de la orden; ésta dependía nominalmente de Roma. Así, los países bálticos tuvieron la misma estructura feudal heteróclita que las otras grandes regiones alemanas: la orden administraba todo el país, pero los obispos y las ciudades conservaban gran libertad. La orden teutónica vio comprometida su preponderancia como consecuencia de la guerra que la enfrentó con Polonia en el siglo XV. Los polacos obtuvieron el control de Prusia y de parte de Pomerania y de Lituania. Con esto se sembraban gérmenes de tragedia para el futuro. En el siglo XV se relajó gravemente el vigor religioso y moral de la orden.

El juicio sobre la orden de los caballeros teutónicos fue inicialmente muy laudatorio; en los últimos tiempos la han denigrado muchos. Fue en sus comienzos una orden de cruzados, cuyos primeros objetivos eran espirituales y cristianos. Después, durante un largo período, estuvo siempre en guerra contra toda clase de enemigos, infieles y cristianos. Puede censurarse con razón la inhumanidad de muchos de sus actos e intervenciones políticas; sus éxitos guerreros y administrativos no pueden suscitar más que admiración. A fin de cuentas hay que revisar las críticas más violentas que en el siglo XX identificaron falsamente la orden con el espíritu altivo y belicoso de los prusianos. Un historiador actual, que no es alemán y ha sufrido la dominación prusiana en Europa, ha juzgado que la obra de los caballeros teutónicos fue «una de las realizaciones más gloriosas de la Edad Media» y «el mayor triunfo de la civilización alemana medieval»

La Iglesia búlgara

El Estado búlgaro de la Edad Media fue fundado en el 681 por Asparuch, hijo de Kowrat. Asparuch condujo a sus búlgaros turcos más allá del Danubio; los estableció en el rincón nordeste de la península balcánica, en un antiguo territorio bizantino ocupado entonces por eslavos. Este Estado fue oficial y agresivamente pagano hasta el 864. Pero, durante la primera mitad del siglo IX, los misioneros bizantinos propagaron el cristianismo entre los súbditos eslavos de los búlgaros. Un suceso político fue la causa inmediata de la conversión de Bulgaria: la alianza concluida entre el príncipe búlgaro Boris y Luis el Germánico. Esta alianza implicaba un riesgo: la influencia francesa amenazaba extenderse a Grecia y Macedonia, comprometiendo así los intereses vitales que tenía Bizancio en esta región. El emperador Miguel III colocó un ejército en la frontera búlgara (864) y Boris cedió en seguida. Se comprometió a renunciar a la alianza con los francos y a recibir el evangelio únicamente de Bizancio. Boris se bautizó en el 865 y recibió el nombre de Miguel en honor de su imperial padrino. Cuando quiso obligar a sus súbditos a bautizarse, la nobleza búlgara se rebeló; la rebelión fue reprimida con crueldad. El cristianismo bizantino creyó asegurado su triunfo en Bulgaria. El patriarca Focio escribió a Boris una larga epístola explicándole la doctrina de la Iglesia y los deberes del príncipe cristiano. Hay motivos para creer que al rey Boris no le entusiasmaron estas eruditas disertaciones. Como todos los príncipes de los pueblos recién convertidos al cristianismo bizantino, tenía que enfrentarse con un problema espinoso: ¿cómo conciliar el reconocimiento de la supremacía bizantina y el deseo natural de mandar en su reino? Con una jerarquía eclesiástica nacional sometida a un patriarca búlgaro se habrían dado algunos pasos hacia la solución del problema. Pero Focio guardaba un silencio inquietante sobre esto. Por eso Boris, decepcionado de los griegos, se volvió hacia su primer aliado, Luis el Germánico. En el 866 le pidió que enviase a Bulgaria un obispo y sacerdotes. Al mismo tiempo envió una embajada a Roma rogando al papa que nombrase a un patriarca para Bulgaria. Esto fue una noticia excelente para Nicolás I, que tenía así ocasión de someter de nuevo a su jurisdicción una parte del Ilírico. Resuelto a someter a la Santa Sede la joven Iglesia búlgara, el papa envió en seguida dos obispos a Bulgaria y redactó una respuesta a las 106 preguntas que Boris le había formulado por escrito. Esta carta pontificia, conocida por los canonistas medievales con el nombre de Responsa Nicolai ad consulta bulgarorum, es un documento clarividente y sagaz. Demuestra que, a pesar de unos conocimientos muy rudimentarios del cristianismo, Boris era muy capaz de explotar la rivalidad existente entre las sedes de Bizancio y Roma y de obtener de ella independencia y prestigio para su Iglesia búlgara. El papa tranquilizaba a Boris sobre la decencia de llevar pantalón y la práctica del baño los miércoles y los viernes; pero se mostraba poco complaciente en el terreno que más interesaba al príncipe búlgaro. En efecto, esquivó hábilmente la petición del príncipe rogando a Boris que, por el momento, se contentase con un arzobispo. Como los bizantinos le habían puesto dificultades para concederle un obispo, Boris pensó que hacía mejor negocio con Roma y prometió continuar siendo un fiel servidor de san Pedro.

Sin embargo, el 870, Boris y su pueblo volvieron a entrar en el redil de Bizancio. Parece que este cambio de frente se debió en gran medida a la diplomacia bizantina. Anastasio el Bibliotecario habla con detalles y con tristeza no disimulada de los «dones» (muñera) y halagos (sophistica argumenta) prodigados por los griegos a los búlgaros durante cuatro años para separarlos de Roma. En el 870 los bizantinos evitaron cuidadosamente repetir el error que cuatro años antes había arrojado a Boris a los brazos del papa. Desde entonces, la Iglesia búlgara tuvo a su cabeza a un arzobispo que, aunque estaba sometido económicamente al patriarca de Constantinopla, gozaba de gran autonomía. De este modo, la rivalidad que mediaba entre Roma y Constantinopla, la ingeniosidad de Boris de Bulgaria y la diplomacia flexible del Imperio bizantino permitieron la fundación de la Iglesia nacional eslava.

Unos quince años después, la joven Iglesia búlgara dio un nuevo paso hacia la autonomía cultural. Boris comprendió que si no contaba con un clero nacional, una liturgia y un alfabeto eslavos, su pueblo no podía seguir asimilando la civilización bizantina sin perjuicio para su propia independencia cultural y política. Cuando los discípulos de Metodio llegaron a Bulgaria, después de haber sido expulsados de Moravia, Boris los acogió cordialmente. Clemente, uno de sus jefes, fue enviado a Macedonia, donde trabajó treinta años entre los súbditos eslavos de Boris predicando el evangelio en eslavón, celebrando la liturgia eslavona según el rito bizantino y formando un clero nacional. Gracias a san Clemente (nombrado obispo el 893) y a su compañero san Naun, Macedonia fue un famoso núcleo de cultura eslavo-bizantina. Ochrida, la ciudad principal, fue la cuna del cristianismo eslavo de los Balcanes. En Preslav, la capital búlgara, se desarrolló otra escuela de literatura eslava patrocinada por Simeón, hijo y sucesor de Boris (893-927). Fue allí, probablemente en los últimos años del siglo IX, donde la escritura glagolítica fue sustituida por el alfabeto cirílico, más sencillo y más parecido al griego. De las escuelas de Ochrida y de Preslav salieron durante el siglo siguiente innumerables libros profanos y religiosos; la mayoría de ellos eran traducciones o adaptaciones de textos griegos; pero también se publicaron algunas obras originales como la primera gramática eslava y una apología de su alfabeto. Este movimiento literario fue más importante que la cultura indígena de la Northumbria anglosajona, con la que se suele comparar. Hizo accesible a los eslavos la literatura bizantina profana y sagrada y nutrió durante varios siglos la vida cultural de los pueblos de Europa oriental.

La tradición vernácula procedente de Cirilo y de Metodio fue indudablemente un factor decisivo para la rapidez de los progresos del cristianismo en Bulgaria. El vigoroso desarrollo del monacato fue el índice de esos progresos. El reinado del zar Pedro (927-969) vio proliferar los monasterios búlgaros, sobre todo en Macedonia. Expresaron la sed de santidad y de ascetismo hombres como san Juan de Rila (+ 946), que vivió muchos años en el hueco de una encina, luego en una gruta de las montañas de Rila y fue el santo patrono de Bulgaria. Pero en el crecimiento tan rápido del monacato estribó también su debilidad. Desde mediados del siglo X, el carácter transitorio de muchos de sus monasterios, la índole con frecuencia efímera de los votos monásticos y el declive general de la vida religiosa hicieron que muchos monjes se volvieran al mundo o, convertidos en vagabundos, fueran presa de doctrinas heterodoxas. Además, se deformó y corrompió la herencia de Cirilo y de Metodio, con su mezcla tan original, de tradiciones bizantinas y eslavas. Las interminables guerras que entabló Simeón con el Imperio bizantino llevaron a Bulgaria al borde de la ruina y dejaron en el país un amargo resentimiento contra Bizancio. A raíz de ellas se introdujeron masivamente en el país las costumbres e instituciones de Bizancio, con lo que se radicalizó la separación entre las clases dirigentes y los campesinos, cada vez más pobres y descontentos. Estos dos factores —situación crítica del monacato y desafecto de un amplio sector campesino— contribuyeron al nacimiento de la secta de los bogomilas, el movimiento hereje más importante de la historia de los Balcanes en la Edad Media.

La secta de los bogomilas fue fundada por un sacerdote búlgaro de este nombre, entre el 927 y el 969. Combinaban un dualismo neomaquineo, importado del Próximo Oriente a los Balcanes (sobre todo por los paulinos de Armenia y de Asia Menor), un cristianismo «evangélico» antijerárquico y antisacramental y una actitud de rebeldía contra la autoridad de la Iglesia y del Estado. La doctrina fundamental de los bogomilas era que el mundo visible y material había sido creado por el diablo. Por eso negaban la encarnación y toda la concepción cristiana de la materia como vehículo de la gracia, rechazaban el bautismo y la eucaristía, despreciaban las órdenes sagradas y la organización visible de la Iglesia. Su enseñanza moral, que era naturalmente dualista, como la de los primitivos maniqueos, se inspiraba en parte en las tendencias heréticas latentes del monacato búlgaro del siglo X. Condenaban todas las funciones que ponían al hombre en contacto directo con la materia: casarse, comer, beber vino. Aunque es dudoso que todos los miembros de la secta observaran el mismo grado de continencia, los bogomilas vivieron con una austeridad que hasta el siglo XIV fue reconocida por sus adversarios más feroces. Con razón se les ha tenido por los mayores puritanos de la Edad Media. El sacerdote búlgaro Cosmas, que escribe hacia el 972, acusa a los bogomilas de desobediencia en los términos siguientes: «Enseñan a su propio pueblo a no obedecer a sus señores, injurian a los ricos, odian a las personas distinguidas, ponen en ridículo a los que tienen autoridad, censuran a los nobles, consideran vil a los ojos de Dios servir al rey y prohíben al siervo trabajar para su amo». Seguramente la doctrina de los bogomilas cambió, de una forma o de otra, cuando, en el curso de los siglos siguientes, el movimiento se extendió por toda la península balcánica, penetró en la Iglesia bizantina e influyó en el nacimiento de la herejía cátara o albigense en Italia y en el mediodía de Francia. Al menos en su primera fase, la secta de los bogomilas fue un movimiento campesino que desvió hacia la herejía las aspiraciones religiosas y sociales de gran parte del pueblo insatisfecho. Su historia conocida no sobrevivió a la conquista de los Balcanes por los turcos.

La independencia de la Iglesia búlgara —cuya autoridad suprema había recibido de Bizancio el estatuto patriarcal en el 927— terminó con la conquista de Bulgaria por Bizancio a fines del siglo X y principios del XI. Desde 1018 a 1187 Bulgaria fue provincia bizantina. Durante este período, los primados de Bulgaria, arzobispos de Ochrida, aun gozando de una autonomía teórica, estaban estrechamente controlados por las autoridades de Constantinopla. Algunos historiadores han afirmado que los bizantinos intentaron eliminar la tradición procedente de Cirilo y Metodio e imponer la lengua griega en la liturgia de la Iglesia búlgara. Las fuentes no contienen pruebas evidentes sobre este extremo. Si esta política se aplicó alguna vez, desde luego fracasó. Pero si se juzga por el desdén con que Teofilacto, arzobispo griego de Ochrida (que ejerció el cargo desde 1080 hasta 1108 aproximadamente), habla de sus ovejas en las cartas enviadas a Constantinopla, se observa que el clero bizantino que dirigía en esta época los asuntos de la Iglesia búlgara no manifestaba mucha simpatía por las tradiciones culturales del país. En 1187, después de haberse rebelado con éxito contra Bizancio, Bulgaria recobró su independencia nacional. En el siglo XIII volvió a ser lo que había sido en el siglo IX y principios del X: una gran potencia europea. El príncipe Kalojan (1197-1207) buscaba el reconocimiento oficial de su reino y pidió ayuda a Roma. Inocencio III le envió una carta (1199) e inauguró una correspondencia que iba a durar cinco años. Considerando con perspicacia la precaria situación del Imperio bizantino, cuya capital fue sitiada (1203) y saqueada (1204) por los ejércitos de la cuarta Cruzada, Kalojan comunicó su deseo de someter el país a la jurisdicción pontificia si Inocencio III aceptaba reconocer el título de emperador que había tomado y elevar al rango de patriarca al titular del arzobispado de Tarnovo (la nueva capital búlgara), que se había designado a sí mismo para este cargo. El papa vio claramente que Kalojan seguía la misma política que había inaugurado en el siglo IX su predecesor Boris: aprovecharse de las rivalidades existentes entre Bizancio y Roma. Estaba resuelto a establecer la autoridad de Roma sobre el país haciendo el menor número posible de concesiones a la ambición del príncipe búlgaro y a su deseo de autonomía eclesiástica. De estas relaciones diplomáticas —en el curso de las cuales, a juzgar por la correspondencia cruzada, no se planteó ningún problema concerniente a la doctrina o al rito— resultaron dos cosas: Kalojan fue coronado rey (pero no emperador) por un legado pontificio, y el papa reconoció al arzobispo búlgaro como primado de Bulgaria (pero no como patriarca) en noviembre de 1204. Por su parte, el príncipe búlgaro reconoció la supremacía romana.

Esta unión, basada en una maniobra política y en equívocos doctrinales, tenía pocas garantías de duración. La cultura búlgara seguía siendo fundamentalmente bizantina. Sin respeto alguno por las sutilezas constitucionales, Kalojan continuó usando el título de emperador (zar) y considerando al primado como patriarca. Con gran pesar del papa, luchó contra los nuevos dirigentes latinos de Constantinopla y les infligió una grave derrota en 1205. A partir de entonces, las relaciones entre Bulgaria y Roma fueron de mal en peor. Juan Asen II (1218-1241), el príncipe más famoso del «segundo Imperio búlgaro», acabó con la subordinación de su país respecto a la Iglesia romana. En 1235, en Nicea, las autoridades bizantinas reconocieron el estatuto autocéfalo del patriarcado búlgaro de Tarnovo con la condición de que éste aceptase formalmente la primacía del patriarcado de Bizancio.

A mediados del siglo XIV hubo en Bulgaria, por influjo de una cultura bizantina renovada y pujante, un gran renacimiento de la literatura, el arte religioso y la vida monástica contemplativa. El movimiento alcanzó su apogeo durante el reinado del zar búlgaro Juan Alejandro (1331-1371) y continuó hasta 1393 bajo la dirección del patriarca búlgaro Eutimio. En Tarnovo floreció una escuela literaria bajo el patronato del rey. Entre otras cosas produjo traducciones en eslavón de obras bizantinas, históricas, hagiográficas y litúrgicas. El monacato bizantino floreció de nuevo por influjo del movimiento de los hesicastas, que se propagó en el siglo XIV a través de Europa oriental. A los célebres monasterios búlgaros fundados en los siglos X y XI —Rila, en las montañas situadas al sur de Sofía; Backovo, en la cadena del Rodope, y Zographou, en el monte Athos— se añadieron nuevos monasterios que fueron centros influyentes de la espiritualidad hesicasta. Los más importantes fueron el eremitorio de Paroria, en las montañas de Strandja, al norte de Andrinópolis, y Kilifarevo, cerca de Tarnovo. El primero fue fundado por el gran maestro hesicasta san Gregorio el Sinaíta; extendió su influjo hasta Constantinopla, Servia y las regiones situadas al norte del Danubio. El segundo fue fundado hacia 1350 por san Teodosio de Tarnovo, discípulo de Gregorio, y adquirió importancia inter­nacional. Esta última floración de la vida monástica y de la literatura búlgara de la Edad Media acabó en 1393, al caer Tarnovo en manos de los turcos y convertirse el país en provincia otomana. El patriarcado fue suprimido y la Iglesia quedó unida directamente a la sede de Constantinopla.

En el siglo XIV se entablaron estrechas relaciones entre los monasterios búlgaros y los principados rumanos situados al norte del Danubio. El origen de la cristianización de los rumanos es bastante oscuro; pero no cabe duda de que, desde la Alta Edad Media, el cristianismo bizantino, la liturgia eslava y el alfabeto eslavo se extendieron a partir de Bulgaria por los países situados entre el bajo Danubio y los Cárpatos. En el siglo XIV se fundaron los principados de Valaquia y de Moldavia; las autoridades bizantinas erigieron bajo su jurisdicción las sedes metropolitanas de «Hungría-Valaquia», en Arge (1359), y de «Moldo-Valaquia», en Suceava (1401). El eslavón siguió siendo la lengua de la Iglesia rumana hasta el siglo XVI.

La Iglesia servia

Aunque la Iglesia ortodoxa nacional de Servia no se fundó hasta principios del siglo XIII, los servios fueron cristianizados pronto. Sabemos, en efecto, que fueron bautizados por misioneros enviados por Roma a petición del emperador Heraclio. Pero tal cristianización fue efímera. En el siglo IX encontramos pruebas más evidentes de la cristianización de los servios. Entraron en la órbita de Bizancio gracias a la política emprendedora del emperador Basilio I. Entre el 867 y el 874 aceptaron el cristianismo griego. Entonces se establecieron obispados en Belgrado y en Ras (cerca de la actual Novi Pazar). En la costa dálmata, la influencia bizantina se opuso con éxito a la hegemonía de los francos hasta el 879; en esta fecha la Iglesia croata terminó por reconocer la autoridad de Roma. Durante los dos siglos siguientes, los servios estuvieron muy influidos por Roma, cuyo prestigio actuaba a través de las ciudades latinas de la costa adriática. Un príncipe servio de la provincia marítima de Zeta (la actual Montenegro) reconoció la soberanía eclesiástica del papa Gregorio VII. El y su sucesor recibieron de Roma el título de rey. Pero en el siglo XII, el cristianismo bizantino experimentó un acrecentamiento de poder en Servia. Siempre había estado bien implantado en el distrito interior de Raska, futuro núcleo del reino medieval de Servia. Desde fines del siglo IX, dada la cercanía de Ochrida y de los otros centros culturales de Macedonia, se había introducido en esa región la liturgia eslava enriquecida por los discípulos de Cirilo y de Metodio.

A fines del siglo XII y principios del xiii se fijó para siempre el destino religioso y cultural de la nación servia, que —como Bulgaria en el siglo IX y Rusia en el X— había sido encrucijada de caminos entre Oriente y Occidente, entre Bizancio y Roma. Fundamentalmente fueron tres los hombres que pusieron los cimientos de esta gran potencia medieval: Esteban Nemanja, fundador del Estado servio medieval, y sus dos hijos, Esteban y Sava. Aunque bautizado por un sacerdote romano, Nemanja era miembro convencido y activo de la Iglesia bizantina. En 1196 abdicó en favor de su hijo Esteban e ingresó como monje en el monasterio de Studenica, fundado por él, y luego en el monte Athos. Su hijo Sava había fundado en la montaña santa el monasterio servio de Chilandari, que iba a ser pronto uno de los focos principales de la cultura monástica servia. En Chilandari idearon el padre y el hijo la forma general de la comunidad cristiana servia en el marco de la Iglesia bizantina. Esteban, hijo mayor de Nemanja, caudillo de la nación servia, prosiguió la política tradicional de riguroso equilibrio entre Bizancio y Roma. Al permitir al Imperio romano de Constantinopla establecerse en 1204, la cuarta Cruzada modificó radicalmente la relación de fuerzas en la Europa del sudeste y consolidó durante algún tiempo las posiciones del partido favorable a los romanos en Servia. En consecuencia, Esteban repudió a su primera mujer, que era una princesa bizantina. Se casó con la nieta del omnipotente dux de Venecia. Prometió fidelidad espiritual a Inocencio III y, en 1247, fue coronado rey por un legado pontificio.

Pero la atracción que la Iglesia griega ejercía sobre Servia era demasiado fuerte para debilitarse por esas maniobras refinadas. Dos años después de la coronación de Esteban, Sava marchó del monte Athos a Nicea, donde las autoridades bizantinas exiliadas habían empezado ya a reconstituir los elementos dislocados del Imperio griego. Después de llegar a un acuerdo con el emperador Teodoro Lascaris, Sava fue consagrado arzobispo de Servia en 1219 por el patriarca de Nicea. Es probable que hubiera emprendido este viaje contando con la aprobación de su hermano el rey de Servia. Regresó, pues, a su país para organizar la joven Iglesia nacional; la Iglesia servia iba a ser en adelante autocéfala, gozando del derecho de escoger y consagrar a su propio arzobispo. Las autoridades bizantinas conservaban un poder nominal de control, y la Iglesia servia debía mencionar en su liturgia al patriarca bizantino antes que al arzobispo servio. Así encontramos en la fundación de la Iglesia nacional servia un ejemplo de los compromisos a que llegaron la hegemonía bizantina y la independencia eslava, compromisos ventajosos siempre para ambas partes.

San Sava insertó su Iglesia en el cuerpo de la cristiandad oriental, en la tradición monástica del monte Athos y en la vida nacional de su propio país; de este modo dio a la Iglesia servia medieval sus grandes rasgos característicos. El lazo estrecho que existía entre la Iglesia servia y los descendientes de Nemanja, que reinaron en el país hasta 1371, halló una expresión visible en los monasterios fundados y dotados por los reyes servios. La arquitectura y las pinturas murales de las iglesias monásticas —Studenica, Zica, Mileseva, Sopocani, Gracanica y Decani son ejemplos de fama mundial— figuran entre las mejores creaciones del arte cristiano oriental. La sede arzobispal, establecida en Zica, en el valle del Ibar, fue trasladada a Pee hacia el año 1233. Varios príncipes servios de los siglos XIII y XIV mostraron cierta inclinación, o al menos simpatía, por la Iglesia romana. Sin embargo, el sentimiento antirromano aumentó en Servia después que el Concilio de Lyon se preocupó exclusivamente —de acuerdo en esto con el emperador Miguel VIII— de acabar con la autonomía de las Iglesias servia y búlgara. Un documento oficial servio, publicado en 1354 —el código jurídico de Esteban Dusan—, llama al catolicismo romano «la herejía latina».

Durante el reinado de Esteban Dusan (1331-1355), Servia se convirtió en el Estado más poderoso de los Balcanes. Macedonia, Albania y Epiro le habían sido arrebatados al Imperio Romano. De acuerdo con su plan de establecer un nuevo Imperio servio-griego, Dusan llevaba el título de emperador y se hacía llamar emperador de servios y griegos. Para revalidar su título necesitaba ser coronado oficialmente. Ahora bien, según la concepción bizantina, sólo un patriarca podía coronar a un emperador. El patriarca de Constantinopla no pudo menos de considerar una usurpación el acceso de Dusan al título imperial. Por eso Dusan, con su propia autoridad, elevó al rango de patriarca a su primado, el arzobispo de Pee. Unos días después, el patriarca servio coronó emperador a Dusan en Skopjé (1346). Las autoridades bizantinas reaccionaron enérgicamente ante lo que consideraban una rebelión religiosa y política. En 1350, Calixto, patriarca de Constantinopla, excomulgó a Dusan y a toda la Iglesia servia. Esto provocó un cisma entre la Iglesia bizantina y la servia, que no acabó hasta 1375. En esta fecha, el príncipe Lázaro, que reinaba en la parte septentrional del reino servio, tuvo que enfrentarse con la amenaza turca en los Balcanes, y logró que el patriarca ecuménico levantara el anatema que pesaba sobre la Iglesia y la nación servias y reconociera al patriarca servio.

Pero esta tentativa de restaurar —ante la amenaza turca— cierta unidad de los pueblos cristianos de los Balcanes llegaba demasiado tarde. En 1389, los ejércitos servios fueron derrotados por los turcos en la batalla de Kosovo. La leyenda y la poesía modificaron muy pronto el sentido de este acontecimiento, que inspiró fuertemente las tradiciones de heroísmo y de fe del pueblo servio. Durante los setenta años siguientes sobrevivió al norte del país un principado pequeño. Allí florecieron por última vez el arte y la literatura servios de la Edad Media. Los «déspotas» de la Servia del norte construyeron y dotaron monasterios con tanto celo como sus regios antecesores. Las pinturas murales de las iglesias de Ravanica (1377) y de Manasija (1406-1418) manifiestan la tentativa que hicieron los artistas cristianos servios en vísperas de la conquista turca decisiva, que llegó en 1459, para cambiar las sombras de un mundo turbulento en visión de belleza espiritual.

La Iglesia rusa

Los años 860-870 tuvieron una importancia capital: durante este decenio llegaron a Moravia Cirilo y Metodio, recibió el bautismo Boris de Bulgaria y se emprendió la conversión de Rusia. Tal conversión se aceleró por un incidente que representaba un peligro para el Imperio bizantino: en el 860 atacó a Constantinopla una flota vikinga. El asalto fue rechazado con grandes dificultades. Lo habían realizado los suecos, amos de los eslavos orientales que llevaban el nombre de Rhos, pueblo convertido en potencia preponderante a lo largo de la ruta marítima que unía el Báltico con el Mar Negro. Las autoridades bizantinas comprendieron pronto que, para mantener la seguridad del Imperio, era necesario que los bárbaros rusos entraran rápidamente en el círculo de la civilización de la Roma oriental. Sin pérdida de tiempo emprendieron la conversión de los rusos. El año 867 pudo declarar el patriarca Focio que la nación rusa, famosa en otro tiempo por su crueldad sanguinaria, aceptaba el cristianismo y se ponía bajo la autoridad espiritual de un obispo bizantino como «súbdita y amiga» del Imperio. Como en el caso de Bulgaria, es preciso recordar que, según la concepción de los romanos de Oriente, la aceptación del cristianismo bizantino implicaba por parte de una nación bárbara la subordinación a la soberanía política del emperador. Unos años después, el patriarca Ignacio dio un arzobispo a los rusos.

Las escasas notas contenidas en las fuentes bizantinas no ofrecen más datos sobre lo que los historiadores han llamado «la primera conversión de los rusos». Nada sabemos de la suerte que corrió esta primera diócesis bizantina en Rusia. La sede fue probablemente Kiev, capital del reino. Es muy probable que fuese arrastrada por la oleada pagana que barrió a Rusia durante los últimos decenios del siglo IX. Sin embargo, desde los primeros años del siglo X hasta la conversión final de Rusia en el reinado de Vladimiro se encuentra una serie continua de signos que prueban la existencia de una comunidad cristiana en Kiev. En el 957, la princesa Olga, regente del reino, fue a Constantinopla para hablar de paz. Fue bautizada por el patriarca bizantino en el curso de una espléndida recepción que le ofreció la corte. Olga no quería ni podía imponer su religión a sus súbditos. Por lo demás, dos años después trató sin éxito de obtener de Otón un obispo alemán. Sin embargo, sus relaciones con el Imperio de Oriente franquearon el camino al triunfo del cristianismo bizantino, que tuvo lugar durante el reinado de su nieto Vladimiro.

Las circunstancias de la conversión de Vladimiro siguen siendo oscuras en muchos aspectos importantes. Esto se debe en parte al hecho de que las fuentes bizantinas de la época guardan silencio absoluto sobre este extremo; en parte se debe también a las contradicciones que existen entre las dos fuentes principales: la Primera Crónica rusa y el historiador árabe Yahia de Antioquia. La Crónica pone el acento, seguramente con razón, en los motivos religiosos de la conversión; pero embellece la realidad, cuando pretende que el príncipe ruso escogió el cristianismo bizantino porque su embajador le había hablado de la hermosura sin igual de la liturgia celebrada en Santa Sofía de Constantinopla. Yahia explica el bautismo de Vladimiro por las negociaciones que tuvieron lugar entre Bizancio y Rusia en el 988. Según él, el príncipe ruso aceptó apoyar al emperador Basilio II contra un rival, el general rebelde Bardas Focas; y abrazó el cristianismo a cambio de la mano de la hermana del emperador. Estas negociaciones están, en efecto, atestiguadas. No hay razón convincente para negar que el bautismo de Vladimiro en el 988 o 989 —seguido por el de las clases dirigente rusas— tuviera motivos religiosos y políticos, lo mismo que la conversión de Boris de Bulgaria.

La misma oscuridad existe respecto a los primeros cincuenta años de la Iglesia establecida por Vladimiro. ¿De qué autoridad dependía? La falta de pruebas directas y contemporáneas ha dado ocasión a una apasionada controversia. Algunos historiadores han sostenido que, entre el 988 y 1039, la Iglesia rusa dependió de la búlgara; otros, que estuvo sometida a Roma; otros, en fin, que era autocéfala. El autor de estas líneas opina, sin embargo, que existen pruebas indirectas de que la Iglesia rusa estuvo sometida al patriarcado de Bizancio desde el principio. Entre esas pruebas está la afirmación de Yahia de Antioquia. Según él, el emperador Basilio II envió «metropolitas y obispos» que bautizaron a Vladimiro y su pueblo. También se pueden aducir los datos siguientes: el papel desempeñado por el clero griego de Crimea en la cristianización de Rusia; el hecho de que Vladimiro encargara a arquitectos bizantinos la construcción de la primera iglesia de piedra en Kiev; el matrimonio de Vladimiro con la hermana del emperador; en fin, Vladimiro se convirtió en hijo espiritual del emperador, como manifiesta simbólicamente su nombre de bautismo, que era Basilio.

Desde 1039 a 1448, la Iglesia rusa, dirigida por los metropolitas de Kiev (que residieron en Moscú desde 1328), fue una provincia metropolitana del patriarcado de Bizancio. Durante los siglos XI y XII, una de las principales tareas del clero ruso fue establecer diócesis en las principales ciudades del país y combatir el antiguo paganismo eslavo, que conservaba gran prestigio ante el pueblo, a pesar de haber sido proscrito por Vladimiro. En Rusia, como en las regiones eslavas de los Balcanes, el cristianismo fue impuesto desde arriba. Al menos durante un siglo siguió siendo la religión de las clases dirigentes. La conversión del país no concluyó probablemente hasta el siglo XV, y fue entonces cuando el cristianismo configuró la cultura campesina de modo evidente. Entre las clases cultas la Iglesia sirvió una vez más para propagar continua y masivamente la civilización bizantina. Gracias a la traducción en eslavón del Nomocanon griego —resumen del derecho canónico y de las ordenanzas imperiales—, los rusos asimilaron, como los búlgaros y los servios, los dos principios fundamentales de la política bizantina: la teoría de las relaciones armoniosas entre la Iglesia y el Estado y la doctrina del Imperio cristiano oriental, cuyo centro es Constantinopla. El primer principio fundamentaba ideológicamente la colaboración estrecha de la Iglesia rusa medieval y de los príncipes rusos. Según el otro principio, aunque fue rechazado por un príncipe ruso a fines del siglo XIV —hecho provisional y poco significativo—, los rusos creían que el emperador estaba investido de la autoridad del jefe natural y de derecho divino de la comunidad cristiana, del legislador supremo de la cristiandad, cuya jurisdicción se extendía, al menos en un sentido espiritual y «metapolítico», sobre todos los príncipes y pueblos cristianos.

El arte bizantino floreció notablemente en tierra rusa, primero en Kiev, luego en los siglos XIV y XV, durante el «renacimiento de los Paleólogos». Desde el siglo XI estuvo influido por escuelas locales de arquitectura y de pintura. Sirvió para propagar en Rusia las tradiciones litúrgicas y teológicas de la Iglesia de Oriente. Se advierte también con claridad la influencia de la tradición artística de Bizancio en la Rusia medieval en la decoración de la iglesia de Santa Sofía en Kiev. Los cimientos del edificio se pusieron en 1307. Los mosaicos, cargados de inscripciones griegas dispuestas en forma rigurosamente jerárquica y dominados por el Pantocrator en la cúpula y la Madre de Dios en el ábside,ofrecen ejemplos muy notables del arte medieval bizantino. Los curiosos frescos que adornan la escalera del campanario representan los complicados espectáculos de la corte de Bizancio: fiestas, carreras de carros, etc. Prueban claramente la atracción que ejercía sobre los rusos el lejano esplendor de Constantinopla, «la ciudad que el mundo añora». El cristianismo bizantino influyó poderosamente en la literatura rusa, así como en el arte y el derecho rusos. En los comienzos de su historia cristiana, los rusos pudieron enriquecerse con los tesoros de la tradición vernácula de Cirilo y Metodio, igual que los búlgaros y los servios. Fue principalmente de Bulgaria de donde pasaron a Rusia en el siglo X las traducciones eslavas de Cirilo y Metodio y de sus discípulos. En Kiev se formó una biblioteca importante con obras sagradas y profanas traducidas del griego. Los eruditos rusos, sobre todo en el reinado de Yaroslav (1019­1054), hijo de Vladimiro, añadieron la traducción propia. En el siglo xi, las minorías cultas de Rusia comenzaron a crear obras literarias originales escritas en eslavón (que poco a poco se fue mezclando con la lengua vulgar local). Algunas de esas obras —sobre todo la Primera Crónica, el Sermón sobre la fe y la gracia de Hilarión, metropolita de Kiev, y las Vidas de los primeros santos rusos (Boris, Gleb y Teodosio)— figuran entre las más importantes de la historia de la cultura rusa medieval. Esta cultura rusa de la alta Edad Media no fue rígida ni cerrada. Se desarrolló bajo la égida de Bizancio y en contacto directo con la Europa central y occidental, con lo que, antes de la conquista mongólica del siglo XIII, Rusia estaba unida por el comercio, la diplomacia y la conciencia de pertenecer a una cristiandad única.

El carácter cosmopolita de la cultura primitiva se difuminó durante los siglos de la dominación mongólica (1237-1480). Es cierto que las relaciones con Bizancio prosiguieron e incluso se intensificaron en el siglo XIV. Pero la lucha por la supervivencia de la nación, cuyo paladín era el naciente principado de Moscú, limitó el horizonte cultural y religioso de los rusos. La Iglesia rusa gozó de un trato de favor bajo la dominación mongólica; incluso estuvo exenta del impuesto en 1270. Sus jefes, sobre todo los metropolitas indígenas san Pedro (1308-1326) y san Alejo (1354-1378), apoyaron resueltamente a los príncipes moscovitas en su lucha por el poder y en la creciente resistencia que opusieron a los mongoles. La actitud rusa respecto a la Iglesia romana, que durante el período de Kiev había sido amistosa, se transformó en abierta hostilidad. En el año 1240 las relaciones entre Rusia y la cristiandad occidental llegaron a un punto crucial. El principe de Novgorod, san Alejandro Nevski, rechazó los ataques lanzados por los suecos, los livonios y los caballeros teutónicos contra las fronteras bálticas de Rusia.

En el terreno del monacato fue donde la Iglesia rusa de la Edad Media aportó su contribución más duradera y más original a la historia del cristianismo griego. A fines del siglo X y principios del XI, en la aurora de su historia, el monacato ruso —gracias a sus estrechas relaciones con el monte Athos y con Constantinopla, y gracias a las traducciones eslavonas de los clásicos del ascetismo, sobre todo la Historia monacorum; la Historia dedicada a Lausos de Palladlos; el Prado espiritual de Juan Moschus, y las Vitae de Cirilo de Escitópolis— tomó sus principios de organización de las tres corrientes distintas del ascetismo bizantino: los modos de vida solitaria, semieremítica y cenobítica. La elección no fue fácil. La tensión latente que existía entre las tres corrientes nunca se resolvió en la Rusia medieval, cosa que tampoco se logró en el monacato oriental.

De los setenta monasterios atestiguados en Rusia antes del siglo XIII, dos tercios aproximadamente habían sido fundados por los príncipes, tomando como modelo los monasterios bizantinos que los emperadores o las personas adineradas establecieron para asegurarse un enterramiento y oraciones perpetuas por el descanso de su alma. Sin embargo, el mayor de todos, el monasterio de las Criptas en Kiev, no fue fundado por ningún personaje secular, no tuvo patronos ni gozó de ninguna dotación en sus comienzos. Surgió en la primera mitad del siglo XI. Un ruso llamado Antonio, que había pronunciado sus votos monásticos en el monte Athos, regresó a su país para establecer un eremitorio en las colinas de los alrededores de Kiev. El monte Athos, del que tomó su forma e inspiración peculiares el monasterio de las Criptas, siguió siendo durante toda la Edad Media la escuela de la espiritualidad rusa y el lugar de encuentro de las culturas eslava y bizantina. La segunda etapa de la historia del monasterio de las Criptas está asociada al nombre de otro ruso, Teodosio, que fue su abad desde 1062 hasta 1074. Importó de Constantinopla la Regla de los estuditas y estableció un estilo de vida cenobítica. Así, un modelo organizado de comunidad monástica que vivía, oraba y trabajaba en común bajo la dirección de un abad sustituyó, al menos durante algún tiempo, al ideal eremítico y más indi­vidualista de san Antonio. La personalidad de san Teodosio, su humildad profunda y sencilla, sus virtudes de moderación y «discreción», tan apreciadas por los maestros de la vida espiritual, ejercieron poderosa influencia en el desarrollo ulterior del monacato ruso.

Después de recuperarse del terrible golpe infligido por la invasión mongólica, el monacato floreció de nuevo en el siglo xiv. Pero la mayoría de los mo­nasterios de los siglos XIV y XV fueron muy diferentes de los que existían en los siglos xi y xii. Estos estaban siempre situados cerca de las ciudades; en cambio, la mayor parte de los monasterios rusos fundados durante la Baja Edad Media se construyeron lejos de todo lugar habitado. Sus fundadores buscaban la soledad y el silencio, y se sintieron atraídos por los grandes bosques que se extendían al norte de Moscú hasta el mar Blanco y el océano Artico. La huida al «desierto» tomó dimensiones importantes a partir de 1325. La figura dominante de este movimiento fue san Sergio, que fundó, a mediados del siglo, el célebre monasterio cenobítico de la Santa Trinidad en las selvas del norte de Moscú. Sergio, que tenía una espiritualidad muy parecida a la de Teodosio, llegó a ser el santo más venerado de Rusia. De él y de su monasterio salieron las dos grandes corrientes del monacato ruso: la comunidad muy organizada y disciplinada, que insistía en la observancia litúrgica y el servicio social, y el eremitorio contemplativo de tipo griego, llamado Laura, y en Rusia Skit, cuyos ideales ascéticos y místicos estaban influidos por la tradición de los hesicastas bizantinos. En la segunda mitad del siglo XV, los principales representantes de esas dos corrientes fueron, respectivamente, san José de Volokolamsk y san Nilo de la Sora.

El problema de la autodeterminación dominó los últimos decenios de la historia de la Iglesia rusa medieval. Moscovia rechazó el Concilio de Florencia, en 1441, inmediatamente después del regreso de Isidoro, metropolita griego de todas las Rusias. Este había firmado en Italia el decreto de unión y, en consecuencia, había sido nombrado cardenal y legado pontificio. Por orden del gran duque Basilio II, Isidoro fue depuesto y encarcelado; pero ese mismo año se evadió y se exilió. Siguió un período de vacilaciones. Los moscovitas odiaban permanecer bajo la jurisdicción espiritual de un patriarca unionista, pero al mismo tiempo temían romper con la dependencia secular y canónica de la Iglesia rusa respecto a la sede de Constantinopla. Los obispos rusos, reunidos en concilio por Basilio II en Moscú, eligieron, sin autorización de Bizancio, al obispo Jonás de Riazán para el cargo de metropolita de todas las Rusias (1448). Sin embargo, las autoridades moscovitas continuaron profesando obediencia a la Iglesia-madre, «salvo en lo relativo a los desacuerdos recientes». La toma de Constantinopla por los turcos (29 mayo 1453) y la ruptura de la Unión de Florencia, que fue su resultado, pusieron fin a esta situación ambigua. Viendo que la Iglesia griega iba a estar en adelante en manos de un príncipe musulmán que confería su investidura al patriarca, la Iglesia rusa conservó el estatuto de autonomía que había adquirido de facto en 1448. En 1589, con el consentimiento unánime de las Iglesias ortodoxas, este estatuto de autonomía se cambió por el de patriarcado autocéfalo.

 

 

CAPITULO XXV

ROMA Y CONSTANTINOPLA

 

 

 

Iglesias ortodoxas, no griegas, en los Balcanes

LA IGLESIA RUSA