Cristo Raul.org |
CAPITULO XIILA
CULTURA CRISTIANA EN OCCIDENTE
Los
siglos que transcurren entre Gregorio Magno y Gregorio VII constituyen un
conjunto específico en la historia de las ideas y de la literatura de Europa.
Se asiste a la extinción definitiva de la ininterrumpida corriente de
pensamiento y de enseñanza que había nacido en Grecia mil años antes y a los
primeros balbuceos del espíritu de renovación que iba a desarrollarse en la
civilización europea de la Edad Media. Con el distanciamiento, el mundo
antiguo comenzó a adquirir los caracteres de una edad de
oro. Hasta este momento, los autores cristianos, o se habían mantenido apartados de la literatura
pagana o, de diversas maneras y en diversos grados, habían tenido unas
relaciones ambivalentes —mezcla de aversión y entusiasmo— con la cultura
clásica que, de una u otra forma, habían inspirado a hombres como Jerónimo,
Agustín y Gregorio Magno. Quizá fuese natural sentir aversión hacia una
literatura que constituía el principal atractivo del estilo de vida que podía
presentarse como rival del cristianismo y que estaba impregnado de naturalismo
y laxismo moral. Quizá fuese también natural rebajar los méritos cuando todavía
podía gozarse parasitariamente de los encantos, con que esta cultura había
adornado la vida humana. Pero cuando el cristianismo se quedó solo para librar
en Occidente las batallas de la civilización bajo un cielo gris y en una tierra
inhóspita, los hombres miraron con otros ojos la civilización del pasado. Desde
el año 600 al 1050, la historia cultural de Europa occidental consiste en una
serie de intentos, alejados unos de otros en el tiempo y en el espacio, de
resucitar las glorias del pasado asimilando e imitando la producción
intelectual y literaria de la Antigüedad. No hay nada tan extraño en la
historia de la literatura como esas tentativas —hechas primero en Irlanda,
luego en Northumbria, Wessex, Turena,
Baviera— de copiar exactamente las expresiones, la prosodia y el vocabulario
de la literatura latina antigua cuando las condiciones históricas habían
experimentado un cambio tan profundo desde la época de Virgilio o Juvenal. Las
obras maestras de la literatura resultantes de esos intentos son similares a
esas flores o frutos exóticos que brotan en la rama injertada del árbol
silvestre, que, según la expresión de Virgilio, se maravilla de su follaje
extraordinario y de su fruto singular. Los que provocaron tal renacimiento
adoptaron respecto a la literatura antigua una actitud muy diferente a la de un
Jerónimo o un Agustín. Para los autores de la Edad Media, los antiguos eran un
portento; todo el saber procedía de ellos; eran modelos inigualables. Toda la
aspiración de la época se cifraba en imitarlos o reproducirlos. En realidad,
Alcuino llegó a más: para él las artes liberales no eran obra del hombre sino
de Dios, que, al crearlas, las puso en la naturaleza para que el hombre las
descubriese y perfeccionase. Los antiguos habían contribuido a ese
perfeccionamiento; los cristianos debían ser sus émulos con un entusiasmo y un
éxito mayores aún. En un conocido texto enumera Alcuino los deberes del
humanismo cristiano. En la mañana de su vida había esparcido la semilla en Gran
Bretaña; en el ocaso seguía sembrando en Francia. Su único deseo era edificar
allí una nueva Atenas o, mejor, una Atenas más grande que la antigua, pues ésta
sólo conocía las siete artes, en tanto que la nueva poseía además los siete
dones del Espíritu Santo. Esta actitud de respeto hacia las letras
y el saber caracteriza a los autores de esta época durante la cual la
instrucción y la actividad literaria —la capacidad de leer y escribir, como
casi se ha llegado a decir— eran dominio reservado a los hombres de Iglesia,
monjes o clérigos. Estos, según sus propias palabras, despojaron a los
egipcios: emplearon la técnica y la forma literaria de Virgilio o de Cicerón
para revestir la expresión de su fe y de su piedad. Por eso la historia de la
literatura de esta época forma parte de la historia de la Iglesia. Durante los
siglos precedentes, los autores cristianos se limitaron a participar en la
actividad literaria del Imperio decadente. En adelante correspondía a la
Iglesia seguir las huellas de los antiguos, inspirar y controlar todas las
formas literarias.
Parecía
natural que el centro de la vida nueva estuviese en Italia y en el sur de la
Galia. Pero no fue así. La actividad literaria empezó a brillar súbitamente en
el extremo occidental, en España. Partiendo de ella recorrió un gran arco de
círculo por la periferia del mundo cristiano, Irlanda, Northumbria, Wessex y
Alemania, hasta que las llamas que venían de todas partes brillaron con
especial resplandor en el centro del Imperio de Carlomagno.
La época
brillante pero breve de la España visigoda se abrió con la conversión del rey
Recaredo en el 589 y se terminó con la invasión sarracena del 711. Isidoro
(565-636), arzobispo de Sevilla desde el 599 hasta su muerte, es la figura más
antigua e indudablemente la más importante desde el punto de vista histórico.
Sin duda es uno de los «fundadores de la Edad Media». Casi todas sus obras
vienen a ser satélites de su inmensa enciclopedia, conocida con el nombre de Etimologías, que abarca la historia, la medicina, el derecho, la teología, la arquitectura,
la agricultura, el arte de navegar e incluso las artes domésticas. En todos
estos dominios, Isidoro, con una sencillez impersonal y un gran sentido de los
valores religiosos y morales, asimila y despliega las riquezas acumuladas en el
pasado. Es el último de una larga estirpe de enciclopedistas que procede de
Alejandría por un lado y de Varrón por el otro. Verdadera mina de tesoros, su
obra iba a ser estudiada, saqueada y plagiada por innumerables autores durante
el siglo viii. Por su cultura
teológica y bíblica, Isidoro mereció un lugar en el paraíso de Dante, al lado
de Beda y de Ricardo de san Víctor. Su hermano Leandro, arzobispo de Sevilla
también, y su amigo Braulio de Zaragoza son figuras ilustres, aunque menos
conocidas. A Julián de Toledo (f. 690) se debe otra obra clásica de la Edad
Media: su Prognosticon fue durante siglos el locus classicus para el
tema sobre el destino del alma después de la muerte. En la generación
siguiente figuran Eugenio e Ildefonso de Toledo, Beato, que comentó el
Apocalipsis, y Valero, a quien se debe la conservación de la Peregrinatio
Aetheriae (Diario del viaje de Eteria a los santos lugares). La catástrofe
imprevisible del 711 acabó bruscamente con este movimiento, que fue quizá el
principal factor del desarrollo de Europa. Sea lo que fuere, cuando en el
reinado de Sisebuto fueron expulsados los judíos o forzados a convertirse y
cuando se dejó sentir el influjo oriental de Grecia y de Siria, pudo
presagiarse el futuro destino de la Península Ibérica. Sin embargo, España
influyó poderosamente en la literatura y la cultura irlandesas; así, la
liturgia mozárabe y, quizá, las Hisperica Pamina llegaron desde el
Finisterre hasta Bantry Bay.
En Irlanda,
la gran época de los santos y artistas primitivos precedió a la de los
emigrantes. San Columba y san Columbano, muertos, aquél en lona (597) y éste en
Bobbio (615), se sitúan fuera del período que estudiamos. Su desaparición
señala el fin de la primera ola de emigrantes. Irlanda aportó su contribución a
la literatura latina medieval con los escritos de Adamnano y los poemas de
Sedulio. Pero mereció el título de madre del saber por el papel que
desempeñaron los monjes irlandeses inspirando a los intelectuales que venían
de Gran Bretaña y, sobre todo, difundiendo extensamente los manuscritos y el
amor al estudio desde las Hébridas hasta Ratisbona y Bobbio. Si a veces se ha
exagerado la profundidad y extensión de su erudición clásica —fuera de los glosarios
y de los libros de proverbios no poseemos ningún testimonio seguro de que los
irlandeses conocieran el griego—, su afición a la poesía latina fue grande, y
el influjo que ejercieron en la producción y difusión de los textos latinos
clásicos fue también profundo. Sin embargo, aunque la Gran Bretaña del norte y
algunos monasterios del sudoeste pudieron recibir la cultura irlandesa, el
auge del primer grupo literario anglosajón se debió al influjo del continente.
Benito Biscop de Northumbria, que introdujo
libros y usos romanos y galos, y Teodoro, el arzobispo siciliano que llevó a Canterbury los
modelos de la educación griega, fundaron las primeras escuelas de Northumbria y del Wessex. En
aquélla, los monjes de Jarrow-Wearmouth, estrechamente vinculados a los
clérigos celtas de Lindisfarne, crearon tradiciones literarias y artísticas de
primera calidad. En Wessex, Adelelmo de Malmesbury fue el principal maestro de aquellos que
propagaron el amor a las letras y extendieron una sólida formación literaria
por Inglaterra meridional. La personalidad más destacada de esta época fue Beda
el Venerable, el monje de Jarrow. Famoso entre sus contemporáneos por sus
escritos sobre el calendario, Beda es original porque en sus comentarios
bíblicos prefería la interpretación literal a la alegórica. En los últimos
años de su vida escribió su Historia eclesiástica; esta obra constituye
una excepción en su época por la forma en que utiliza los documentos y critica
las fuentes, por sus cualidades de narrador de talento, por su latín puro y
exento de retórica. Su obra es la de más valor histórico entre
todas las escritas en Occidente desde la edad de plata de la literatura latina
hasta el renacimiento italiano. Aunque escritas al margen del mundo por un
monje que nunca se alejó de su monasterio, sus obras se propagaron rápidamente.
Beda tuvo discípulos, entre los que sobresale Egberto, más tarde arzobispo de
York y fundador de una escuela en esta ciudad. En el círculo inmediato de
Egberto puede comprobarse una pureza en la lengua latina y un sentido histórico
que recuerdan al maestro. En realidad, el estilo latino anglosajón de este
período se caracterizó por su ausencia de artificio y de pretensiones, exceptuando
a Adelelmo. En la generación siguiente, las cartas de Bonifacio y las de sus
compañeros y corresponsales manifiestan la misma fusión de claridad en la
expresión y de sinceridad.
Todos
estos autores no constituyeron, sin embargo, la generación que iba a conducir
al renacimiento carolingio. Entre los alumnos de Egberto en York estaba Alcuino
(735-804), que fue maestro de las escuelas de la ciudad y responsable de la
biblioteca, que describió con detalle y entusiasmo. Al volver de Roma en el
781, Alcuino se encontró con Carlomagno en Parma y aceptó la dirección de la escuela
palatina de Aquisgrán. Aunque su educación había sido deficiente, Carlomagno
tenía una idea elevada de la cultura y el firme propósito de lograr una
renovación de la misma. Alcuino dirigió durante ocho años este movimiento y fue
el «primer ministro de Instrucción Pública», como se le ha llamado, o, más
exactamente, el «primer ministro intelectual de Carlomagno».
Cuando, después de una larga estancia en Inglaterra, regresó definitivamente a
la Galia para ser el abad titular de Tours, fue el alma verdadera, si no
oficial, del renacimiento carolingio; recibió constantemente el apoyo y
estímulo de la asidua correspondencia que mantuvo con el «ilustre bárbaro».
Es
exacto llamar a Alcuino «primer ministro intelectual», pues su actividad e
influencia rebasaron el campo de la enseñanza y fueron mucho más directas y
específicas que las de un maestro teórico o literario. Así se le encargó fijar
la ortografía oficial. Como responsable de los scriptoria imperiales
y monásticos propagó el uso de la escritura elegante y clara conocida con el
nombre de minúscula carolingia. En otro terreno, Carlomagno le confió la tarea
de publicar una edición renovada y oficial de la Biblia en la versión aceptada
y otra de los principales libros litúrgicos. Esta misión implicaba
necesariamente la reforma del canto gracias a los primeros graduales y
antifonarios romanos, así como la introducción en el rito romano de algunos
elementos galicanos. Al frente de la escuela palatina, y después como abad de Tours, pudo
formar discípulos excelentes, a los que enviaba luego para difundir su modelo y
su técnica de enseñanza. En fin, el emperador se apoyaba en Alcuino siempre que
se sentía obligado
a defender algún punto de la doctrina ortodoxa. Cuando los adopcionistas de
España, los iconódulos de Oriente o los adversarios bizantinos del filioque provocaban el descontento de Carlomagno, eran censurados de acuerdo con el
parecer de Alcuino y a menudo por su pluma. Nos es lícito pensar que en la
cuestión de los iconódulos y en la del filioque Alcuino no tuvo
demasiado acierto y sí alguna malicia. Con los adopcionistas se mostró
intolerante. Sin embargo, quizá no se le ha reconocido todo su mérito como
teólogo. Sus escritos manifiestan que conocía muy bien los Padres y los
concilios, y que escogía con habilidad los textos que apoyaban sus ideas.
Alcuino no era un gran historiador, como Beda, ni un pensador eminente. Pero
fue un propagandista infatigable y entusiasta de las letras y de las artes
sagradas y profanas en una época y en unas circunstancias históricas que eran
particularmente decisivas y propicias. Debemos considerarlo como uno de los
hombres que más han contribuido a la civilización europea. Rara vez, por no
decir nunca, ha habido un hombre que, como él, fuera capaz de tener en sus
manos todos los hilos de una cultura y de trasladarlos de un telar a otro. Más
que ningún otro, Alcuino es el padre no sólo de las letras y de la cultura
francesa de la Edad Media, sino también de todo lo que se ha derivado de ella.
El
objetivo principal de Carlomagno era establecer una enseñanza para los
clérigos, que iban a encargarse de la administración del Imperio. Las
capitulares y los concilios mencionan a cada paso dos clases de escuelas: la
episcopal, en las ciudades con catedral, y la monástica —abierta también a
algunos externos—, en los monasterios. En un nivel inferior existía la
enseñanza impartida libremente por los curas de parroquia a los niños que les
confiaban las familias. En cuanto al contenido de la enseñanza, Alcuino resumió
en un tratado la tradición de las escuelas y de los eruditos del Bajo Imperio
Romano. Este tratado es un jalón, no una innovación. En el Imperio Romano, la
enseñanza secundaria e incluso la superior había sido casi en su totalidad
literaria y retórica. Difícilmente puede supervalorarse la influencia que la
formación retórica ejerció en la literatura latina y más tarde en el estilo del
latín medieval antes de la Escolástica. Desde la época de Persio y Juvenal, que iban
a ser los modelos estilísticos de la declamación moral, hasta Bernardo e
Hildeberto, la retórica ejerció su influjo en todas las obras literarias en
verso o en prosa. Sin embargo, hacía tiempo que había desaparecido la idea de
que la enseñanza debía preparar para la vida pública y formar para la
elocuencia forense. En esta época, la enseñanza tenía como finalidad utilizar
la cultura pasada para comprender y comentar la Escritura y las obras
patrísticas. El programa de estudios se heredó de Roma: las siete artes liberales
(que al principio fueron nueve), gramática, lógica, retórica, geometría,
aritmética, astronomía y música; las tres primeras formaban el trivium, y las
otras cuatro, el quadrivium; pero éstas se habían suprimido del programa
varios siglos antes. En el sistema de Alcuino sólo se explicaban la gramática y
la retórica. Las otras materias —cuando se estudiaban— eran tratadas desde el
punto de vista literario o como un simple ejercicio de memoria.
El
objetivo —y el éxito— de Carlomagno y de Alcuino fue, por tanto, formar un
clero instruido que supiera leer y escribir. Treinta años después de la muerte
del emperador se pudo comprobar que los cimientos puestos eran realmente
sólidos. Para la historia de la cultura europea, la realización más importante
de esta primera etapa fue la invención de una técnica de caligrafía y de
reproducción exacta. Aunque el renacimiento carolingio no hubiese hecho más que
explotar esta habilidad técnica, ya con eso habría señalado una etapa. Pero en
realidad logró más. Dio una generación de eclesiásticos que conocían bien las
obras literarias subsistentes en la Iglesia occidental, y formó literariamente
a algunos laicos.
La obra
de Alcuino prueba que Carlomagno acogió o invitó a hombres de talento. Los
buscaba dondequiera que se encontrasen. Los dos miembros de la «academia» de
Aquisgrán que seguían a Alcuino en importancia procedían también del
extranjero. Pablo el Diácono era lombardo, se hizo monje en Montecassino y
escribió un célebre comentario de la Regla de san Benito, una historia de los
lombardos y una vida de Gregorio Magno. Reunió además una colección de
extractos de sermones de los Padres muy leída durante toda la Edad Media;
compuso también uno de los más famosos himnos latinos, el Ut queant taxis en honor de san Juan Bautista. El otro fue Teodulfo de Orleáns, visigodo
expulsado de España, hombre de aficiones múltiples y de refinada cultura literaria
y artística. Favorecido por Carlomagno, que le dio el obispado cuyo nombre
adoptó, estuvo encargado de misiones diplomáticas y de controversias ideológicas.
Colaboró con Alcuino en los Libros carolingios; escribió también un
himno famoso, Gloria, laus et honor, incorporado luego a la liturgia del
Domingo de Ramos.
La
siguiente generación estuvo constituida en su totalidad por quienes, directa o
indirectamente, habían sido discípulos o amigos de Alcuino. En la abadía
alemana de Fulda, Rabano
Mauro, discípulo inmediato de Alcuino, mereció el título de «maestrescuela de
Alemania»; él enseñó las letras a Servato Lupo, monje de Ferriéres. Reichenau, junto al
lago Constanza (Alemania), sirvió de refugio monástico al poeta y autor de
cartas Walafrido Estrabón. Así, pues, Rabano Mauro, enciclopedista y teólogo;
Lupo, que no cesó de adquirir libros y copiar manuscritos; Walafrido, que
describió detalladamente las plantas del jardín de su monasterio, y Eginardo,
biógrafo de Carlomagno, constituyen las figuras más relevantes de la segunda
generación. Todos, cada uno a su modo, fueron humanistas enamorados de la
poesía antigua. En otro campo, pero llevando también la marca de la cultura
carolingia, hubo hombres como Hincmaro, el infatigable controversista, y el
grupo de autores anónimos que escribieron las Falsas Decretales y las Falsas
Capitulares.
Durante
estos últimos años se ha escrito mucho para impugnar o para probar el valor
del renacimiento carolingio. ¿Qué es exactamente lo que renació? ¿Qué fue lo
verdaderamente admirable o duradero en este renacimiento? Se ha dicho que la
época de los eruditos carolingios no tuvo ninguna originalidad; que no fue más
que una versión, mejorada técnicamente, de la cultura precedente; que se
limitó a algunos géneros literarios sin hondura teológica ni filosófica; que
después de ella Europa siguió en una oscuridad igual a la de antes, si no más
profunda. Admitimos que el renacimiento carolingio no produjo obras literarias
de envergadura ni un pensamiento original y que el reinado de Carlomagno no
inaugura una era nueva de vida intelectual. El renacimiento carolingio se
realizó en un nivel inferior: el de la gramática y la redacción latinas, que
constituían el método, el sistema y la base de la instrucción. Pero en ese
nivel y en ese terreno el influjo del renacimiento carolingio fue duradero.
Imprimió al método, a la estructura y al sistema de instrucción un movimiento
que iba a continuar durante más de tres siglos.
El
renacimiento carolingio debe más a Carlomagno que el siglo de Pericles o la
época de los Médicis a aquellos que les dieron nombre. Sin la actuación directa
y reflexiva del monarca nunca hubiera existido un renacimiento. Es cierto que,
en el sentido técnico de la palabra, Carlomagno no era instruido; pero admiraba
la cultura y presentía que era necesaria para una Iglesia que tenía que
suministrarle consejeros, legisladores y gran número de los funcionarios de su
Imperio. Por este motivo publicó las famosas Capitulares; que establecieron,
al menos en teoría, un sistema de instrucción a nivel de la parroquia, del
monasterio y de la catedral. Por eso instituyó también una escuela palatina y
formó un grupo de eruditos célebres llegados de más allá de los Alpes, el canal
de la Mancha y los Pirineos, tales como Alcuino, Pablo Diácono y Teodulfo.
Estos hombres, así como otros invitados o atraídos por el emperador, formaron
una asamblea, que fue también academia y especie de comité de tipo americano,
destinada a aconsejar a su señor en todos los problemas de política teológica o
escolar.
Todos
estos rasgos señalan la diferencia entre el renacimiento carolingio y los demás
renacimientos culturales surgidos antes del siglo XI. Al principio, bajo el
influjo de las ideas y de la propaganda de Alcuino, la creación literaria
fundada en el estudio y la imitación de los antiguos se consideró como una
actividad deseable y digna de elogio. La cultura cristiana tenía que igualar a
todo lo precedente e incluso sobrepasarlo gracias a la luz de la fe. En manos
del monje, la pluma era un instrumento más noble que la azada.
Esta idea de que las obras y el pensamiento del mundo grecorromano habían
logrado una calidad humana que los cristianos podían perfeccionar aún más era
nueva y rica en consecuencias. En segundo lugar se organizaron en todos los
monasterios del Imperio scriptoria; que
multiplicaban sistemáticamente las copias de autores clásicos y patrísticos
escritas en la elegante y legible «minúscula carolingia»; de este modo fue
posible proporcinar a las bibliotecas de Europa grandes colecciones de obras
maestras, que podían ser leídas e imitadas. Los manuscritos del siglo IX son
los textos completos más antiguos de muchos clásicos latinos. Es cierto que se
trata de una revolución más pequeña y más limitada; pero es comparable al
impulso que dio a las letras y a la cultura la invención de la imprenta. En
tercer lugar, las Capitulares de Carlomagno y los manuscritos redactados
en los monasterios iban a inspirar más tarde los futuros renacimientos, a los
que proporcionaron también materiales valiosos. Las controversias de la época
de Hincmaro atestiguan claramente el valor de la obra de Alcuino y sus colegas.
Como todos los demás, el renacimiento carolingio declinó a partir de la Alta
Edad Media porque carecía de apoyo de las estructuras administrativas que, en
las civilizaciones plenamente desarrolladas, sostienen a las instituciones,
incluso cuando falta la inspiración.
CAPITULO XIIILA REFORMA GREGORIANA
|