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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA MEDIA
CAPITULO VIII
LOS SIGLOS MONASTICOS
El período de la historia
europea que transcurre entre la muerte de san Benito (hacia el 548) y la de san
Bernardo (1156) es conocido con el nombre de «era monástica» o «siglos
benedictinos». Y a Benito de Nursia se le ha llamado
«padre de Europa». Por muy extrañas que puedan parecer, estas expresiones son
admisibles si se las considera como formulación plástica de una verdad
histórica. Durante estos cinco siglos, a diferencia del período precedente y
del siguiente, los monjes de todas las clases, individualmente o en comunidad,
constituyeron un rasgo específico de la sociedad continental y de la insular.
Influyeron en ella en todos los niveles: espiritual, intelectual, litúrgico,
artístico, administrativo y económico; modelaron su fisonomía y reglamentaron
su desarrollo. Antes de esta época, el monacato europeo había sido un fenómeno
puramente religioso que no había tenido más que un influjo regional. Después de
ella, la vida monástica vio declinar su influencia hasta la Reforma. En cambio,
durante el período que estudiamos, la vida monástica no sólo respondió a la
vocación del pequeño número de personas que querían vivir apartadas del mundo,
sino que fue un estilo de vida que abarcaba a un sector importante e
influyente de la sociedad. Los monjes tuvieron prácticamente el monopolio del
estudio y de la doctrina espiritual, constituyendo un cuerpo cuya influencia en
la vida de la Iglesia fue mucho más importante que la del clero secular. Por
sus costumbres y su modo de pensar dejaron su impronta en toda la cristiandad occidental;
modelaron el espíritu y la ideología de eclesiásticos y laicos e influyeron
incluso en los campesinos y siervos. Durante todo este período, la Regla de san
Benito fue la norma general para la mayoría de los monjes. Su autor, en un
tiempo en que se valoraban mucho los patronos terrenos y celestiales, fue
considerado con razón el patriarca y patrono de todos los monjes.
Sin embargo, los siglos
benedictinos no constituyen un todo indiferenciado. Podemos distinguir en ellos
cuatro épocas importantes. Durante la primera, es decir, en los siglos precarolingios, el monacato se extendió lentamente partiendo
de Italia y del sur y oeste de la Galia hasta las otras partes de esta región
que constituyen ahora Francia y Suiza occidental. También Inglaterra recibió a
los monjes que le llegaban de la Galia, Roma y las regiones celtas. Y a su vez
envió misioneros que fundaron abadías en Renania y Baviera. El rasgo característico
de este período fue el desarrollo progresivo de comunidades monásticas dotadas
con grandes dominios.
Durante la segunda época se
hicieron esfuerzos de centralización. La secularización se generalizó y el
monacato decayó, estando ambos fenómenos estrechamente ligados. Carlomagno
proyectó reunir todos los monasterios de su Imperio en la observancia de la
Regla, plan que llevó a cabo su hijo Ludovico Pío.
Este dio a los monjes del Imperio una regla de vida cotidiana y litúrgica que
fue su norma durante tres siglos. No pudo ir más lejos y el orden monástico fue
afectado por la decadencia y la secularización que caracterizaron los últimos
años del siglo IX.
La tercera época experimentó
diversos rejuvenecimientos que acabaron por producir una reforma europea más
dilatada y profunda. La reforma de Cluny era un
grano de mostaza que se convirtió en árbol frondosísimo; le siguieron otros
movimientos análogos en Lorena, Inglaterra,
Normandía, Alemania meridional e Italia. En toda esta área geográfica, el
monacato de tradición benedictina alcanzó su pleno desarrollo en el aspecto
litúrgico y creó una cultura literaria y artística muy importante.
Durante la cuarta época apareció
el monacato en forma eremítica y cenobítica en Italia y en Francia. Lo
estudiaremos en otro capítulo.
En el siglo VI, la vida
monástica llevaba ya dos siglos establecida en Occidente, es decir, desde las
fundaciones de Ligugé (junto a Poitiers) y Marmoutier (cerca de Tours), llevadas
a cabo por san Martín en el 360 y en el 372. Lérins (410) y Marsella (415) se hicieron célebres, el primero por haber sido semillero
de obispos, el segundo por haber vivido allí Juan Casiano. En el siglo VI, san
Cesáreo de Arlés (hacia el año 500), el Maestro anónimo y enigmático (hacia el
520) y san Benito, abad de Montecassino (hacia el
535), habían redactado sus reglas. Se fundaron monasterios a lo largo del
litoral mediterráneo, desde Cataluña hasta Calabria, en tanto que las basílicas
de Roma y de otras grandes «ciudades» albergaron a comunidades. En la Galia
(siglo VI) comenzaron a existir Fleury (siglo VI),
Saint-Bénigne de Dijon (550) y
Saint-Rémi de Reims (hacia
550), también algunos monasterios situados junto a los centros de peregrinación
como Poitiers, Tours, París y algunos monasterios
reales. En general, los monasterios no se atuvieron a una regla detallada y
completa. Los abades se atuvieron a la liturgia y a los usos que eran comunes a
todos los monjes de la misma región o diócesis. En cambio, en los países celtas
—Irlanda, Galloway, Gales—
el monacato fue el principal elemento de la vida eclesial de las regiones donde
se estableció; los monasterios fueron los únicos centros de enseñanza y de
piedad. Desde entonces, misioneros o emigrantes celtas empezaron a exportar a
Europa continental su espiritualidad y su cultura. El año 600, la Armórica (Bretaña) estaba ocupada por refugiados de Gran
Bretaña; de allí partieron evangelizadores con rumbo al este. A fines del siglo
VI, san Columba (521-597) fundó el célebre monasterio de Iona (563), de donde los misioneros iban a irradiar hacia las islas del oeste y del
norte y más tarde hacia Escocia y Northumbria.
Casi por la misma fecha, san Columbano (540-615), después de una larga preparación en Bangor, atravesó la Mancha para ir a Armórica. De allí se dirigió hacia los Vosgos,
donde el año 590 transformó en abadía las ruinas de unas termas romanas (Luxovium); así surgió la abadía de Luxeuil,
una de las tres casas que tuvo bajo su autoridad. Tras diversas aventuras y
varios viajes misioneros a Suiza, atravesó los Alpes y fundó Bobbio (613) en los Apeninos, al norte de Génova; allí
murió en el 615. Hombre austero, lleno de energía y celo, Columbano transmitió algo de su fe y de su piedad ferviente a sus monjes y a los reyes y
nobles que lo trataron. Durante los cincuenta años que siguieron a su muerte,
dos generaciones de discípulos suyos —abades de sus monasterios o hijos de sus
protectores— contribuyeron a propagar la tradición de Luxeuil.
Citemos los monasterios de Jumiéges (654), Fontenelle (Saint-Wandrille, 649) y Saint-Ouen (645); los conventos de monjas de Faremoutiers (hacia
el 625), Jouarre (630) y Chelles (653). Entre las otras casas famosas fundadas en esta época se encuentran Corbie (en
Picardía, 657), Saint-Trond (660), Stavelot y Malmédy (649), Lobbes (en Hainaut, 660), Saint-Pierre y Saint-Bavon en Gante (660-670). Estas fundaciones debieron su dinamismo a san Columbano y a su fama postuma;
las abadías siguieron su Regla. Pero poco a poco, a partir del 630
aproximadamente, comenzó a reemplazarla la Regla de san Benito, que al
principio se observó junto con la de san Columbanoy luego fue la única. Antes de acabar el sigl VIII se había impuesto en todas partes, y Carlomagno iba a
encontrar una respuesta negativa al preguntar si existía otra Regla.
El triunfo de la Regla se debió
a la manera perfecta en que combinaba la dirección espiritual y las cualidades
de código de vida práctica. No se impuso obligatoriamente antes del año 800. No
poseemos ningún informe preciso acerca de la forma en que se introdujo en la
Galia. La antigua leyenda que atribuye su introducción en Fleury a Mauro,
discípulo de Benito, encierra probablemente un hecho histórico: el traslado en
673 de las reliquias del santo a Fleury, que se convirtió entonces en un centro muy
influyente en Francia. El espíritu de san Columbano —incluso en la forma ya atenuada que adoptó cuando quienes estaban influidos
por él habían residido en Galia durante más de una generación— era
completamente diferente del espíritu benedictino. Más austero, más exigente e
individualista, consideraba la vida monástica como un combate en el que el
monje trataba de llegar a la total renuncia propia y a la sumisión absoluta a
su superior. La Regla benedictina acentuaba la humildad, el carácter familiar
y paternal de las relaciones y en su propia autoridad. Insistía en la caridad
social, en la comprensión mutua y en el progreso espiritual por medio del
trabajo diario y la oración. Estas líneas directrices favorecían el nuevo
estilo monástico y viceversa; además, la Regla proporcionaba estructuras
administrativas sencillas y adecuadas. Estas razones bastan para explicar su
éxito inmediato y duradero.
A medida que la vida monástica
se extendía y se codificaba, el monasterio común se diferenció del simple
microcosmos en que se encarnaba la Regla tal como lo observamos en diversos
documentos del siglo VI. Fue primero una comunidad pequeña compuesta en su
mayor parte de laicos que se dedicaban a trabajos domésticos, a la artesanía y
a la agricultura. Luego comenzaron a predominar los clérigos. La vida monástica
se caracterizó al principio por la oración y el trabajo; la parte litúrgica era
sencilla y relativamente poco importante. Partiendo de esto, se desarrolló un
ciclo cotidiano de horas, en el que la misa solemne ocupaba el primer lugar;
para las horas pasadas en el coro se señalaron numerosas plegarias y oficios.
Los siervos labraban la tierra, los servidores y criados se dedicaban a
trabajos de artesanía y se encargaban casi completamente del servicio de
aquellas casas enormes. Las ocupaciones claustrales clásicas fueron la copia y
miniatura de manuscritos, la redacción de nuevos textos y la enseñanza.
Glosando las líneas directrices de la Regla se elaboraron los rituales y
formularios. La vida monástica había respondido inicialmente a la vocación de
individuos que se retiraban del mundo con algunos compañeros que compartían sus
inclinaciones; luego se convirtió en una profesión, tuvo un papel social y
desempeñó una función en el mundo y para el mundo.
Contrariamente a la tradición
benedictina seguida por los historiadores antiguos, no es cierto que la Regla
y el monacato (benedictino) se extendiesen hacia el norte partiendo de Italia
central. Montecassino cayó en manos de los lombardos
en el 581; no existe ninguna prueba de que los monjes ni la Regla de ese
monasterio ejercieran influjo en Roma. En la ciudad, los
monasterios de basílicas florecieron durante más de un siglo; luego sobrevino
su decadencia. A partir del 650 se renovaron con los refugiados e inmigrantes
orientales, que fundaron o se establecieron en algunos monasterios de Roma y
sus alrededores; además, Apulia y
Calabria se poblaron de monasterios de tipo griego. En Italia no se fundó
ningún monasterio de carácter «benedictino» antes del siglo VIII. Hay que
advertir que cuando se restauró Montecassino, hacia
el año 720, fue el anglosajón Wilibaldo el que le dio
su estilo característico. De este modo pagaba el norte la deuda contraída con
Roma.
En efecto, cuando la influencia
de Columbano y de la corriente monástica celta estaba
a punto de fundirse con la corriente más antigua y tradicional de la vida
espiritual europea, la Inglaterra anglosajona aportó una sangre nueva y
dinámica.
Los misioneros enviados a la
isla por Gregorio Magno y los que después reforzaron sus filas eran monjes
romanos. Pero no es cierto ni verosímil que observasen o llevasen consigo la
Regla de san Benito. Es seguro que fundaron el monasterio de San Pedro y San
Pablo (más tarde de San Agustín) en Canterbury; también
es probable que constituyeran, al menos durante cierto tiempo, el clero de la
catedral de Christ Church. Está
fuera de duda que poco después el monacato masculino y femenino se propagó por Essex, Kent, Sussex, Wessex y la
cuenca del Támesis; pero ignoramos de dónde procedían estas corrientes. De
todos modos, los conventos de monjas se organizaron según el modelo de la
Galia, como se advierte sobre todo en el aspecto que tomaron esos monasterios,
cuyo ejemplar más famoso fue Streanaeshalch (Whitby): la
abadesa Hilda gobernaba allí tanto a los monjes como a las
monjas. Muy pronto llegó a Northumbria la
corriente independiente del monacato celta; partió inicialmente de Melrose, luego de
lona. Se fundaron algunos monasterios como Lindisfarne y Rippon bajo el impulso de los obispos Adán y Cutberto,
grandes monjes misioneros. Wilfrido, monje de Rippon,
que más tarde fue desterrado y llegó a ser arzobispo de York, fue el primero
que introdujo la Regla en Inglaterra; pero el verdadero fundador de la vida
«benedictina» inglesa fue un contemporáneo de Wilfrido, Benito Biscop. Este fundó los monasterios de Wearmouth y de Jarrow, donde habitó poco después Beda el Venerable. Después de pasar largas temporadas en Lérins y de haber peregrinado varias veces a Roma, Biscop llevó a Inglaterra los usos de diversos monasterios; pero entre tales usos, la
Regla desempeñó sin duda una función destacada. Wilfrido y Biscop eran contemporáneos del arzobispo Teodoro, a quien acompañó a Inglaterra el
699 el abad napolitano Adriano. Este sucedió a Biscop en la dirección del monasterio de San Agustín de Canterbury; a
partir de ese momento, y casi durante un siglo —edad de oro de la Iglesia
anglosajona—, los dos campos en que se implantó la corriente monástica
crecieron hasta ocupar las regiones pobladas de Inglaterra. Se encontraron con
la corriente celta y se fusionaron con ella. Pero en el norte, siguiendo las
tradiciones que Cutberto había establecido en Lindisfarne, el
monacato cultivó el ascetismo y la actividad artística; al sur, el monacato
irlandés de Glastonbury y Malmesbury no
influyó más que en el latín y quizá también en el calendario de Adelelmo y sus asociados. En este tiempo las casas
religiosas eran pequeñas; pero su actividad literaria y artística era intensa.
Este movimiento monástico tuvo resonancia europea debido a la actividad
misionera, en la que participaron Northumbria y Wessex. De Rippon, al norte, procedía Wilibrordo,
el apóstol de Frisia, obispo
de Utrecht y fundador de Echternach, lo mismo que Suitberto y otros muchos (690-739). De Wessex procedieron Winfrido (Bonifacio), Wigberto y Lull, sus
parientes y discípulos, monjes de Nursling, Glastonbury y Malmesbury, a
quienes siguió un grupo de mujeres piadosas. Ellos y otros misioneros llevaron,
juntamente con la fe y la cultura cristiana, la Regla benedictina a las
provincias situadas en la franja septentrional y oriental de los reinos
francos.
Este primer período de expansión
del monacato —que se realizó principalmente partiendo de la Galia meridional y
oriental— acabó en el 719, cuando los árabes empezaron a invadir los valles del
Ródano y del Loira y se extendió en tiempos de Carlos Martel la práctica de secularizar las
abadías y apropiarse de ellas. El mismo Carlomagno usó este proceder. Los
fundadores de casas religiosas o sus descendientes acapararon los beneficios,
concediendo a la comunidad lo necesario estrictamente para subsistir, y se
arrogaron el derecho de designar los abades. Esta costumbre tuvo a menudo las
consecuencias siguientes: los monasterios eran dirigidos por «abades» laicos o
episcopales; la propiedad monástica iba disminuyendo e incluso desapareciendo.
El proceso continuó en el reinado de Carlomagno, que no se distinguió como
fundador y bienhechor de monasterios. Pero la legislación que estableció se
aplicó también a los monjes, que tuvieron que observar la Regla de san Benito,
con todo lo que implicaba, y dedicarse a la enseñanza en escuelas unidas a los
monasterios, cuyos alumnos eran externos. Estas disposiciones legales quedaron
parcialmente inoperantes; las puso en práctica Ludovico Pío,
hijo de Carlomagno, que pidió ayuda a Benito de Aniano.
REFORMA DE BENITO DE ANIANO
Benito de Aniano había establecido una comunidad austera cerca del litoral mediterráneo, al
oeste de Marsella; esta abadía fue la casa madre de varias filiales.
Carlomagno dio su aprobación a Benito y se sirvió de él para realizar la
reforma monástica; también lo utilizó Ludovico Pío
cuando reinaba solamente en Aquitania. Al subir al trono imperial llamó a
Benito a la corte y fundó para él la abadía de Inda o Comelimünster,
junto a Aquisgrán (815), para que sirviese de modelo y se convirtiese en
plantel de reformadores. Los abades del Imperio celebraron poco después un
importante sínodo en Aquisgrán (julio del 817), que aprobó un libro de
constituciones monásticas (Capitulare monasticumm). Uno o dos años más tarde (818-819), Ludovico autorizó la división de las
rentas monásticas en dos partes: una para el abad y otra para la comunidad; de
este modo esta última parte quedaba a salvo de los abusos cometidos por los
abades laicos o episcopales. Esta forma de dividir las rentas se fue haciendo
casi universal. Finalmente, Benito de Aniano redactó
una serie de reglas (Codex regularum) y un
comentario de la Regla para destacar su excelencia. Ludovico quería que el monasterio de Inda
fuese un plantel de abades y proporcionase un cuerpo de inspectores. Este
monasterio sería el modelo para todos los del Imperio, que se ajustarían a unas
constituciones únicas basadas en la Regla.
Este gran proyecto, como tantos
otros planes grandiosos que idearon los emperadores carolingios, no se realizó.
Benito murió prematuramente (821). El Imperio se fragmentó y las disensiones
políticas eliminaron toda posibilidad de gobierno central. Todavía no había
llegado el momento en que los reformadores o los monarcas pudiesen crear las
instituciones necesarias para mantener una organización considerable. Sin
embargo, la reforma de Benito de Aniano representa
una etapa importante en la historia del monacato y estableció un precedente.
Los hombres de la Edad Media juzgaron las imitaciones más acertadas que el
original. Durante dos siglos, los reformadores monásticos se basaron en la
asamblea del año 817 y en el Ordo qualiter (repertorio
que resumía las conclusiones litúrgicas de la asamblea del 817). Encontraron
en él guía y apoyo. Es más importante aún el hecho de que se creara entre los
monjes del Imperio una solidaridad basada en la observancia de la misma Regla.
Desde entonces, todas las reformas se propusieron realizar, en el plano
estructural, de una u otra manera, la unión de los monjes. En el plano
intelectual y afectivo, la influencia de Benito fue todavía más profunda. Por
primera vez, todos los monjes de Europa occidental juzgaron que tenían un solo
patrón y un solo patriarca, san Benito; ellos mismos se consideraron como la familia sancti Benedicti. Los
autores monásticos de los tres siglos siguientes —y los historiadores modernos
siguiendo sus huellas— se penetraron tanto de esta idea que proyectaron sobre
los siglos vn y viii las actitudes espirituales propias del ix. Crearon así el mito según el cual la
tradición benedictina no se interrumpió desde el abad de Montecassino hasta la época de Carlomagno.
Tras el primer reparto del
Imperio (843) comenzó en Francia otra época de secularización. Poco después,
los normandos comenzaron a asolar una gran parte del territorio. El fenómeno de
la secularización implicó profundas modificaciones en la libertad de elección.
Los monasterios fueron gravados con impuestos exorbitantes, tuvieron que
prestar servicios a los señores y que pagar tributos, en los casos en que sus
dominios no habían sido desmembrados por completo; en todas las regiones
occidentales del Imperio desaparecieron o cayeron en la miseria. En Alemania y
en la región que ocupaba la Suiza actual, la situación era menos deplorable.
Las abadías eran de fundación reciente; servían con frecuencia de sedes
episcopales o constituían puestos avanzados de la civilización. A fines del
siglo IX recogieron la antorcha que Francia abandonaba y fueron dignas
herederas del renacimiento carolingio. Desempeñaron un papel muy brillante Fulda en Franconia, Corvey en
Sajonia, Saint-Gall en Suabia y Reichenau junto al
lago de Constanza. Estas casas fueron por algún tiempo extraordinarios centros
culturales y literarios, que no encontraron rivales al norte de Italia. En uno
de esos monasterios escribió Esmaragdo su comentario
de la Regla. Los monasterios alemanes, a diferencia de los franceses,
contribuyeron al nacimiento de una poesía en lengua vernácula. En mayor medida
que en otras regiones, las grandes abadías estaban situadas en medio de
dominios inmensos poblados de siervos y campesinos. Constituían grandes
conjuntos de edificaciones. Además de la iglesia y las construcciones
monásticas, existían todos los servicios sociales: escuelas, hospitales,
tribunales, albergues para los viajeros, los peregrinos y los ancianos. El
ocaso del monacato en esas regiones, presagiado por la invasión húngara de
Baviera y precipitado por la expansión del Eigenkloster señorial o episcopal, no alcanza su punto crítico hasta comienzos del siglo X.
CLUNY
La fundación de Cluny, en la Borgoña meridional, por el
duque Guillermo de Aquitania fue un suceso que apenas advirtieron sus
contemporáneos; sin embargo, señaló el momento en que el monacato francés
resurgió con nuevo esplendor. Se puso al frente de Cluny el abad reformador Bernon.
El movimiento cluniacense se asemeja en casi todos los aspectos a los
anteriores intentos de reforma. La originalidad de este monasterio, que más
tarde contribuyó a su éxito, consistía en estar libre de toda dependencia local
respecto a los señores y a los obispos. Cluny, en
efecto, era una encomienda de la iglesia apostólica de San Pedro de Roma,
situación que le valió al principio una ventaja meramente negativa: la salvaguarda
de su independencia. Cuando el papado recobró su poder, otorgó a la abadía de Cluny una posición privilegiada que le permitió ir
creciendo lentamente bajo la dirección de varios abades santos,
competentes y longevos. El primero de ellos fue Odón (927-942), que instauró la
reforma en Borgoña e Italia, en particular en Roma, donde reinaba A Ibérico.
Odón fue el primero que estableció entre los abades de Cluny y la familia imperial de Alemania vínculos
que duraron mucho tiempo. Mayolo (948-994) continuó
la obra reformadora en Borgoña y en Italia. Pidió a Guillermo de Volpiano que transformase Saint-Bénigne de Dijon en otro centro de irradiación de la reforma.
Hasta este momento, ningún lazo especial de dependencia ligaba a Cluny con las casas que habían
aceptado la reforma. El fundador de la «orden» de Cluny fue Odilón (994-1049); merced a él se duplicaron
las casas dependientes de Cluny. Además,
Odilón estableció los principios generales en que tales casas debían basar su
organización. El primero de ellos era que todas las casas que deseaban seguir
los usos y tener parte en los privilegios de Cluny tenían
que someterse estrictamente a la abadía central y a su abad. La administración
era sencilla. Todas las casas subordinadas, excepto un número muy reducido de
centros privilegiados, pasaron del rango de abadía al de priorato. Y así fueron
admitidas en la organización de Cluny a
condición de adoptar todas sus costumbres y de hacer voto de obediencia los
monjes al abad de Cluny, el cual
designaba a todos los priores. Estas casas pagaban una pequeña contribución
anual a Cluny, del mismo modo que Cluny pagaba el census a Roma.
La jerarquía era vertical. Así, La Charité dependía
de Cluny, Lewes (Inglaterra)
dependía de La Charité, Castle Acre
(Norfolk) dependía de Lewes y Bromholm de Castle Acre. No
existían relaciones horizontales entre casas de igual importancia
constitutiva, como ocurrió en las órdenes monásticas posteriores. El abad y la
comunidad de Cluny establecían los
reglamentos que concernían a todos y no había asamblea general legislativa. El
abad de Cluny no delegaba nunca sus poderes y no tenía
ningún representante. Por este motivo pasaba casi todo el tiempo lejos de la
casa madre, visitando las filiales y sus casas dependientes, reformando y
estableciendo a las recién afiliadas. Además, se ocupaba de los asuntos de la
Iglesia romana y de los del emperador. Como se ve, la organización cluniacense
se parecía algo a la feudal: el abad de Cluny desempeñaba
el papel del rey o del emperador; la profesión de obediencia que los monjes
hacían al abad correspondía en cierto modo al homenaje feudal.
La política de Odilón fue
proseguida e incluso acelerada por Hugo el Grande (1049-1109). Generalizó a
gran escala todos los rasgos de la organización cluniacense, la observancia
monástica minuciosa, el esplendor arquitectónico, las numerosas y bien
establecidas dependencias. La orden pasó de 70 casas a 1.200 por lo menos, y la
comunidad de Cluny, de 50
monjes a 700. La iglesia abacial fue reedificada por completo, convirtiéndose
en una construcción espectacular. Llegó a ser la iglesia más grande de la
cristiandad. Durante casi todo el siglo XI Cluny fue el
centro espiritual de la cristiandad occidental. En efecto, durante esta época
pocos papas fueron capaces de morar establemente en Roma, y sus adversarios les
dieron poca ocasión para ello. Cluny pudo comunicar
su espíritu a toda la época. Su «mensaje» fue el servicio litúrgico de Dios, la
ofrenda incesante de las oraciones en el coro, el opus Del de san
Benito, amplificado con toda la liturgia oficialmente reconocida: la misa
solemne, el canto perfecto de los salmos, las letanías y oficios
complementarios. Toda esta liturgia era celebrada por una comunidad numerosa,
en una iglesia enorme, en medio de magnificencias: oro, plata, joyas,
vestiduras de seda recamadas en oro, estando el recinto iluminado con
innumerables lámparas y cirios. El trabajo manual se había eliminado hacía
tiempo de la vida monástica cotidiana. En Cluny hubo
relativamente pocas actividades literarias o teológicas. En cambio, en lo que
concierne al arte, Cluny dio
numerosos artistas, sobre todo en el campo de la miniatura de manuscritos. Las
casas cluniacenses crearon una arquitectura y un estilo de escultura y
decoración que, partiendo de los grandes monasterios, se propagaron por las
iglesias cercanas y a lo largo de las rutas que seguían los viajeros y
peregrinos.
Como Cluny se convirtió en un centro de reforma más de
un siglo antes de que el papado consolidase su autoridad, los historiadores han
tratado de valorar la parte que tomó la famosa abadía en la lucha contra la
propiedad laica de los monasterios y contra el dominio imperial. En general,
puede decirse que Cluny no luchó
por una sola causa: por librarse y librar a las casas dependientes de ella de
toda jurisdicción episcopal y señorial. Su posición como centro de reforma
monástica le hizo ser aliada benévola del papado que estaba en vías de
renovación. Durante el gran conflicto entre el papa y el emperador, ambos
respetaron y consultaron al abad Hugo. Más tarde, el papado halló en Cluny una organización en la que pudo reclutar a
sus agentes.
Cluny fue el
centro de reforma más importante, pero no el único. Su influencia se concentró
sobre todo en los países de lengua romance. En Lorena y
en la región ocupada actualmente por Bélgica se hicieron muchas reformas; la
primera de ellas fue la de Gerardo de Brogne, cerca
de Namur (923). Entre las casas que reformó se
cuentan los dos grandes monasterios de Gante, San Pedro y San Bavón, y muchos monasterios normandos que fueron
establecidos de nuevo, como Saint-Wandrille y el Mont-Saint-Michel. Más importante fue la reforma de Juan de Gorze, junto a Metz (933), que se extendió a muchas
casas de Lorena. Gorze se
distinguió, como Cluny, por la
prolongación de los oficios litúrgicos; pero su celebración tuvo un sello de
austeridad que Cluny desconoció, al menos en
su última época. También se diferenció en la actitud que adoptó respecto a los
monasterios que siguieron su reforma: Gorze les permitió
conservar su propia dirección con tal que se sometieran a la observancia
común. El movimiento se fue propagando y llegó a abarcar 150 casas en Alemania
y Lorena. De hecho, aunque probablemente
sin intención, el éxito de Gorze contribuyó a limitar
la influencia de Cluny en el
Imperio. Gorze fue patrocinado por Otón el Grande y
Otón II. A diferencia de las cluniacenses, las casas que abrazaron la reforma
de Lorena siguieron perteneciendo a los
laicos que las habían fundado. No entraron en la encomienda de Roma y quedaron,
por tanto, bajo la jurisdicción de los obispos diocesanos; así ejercieron
sobre el clero secular mayor influjo que Cluny. Muchos
de sus monjes llegaron a ser obispos y pudieron influir considerablemente en el
movimiento general de la reforma de Lorena, que
preludió y ayudó luego a la reforma romana, dando a la Iglesia, entre otros, a
Bruno de Toul, más tarde papa con el nombre de León
IX, y al cardenal Humberto de Moyenmoutier. Es
incluso probable que Hildebrando se hiciese monje en Toul o en sus cercanías cuando atravesó los Alpes en compañía de Gregorio VI, que
acababa de ser depuesto. Finalmente tenemos que añadir unas palabras acerca de
los monasterios griegos o basilianos de Italia
meridional. En el siglo X, en gran parte por influjo del calabrés san Nilo (f
1005), orientaron el movimiento monástico hacia el norte. Se estableció una
avanzadilla en Grottaferrata, junto a Roma. Las abadías
de San Basilio y San Sabas se
sumaron a las ya existentes dentro de la ciudad.
Un rasgo característico del
período benedictino, y de hecho de la tradición monástica propia de cada
período, fue que los centros de piedad ferviente y de reforma aparecieron aquí
y allá en forma imprevisible, como los incendios forestales en el estío. A
veces sólo tuvieron un efecto pasajero; otras lograron resultados duraderos. Ya
hemos hecho mención de centros de este tipo en la Inglaterra anglosajona; se
fundaron allí abadías de monjes y monjas —Westminster, Glastonbury, Saint-Albans, Abingdon,
etc.— que
continuaron siendo instituciones venerables hasta su disolución final, tras más
de cinco siglos de existencia. Lo mismo ocurrió con el monacato normando de los
siglos X y XI. Los invasores nórdicos que se habían establecido en la cuenca
del Sena y en las regiones marítimas cercanas adoptaron con asombrosa rapidez
las prácticas religiosas de Europa occidental. El monasterio más antiguo se
fundó en Jumiéges hacia el año 940. Después los
loreneses fundaron más monasterios, según hemos dicho, en 961-963 y otros aún en Fécamp y sus alrededores a partir del 1001, gracias
al celo del monje cluniacense Guillermo de Dijon. Este
gran personaje, con el nombre de Guillermo de Fécamp,
es el primero de una serie de autores espirituales eminentes que escriben en
esta época. Además, dio nueva vida a las abadías normandas. Los barones del
ducado normando rivalizaron en el afán por fundar casas religiosas: cuando el
duque Guillermo invadió Inglaterra, ya existían allí 27 casas de monjes.
Contribuyeron a la reputación de Normandía y renovaron la vida monástica en
Inglaterra, donde se fundaron nuevos monasterios; proporcionaron abades
ilustres y aportaron a las casas antiguas una sangre joven. Este movimiento
fomentó el espíritu de creación artística o literaria y el gusto por las construcciones
de envergadura. Al quedar las abadías normandas fuera de la red cluniacense
protegieron la independencia del monacato inglés. Así, las casas benedictinas
de las Islas Británicas continuaron siendo unidades independientes con gobierno
propio. Las casas cluniacenses fundadas después de la conquista, en número más
bien escaso, fueron en general pequeñas y carentes de influencia. La renovación
del siglo xi en Normandía y en Inglaterra, así como la de Montecassino,
que ocurrió por el mismo tiempo, ofrecen ejemplos del nuevo tipo de familia monástica
que se consagra al trabajo intelectual, literario y artístico. Le Bec en Normandía, con Lanfranco y
Anselmo, y Montecassino en Italia, con Desiderio,
fueron abadías de un nivel cultural desacostumbrado.
Uno de los últimos centros de
reforma monástica de tipo tradicional fue, en siglo XI, Hirschau, en la
diócesis de Spira. Fundado por Guillermo, que fue su
abad de 1069 a 1091, Hirschau adoptó la observancia cluniacense. En realidad,
el documento más conocido y elaborado que poseemos acerca de la liturgia
cotidiana de Cluny es el formulario de
Ulrico, compuesto bajo la dirección del abad Guillermo. Fue enviado a Ulrico de
parte de Hugo el Grande, abad de Cluny, quien le
concedía autorización para hacer todas las modificaciones necesarias para
adaptarlo a las condiciones particulares de Hirschau. Esta
abadía y sus casas asociadas nunca formaron parte de la organización
cluniacense. Pero Gregorio VII escogió a Hirschau, juntamente con Cluny y San Víctor de Marsella, como base a su
política reformadora. El anti-rey Rodolfo de Suabia vivió en Hirschau algún
tiempo después de su elección; a causa de ello, Guillermo fue obligado por un
obispo imperial, que no lo quería bien, a abandonar Hirschau. Guillermo
se refugió en la abadía hermana de Schaffhausen.
Hirschau es
importante en la historia monástica por otro motivo. Su fama atrajo a numerosos
laicos de la pequeña nobleza, que tomaron el hábito en la flor de su edad en
calidad de conversi o «monjes laicos».
No eran «hermanos legos» de la clase instituida luego por los cistercienses,
sino «monjes laicos» como los que había en Canterbury en
la época de Lanfranco. No podían recibir las órdenes por ser
«iletrados». Se consagraban a tareas diversas en la iglesia y en el claustro.
Su existencia atestigua la necesidad general de dilatar el campo de la vida
monástica y señala la prehistoria de la hermandad laica.
Hemos seguido la historia del
monacato benedictino tradicional hasta fines del siglo XI. Hasta una fecha poco
anterior, el monacato benedictino ejerció una especie de monopolio en Europa
occidental: era la única forma válida de vida monástica. Lo vemos pasar por
situaciones de todo tipo, felices unas, desgraciadas otras. Unas veces lleno
de fervor, otras relajado; floreciente aquí, decayente allá; surgiendo nuevos centros de vida espiritual y desapareciendo luego. De
hecho, durante su último siglo de reinado indiscutido empezaron a formarse unos
grupos —entre los cuales descolló Cluny por su
importancia y organización— que propagaron y mantuvieron formas particulares de
observancia. Pero la organización cluniacense se resquebrajaba y doblaba ya
bajo el peso de sus casas, excesivamente numerosas. Los otros grupos
establecieron entre sus miembros lazos demasiado flojos y no pudieron continuar
seriamente sus tentativas. Todos esos grupos iban a ser puestos en entredicho
por reformadores radicales y poderosos. Nunca pudieron ser considerados como
los únicos representantes de la vida monástica. Pero el monacato tradicional
subsistió. Sus descendientes constituyen aún hoy comunidades con gobierno
autónomo que siguen la Regla de san Benito moderadamente interpretada. Fueron
ellos, y no los reformadores, quienes conservaron y llevan todavía el nombre de
benedictinos.
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