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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIAREFORMA Y CONTRARREFORMA
CAPITULO II
LA CRISIS EN LA VISPERA DE LA REFORMA
PROTESTANTE
II
CLERO Y OBISPOS
La
situación económica tanto de los numerosos sacerdotes que vivían en las
ciudades como de los párrocos rurales difería mucho entre sí. Al lado de
algunos párrocos que obtenían ingresos realmente principescos, estaba la gran
muchedumbre de parroquias rurales dotadas con ingresos medianos, cuando no muy
malos, y las exiguas prebendas de los capellanes y altaristas.
Sobre todo los vicarios de parroquias incorporadas a monasterios tenían que
contentarse, en muchas regiones, con ingresos muy modestos. Esto ocurría no
sólo en la Alemania central. Más de la mitad de todas las parroquias de Escocia
estaban incorporadas a monasterios, y los vicarios eran muy mal pagados. En un
memorial que el obispo de Clermont presentó en 1546 en Trento, afirmaba que, de
las 800 parroquias de su diócesis, sólo 60 estaban atendidas de hecho por
párrocos, y todas las demás, por vicarios, cuyo sueldo era muchas veces de diez
o doce florines; y a causa de su pobreza, decía, tales vicarios no podían
defenderse siquiera contra esta injusticia. Y en lo que respecta a Flandes, una
investigación moderna ha demostrado que el sacerdocio representaba un ascenso
social muy relativo: que el sacerdote recién ordenado, cuando tenía en su poder
la promesa de un beneficio, se había condenado a la pobreza para toda su vida.
Aun cuando disfrutase de una prebenda, tenía en general que agenciarse, con el
trabajo de sus manos, lo que le faltaba para el sustento. Y si no tenía un
beneficio, se veía obligado a mendigar. Los sínodos detallaban incluso de modo
positivo las profesiones marginales que estaban permitidas. ¡Tan natural
resultaba la pobreza del simple sacerdote! El hecho de que no faltasen
vocaciones demuestra que en muchos de éstos alentaba un idealismo capaz de
impresionar a los jóvenes. Si en la ciudad resultaba posible aumentar los
ingresos trabajando como escribano, pintor, encuadernador o médico, en el campo
esto podía conseguirse empleándose como hortelano, pescador y, muy frecuentemente,
como labrador, para cultivar incluso las tierras pertenecientes a la Iglesia.
Así los sacerdotes establecían un íntimo contacto con el pueblo, conocían sus
necesidades, pero, por otro lado, no permanecían libres de sus faltas. Siempre
que oigamos quejas sobre las reyertas entre clérigos, sobre el hecho de que
jugaban, bebían y andaban mucho por las tabernas, deberemos ver tales quejas en
el contexto que acabamos de señalar.
La
formación de estos sacerdotes era, lógicamente, muy modesta. La mayoría de los
futuros clérigos se educaba en compañía de un párroco, acaso el de su misma
ciudad natal, conviviendo con él. Aquí aprendían los rudimentos del latín y el
rito de la misa y de la administración de los sacramentos, se entusiasmaban por
el ideal del sacerdote cuando tenían ante sí un ejemplo vivo, pero se
contentaban también con la mediocridad y la rutina vulgar cuando la vivían día
a día. El estudio en las escuelas catedralicias o monacales no era accesible
más que a una pequeña minoría. En las escuelas de latín de las ciudades se
enseñaba los rudimentos de esta lengua a aquéllos que se disponían a cantar por
las calles para ganarse el pan de cada día. La formación universitaria era al
principio una excepción. Sólo a partir de la segunda mitad del siglo XV empezó
a ser más frecuente la asistencia a las universidades, pero en ellas muy
raramente se estudiaba teología. En la mayor diócesis alemana, la de Constanza,
en la que había unos 17.000 clérigos, sólo 4.700 estudiaron en universidades
durante estos cincuenta años. En los primeros decenios del siglo XVI casi la
mitad de los clérigos había asistido a la universidad. Las circunstancias eran
favorables en esta diócesis, pues existían tres universidades en ella o muy
cerca de sus fronteras. Cifras semejantes se dan también en Inglaterra.
El
estudio en la universidad, que presuponía casi siempre, como base económica, el
disfrute de un beneficio, no favorecía ciertamente el cumplimiento de la
obligación de residencia de los párrocos. Las dispensas de este deber por razón
de estudios universitarios son, desde luego, un testimonio muy laudable de la
alta estima en que la Iglesia tenía a estos estudios, pero manifiestan, por
otro lado, una comprensión muy escasa para las exigencias de la cura de almas.
Tales dispensas multiplicaban el empleo de substitutos, que, por ser auténticos
«arrendatarios», mostraban poco sentido de responsabilidad para el rebaño que
se les había confiado, y tenían que llevar, además, una vida muy poco segura.
No es fácil señalar numéricamente cuántos eran los que cumplían con la
obligación de residencia. Todos los datos son inseguros, bien porque la manera
de designar a los clérigos tiene un significado distinto en cada región, bien
porque faltan cifras comparativas, o porque éstas tienen sólo una validez
local. En cualquier caso, parece que en el siglo XVI las circunstancias eran
peores en Francia y en los territorios del Rin que en Flandes o en el obispado
de Utrecht.
Entre
las anomalías y defectos del clero se contaban sobre todo, además de los
numerosos fallos particulares en el terreno moral, la gran difusión del
concubinato. Los relatos de las visitas pastorales mencionan una cuarta parte
(Países Bajos) e incluso una tercera parte de todos los clérigos (Bajo Rin,
1569). Casi una cuarta parte del clero está reseñado en el registro penal del
oficial de Châlons. Decanos celosos denuncian al obispo, por este motivo, a
docenas de clérigos de cada diócesis, o se acusan a sí mismos. Pero el mal
parecía inextirpable, y la intervención de los tribunales episcopales no era,
en consecuencia, bastante severa. Los culpables eran castigados casi siempre
con una simple multa. Aun cuando se exigía abandonar a la concubina, esto no se
realizaba casi nunca. En las aldeas el concubinato parecía casi inevitable,
debido en parte a que los párrocos trabajaban en el campo. A los ojos de muchos
seglares el concubinato de los sacerdotes apenas constituía ya un escándalo,
habiendo perdido, incluso según la opinión de muchos clérigos, su carácter de
culpa. ¡Hasta tal punto habíase debilitado en este estamento la energía de lo
auténticamente religioso, la entrega a Dios! Lo que escandalizaba era, a lo
sumo, el que muchos párrocos intentaran que sus hijos habidos en concubinato
heredasen el beneficio que ellos disfrutaban. Había que pedir, ciertamente,
dispensa a Roma para que los hijos de sacerdotes pudieran recibir las órdenes
sagradas, pero esta dispensa se concedía con frecuencia.
Al
igual que en el caso de la obligación de residencia, también en este terreno
resultaba difícil señalar las cifras exactas. Las que figuran en los registros
episcopales y en los minutarios conservados no abarcan, sin duda, todos los
casos llegados a conocimiento de los tribunales. Por otro lado, los clérigos
aislados verdaderamente ejemplares han quedado en el recuerdo de las gentes
sólo casualmente, por su obra literaria o por sus memorias. En los territorios
de lengua alemana podemos señalar al párroco de Basilea, Ulrico Surgant (f. 1506), muy meritorio por las enseñanzas homiléticas y por la instrucción pastoral que daba a sus
hermanos de sacerdocio; al predicador de la catedral de Estrasburgo, Juan Geiler de Kaisersbeg (f. 1520), o
al sacerdote suabo Enrique de Pflummern,
de Biberach (1475-1561), que no aceptó beneficio
alguno durante toda su vida, para poder servir mejor a Dios y a los enfermos en
el hospital. El número seguramente elevado de los sacerdotes fieles, buenos y
ordenados realizaba su obra en silencio, sin llamar la atención. Esto es
preciso recordarlo tanto más, si se piensa que, por así decirlo, estos
sacerdotes eran Self-made men,
que no habían tenido la educación ascética y religiosa de un seminario, que
sólo muy raramente se habían sentido animados por el ejemplo de obispos santos,
que no habían sido apartados del mal por la severidad de un vicario general o
de una visita pastoral, y que apenas eran tonificados por el ejemplo de sus
compañeros de la misma población. A veces un pequeño número de sacerdotes de
las mismas ideas se reunía para formar una hermandad sacerdotal. Estas, que
eran numerosas, no se preocupaban solamente de conmemorar dignamente el día del
cabildo o de celebrar oficios fúnebres por los miembros fallecidos, sino que,
mediante numerosas prescripciones particulares, señalaban también cómo se podía
llevar una vida sacerdotal ordenada, según el modelo de las Órdenes religiosas,
los benedictinos o los premostratenses. Apenas había algún sitio en que se
enseñase o se practicase una ascética o una piedad propia, acomodada a los
sacerdotes seculares. El clero carecía sobre todo del sentido de la obligación
de la cura de almas. Su trabajo se reducía a rezar el oficio divino y decir
misa, llevar los libros de ánimas y de las fundaciones, administrar la iglesia
y sus riquezas, predicar, cuando esto no era una tarea propia de fundaciones
hechas expresamente para este fin, administrar los sacramentos a los
moribundos, enterrar a los muertos y vigilar que se cumpliesen en la parroquia
los decretos del derecho canónico. El clero no enseñaba el catecismo, cosa que
se dejaba a los padres; no confesaba de modo regular, no ayudaba ni iba en
busca de los descarriados, no congregaba a los buenos para llevar a cabo
empresas apostólicas. Se creía ser —y se era realmente— una comunidad
cristiana, para gobernar a la cual era completamente suficiente el derecho
canónico. Todavía en 1549, Bucer escribe desde la
Inglaterra de Eduardo VIII que el clero se preocupaba sólo de sus ceremonias,
predicaba rarísimamente y jamás enseñaba la catequesis.
Despertar
el sentido pastoral debería haber sido tarea de la jerarquía. Mas pedir esto,
¿no es exigir algo imposible de aquellos hombres que gobernaban las diócesis,
personajes procedentes casi todos ellos de la nobleza, que se habían
engrandecido con la administración y el disfrute de los beneficios de los
cabildos, cuyos estudios universitarios se reducían, en general, sólo al
derecho canónico, que, con frecuencia, habían alcanzado demasiado jóvenes, por
intereses familiares, su dignidad, que estaban atormentados por las deudas del
cabildo y que se hallaban complicados en innumerables negocios políticos?
Además, entre los que llevaban mitra había algunos que eran claramente indignos
y otros muchos que no comprendían bastante la gravedad de su cargo. El arzobispo
de Magdeburgo, Alberto de Brandeburgo, que quería tener, por razones puramente
económicas y dinásticas, además de la sede de Halberstadt,
todavía la de Maguncia, es uno de los más conocidos representantes de este tipo
de personajes. Por conseguir algunos obispados se discutía durante largos años;
en Constanza a cada uno de los dos candidatos contendientes los apoyaba
respectivamente el papa y el emperador, y en Flandes, el papa y el rey francés.
A comienzos de siglo estas sedes permanecen vacantes durante años. Para otros,
los obispados eran únicamente trampolines de su carrera, etapas de un ulterior
ascenso. Estos jamás ponían los pies en sus diócesis. El cardenal Ippolito d’Este, arzobispo de
Milán, no visitó ni una sola vez su diócesis durante los treinta años que van
de 1520 a 1550. El que luego sería cardenal Accolti (f. 1532), que fue el que redactó el primer borrador de la bula Exsurge dirigida contra Lutero, comenzó siendo obispo de
Ancona, obtuvo luego sucesiva o simultáneamente el arzobispado de Rávena, los
obispados de Cádiz, Cremona, Maillezais y la administratura de Arrás, y siendo
cardenal de Albano, pasó luego a serlo de Palestrina para acabar siéndolo de Sabina. ¡Y ni siquiera había estado jamás personalmente
en Cádiz o en Arras! Otros obispos recibían sus diócesis, por así decirlo, como
recompensa a servicios prestados en la corte, no sólo en la Curia, sino también
al emperador, pero sobre todo a los reyes de Francia e Inglaterra. De los
quince obispos que había en este último país el año 1517, diez de ellos habían
estado anteriormente al servicio del rey. Además, éste los seguía empleando
para llevar a cabo misiones diplomáticas en toda Europa. Naturalmente, así no
podían cumplir con su obligación de residencia. Y si bien Inglaterra había
conseguido liberarse desde hacía siglos de las intervenciones pontificias en el
sistema de provisión de cargos, había de conocer por su propio fracaso, por así
decirlo, la acumulación y el sistema de encomiendas. Wolsey, el lord canciller,
hizo que se le confiriesen varios obispados y abadías. De los quince obispos,
sólo tres de ellos eran teólogos; el más conocido de éstos era Juan Fisher,
obispo de Rochester; los demás habían estudiado derecho civil más bien que
derecho canónico. Era, pues, natural que los obispos de aquel tiempo no
tuviesen ya apenas idea del contenido teológico, del carácter sacramental de su
dignidad y de su función. Su vinculación interna con el papa era muy floja. A
sí mismos se consideraban únicamente como jueces y administradores; no sabían
ya que eran maestros de su diócesis, y los primeros pastores responsables. Por
el contrario, siguiendo el ejemplo de la Curia y de las cortes, organizaban
toda una cancillería y dejaban al vicario general que se relacionase con los
sacerdotes, y a un obispo auxiliar, sacado la mayoría de las veces de una de
las Ordenes mendicantes, y que se hallaba sometido al vicario general, que
realizase las funciones pontificales.
Con
todo, también en la patria de la Reforma prostestante había excepciones, y no pocas, entre el episcopado. Podríamos citar aquí
obispos de Augsburgo, Constanza, Estrasburgo, Eichstätt y otras diócesis. Algunos de ellos predicaban de nuevo, personalmente, al
pueblo, cosa que era considerada casi como un milagro, e intentaron mejorar la
situación mediante sínodos y estatutos. Toda la segunda mitad del siglo XV está
llena de intentos de reforma y de sínodos reformadores. Estas tendencias no
pudieron triunfar porque los obispos y los vicarios generales actuaban de un
modo demasiado legalista y muy poco sacerdotal; además, no trabajaban en común,
encontraban muy pocos ayudantes y colaboradores bienintencionados en sus
cabildos y, sobre todo, tampoco se realizaba la reformatio in capite, la reforma de la Curia romana
y del pontificado. Por otra parte, permanecieron prisioneros del sistema y de
la política de los beneficios. En el tomo segundo de esta obra se habla, por
otro lado, de la situación de la Curia en la época del pontificado
renacentista.
LOS MONASTERIOS
Digamos
todavía unas palabras sobre los monasterios. También aquí encontramos un cuadro
parecido. Los esfuerzos reformistas de los benedictinos se alimentan de la
energía religiosa de la propia Orden. Educados en Subiaco y animados por el ejemplo de las Congregaciones renovadoras de Italia y España,
fueron surgiendo centros reformadores en Melk, de
Austria; en Kastl, del Alto Palatinado, y en Bursfelde del Weser, que
consiguieron grandes éxitos. Mas a pesar del apoyo que varios obispos les
prestaron, muchos monasterios intentaron eludir la obligación de renovarse, trasformándose, con aprobación de Roma, en fundaciones de
canónigos seculares. Las visitas eclesiásticas, que no pocas veces eran
realizadas también por el soberano del territorio, tropezaron en algunos
lugares con una abierta resistencia. Un efecto de esta reforma fue que los
conventos se poblaron de frailes, lo cual llevó a su vez a construir nuevos
edificios mucho mayores. También la actividad
cultural, no tanto la propiamente científica,
experimentó un nuevo auge. Pero el afán constructor y la preocupación de los
príncipes por su independencia, así como las críticas frecuentemente infantiles
contra las otras direcciones reformadoras, no permitieron que los buenos
comienzos madurasen y produjesen auténticos frutos. Así, por ejemplo, en
Alemania la reforma de la Orden benedictina quedó detenida hacia 1500. Mientras
las abadías alemanas eran relativamente ricas, y en parte independientes del
poder de los príncipes, encontrándose también exentas en muchas ocasiones, las
escocesas estaban sometidas a los abades encomendatarios nombrados por el rey. Los monasterios benedictinos ingleses, cuyo número no
era, por lo demás, tan grande como el de los monasterios de canónigos agustinos
del mismo país, no eran en general tan ricos, y mucho menos lo eran los
pequeños prioratos, sometidos al protectorado de un noble rural. La mayoría de
las casas no eran exentas, hallándose sometidas, por tanto, a los obispos. En
las visitas de éstos se escuchan frecuentes quejas sobre el abandono del rezo
coral y de la vida comunitaria; y en una pequeña parte de las casas se
registran también algunos escándalos y un auténtico desorden. Por lo demás, los
aproximadamente ochocientos monasterios del país tienen un nivel mediano en el
aspecto religioso y moral.
A los
antiguos monasterios, construidos sobre la base de la regla benedictina y
agustina, se enfrentaban las numerosas casas de las Órdenes mendicantes, las
cuales, en la mayoría de los casos, estaban sometidas en la práctica al control
de las ciudades. Había en Alemania pequeñas ciudades libres que encerraban
dentro de sus muros conventos de varones de las cuatro Órdenes mendicantes, y
además numerosos conventos de mujeres, así como asociaciones de terciarias. En
Inglaterra, la mitad de los 177 conventos de Órdenes mendicantes se encontraban
en los territorios del centro y en la región oriental.
La
situación interna de estos conventos se hallaba caracterizada por una constante
alternancia de decadencia y de anhelos de reforma. En el caso de Alemania, y
aun cuando reduzcamos a su justa medida las exageraciones de muchos príncipes y
ciudades, que hablaban como hablaban por el interés que tenían en aumentar sus
propios derechos, han quedado suficientes testimonios y quejas, del sur y del
norte, acerca de verdaderos defectos, que se refieren por igual a conventos de
hombres y de mujeres. No vamos a tratar aquí tampoco de casos particulares de
infracciones y excesos pésimos, que con razón tenían que provocar grave
escándalo. Aunque no eran excepciones totalmente raras, tampoco eran
frecuentes, y, además, la crítica las generalizaba y aumentaba. Peor y más
general era la descomposición de ciertos principios de la vida religiosa en
cuanto tal: la supresión de la clausura con los más diversos pretextos, el
abandono de la vida comunitaria, el acceso a la propiedad privada. Los frailes
conservaban las tierras que habían heredado de sus padres, disponían de
ingresos, hacían testamentos y legaban sus celdas. Aspiraban a vivir del mismo
modo que los sacerdotes seculares y abrigaban los mismos anhelos
pequeño-burgueses de tener asegurada su vida. Incluso cuando llevaban una vida
ordenada, la mediocridad religiosa hacía que apareciesen fenómenos tales como
el descuido o la interrupción de los estudios, el ansia de placeres y la
pereza, cosas éstas que los humanistas sacaban a cuento con mucha frecuencia,
poniéndolas en la picota, aunque a veces exageraban. Por su parte, al pueblo le
molestaban sobre todo las colectas repetidas en comarcas exactamente señaladas,
y además, la desagradable competencia entre párrocos y religiosos por predicar
y confesar, enterrar a los muertos, hacer vigilias y estaciones, sobre todo
porque, en todo esto, se discutía con frecuencia solamente por los estipendios
y donativos, los cuales, de todos modos, para el párroco resultaban
indispensables.
Mas
junto a esto había muchas personas que tomaban con seriedad la vida religiosa.
En todas las Ordenes podemos ver vigorosos intentos de
reforma, que se extendían a veces a la mayoría de los monasterios. Tales
movimientos pretendían restaurar la antigua forma de vida, la observación
exacta de la regla. Los monjes reformados recibían a menudo un nombre
determinado, según cual fuera la meta de su observancia. Con todo, la
renovación no pudo triunfar plenamente ni siquiera entre los dominicos, que
fueron los primeros que la intentaron partiendo de Italia, y que sabían lo que
querían. Es cierto que el general de la Orden, Cayetano, quiso implantar en
ésta el convencimiento de que todos «se encuentran en estado de condenación si
no abrigan la voluntad sincera de poner todo lo que poseen a los pies de su
superior». Cayetano volvió a nombrar un lector para cada casa y declaró que la
Orden perecería «si nuestro saber teológico no nos salva». Todavía en 1515 pudo
fundar una provincia observante en los Países Bajos; a ella le fueron
incorporados también conventos flamencos, y se le dio el nombre de Germania
inferior. Pero entre los diez conventos no observantes de la provincia
teutónica, que se enfrentaban en 1520 a los treinta y nueve conventos
observantes, estaban las importantísimas casas de Estrasburgo, Zurich y Augsburgo.
El
movimiento observante franciscano, que comenzó en Francia, llegó, apoyado por
príncipes y por esposas de éstos, a Alemania, donde fue conquistando convento
tras convento, no sin encontrar una violenta resistencia; llegó incluso a
formar una provincia observante, con un capítulo propio, y tuvo un celoso guía
en el eminente teólogo Gaspar Schatzgeyer (f. 1527),
que luego sería provincial. En el año 1517 León X aprobó la formación de dos Ordenes independientes, la de los observantes y la de los
conventuales, que intentaron a veces denigrarse recíprocamente, con daño de la
buena causa. Entre los agustinos eremitas, a cuya Orden pertenecía Lutero, el
sajón Andrés Proles (f. 1503) consiguió poner a los conventos observantes bajo
la dirección de un vicario general. Y una vez nombrado él mismo para tal cargo,
impuso implacablemente la reforma en su patria con ayuda del poder secular e
intentó introducirla también en el sur. Tras su muerte, Staupitz prosiguió con celo la observancia. También aquí hubo escisiones en la Orden.
Los observantes se negaron a someterse a un provincial no reformado. Por este
asunto emprendió Lutero su viaje a Roma. El general de la Orden apoyaba
enérgicamente el movimiento de reforma. Egidio de Viterbo (general de 1506 a
1510), que en 1511, en su discurso de apertura del Quinto Concilio de Letrán,
había propuesto el programa de una reforma desde dentro, defendió también en la
Orden una reforma en el verdadero sentido de la palabra; esta no aspiraba a
realizar algo revolucionariamente nuevo, sino a restablecer la forma antigua.
En esto coincidía con ciertas ideas básicas del Renacimiento, con el cual tenía
en común también, por lo demás, grandes intereses científicos, sobre todo en el
terreno de la Biblia. Realmente le faltó, lo mismo que a los demás jefes del
movimiento reformista de las diversas Órdenes, el apoyo constante y básico de
los papas. Tampoco los intereses encontrados de los soberanos y las ciudades
permitían actuar de un modo unitario.
En la
Baja Edad Media se fundaron muy pocas Ordenes religiosas nuevas y, en general, éstas fueron de poca importancia. La más
importante relativamente fue la Comunidad de Hermanos de la Vida Común, que
comenzó en Utrecht y Deventer a finales del siglo
XIV. Esta comunidad de seglares, que quería vivir a la manera de los
religiosos, pero sin emitir votos formalmente, conquistó grandes méritos
especialmente en el terreno de la educación de la juventud y de la formación de
los clérigos, así como en el de la promoción de un noble humanismo cristiano.
Erasmo y Wimpfeling se educaron en sus escuelas (el
último tuvo como maestro a Dringenberg). La devotio moderna, aquella piedad cálida, aunque
de índole un poco pasiva, que insistía sobre todo en la imitación íntima y
personal de Cristo y desatendía la importancia de la Iglesia en el orden de la
gracia, se encontraba entre ellos en su propio elemento. El monasterio de Windesheim junto a Zwolle, que se formó a base de un
círculo de estos devotos, convirtióse muy pronto en
el centro de una amplísima reforma de las colegiatas de canónigos agustinos. La
congregación se extendió hasta el territorio de Magdeburgo, llegando por el sur
hasta Suiza. El grupo de los verdaderos Hermanos continuó dirigiendo, empero,
en los Países Bajos y en el norte de Alemania, sus escuelas ininterrumpidamente
hasta la época de la Reforma protestante, gozando de máximo prestigio en todas
partes, de tal manera que todavía en 1534 el Consejo de la ciudad de Rostock les pidió que continuasen dirigiendo sus escuelas,
aun cuando ningún miembro de la comunidad se convirtió al protestantismo.
Todavía no está claro, al parecer, si y hasta qué punto su modo de ser, por la
seriedad de su forma de vida, por el cultivo de la lectura y la meditación de
la Biblia y por la proximidad a los místicos y, con ello, también a san
Agustín, favoreció la rápida propagación en los Países Bajos de la piedad
calvinista y, sobre todo, más tarde, de la jansenista.
LA PIEDAD DE LOS SEGLARES
También
los seglares de aquella época cultivaban, al parecer, una piedad que apenas
tenía ya vínculos objetivos. Esto no quiere decir que no tomasen parte
activamente en el culto eclesiástico, en la misa y el oficio divino, en los
sermones y vigilias, aunque raramente en los sacramentos. Pero esta vinculación
no era ya suficiente en muchas ocasiones. Una nociva inquietud religiosa se
apoderó principalmente del pueblo alemán. «Todo el mundo quería ir al cielo»,
escribe un cronista de Augsburgo del siglo XV, y la gente intentaba asegurar su
salvación por todos los medios posibles. Así como se aumentaba el número de
altares en las iglesias, así se acumulaban fundaciones sobre fundaciones,
indulgencias sobre indulgencias, y muchos hombres poco instruidos pensaban que
con su propio esfuerzo podrían atraer la gracia de Dios, aunque los grandes
predicadores prevenían contra tales ideas. El cálculo casi mercantil, la
explotación comercial de la piedad por otros, bien el señor territorial (en
Halle o Wittenberg), o bien un elocuente predicador o
un mercachifle de indulgencias, presentaba el contrapolo de lo anterior. Cambian de lugar los puntos de gravedad de la vida religiosa.
Por doquier la gente busca patrones protectores contra todos los males; quiere
tener pruebas palpables y manifiestas en los relicarios (reliquias) de los
santos, que ahora se alinean y exponen para que todo el mundo las vea. Se
abandona la piedad de orientación teológica para ir a caer en el
sensacionalismo: en los lugares de peregrinación se quiere ver y casi tocar con
las manos los milagros. La gente no repara en sacrificios de ningún género para
lograrlo. Jamás, desde las cruzadas, se habían puesto en movimiento masas tan
grandes de fieles como las que peregrinaban en las últimas décadas de la Baja
Edad Media hacia Santiago, San Michel y San Guilles, hacia Einsiedeln,
Aquisgrán y Tréveris, hacia Jerusalén, Roma y Wilsnack.
En Wilsnack, en la Marca de Brandeburgo, enseñábanse hostias sangrantes —a pesar de la prohibición
del legado pontificio, Nicolás de Cusa (1451)—, hasta
que fueron quemadas en la Reforma protestante. Cuando predicadores exaltados
conseguían despertar los instintos subconscientes de las masas, los relatos
sobre presuntas profanaciones de hostias consagradas y sobre asesinatos
rituales podían terminar con una matanza de los judíos de la localidad. Había
muchas supersticiones, incluso acerca de las cosas más sagradas, que no eran
suficientemente combatidas por los predicadores; ansia de apariciones, brujería
y quiromancia redondean este oscuro cuadro. También existía, ciertamente, un
reverso brillante: las innumerables obras de arte religioso, creadas por una
piedad honda y profunda, la preocupación por la belleza y el esplendor del
culto, el florecimiento de las hermandades de todas las clases sociales, las
innumerables fundaciones caritativas, y con ellas toda la legislación social de
nuestros días (ésta estaba, ciertamente, menos bien organizada y desarrollada
que hoy, pero era ejecutada por libre voluntad y brotaba de un corazón lleno de
misericordioso amor a los hermanos), y sobre todo la vinculación, que llegaba
hasta lo más hondo, entre la fe y las costumbres populares.
El
ejemplo del Oratorio del Divino Amor, en la Italia de comienzos del siglo XVI,
demuestra la gran energía religiosa que para la renovación de la Iglesia
atesoraban las hermandades de seglares. Este Oratorio no representa, sin duda,
otra cosa que la forma final de tales hermandades, las cuales surgieron por
propia iniciativa, dada la insuficiencia de la cura de almas y la apatía de la
Iglesia oficial. A ello se añaden los libros religiosos, extendidos por todas
partes. La mitad, sin duda, de todos los libros publicados desde la invención
de la imprenta eran de tema religioso; y, a su vez, la mitad de éstos servían
para la formación, devoción y edificación religiosas, estando escritos muchos
en la lengua del pueblo y no faltando tampoco traducciones de la Biblia, al
menos en Alemania y Francia. También forman parte de la cara luminosa de la
época los beatos y santos de aquel tiempo, desde el sencillo campesino y padre
de familia del cantón suizo de Unterwalden, místico y
apóstol de la paz de su país, san Nicolás de Flüe (f.
1487), hasta la camarera mayor de la corte de la reina Isabel de Inglaterra,
Margarita Pole, madre del cardenal del mismo nombre, que fue decapitada a sus
setenta años (1541).
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