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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIAREFORMA Y CONTRARREFORMA
CAPITULO OCTAVO
EL ABSOLUTISMO REGIO Y EL NUEVO PENSAMIENTOIIEL GALICANISMO
A la identificación del rey con el Estado se añadía la conciencia de la independencia nacional de la Iglesia francesa. Es cierto que en todas partes hubo una fuerte resistencia contra el poder centralista del papa, así como contra la tesis de su infalibilidad, aún no declarada dogma. Pero este antirromanismo encontró en Francia un suelo especialmente abonado. Sólo aquí, según una frase de Pascal, estaba permitido afirmar que el concilio se encuentra por encima del papa. Precisamente la resistencia de los padres conciliares franceses había impedido en el Concilio de Trento la definición del primado del papa. El Parlamento no aceptó los decretos de reforma del concilio, porque veía en ellos una contradicción de las «libertades galicanas». Las amplias y efectivas atribuciones del rey en la Iglesia (el disponer de casi todas las prebendas, el privilegio de no permitir que los procesos eclesiásticos se tramitasen fuera de Francia, y otras varias), la independencia administrativa de la Iglesia francesa, sin intromisión del papa, todo esto se remontaba a los primeros tiempos de la Iglesia de Francia. Las libertades galicanas eran, por así decirlo, las antiguas libertades de la Iglesia, «una parte del derecho común de la Iglesia universal» (Pithou). Estas libertades galicanas nunca fueron definidas con precisión ni enumeradas de una forma exhaustiva. Pedro Pithou, convertido del calvinismo y diputado del Parlamento, menciona 83 puntos en su obra Les libertés de l’église gállicane (1599); éstos acentúan especialmente la parte política del galicanismo, la independencia del poder real frente al papa en las cosas temporales y la limitación del poder papal en Francia por los Cánones. El primer principio pretendía atacar ante todo a Belarmino, que, sin embargo, sólo había enseñado un poder indirecto del papa en los asuntos temporales. Los Cánones del segundo principio eran muy difusos. Se referían no sólo a las decisiones de los sínodos franceses, sino también a las costumbres existentes, por ejemplo, el derecho del rey a convocar concilios nacionales y a dar el placet a las bulas pontificias, a prohibir las apelaciones y los viajes de los obispos a Roma, a interceptar la jurisdicción de los legados pontificios, e incluso a apelar del papa a un concilio general.
La más alta autoridad
docente de Francia era la Sorbona. En otros tiempos ella había enseñado las
doctrinas de Belarmino, pero después había sido ganada para el galicanismo por su
síndico Edmundo Richter. Al rechazar el primado del papa, Richter atribuyó al rey el
derecho de decidir si los órganos de la Iglesia actuaban en el sentido de los
Cánones. De éstos el rey tenía que responder sólo ante Dios, pero no ante el
papa. La prohibición del libro de Richter por sínodos provinciales y por Roma, y la moderación
de su autor, evitaron por el momento el cisma, pero no pudieron sofocar las
ideas. Las propagó activamente el Parlamento que, además, forzó también a la
Sorbona, en 1663, a tomar una postura favorable a la doctrina galicana.
Esta doctrina,
fomentada también por las corrientes nacionales, había de manifestar toda su
fuerza en el choque entre el rey absolutista y el papa. El conflicto se originó
con la discusión del derecho de regalías. Desde el siglo XIII no existía ya el
derecho del emperador y de los reyes a administrar los ingresos de los
beneficios y canonjías vacantes. Sólo estaba vigente aún en Francia. Más
importante que esta beneficiosa regalía material era la eclesiástica: el
derecho a proveer las vacantes de tales beneficios, menos las parroquias,
durante el tiempo que las sedes episcopales careciesen de obispos. Al comienzo
del reinado de Luis XIV este derecho existía sólo en parte de Francia. Mientras
ahora el rey renunciaba prácticamente a las regalías materiales, pues
transfería los ingresos percibidos durante la vacancia al futuro sucesor en la
sede episcopal, se arrogaba, con gran terquedad, las regalías eclesiásticas.
Los juristas franceses declararon que las regalías, que en realidad se basaban
en el derecho eclesiástico de principios de la Edad Media, constituían un derecho
inalienable de la corona. Debían ponerse, por tanto, en vigor en todo el
territorio nacional. Por esto un decreto real de 1673 las hizo extensivas a
toda Francia, con efectos retroactivos. Ante esta limitación del poder
episcopal —como el rey poseía también el derecho de nombrar obispos, podía
igualmente prolongar a su arbitrio el tiempo de vacancia de las sedes— se
callaron no sólo el nuncio, sino también todos los ciento veinte obispos de
Francia, a excepción de dos, los obispos de Alet y Pamiers, en el sur de
Francia. Pavilion y Caulet, a los que ya conocemos como amigos del
movimiento jansenista, invocaron la prohibición de la extensión de las
regalías, decretada por el Segundo Concilio de Lión. El rey consideró sus
obispados como no cubiertos y repartió los beneficios. Los obispos, en
realidad, se encontraban solos en esta lucha. Los arzobispos competentes y los
jesuítas de la corte se manifestaron a favor de la validez de las medidas
reales. Ante esta situación los obispos, que habían sido amigos de los
jansenistas, apelaron al papa.
Inocencio XI, que
buscaba defender la autoridad papal con extrema escrupulosidad, ordenó a una
comisión de cardenales que investigara el problema de las regalías. Cuando
conoció el juicio de esta comisión, dirigió al rey varios Breves muy enérgicos
y le exigió la revocación del edicto de 1673. Sin embargo, el rey no se avino,
especialmente después que una asamblea de sacerdotes franceses protestara
contra el proceder del papa y afirmara su acatamiento al rey. Más aún,
cincuenta obispos pidieron al rey que convocara una Asamblea General extraordinaria
del clero francés. En octubre de 1681 se celebró esta Asamblea, que era propiamente
el Parlamento de la Iglesia francesa para tratar cuestiones financieras.
La reunión, cuyos
miembros habían sido bien escogidos de antemano, se hallaba totalmente bajo la
presión del rey, asesorado por su ministro Colbert; el rey, a la vista de la intrusión del papa en el
gobierno de la diócesis de Pamiers, exigió una declaración solemne sobre los
límites del poder papal. Bossuet, que acababa de ser nombrado obispo de Meaux sólo por el favor del
monarca y que se sentía llamado a enseñar incluso al mismo papa por su
responsabilidad para con la Iglesia universal, estaba dispuesto no sólo a
pronunciar el discurso inaugural de la Asamblea, sino también a redactar la
correspondiente declaración. La intervención de Bossuet no estuvo
exenta de vacilaciones y frenos, aunque en el fondo no sentía escrúpulo alguno.
Ya en su Exposition había presentado como materia de libre discusión la
infalibilidad del papa y el poder temporal del mismo, problemas sobre los
cuales se había negado a decidir la Iglesia. No obstante, no quería llevar las
cosas al último extremo ni tampoco comprometerse. Finalmente la docilidad al
rey se impuso sobre todas las dudas. La Declaración del clero galicano sobre
la potestad eclesiástica, formulada por él, fue aceptada unánimemente por
la Asamblea, el 19 de marzo de 1682, y, tres días después, elevada a ley por
decreto real.
La declaración incluía cuatro artículos, que, después del dictamen dado por
la Sorbona en 1663, no contenían en el fondo nada nuevo, pero que adquirían
significación especial por la forma oficial de su promulgación. Decían así:
1.Como Pedro había recibido de Dios sólo un poder espiritual, los reyes y los
príncipes no estaban sujetos a ninguna potestad eclesiástica en los asuntos
temporales. Por esto no podían ser depuestos, ni directa ni indirectamente,
por una decisión del poder eclesiástico, y tampoco los súbditos podían ser
eximidos de la obediencia y el juramento de fidelidad.
2.La plenitud de poderes de la Sede Apostólica en las cosas espirituales está
limitada por los decretos del Concilio de Constanza sobre la autoridad de los
concilios generales. Estos decretos habían sido observados fielmente en todos
los tiempos por la Iglesia galicana, y conservan permanentemente su validez;
no son de prestigio dudoso ni dados sólo para épocas de cisma.
3.El ejercicio del poder papal está regulado por los Cánones; junto a esto,
las reglas, costumbres e instituciones de Francia y de la Iglesia galicana, y
las proposiciones de los padres, poseen una validez inalterable.
4.En cuestiones de fe al papa toca la parte principal. Sus órdenes atañen a
todas las Iglesias en general y a cada una de ellas en particular. Pero su
juicio no es irreformable si no va acompañado del consentimiento de toda la
Iglesia.
Todavía antes de la Declaración, la asamblea se había pronunciado por la extensión del derecho de regalías a
todas las diócesis del reino.
La elevación a ley de
los cuatro artículos galicanos significaba nada menos que éstos debían ser
enseñados ahora en todas las escuelas de Francia, y que todos los profesores,
al igual que cuantos aspirasen a graduarse académicamente en teología y derecho
canónico, tenían que someterse a ellos bajo juramento. La mayoría del clero
francés aprobó los artículos. La postura de los jesuítas de la corte era
insegura y vacilante. Sólo los doctores de la Sorbona se atrevieron en su
mayoría a desaprobar dichos artículos. En Roma se produjo gran revuelo. Primeramente
Inocencio XI condenó todas las conclusiones referentes a las regalías. Los
cuatro artículos no fueron desaprobados de una manera expresa. El papa esperaba
lograr un cambio a base de gestiones, pero se negó a confirmar a todos los
participantes de aquella asamblea que el rey le presentó para obispos y,
además, condenó los escritos que defendían tales artículos. Luis vio en el
proceder del papa una violación del concordato y prohibió que los nombrados por
él solicitasen en lo futuro su confirmación de Roma. Fueron puestos en su
cargo por orden del rey, mas no recibieron la consagración episcopal. En el
plazo de seis años había treinta y cinco diócesis con obispos no consagrados.
Las cosas degeneraron
en una mayor confusión, pues precisamente en aquellos años Luis XIV se
presentaba como el gran promotor de la fe católica al revocar el Edicto de Nantes, y la ya mencionada
contienda de las franquicias de embajadas atizaba de nuevo el fuego. Sin
embargo, se evitaba por ambas partes una ruptura definitiva. A través de los
confesores y nuncios el papa intentó influir en la conciencia del rey más que
proceder a declaraciones oficiales. El monarca sabía bien que su poder estaba
inseparablemente unido con su confesión, que él sinceramente creía católica.
También la revolución de Inglaterra de 1688 le había privado de su valioso
aliado, el rey inglés, y proporcionado un nuevo enemigo. No podía romper con el
papa en esta situación tan crítica.
De todos modos el
papa hizo saber al rey que había incurrido en las censuras eclesiásticas, y
había redactado un Breve por el que se declaraba nula e inválida la
declaración de 1682. Igualmente su sucesor, Alejandro VIII (1689-1691), se
esforzó en primer lugar en que cediera Luis XIV. Al fracasar en su intento,
ordenó, ya en el lecho de muerte, que se publicara el Breve confeccionado por
Inocencio XI y que él mismo había firmado ya en 1690. La gran evolución
política, sobre todo la inminente contienda en torno a la sucesión española,
hizo que el rey de Francia variase de rumbo, pero ya bajo el pontificado del
papa Inocencio XII (1691-1700). Después de largas gestiones el monarca
prometió en 1693 revocar el edicto que ordenaba la ejecución de los artículos y
recabó la confirmación pontificia para todos los obispos nombrados por él. Los
dieciséis candidatos a obispos que habían tomado parte en la Asamblea de 1682,
recibieron la confirmación después de que cada uno de ellos lamentó en cartas
de disculpas su participación, y al mismo tiempo manifestaron su desaprobación
de los artículos. Así podían los obispados ser provistos de nuevo en forma
legal. El peligro de un cisma, que tanto había influido en la conducta prudente
de Inocencio XI y de sus sucesores, había desaparecido, mas no así los
artículos galicanos, que, por cierto, sólo debieron ser reprobados por los
pocos candidatos a obispo. Hasta el siglo XIX se mantuvo en Francia la doctrina
galicana, apoyada sobre todo por el Parlamento. En el xvin, con el avance de la
cultura francesa, pasó también el Rin, donde, unida a los resentimientos anticuriales
allí existentes, había de transformarse en un episcopalismo muy radical en
parte.
LA
DISPUTA SOBRE LA PIEDAD IDEAL. BOSSUET Y FENELON
Junto al galicanismo,
que significó más bien una crisis constitucional de la Iglesia en Francia,
también la vida propiamente espiritual y mística
experimentó ciertas innovaciones, que hicieron dudar de la ortodoxia de sus
representantes y pusieron en conmoción a los teólogos de la nación. El
misticismo acrítico que había sostenido el español Miguel de Molinos
(1628-1696) encontró también en Francia algunos epígonos. Molinos, director
espiritual muy buscado por todos los conventos de monjas de Roma, había
defendido en sus escritos la comunión diaria y la acción pasiva del alma como
ideal de la piedad. En esta quietud completa del alma ante Dios, en la que no
actúa ni el más mínimo deseo de bienaventuranza, donde no existe ninguna
actividad y apetencia, no peca nunca el alma, aunque parezca que quebranta
externamente los mandamientos de Dios. Este quietismo, como se denominó a tal
doctrina, fue combatido en seguida por el jesuíta P. Segneri. En 1687 Inocencio
XI condenó 68 proposiciones sacadas de las cartas y conferencias del español.
Molinos fue recluido en un convento hasta su muerte. Su condenación produjo en
Italia una aversión muy extendida a la mística.
Pero antes de que se
le condenara, ya sus escritos y pensamientos habían penetrado en Francia. En
Saboya los propagó el barnabita P. Lacombe, que pronto encontró una dócil alumna en la joven viuda de
la Motte-Guyon (1648-1717), exaltadamente piadosa. Educada en otro tiempo en
las salesas, confió a manos extrañas, a imitación de Francisca de Chantal, la educación de sus
hijos, para así poder dedicarse de lleno a la vida contemplativa, siguiendo la
indicación de su director espiritual. Hizo propaganda, incluso con escritos y
canciones piadosas, de su ideal espiritual y hablaba de la paz de Dios, del
amor divino, puro y desinteresado, que no piensa en recompensas ni en
castigos, como de un estado duradero. Al ser condenado ahora Molinos en Roma,
el arzobispo de París se enfrentó también con la piadosa viuda y con su
director espiritual. Lacombe fue encarcelado, y Madame de Guyon recluida varias veces. Pero más tarde encontró un
caballeroso defensor en el entonces preceptor del príncipe y posteriormente
arzobispo, Fenelón.
Fenelón (1651-1715),
procedente de la alta nobleza francesa, pero formado espiritualmente por Olier
a través de su tío, gran apóstol seglar, había recibido las órdenes sagradas
en San Sulpicio en 1675. Habiendo sido muchos años director de la institución
parisina para convertidas y luego preceptor del duque de Borgoña, fue nombrado
en 1695, con gran alegría de Bossuet, arzobispo de Cambrai, sede que,
desterrado de la corte desde 1697, regentó de una forma ejemplar.
Una comisión
investigadora presidida por Bossuet, a la que pertenecía también Noailles, entonces obispo de Chalons y luego
arzobispo y cardenal de París, condenó en treinta proposiciones, en la conferencia
de Issy (1695), los excesos de la Guyon. La mujer aceptó humildemente el veredicto; sólo se
defendió contra la equiparación de sus ideas con las doctrinas condenadas de
Molinos. Había también en Francia otras fuentes, en efecto, en las que podía
haber bebido las ideas del amor desinteresado. Del «amor puro y desinteresado» había escrito también a principios de siglo el capuchino Lorenzo
de París (f 1631), que había sido muy apreciado por san Francisco de Sales.
Arrancando de la mística renano-holandesa, pretendía resumir todas las
prácticas de las virtudes en el solo ejercicio del amor, ejercicio que no
buscaba otra cosa que el honor de Dios, estando dispuesto incluso a aceptar la
misma condenación. Sólo el intelectualista Bossuet, que conocía ciertamente
las tradiciones de los Padres, pero desconocía la mística, publicó una crítica
de las obras de Molinos y Lacombe, incluyendo también varias obras de la Guyon, e incluso hizo que se
la encarcelase en la Bastilla. Detrás de él estaba la corte, sobre todo Madame de Maintenon, durante largos años
amante y ahora segunda esposa de Luis, conversa del calvinismo, que se
interesaba mucho por un determinado aspecto de la teología. Bossuet fue más
lejos aún; redactó una instrucción pastoral, Sur les etats d’oraison, y pidió también a Fenelón que la aprobara y condenase la doctrina de la Guyon. Este, que conocía la
mística mejor que la Biblia —al parecer las formaciones de Bossuet y Fenelón
tenían sus respectivas lagunas—, y que había encontrado idénticos pensamientos
del amor puro en santa Catalina de Génova, contestó con una Declaración de
las máximas de los Santos para la vida interior, en la que defendía a Madame de Guyon y la doctrina del
amor desinteresado de Dios. Así se desarrolló una disputa, dirigida por
Bossuet, sobre el acto de la virtud de la esperanza, disputa que degeneró en
una contienda entre ambos obispos, impulsada apasionadamente, y no
siempre por medios puros, por Bossuet. A través de la Maintenon, el obispo de Meaux consiguió implicar
contra su hermano en el cargo al mismo rey. Cuando Fenelón pretendió
justificarse en Roma, le fue denegado el correspondiente permiso de viaje.
Bossuet y sus amigos —el mismo Bossuet que años antes había tomado a mal el que
otros dos hermanos suyos en el cargo, obispos del sur de Francia, hubieran
apelado a Roma en el asunto de las regalías— buscaban conseguir del papa una
decisión. La Sorbona tuvo que mandar ahora a la Curia las proposiciones
«dudosas» de Fenelón. Después de largas investigaciones, en 1699 Inocencio XI,
no sin gran presión de Luis XIV, declaró erróneas y escandalosas 23
proposiciones de los escritos de Fenelón. El humildísimo Fenelón anunció desde
el púlpito su sumisión al fallo de Roma; la Guyon tuvo que permanecer recluida varios años más.
La contienda había
terminado. Con Bossuet habían triunfado el intelectualismo y el concepto de
acto consciente de virtud. El fuego de la espiritualidad francesa dio paso a un
tradicionalismo sentimental. La invasión de místicos (Bremond) del siglo desapareció
en la «oscuridad que irrumpía» (L. Cognet). La sencilla piedad de Fenelón, la
dulce interioridad del arzobispo de Cambrai, aquel humanismo cristiano de
corazón, que reclamaba para Dios todo el hombre, no medio hombre, vino a tener
su eco en el pietismo alemán de Matías Claudio y sus amigos. De nuevo
reaparecerá más tarde en el romanticismo católico, que lo implantará en la actitud
consciente de la Iglesia.
IIILA SEGUNDA ETAPA DE LA CONTIENDA CON EL JANSENISMO
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