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SIGLO PRIMERO.LA BATALLA CONTRA EL JUDEOCRISTIANISMO
PROLOGO
Lo cual
no quiere decir que haya desaparecido todo margen de incertidumbre: éste irá
disipándose poco a poco. Pero, al menos, el método existe. Y por lo mismo
resulta posible presentar una imagen más viva y más real de los primeros pasos
del cristianismo. Evidentemente, habrá que esbozar antes de fijar
definitivamente los rasgos. Y con frecuencia no podremos aspirar a más. Pero,
aunque podamos y debamos precisar todavía muchos pormenores, cabe decir que es
posible una distribución de los principales volúmenes que nos permita formar
una visión de conjunto.
CAPITULO I
LA IGLESIA PRIMITIVA
El principal documento de que disponemos
para conocer las primeras décadas de la Iglesia son los Hechos de los
Apóstoles. Es innegable el valor histórico de este texto canónico. En su
segunda parte, que se refiere a la misión de san Pablo, se apoya en testimonios
directos. Pero también es cierto que su exposición sólo abarca una parte de la
historia del cristianismo primitivo. Lo escribe un griego y para griegos. De
ahí que se interese poco por el cristianismo de lengua aramea. Además, es
hostil al judeo-cristianismo. Sin embargo, el cristianismo más primitivo es en
gran parte de lengua aramea y permanece largo tiempo profundamente implicado en
la sociedad judía.
Al parecer, podemos hoy completar un poco
los datos referentes a este primer período del cristianismo gracias a la
convergencia de numerosos descubrimientos. Los manuscritos del mar Muerto, al
darnos a conocer con mayor precisión una parte del contexto judío de los
orígenes cristianos, permiten clarificar en los documentos cristianos lo que
presenta características más netamente judías. Los descubrimientos de Nag
Hammadi, en particular el del Evangelio de Tomás, nos ponen tal vez en contacto
con una tradición aramea de los “logia” de Jesús. Los escritos
judeo-cristianos, Didajé, Ascensión de Isaías y tradiciones de los presbíteros,
nos ayudan a descubrir una tradición paralela a los escritos del Nuevo Testamento
y que es un eco directo de la comunidad judeo-cristiana. Las inscripciones
halladas por los PP. Bagatti y Testa en los osarios de Jerusalén y Nazaret nos
llevan quizá al conocimiento de los símbolos del ambiente judeo-cristiano
original.
Esto no significa que restemos valor a los
Hechos. Inmediatamente vamos a señalar los datos insustituibles que aportan
desde el punto de vista de una concepción rigurosa de la historia de la
Iglesia. Pero los nuevos elementos de que disponemos nos permiten corregir lo
que de parcial tiene la perspectiva en que se sitúan los Hechos para
presentarnos los acontecimientos. Leyéndolos, cabría el peligro de ignorar la
gran importancia que tuvo al principio la pertenencia sociológica del
cristianismo a un medio judío notablemente vivo, variado y efervescente. De
hecho, la Iglesia judeo-cristiana de Jerusalén desempeña un papel decisivo
hasta la caída de la ciudad en el año 70. Esta verdad histórica aparece velada
en los documentos oficiales, y conviene reafirmarla.
I. PENTECOSTES
Tan imposible es escribir la historia de
la Iglesia sin partir de la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés del
año 30, como escribir la historia de Cristo sin partir de la Encarnación del
Verbo el día de la Anunciación. En ambos casos nos hallamos ante unos
acontecimientos que pertenecen a la historia de salvación al mismo tiempo que
se insertan en la trama de la historia empírica. Considerarlos tan sólo bajo
este segundo aspecto sería desnaturalizarlos por completo. Rudolf Bultmann ha
señalado certeramente la vulgaridad de las biografías de Jesús. Lo mismo sucedería
con las historias de la Iglesia que quisieran prescindir de su dimensión
divina.
En este punto es capital el testimonio de
los Hechos de los Apóstoles, que nos presenta la creación de la Iglesia como un
acontecimiento de la historia de salvación. Un testimonio que no tiene motivos
para ser puesto en duda. Corresponde unánimemente a la tradición cristiana primitiva
y no podría considerarse sospechoso sino en nombre de ciertos prejuicios
racionalistas que rechazaran a priori la existencia de acontecimientos
sobrenaturales. Los datos esenciales del hecho son los siguientes: por una
parte, se trata de la misión del Espíritu (Act., 2, 4) creador y santificador;
por otra parte, el objeto de esta misión se refiere a la comunidad constituida
por Cristo durante su vida pública: el Espíritu se difunde sobre los Doce
reunidos (Act., 2, 1); por último, los Doce quedan investidos por el Espíritu
de una autoridad y un poder que los constituyen en predicadores y dispensadores
de las riquezas de Cristo resucitado.
Si el acontecimiento en sí es de una
historicidad indiscutible, la presentación que de él nos ofrece Lucas reclama
ciertas aclaraciones. Es históricamente posible que tuviera lugar el último día
de la fiesta de las Semanas del año 30 y en Jerusalén. Los Doce, aun cuando se
hubieran dispersado tras el domingo después de Pascua, podían haber vuelto a
Jerusalén para la peregrinación de Pentecostés. Por lo demás, la existencia de
un fenómeno de glosolalia aparece como verosímil. Lo encontramos otras veces en
la vida de la comunidad primera. Lucas no habría tenido motivos para
inventarlo. Por el contrario —como vamos a ver—, procura disimularlo.
En cambio, el discurso de Pedro parece un
esquema kerigmático arcaico. La “lista de pueblos” recuerda la de Gn., 10.
Además, hay varios rasgos conservados por Lucas que subrayan el paralelismo
entre la revelación del Sinaí y la del Cenáculo. Así la alusión al viento
impetuoso y a las lenguas de fuego recuerda la descripción que hace Filón de la
teofanía del Sinaí (Dec., 9 y 11). El milagro de las lenguas puede ser
relacionado con una tradición rabínica referente a la revelación del Sinaí.
Contrariamente a lo que piensa Trocmé, parece probable que es Lucas quien
interpreta la glosolalia como un milagro de plurilingüismo.
Después de Pentecostés comienzan los Apóstoles
el anuncio del Evangelio, y en particular Pedro, el cual habla en medio de
ellos y en su nombre. Elegidos por Jesús durante su vida pública, investidos
por él de un mandato oficial, los Apóstoles habían recibido plenos poderes para
dar testimonio del acontecimiento salvífico de la resurrección y para tratar,
en nombre de Dios, de las condiciones en que pueden los hombres recibir sus
efectos. Pero no comienzan a ejercer tales poderes hasta después de
Pentecostés, una vez llenos del Espíritu Santo. Las circunstancias del anuncio
subrayan el carácter oficial de su misión. Los exegetas han señalado el tono
solemne de la introducción del primer discurso de Pedro (2, 14). El segundo
tiene lugar en el Templo (3, 11); el tercero, ante la asamblea regularmente
constituida por los jefes del pueblo de Israel.
El objeto del kerigma es la resurrección
de Jesús. Este acontecimiento es una acción de Dios: “Dios le ha resucitado”.
En favor de información tan inaudita, los Apóstoles presentan una triple
justificación. La primera es su propio testimonio. Ellos se comprometen con
toda su responsabilidad. Su testimonio recae esencialmente sobre el hecho de
que han visto a Cristo resucitado. Las apariciones de Cristo resucitado entre
Pascua y la Ascensión adquieren aquí todo su sentido. Tales apariciones tenían
por objeto fundamentar la fe de los Apóstoles. San Pablo nos las presentará
como uno de los puntos esenciales de la tradición recibida por él de los
Apóstoles. La condición para ser Apóstol es haber sido testigo de Cristo
resucitado. Pablo es agregado a los Doce precisamente por ser el último a
quien se apareció Cristo resucitado. Y la Iglesia transmitirá este testimonio
de los Apóstoles: la tradición es “tradición de los Apóstoles”.
La segunda prueba en favor de la
resurrección de Cristo son las obras extraordinarias realizadas por los
Apóstoles: “Eran muchos los milagros y prodigios operados por los Apóstoles”.
Los Hechos refieren en particular la curación del paralítico. Estas obras
extraordinarias sumen al pueblo en el estupor y el espanto, es decir, que los
judíos reconocen en ellas una intervención de Dios. Tales milagros son
realizados en el nombre de Jesús. Por la fe en él es curado el paralítico. El
milagro aparece así no sólo como un acto maravilloso operado en apoyo de una
afirmación, sino también como la eficacia misma de la resurrección que empieza
a manifestarse. El milagro demuestra en los Apóstoles la presencia de una
virtud divina que realiza, en ellos y por ellos, unas obras divinas por medio
de las cuales pueden los hombres reconocer una presencia de Dios y
glorificarle.
Hay, en fin, otra prueba que apunta en
especial a los judíos: el cumplimiento de las profecías. Y es que en el caso
de los judíos el problema de la conversión a Cristo se plantea de una manera
particular. Ellos no han de ser convertidos a Dios: ya creen en El. Ni siquiera
necesitan ser convertidos a la venida de Dios entre los hombres: ya lo esperan.
El único paso que se les exigía era reconocer en Jesucristo el cumplimiento de
esa expectación, y de ahí el afán de mostrar que en él se habían cumplido las profecías
relativas al fin de los tiempos. Así se explica la considerable importancia de
este argumento en los discursos de los Hechos. Se trata de hacer que los judíos
reconozcan, en la Resurrección de Jesús, el acontecimiento escatológico
anunciado por los profetas. En este sentido lo entiende Pedro, puesto que, ya
en el principio de su primer discurso, señala como cumplida en Pentecostés la
efusión del Espíritu anunciada por los profetas para los “últimos días”. Una
expresión que debe tomarse a la letra.
La finalidad del kerigma es hacer
reconocer a los judíos que lo que se ha cumplido en Jesús es una acción de
Dios. Se trata, pues, ante todo de un cambio total de su actitud frente a
Jesús, de una conversión. Y en un llamamiento a la conversión desembocan los
discursos de Pedro. Los judíos deben reconocer que se han equivocado al ignorar
el carácter, divino de Cristo y al condenarle como blasfemo porque reivindicaba
esa dignidad divina. Por semejante comportamiento se han apartado de Dios, como
se apartaron sus antepasados al perseguir a los profetas. Así, pues, reconocer
la divinidad de Jesús es convertirse a Dios. La resurrección ha puesto de
manifiesto que lo realizado en Jesús era divino. La fe, por testimonio de los
Apóstoles, en la resurrección es, al mismo tiempo, reconocimiento de la falta
cometida al crucificarle.
2. LAS SECTAS JUDIAS
Esto nos lleva a encuadrar la comunidad
primitiva en el contexto general del judaísmo de la época, cuya complejidad
nos es conocida. Algunos medios le fueron hostiles. Hostilidad que es, ante
todo, la de los sumos sacerdotes y de los saduceos, según indican los Hechos de
los Apóstoles. En realidad, se trata de dos grupos distintos. A partir del 6 d.
C., los sumos sacerdotes pertenecen a la casa de Sethi. El año 30, el jefe de
la familia es Anás; el sumo sacerdote en funciones, Caifás. Estos hombres son,
sobre todo, hechura de los romanos. Por su lado, los saduceos son un partido a
la vez político y religioso, fiel al ideal sacerdotal centrado en el Templo. Los
sumos sacerdotes se muestran especialmente celosos de su influencia sobre el
pueblo; los saduceos son más hostiles a las innovaciones religiosas. De hecho,
tienen intereses comunes.
Los Hechos nos describen tres
manifestaciones sucesivas de hostilidad por parte suya frente a la comunidad
cristiana. En un primer episodio, Pedro y Juan se ven sorprendidos por los
sacerdotes, el oficial del Templo y los saduceos, con ocasión de que predicaban
en el Templo. El oficial del Templo era el jefe de la milicia judía dependiente
del sumo sacerdote para mantener el orden en el Templo. Pedro y Juan son
detenidos, citados ante el sanedrín y luego puestos en libertad. En otra
ocasión, el mismo oficial del Templo, por orden de los sumos sacerdotes,
detiene a los Apóstoles, los cuales son de nuevo puestos en libertad después de
una reunión del sanedrín. Esta doble puesta en libertad demuestra que el odio
de los sumos sacerdotes y los saduceos contra los cristianos no era compartido
por los demás partidos representados en el sanedrín.
Así nos lo confirma el mismo libro de los
Hechos. Vemos, en efecto, durante la segunda sesión del sanedrín, cómo el
fariseo Gamaliel interviene en favor de los Apóstoles. Pablo se aprovechará
más tarde ante el sanedrín de esta oposición entre saduceos y fariseos. El
discurso de Gamaliel es evidentemente una creación de Lucas. Comete un error
histórico manifiesto al aludir al levantamiento de Teudas, que tendrá lugar
diez años más tarde. Pero el conjunto refleja la posición de los fariseos. Estos
admiten un mesianismo y no tienen motivos para condenar a priori el movimiento
originado por Jesús. En cambio los saduceos, por razones doctrinales, son
hostiles a todo mesianismo. Y mucho más los sumos sacerdotes, que ven en ello
una amenaza contra su poder personal. Ahí está, al parecer, la fuente del odio
que la casa de Anás no ha dejado de profesar contra Jesús y la comunidad
cristiana.
Una tercera persecución procede, sin duda,
de la hostilidad de la casa de Anás. De ella fue víctima, antes de Pascua del
41, uno de los Apóstoles, Santiago el hermano de Juan, y en virtud de ella fue
detenido Pedro. Se alude a los mismos hombres, y el origen debe ser el mismo.
Según Act., 12, 1, la iniciativa procedía de Herodes Agripa I. Este, después de
haber desempeñado un importante papel en el advenimiento del emperador Claudio
el año 41, obtuvo como recompensa la restauración, en su favor, del reino de
Israel. Sabemos, por lo demás, que estaba relacionado con Alejandro el
Alabarco, hermano de Filón el filósofo. Al subir al trono, había destituido al
sumo sacerdote Teófilo, hijo de Anás, remplazándolo por Simón ben Kanthera, que
pertenecía a la casa de Boeto, favorecida por su abuelo Herodes el Grande. Pero
en el 42 sustituyó a este Simón por Jonatán, sustituido a su vez en el 43 por
su hermano Matías, ambos hijos de Anás.
Parece que en este cambio ha de verse un
esfuerzo de Agripa por granjearse el apoyo de la poderosa casa de Anás. Según
esto, la coincidencia de la persecución contra los cristianos con el retorno de
la casa de Anás a las funciones del sumo sacerdocio debe presentar una relación
de causa a efecto. Agripa sacrificó a Santiago al odio de la casa de Anás. Los
Hechos dicen que el motivo del arresto de Pedro fue su deseo de “agradar a los
judíos”. Por lo demás, Agripa no debía de albergar gran simpatía personal por
los “hebreos”. Habría estado mucho más cerca de los “helenistas”. Añadamos que
este episodio no nos interesa sólo por su contenido. Es el primero que podemos
datar con absoluta certeza. Se sitúa, en efecto, el año que precede a la
muerte de Agripa en Cesárea, cosa que nos recuerdan los Hechos (12, 20-23).
Pero también Josefo nos refiere el episodio. Y pertenece ciertamente al 44. Por
tanto, la fecha del 43 para el martirio de Santiago es absolutamente segura.
Frente a la total hostilidad de los sumos
sacerdotes —y, en particular, de la casa de Anás— contra los cristianos, la
posición de los fariseos es más compleja. Hemos visto cómo Gamaliel defendía a
los Doce. En cambio, en la persecución contra los helenistas y Esteban (sept,
del 36) son ellos quienes desempeñan el papel principal, y es el fariseo Saulo
quien aprueba la lapidación. Tal diferencia es significativa. Los fariseos eran
favorables a los hebreos y hostiles a los helenistas. Lo importante a sus ojos
era la diferencia de actitud política. El reproche que hacían a los helenistas
era su desinterés respecto de la independencia judía, del Templo que era su
símbolo y de la estructura legal de Israel. Con esto queda ya precisada la
actitud de los hebreos. Había entre ellos fariseos convertidos. Pero, por lo
general, eran cristianos adictos a su patria judía, fieles al culto del Templo,
estrictos observantes de las usanzas mosaicas. Ellos, sin duda, formaron el
grupo más importante de la primera comunidad, y atraían las simpatías de los
fariseos por su celo con respecto a la Ley.
A este medio pertenecen personalmente los
Doce. Los vemos fieles al culto del Templo. Pero su misión los obliga a estar
por encima de los partidos. En realidad, el jefe de los hebreos es Santiago,
“el hermano del Señor”, a quien hay que distinguir de los dos Apóstoles de este
nombre. Y es notable que los Hechos apenas aludan a él. Parece ser que Lucas ha
utilizado unas tradiciones procedentes, por una parte, de los sadocitas
convertidos y, por otra, de los helenistas y que ha dejado en penumbra lo que
constituía la parte más importante de la Iglesia primitiva de Jerusalén. Ello
se debe a que Lucas presenta el punto de vista de Pablo. Y es un hecho que
Pablo siempre tuvo divergencias con el partido de Santiago. Como, además, este
partido desapareció definitivamente después del año 70, no es extraño que su
recuerdo terminara por borrarse. Pero semejante olvido falsea la historia de
los orígenes cristianos. La influencia dominante durante las primeras décadas
de la Iglesia corre a cargo de Santiago y de la Iglesia judeo-cristiana de
Jerusalén.
¿Podemos, sin embargo, rastrear algún dato
cierto? Por lo que se refiere a la persona de Santiago, la Epístola a los
Gálatas nos permite entrever su importancia y sus tendencias. Algunos
documentos posteriores no canónicos procedentes de los medios judeo-cristianos
nos aportan ciertos elementos. Así, en el Evangelio de los Hebreos, que parece
relacionado con una comunidad judeo-cristiana de Egipto a comienzos del siglo
II, Cristo resucitado se aparece en primer lugar a Santiago. En el Evangelio de
Tomás, hallado en Nag Hammadi, se dice que los Apóstoles, después de la
Ascensión, deben acudir a Santiago el Justo. Clemente, en las Hipotiposis, le
menciona antes que a Juan y Pedro, como a receptor de la gnosis de Cristo
resucitado. Los tres Apocalipsis de Santiago, hallados en Nag Hammadi, y que
son gnósticos, reflejan las fuentes judeo-cristianas del gnosticismo. En los
escritos pseudo-clementinos, que utilizan fuentes judeo-cristianas ebionitas,
Santiago es presentado como el personaje más importante de la Iglesia.
Por otra parte, Hegesipo, que según
Eusebio (es un judío convertido, nos dice que Santiago no bebía vino ni bebida
alguna que embriagase, que nunca se rasuraba y que pasaba su vida en el Templo
intercediendo por el pueblo. Y añade que contaba con la confianza de los
escribas y fariseos. Así se confirma la relación de Santiago con el judaísmo
rabínico. Lo mismo aparece en la Epístola que le atribuye la tradición. En
torno a Santiago se agrupan cierto número de parientes del Señor, los
“desposynoi”, que ocupan un importante lugar en el ambiente de los hebreos. Es
lo que Stauffer ha llamado el “khalifat”. Constituían el centro de un poderoso
partido. Por las protestas que formulan los helenistas, adivinamos su
tendencia a monopolizar la Iglesia. Tras la dispersión de aquéllos, son los
dueños de la Iglesia de Jerusalén.
De este cristianismo rabínico hallamos
algunos indicios en los escritos del Nuevo Testamento, por más que éstos
procedan de otro ambiente y tiendan a quitarles importancia. A él se remonta,
sin duda, toda una literatura targúmica, de la cual encontramos indicios en
san Pablo y cuyos fragmentos nos han sido transmitidos por la Epístola de
Clemente, la Epístola de Bernabé y otras obras posteriores. El targum es, en
efecto, un género característico de los escribas fariseos. Algunas partes del
Targum de Jerusalén son ciertamente anteriores a nuestra era. Los escribas
convertidos emplearon el mismo género literario dándole un sentido cristiano.
De igual modo, numerosas prescripciones morales o fórmulas litúrgicas, cuyo eco
se percibe en los Evangelios, viene a ser una prolongación del judaísmo
rabínico.
Por último, la cuestión de los esenios.
Aquí los datos tienen un carácter singular. Por una parte, los documentos
cristianos atestiguan ciertas semejanzas indiscutibles entre algunos aspectos
de la comunidad cristiana de Jerusalén y lo que sabemos de dicho grupo por los
manuscritos del mar Muerto y las noticias de Filón y Josefo. Algunas de estas
analogías son sorprendentes, pero no implican que la primera se sitúe en la prolongación
de la comunidad sadocita. Por otra parte, a falta de documentos, no sabemos si
tales prácticas, que sólo conocemos por lo que se refiere a Qumrán, se daban en
otros ambientes del judaismo. Había, desde luego, haburoth o cofradías en las
que no era extraña la comunidad de bienes y los banquetes comunitarios. Tal
parece ser la explicación más probable de las analogías que podemos advertir.
Es innegable, por lo demás, que la
comunidad cristiana compartió las esperanzas escatológicas que descubrimos en
los escritos apocalípticos procedentes del medio sadocita. Pero ello no quiere
decir que la comunidad cristiana reclutara sus miembros en ese medio sadocita.
Sabemos por Filón que los esenios formaban un círculo restringido, lo mismo
que los fariseos y saduceos. El conjunto del pueblo judío era ajeno a estos
partidos. No obstante, experimentaba su influencia. Es seguro, a este respecto,
que la influencia sadocita desbordaba con mucho al pequeño grupo de los
miembros de la secta, sobre todo por el hecho de ser un activo centro de
creación literaria. Su influjo preparó, sin duda, los espíritus para una apertura
a Cristo. Y es probable que muchos se convirtieran a Jesús precisamente en los
medios por ellos influenciados, donde era más intensa la expectación
escatológica.
Según esto, es muy posible que no faltaran
esenios, en el sentido estricto de la palabra, entre los primeros convertidos
al cristianismo. Tal vez el sabor esenio que presenta en los Hechos el cuadro
de la comunidad primitiva se deba a que Lucas utilizó un documento procedente
de un círculo cristiano de origen sadocita. Este cuadro no deja de recordarnos
el que hace Filón, un poco antes, de la comunidad esenia. La semejanza es tan
notable que Eusebio de Cesárea llegó a creer que la descripción de Filón se
refería a la primitiva comunidad cristiana. Así se explicarían también otros
rasgos de los primeros capítulos de los Hechos. Por ejemplo, la presentación
de Pentecostés, donde hemos visto el afán de Lucas por sugerir una semejanza
con la revelación del Sinaí. A este respecto sabemos que, para el medio
sadocita, según indica en particular el Libro de los Jubileos, la fiesta de las
Semanas, o Pentecostés, era la fiesta de la revelación y de la alianza. Más en
concreto, el último domingo de la fiesta se conmemoraba la teofanía del Sinaí.
Se ha subrayado también que los discursos de los primeros capítulos de Lucas
reflejan, en la elección de las citas y en el método de la exégesis, algunos
contactos particulares con los manuscritos de Qumrán. Estos discursos
pertenecen al documento utilizado por Lucas y reflejan así, con toda seguridad,
una catcquesis de sabor sadocita.
Pero ¿tenemos, en el texto de los Hechos,
alusiones más precisas a estos convertidos procedentes del esenismo en los días
de la primera comunidad? Nos hallamos aquí ante un problema singular: por una
parte,, los primeros cristianos parecen presentar grandes afinidades con los
esenios; por otra, éstos constituyen la única de las tres grandes sectas históricas
no mencionada en el Nuevo Testamento. O. Cullmann ha propuesto ver en los
helenistas a esenios convertidos . Lo cierto es que estos helenistas son
difíciles de identificar. H. J. Schoeps ve en ellos una proyección, aplicada
por Lucas a la Iglesia de Jerusalén, de una situación posterior al año 70.
Gaechter y F. Trocmé los consideran como judíos de Palestina que hablaban
griego; M. Simon, como judíos de la Diáspora. En realidad, parece tratarse de
un grupo heterogéneo. Según las indicaciones de los Hechos, encontramos entre
ellos judíos palestinenses, como Esteban y Felipe, cuyos nombres griegos
comprueban la helenización.
Podían pertenecer al círculo de los
Herodes, como Manahem, hermano de leche de Herodes el Tetrarca. Algunos podían
proceder de la Diáspora, como Bernabé, originario de Chipre. Había también
entre ellos algunos prosélitos, es decir, paganos convertidos al judaísmo, como
los recordados en Act., 2, 11 y Nicolás, prosélito de Antioquia, expresamente
designado como helenista. Tampoco hay que excluir que ciertos esenios,
separados por su secesión del judaísmo oficial, se hubieran unido a este grupo.
Estaban emparentados con él por su hostilidad al sacerdocio oficial, por sus
afinidades con el helenismo.
3. LA VIDA DE LA COMUNIDAD
Los Hechos, al tiempo que nos describen el
medio en que se desenvuelve la comunidad de Jerusalén, nos dejan ver algunos
aspectos de su vida. Los primeros cristianos siguen tomando parte en la vida
religiosa de su pueblo. “Los millares de judíos que han creído son celosos de
la Ley”. Lo cual quiere decir que circuncidan a sus hijos, que observan lo
prescrito acerca de las purificaciones, que practican el descanso del sábado.
En particular, los cristianos de Jerusalén toman parte en las plegarias que
tienen lugar diariamente en el Templo. Vemos a Pedro y Juan subir al Templo
para la oración de la mañana y para la oración de nona. Los cristianos aparecen
así a los ojos del pueblo como judíos especialmente fervorosos, a quienes acompaña
la bendición de Dios. Téngase en cuenta cómo los Hechos advierten que acuden
todos juntos al Templo. Así, pues, los cristianos constituyen un grupo
particular en el seno de la comunidad de Israel.
Pero los cristianos tienen conciencia de
formar a su vez una comunidad particular. Los Hechos los designan ya con el
nombre de ecclesia. La palabra significa en griego una asamblea oficial. Pero
parece ser que su uso en los Hechos alude a su empleo en la traducción griega
de la Biblia, donde el término designa al pueblo de Dios reunido en el
desierto. La palabra significa, según esto, que los cristianos se consideraban
no como una comunidad más, sino como el nuevo pueblo de Dios. El vocablo
ecclesia designó, en un principio, a la iglesia de Jerusalén. Más tarde será
aplicado a las diversas iglesias locales que irán surgiendo a imitación de la
Iglesia-madre. Así Pablo reunirá la iglesia de Antioquia y saludará a la
iglesia de Cesárea (18, 22). En estos pasajes aparece el carácter concreto de
la Iglesia. No obstante, los cristianos tendrán conciencia de que se trata de
una sola e idéntica Iglesia que está presente en diversos lugares, y la palabra
tomará el significado de Iglesia universal.
De hecho, al mismo tiempo que toman parte
en la vida de su pueblo, los cristianos tienen su vida propia. Se reúnen
comunitariamente en casas particulares. Es el caso del cenáculo, donde se
reunió la naciente comunidad. Pero pronto se multiplican estos lugares de
reunión. Los Hechos nos dicen que los cristianos “partían el pan en sus casas”.
Una de éstas nos es bien conocida: la de María, madre de Juan Marcos, donde se
hallaba reunida en oración una asamblea bastante numerosa, mientras Pedro
permanece en la cárcel. Asimismo, vemos a Pablo exhortando a los hermanos en
casa de Lidia, en Filipos y celebrando la eucaristía en Tróade, en el tercer
piso de una casa particular La “sala alta”, más amplia y normalmente no
habitada, se acomodaba perfectamente para aquellas reuniones nocturnas. Es de
notar el apoyo prestado así a la Iglesia por las familias que ponían sus casas
a disposición de la comunidad. Pablo hablará de Aquila y Priscila y de “la
iglesia que está en su casa”.
Los cristianos se reunían con frecuencia.
Los Hechos hablan de reuniones diarias, que comprendían la fracción del pan,
una comida y oraciones de alabanza. Algunas de estas reuniones tenían lugar durante
la noche. Precisamente de noche encuentra Pedro en casa de María, la madre de
Juan Marcos, a una numerosa asamblea en oración). Lo que parece cierto es la
existencia de una asamblea en la noche del sábado al domingo. Así lo indican
los Hechos. Los cristianos tomaban parte en las plegarias comunes del sábado y
después se reunían por su cuenta. Parece ser que a esta costumbre se debe la
designación del domingo como octavo día. Tal expresión, que se encuentra ya en
la Epístola del Pseudo-Bernabé, no se explica sino como referencia al séptimo
día de la semana judía. La designación más corriente es la de kyriaké, que
corresponde a nuestro domingo. Pero no es cierto que las asambleas cristianas
se celebraran siempre de noche. Es muy posible que pudieran tener lugar a otras
horas. Tal es, en concreto, el caso en que la eucaristía iba acompañada de una
comida, como aparece indicado en la Primera Epístola a los Corintios.
Podemos formarnos una idea de semejantes
asambleas por lo que dicen los Hechos). Constaban de instrucción, fracción del
pan y oraciones. Si los Hechos nos ofrecen numerosos ejemplos de la
predicación a los no creyentes (kerigma), no nos refieren la enseñanza
impartida a la comunidad. No obstante, podemos vislumbrar algo a través de las
expresiones que la designan. Puede tratarse de una enseñanza propiamente dicha
(didajé). Pero esta palabra se aplica sobre todo a la catequesis preparatoria
del bautismo. En las asambleas ordinarias se trata más bien de exhortaciones
(paraklesis) destinadas a fortalecer la fe y la caridad o de homilías, de
charlas familiares. Las Epístolas de Pablo y las demás Epístolas canónicas
pueden darnos una idea de estas charlas y exhortaciones, de las que, en gran
parte, vienen a ser un eco.
Las instrucciones iban seguidas de la “fracción
del pan”. Expresión arcaica con que los Hechos designan la eucaristía. Con ella
se recuerda la acción de Cristo al distribuir el pan después de haber
pronunciado sobre él las palabras consagratorias. Cristo había instituido la
eucaristía durante un banquete pascual. La bendición del pan es la de los
ácimos antes del banquete; la del vino corresponde a la copa que seguía al
mismo banquete. Dos ritos que han conservado los cristianos, pero
independientemente del banquete pascual, y que realizan bien a continuación de
una comida, o bien sin acompañamiento de comida alguna. El que presidía la
eucaristía, ‘después de dar gracias, bendecía el pan y el vino extendiendo
sobre ellos las manos y pronunciaba las palabras del Señor en la cena. La
plegaria de bendición y la extensión de las manos correspondían a lo que
hallamos en las berakoth judías y en los manuscritos de Qumrán.
La eucaristía iba seguida de “oraciones”,
nos dicen los Hechos. Estas oraciones estaban reservadas a los Apóstoles o a
los ancianos que presidían la asamblea. Pero también podían hacerlo los
miembros de la asamblea que habían recibido gracia para ello. Por ejemplo, los
profetas de la comunidad de Antioquia, o el profeta Agabo. San Pablo se refiere
en su Primera Epístola a los Corintios a tales profetas. Las mujeres, que
estaban excluidas de la enseñanza, podían hacer, sin embargo, la acción de
gracias. San Pablo precisa que deben tener cubierta la cabeza. El diácono
Felipe tenía cuatro hijas que profetizaban. Y no se olvide que la efusión
del Espíritu Santo tuvo lugar principalmente en el curso de la asamblea
cristiana. Esta es el nuevo Templo en que Dios habita y que hace inútil el
Templo antiguo, con el cual, sin embargo, sigue coexistiendo.
Otro aspecto de la vida de la comunidad de
Jerusalén —aquel en que más insisten los Hechos— es su organización económica.
Los Hechos hablan de una comunidad de bienes por parte de los hermanos: “Vendían
sus propiedades y campos y dividían el precio entre todos de acuerdo con las
necesidades de cada uno”. Los Hechos citan en particular el caso de Bernabé,
que poseía un campo, y lo vendió, entregando el precio a los Apóstoles. Por el
contrario, Ananías y Safira, habiendo vendido un campo, se quedaron con parte
del precio, engañando así a los Apóstoles. El texto precisa que esta comunidad
de bienes no era obligatoria. La falta de Safira consistió en haber engañado a
la comunidad.
Es difícil la interpretación de esta
comunidad de bienes. Puede suponerse la existencia de una caja común para
remediar las necesidades de los indigentes, a la manera como existía ya en la
sinagoga. A eso alude también el servicio de las viudas. Sin embargo, Lucas
parece referirse a algo más, a una verdadera comunidad de bienes. Esto nos
parece hoy menos sorprendente, una vez que hemos descubierto que existía tal
práctica entre los sadocitas. Además, hemos observado que el relato de Lucas parece
tener cierto sabor esenio. Para su descripción pudo inspirarse en la comunidad
del Qumrán. En concreto, el episodio de Ananias y Safira recuerda tan de cerca
la disciplina de Qumrán que parece dar a entender que en este punto hay una
influencia efectiva de las prácticas esenias en la comunidad de Jerusalén.
Los problemas de organización económica
aparecen también a propósito de otra cuestión. Los Hechos nos dicen que, a
consecuencia de las protestas de los helenistas, que veían descuidadas a sus viudas,
los Apóstoles eligieron entre ellos a siete personajes, entre los cuales
figuraba Esteban. Hemos visto, en efecto, que los cristianos, según el modelo
de la Sinagoga, habían establecido un servicio para los pobres. Este era controlado
por los Apóstoles. Y lo que hacen al elegir a los Siete es desprenderse de
aquel control. Pero los Siete no son destinados únicamente a la gestión del
servicio de los pobres. Los vemos predicar y bautizar. Los Apóstoles aprovechan
la ocasión para proporcionarse unos colaboradores, a quienes comunican parte de
sus propios poderes. Y se los confieren mediante una ordenación.
Pero entonces se plantea la cuestión de
saber si esta institución afecta sólo a los helenistas. Dado que los Apóstoles
sentían la necesidad de proporcionarse colaboradores, ¿no harían otro tanto
entre los hebreos, como supone Gaechter? El silencio de Lucas se explicaría
por la falta de interés que muestra para con los hebreos. Colson parece estar
más en lo cierto al ver en los Siete una institución propia de los helenistas.
Los hebreos tenían ya presbíteros o ancianos. Santiago el Justo era
seguramente uno de ellos. Los Hechos nos presentan a los cristianos de
Antioquia confiando a los ancianos (presbyteroí) de Jerusalén unas limosnas
para los pobres. Estos ancianos tienen emir los hebreos la misma función que
los Siete entre los helenistas.
Un hecho nuevo es la preeminencia que
adquiere Santiago el Justo entre los presbíteros. Parece más plenamente
asociado a los poderes apostólicos. Cuando vaya Pablo a Jerusalén el año 41),
se encontrará con Pedro y con este mismo Santiago. En el concilio de Jerusalén,
él es el único que habla además de Pedro. Santiago era, pues, ciertamente la
cabeza de la comunidad de Jerusalén. Y parece incluso disponer de poderes
semejantes a los de los Apóstoles. En este sentido podemos comprender a Eusebio
cuando escribe que Pedro, Santiago y Juan no se reservaron la dirección de la
iglesia local de Jerusalén, sino que eligieron a Santiago el Justo como obispo
(epíscopos). A él toca en lo sucesivo, y no a Pedro y a los Apóstoles, lo que
se refiere a la dirección de la iglesia local de Jerusalén Aparece a la
vez como presidente del colegio local de los presbíteros y como heredero de los
poderes apostólicos.
La estructura de la iglesia de Jerusalén
toma así una fisonomía propia. Los Apóstoles son los testigos de la resurrección
y los depositarios de la plenitud de poderes. Pedro aparece como su jefe. Al
principio presidieron ellos y administraron directamente la iglesia de
Jerusalén. Pero pronto echaron mano de algunos colaboradores. Estos son, por
una parte, los presbíteros, que se ocupan de los hebreos, formando un colegio
presidido por Santiago, el cual participa de manera especial de los poderes
apostólicos. Por otra parte, los Apóstoles establecen una organización similar
para los helenistas. Los Siete corresponden a los presbíteros de los hebreos.
Es difícil saber si Esteban era entre ellos el equivalente de Santiago. De
todos modos, la marcha de los helenistas hará del colegio de los presbíteros la
única jerarquía de Jerusalén.
LA IGLESIA FUERA DE JERUSALÉN
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