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SIGLO PRIMERO. LA BATALLA CONTRA EL JUDEOCRISTIANISMOCAPITULO VI COSTUMBRES E IMAGENES JUDEO-CRISTIANAS
A pesar de su característica diversidad de
formas, la comunidad cristiana presenta, durante el período que va del 70 al
140, algunas formas comunes. Estas son interesantes por constituir una especie
de transición entre el cristianismo original y su expresión en el ambiente
greco-romano. De hecho, se hallan todavía muy marcadas por el judaismo. Nos es
posible reconstruirlas, en cierto modo, a base de algunas obras del Nuevo
Testamento, que son un reflejo de la vida de la comunidad cristiana; a base de
la literatura judeo-cristiana, cuyos principales monumentos quedan ya
mencionados, y a base de algunos vestigios arqueológicos, todavía escasos.
Trataremos de reunir aquí los datos principales. Nos proporcionan además
algunas informaciones ciertos escritos heterodoxos, como los escritos
pseudo-clementinos, o ciertas obras gnósticas.
I. LA INICIACION CRISTIANA
Sobre la preparación al bautismo tenemos
pocas noticias. La comparación con lo que hallamos en las comunidades judías
de la época, especialmente en Qumrán, y lo que será más tarde la iniciación
cristiana nos hace pensar, sin embargo, que ya en época muy arcaica debió de
existir una organización de tal preparación. Justino nos lo permite entrever en
su primera Apología. Explica, en efecto, que “los que están convencidos y creen
verdaderas las verdades anunciadas y prometen vivir de tal modo, son enseñados
a orar y a implorar de Dios, ayunando, el perdón de sus pecados”. Hay, pues,
dos etapas: durante la primera se instruye al que desea convertirse y se le
enseña a vivir cristianamente; luego, cuando ya conoce la fe y ha demostrado
ser capaz de vivir como cristiano, se le admite a una preparación inmediata de carácter
litúrgico.
El contenido de estas dos etapas nos es
conocido gracias a algunos documentos de la época, en particular la Didajé y la
Epístola de Bernabé. La catequesis dogmática era diferente, según se tratase
de paganos o de judíos. Para los primeros debía incluir ante todo una
instrucción sobre el Dios creador y sobre la resurrección. Un eco de tal
instrucción lo hallamos en las Apologías de Justino. Para todos debía exponer
entonces lo que se refiere a Cristo. Tenemos un resumen de esta catequesis en
algunas fórmulas antiguas, que aparecen en san Pablo y en los más antiguos
autores eclesiásticos y que son las primeras formas del símbolo. Nuestro
Símbolo de los Apóstoles es el desarrollo del símbolo romano del siglo II. Es,
pues, un eco de la tradición oral de fe, paralela a los Evangelios escritos.
La instrucción no consistía solamente en
presentar los misterios de Cristo, sino que además mostraba en ellos la
realización de las profecías del Antiguo Testamento. Ese es precisamente el
objeto de la Epístola de Bernabé. Encontramos el mismo método un poco más tarde
en la Demostración de la Predicación apostólica de san Ireneo, que utiliza un
material antiguo. Se ha observado que los textos citados en tales documentos
son prácticamente los mismos, unos textos que se hallan, en su mayoría, en el
Nuevo Testamento. Parece, pues, cierto que los catequistas disponían ya de
colecciones, análogas a la que hallamos en el siglo III en los escritos de
Cipriano con el nombre de Testimonia. Ello es tanto más probable cuanto que ya
entre los judíos parecen haber existido colecciones de ese tipo.
Tenemos, además, otra prueba de la
existencia de estas colecciones de Testimonia. Y es que se hallan en los
distintos autores con cierto número de modificaciones características, debidas
a su adaptación a la catequesis. Sucede, en concreto, que aparecen citas
combinadas donde se reúnen en una sola referencia varios pasajes del Antiguo
Testamento. Tal era el caso en el judaísmo por lo que se refiere a Dt., 6, 5 y Lv.,
19, 18. De igual modo, la Primera Epístola de Pedro combina tres textos acerca
de la piedra: Is., 8, 14; 28, 16; Sal. 117, 22. A veces las citas son modificadas
intencionadamente: se cambia una palabra, se añade otra. El ejemplo más
característico es la adición de las palabras apoxylou y epixylou al Sal. 95,
10 y a Dt., 28, 66, que son así referidas a la cruz.
Tenemos luego una catequesis moral, de la
que nos ofrecen notables ejemplos la Didajé y la Epístola de Bernabé. Los
elementos de esta catequesis son principalmente los dos mandamientos de amor a
Dios y del prójimo y la regla de oro, después de una exposición de los dos
caminos y por fin algunas prescripciones que incluyen, en particular, las leyes
formuladas por el concilio de Jerusalén. Este conjunto procede del judaísmo.
La catequesis de los dos caminos presenta innegables semejanzas con la Regla de
la Comunidad de Qumrán. Las palabras de Cristo citadas en tales catequesis
están muy cerca del Nuevo Testamento, pero con notables variantes. Parece ser,
por tanto, que nos hallamos ante una tradición oral, independiente de. los
Evangelios, conservada en la enseñanza catequética. La doctrina de los dos
caminos vuelve a aparecer en otras obras de la época, como el Pastor de Hermas
o los Testamentos. Existe, en fin, una tradición de la Oración dominical.
Un segundo punto es el de los ritos
bautismales. El bautismo va precedido por un ayuno del catecúmeno y también de
otras personas. Este ayuno parece tener valor de exorcismo. Va precedido a
su vez de una renuncia (apotaxis) a Satanás y de una adhesión a Cristo
(syntaxis). Es un acto que se presenta como el término de la catequesis sobre
los dos caminos y se encuentra ya al final de ésta en Qumrán. Parece ser que a
ello alude la Carta de Plinio a Trajano, cuando habla de renunciar por
juramento a ciertos crímenes. Por último, junto con los ayunos, tenían lugar,
sin duda, las imposiciones de manos. Las menciona Clemente de Alejandría. El
mismo rito del bautismo está relacionado remotamente con el bautismo jordánico;
próximamente, con el bautismo de Juan y su significado escatológico;
últimamente, con el bautismo de Cristo en el Jordán. No tiene ninguna relación
con el bautismo judío de los prosélitos, el cual no tenía sentido para unos
judíos convertidos.
El bautismo se verifica por inmersión,
como lo atestiguan la Didajé y el Pastor. Se hace normalmente en agua de fuente
y comporta una triple inmersión, unida a la invocación de las tres Personas.
Opera a la vez la remisión de los pecados y el don del Espíritu. Este último
aspecto queda subrayado por las numerosas alusiones al agua viva, que parecen
en relación con él. El agua viva designa el agua que da la vida. Su
simbolismo parece depender de Ez., 47, 1-3, al que se refieren Jn., 7, 18; Ap.,
22, 2. Tal es quizá también el origen del símbolo bautismal del pez, que se
encuentra ya tal vez en un osario judeo-cristiano del Dominus flevit. Por otra
parte, vemos en Hermas la comparación de la inmersión bautismal con el descendimiento
a los infiernos, lo cual supone el simbolismo de las aguas de la muerte .
El bautismo va acompañado de varios ritos
subsidiarios. En primer lugar, de una unción con aceite consagrado. Práctica a
que alude Teófilo de Antioquia. El texto copto de la Didajé ofrece, después de
la eucaristía, una plegaria de consagración del aceite u óleo que parece
auténtica. La comparación con la liturgia valentiniana hace pensar que ese
óleo servía también para la extremaunción. En la liturgia valentiniana, la
unción, que sigue al bautismo, es la señal del don del Espíritu. Semejante
concepción, que se repite en Tertuliano, debe ser vestigio de un ambiente
judeo-cristiano, donde el bautismo de agua seguía siendo el de Juan y sólo
concedía el perdón de los pecados. De hecho, algunos grupos judeo-cristianos
parecen no haber conocido más que este bautismo de penitencia. Tal es el caso
de los ebionitas y elkasaítas. Así se explica que lo reiteraran. Tal es también
el caso de Apolo antes de que encontrara a Aquila y Priscila y quizá el de los
samaritanos de que hablan los Hechos (8, 16). En la Tradición apostólica, la
unción acompaña al bautismo y forma con él un solo sacramento, a imitación de
Cristo, a la vez bautizado y ungido en el Jordán.
A la unción está estrechamente asociada la
signación con la señal de la cruz. Esta señal podía tener numerosas
aplicaciones, pero ante todo está relacionada con la unción bautismal. El rito
es tan importante que, en Hermas, él solo designa el bautismo. Parece ser que
el signo + alude originariamente al tav hebreo, símbolo del nombre de Dios,
cuya marca —según el Apocalipsis y, 2, que refleja el texto de Ezequiel 9, 4—
llevan los elegidos en sus frentes. El Documento de Damasco parece suponer que
los esenios llevaban dicho signo. Aparece, en fin, en las inscripciones
judeo-cristianas de Palestina.
La entrega de una vestidura blanca parece
implicada en los numerosos pasajes sobre la simbólica de la denudación y el
revestimiento en relación con el bautismo. La encontramos en Pablo. Pero es de
origen judío. Las Odas de Salomón la mencionan con frecuencia. El Testamento
de Levi habla de un revestimiento Los escritos pseudo-clementinos llaman al
bautismo vestidura. Hermas habla de un vestido blanco en un contexto
bautismal. Parece ser que se entregaba también una corona de follaje,
costumbre que aún subsiste en Siria. Esta práctica aparece atestiguada por
Hermas, por las Odas, por la Ascensión de Isaías y por el Testamento de Levi.
Contrariamente a lo que dice E. Goodenough, es de origen judío. Parece tener
relación con la fiesta de los Tabernáculos. También forma parte del ritual
mandeo del bautismo. Es posible, sin embargo, que la corona sólo fuera
entregada a las vírgenes. En la liturgia celeste está reservada a los mártires.
El rito de la coronación parece tener
aplicación principalmente en el judeo-cristianismo oriental o en comunidades
con él emparentadas, como la de Hermas en Roma. Lo mismo sucede con otro rito,
el de beber agua bautismal. Hanssens ha señalado el empleo de una copa de agua
pura que acompaña la comunión eucarística de los neófitos en la iglesia siria
antigua. Este rito, por lo demás, forma parte de las costumbres bautismales
mandeas, cuyo origen, según Segelberg, ha de situarse en nuestra época. Y hace
notar este autor que el rito es puramente bautismal. Según eso, podemos pensar
que las numerosas alusiones del Nuevo Testamento y de la literatura
judeo-cristiana al hecho de beber agua viva se refieren a una práctica ritual.
Tal sería, concretamente, el caso de Jn., 4, 14 y Od. Salom., VI, 10 32. Por
último, parece cierto que el bautismo iba seguido de una toma de leche y miel:
así parecen sugerirlo 1 Pe., 1, 2; Bernabé, VI, 8-17; Odas, IV, 10. El rito
tenía lugar entre los gnósticos y entre los marcionitas, según dice Tertuliano.
Su origen judeo-cristiano es claro por su existencia entre los mandeos, como ha
demostrado Segelberg. Al parecer, el rito seguiría inmediatamente al bautismo,
antes de la catequesis pascual.
El conjunto de los ritos bautismales iba
seguido, según parece, de una catequesis postbautismal, que es el punto de arranque
de las catequesis mistagógicas del siglo IV. Dado que el bautismo era
administrado preferentemente en la noche de Pascua, esta catequesis tenía forma
de homilía pascual. Más exactamente, venía a sustituir a la haggadá sobre la
liberación del pueblo judío en tiempos del Exodo, la cual iniciaba el banquete
pascual judío. Un notable ejemplo de esto lo tenemos probablemente en la
Primera Epístola de Pedro, que parece ser una catequesis bautismal y que
precisamente en su primera parte compara la liberación del cristiano mediante
el bautismo con la liberación del Éxodo. Lo mismo sucede con la Homilía pascual
de Melitón de Sardes, que es algo posterior y refiere los acontecimientos de la
salida de Egipto.
No obstante, es posible que tengamos en la
Didajé un dato ligado a la liturgia eucarística propiamente dicha. La última de
las tres accionas de gracias, la que sigue a la comida, termina con estas
palabras: “Hosanna al Hijo de David. Quien es santo, que se acerque; quien no
lo es, que se convierta. Maranatha!” (IX, 6). El versículo Hosanna está tomado
del Sal. 117, 25, que era uno de los salmos del Hallel, cantados después del
banquete, con la última copa. Kosmala hace notar que el objeto de esta última
parte de la haggadá pascual es pedir a Yavé que realice en el futuro las mismas
obras de liberación que realizó en el pasado y que conmemoraba la haggadá
pascual anterior al banquete. Pero, para el cristiano, Dios realiza esa venida
inmediatamente por medio de la eucaristía. El Maranatha puede ser así la
plegaria inicial de la eucaristía propiamente dicha. En tal sentido, no falta
razón para ver en ello un vestigio de la celebración aramea de la eucaristía. La presencia de tales palabras al final del Apocalipsis es significativa
en el mismo sentido.
2. LOS TIEMPOS LITÚRGICOS
Junto con las ceremonias de la iniciación,
la institución cristiana mejor atestiguada durante este período es la asamblea
dominical. El Nuevo Testamento alude a ella en varias ocasiones. La Didajé la
menciona expresamente: “Reuníos el día del Señor para partir el pan y dar
gracias”. Y lo mismo la Epístola de Bernabé. Ignacio de Antioquia condena la
observancia del sábado y le opone la del domingo. La Carta de Plinio habla de
reuniones “en día fijo” para cantar himnos a Cristo, “antes de la aurora”
(antelucanum). Es de notar que la Didajé habla de una confesión previa a la
sinaxis dominical. Tal confesión es de orden litúrgico y colectiva. Se sitúa en
la prolongación de una práctica judía y demuestra la existencia de una
penitencia litúrgica ordinaria ligada a la asamblea dominical, que sería
distinta de la reconciliación de los pecadores de que habla el Pastor de Hermas
y que está reservada a casos excepcionales. La fórmula de tal penitencia podría
ser la última petición de la Oración dominical.
Justino nos ofrece más amplios pormenores
sobre la asamblea dominical. Su Apología, que se remonta al 140, describe
prácticas anteriores. La asamblea comienza con la lectura “de las memorias de
los apóstoles” y de los “escritos de los profetas”. La primera expresión parece
indicar que los Evangelios fueron constituidos para la lectura litúrgica. La
segunda parece referirse a obras como las Epístolas de Pablo o de Clemente, o
las profecías de Hermas. Tales lecturas van seguidas de una homilía. Luego
vienen varias oraciones por las principales intenciones de la Iglesia y el
ósculo de paz. Entonces tiene lugar la oración eucarística. El pueblo responde
Amén. Los diáconos distribuyen el pan y el vino consagrados. Finalmente, se
reúnen limosnas para los necesitados.
Los diversos títulos que recibe el domingo
pueden proporcionarnos algunas indicaciones sobre su origen. El más antiguo es
el que hallamos en la Didajé, es decir, kyriaké. La palabra designó en un principio
la Pascua cristiana. En el Apocalipsis, que sitúa la Pascua el 14 de nisán, la
palabra no alude tal vez al domingo. Pero fuera de Asia sucede lo contrario. La
Epístola de Bernabé habla del octavo día. Esta expresión está encuadrada en un
contexto judeo-cristiano, en el que los fieles, después de haber celebrado el
séptimo día judío, lo prolongaban al amanecer con su propia celebración. Ello
supone una atención a las particularidades del calendario característico del
medio judío y judeo-cristiano de la época. Por fin, Justino habla del “primer
día”, poniéndolo en relación con la creación del mundo. Sin embargo, en algunos
calendarios, próximos al de Qumrán, el primer día de la fiesta de las Semanas
era el domingo después de Pascua; día en que tendría lugar la ofrenda de la
gavilla o primicias (aparche) y que estaba relacionado con el tema de la
creación. Es conocida, además, la importancia que tiene en san Pablo el tema de
la “aparché” en relación con la resurrección de Cristo. Por tanto, la
designación del domingo como primer día puede situarse en esa línea. Si todos
los domingos reciben el nombre de primer día, ello se debe a una extensión del
primer día por excelencia, el de la resurrección.
Al margen del domingo, la Didajé indica
que el miércoles y el viernes eran días de ayuno cristiano por oposición a los
días de ayuno judío. Y es notable que esos dos días, en particular el
miércoles, tuvieran una singular importancia en el calendario de Qumrán. Tal
vez tengamos ahí un vestigio de tal calendario. Conviene indicar, por último,
que muchas comunidades judeo-cristianas seguían observando el sábado, lo mismo
que la circuncisión. Tal es, seguramente, el caso de los ebionitas y también de
los judeo-cristianos relacionados con la Gran Iglesia que mencionan Justino y
Epifanio. Asimismo la polémica de Ignacio contra la observancia del sábado
comprueba que, a principios del siglo II, había en Antioquia algunos cristianos
que seguían celebrándolo.
Más compleja es la cuestión sobre la
actitud de los primeros cristianos con respecto a la observancia de las
fiestas. En primer lugar, es cierto que las comunidades judeo-cristianas
propiamente dichas seguían observando las fiestas judías. Pero sabemos que en
el judaísmo de la época había una gran diversidad de calendarios. De ahí que
las comunidades cristianas reflejen ciertas diversidades. Parece ser, por otra
parte, que la mayoría de las fiestas cristianas eran transformaciones de
determinadas fiestas judías. ¿Podemos pensar que esto sucedía a principios del
siglo II? Hay un dato cierto: la celebración, entre los cristianos de Asia,
del 14 de nisán, es decir, el día de la pascua judía. Esta observancia se
extendía, además, a los amplios círculos de Palestina, Siria y Roma. Quienes
así celebraban la pascua recibían el nombre de “cuartodecimanos”. Pero, en
cuanto a la determinación del día, había entre ellos divergencias, que
reflejan las de los judíos. Algunos, en concreto, siguiendo en esto a los esenios,
la fijaban el 14 día del séptimo mes solar, práctica que persiste entre los
montanistas. La cuestión fue debatida en Laodicea hacia el 162.
Tenemos, por otra parte, noticia de la
competencia con el 14 de nisán de una fiesta que se celebraba el domingo
siguiente. Esta fiesta del domingo después del 14 de nisán está relacionada con
el recuerdo histórico de la resurrección, lo mismo que la del 14 de nisán con
el de la pasión. Pero el hecho es que coincide también, como hemos dicho, con
el primer día de la fiesta de las Semanas. Lo demuestra la presencia del tema
de la “aparché” en san Pablo. Pero ese día, en los medios sacerdotales
próximos a Qumrán, era domingo. Luego podríamos pensar que la fiesta se
desarrolló, en un principio, en los círculos cristianos procedentes del
esenismo. Y lo confirmaría un último hecho. Sabemos que, según el calendario
esenio, en la vigilia del domingo inaugural de la fiesta de las Semanas se
celebraba el paso del mar Rojo: acontecimiento que persiste como tema esencial
de la vigilia pascual cristiana; por ejemplo, en el Exultet ambrosiano. Es todo
un conjunto de hechos que se sobrepuso al fin sobre los cuartodecimanos.
¿Comprendía el año cristiano otras fiestas
a principios del siglo II? Si los judeo-cristianos celebraban las fiestas
judías, tal práctica debió persistir. Por eso, a pesar de la tendencia
alejandrina a interpretar el culto judío en sentido alegórico, algunas fiestas
judías reaparecieron con un sentido cristiano. Así sucede con la celebración
del quincuagésimo día de la fiesta de las Semanas, o Pentecostés, en el siglo
III; con la del cuadragésimo día, en el que ciertas tradiciones judías ponían
la ascensión de Moisés al Sinaí; con la fiesta de los Tabernáculos, que
reaparece en el siglo IV bajo la forma de fiesta de la Dedicación. Al parecer,
Lucas relaciona la efusión del Espíritu Santo con el quincuagésimo día de la
fiesta de las Semanas, y Juan, el nacimiento de Jesús con la fiesta de los
Tabernáculos. Pero esto no nos autoriza a concluir que existiese una
celebración litúrgica de tales misterios en las comunidades a que ellos
pertenecían. No obstante, la observancia de los cincuenta días de la fiesta de
las semanas fue conservada tal vez como una práctica festiva en las comunidades
que celebraban la fiesta del primer domingo .
3. LAS DOCTRINAS
Hasta aquí hemos examinado las estructuras
elementales del judeo-cristianismo. Pasamos ahora a sus formas más
desarrolladas. Estas se expresan ante todo en el orden del conocimiento. Es en
ese ámbito donde surge la gnosis cristiana, que deriva, en gran dosis, de la
cultura del bajo judaísmo. Por una parte, comprende la exégesis de diversos
pasajes del Antiguo Testamento, a la manera de los targumim judíos. Se nos han
conservado fragmentos referentes a los profetas, en especial a Jeremías y
Ezequiel. Uno de los hechos más salientes es la importancia de las especulaciones
sobre los tres primeros capítulos del Génesis. Hallamos un eco de todo esto en
Teófilo de Antioquia y en las Eclogae propheticae de Clemente de Alejandría.
Según Anastasio el Sinaíta, Papías había interpretado todo el hexámeron
refiriéndolo a Cristo y a la Iglesia.
Por otra parte, los judeo-cristianos
tomaron algunas obras judías, en particular de origen arameo, y las
reescribieron parcialmente o les añadieron interpolaciones. Tal es, por
ejemplo, el caso de los Testamentos de los XII Patriarcas o de la Ascensión de
Isaías, parte de cuyas obras es judía y parte cristiana. Lo mismo sucede con la
Oración dé José. El Libro V de los Oráculos sibilinos también parece una obra
judía reelaborada por un cristiano. Y es posible que “El Libro de las
Parábolas”, en el I de Henoc, donde se trata del Hijo del Hombre, sea
cristiano: de él no se ha encontrado huella en Qumrán, mientras que han
aparecido fragmentos importantes de las otras partes. Asimismo los libros II de
Henoc y IV de Esdras presentan elementos probablemente cristianos.
Junto a esto, los judeo-cristianos
escribieron los Apocalipsis, que se inspiran directamente en la apocalíptica
judía de la época. Algunos se presentan como revelaciones hechas por Cristo
resucitado a los Apóstoles : así el Apocalipsis de Pedro, la Carta de los XII
Apóstoles, el Evangelio de Verdad, la Homilía de Clemente y el Apócrifo de
Santiago. Este género será ampliamente cultivado por los gnósticos. El
Apocalipsis de Juan y el Pastor de Hermas son revelaciones de carácter
apocalíptico. Ignacio de Antioquia, Papías y el Evangelio de Pedro nos han conservado
fragmentos de apocalipsis cristianos.
Sea cual fuere el género literario de
tales obras, obedecen todas a una misma actitud de espíritu, que es
precisamente la apocalíptica. Los secretos del mundo celeste quedan de
manifiesto mediante la apertura del firmamento, que permite al vidente penetrar
en el mundo superior y contemplar lo que allí sucede, o bien recibir un mensaje
que le explique aquellas realidades. Tales escritos son la cosmología sagrada,
las mansiones de Dios, de los ángeles, de los demonios, de los muertos, y a la
vez la historia sagrada, es decir, los tiempos determinados eternamente por
Dios en los libros celestes y que son comunicados al vidente. El conocimiento
de los secretos a que aludimos constituye la gnosis. Gnosis significa
principalmente conocimiento apocalíptico. Cuando la apocalíptica derive en
gnosticismo, la falsa gnosis será el conocimiento del mundo preexistente de los
eones. Esta falsa gnosis será una deformación de la gnosis apocalíptica.
Podemos subrayar algunos de los temas
preferidos de la gnosis judeo-cristiana. Esta comprende fundamentalmente
diversas especulaciones sobre la Trinidad a partir de categorías tomadas de la
angelología. El Hijo, que en la Ascensión de Isaías recibe ordinariamente el
nombre de Amado, aparece en Hermas como el Ángel glorioso. El Hijo es el jefe
de los seis arcángeles, lo cual aparece ya en Ez., 9, 2-11, y viene a sustituir
a Miguel, como indica Hermas y como se puede concluir de la comparación de Ap.,
12, 10 con la Regla de la Guerra (esenia). El Espíritu Santo es introducido
bajo la forma de Gabriel en Ascens. Is., IX, 27, 36. Asimismo los dos serafines
de Is., 6 son una representación del Hijo y del Espíritu, según una tradición
que encontramos en Ireneo, y Orígenes atribuye explícitamente a un
judeo-cristiano. Concepción que conocerá Jerónimo en el siglo IV.
El Verbo es designado por diversas
expresiones de origen veterotestamentario y relacionadas directamente con las
especulaciones del judaísmo. Las principales son: el Nombre, como aparece
especialmente en el Evangelio de Verdad; la Ley, la Torah, como lo afirman
explícitamente Hermas y el Kerigma de Pedro : la Alianza, aludiendo a
Is., 42, 6, como refiere Justino; el Principio, según una exegesis
judeo-cristiana de bereshith, (en arché), del versículo 1 del Génesis,
interpretado en el sentido de “en el primero (=en el primogénito)” : origen
atestiguado, por lo que a esta época se refiere, en el Diálogo de Jasón y
Papiscos, citado por san Jerónimo; el Día, como indican Clemente de
Alejandría y Justino , en relación con Gn., 1,5: es de notar a este
respecto la importancia de las especulaciones sobre el comienzo del Génesis.
El misterio de Cristo es presentado, en
relación también con la angelología, como un descendimiento del Amado a través
de los siete cielos habitados por los ángeles y luego como una ascensión a
través de esos mismos cielos. El esquema aparece en Ef. 4, 9 y es desarrollado
en la Ascensión de Isaías. Téngase en cuenta que el descendimiento del Amado
permanece oculto a los ángeles: es la tesis del Hijo que adopta las diversas
formas de los ángeles a medida que llega a cada esfera. Por el contrario,
cuando sube en el esplendor de su gloria, los ángeles le adoran. Pero
encontramos también, a partir de Justino, la idea de que, al tiempo de su
Ascensión, los ángeles no reconocen al Hijo a causa de la naturaleza humana que
ha asumido. Este segundo aspecto subraya el alcance teológico de
representaciones como éstas: el misterio del descendimiento consiste en que la
divinidad ha descendido por debajo de los ángeles; el de la Ascensión, en que
la humanidad es exaltada por encima de ellos. Tales temas aparecen
relacionados, a partir del Apocalipsis de Pedro, con el Salmo 24.
Otra forma de expresión de los misterios
de Cristo en la teología judeo-cristiana es el simbolismo concedido a la cruz.
Para el Evangelio de Pedro y los Oráculos sibilinos (VI, 26-28), la cruz es una
realidad viviente que acompaña a Cristo en el Descendimiento a los infiernos y
en la Ascensión. La cruz precederá a la Parusía, ya que es expresión del poder
irresistible de Cristo, de su eficacia divina. En tal sentido se descubre su
figura en diversos pasajes del Antiguo Testamento, como la plegaria de Moisés
con los brazos en cruz o el cuerno del unicornio. Y hay que añadir los
símbolos judeo-cristianos mencionados por Justino, como el mástil y el arado,
hallados en los osarios judeo-cristianos. El madero de la cruz, unido al agua,
señala la eficacia saludable comunicada al agua bautismal. Por último, las
cuatro dimensiones de la cruz representan el carácter universal de la acción
redentora, como señala Ireneo, refiriéndose a las tradiciones de los
presbíteros.
Es de notar también, entre los temas
principales de la teología judeo-cristiana, el del descendimiento a los
infiernos, que aparece ante todo relacionado con el problema de la salvación de
los justos del Antiguo Testamento, según indica un antiguo targum de Jeremías,
reproducido por Justino. Hermas añade el extraño tema del descendimiento de los
Apóstoles a los infiernos para bautizar a los muertos. Pero, en general, el
descendimiento a los infiernos es la expresión de la victoria de Cristo sobre
la muerte. Aspecto que aparece particularmente desarrollado por las Odas de
Salomón. Este descendimiento de Cristo a la región de los muertos se distingue
de su victoria sobre el demonio, cuya cárcel es el firmamento, según la
Ascensión de Isaías, o el aire, según Col., 2, 15.
La teología de la Iglesia comprende
también el uso de varios símbolos nacidos del judaísmo de la época: el de la
plantación es debido a los esenios; el del navio se encuentra en los osarios y
alude a Noé; el del edificio se halla en Ef., 8, 20. Pero el dato más notable
en este aspecto es el de la Iglesia preexistente. Se encuentra en el Pastor
bajo el símbolo de la mujer anciana “porque fue creada la primera, antes de
todas las cosas”, junto con el de la torre edificada sobre el agua, que se
refiere a ciertas especulaciones sobre el comienzo del Génesis, y el del hombre
y la mujer, inspirado en una exéresis apocalíptica de Gn., 2, 24, que aparece
en Ef., 5, 25-32 y luego en II Clem., XIV, 1-2.
Un último elemento se refiere a la
escatología: la expectación del retorno de Cristo y el establecimiento de su
reino en la tierra. Tal escatología comprende varios datos: la venida de
Cristo, que aparece en todos los autores; la resurrección de los justos o
primera resurrección; la transfiguración de los santos todavía en vida; el
reino mesiánico. Este reino durará mil años. La expresión del Apocalipsis
simboliza la vida paradisíaca en que habría vivido el hombre durante mil años.
Tal simbolismo se encuentra ya en el judaismo, de donde lo toman los
judeo-cristianos. Por ejemplo, Papías. La concepción del reino es muy material
en las corrientes heterodoxas, como la de Cerinto. Pero, en cuanto expresión
de la Parusía, se encuentra en numerosos autores, particularmente en Asia, en
la esfera de Juan y de Felipe.
CAPITULO VII LA IGLESIA Y EL IMPERIO
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