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REFORMA Y CONTRARREFORMACAPITULO SÉPTIMO
LA
NUEVA VITALIDAD DE LA IGLESIA
Y CONFIGURACION BARROCA DEL MUNDO
MISIONEROS FRANCESES EN CANADAYEN EL PROXIMO Y LEJANO ORIENTE
Los dos vicarios apostólicos nombrados en 1659 eran franceses. A un siglo de distancia de Portugal y España, Francia irrumpía en el campo misional, después de haber empleado todas sus energías apostólicas en lograr primero la unidad religiosa de la nación y la renovación interior de la vida católica. Al comienzo del siglo XVII desembarcaban en Nueva Escocia los primeros jesuítas franceses. Pero los misioneros fueron rápidamente expulsados por los ingleses. Lo mismo les ocurrió a sus sucesores. Pero al afirmarse el poder francés en Canadá, los jesuítas pudieron empezar al fin con la cura de almas entre los colonizadores y con una misión entre los indios. En el espacio de diez años, cincuenta Padres desarrollaban su actividad en «Nueva Francia»
Pero la predicación entre los
indios tropezaba con increíbles dificultades y sólo lograba pequeños
resultados. Unos pocos miles de indios convertidos vivían en pueblos situados a
lo largo de la corriente del San Lorenzo; la mayoría de los cristianos, que eran
hurones, fueron eliminados por los gentiles iroqueses. Por lo menos ocho
jesuítas sufrieron el martirio. Citemos sólo un ejemplo de tan heroico idealismo: Isaac Jogues, uno de
ellos, fue salvado por los holandeses en el último momento, cuando era
martirizado por los iroqueses; llevado a Francia (1644), el papa Urbano VIII le
concedió que celebrara la misa a pesar de la mutilación de sus manos: «Sería
una vergüenza —dijo el pontífice— que un mártir de Cristo no pudiera beber la
sangre de Cristo.» Volvió nuevamente a la misión, para morir allí a manos de
los indios (1646).
En 1657 se creó un vicariato apostólico en el lugar de residencia y punto de partida de toda la misión, que luego, en 1674, se convirtió en el obispado de Quebec. El primer vicario y obispo, Laval, erigió en 1667 un seminario, cuna de la actual universidad que hoy lleva su nombre. Ya antes la ursulina María Guyart, procedente de Tours, se había dedicado con gran fervor a la educación de las hijas de los nativos y de los colonizadores y había fundado el primer convento de ursulinas del Nuevo Mundo. Esta mujer, bendecida con el don de la contemplación, emprendió largas y solitarias marchas para ejercer su labor misionera entre los iroqueses. El resto de los nativos, en efecto, se había retirado poco a poco hacia los grandes lagos. Los misioneros los siguieron hasta las selvas vírgenes y las lagunas. Uno de los fundadores de estas estaciones misioneras del interior, Jacobo Marquette, quiso llegar más allá de las selvas en busca de tribus desconocidas para predicarles la fe.
En 1673
llegó a explorar la corriente del Mississippi, desde Greenbay, en Wisconsin, hasta la desembocadura del
Arkansas en el sur. Así pudo
comprobar la desembocadura del Mississippi en el Golfo de Méjico. Esta arriesgada aventura,
realizada en una canoa de cáscara de árbol, a través de 4.500 kilómetros, por
aguas extrañas y salvajes, se describe en un sencillo relato de viaje, cuya
paternidad le discuten hoy a Marquette algunos historiadores. Con esta expedición no se pudo
encontrar, como esperaba el misionero, un camino más corto para ir de Europa a
China y Japón, pero se estableció la rápida, explotación y desarrollo del
imperio colonial francés. Ya en 1682 se fundó San Luis. Desgraciadamente
Francia apenas aprovechó luego la ocasión, y con ello privó, humanamente
hablando, al heroísmo de los misioneros jesuítas de obtener un éxito
permanente. Desde comienzos del siglo XVIII holandeses e ingleses persiguieron
violentamente las misiones católicas, hasta que en 1763 las tierras situadas
al este del Mississippi cayeron en poder de Inglaterra y las del oeste del
gran río en manos de España.
Desde sus principios
la misión en Norteamérica había encontrado un gran apoyo en Richelieu. Todo ello lo hacía
por intereses comerciales y para impedir que los hugonotes emigrados formasen
un Estado calvinista en el Nuevo Mundo. Los intereses nacionales,
religiosos y económicos se entremezclaron mucho más aún en el impulso dado por
Francia a las misiones del Oriente Medio. Richelieu y su consejero, el capuchino P. José, su eminencia
gris, organizaron, después de la fundación de Propaganda Fide y en escaso contacto
con ella, misiones capuchinas en las principales ciudades de Oriente. Rápidamente
entraron en acción cerca de cien capuchinos franceses, en un territorio que
abarcaba desde Grecia a Persia. El cardenal sostenía la misión con importantes aportaciones
anuales. Embajadas ante el sultán, que estaba aliado con el rey de Francia, y
ante el sha de Persia,proporcionaron una cierta libertad de movimiento a los
enviados de la fe, que no podían misionar, desde luego, entre los mahometanos.
Se preocuparon, en primer término, de los cristianos armenios y de los
ortodoxos. Los resultados —junto a los capuchinos trabajaban en el Próximo
Oriente jesuítas, dominicos y carmelitas— no fueron extraordinariamente
grandes, ni aun cuando el antiguo cónsul Picquet se hizo sacerdote y marchó de
nuevo al Oriente con la doble personalidad de vicario apostólico y embajador de
Luis XIV.
Pero volvamos al
Lejano Oriente. Allí el nombramiento de los vicarios apostólicos originó
nuevas dificultades. Las Ordenes religiosas que hasta
entonces misionaban allí, habían conseguido determinados privilegios de la
Santa Sede, entre ellos el de la exención de la jurisdicción de los obispos y
el poder de administrar la confirmación. Incluso después de la llegada de los
vicarios apostólicos los religiosos misioneros se aferraban celosamente a
estos privilegios y no querían reconocer la autoridad de aquéllos. Nos
referimos aquí sobre todo a los jesuítas españoles y portugueses, que no se
sometían a los sacerdotes seculares franceses, que ahora aparecían en las
misiones como superiores suyos. La Propaganda intentó muchas veces fortalecer
la autoridad de los nuevos superiores misioneros. Los mensajeros de la fe en
la India central y en China tenían que pronunciar un juramento de obediencia a
los vicarios. Pues también en la India central los jesuítas cultivaban un pujante
campo de misión. Especialmente el francés Alejandro de Rhodes consiguió grandes
éxitos con su método de establecer amistosas relaciones con los príncipes y
sabios y ganar así para la fe a personas influyentes, eruditas y poderosas.
Entre los convertidos elegía después a los catequistas y más tarde incluso a
los sacerdotes para el pueblo. Unos 100.000 creyentes de la India central,
atendidos por numerosos sacerdotes indígenas, no pudieron ser reducidos a la
apostasía, a pesar de las consecutivas olas persecutorias, los encarcelamientos
y los martirios que azotaron a la joven Iglesia.
En 1659, un año antes
de la muerte del «apóstol de Annán», como se le llamó a Rhodes, fue nombrado vicario
apostólico de Tonkin el antiguo canónigo de Tours, Francisco Pallu, quien había sido ganado para las
misiones por Rhodes. Cuando éste quiso conseguir en Roma el envío de varios
obispos para la India central, la Propaganda le encargó que ganase sacerdotes
apropiados que pudieran ser enviados como vicarios apostólicos a Oriente. Para
vencer de antemano la resistencia de las Ordenes religiosas, la Propaganda
quería nombrar vicarios apostólicos de entre el clero secular. Rhodes tuvo éxito en su
patria francesa. Allí había despertado ya antes un gran entusiasmo por las
misiones con sus informes sobre la misión de la India central. Una serie de
sacerdotes, que había pasado por la escuela de Condren, escucharon la llamada
de Dios en la propaganda hecha por Rhodes. El jesuíta escogió entre otros a Pallu. Ambos fueron
consagrados obispos en Ruán. Su principal tarea debía ser la formación de un
clero indígena, como lo había determinado la Congregación. Pallu se dirigió
primeramente a Oriente, después de haber fundado en París un Seminario para la
formación de los futuros maestros de los nativos aspirantes al sacerdocio, el
Seminario para la conversión de los paganos de países extranjeros, las llamadas Missions Etrangeres, que fueron reconocidas por el rey de Francia. Este Seminario parisino de
misiones basó su principal objetivo, no en la predicación de la fe, sino en la
rápida formación de una Iglesia en misiones, con sacerdotes y jerarquías
indígenas. Era la primera asociación misionera que no quería presentarse como
Orden, sino como una asociación de sacerdotes seculares que se consagraban
exclusivamente a las misiones. También esto fue algo que hizo época en la
historia de las misiones y al mismo tiempo un hecho providencial. Aquí pudieron
formarse hombres para dirigir maravillosamente las misiones en los tiempos
difíciles de la persecución y supresión de la Compañía de Jesús y en la época
del colonialismo francés. Con este seminario misional el catolicismo francés
logró una posibilidad de embarcarse en una gran empresa que, según una frase
de Pastor, fundamentó la preponderancia que adquirió esta nación en el
apostolado entre los gentiles.
EL CONFLICTO DE LOS RITOS
Con la llegada de los
vicarios apostólicos, cuyos nombramientos prosiguieron a pesar de las
reclamaciones de los portugueses, se había destruido prácticamente el monopolio
de los jesuítas en aquellos territorios donde hasta ahora ninguna otra Orden
religiosa había actuado. En países donde, como en China, también habían
trabajado franciscanos y dominicos, la antigua crítica más o menos ineficaz a
los diferentes métodos de misionar empleados por los jesuítas adquirió ahora
una mayor importancia por el hecho de que los vicarios apostólicos y los no
jesuítas formaron muy pronto un frente unido contra el poderío misionero portugués.
Sólo así se puede comprender el giro apasionado que adquirió la llamada disputa
de los ritos a finales del siglo XVII. Esta calificación alude, en realidad,
sólo a una parte de los problemas. No se trataba tan sólo de los ritos chinos,
del culto a Confucio y de la veneración a los antepasados. En China y en la
India el problema giraba principalmente en torno al principio fundamental de la
adaptación, comenzando por las cuestiones totalmente externas como el uso del
vestido de mandarín por los misioneros y su forma de vida, pasando por cuestiones
como la manera de predicar, la observancia de los mandamientos del ayuno y del
precepto dominical, la omisión de ciertas ceremonias en el bautismo o en la
extremaunción a las mujeres, y acabando por el empleo de los nombres chinos de
Dios como «Cielo» y «Altísimo Señor», que también designaban al emperador.
Pero la adaptación a las tradiciones populares ha sido siempre uno de los
principios más importantes de la predicación de la fe cristiana. Tal fue la
manera de proceder de la Iglesia, desde las primitivas comunidades judías,
pasando por el mundo helénico-pagano, hasta la Iglesia romano-germánica del
Medievo, aunque siempre hubo tensiones-internas. Pablo y Gregorio Magno sirven
de modelo de otros muchos dirigentes, de gran libertad espiritual y de amplia
visión exterior, de este proceso. En los siglos XVI y xvii fueron los jesuítas, sin discusión alguna, los
defensores de este pensamiento progresista, en el mejor sentido de la palabra.
Habían estudiado racionalmente la adaptación, empleándola, en primer término,
como medio práctico para facilitar y desarrollar la misión. Aunque
teóricamente no habían agotado hasta el fondo los fundamentos teológicos por
los que cada cultura, como creación de Dios, posee un cierto valor propio, su
teología, que concedía un amplio lugar a la cooperación del hombre con Dios, se
hallaba en esta línea. A esto se unió la victoriosa convicción del espíritu
católico de aquel tiempo de que la Iglesia se encontraba ante un nuevo comienzo
y estaba en condiciones de asumir e incorporar a sí nuevas tradiciones y
culturas, para «bautizarlas», cristianizarlas y transfigurarlas. Tales convicciones
no fueron expuestas ciertamente de esta forma, pero, sin ebargo, en el
subconsciente debieron ejercer un gran papel en estas decisiones.
Es posible,
realmente, que los primeros pioneros de la adaptación, un Ricci quizá, fueran demasiado lejos, hasta estar cerca de
recortar el dogma. En todo caso su método despertó
alguna contradicción incluso en la
misma Compañía de Jesús. Al examinar y
estudiar más de cerca la filosofía
china se creyó ver que en ella no existía ninguna diferencia esencial entre espíritu y materia, de forma que los nombres chinos de Dios expresaban también algo material, y por eso no eran adecuados para designar al Dios
de los cristianos. Por
estas razones el visitador de la misión
china de los jesuítas prohibió en 1629 el empleo de los nombres
chinos de Dios; pero el general
de la Orden revocó ya al año
siguiente tal prohibición. En adelante, toda la Compañía se mantuvo unida en la aprobación
fundamental de la adaptación.
Mas cuando llegaron a China los misioneros
españoles de las Ordenes mendicantes
y con sus nuevos métodos
misioneros, consistentes en la repulsa polémica de Confucio y en la
predicación directa con el crucifijo en la
mano, no obtuvieron
resultado alguno, sino casi sólo persecución y destierro, surgió entre los neocristianos una gran confusión; no hubo una serena discusión y unión entre los
representantes de los diversos
métodos, pues, sobre todo, desde
que Portugal consiguiera independizarse de España
(1640), las diferencias
nacionales aumentaron la tensión. Los dominicos presentaron un escrito a la Sede Apostólica, en el que exponían diecisiete dudas a la justificación de las prácticas jesuíticas. Después de largo asesoramiento la Propaganda y la
Santa Sede decidieron en 1645 que los usos chinos fueran
condenados como paganos y que se prohibiera su tolerancia a los jesuítas. Estos
se creyeron condenados a causa de las malas informaciones, y enviaron a Roma a
uno de los suyos para que diera una información exacta. De aquí surgió en 1656
un nuevo decreto, que distinguía entre usos religiosos y civiles y permitía
estos últimos, entre los que se contaba la veneración a Confucio y el culto a
los antepasados, aunque ordenaba que se evitase todo tipo de superstición.
Clemente IX aclaró en 1669 que con esto no se revocaba el decreto de 1645. En
cada caso concreto se debía investigar si se cumplían las condiciones para la
prohibición o para la permisión. Finalmente se llegó a una verdadera polémica
literaria, en la que intervinieron también los jansenistas franceses, para
censurar a sus enemigos los jesuítas y a su teología moral. Un desarrollo
paralelo tuvo lugar también en la India, donde los franciscanos, junto con los
capuchinos, combatían los «usos malabares».
Luego, en 1690,
llegaron los vicarios apostólicos a China (por lo demás, en el mismo año
Alejandro VIII estableció en China dos obispados de patronato,
Pekín y Nankín, que estaban sometidos a Goa). Con esto la lucha recibía un
fuerte impulso. El vicario apostólico de Fukien, que había
pertenecido al Seminario parisino de Misiones, prohibió en 1693 a los misioneros que le estaban subordinados el uso de los nombres chinos de Dios y la participación civil en la veneración a Confucio y a los antepasados. La decisión de 1656
descansaba, decía, sobre informaciones
inexactas y por tanto no era
válida. Como no todos los misioneros se sometieron, el vicario apostólico envió a Roma su orden para que fuera examinada. Inocencio XII mandó hacer investigaciones detalladas y lentas y, si su gobierno hubiera sido más duradero,
se hubiera logrado la
aprobación de la adaptación. También
su sucesor, Clemente XI, se mostró personalmente muy interesado en la cuestión. Pero ambos partidos querían influir en la decisión romana. Un colaborador del vicario
apostólico de Fukien pidió al arzobispo
de París, Noailles, que interviniera. Este, que no miraba bien a
los jesuítas, consiguió de la Sorbona la condenación de numerosas
proposiciones de los jesuítas sobre la práctica misional,
que en Francia se consideraban como peligrosas para la conversión de
los hugonotes. Los jesuítas, por su parte, enviaron
a Roma una declaración del emperador de China, que presentaba las ceremonias en honor de Confucio y de los antepasados como una manifestación
de piedad civil. Entonces el papa mandó a Oriente a Maillard de Tournon
como visitador apostólico y legado, y también para establecer amistosas
relaciones entre Roma y la corte de Pekín. La elección del patriarca titular
de Alejandría, hombre lleno de temperamento, pero desconocedor de las
circunstancias y de las lenguas de China, Japón y la India, no fue un acierto.
Mientras éste condenaba en la India dieciséis de los usos malabares —pues debía
regular e investigar la cuestión sobre el propio terreno— llegó la decisión
romana.
Ella se debía al
intento de alejar del cristianismo chino cualquier sospecha de superstición y
paganismo y prohibía definitivamente los nombres de Dios, la veneración de
Confucio y el culto de los antepasados. Las diferencias entre el significado
civil y religioso de los ritos eran sutilezas de eruditos; el pueblo sencillo
sólo veía en esto ceremonias religiosas. Estas debían ser eliminadas a causa
de su conexión con las ideas —en sí rechazables— de la presencia de las almas
en las tablas de Confucio y de los antepasados, así como se prohibía el empleo
de los nombres de Dios ante el peligro de una falsa idea de Dios. Tournon tuvo
que comunicar el decreto a los misioneros de China. Cuando llegó a Pekín,
apareció un edicto imperial que exigía un permiso escrito para realizar
cualquier actividad misionera y que sólo se podía dar si se prometía no
combatir las costumbres chinas. Estalló el conflicto cuando Tournon prohibió
indirectamente a los misioneros, por una amonestación escrita, que aceptaran tal autorización. El emperador retiró al cristianismo la amistad que le había otorgado hasta entonces. Finalmente, el legado, que había
publicado la decisión romana, fue embarcado por los chinos hacia Macao. Aquí fue arrestado
por orden del rey portugués.
El papa le nombró cardenal, pero en 1710 Tournon moría en Macao, molesto y deshecho por las dificultades y las privaciones. Ante las protestas que llegaban a Roma, Clemente XI ratificó el decreto de 1704 y exigió su publicación a los vicarios apostólicos. Hombres mesurados como el
franciscano Bernardino Della Chiesa, obispo de Pekín, y otros varios, no habían
publicado las órdenes de Tournon por considerarlas inoportunas. Al recibir la orden directa, también Della Chiesa tuvo que publicar las decisiones romanas, en 1714, que de nuevo fueron
renovadas por el papa en 1715. Sin embargo, el emperador
prohibió la publicación de la constitución apostólica y autorizó una sentencia
judicial que ordenaba a los misioneros abandonar la nación y prohibía el
cristianismo en China.
Podemos prescindir
aquí de narrar las discusiones posteriores. Los próximos decenios estuvieron
llenos de los esfuerzos de los papas por dar validez a sus decisiones
y por los intentos de los jesuítas para eludir en lo posible la prohibición
de los ritos. Su clara visión —que
luego también los siguientes acontecimientos de la misión vinieron a confirmar como recta— de que el progreso de la predicación de la fe dependía por completo del favor del emperador y de la
observancia de los usos chinos, justificó ampliamente su desobediencia formal
frente a la voluntad del papa, lo que parecía estar en oposición con el voto especial de
obediencia al mismo. Sin embargo, la voluntad del papa se les presentaba a
través de legados que no dominaban la lengua del país y que debían causar
desagrado por sus formas apasionadas y por sus exposiciones faltas totalmente
de claridad. Finalmente Roma exigió de todos los misioneros, antes de partir
para China, un juramento solemne de observar exactamente aquella prohibición y
pidió del General de los jesuítas que por el momento no mandara más misioneros
a China. Finalmente, el gran canonista que ocupó la silla de Pedro, Benedicto
XIV, publicó en el año 1742 la constitución Ex quo singulari, en la que, después de una detallada presentación de
todo el conflicto, confirmaba la decisión de Clemente XI en todo su contenido y
amenazaba con graves penas de la Iglesia toda desobediencia a ella. Dos años
después seguía también la definitiva condenación de los usos malabares, que
habían sido defendidos especialmente por el arzobispo de Goa contra la prohibición
de Tournon. Se permitía una pastoral especial para los parias, mas no iglesias separadas para cada casta. Ahora también los
jesuítas se sometieron.
Así se satisfacía al
derecho y también a la
necesidad de proteger la verdad.
Quizá el tiempo no estaba maduro para presentar la verdad
íntegra con las formas de pensamiento y las costumbres ordinarias de estas culturas extrañas. A los grandes campeones siguieron una pléyade de hombres escrupulosos, de espíritu tímido algunas veces. El estancamiento de la misión china, que continuamente estuvo sometida a durísimas persecuciones y represiones, fue el precio del
implantamiento de esta prohibición. La tragedia de la limitación humana en la
Iglesia afectó en el Extremo
Oriente a sus hijos más fieles.
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