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CAPITULO III
LA REFORMA PROTESTANTE COMO OBRA PERSONAL
DE LUTERO Y COMO DESTINO DE EUROPA
V
JUAN CALVINO
Mientras
el ejército católico-luterano daba fin en Münster al
gobierno de los anabaptistas, penetraba en territorio alemán el tercer gran
reformador: Juan Calvino. Si lo que le interesaba a Lutero era la nueva
teología, a este hombre nacido en Picardía lo que le importaba era la nueva
Iglesia, el hombre nuevo y sus instituciones. Calvino era más claro y más
consciente de sus fines que Lutero; era tal vez más unilateral y más fanático
que el alemán, pero no tenía los arrebatos ni las oscilaciones que se pueden
percibir en éste. Naturalmente Calvino había aprendido de Lutero, pues era una
generación más joven que el profesor de Wittenberg.
Pero lo que aquél creó, partiendo de las incitaciones generales, fue una obra
completamente autónoma.
Calvino
nació en Noyon, ciudad de Picardía, en 1509. Procedía
de una capa burguesa culta. Su padre era administrador de los bienes y
consejero jurídico del obispo y del cabildo. Muy joven aún, su hijo consiguió
algunos beneficios eclesiásticos, y en París, donde convivió algún tiempo bajo
el mismo techo con Ignacio de Loyola, así como en Orleáns y en Bourges, se dedicó a los estudios jurídicos y humanísticos.
Dos cosas prepararon la conversio súbita de que habla en alguna ocasión el mismo Calvino: la muerte de su padre y
la influencia de elementos luteranos en Francia. Su padre había sido acusado de
defraudación; y como no rindió cuentas, fue excomulgado. El patrimonio de Juan
estuvo a punto de ser confiscado. Finalmente, su padre murió excolmulgado por la Iglesia. Existía ahora una dura
enemistad entre la familia de Calvino y la Iglesia, de la cual había vivido
aquélla hasta entonces. Amargado, Calvino se refugió en el estudio, perdiéndose
en cavilaciones agotadoras. Encontrándose en esta situación confusa, pero
tremendamente anticlerical, era especialmente accesible a las influencias de
los círculos luteranos.
Las
ideas humanísticas de un cristianismo purificado y simplificado se habían
difundido ampliamente en Francia y habían ganado amigos poderosos tanto en la
corte real como entre el episcopado. El rey Francisco I y su círculo íntimo,
sobre todo su hermana Margarita de Navarra, pero también el obispo Guillermo Briconnet de Meaux (f. 1534), intentaban realizar por sí
mismos la reforma humanística. El obispo Briçonnet luchaba contra la ignorancia de su clero, el abandono de la residencia y la
tremenda mediocridad de los estudios en su diócesis. Haciendo de mecenas,
atrajo magníficos profesores a su corte episcopal. A este «Círculo de Meaux»
pertenecían hombres como Guillermo Farel y el picardo Lefévre d’Etaples. Estos
hombres preveían el peligro de una revolución religiosa, pero creían poder
mantenerse distanciados de ella. Lefévre, a quien el
obispo había nombrado vicario general suyo, pudo editar en francés las
epístolas y evangelios de los domingos, para su empleo en las misas. Su
discípulo, el flamenco Clichtove, publicó un escrito
en que alababa la vida monástica y un Espejo de sacerdotes. Su lucha contra
algunos abusos de la predicación franciscana suscitó contra el grupo
influyentes enemigos. El grupo en cuanto tal fue acusado de herejía y se
disolvió casi por entero. Farel huyó a Suiza,
mientras que Clichtove atacó en sus escritos a Lutero
en 1524, y dos años más tarde, la doctrina de Ecolampadio sobre la cena. Pues las obras del primero se compraban y leían masivamente en
Francia. El cautiverio del rey tras la batalla de Pavía trajo consigo el
cambio. Tampoco podía oponerse a los escritos de Zuinglio, dedicados al rey.
Ahora el Parlamento, con el apoyo de la Sorbona, tomó a su cargo el cuidado de
la Iglesia en Francia. Los conventículos religiosos y la traducción francesa
del Nuevo Testamento, ya empezada, fueron prohibidos. Hubo numerosos procesos.
El anciano Lefévre huyó a Estrasburgo. Tras su
derrota, Francisco I llegó al convencimiento de que la unidad nacional sólo
podía restaurarla sobre la base de la unidad religiosa. Y así el luteranismo
empezó a ser perseguido conjuntamente por el rey, el Parlamento y los obispos
deseosos de reformas. Incluso hubo un profesor de Toulouse que fue quemado en
1532. Muchos círculos de intelectuales simpatizaban en gran medida con el
luteranismo; así, el humanista Melchor Volmar, de Rottweil, que fue profesor de griego de Calvino. Este se
convirtió en un miembro celoso y activo de estos círculos, predicaba en las
conmemoraciones secretas de la cena de sus amigos, a las que asistía en un
amplio territorio, y trabajaba incansablemente en un libro que había de dar una
sólida base a la nueva doctrina. Con un gesto lleno de carácter, renunció por
entonces a sus beneficios eclesiásticos. Vinieron luego ataques contra la misa
y, por fin, la colocación en París y en el castillo de Amboise, donde residía
entonces el rey, de unos cartelones con una apasionada burla de la misa. Estos
cartelones (placards) destruyeron no sólo todas las
esperanzas de coloquios unionistas con el protestantismo alemán, sino que
provocaron también la ejecución de todos los sospechosos y la fuga de numerosos
partidarios. Entre ellos se encontraba Calvino, que se dirigió primeramente a
Basilea.
En esta
ciudad publicó anónimamente, a sus veintisiete años, la obra en la que había
trabajado durante tanto tiempo: la Institutio religionis christianae. Este
compendio de la fe, que publicó luego numerosas veces, ampliándolo, lo puso
Calvino bajo este lema: No he venido a traer la paz, sino la espada. En un
prólogo y dedicatoria magistrales a Francisco I intentaba defender Calvino a
sus correligionarios franceses contra la acusación de profesar doctrinas
erróneas. En el centro de todo se encuentra para él la realidad terrible del
Dios vivo, a cuyo honor y a cuyo servicio está exclusivamente dedicada nuestra
vida. Si Calvino pretendía negar cualquier participación del hombre en su
salvación, no le quedaba otra explicación que el recurso a la sola voluntad
divina. Esta es la única voluntad que hay en el universo. Nuestra vida y
nuestra muerte, nuestro sufrimiento y nuestra desesperación, tanto en el más
acá como en el más allá, se encuentran solamente en manos de aquella voluntad única
y todopoderosa que se expresa en los decretos inmutables de Dios. Sólo Dios
obra. El hombre no puede condenarse a sí mismo eligiendo libremente el mal; no
escoge en modo alguno; está salvado o condenado. Dios causó el primer pecado
original: Decretum horribile Dei,
pero fácil de aceptar. El que está exento de la condenación debe su suerte no a
su propio obrar, no a su fe, sino únicamente a los méritos del Redentor. Está
elegido gracias a la redención de Cristo, único Mediador. Por medio del
Espíritu Santo despierta Dios en el predestinado la certeza de ser conocido por
Dios y de pertenecer a la comunidad de la Iglesia. Esta Iglesia, de la que
forman parte tan sólo los verdaderos creyentes, se hace visible mediante la
configuración de la vida externa de acuerdo con la Escritura, la predicación
del Evangelio puro, la administración de los sacramentos, tal como fueron
instituidos por Cristo, sin añadidos humanos, y la disciplina eclesiástica. En
la doctrina sobre el sacramento del altar Calvino rechaza el simbolismo de
Zuinglio. Las palabras y los signos no son formas vacías y huecas. Si el signo
nos fue dado por Dios, entonces también nos fue dado el cuerpo; ahora bien, el
cuerpo está sentado en el cielo a la diestra del Padre, cuerpo que los fieles
comen de modo espiritual, pero real, mientras que los reprobados sólo reciben
las especies. Pues su vida y todo lo que ha recibido del Padre, Cristo nos lo
comunica a nosotros a través del Espíritu Santo.
Después
de escribir la Institutio Calvino se dirigió al norte de Italia, con el fin de ganar para su causa a la
duquesa Renata de Ferrara, hermana del rey francés, que simpatizaba con las
ideas protestantes. Al volver a Estrasburgo, la guerra le obligó a dar un rodeo
a través de Ginebra. En esta ciudad el predicador Farel,
paisano de Calvino, le invitó a ponerse al servicio del Evangelio en ella.
Calvino se quedó y de esta manera convirtióse Ginebra
en la cuna del calvinismo.
La
ciudad de Ginebra venía discutiendo desde hacía décadas con su obispo a causa
de la libertad ciudadana. Sus prelados procedían exclusivamente, desde largo
tiempo atrás, de la vecina casa de los duques de Saboya, que consideraban la
sede episcopal de Ginebra como una iglesia propia. En su lucha por conquistar
la libertad, la ciudad concertó en 1526 una alianza con Berna. Esto significaba
también, en última instancia, la introducción de la innovación religiosa en
Ginebra. Pues los habitantes de Berna habían tomado a su servicio a Farel como agitador de la nueva fe y como pionero de sus
propias ambiciones de expansión político-religiosa. Farel,
que no era tanto un teólogo independiente cuanto un magnífico predicador, que
se había dado a conocer con Ecolampadio y Zuinglio,
empezó a reformar, partiendo de las villas berneses, en la cercana Suiza romana
occidental, y desde 1534 actuaba también en Ginebra. Aquí se había conquistado
a la masa de los ciudadanos, y cuando las disputaciones,
organizadas según el modelo de Zurich y de Berna,
resultaron desfavorables a los católicos, los protestantes ocuparon las
iglesias principales de la ciudad. El Consejo se declaró partidario de la nueva
religión y prohibió la misa. El obispo y el cabildo catedralicio tuvieron que
abandonar la ciudad y el territorio de Ginebra, y trasladar su residencia a la
vecina ciudad de Annecy, en Saboya; desde aquí,
setenta años más tarde, Francisco de Sales pudo conseguir de nuevo derechos de
ciudadanía para la antigua fe, al menos en el territorio que rodea a Ginebra.
En esta
ciudad la innovación no estaba organizada. En su paisano, que se encontraba
allí de paso, vio Farel el hombre capaz de realizar
esa organización. Calvino se quedó, redactó un catecismo y una nueva fórmula
del credo, en la que calificaba la misa de «invento diabólico» y maldito. A la
vez introdujo un orden riguroso en la Iglesia y en las costumbres. Los que se
resistían eran desterrados. El que se negaba a prestar juramento al nuevo
credo, debía ser expulsado. Desde el principio Calvino intentó crear una
Iglesia visible, que era, a sus ojos, la única que se encontraba también en
disposición de destruir la antigua Iglesia. Contra esta rigurosa disciplina
eclesiástica y contra la coartación de sus libertades se rebelaron los
influyentes patricios ginebrinos. Y cuando Calvino se negó también a admitir
los usos que quería imponer la Berna aliada —entre ellos estaban el
mantenimiento de las cuatro festividades antiguas, de la piedra del bautismo,
de las hostias ácimas y del tocado especial de los novios—, Calvino y Farel fueron destituidos y desterrados. Mientras éste
último permaneció predicando ahora en Neuchátel,
Calvino marchó a Estrasburgo, invitado por Bucer y
por Capito, para cuidar de la comunidad de los franceses allí refugiados. Tres
años permaneció en esta ciudad, y recibió muchas incitaciones sobre todo de Bucer para organizar la liturgia y edificar la comunidad.
Con motivo de los coloquios religiosos de los años 1540 y 1541, en los que
participó, trabó también contacto con los otros grandes reformadores alemanes,
excepto Lutero.
Martín Bucer (1491-1551), el dominico de Schlettstadt,
a quien ya hemos mencionado varias veces, no creó, ciertamente, un nuevo tipo
de Iglesia, pero es una de las personalidades más destacadas de la Reforma
protestante. Cinco años después de adherirse en Heidelberg, en 1518, a Lutero,
introdujo, actuando como predicador y párroco, la Reforma protestante en
Estrasburgo, en cuya organización trabajó durante un cuarto de siglo. En el
intervalo estuvo también en Hessen, en Kurköln, y participó en los coloquios religiosos; en ellos
—y no porque no le importasen las diferencias de las distintas confesiones—
intentó siempre llegar a un acuerdo entre Lutero y Zuinglio, entre los
anabaptistas y la Iglesia jerárquica, entre la Reforma protestante y los
católicos. De los teólogos reformadores Bucer es, sin
duda, el más influido por Erasmo; en sus primeros años veía en Lutero sólo la
confirmación de las doctrinas de aquél. Cree en la posibilidad de que todos los
que creen en Cristo se unan; trabaja por defender el tesoro común de todos los cristianos,
el establecimiento de los neccessaria de la fe y el valor de la tradición patrística.
De las críticas que por este motivo encuentra en sus amigos se queja en una
ocasión con estas desengañadas palabras: «¡Oh nefasta
ceguera, que ni siquiera los mejores protestantes vean lo que significa creer
en una Iglesia universal y en la comunión de los santos, y en ser miembros de
Cristo, que busca siempre y restablece en sus miembros lo perdido!» Incluso
siendo ya protestante, Bucer no deja de ser, no sólo
por su pasión por la predicación, sino también por su pensamiento estático, el
antiguo dominico educado en el tomismo, que une el Antiguo y el Nuevo
Testamento, la Ley y el Evangelio, así como la fe y las obras, y que ve en la
idea véterotestamentaria de la Alianza el tipo del
concepto de Iglesia, y, contra los anabaptistas, ve en la disciplina
eclesiástica un signo de la verdadera Iglesia, en la que los elegidos se
congregan para realizar el Reino de Dios. Ecos de Bucer se encontrarán también en la doctrina y la organización de Cal vino. Por
rechazar el Interim, Bucer se vio obligado a abandonar Estrasburgo. Más
tarde hablaremos de su actividad en Inglaterra.
Mientras
Calvino permanecía al lado de Bucer y conocía a otros
importantes teólogos luteranos, con ocasión de su participación en los
coloquios religiosos de los años 1540 y 1541, el sabio cardenal Sadoleto, uno de los cardenales más destacados entre los
nombrados recientemente por Paulo III, había intentado, en una carta dirigida
al Consejo de Ginebra, reconquistar esta ciudad para la Iglesia católica. Los
mismos círculos protestantes que antes habían obligado a expulsar a Calvino, le
llamaron ahora para que volviese a Ginebra. Calvino exigió, como condición de
su retorno, que se estableciese una disciplina eclesiástica separada de la
jurisdicción civil, y volvió, aunque el Consejo quería seguir siendo el que
mandase, en su mayor parte, sobre la disciplina eclesiástica. Las Ordonnances ecclésiastiques aceptadas por el Consejo, en las que se aprovechaban las experiencias de
Estrasburgo y Zurich, se fueron convirtiendo poco a
poco, sin embargo, en manos de Calvino, en el medio de organizar la vida
pública de acuerdo con la palabra de la Escritura y de erigir una teocracia
según el modelo del antiguo reino judío y de la república platónica. Según esta
nueva ordenación eclesiástica, la nueva Iglesia era una Iglesia comunitaria,
dotada de unos órganos exactamente determinados: los pastores, que tenían que
predicar la palabra de Dios; los doctores, que se cuidaban de la instrucción
pública; los presbíteros, que eran los que, elegidos por el Consejo, habían de
vigilar las costumbres de la ciudad; y los diáconos, a quienes estaban
encomendados las obras de caridad y los hospitales. Como estos órganos eran
electivos, podían exigir que se les obedeciese estrictamente. Se había creado
un nuevo clericalismo, mezclado esta vez, de modo extraño, con el estatalismo clerical. Había, además, el Colegium de los pastores, y el Consistorio, que era una especie de tribunal inquisitorial,
formado por los predicadores y por doce ancianos, cuya misión consistía en
vigilar exactamente toda la vida religiosa de cada uno de los ciudadanos y
castigar las faltas. Las penas consistían en amonestación, reprensión,
excomunión, obligación de pedir perdón públicamente y entrega al Consejo, para
que castigase al reo. Se empleó la tortura, y los que cometían pecados graves,
como los blasfemos, los adúlteros o los adversarios obstinados de la nueva fe,
eran entregados al Consejo. De 1541 a 1546 hubo 56 penas de muerte y 78
destierros. Cada barrio de la ciudad estaba encomendado a un vigilante, que
recibía incluso las denuncias de parientes y vecinos. Los días de fiesta
desaparecieron y la vida social se tornó sombría y seria. El juego de cartas,
el teatro y el baile fueron prohibidos, se castigó el lujo en el vestir, se
suprimieron los bares, y sólo se permitía acudir a la única taberna situada en
el barrio en que cada uno vivía. Una transformación singular de las tareas del
Estado: Calvino hizo que el Consejo declarase que su doctrina era la doctrina
santa de Dios.
Inmediatamente
después de su vuelta Calvino escribió con toda rapidez un Catecismo, con 373
preguntas y respuestas, que no era apropiado ciertamente para la instrucción de
los niños, pero que servía, desde luego, como base de la fe. La organización de
la liturgia, en la que también intervinieron muchas sugerencias recibidas en
Estrasburgo, preveía una predicación diaria, flanqueada por la oración y el
canto de los Salmos. El viernes se celebraba regularmente una «congregación»,
esto es, una conferencia seguida de discusión. La cena se distribuía sólo
cuatro veces por año, y no cada mes, como había deseado Calvino al principio.
En ella se empleaba pan y vino corrientes. En estos templos calvinistas no
había, naturalmente, ni altares, ni imágenes, ni velas.
Calvino
y su organización eclesiástica no dejaron de tener adversarios en Ginebra.
Entre ellos se contaban los antiguos campeones de la libertad de la ciudad, que
habían permutado al duque de Saboya por un dictador francés; además, la mejor
sociedad, deseosa de gozar de las alegrías de la vida, y también gentes que se
oponían a toda definición teológica y a toda organización eclesiástica, así
como, igualmente, auténticos adversarios teológicos. Hubo también reveses
políticos, en los que los adversarios de Calvino ganaron las elecciones.
Todavía en 1555 se produjeron disturbios, que Calvino aprovechó como pretexto
para aniquilar a sus enemigos y consolidar su organización política; ésta era
de una seriedad sombría, pero también de un orden y una moralidad ejemplares.
Al conceder derecho de ciudadanía en Ginebra a los fugitivos franceses, Calvino
había logrado crearse también en la ciudad una posición cada vez más fuerte
contra la oposición política de Berna; apoyándose en ella fue como pudo
completar definitivamente su organización eclesiástica. Los adversarios
teológicos fueron liquidados sin piedad. Gruet, que
había negado la divinidad de Cristo, fue decapitado en 1547; el antiguo carmelita
Bolsee, que se atrevió a atacar la doctrina de Calvino sobre la predestinación,
fue quemado, a instancias de éste, en 1551; Castellion,
que, por su oposición a las doctrinas de Calvino acerca de la bajada de Cristo
a los infiernos, había sido declarado inepto para servir a la Iglesia
ginebrina, fue difamado todavía por aquél en Basilea. El médico y humanista
español Miguel Servet, que combatía la doctrina de las tres divinas personas y
no quería reconocer a Cristo una divinidad preexistente, fue denunciado, por
encargo de Calvino, a la inquisición católica de Lyon. Cuando Servet, que desde
hacía años mantenía intercambio epistolar con Calvino, pudo huir, y llegado a
Ginebra, estaba escuchando un sermón de Calvino, fue reconocido y encarcelado.
Calvino impulsó enérgicamente el proceso y Servet fue quemado en 1553. Tales
condenas atemorizaron a sus otros adversarios.
Calvino
no había querido reducir su labor a Ginebra. A través de esta ciudad intentaba
consolidar el protestantismo en Francia e influir misionalmente también en
otros países. Buscando aliados políticos, llegó a un acuerdo, en la doctrina
sobre la eucaristía, con el sucesor de Zuinglio en Zurich.
Calvino y Bullinger concertaron en 1549 el Consensus Tigurinus,
que en la doctrina sobre la cena adopta las formulaciones calvinistas
atenuadas, creando así la base para la posterior unificación de las Iglesias
suizas reformadas. Desde el principio se preocupó también Calvino del nuevo
clero de su Iglesia. En 1559 logró fundar en Ginebra la llamada Academia,
dedicada a la enseñanza de la teología, cuya dirección asumió su paisano
Teodoro de Beza. A la muerte de Calvino, en el año
1564, la Academia tenía 1.200 alumnos en las clases inferiores y 300
estudiantes universitarios, entre los que se contaban muchos extranjeros.
DIFUSION DEL CALVINISMO
La
capacidad de difusión del calvinismo fue asombrosamente grande. Primeramente
pareció ganar nuevo terreno en Inglaterra, bajo el reinado de Eduardo VI. Al
comienzo el calvinismo se contentó con la derogación de los Artículos de
sangre, ordenó la comunión bajo las dos especies y volvió a permitir el
matrimonio de los sacerdotes. Esta moderación hay que atribuirla sin duda a la
influencia de Bucer, que entonces vivía en
Inglaterra, pues había sido desterrado a causa del Interim.
La transformación de la misa —que de ser un sacrificio pasó a ser una ceremonia
de alabanza y de acción de gracias— en el primer Book of Common Prayer,
redactado por Cranmer, no satisfizo a los
reformadores más radicales. En octubre de 1548 Calvino envió al duque de
Somerset un programa completo de reforma, pidiendo que se instruyese al pueblo
con ayuda de un catecismo y de un credo, se eliminasen los abusos en la
liturgia y se excomulgase a los viciosos. Tras la caída de Somerset, Calvino
continuó sus exhortaciones. Bucer y Vermigli se encargaron de la revisión de la liturgia. El
nuevo Book of Common Prayer de 1552 mantiene, ciertamente, las
vestiduras y los ritos litúrgicos, pero elimina el último resto de la idea de
sacrificio y está completamente impregnado de teología calvinista. Con su obra De regno Christi, Bucer intentó crear una organización eclesiástica
según el modelo de Ginebra, mas su temprana muerte,
ocurrida en 1551, le impidió llevarla a cabo. Cranmer,
en cambio, consiguió imponer todavía una nueva fórmula confesional: los 24
artículos de 1553. Es cierto que tales artículos están redactados en forma a
veces no obligatoria, signo esto de su carácter de compromiso, pero se dirigen
tanto contra los católicos como contra los anabaptistas, y adoptan la doctrina
de Calvino acerca de la cena y de la predestinación, aun cuando evitan las
consecuencias más extremas que de ella se derivan. Sólo el mantenimiento del
ministerio episcopal no se ajusta del todo al modelo calvinista de la nueva
Iglesia anglicana. La existencia de ésta volvió a peligrar, sin embargo, una
vez más, a causa de la temprana muerte del rey (1553) y del paso del poder a
María Tudor, hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón, la cual había
permanecido católica.
En
Francia, en cambio, Calvino y su tendencia consiguieron transformar a los
partidarios de las ideas protestantes en una Iglesia, un partido y un ejército
belicoso. Hubo en el campo muchos pequeños grupos que se consideraban a sí
mismos como Iglesia en el sentido luterano, y que acaso nombraban también un
predicador y recibían la cena, pero que, por lo demás, dada la dura persecución
contra los partidarios de la nueva fe, se dejaban ver lo menos posible, hacían
bautizar a sus hijos por los párrocos católicos e incluso asistían en ocasiones
a misa, para no llamar la atención, y se mantuvieron alejados de todos los
excesos iconoclastas. Estos grupos, apenas organizados, veían su modelo en la
comunidad de Estrasburgo y pedían a esta ciudad que les mandase sus
predicadores. Por lo demás, los había por todas partes en Francia; sus miembros
pertenecían a todas las clases sociales, desde la pequeña burguesía hasta la
alta nobleza, y entre sus filas eran numerosos, sobre todo en el sur, los
hombres de negocios. Ni siquiera las numerosas penas de muerte pudieron quebrantar
su valor ni disolver sus asociaciones.
Desde
el principio Calvino se sintió a sí mismo como protector de estos grupos. Los
defendió en numerosas cartas y coloquios, pero pronto intentó también
transformarlos de acuerdo con el modelo de su Iglesia ginebrina. Exigía que se
renunciase al «nicomedismo». No se debía participar
en las costumbres impías, y antes que ello, se debía huir a Ginebra. Más tarde
exigió: primero, congregación antes de la celebración de la cena; segundo,
elección de un predicador; luego, pequeñas reuniones para orar e instruirse;
más tarde, introducción de la disciplina eclesiástica según el modelo de
Ginebra; y sólo entonces, la cena. Es decir: primero, la Iglesia, y sólo
entonces, y en ella, los sacramentos. Entre ellos está también el bautismo,
aunque Calvino aceptaba, en principio, el bautismo católico. Sobre esta base se
formó en París, en 1555, la primera «Iglesia», a la que siguieron otras muchas
en los años posteriores. Durante los siete años siguientes Calvino envió a Francia
87 pastores. A pesar de estar controlados y vigilados desde Ginebra, surgieron,
sin embargo, numerosas desviaciones, que hicieron aparecer como urgente, a los
ojos de la creciente autoconciencía de los
reformadores, una cierta fusión. Pronto tuvieron entre sus miembros, o al menos
entre sus protectores, a personajes de la casa real: Antonio de Borbón, rey
titular de Navarra; su hermano, el príncipe Luis de Condé;
así como los hermanos Coligny, el almirante Gaspar,
el general Francisco de Andelot y el cardenal Odet, que había recibido la púrpura a los diez años, y a
los once el arzobispado de Toulouse; y, además, numerosas damas pertenecientes
a la nobleza e incluso a la alta aristocracia. Los protestantes habían
adquirido conciencia de su poder. Ya había ocurrido a veces que, al ser
descubiertas sus reuniones en París, habían conseguido abrirse paso con las
armas en las manos. No temían la publicidad, y en mayo de 1559 se reunieron en
París para celebrar un sínodo nacional, cuyo objetivo era crear y presentar al
rey un credo nacional-francés para sus 400.000 miembros. Esta Confessio gallicana tenía, ciertamente, como modelo una redacción de Calvino, pero admitía, sin
embargo, una revelación natural de Dios y limitaba el papel del Espíritu Santo
a atestiguar la Escritura inspirada. Junto a ello se instituía una ordenación
eclesiástica que, aun siendo totalmente calvinista, regulaba también la
aplicación de la excomunión. En las disposiciones sobre el matrimonio se
hablaba ya de los problemas del matrimonio mixto. Pero lo más importante para
toda la Iglesia reformada fueron los artículos que rechazaban toda forma de
dirección central por una Iglesia local o por un sínodo permanente.
Estos
dos escritos crearon la verdadera Iglesia hugonota. Con el nombre de hugonotes
se designa desde ahora a los protestantes franceses, sin duda por su
vinculación con Ginebra, donde el antiguo partido de la independencia era
llamado los «confederados».
Mas los
hugonotes no eran sólo una Iglesia; ahora se convirtieron también en un partido
político, que luchaba por conquistar el poder. Es cierto que su Confessio se
había referido todavía a la obediencia debida incluso a una autoridad no
creyente. Cuando el poder de la corona decayó, durante la minoría de edad de
Francisco II (1559-60), y se dudaba de que fuese legítima la regencia, que se
encontraba en manos de los Guisa —el duque Francisco y su hermano Carlos,
«cardenal de Lorena»—, a la oposición política del príncipe Condé le resultó fácil convertir, en parte con la aprobación de Lutero, las energías
religiosas de los hugonotes en aliados suyos. Mas la
conjuración de Amboise, que había de provocar la caída de los Guisa, fracasó.
En este crítico momento la reina madre, Catalina de Médici,
se hizo cargo por sí misma de los asuntos. Por consejo de su canciller
consintió a los hugonotes el ejercicio privado de su religión. Con ello quedaba
suprimida en principio en Francia la ilegitimidad de los calvinistas. En el sur
del país los hugonotes llegaron incluso a ocupar iglesias católicas, en las que
se siguió celebrando el culto públicamente. Catalina suspendió la persecución
legal contra los protestantes y llamó a Antonio de Navarra para que participara
en el gobierno. En vano el duque de Guisa, el condestable Montmorency y el mariscal
de San Andrés formaron un triunvirato para defender el catolicismo. La reina
madre hizo que en el monasterio de Poissy se
celebrase, en septiembre de 1561, un coloquio religioso, en el que
participaron, por parte calvinista, el hábil Teodoro de Beza,
y por parte católica, el cardenal de Lorena y el general de los jesuítas, Laínez. El coloquio fracasó, sobre todo a causa
del problema de la eucaristía. Una propuesta de unirse, sobre la base de la
Confesión de Augsburgo y de la Confesión de Württenberg de 1557, no tuvo éxito. Laínez recordó que sólo el Concilio de Trento estaba
capacitado para resolver tales problemas. Catalina jugó entonces la carta
protestante, antiespañola. Una vez que Coligny le
hubo prometido que, si consentía los templos calvinistas, tendría la ayuda de
2.150 iglesias, Catalina hizo publicar en enero de 1562 el Edicto de San
Germán. Este concedía a los hugonotes la organización del consistorium,
libre ejercicio de la religión fuera de las ciudades, culto privado en las
ciudades, celebración de sínodos y reconocimiento de los pastores.
La
innovación religiosa se introdujo rápidamente en los Países Bajos, que habían
pasado finalmente a la casa de los Habsburgo, por intermedio de la esposa de
Maximiliano I. Los agustinos, dos de los cuales fueron ejecutados en Bruselas
ya en 1523, llevaron ideas luteranas a aquellas tierras. También el
príncipe-obispo de Lieja se vio obligado a publicar edictos contra los
luteranos en 1520 y 1521. La quema de los libros de Lutero, de acuerdo con el
Edicto de Worms, no había podido impedir la
propagación de la nueva doctrina, de tal manera que, en 1529, Carlos V se creyó
obligado a amenazar con la pena de muerte a los herejes y a los que poseyeran
libros prohibidos. Es cierto que el Edicto no siempre fue aplicado con
severidad; con todo, un gran número de herejes —la mayoría de los cuales fueron
levantiscos anabaptistas, peligrosos desde el punto de vista político— sufrió
la pena de muerte. Los sucesos de Münster hicieron
que en 1535 se reavivasen las leyes persecutorias. Por lo demás, parece que,
excepto los anabaptistas, sólo consiguieron formarse pequeños círculos de
partidarios de la nueva fe en las ciudades y en los territorios más
industrializados, círculos compuestos de clérigos, comerciantes y artesanos,
pero a los cuales aportaron su simpatía grupos mucho mayores, sobre todo por
motivos patrióticos. Acaso así se explique el por qué las autoridades
eclesiásticas fueron en general más benignas que las civiles.
El
calvinismo se introdujo en los Países Bajos después de 1540, en una época de
cierta suavización de la política religiosa imperial —entonces se estaban
celebrando, en efecto, los coloquios religiosos en el Imperio—. Calvino, que,
por parte de madre, se sentía a sí mismo belga, hizo graves reproches a los
partidarios de la nueva fe, a causa de su actitud pacífica, los tildó de nicodemitas y les envió un predicador, que había de poner
las bases de la futura Iglesia. Tal predicador fue quemado en 1545. Pero ahora
los holandeses viajaron en número cada vez mayor a Ginebra, para instruirse y
formarse. Pronto surgieron comunidades populosas y combativas organizadas según
el modelo de Ginebra. Todavía intentaban permanecer ocultos, pero exigían a sus
miembros, antes de ser admitidos en la nueva Iglesia, que abjurasen
solemnemente del papa y de la Iglesia romana. Una Confessio Bélgica, redactada en
1561 según el modelo de la francesa, fue aprobada por Calvino y aceptada por el
primer sínodo, celebrado en Emden en 1571.
Al
éxito de la Reforma protestante contribuyó decisivamente el hecho de que
aquélla coincidió ahora con una oposición política muy extendida. En 1555
Carlos V había dejado los Países Bajos a su hijo Felipe II, que sería luego rey
de España. Este, que era un campeón del predominio español en Europa y defendía
un absolutismo decidido de la corona frente al pueblo y la Iglesia, estaba
impregnado, lo mismo que su padre, de la conciencia de su deber de soberano de
proteger a la Iglesia católica y mantener por todos los medios la unidad de la fe
en su reino. Los incidentes que al comienzo de su reinado tuvo Felipe II
especialmente con el papa Pablo IV no produjeron ningún cambio en esto. No es
extraño que un soberano tan poderoso, que poseía también extensos territorios
en Italia, ejerciese en ocasiones un influjo inmenso sobre la política del
pontificado, aun cuando sus grandes acciones políticas encaminadas a mantener y
restablecer la Iglesia católica en Francia y en Inglaterra fracasaron
totalmente o al menos en parte. En los Países Bajos le enajenaban los
sentimientos del pueblo no sólo su carácter desconfiado y retraído. En efecto,
a partir de 1559, y durante todo el largo período de su reinado, Felipe no
volvió a ver las provincias septentrionales de su imperio, dejó mano libre a la
Inquisición y volvió a llevar severamente a la práctica los edictos religiosos
de su padre. Después de la paz concertada con Francia en 1559, y para proteger
mejor al país contra el calvinismo, que se infiltraba desde el sur, trabajó por
conseguir del papa una nueva distribución de las diócesis. Pablo IV consintió
en 1559 que se establecieran 18 obispados, agrupados bajo tres arzobispados, en
lugar de las cuatro diócesis existentes hasta entonces. Al igual que con la
reorganización eclesiástica que había llevado a cabo en España, también en los
Países Bajos aspiraba Felipe II a eliminar toda jurisdicción eclesiástica de
obispos extraños del país y a conseguir una mejor atención de la cura de almas,
independientemente de las regiones desarrolladas económica y políticamente. El
rey obtuvo el derecho de presentación de todos los obispados, a los que fueron
incorporados numerosos monasterios; contra la encomendación creada de este modo se rebelaron sobre todo las abadías radicadas en Brabante.
Los primeros obispos de las nuevas diócesis eran personas de confianza del rey;
así, el inquisidor general, Sonnius, prolífico
teólogo controversista, fue nombrado primer obispo de s’Hertogenbosch.
Esta nueva organización eclesiástica suscitó un amplio malestar. Se la veía en
la misma línea que el notable desdén por los privilegios históricos de los
Países Bajos, la presunta o real explotación del país y la preferencia dada a
los españoles al conferir los altos cargos. Al frente de la oposición política
se encontraban los gobernadores de provincias, el conde Egmont y el príncipe
Guillermo de Nassau-Orange, quien simpatizaba con el luteranismo, así como el
almirante conde Horn. Estos pidieron que se
respetasen los derechos de las provincias y se opusieron a la proyectada
introducción de la Inquisición española. Finalmente, en 1564, la gobernadora
general, Margarita de Parma, medio hermana de Felipe II, tuvo que sacrificar a
su inteligente consejero, el cardenal Granvela. Entre
la baja nobleza se formó una liga, la cual se propuso como objetivo luchar por
los derechos de los Estados. Pero sus jefes, calvinistas muy enérgicos,
lucharon contra los edictos religiosos y en favor de la libertad religiosa. El
hecho de que, en una demostración ante la gobernadora general se presentasen
cubiertos de pobres vestidos, hizo que se les diese el sobrenombre de
«mendigos» o «pordioseros». Los diversos grupos de partidarios de la nueva fe
se reunieron entre sí, y muy pronto adoptaron una actitud muy radical, bajo la
influencia de los incendiarios sermones de numerosos predicadores llegados de
Ginebra, Francia y Alemania; también intervinieron en esto las aspiraciones
sociales de ciudadanos y obreros insatisfechos. En agosto de 1556 estalló en
todo el país una terrible revolución, preparada sin duda, con destrucción de
imágenes, iglesias y monasterios. Especialmente las ciudades de Amberes y Amsterdam fueron duramente afectadas. En muchas villas el
culto católico dejó de existir. Mas el gobierno pudo reducir la revuelta, y
muchos de los partidarios de la nueva fe abandonaron las filas de los
Pordioseros, bajo la horrible impresión que les produjeron aquellas vandálicas
destrucciones. Guillermo de Orange, que era el más comprometido, se refugió en
su patria alemana, Nassau-Dillenburg, donde se pasó
oficialmente al luteranismo.
También
en Hungría y en Transilvania el calvinismo consiguió hacer retroceder en pocos
años al luteranismo, que había penetrado ya tempranamente, y formar algunas
Iglesias. Sólo los alemanes de Transilvania permanecieron fieles al luteranismo
y formaron en 1545 una Iglesia territorial, sobre la base de la Confesión de
Augsburgo. La hora triunfal del calvinismo en la misma Alemania había de llegar
más tarde, después de la muerte de Calvino.
AGRAVACION DE LAS CIRCUNSTANCIAS EN EL
IMPERIO
La
situación en Alemania se encuentra caracterizada por la progresiva formación de
bloques militares de ambos grupos religiosos y por una serie de intentos de
llegar, por medio de coloquios religiosos, a una unión amigable.
Independientemente de esto, la posición de los protestantes se iba consolidando
cada vez más en el Imperio. Con los Artículos de Esmalcalda, redactados por
Lutero a instancias del príncipe elector de Sajonia, los protestantes habían
recibido una nueva base confesional, con una tendencia fuertemente
anticatólica; además, consolidaron su alianza con la admisión de nuevos
miembros, consiguieron del emperador que suspendiese otra vez, ante la nueva
amenaza por parte de los turcos, los procesos y aprovecharon la ausencia de
aquél para acrecentar, con todas sus fuerzas, el territorio sobre el que
dominaban. El príncipe elector y el duque de Sajonia se apoderaron de los
obispados sajones y los protestantizaron; el duque
católico Enrique de Brunswick-Wolfenbüttel fue
expulsado por el príncipe elector de Sajonia y el landgrave de Hessen. El conde palatino Otón-Enrique, que tenía muchas
deudas, se apoderó de los bienes de la Iglesia en el Palatinado-Neuburgo y promulgó en 1543 una ordenación eclesiástica
protestante. Al año siguiente, el príncipe elector Federico II del Palatinado
se pasó a la nueva doctrina. La Iglesia católica había perdido de este modo, no
sólo todo el norte de Alemania, desde Polonia hasta el Weser;
también en el sur se formó un bloque protestante con Württenberg,
el Palatinado y Hessen, con lo cual tres príncipes
electores se habían pasado ya a la nueva doctrina. Si los protestantes
conseguían ganar para su causa a otro príncipe elector más, quedaba excluido
que hubiera un emperador católico en el futuro, dada la mayoría protestante. De
hecho, también el arzobispo de Colonia, Armando de Wied,
se puso al habla con Bucer en Estrasburgo; le hizo ir
a Bonn y predicar en esta ciudad, y elaborar, en unión de Melanchton,
una ordenación protestante. Pero la resistencia del cabildo catedralicio, de la
universidad y del Consejo de Colonia impidió que se realizasen tales planes, de
igual modo que, también en Munster, el plan del
obispo, Francisco de Waldeck, de transformar sus
obispados de Minden, Münster y Osnabrück en un principado protestante secular fue
impedido por el cabildo catedralicio. En Colonia se manifestaron ya los
primeros éxitos de una reacción católica positiva y constructiva.
Así,
pues, la separación de la Iglesia romana era un hecho consumado, debido a la
entrega existencial de Lutero y de Calvino, a la predicación de sus numerosos e
importantes discípulos y amigos, y a la pasión de los anabaptistas. Mas, por
muy dolorosa que deba parecemos la pérdida de la unidad de todos los
cristianos, la Reforma protestante no puede ser vista de un modo exclusivamente
negativo. Manifestó mucha energía constructiva, creó comunidades que, por
hallarse sometidas a la palabra divina, provocaron una notable energía de
confesores. No todos sus miembros eran cristianos perfectos. Lutero no se cansa
de predicar contra el vicio de la bebida; la destrucción de las imágenes en
muchas poblaciones pone de manifiesto una horrible barbarie cultural, y los
protocolos de visita de la Iglesia luterana no revelan, ni en el pueblo ni en
el clero, una mejoría con respecto a los anteriores defectos católicos. Pero la
tenacidad de los calvinistas en las cárceles francesas, a los que Calvino
escribió cartas llenas de compasión humana, pero impregnadas también de aliento
y de esperanza cristiana, la paciencia de los anabaptistas, la respetuosa
fidelidad a la palabra de la Biblia, el cultivo de una vida interior íntima,
que recuerda a la mística, revelan que la Reforma protestante fue desencadenada
también, desde luego, por factores políticos, y apoyada de forma enérgica, y a
veces decisiva, por ellos, pero que constituyó, a pesar de todo, un movimiento
que nacía de dentro. En ella encontraron satisfacción antiguos anhelos a los
que la Iglesia apenas había prestado atención en aquel siglo: el deseo de una
experiencia y una vinculación religiosas personales, frente a la sobreacentuación de la institución y el sacramento; de una
palabra viva y directa de la Biblia, frente a tanta especulación teológica, que
se había vuelto impersonal; de una interpretación de la palabra divina
utilizable para la vida diaria; de un culto inteligible; de una comunidad
fraterna, frente a un clericalismo que en ocasiones era demasiado soberbio. Por
ello, las traducciones de la Biblia al idioma materno y una liturgia
comprensible —así, la misa alemana de Lutero para el sentir de los alemanes, y
la liturgia sin imágenes de los templos calvinistas, para el claro pensamiento
francés— poseían una fuerza realmente sugestiva sobre las masas. El miedo de la
antigua Iglesia a que se abusase de la palabra divina y se la falsease, miedo
que precisamente ahora impedía las traducciones de la Biblia a la lengua del
pueblo, pareció un intento de substraer al pueblo la palabra íntegra de Dios,
contra lo cual aquél exigió impetuosamente sus derechos.
RESPUESTA Y DEFENSA. LAS NUEVAS FUERZAS Y
EL CONCILIO DE TRENTO
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