web counter
Cristo Raul.org
 
 

NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

CAPITULO QUINTO

 

EN EL ESPIRITU DEL CONCILIO DE TRENTO RENOVACION INTERIOR DE LA IGLESIA Y DEFENSA ACTIVA (CONTRARREFORMA )

 

 

DEFENSA ACTIVA: BAVIERA Y AUSTRIA

 

El catolicismo no podía mantenerse y mucho menos podía reparar las pérdidas tolerando las transgresiones formales del derecho y mostrando indulgencia y benevolencia ante las presiones políticas que se aprovechaban de una situación militar apurada. Se necesitaba para ello una defensa activa, que no se limitó a la renovación interior y a la formación de una nueva generación conscientemente católica, sino que se valió también del poder civil, conforme al derecho imperial de 1555. Rápidamente se fundieron actividad política y actividad interior de la Iglesia, de forma que ni en los papas, ni en los obispos, ni en los jesuítas, y mucho menos en los príncipes seculares se podía separar una de la otra. En realidad, esta «Contrarreforma» surgió en varios países de Europa, pero adquirió proporciones enormes sobre todo en Alemania, donde ahora también los príncipes católicos reivindicaron el derecho de reforma, siguiendo el ejemplo de sus colegas protestantes, e impusieron en sus dominios la hegemonía de la religión católica. El primer paso en este terreno lo dieron los duques de Baviera. Alberto V (1550-1579), que, en 1555, en Augsburgo, se había puesto del lado católico de forma no muy decisiva, pero que en 1559 había llamado a los jesuítas a Munich, convertida en ciudad de arte, atacó con toda decisión a la nobleza protestante de su ducado, a la que sometió con motivo de una conjuración que ella provocara y a la que obligó a jurar fidelidad, por escrito, y a mantener el antiguo orden. Los caballeros no debían ser molestados en sus personas por motivos de conciencia. Para ganarse a los ciudadanos y campesinos protestantes Alberto pidió al concilio la concesión del cáliz de los laicos y el matrimonio de los sacerdotes. El cáliz fue concedido por el papa en 1564, y retirado de nuevo en 1571, con la aquiescencia del duque, ya que, por haberse convertido en el signo diferenciador de las dos confesiones, la católica y la protestante, este derecho sólo favorecía a la apostasía entre los católicos. El duque confió la enseñanza a los jesuítas.

 

Siguieron después un mandato religioso dirigido a los empleados, lugares, ciudades y prelados, una ordenación de las escuelas y una orden de censura. Todos los empleados habían de pronunciar la fórmula de profesión de fe del Concilio de Trento, y el paso a la Reforma fue prohibido bajo pena de destierro del país. El Estado se encargó de educar al pueblo en la ortodoxia católica, sobre todo porque los obispos fallaban todavía. La junta de consejeros religiosos que debía examinar a los clérigos antes de hacerse cargo de sus beneficios y prebendas, estaba compuesta de sacerdotes y seglares, conforme había aconsejado Pedro Canisio. El Índice de libros prohibidos se completó con un apéndice de autores escogidos, a base de los cuales se podía formar una buena biblioteca católica. El duque comprendió todo el alcance que tenía el problema de la formación de la nueva generación de sacerdotes. Los maestros de escuela de los pueblos debían informar al gobierno sobre las cabezas despejadas que encontrasen, a fin de que se les facilitaran medios para realizar los estudios. El Gimnasium muniqués —Baviera no tenía ninguna sede episcopal en su territorio— incluyó en su plan de estudios un curso de filosofía y, más tarde, otro de teología. En 1570 se restableció ya la unidad religiosa del ducado, y el trabajo de renovación interior continuó siempre en estrecho contacto con los nuncios, que frecuentemente residían fuera de la capital.

 

El alma de la puesta en práctica de las decisiones tridentinas fue el dominico Feliciano Ninguarda. A pesar de las resistencias que, en sus visitas, le ofrecieron los cabildos catedralicios y los monasterios, consiguió que se celebraran dos sínodos provinciales en Salzburgo en los años 1569 y 1573. En esta nueva atmósfera espiritual de la corte muniquesa, el belga Orlando de Lasso, llamado por el duque, se consagró rápidamente a la composición de cantos religiosos. Pronto Munich se convirtió, con Viena y Salzburgo, en un centro de la música eclesiástica católica. Ya en 1579 se preciaban en Munich de que en la capilla del palacio ducal se cultivasen el canto y el rito romanos. La idea de que el duque con toda su corte debía adelantarse con el ejemplo, impresionó a los hombres de aquel tiempo, aun cuando esta conducta comprendiera por el momento sólo manifestaciones externas, como ayunos, visitas a las iglesias y procesión del Corpus Christi.

 

La postura contrarreformadora de Alberto, unida a la política absolutista de su casa y de su familia, adquiere pronto una significación alemana y hasta europea. Como tío y tutor del margrave de Baden, menor de edad, restableció la Iglesia católica en Baden-Baden, cosa que fue posible sólo gracias a las misiones que de una forma regular dieron los jesuítas en aquel territorio. Alberto, el mejor sostén de la Curia en la Dieta de Augsburgo de 1566, consiguió incluso del santo papa Pío V que su hijo menor, Ernesto, fuera nombrado obispo de Freising a la edad de doce años. Más tarde, al ser postulado Ernesto para obispo de Hildesheim en 1573, el papa Gregorio XIII le confirmó rápidamente en el cargo. La política de la casa de Baviera se fundía casi por completo con el esfuerzo de Roma para restablecer el catolicismo en Alemania. Detrás del joven obispo, cuya actitud no era por cierto muy sacerdotal, estaba Alberto, que en Hildesheim había encontrado la base de partida para lanzar la Contrarreforma hacia el oeste, donde ya su aliado español trabajaba en el mismo sentido, en sus dominios de los Países Bajos. Un puesto en el cabildo catedralicio de Colonia había de ofrecer a Ernesto el punto de apoyo para ganar este arzobispado, siempre amenazado en sus esencias católicas. Con todo, el padre no vivió la consumación de este gran plan. Ciertamente, la acumulación de obispados se oponía a las prescripciones expresas del Concilio de Trento. Pero dado el pequeño número de candidatos nobles en los que se pudiera confiar, ¿cómo hubieran podido tener los obispados del norte alemán, gravemente amenazados, un obispo católico, si no hubiera sido a través de las casas de Wittelsbach y Habsburgo? La acumulación de obispados se convirtió ahora en una peculiaridad de la Contrarreforma allende los Alpes, aun cuando fuera visto por estas familias reinantes como medio de acrecentar su poder, y por Roma como una transgresión necesaria, aunque no por ello menos amarga, de los decretos conciliares, que por lo demás significaba la salvación del catolicismo alemán.

 

Para el hijo y sucesor de Alberto, Guillermo V el Piadoso (1579­97), la labor reformadora constituyó, más que una empresa política, como lo fue para su padre, una misión de tipo religioso. Fue el primer alumno de los jesuítas que se sentó en un trono alemán y llevó una vida espiritual como pocos sacerdotes la llevaban. Toda su vida favoreció a los Padres de la Compañía, para los que construyó en Munich la magnífica iglesia de san Miguel y a los que confió la facultad de filosofía de Ingolstadt. Con el fin de asegurar en su ducado la unidad de la fe y la reforma del clero y del pueblo, acordó en 1583, a instancias de Ninguarda, una unión con los prelados vecinos. Este concordato episcopal debía eliminar las quejas de los obispos por la intromisión de las autoridades civiles en la jurisdicción de la Iglesia, y con esto desautorizar las excusas de ciertos obispos, un poco tibios, para no cooperar en los trabajos de renovación religiosa.

 

Guillermo consiguió también que se confiase a los jesuítas de Ingolstadt la educación de su sobrino Fernando, hijo del archiduque Carlos de Graz, y más tarde emperador. Todo su poder lo dedicó a propagar la fe católica en el Imperio, por lo que, tras algunas vacilaciones iniciales, continuó la política de repartir los beneficios y prebendas a su casa de Wittelsbach. Prestó su conformidad a la postulación de su hijo Felipe, de apenas tres años, para obispo de Ratisbona —propiamente el gobierno del obispado lo llevarían entre Ninguarda y un hábil vicario general. Guillermo procuraba, sobre todo, ganar nuevas posiciones en el marco de la Iglesia para su hermano Ernesto. Con el apoyo del gobernanor de los Países Bajos, Ernesto había sido elegido también, en 1581, obispo de Lieja, poco antes de que estallara en Colonia la crisis latente. El arzobispo Gebardo Truchsess de Waldburgo, hombre de sentimientos mundanos, que no había sido confirmado en su cargo por el papa hasta tres años después de ser elegido, se declaró públicamente, en 1582, a favor del protestantismo, contrajo matrimonio con su amante Inés de Mansfeld y discutió con los príncipes protestantes planes para la secularización del cabildo. Sin embargo, los miembros católicos del cabildo, el Consejo de Colonia y el pueblo, advertidos por los jesuítas, opusieron resistencia. El arzobispo fue excomulgado y depuesto por el papa Gregorio XIII. Para sucederle, el cabildo eligió al candidato del partido romano-bávaro-español, el duque Ernesto. En esta guerra de Colonia, el arzobispado fue conquistado en realidad para Ernesto por las armas bávaro-españolas. La victoria trajo consigo también, de una manera indirecta, el que se concediera la dignidad electoral a la casa de Wittelsbach. Fue causa además de que fracasara la unión de los calvinistas de los Países Bajos con los luteranos del norte de Alemania. Con esto no sólo se eliminó el peligro de una mayoría protestante en el colegio de electores, sino que se aseguró también la religión católica en los vecinos obispados de Paderborn y Münster, éste último, en 1585, el quinto de los obispados que acumuló el duque Ernesto.

 

La reunión de cinco obispados en una sola persona era algo más que una crasa transgresión de los decretos conciliares. Baviera lo justificó alegando los esfuerzos militares que eran necesarios para conquistar los obispados y asegurarlos contra los ataques de los príncipes protestantes vecinos. La peligrosa situación de los obispados, situados en medio de territorio protestante, hizo comprender a la Curia, como imperativo del momento, la conveniencia de permitir una jurisdicción mayor y compleja, anexionando todos estos obispados a una casa poderosa de príncipes católicos. Los Wittelsbach eran tenidos por tal entre los Habsburgo y otras dinastías reinantes. De todos modos no debemos silenciar, para honra de la Curia, que ya el papa, cuando confirmó a Ernesto como obispo de Lieja y luego, mucho más, al ser elegido para el obispado de Münster, pidió a Ernesto que se limitara a tres obispados y transfiriese los otros dos a sobrinos suyos. Tras larga resistencia, en 1595 Ernesto tomó a su sobrino Fernando como coadjutor del de Colonia. Aunque éste, al contrario de su frívolo tío, nunca fue consagrado sacerdote, acometió con mano firme el problema de la reforma interior de las diócesis, que hasta ahora habían sido administradas por los encargados de la nueva nunciatura de Colonia. Una serie de sínodos diocesanos, la fundación de un seminario para sacerdotes y el tenaz trabajo de competentes vicarios generales llevaron a cabo paso a paso el programa de reforma del concilio, hasta que por fin, en 1662, fue proclamado solemnemente el Concilio de Trento.

 

El despertar católico fue más lento en la Austria de los Habsburgo. El sucesor de Maximiliano II, el débil y enfermizo Rodolfo II, que residía sobre todo en Praga y estaba representado en Viena por sus hermanos Ernesto y Matías, no podía dominar las tensiones religiosas. La nobleza protestante se había excedido en sus derechos y había llamado incluso a predicadores luteranos para sus territorios y administraciones. La burguesía vienesa, que sentía igual que la nobleza, organizaba manifestaciones delante del palacio imperial, y, cuando se prohibió el culto en el ayuntamiento de Viena, se trasladó a millares a las fincas de los nobles, situadas en los contornos de la ciudad. Los nuevos creyentes querían darse una constitución eclesial propia. El intento fracasó a causa de la profunda división reinante entre los predicantes. En el joven vicario general de Passau, el converso vienes Melchor Klesl, tuvo al mismo tiempo la Iglesia católica la personalidad capaz de superar la crisis. El éxito no se hizo esperar, fruto de su incansable actividad de visitas a decanatos y conventos realizadas durante veinte años. Como reformador general puso en práctica los decretos que prohibían el culto protestante en las ciudades y poblados y, al mismo tiempo, ordenaban la expulsión de los predicantes. A Klesl le ayudó en esta labor, más que el brazo secular, la fuerza de su palabra de buen predicador. Su misión más difícil la llevó a cabo en la Alta Austria, plaza fuerte del protestantismo. Aquí los ayuntamientos protestantes se resistían a que los patronos proveyesen las parroquias con católicos. Los intentos de recatolización en las parroquias y colegiatas produjo una sublevación de los campesinos. Esta guerra campesina, llegada con retraso, tenía su origen en la situación social y en las cargas económicas que imponían las luchas contra el turco, pero fue sofocada sangrientamente. Según los planes de Klesl, la victoria debía destruir también al protestantismo. Las iglesias habían de volver al culto católico y los predicantes, ser eliminados. En Linz comenzaron los jesuítas su obra de predicación. Se prohibió el culto en el ayuntamiento de esta ciudad. Sin embargo, nuevas sublevaciones mostraron que el pueblo y la nobleza no habían sido ganados todavía para la Iglesia antigua.

 

En el Austria interior el archiduque Carlos actuó con todo rigor contra los protestantes, después de haber hablado en Munich con su cuñado Guillermo, conviniendo el plan para la represión del protestantismo. En primer lugar, el archiduque Carlos prohibió el culto protestante en ciudades y poblados y expulsó a los portaestandartes de la oposición. En 1585 fundaba la universidad de Graz, entregándosela a los jesuítas. Luego, apoyado por la recién establecida nunciatura, comenzó la reconquista de los valles, a pesar de las resistencias que encontró.

 

Su hijo Fernando, luego emperador, que había estado educado en Ingolstadt, prosiguió la recatolización de Estiria y Carintia, sobre todo sabiendo que nada aprovechaba el esfuerzo de celosos obispos. Así fueron eliminados de Graz los concejales luteranos y expulsados diecinueve predicantes y maestros de escuelas. Mientras una comisión de reforma, compuesta por elementos del príncipe y escoltada por soldados, restablecía el culto católico en la Estiria superior, se interrogó en Graz a toda la burguesía; los libros luteranos debían ser entregados y luego quemados. La fundación de un nuevo convento de capuchinos debía consumar la obra de la conversión. En Carintia fueron necesarias dos visitas, la segunda sin escolta militar, para vencer la resistencia pasiva de la gente. También, más tarde, se organizaron nuevas comisiones religiosas dirigidas por el obispo y el gobernador, las cuales examinaban el estado religioso de la provincia. Sólo los nobles podían conservar la fe protestante. El archiduque obligó a sus súbditos a aceptar la fe de su príncipe dentro de un determinado plazo o, en caso contrario, a emigrar, pero con ello no hizo otra cosa que aplicar el ius reformandi del año 1555, que tan frecuentemente habían utilizado los príncipes protestantes.

 

LOS TERRITORIOS ECLESIASTICOS

 

Poco a poco se despertó también en los príncipes eclesiásticos de Alemania un mayor celo por la causa católica. El primero en enfrentarse enérgicamente a los innovadores, tanto en su obispado como en la demarcación de la colegiata de Ellwangen, fue el cardenal Otón Truchsess de Waldburgo, obispo de Augsburgo (1543-1573). En estrecho contacto con Pedro Canisio y los jesuítas en general, llevó a cabo personalmente las disposiciones conciliares de Trento sobre visitas pastorales y sínodos diocesanos. Llevó a Canisio al púlpito de la catedral de Augsburgo y fundó en su residencia episcopal la universidad de Dilinga, que confió, en 1563, a los jesuítas. Las excesivas ocupaciones y extenso campo de acción del cardenal, que era miembro de la Congregatio Germánica y protector en Roma de la nación alemana y que intervenía activamente en la política estatal y de la Iglesia, unido todo ello a la falta de profundidad religiosa de este eclesiástico, que reunía en su persona tantas prebendas, impidieron realmente una seria y efectiva reforma de su diócesis. Un sucesor suyo, procedente del Colegio Germánico, logró más tarde que las ideas tridentinas triunfasen en el obispado de Augsburgo.

 

En el año 1570 el abad-príncipe de Fulda iniciaba la reforma de su demarcación. En Münster se llevó a cabo en 1571 una visita general del obispado. En 1585 Ernesto de Baviera logró obtener esta diócesis, frente a los candidatos protestantes. Su sobrino y sucesor, Fernando de Baviera, realizó en 1613 una extensa visita pastoral. En la demarcación de Maguncia, de la Alemania central, se impuso el extraordinario celo pastoral de Daniel Brendel (1555-1582), elegido arzobispo por un solo voto de mayoría frente al candidato protestante, y que en 1574 llegó personalmente hasta Eichsfeld, e incluso hasta Erfurt, que era casi totalmente protestante, para realizar allí su visita pastoral. En 1576 desestimó la protesta que, a causa de la ruptura de la paz religiosa, elevara la nobleza campesina sajona, apoyada por los príncipes protestantes vecinos. En el mismo año la Dieta de Ratisbona había también ratificado expresamente el derecho de reforma de los príncipes de la Iglesia. La elección para obispo en 1585 del hasta entonces decano Teodorico de Fürstenberg, fue un paso importante en la alternante historia de la diócesis de Paderborn. La expansión de la nueva doctrina se detuvo. Con el sínodo diocesano de 1594 se inició una actividad sinodal que, sin mencionar al Concilio de Trento, pero en su espíritu, eliminó los abusos y promovió el culto y la disciplina. El obispo rechazó rotundamente la exigencia de los estados, de sentimientos protestantes, de que se les concediese una completa libertad religiosa, mandó abrir en Paderborn una imprenta católica, realizó una visita oficial —cosa entonces inaudita— al cabildo catedralicio, fundó un colegio para los jesuítas, transformado más tarde, en 1614, en universidad, confirmada luego como tal por el emperador y por el papa. La personalidad del sucesor de Teodorico —lo fue Fernando de Baviera— garantizó la continuidad y victoria definitiva del espíritu católico en este obispado de Westfalia.

 

Durante el largo episcopado de Julio Echter de Mespelbrunn (1573­1617) el obispado de Würzburgo fue un centro del nuevo espíritu. El joven príncipe-obispo, elegido a instancias de Baviera, de honda piedad ignaciana, que se preparó para recibir su nueva dignidad con unos ejercicios espirituales, consideró como su principal tarea la conservación de la fe católica en su obispado. El hecho de que comenzara su obra de reorganización fundando el Gran Hospital Julio revela una nota de acción social en el concierto del humanismo tardío, el absolutismo y el primer barroquismo. Obligado al principio a un retraimiento en lo exterior, a causa de la vecindad protestante, este gran obispo se fortaleció y aseguró con la reorganización económica de su demarcación, el apoyo político de Baviera y sus acciones militares. A todo esto se sumó la renovación interior, que el obispo creyó garantizada sobre todo por la formación que recibía su joven clero, de elevada moral y grandes conocimientos científicos, en el recién fundado seminario. Con este mismo fin fundó la universidad (1582), a pesar de la oposición del cabildo.

 

Luego se dedicó a la ciudad y al campo, en el que el mismo obispo realizaba la visita pastoral, enviando a los jesuitas a misiones populares y ordenando reconstruir o levantar más de trescientas iglesias. A esto se añadió, a partir de 1585, y apoyándose en el ius reformandi, una amplia campaña contra los partidarios de la nueva doctrina en toda su jurisdicción. El influjo de Echter fue más allá de sus fronteras. Sobre todo, se sintió responsable de que en la amenazada Bamberg se eligieran obispos celosos de la reforma interior. Para asegurarse el éxito, entró a formar parte de la liga creada por Maximiliano de Baviera, pensada como federación católica de defensa.

 

SUIZA

 

En la Contrarreforma aparecen nuevas fuerzas en Suiza. No existían aquí príncipes absolutistas, pero sí influjos de los partidos francés y español, que luchaban entre sí. Por esto Carlos Borromeo no echó nunca en olvido la tierra del otro lado del san Gotardo y encontró un colaborador muy influyente en el señor de las tierras de Nidwalden, el caballero Melchor Lussy de Stans, que en 1564 había suscrito los decretos del Concilio de Trento en nombre de las siete demarcaciones católicas. Este apóstol laico se esforzó constantemente por poner en práctica entre sus paisanos los decretos de reforma y se entregó a la formación de una nueva generación eclesiástica digna. También fue obra suya la inclusión de los suizos alemanes en el Colegio Helvético de Milán. Y, sobre todo, llevó al otro lado del san Gotardo a los frailes capuchinos, para los que levantó en Stans un convento, en su propio terreno y con sus propios medios. Finalmente, consiguió la creación de una nunciatura fija en Suiza, como el más seguro apoyo de una reforma duradera de la Iglesia.

 

El primer nuncio, Bonhomini, amigo de Carlos Borromeo, llegó a convertirse en el centro de la renovación religiosa. Los jesuitas habían llegado a Lucerna ya en 1574. Había sido necesaria para ello una orden expresa de Gregorio XIII. Con la misma decisión pidió el papa a los padres de la Compañía que fundaran un colegio en Friburgo, que Canisio pudo inaugurar ya en 1582. Del mismo modo, Jacobo Cristóforo Blarer de Wartensee, obispo de Basilea, atrajo a Suiza capuchinos y jesuitas, con el fin de reconstruir su casi destruida diócesis. En un sínodo diocesano celebrado en 1581, este celoso obispo pudo llevar a cabo la reforma tridentina en el resto del territorio que le quedaba. Las medidas de reforma que tomó el obispo de Constanza, encargado de la mayor parte de la Suiza de habla alemana, fueron muy aisladas y demasiado débiles.

 

En los territorios de fuera de Italia los capuchinos se habían unido a los jesuítas, que eran la fuerza fundamental de la renovación católica. Tras la apostasía de Ochino la Orden capuchina había superado maravillosamente la crisis y se había conquistado en toda Italia una gran estima y veneración por su austeridad de vida y su celo apostólico. Borromeo empleó a los capuchinos en la reforma de su diócesis de Milán y se convirtió en su gran protector. En 1574 Gregorio XIII revocó la orden que limitaba los frailes capuchinos a Italia. Pronto empezaron a extenderse por Francia y España. Al territorio de habla alemana acudieron en realidad debido sólo al deseo e indicación del papa y, sin embargo, en torno a la primera fundación en Altdorf (1581) se creó en pocos años una provincia capuchina suiza, que pronto traspasó los confines del Rin y erigió su primer convento en Friburgo de Brisgovia (1599). Ya por aquel entonces los capuchinos, procedentes de Venecia, habían hecho acto de presencia en Innsbruck, y Lorenzo de Brindis, que había adquirido gran fama como predicador, fundaba conventos en Praga, Viena y Graz, residencias de los Habsburgo, mientras en París terminaba el año de noviciado un joven barón, el P. José, llamado la «eminencia gris» en la última década de su vida. Toda la nobleza, no sólo la francesa, se sintió atraída por esta Orden tan apostólica, con mayor razón aun cuando uno de sus frailes demostró también su destreza diplomática y política en el frente de la defensa de la fe y de la renovación religiosa.

 

La provincia parisina nutrió de capuchinos las casas de Flandes, y desde aquí llegaron al Rin, donde en 1611 fundaron su primer colegio en Colonia. A los cuarenta y cinco años de haberse revocado la limitación de fronteras que se le impusiera, la Orden llegó a tener tantos miembros como la Compañía de Jesús, e incluso más. Su campo de acción era amplísimo. Frente a la fuerte concentración jesuítica en la enseñanza superior, los capuchinos ejercían el apostolado de la predicación, al principio sólo como predicadores ambulantes y penitenciales, luego también como predicadores del pueblo y de la controversia religiosa, unido todo ello a la catequesis y la práctica de las devociones piadosas del pueblo. El sello netamente italiano de la primera década desapareció rápidamente, aunque por largo tiempo aún los ultramontanos no gozaron de los mismos derechos para desempeñar cargos directivos de la Orden.

 

FRANCIA Y BELGICA

 

La renovación católica de Francia tuvo que tener en cuenta realidades muy distintas de las de Alemania. En ella no existían señores territoriales con derecho de reforma, ni obispos que al mismo tiempo fueran príncipes temporales. Estaba, pues, excluida la mezcla de medios espirituales y materiales, políticos y militares, para la defensa de la Iglesia o la reconquista de los terrenos perdidos. Es comprensible por ello que los franceses no gusten de emplear en sus exposiciones históricas la palabra Contrarreforma. Francia, el Estado unificado por Richelieu, se preocupará de lograr la unidad confesional de la nación a base de emplear sólo sus propios medios. A los obispos les quedaba únicamente la tarea de la renovación interna. Sin embargo, la confusión creada por las guerras civiles y religiosas no permitió recapacitar durante mucho tiempo a la jerarquía eclesiástica francesa, centralizada por completo en manos del rey. En las décadas en que no hubo un rey reconocido por todos, se vieron muchas diócesis sin prelados, los cuales eran presentados exclusivamente por el monarca. En 1579 una tercera parte de las sedes episcopales estaban vacantes, y veinticuatro tenían a su frente un seglar. En el suroeste, cuando se necesitaba de un obispo, era obligado recurrir a España. La acumulación de beneficios y prebendas y la comercialización de las mismas eran ahora cosa corriente, como en los tiempos pretridentinos. El cardenal de Lorena, Carlos de Guisa, arzobispo de Reims a los catorce años, poseyó uno tras otro o al mismo tiempo, hasta seis obispados, además de varias abadías. La jurisdicción religiosa de los obispos se mantenía, frecuentemente, dentro de estrechos límites. La mitad de los beneficios eclesiásticos de Francia se encontraba en manos de fundaciones y monasterios exentos, y los cabildos catedralicios, llenos de personal, se atrevían a enfrentarse con frecuencia a sus señores obispos. A estos prelados, que si no eran cortesanos, eran administradores de tierras, el concilio les había recordado su verdadera vocación, que consistía en ser padres y pastores de los fieles. Es verdad que, dada la oposición que mostraba el tercer estado, no se logró, ni bajo Enrique IV ni bajo Luis XIII, que el Parlamento aceptase los decretos de reforma del concilio. La labor de los sínodos provinciales no pasó de ser durante mucho tiempo humo de paja. Sin embargo, el ejemplo de Carlos Borromeo influyó también en Francia, de forma imperceptible pero honda, a través de sus discípulos y de sus escritos. El arzobispo de Aix, procedente de Milán, consiguió en Melun, en 1579, que sus colegas aceptasen los decretos de reforma. Pero los sínodos provinciales tardaron algún tiempo en ponerse en marcha, y con la muerte de este arzobispo desapareció también el seminario que levantara en Aix.

 

Una obra más prolongada pudo llevar a cabo Francisco de Rochefoucauld, obispo de Clermont y luego de Senlis. También él había tratado y visto personalmente a Carlos Borromeo. Cuando en 1614 el Parlamento denegó nuevamente su autorización para publicar los decretos conciliares, el obispo de Rochefoucauld logró que siete arzobispos y cuarenta y cinco obispos pronunciaran ante él el juramento de anunciar las doctrinas del concilio en los sínodos provinciales. Como creía que las cosas marchaban con mucha lentitud, inició personalmente esta tarea en 1620, en el sínodo provincial de su diócesis, aunque no olvidó naturalmente la ordinaria reserva de los derechos del rey y de la corona, y los privilegios de la Iglesia galicana.

 

Los preludios del futuro galicanismo se manifestaron aún más en el sínodo provincial de Burdeos de 1624, cuyas conclusiones fueron publicadas antes de que se hubiera recibido de Roma la correspondiente autorización, y que fueron corregidas por la Congregación del Concilio. Más importancia que estos sínodos tenía la actividad de los jesuítas, cuyo número, en 1610, ascendía ya a 1.400, con 36 colegios, y la de los capuchinos, por muy cambiante que fuera la vida de algunos de sus miembros franceses (Enrique de Joyeuse).

 

Habrá que mencionar también el espíritu pastoral de muchos obispos. De ellos citemos aquí tan sólo a Francisco de Sales (1567-1622), cuya jurisdicción saltaba de Saboya al suroeste de Francia. Siendo joven sacerdote, este hombre culto y formado se entregó a misionar en los dominios calvinistas del sur del lago de Ginebra, recuperando para la fe católica, tras indecibles dificultades, a setenta aldeas de aquellos territorios. Como coadjutor y obispo no sólo realizó la visita pastoral, dio catequesis a los niños y fundó un seminario, sino que también trató de ganar más almas para Dios valiéndose del influjo de su persona. En sus coloquios con Beza, en sus escritos de controversia y sus predicaciones se observa un tono nuevo: el del amor hacia los hermanos que yerran, libre de toda ironía y acritud. Su humanismo cristiano es apostólico. No le gustan ni la coacción ni la dureza. Este saboyano no se doblegó ante las libertades galicanas ni ante el absolutismo regio. Por ello la influencia que tuvo en el clero francés, a cuyos representantes conoció durante sus numerosos viajes, aseguraría y daría profundidad al contenido religioso del grand siécle. Pero la Iglesia de Francia se transforma en galicana y no en tridentina, pues en el asunto de los beneficios es el rey quien siguió decidiendo, y además el concilio no llevó a cabo ninguna reforma de los príncipes. No obstante, a pesar de la rigidez de las estructuras del concordato, la transformación de los espíritus abrió las puertas de la reforma católica.

 

El resurgimiento del catolicismo en Bélgica, tan desgarrada como Francia por guerras civiles y religiosas, fue esencialmente obra de los obispos y de sus colaboradores. Bajo la influencia del Consejo de Estado, al que aún pertenecían por aquel entonces Guillermo de Orange, Hornes y Egmont, la gobernadora Margarita de Parma prohibió en 1565, por razones de Estado, la publicación de los decretos conciliares y concedió a los obispos el imprimatur de la publicación bajo la expresa reserva de los más diversos derechos. Los efectos de la publicación hecha por los obispos fueron dificultados por diferentes causas. No, por cierto, porque faltaran obispos celosos de la reforma. A excepción del arzobispo de Utrecht, tristemente famoso por su conducta, y de algunas personalidades de escasa energía, el episcopado de los Países Bajos estaba formado por hombres inteligentes y cultos, que en su mayoría poseían grados académicos, habían adquirido gran experiencia en la cura de almas y la administración de la Iglesia, y también se habían mostrado más moderados que el papa y el rey (Pío V y Felipe II) en la represión de la herejía. Pero varias de las nuevas diócesis no estaban organizadas del todo; en otras se dejaba sentir la fuerte resistencia de los cabildos exentos, y en toda la nación existía el peligro de su ocupación por los holandeses, que luchaban contra la soberanía española en los Países Bajos. El activo prelado de Ypres, Rythovio, la «perla de los obispos», estuvo encarcelado por ellos durante cuatro años. El culto Lindano, obispo de Roermond, tardó siete años en poder entrar en su diócesis, y Torrencio de Hertogenbosch no pudo residir en su ciudad episcopal hasta pasados diez años de su nombramiento.

 

En poco más de dos decenios fueron asesinados por los holandeses 130 sacerdotes, de los que 19, los mártires de Gorkum (1578), fueron elevados al honor de los altares. La mayoría de las abadías fueron incendiadas y saqueadas. Pero el obispo de Ypres, antes y después de su encarcelamiento, no dejó de realizar su visita pastoral, restableció la disciplina en el clero y predicó personalmente, se preocupó de la enseñanza y levantó con su hacienda el primer seminario de Bélgica.

 

Apenas llegado Lindano a Roermond, celebró un sínodo, mandó redactar un catecismo y emprendió una dura campaña contra el concubinato extendido por el clero, que ni siquiera interrumpió durante las tres veces que se vio obligado a emprender la huida. Los sínodos provinciales de 1565 no dieron el resultado apetecido. Mas con la ayuda que le prestó el duque de Alba, el arzobispo de Cambrai pudo publicar al menos, en un plano diocesano, los decretos del concilio, ejemplo que en los años siguientes imitaron sus obispos sufragáneos.

 

En el sínodo provincial de Malinas de 1570 Rythovio pidió que se aceptasen, sin limitación alguna, todas las decisiones tridentinas. En los años siguientes numerosos sínodos se ocuparon de la cuestión de los beneficios, de la vida que llevaban los clérigos y religiosos, de la enseñanza, pero fueron incapaces de vencer las restricciones que les imponía Bruselas. En el problema de los seminarios no se pasó de los intentos. Entre tanto los obispos habían conseguido realmente hábiles colaboradores y aliados.

 

Desde 1584 se encontraba Bonhomini de nuncio en Colonia y desde allí visitaba pastoralmente los monasterios y cabildos de Bélgica. Ya en 1542 habían llegado a Lovaina los primeros jesuítas. Entre las nuevas casas que, a pesar de algunas restricciones estatales, habían levantado hacia el año 1575 con la protección de los obispos, el Colegio de Douai, con cerca de mil alumnos, era quizá el más importante por la influencia e irradiación que tuvo; en Lovaina los estudiantes de la compañía asistían primero a los cursos de la universidad, hasta que en 1570 recibieron ya la formación en casas propias; en ellas Belarmino comentaba la Summa Theologica de Santo Tomás en lecciones a las que podía asistir todo el mundo.

 

Pero también la Compañía sufrió algunas persecuciones y destierros, hasta que finalmente Alejandro Farnesio pudo restablecer la paz al menos en las provincias del sur. Desaparecieron así las limitaciones regias impuestas a la Compañía. Continuaron las fundaciones de nuevas casas, las vocaciones aumentaron y la provincia religiosa hubo de ser dividida en 1612. Bajo el gobierno de Alejandro Farnesio llegaron también a Flandes los primeros capuchinos, que diez años más tarde (1595) establecían una provincia independiente, la cual hubo de ser dividida en 1616, por las mismas razones que la de la Compañía.

 

Así, con tan favorables circunstancias, existía una compacta masa de colaboradores, cuando aquella nación pasó a ser casi independiente de España, con la llegada, en 1598, del archiduque Alberto y la infanta Isabel Clara Eugenia. Alberto, en otros tiempos cardenal-obispo de Alcalá, había recibido dispensa del subdiaconado, e Isabel Clara Eugenia, la hija mimada de Felipe II, vestiría el hábito de clarisa años más tarde, tras la muerte de su esposo. La armónica cooperación de esta pareja con la obra de los obispos y colaboradores ganó de nuevo internamente para la fe católica la totalidad del pueblo. En los seminarios que se crearon por aquel entonces formábase un clero piadoso y competente. La nación se convirtió en una de las más florecientes provincias de la Iglesia, con lo que se creaba la base para el ulterior esplendor de las artes y la cultura barrocas.

 

Aun cuando la vida religiosa no alcanzase ya la altura original de la devotio de la Baja Edad Media y se alimentase de iniciativas procedentes sobre todo de España, fue tan grande la energía de esta vida que no quedaron en el olvido los católicos dispersos por las provincias calvinistas del norte. A pesar de los peligros constantes de encarcelamiento o destierro, una serie de valerosos jesuítas se consagraron de lleno a la pastoral de los católicos de la diáspora holandesa, labor a la que se sumaron también más tarde religiosos de otras Órdenes. Establecieron numerosos puestos de misión y trabajaron con éxito, siendo molestados sólo por las dificultades derivadas del derecho eclesiástico y por el confusionismo que envolvía sus relaciones con los vicarios apostólicos. Incluso para las misiones en las provincias del norte hubo fundaciones y sacerdotes dispuestos al sacrificio, una vez que la Congregación de Propaganda se decidió a actuar.

 

 

DEFENSA Y CONSOLIDACION PROTESTANTES