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SIGLO TERCERO . LA BATALLA CONTRA EL PAGANISMOCAPITULO XIV
EL FINAL DEL SIGLO III
La segunda mitad del siglo II es un
período de transición en todos los órdenes. En el plano político, comienza un
período de anarquía tras la dinastía de los Severos, se derrumban las antiguas
instituciones romanas y se prepara un nuevo tipo de régimen. La civilización
greco-romana, que desde tiempos de Alejandro venía ejerciendo una supremacía
sobre una parte del mundo habitado, se ve amenazada en todas partes por fuertes
movimientos de pueblos. Los godos en el Danubio y los persas en Oriente
amenazan las fronteras del Imperio. Se despiertan autonomismos en Egipto,
África y Galia. En la Iglesia repercuten tales acontecimientos. Pero al mismo
tiempo, aumenta su prestigio. Pasa a ser la máxima fuerza espiritual del
Imperio. Está dispuesta a sustituir al antiguo paganismo y a animar la nueva
civilización que se está fraguando.
I. DE DECIO A AURELIANO
El último de los Severos, Alejandro, muere
asesinado el año 235. A partir de entonces comienza un período de desorden en
que el poder está en las manos de jefes militares, los cuales procuran mantener
la disciplina del Imperio. Varios de ellos perseguirán a los cristianos por
ver en ellos un elemento de desunión. Maximino, que sucede a Alejandro, es un
general valeroso, pero de escasa visión. Ataca a los grupos más selectos de la
sociedad romana. Entre los cristianos, ataca a los obispos. Entonces es
desterrado el papa Ponciano. Después de la breve dinastía de los gordianos,
Felipe el Árabe reanuda la política de tolerancia. Ya hemos visto que mantuvo
correspondencia con Orígenes. Incluso es posible que fuera cristiano. Durante
su reinado, se desencadena una violenta persecución contra los cristianos de
Alejandría. Pero el hecho no pasa de ser una de esas purgas locales que no
tienen nada que ver con la política imperial.
La primera persecución decretada por el
poder romano estalla con su sucesor Decio, el primero de los emperadores
ilirios. El año 250, para reforzar la unidad romana en torno a la religión, el
emperador ordena que todos los ciudadanos participen en un sacrificio general.
Es la persecución a que nos hemos referido a propósito de Cipriano. Muchos
cristianos se muestran débiles y sacrifican. Otros se procuran al menos un
certificado, libellus, con lo cual se les deja en paz. Pero los mártires son
numerosos. Tal es el caso del papa Fabián y del presbítero Hipólito (20 de
enero del 250). Dionisio de Alejandría y Cipriano de Cartago huyen para no ser
apresados. Orígenes es encarcelado y atormentado. Una carta de Dionisio de
Alejandría a Fabio de Antioquia constituye un documento capital sobre la
persecución en la primera de estas ciudades.
Valeriano va a reinar de 253 a 260. Su
reinado marcará un período de distensión para los cristianos. Pero las cosas
cambian en 257. Dionisio atribuye este cambio a la influencia sobre el
emperador de su ministro de hacienda, Macriano. Una doble razón animaba a éste
contra los cristianos. Por una parte, es un miembro importante de algunas
cofradías paganas de Egipto. Dionisio le presenta como “archisinagogarca de los
magos de Egipto”. Con ello aparece un matiz nuevo. Septimio Severo y Decio
habían perseguido a los cristianos en nombre de la religión tradicional del
Imperio. Pero con Macriano aparece un misticismo pagano animado por un odio
intenso contra el cristianismo. Macriano es contemporáneo de Porfirio, iniciado
también éste en la teúrgia y que ataca a los cristianos en una obra célebre.
Tal será poco más tarde el caso de Hierocles. Ese misticismo pagano reaparecerá
después en Juliano y será la última forma de la oposición pagana al
cristianismo.
Pero las razones ideológicas no son las
únicas. Macriano no es tan sólo mago de Egipto, sino también ministro de
hacienda. Ahora bien, en tiempos de Valeriano la situación financiera del Imperio
es gravísima. Los gastos militares son considerables. El tesoro se ve obligado
a recurrir a la inflación. La ley del metal precioso en las monedas es cada vez
más baja. Ello origina una devaluación. La autoridad impone una cotización
obligatoria. Pero hay que buscar recursos. Como ha escrito H. Grégoire,
Macriano fue “el primer hombre de estado que sacó partido del anticristianismo
para llenar el tesoro”. Ello es, por otra parte, una prueba de la importancia
adquirida por la propiedad eclesiástica, así como de la pertenencia a la
Iglesia de una aristocracia económicamente fuerte. Es notable, a este respecto,
que la persecución se fijara principalmente en los dignatarios eclesiásticos y
en los laicos de alto rango.
El año 257, aparece un primer edicto
prohibiendo el culto cristiano y las reuniones en los cementerios y obligando a
los miembros de la jerarquía a sacrificar. Una segunda medida, en 258, ordena
la ejecución inmediata de los miembros del clero que no hayan sacrificado y la
confiscación de los bienes pertenecientes a los cristianos de las clases elevadas.
Esta persecución, junto con la de Decio, fue la más sangrienta. En Egipto,
Dionisio de Alejandría fue internado en Kepho y numerosos cristianos sufrieron
martirio. Eusebio menciona otros mártires en Palestina y en Cartago. Cipriano,
apresado a raíz del primer edicto, fue ejecutado a raíz del segundo. Poseemos
las actas auténticas de su proceso. En Roma, fue martirizado Sixto II junto con
sus diáconos. En España, fue ejecutado el obispo Fructuoso de Tarragona con
dos diáconos.
En 260, Valeriano es hecho prisionero por
Shahpuhr II y ejecutado. Entonces queda como único emperador su hijo Galieno, a
quien había asociado al imperio en 253. Por su parte, los hijos de Macriano se
hacen proclamar emperadores. Pero son asesinados por el ejército, uno en Oriente
y el otro junto al Danubio. Galieno logra restaurar el orden en el Imperio y
defender las fronteras contra la presión de los bárbaros. Promulga, el año
260, un edicto de tolerancia en favor de los cristianos. El tenor de este edicto
nos es conocido por una carta de Dionisio de Alejandría, quien nos dice que
fue promulgado en Egipto el año 262. El rescripto autorizaba el culto en las
iglesias, las cuales debían ser restituidas a los cristianos. Otro rescripto
les autorizaba a entrar en posesión de los cementerios. Naturalmente, estos
rescriptos son de gran importancia. No hacen todavía del cristianismo una
religio licita, pero sí constituyen un reconocimiento de hecho. Además, se
reconoce implícitamente la propiedad eclesiástica.
La política de Galieno es continuada por
sus sucesores, Claudio (268-270) y Aureliano (270-275). Este intenta promover
el monoteísmo solar, que será la última forma del culto imperial. Pero es
tolerante frente a los cristianos. Bajo su reinado tiene lugar un episodio que
demuestra el reconocimiento de la autoridad eclesiástica por parte del Estado.
El obispo de Antioquia, Pablo de Samosata, habiendo sido destituido por la
autoridad eclesiástica, se niega a abandonar la residencia episcopal. El caso
fue sometido a Aureliano, cuando éste tomó Antioquia a la reina Zenobia. El
emperador decidió que la casa pertenecía a aquellos “que estaban en comunión
con los obispos de la doctrina cristiana en Roma y en Italia”.
Ello equivalía a reconocer una autoridad
eclesiástica legítima. Además, tenemos ahí un testimonio de que tal
legitimidad tenía como criterio la comunión con la Iglesia romana. Ningún
ejemplo muestra mejor cómo, en vísperas del siglo IV, la Iglesia constituye un
hecho que el Estado no puede ignorar. Constantino se limitará a ratificar
jurídicamente una situación ya adquirida para entonces. La sangre de los mártires
ha logrado la posibilidad de un pueblo cristiano.
2. LA IGLESIA DE ORIENTE
Al final del siglo III, la Iglesia está
sólidamente implantada en Occidente. Pero apenas si ha rebasado los medios de
las grandes ciudades, excepto en los alrededores de Roma y de Cartago. Por otra
parte, está sólo comenzando a penetrar en las esferas culturales y a expresarse
en latín. En Oriente, por el contrario, la Iglesia, que tiene ya dos siglos detrás
de sí, ha alcanzado una notable extensión. Asia, Capadocia, Siria, Palestina y
Egipto son, en gran parte, cristianos. Además, el cristianismo tiene todo un
pasado literario y teológico. Orígenes ha proporcionado un extraordinario
esplendor al pensamiento cristiano. Vemos cómo en todas las iglesias surgen
personalidades señeras. Eusebio es aquí una fuente directa sumamente preciosa.
Gracias a él podemos reconocer el ambiente cristiano de la época.
A mediados del siglo III, Alejandría
cuenta con un gran obispo, Dionisio. Sucede a Heraclas a la cabeza de la
escuela catequética, hacia 231, cuando Heraclas viene a ser obispo. A la muerte
de éste, en 248, le sucede en la sede de Alejandría, y la ocupará hasta el 264.
Ya hemos visto que escapó a la persecución de Decio, que fue detenido en
tiempos de Valeriano, que estuvo en relación con Esteban en la cuestión de la
reiteración del bautismo. Además de gran obispo, es un escritor de valía. Los
fragmentos que, gracias a Eusebio, poseemos de su obra son importantes por
varios capítulos. En primer lugar, nos permiten conocer algunas corrientes de
la época. Eusebio nos ha conservado varios fragmentos de su tratado Sobre la
naturaleza, en el que refuta a los epicúreos. Se puede relacionar esto con el
hecho de que más tarde el africano Arnobio atacará también el epicureísmo. Lo
cual deja entrever la vitalidad de dicha filosofía a fines del siglo III.
De mayor interés es un segundo tratado de
Dionisio, Sobre las promesas. Eusebio nos refiere las circunstancias que lo
provocaron. El obispo de Arsinoe, Nepote, había publicado un libro. Refutación
de los Alegoristas, en que defendía el milenarismo. Para ello se apoyaba en el
Apocalipsis. El milenarismo había sido profesado por la mayoría de los
escritores cristianos anteriores a Orígenes. Poco después de Nepote, lo
profesará Metodio de Olimpia, adversario también de Orígenes, y en el siglo IV
Apolinar de Laodicea. Podríamos preguntarnos si, en tiempos de Nepote, el auge
de las esperanzas milenaristas no estaría vinculado a la idea de una inminencia
del fin de los tiempos, suscitada por las violentas persecuciones de Decio y
Valeriano. Tal será, un poco más tarde, el caso de Comodiano, a propósito de la
persecución de Diocleciano. El Apocalipsis, escrito para los cristianos
perseguidos en tiempos de Nerón y de Domiciano, recobraba actualidad.
Dionisio, discípulo de Orígenes, no debía
de estar dispuesto personalmente a aceptar la concepción demasiado material de
las promesas escatológicas, que presentaba Nepote. Dado que éste había muerto
en el intervalo, Dionisio organiza una discusión en Arsinoe, donde examina y
refuta los argumentos de los discípulos de Nepote, los cuales se rindieron a
sus razones. En su tratado, Dionisio expuso ante todo los motivos que tenía
para refutar el milenarismo. La segunda parte es una discusión sobre la
autenticidad johánica del Apocalipsis, Eusebio nos la ha conservado. Recuerda
la discusión de Orígenes sobre la autenticidad de la Epístola a los Hebreos. Se
ve que Dionisio se formó en buena escuela. Concluye rechazando la autenticidad
johánica del libro.
La parte más importante de la obra de
Dionisio, que conocemos gracias a Eusebio, es su correspondencia. Un primer
grupo de ésta son las Cartas pascuales. Eusebio nos dice que “Dionisio compuso
cartas festivas en las que eleva el tono en fórmulas solemnes sobre la fiesta
de Pascua”. Estas Cartas tenían por objeto anunciar la fecha de la fiesta de
Pascua. Se trataba de una especie de misivas de Cuaresma. Dionisio es el
primero de quien poseemos ejemplares. La práctica continúa en Alejandría.
Poseemos Cartas pascuales de Atanasio, de Pedro de Alejandría, de Cirilo de
Alejandría.
Junto con las Cartas pascuales, han
llegado a nosotros diversos extractos de la correspondencia de Dionisio con
Roma, lo cual demuestra la relación que tiene Dionisio con su iglesia. La Carta
a Fabio es un documento histórico de primer orden sobre la persecución de
Alejandría en 248. Trata asimismo del problema de la reconciliación de los
lapsi. Viene luego una carta titulada por Eusebio Carta diaconal (diakoniké)
por Hipólito. La palabra es un “hápax” J. M. Hanssens cree que se opone a Carta
autógrafa. Querría decir que fue enviada por medio de Hipólito. Pero ¿quién es
ese Hipólito? Hanssens opina que se trata del presbítero romano adversario de
Calixto. Hipólito habría sido intermediario entre Alejandría y Roma, y ello
sería un argumento en favor de su origen egipcio. Pero tal origen es poco
probable. Parece, pues, que se trata de otro Hipólito, diácono de Alejandría,
enviado en misión a Roma. Con la cuestión de Novaciano están relacionadas una
carta dirigida a Cornelio, otras dos dirigidas a los romanos, Sobre la Paz y
Sobre la Penitencia, una carta a los confesores romanos partidarios de
Novaciano y otra a estos mismos confesores después de su sumisión. A esta
serie hay que añadir la Carta a Novaciano. Dionisio escribirá también a
Esteban, a Sixto, a Dionisio y, en fin, al presbítero romano Filemón.
El interés de la correspondencia de
Dionisio reside en que nos ofrece un eco de todos los grandes problemas de la
Iglesia en su época: persecuciones, controversias teológicas, problemas de
disciplina eclesiástica. Pero, además, expresa el afán de comunión entre las
diversas iglesias locales, y particularmente con la Iglesia de Roma. Y se nos
aparece como la expresión ordinaria de la colegialidad de la Iglesia antes del
nacimiento de los concilios ecuménicos. Por fin, esta correspondencia nos hace
descubrir en Dionisio una personalidad notable por su cultura refinada, por su
espíritu de dulzura y de paz, por la prudencia de sus intervenciones. Le vemos
desempeñar en Roma y en Antioquia un papel de mediador, que seguirá siendo una
de las tradiciones de la iglesia de Egipto en los siglos siguientes. Dionisio
murió el año 264, en el momento del concilio de Antioquia. Su última carta va
dirigida a los miembros del concilio.
Dionisio no es la única personalidad
notable que nos ofrece Alejandría en este final del siglo III. Sabemos poco
acerca de sus dos sucesores inmediatos en la sede episcopal, Máximo y Teón. Por
el contrario, tuvo en el Didascaleo eminentes sucesores. Teognosto nos es
conocido solamente por Focio, que resumió sus Hypotyposéis. Es el heredero del
pensamiento de Orígenes en sus aspectos más atrevidos, en particular lo que se
refiere al problema de la materia. Focio exalta su estilo. Pierio fue jefe de
la escuela catequética a partir del 282, en tiempos de Teonas. Eusebio alaba su
vida de pobreza y sus conocimientos filosóficos. Jerónimo menciona de él una
Homilía sobre Oseas pronunciada durante la vigilia pascual .
Junto con Alejandría, Palestina conoce
también por entonces varias personalidades eminentes. Orígenes había enseñado
en Cesárea durante la segunda parte de su vida y había fundado allí una
biblioteca. Eusebio, obispo de Cesárea cincuenta años después, tuvo acceso a
aquellos documentos y pudo estar en contacto con los herederos del pensamiento
de Orígenes. Hacia 260, el obispo de Teotecno, del cual nos dice Eusebio que
era discípulo de Orígenes. En tiempo de su sucesor Agapio, Eusebio conoció en
Cesárea a Panfilo. Este, nacido en Fenicia, había sido formado en Alejandría
por Pierio. Se trasladó luego a Cesárea, donde fue ordenado sacerdote por
Agapio. Allí abrió una escuela de teología para continuar la tradición de
Orígenes. Sobre todo, reunió una biblioteca considerable, en la que Eusebio y
luego Jerónimo encontraron los documentos que les permitieron conservarnos
numerosos textos de los primeros siglos cristianos. Obra de Pánfilo es una
Apología de Orígenes, cuyo primer tomo fue traducido por Rufino.
En Siria, la cristiandad de Laodicea
parece haber estado en contacto con Alejandría. Hacia 260, su obispo se llama
Eusebio. Eusebio de Cesárea nos dice que era originario de Alejandría. Era
diácono de esta ciudad y se había señalado en tiempos de Valeriano por su celo
en servir a los cristianos encarcelados. Llegado a Antioquia para el concilio
de 264, le pidieron los habitantes de Laodicea que fuera obispo suyo, tras la
muerte de Sócrates. Su sucesor, Anatolio, era también de origen alejandrino.
Había conseguido en Alejandría una gran reputación por su competencia en todas
las ciencias profanas: aritmética, geometría, astronomía, física, dialéctica y
retórica. Esto es un dato precioso sobre el florecimiento del aristotelismo en
aquella época. Florecimiento que hallaremos en Tiro con el pagano Porfirio, y
en Antioquia con Luciano. Eusebio nos ha conservado un importante extracto de
Anatolio sobre la cuestión de la fecha de la Pascua (32, 14-19). Él había sido
antes obispo coadjutor de Cesarea.
También bajo el influjo de Orígenes
aparecen los obispos de Capadocia y del Ponto por esta época. Firmiliano fue
elegido obispo de Cesarea hacia el 230. Eusebio nos dice que sentía “tal
admiración por Orígenes que le llamó a su país”. Esta estancia ha de situarse
en el momento en que Orígenes es expulsado de Alejandría, hacia el 230.
Firmiliano se traslada entonces a Cesárea para completar su formación. En la
cuestión de Novaciano, Firmiliano se pone de parte de éste. Invita a Dionisio
de Alejandría al concilio de Antioquia del año 252. Conservamos de él una
carta muy dura dirigida a Cipriano contra Cornelio. Pero al fin acepta la
posición romana. Se halla presente en el concilio de Antioquia del 264. Muere
el 268 en Tarso, mientras se dirigía a un nuevo sínodo que se ocuparía sobre la
cuestión de Pablo de Samosata, aunque no sin haber tomado posición contra éste.
Otro discípulo de Orígenes es por entonces
obispo de Neocesarea, en el Ponto: Gregorio, llamado también Teodoro, había
sido alumno de Orígenes en Cesárea. Poseemos de él un Agradecimiento a Orígenes,
que es un documento precioso sobre la enseñanza del maestro de Cesárea. Fédimo,
obispo de Amasea en el Ponto, le consagró poco después del 238 como obispo de
Neocesarea. Fue el gran apóstol del Ponto y, en particular, convirtió a los
abuelos de Basilio y de Gregorio de Nisa. Este le dedicó un elogio. Gracias a
él, entraron los capadocios en contacto con el pensamiento de Orígenes. Estuvo
presente en el concilio de Antioquia del 264 y murió poco después. Gregorio de
Nisa nos ha conservado de él un Símbolo de gran interés. Gregorio es
contemporáneo de Dionisio de Alejandría y de Firmiliano de Cesárea. Esta
generación de obispos, formados en la escuela de Orígenes y grandes fundadores
de iglesias, es sin duda una de las más notables en la historia del
cristianismo.
Al mismo tiempo que Alejandría lanzaba sus
fulgores sobre Palestina, Fenicia, Capadocia y el Ponto, comenzaba Antioquia a
manifestarse como un original foco de cultura cristiana. Durante la primera mitad
del siglo III, apenas si sabemos algo sobre la iglesia antioquena. En cambio, al
fin de siglo vemos aparecer en ella personalidades relevantes: Doroteo,
Malquión, Luciano. Doroteo, gran hebraizante al mismo tiempo que formado en
las ciencias griegas, fue encargado por Aureliano de las tintorerías de púrpura
de Tiro. Malquión, sacerdote de Antioquia, estaba al mismo tiempo encargado de
la enseñanza de la retórica en las escuelas de Antioquia, siendo predecesor en
este sentido de Libanio Luciano, también sacerdote de Antioquia, era eminente
en las ciencias sagradas: lo mismo que Doroteo, parece haber unido el
conocimiento del hebreo a las disciplinas escolares griegas. De entre sus
alumnos saldrán los primeros arrianos. Ellos mismos se designaban con el nombre
de “colucianistas”. Luciano fue martirizado en tiempos de Diocleciano.
Estas diversas personalidades presentan
rasgos comunes donde se manifiestan las notas que caracterizarán a la escuela
de Antioquia. Mientras los alejandrinos prolongan las tendencias del judaísmo
helenístico y de su platonismo místico, los antioquenos son más positivos. En
contacto con el mundo arameo de Oriente, están más cerca del judaísmo rabínico.
Muchos de ellos saben hebreo. Esto da a su exegesis un carácter más científico.
Conocen también la exegesis judía. Por lo demás, la Antioquia pagana es más
literaria que filosófica. Los cristianos de Antioquia asimilarán las
disciplinas griegas —gramática, dialéctica, geometría— y las pondrán al
servicio de la exégesis. Estarán particularmente versados en la dialéctica,
como se ve en Malquión. Tendrán también el gusto de la retórica. Pero se
mostrarán desconfiados, ante las especulaciones filosóficas. Mientras
Alejandría seguirá siendo un gran foco de teología especulativa y de exégesis
alegórica, Antioquia florecerá en el sentido de la teología pastoral y de la
exégesis científica.
Pero, junto a estos hombres de estudio,
Antioquia presenta en este final del siglo III una personalidad realmente
singular, totalmente distinta. El año 260, a la muerte de Valeriano, la
situación de Siria era dramática. Shahpuhr amenazaba el país. Quieto, uno de
los hijos de Macriano, se había hecho reconocer emperador de Emesa y se
negaba a reconocer a Galieno. Entonces el príncipe de Palmira, Odaenath, toma
el título de rey. Triunfa sobre Shahpuhr a las puertas de Ctesifón, desafía a
Quieto en Emesa y afirma su soberanía desde Egipto a Asia. El obispo de
Antioquia, Demetriano, había sido deportado por Shahpuhr en 260. Fue remplazado
por Pablo, oriundo de Samosata, que estaba relacionado con la dinastía
palmirena y fue, sin duda, elegido con el apoyo de Odaenath y sobre todo de su
mujer Zenobia. Una vez obispo, unió sus funciones a las del ducenario es decir,
ministro de hacienda. Eusebio le reprocha haber utilizado sus funciones para
enriquecerse. Dice de él que adoptaba aires de sátrapa, se hacía rodear por
una guardia personal, tenía para sí un trono en la iglesia y daba a las
ceremonias religiosas una pompa mundana. De hecho, Pablo representa la
invasión de Antioquia en las usanzas de la Siria oriental.
Pablo fue acusado además de mantener
opiniones heterodoxas, a las cuales hemos de referirnos después. Fue condenado
por dos sínodos antioquenos, en 264 y 268. Pero, gracias al apoyo de Zenobia,
que enviudó en 267, se mantuvo en la residencia episcopal. La corte de Zenobia
era por entonces un centro brillante, donde al lado de Pablo se encontraba el
retórico Longino. Pero el año 272 Aureliano se apoderaba de Palmira. El reino
palmireno se derrumbaba. En ese momento desaparece Pablo de la historia. Pablo
de Samosata es ante todo una muestra de la resistencia del cristianismo semita
a la romanización. Es también representante de una época en que se desarrolla
el poder temporal de la Iglesia y los obispos se ven expuestos a la tentación
de abusar del poder que esto les confiere. En el De lapsis, por esta misma
época, Cipriano criticaba a los obispos que se hacen administradores de los
grandes propietarios.
Queda una última región, sobre la que
resulta sorprendente que Eusebio guarde absoluto silencio: Asia, es decir, la
costa occidental del Asia Menor. Esta región, que había sido un centro vital en
el desarrollo del cristianismo durante el siglo II, parece llevar en el siglo
III una existencia aislada. Eusebio no menciona ningún obispo de Esmirna, ni de
Efeso, ni de Mileto. Sólo tenemos noticia, bajo el reinado de Decio, de los martirios
de Pionio en Esmirna y de Carpo en Pérgamo. Hay, sin embargo, un personaje del
que poseemos algunos escritos y que es eminente representante de Asia en este
final de siglo: Metodio, obispo de Olimpia, en Licia. Su obra más célebre, el
Banquete de las Diez Vírgenes, nos le muestra como heredero de los grandes
asiáticos del siglo. Es un escritor refinado, formado en Platón y Homero.
Un asceta que exalta la virginidad. Un milenarista que especula sobre el fin de
los tiempos. Sus posiciones se acercan a las de Nepote, en Egipto. No es de
extrañar que sea uno de los grandes adversarios de Orígenes en su tratado Sobre
la Resurrección y que Eusebio no le haya mencionado.
3. DISCUSIONES TEOLOGICAS
El final del siglo III es un período
importante en la historia del dogma trinitario. Se oponen diversas tentativas
igualmente imperfectas en busca de una expresión exacta de los datos bíblicos y
tradicionales. Es entonces cuando vemos fraguarse los conflictos a que pondrán
término los concilios de los siglos siguientes. Es difícil, desde luego,
trazar exactamente las fronteras entre las diversas tendencias. Cada una
presenta formas más o menos ortodoxas. Además, según las regiones, los obispos
son más sensibles a tal o cual peligro. El final del siglo III preludia una
situación que hallaremos de nuevo durante todo el final del siglo IV. Una situación
que es preámbulo indispensable de las grandes controversias que serán uno de
sus principales aspectos.
Ya hemos visto cómo tales discusiones se
perfilaron en Roma durante los pontificados de Víctor, Ceferino y Calixto.
Epígono, discípulo de Noeto de Esmirna, había enseñado el monarquianismo. Su
teología cargaba el acento sobre la unicidad de la sustancia divina hasta
negar que el Hijo tuviera una subsistencia propia. Su discípulo Cleomene parece
haber sostenido una doctrina más ortodoxa. El hecho es que Ceferino y Calixto
le son favorables. Hipólito, que es nuestra fuente para este período, le es
hostil, pero nada nos dice sobre su doctrina. Sin duda, tenemos un eco de ella
en la enseñanza que Hipólito pone a cuenta de Calixto. Precisamente en ese
contexto aparece Sabelio. Es un cirenense de la Pentápolis. Llega a Roma en
tiempos de Ceferino y es discípulo de Cleomene. Según Hipólito, en un principio
le animó Calixto, todavía diácono. Y es posible, pues las simpatías de Calixto
por el monarquianismo eran innegables. Pero, una vez elegido papa, el 217, Calixto
condena a Sabelio. Hipólito ve en ello una maniobra de Calixto. La cosa no es
segura. Con Sabelio, el monarquianismo tomaba un cariz netamente heterodoxo.
Desgraciadamente, no se nos ha conservado nada de su doctrina personal.
El asunto iba a proseguir cuarenta años
más tarde. El año 257, en Cirenaica, las doctrinas de Sabelio ganan influencia.
Sabelio muere en esa fecha. Pero parece ser que, después de su condena en Roma,
volvió a su patria y estableció allí una escuela. Los habitantes de Cirenaica
están divididos sobre la cuestión. Algunos obispos han sido ganados por los
sabelianos y no se atreven a hablar del Hijo. Por ambas partes se envían
documentos a Dionisio de Alejandría. Este escribe una memoria sobre la
cuestión, enviando una copia de la misma a Roma, al presbítero Filemón. También
escribe a Ammón, obispo de Berenice, en Cirenaica, sobre el mismo tema y a los
demás obispos de la región. Estas primeras cartas no logran convencer a los
obispos sabelianos. Dionisio envía entonces una nueva carta a Ammón y a
Eupator, en la que expone de forma más detallada la distinción entre el Padre y
el Hijo, punto que negaban los sabelianos. Los habitantes de Cirenaica apelaron
entonces al obispo de Roma. Este era Dionisio, quien acababa de suceder a Sixto
y con quien Dionisio de Alejandría había mantenido correspondencia cuando era
solamente presbítero.
Este recurso a Roma es interesante desde
el punto de vista de la historia del primado romano en materia doctrinal. Pero
era también una hábil maniobra. En efecto: la tradición teológica romana en
materia trinitaria era de tendencia monarquiana, es decir, subrayaba la unidad
de la sustancia divina. Si Calixto había condenado a Sabelio, había favorecido
a Cleomene. Y, por el contrario, había estado en conflicto con Hipólito. Este
sostenía, en la línea de Justino, que el Dios único había proferido fuera de sí
el Logos, que estaba en él en estado invisible, y le había conferido una
subsistencia propia con vistas a la creación. El Logos, pues, tiene una
subsistencia distinta de la del Padre. Pero esa subsistencia la ha adquirido
por un acto libre de Dios. En Alejandría, Orígenes había mantenido una doctrina
análoga, al hablar de la generación libre del Logos e insistir en su
inferioridad con respecto al Padre. Parece ser que tuvo ciertas dificultades
con el papa Fabián y que procuró justificarse. Pero Dionisio de Alejandría era
discípulo de Orígenes. Se trataba del mismo conflicto, que nacía de nuevo,
oponiendo dos expresiones igualmente inadecuadas del dogma trinitario.
Conocemos por Atanasio los reproches que
hicieron los obispos de Cirenaica a Dionisio de Alejandría. Que separa al Hijo
del Padre y le aleja de él. Afirma que el Hijo no existía antes de haber sido
engendrado y que hubo, por tanto, un tiempo en que no existía. En consecuencia,
no es eterno, sino que ha sobrevenido ulteriormente. El Hijo es, pues, una
creación y un producto. Es ajeno al Padre en cuanto a la
esencia, como la viña al viñador o el navío al constructor. En fin —dice Dionisio—,
me acusan falsamente de decir que Cristo no es consustancial (homoousios) a
Dios. Es cierto que tales acusaciones, si bien endurecían las posiciones de
Dionisio, mostraban, como lo reconocerá Basilio, ciertos puntos vulnerables.
El papa Dionisio reunió un sínodo en Roma, el cual condenó las proposiciones
incriminadas. Dirigió a los cirenenses una carta sobre la manera de refutar el
sabelianismo, en la que no nombraba al obispo de Alejandría, y mandó, por otra
parte, a éste una carta personal. A esta carta responde Dionisio con una
Refutación y Apología de la que Eusebio y Atanasio nos han conservado
importantes fragmentos.
La Apología de Dionisio de Alejandría
precisa las fórmulas que podían prestarse a falsa interpretación en su
doctrina. Mantiene la afirmación de las tres hipóstasis, pero negando que sean
separadas. Pide que se interpreten las comparaciones que le han sido
reprochadas relacionándolas con otras, como la de la fuente y el río, la de la
raíz y la planta. Reconoce que no admite el término homoousios porque no está
en las Escrituras, pero acusa a sus detractores de haber pasado en silencio la
exposición donde él afirma prácticamente la misma doctrina. Indica en qué
sentido entiende la palabra poiema aplicada al Verbo y afirma claramente que
no ha habido un tiempo en que no existiera. En una palabra, Dionisio de
Alejandría profesa su pleno acuerdo en el fondo con el obispo de Roma, si bien
mantiene su vocabulario y su perspectiva propia. Se comprende la importancia
del debate. Por una parte, ambos obispos condenan los errores: el monarquiano y
el subordicianismo. Por otra, se afirman las diferencias de las escuelas
teológicas romana y alejandrina en materia trinitaria. Quedan, sin embargo,
varias cuestiones sin explicar: más tarde llegarán a nuevas precisiones, una
vez que el arrianismo las plantee de nuevo.
Un conflicto paralelo al que oponía a los
obispos de Cirenaica y a Dionisio de Alejandría se iba a desarrollar en
Antioquia. Pero el desenlace sería diverso. Hemos hablado de Pablo de
Samosata, que sucedió en 260 al obispo Demetriano en el gobierno de la iglesia.
Su nombramiento coincidía con la influencia oriental de la reina Zenobia.
Pablo es una figura típicamente oriental. Encontramos en él las prácticas de la
Siria del Este. Uno de los reproches que se le hacen es la práctica de las virgines subintroductae, que se remontaba a la iglesia siria arcaica. Introduce
en la salmodia responsorial dos coros alternos, uno de vírgenes y otro de
hombres, que procede de la Siria oriental. Además, condena como innovación los
cantos en honor de Cristo. Pablo se oponía a Orígenes.
Su nombramiento debía suscitar oposición
en los medios más helenizados de Antioquia, influenciados por la filosofía
griega. Ya hemos visto que sus representantes eran particularmente Luciano y
Malquión. El punto elegido para el ataque fue la doctrina teológica de Pablo.
Eusebio le acusa de compartir la herejía de Artemón. Esta prolongaba en Roma,
a mediados del siglo III, el adopcianismo de Teodoto de Bizancio. Sin embargo,
el alegato parece ser un simple recurso polémico, de modo que no existe
relación entre la doctrina de Artemón y la de Pablo. La doctrina de éste no
estuvo muy lejos, al parecer, de la que hemos encontrado en Berilo de Bostra:
subrayaba la unidad de Dios y la humanidad de Cristo. No poseía una teología
elaborada sobre la generación del Verbo. Se prestaba fácilmente a acusaciones
de modalismo y adopcianismo. Los referidos ataques se manifestaron en la
convocación de un sínodo al que acudieron los origenistas en pleno. Pero este
sínodo iría precedido de ciertas hostilidades. De ellas nada dicen los
historiadores. Sin embargo, pueden ser la clave de uno de los enigmas de la
historia de la Iglesia en el siglo III. Es la cuestión de Luciano.
Eusebio se contenta con aludir a su
erudición y su martirio. Pero es cierto que tuvo dificultades doctrinales. Los
arrianos le consideran como a su predecesor. Es probable que, mientras Dionisio
de Alejandría luchaba contra el modalismo de Sabelio, Luciano hiciera lo mismo
contra el modalismo de Pablo. Pero, lo mismo que Dionisio, en la reacción fue,
sin duda, demasiado lejos. Como Dionisio, fue denunciado a Roma. Precisamente
Eusebio nos habla de una carta de Dionisio de Alejandría a Dionisio de Roma “a
propósito de Luciano”. Esta carta es posterior al advenimiento de Dionisio de
Roma y anterior a la muerte de Dionisio de Alejandría. Ha de situarse entre 260
y 264: precisamente los años que preceden al sínodo de Antioquia. Luciano hubo
de ser condenado entonces por el obispo de Antioquia, Pablo; y éste busca la
manera de conseguir que Dionisio de Roma, que era hostil a la teología
origenista, ratifique la condena. El sínodo de Antioquia vino a ser la
contraofensiva origenista contra Pablo, le depuso y le señaló como sucesor a
Domno (268-271), al cual sucedió Timeo. Pero, de hecho, Pablo siguió
desempeñando el cargo hasta la victoria de Aureliano sobre Zenobia en 272. Y
Luciano hubo de permanecer excluido de la Iglesia bajo los tres obispos Pablo,
Domno y Timeo. Así, al menos, es como puede interpretarse un pasaje de
Alejandro de Jerusalén, en el que intenta desacreditar a Luciano como precursor
del arrianismo.
El concilio convocado en Antioquia el año
261 reunió a los obispos más significados de Oriente: Firmiliano de Cesárea,
Gregorio Taumaturgo, Teotecno de Cesárea. Dionisio de Alejandría, por hallarse
enfermo, escribió excusándose y manifestando su parecer. Parece ser que el
concilio tuvo varias sesiones, en las que se discutieron las ideas de Pablo.
Durante la última sesión, en 268, Malquión, el presbítero de Antioquia,
desenmascaró plenamente la herejía de Pablo, sin duda habiendo hecho anotar con
la ayuda de taquígrafos las conversaciones que éste mantenía fuera de las
asambleas del concilio. Pablo fue condenado solemnemente. Eusebio nos conserva
amplios fragmentos de la carta sinodal, que fue dirigida al obispo de Roma,
Dionisio, a Máximo, obispo de Alejandría y a otras provincias .
Durante los debates que precedieron a la
condena de Pablo y reaccionando contra él, los Padres de Antioquia iban a
tomar dos posiciones que más tarde serían fuente de dificultades. La primera se
refiere a la palabra homoousios, aplicada a la Trinidad. Ya hemos visto que
Dionisio la excluía como no escriturística. En Antioquia fue rechazada porque
se la consideraba como expresión del modalismo de Pablo. Así se explica por
qué los Padres orientales se mostrarán tan reticentes frente a ella cuando
Occidente quiera imponerla en Nicea. Por otra parte, en el plano
cristológico, parece ser que Malquión y los Padres del concilio, queriendo
mostrar que Cristo es realmente Dios, compararon su unión con la naturaleza
humana a la del alma y el cuerpo. Con ello resultaba que el Verbo ocupaba en
Cristo el lugar que el alma ocupa en nosotros; por tanto, el Verbo se había
unido a un cuerpo y no al alma humana. Tal parece ser el origen de la teoría
que defenderá en Antioquia, un siglo más tarde, Apolinar de Laodicea. Es
cierto, en consecuencia, que las grandes controversias teológicas del siglo IV
están ya bosquejadas en la segunda parte del siglo III.
4. LA ORGANIZACION ECLESIASTICA
El final del siglo III es para la Iglesia
un período de expansión que repercute en el plano de la organización, en el de
la vida económica y en el de la vida cívica. Hasta mediados del siglo III, el
obispo podía agrupar en torno a sí el conjunto de las comunidades locales. Pero
el considerable incremento del número de cristianos en las ciudades y el auge
de la evangelización en el campo hace cada vez más difícil esa centralización.
Al parecer, se hizo frente a semejante situación de manera distinta según las
regiones. En las grandes ciudades se prefirió multiplicar las circunscripciones
territoriales, sobre todo en los suburbios. Al frente de ellas era colocado un
presbítero. Así es como se establecen los tituli romanos, probablemente en
esta época. Tal es también el caso de Alejandría.
El problema de los campos y aldeas era
mucho más difícil. Resultaba que había grupos de cristianos a gran distancia de
las ciudades. En este punto se hallaron varias soluciones. En áfrica y en la
Italia central se multiplicaron los obispados. En los concilios africanos de
comienzos del siglo IV hubo varios centenares de obispos reunidos, lo que
demuestra que las pequeñas aldeas tenían su obispo. Lo mismo en los alrededores
de Roma hay barriadas que tienen su obispo. En Asia Menor existió, durante este
período, la institución de los chorepiscopoi, obispos de aldea, considerados
como de rango inferior y que desaparecerían a fines del siglo IV. Estos obispos
aparecen a principios del III. Pero la solución más general, la que terminaría
por imponerse, era extender a los pueblos la solución adoptada en las
ciudades, consistente en multiplicar las “parroquias”, de las cuales se
encarga a un presbítero a las órdenes del obispo de la ciudad más próxima. Es
el régimen que se desarrollará, por ejemplo, en la Galia.
También en este momento se desarrolla o
define cierta jerarquía de los obispos. Hemos visto, ya en el siglo II, que el
obispo de la metrópoli de una provincia civil tenía preeminencia sobre los
demás obispos de su provincia, reunía el concilio y armonizaba las opiniones. A
veces esa preeminencia pertenecía al más antiguo, al primado, de los obispos de
la provincia. Pero lo que se manifiesta sobre todo en nuestra época es la
aparición de un grado superior, que no corresponde a una provincia, sino a una
“diócesis”. Tal institución aparece por primera vez en Egipto. El obispo de
Alejandría es el patriarca de la diócesis de Egipto, que comprende varias
provincias. Algo semejante parece tener lugar en la diócesis de Oriente, donde
el obispo de Antioquia goza de cierta preeminencia, y en la diócesis de
áfrica, donde la preeminencia corresponde al obispo de Cartago.
Al mismo tiempo que se extiende la Iglesia
numéricamente, penetra en ambientes nuevos. El más importante es la conversión
de numerosos miembros de las clases dirigentes, fenómeno a que ya hemos
aludido. Es falso, en este sentido, pretender que los medios dirigentes se
inclinaron al cristianismo en el Imperio cristiano y por razones políticas. Tal
orientación se perfila en la segunda mitad del siglo in. Eusebio señala que,
bajo el reinado de los emperadores sucesores de Valeriano —Galieno, Claudio,
Aureliano, Tácito, Probo, Caro—, hubo varios gobernadores de provincia
cristianos. Añade que había numerosos cristianos en el palacio imperial e
incluso en la familia de los emperadores. Las inscripciones aluden a cristianos
que ocuparon cargos en las curias municipales. Anatolio, obispo de Laodicea,
fue antes miembro del senado de Alejandría, y su predecesor, Eusebio, era un
rico alejandrino. Astirio es senador y Domno tiene un rango elevado en el
ejército. A Doroteo le confía el emperador la administración de la tintorería
de púrpura de Tiro. Gregorio y Atenodoro, los apóstoles del Ponto, parecen
haber sido de familia senatorial. Y tal es el caso también de los antepasados
de san Basilio y de san Gregorio de Nisa, Basilio y Macrino, convertidos por
Gregorio.
La participación de los cristianos en las
funciones municipales no dejaba de plantear problemas, pues los magistrados
estaban obligados normalmente a ciertos actos cultuales. Eusebio nos dice que
los emperadores dispensaban de tales actos a los cristianos a quienes estaban
confiados los gobiernos de provincia. Pero eso era excepcional. Estamos
informados sobre el procedimiento ordinario por los cánones del concilio de
Elvira. El canon 56 estipula que los duunviros, que presidían el gobierno de
las ciudades, deben abstenerse de frecuentar las iglesias mientras dure su
cargo. Esto supone que es posible la aceptación de cargos municipales. Otros
cánones proscriben absolutamente la aceptación del cargo de flamen. Por
secularizado que estuviera este sacerdocio municipal, implicaba tomar parte en
los sacrificios. Incluso el flamen honorario, el que se limita a llevar la corona,
enseña del cargo, no puede ser admitido a la comunión sino tras dos años de
penitencia.
Evidentemente, tales situaciones
resultaban paradójicas. Las fuerzas vivas del Imperio eran en gran parte
cristianas. Por otra parte, el culto pagano era en muchos casos puramente
formal. No obstante, la vida oficial del Imperio exigía ciertos actos de ese
culto. Los cristianos que ostentaban cargos públicos se hallaban así en una
situación molesta. Una situación que difícilmente podía prolongarse. El marco
no correspondía ya a la realidad. Cuando Constantino desligue al Imperio de sus
vínculos con el paganismo, no será, por tanto, un revolucionario. Se limitará a
reconocer de derecho una situación que ya existía de hecho.
CAPITULO XV EL
CRISTIANISMO EN VISPERAS DE LA GRAN PERSECUCION
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