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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

SIGLO SEGUNDO - LA BATALLA CONTRA EL IMPERIO

CAPITULO IX

LA COMUNIDAD CRISTIANA

 

Durante el siglo II, la comunidad se afirma en su originalidad. Presenta una gran riqueza, que podemos considerar desde diversos puntos de vista. Presenta ante todo una estructura jerárquica y un pueblo laico. Encontramos, además, distintos carismas, que corresponden a vocaciones particulares. Se dan contrastes entre los que participan plenamente de la comunidad y los que viven de ella sólo parcialmente, catecúmenos y penitentes. Hay vírgenes y ascetas, que buscan la perfección de la ley evangélica, y esposos, que intentan realizar el ideal cristiano. Están, por último, los que figuran en la vanguardia del testimonio de la fe, los confesores y los mártires. Comenzaremos por presentar un cuadro global de la comunidad. Luego insistiremos en dos cuestiones particularmente importantes para el momento en que nos hallamos: la del matrimonio y la virginidad y la del martirio.

La mejor introducción a los diversos aspectos de la comunidad la tenemos en dos textos del Pastor de Hermas. El primero es la Visión III. Hermas se traslada a un campo, donde le ha citado para la hora quinta una mujer de avanzada edad, que es la Iglesia. Allí ve un banco de marfil, en el que está sentada la mujer en compañía de seis muchachos. Ella los despide y hace sentar a Hermas a su izquierda. Luego, alzando una varita resplandeciente, le dice: “¿Ves algo grande? —Señora, respondí yo, nada veo—. Entonces, continuó ella, mira: ¿no ves ante ti una gran torre que se construye en el agua con piedras cuadradas y refulgentes?”. La mujer explica la visión: la Torre es la Iglesia; el agua, el bautismo; los seis jóvenes que construyen la torre son los ángeles. Las piedras de formas diversas corresponden a las diversas categorías de cristianos.

Las primeras piedras, “cuadradas y blancas”, son “los apóstoles, obispos, doctores y diáconos”. Cuatro grupos de que ya hemos hablado. “Las piedras sacadas del fondo del agua para formar parte de la construcción son los que han sufrido por el nombre del Señor”; es decir, los mártires. Luego vienen “los hombres en quienes Dios ha comprobado la fidelidad en marchar por el camino recto”; o sea, los fieles cristianos. Las piedras nuevas son los hombres nuevos en la fe, los neófitos. Las piedras desechadas son los que han pecado; si se arrepienten, podrán servir para la construcción; son los penitentes.

Al lado de estas piedras que sirven para la construcción, hay otras inservibles. Las piedras rotas son los hipócritas, que bajo apariencias de fe no han renunciado al mal. Las pulverizadas son los que no han perseverado. Las rajadas son los que albergan rencores en el fondo del corazón. Las piedras blancas y redondas que no pueden formar parte de la construcción son los que no han renunciado a las riquezas. Las piedras lanzadas en torno, a lugares inaccesibles, son los que han abando­nado el camino de la verdad. Las que caen al fuego son los que han abandonado definitivamente al Dios vivo. Por último, las que se acercan al agua sin alcanzarla son los que no han tenido valor para llegar hasta la conversión.

En la Semejanza IX, que es la visión de las doce montañas de donde son sacadas las doce clases de piedras, Hermas presenta una clasificación muy parecida, pero esta vez comenzando por el final. Los creyentes venidos de la primera montaña son los apóstatas, para quienes ya no cabe penitencia; los de la segunda montaña son los hipócritas; los de la tercera, que está cubierta de espinos, son los ricos y los hombres metidos en los afanes del mundo; los de la cuarta son los indecisos, cuya fe no es firme y que traicionan en las persecuciones; la quinta montaña ofrece creyentes “impenetrables en sus doctrinas, presuntuosos, que quieren saber todo y no saben nada”: son los gnósticos; la sexta montaña, resquebrajada, que da piedras rajadas, son los hombres que albergan resentimiento.

Siguen otros creyentes sacados de una montaña cubierta de alegre verdor: son “los que, llenos de compasión hacia los hombres, remediaron con el sudor de su frente las necesidades de sus semejantes”. Corresponden a los cristianos que practican la caridad material. Los creyentes de la octava montaña son “los apóstoles y los doctores que predicaron en el mundo entero y enseñaron la palabra de Dios”. Los creyentes de la novena montaña son los diáconos prevaricadores: “Ellos robaron los bienes de las viudas y los huérfanos y se enriquecieron con las funciones que habían recibido para socorrer las necesidades de los demás, son también los renegados y, en fin, los “taimados y maledicentes”

Quedan las tres últimas montañas. “Los creyentes venidos de la décima una montaña, sobre la que se elevan árboles que sirven de cobijo a las ovejas, son obispos y hombres hospitalarios, que profesaron siempre una gozosa y franca hospitalidad en recibir a los siervos de Dios. Estos obispos hicieron de su ministerio un perpetuo refugio para los indigentes y ¡as viudas y llevaron en todo tiempo una vida santa”. Es de notar «pie lo que principalmente se alaba en los obispos es la hospitalidad y el cuidado de los pobres y de las viudas. Esto subraya que uno de los aspectos esenciales que pesaban sobre la jerarquía local era el cuidado material de los pobres involuntarios (indigentes) y voluntarios (viudas consagradas a la oración). Tal caridad manifiesta que la comunidad asumía el cuidado material de todos sus miembros, bajo la dirección de los jefes de la misma comunidad. Policarpo recomienda a los presbíteros que no descuiden a la viuda ni al huérfano.

Los creyentes de la undécima montaña son los “hombres que sufrieron por el nombre de Cristo”. Es decir, los mártires, a los que Hermas señala aquí un lugar eminente, pues los pone por encima de los representantes de la jerarquía, diáconos y obispos. Y, en fin, los creyentes venidos de la duodécima montaña, “la montaña blanca”, se asemejan a “los niños pequeños, que no tienen la menor idea del mal... Nunca violaron los mandamientos del Señor, antes bien conservaron, todos los días de su vida, la inocencia de su primera infancia. Estos gozan de una gloria mayor que todos los hasta aquí mencionados”. Esta exaltación del espíritu infantil y de la inocencia reaparecerá al comienzo del Pedagogo de Clemente.

I. LA JERARQUIA

En este complejo panorama podemos señalar primeramente lo que se refiere a los miembros de la jerarquía. Hermas distingue varias categorías. Están, por una parte, los presbíteros. Hermas los designa con el nombre de obispos. Están luego los misioneros itinerantes, apóstoles y doctores. Ya hemos aludido a estos grupos. Junto a los presbíteros encontramos a los diáconos, cuyas funciones son principalmente la gestión material de la Iglesia. Hermas no nos dice nada sobre la misión del obispo que preside la comunidad. Sin embargo, habla de Clemente, que desempeña tal función. Y la existencia de los diáconos la supone. En todo caso, hemos de completar a Hermas con las Cartas de Ignacio de Antioquia. La misión del obispo consiste ante todo en asegurar la unidad de la comunidad. Por ejemplo, en la Epístola a los Magnesios : “Procurad hacer todas las cosas en una divina concordia, bajo la presidencia del obispo, que ocupa el lugar de Dios, de los presbíteros, que ocupan el lugar del senado de los Apóstoles, y de los diáconos, tan queridos para mí, a quienes ha sido confiado el servicio de Jesucristo. Adoptad, pues, las costumbres de Dios: amaos los unos a los otros en Jesucristo”.

Es el obispo, rodeado del “presbiterio”, quien preside la Eucaristía, que es la reunión de la comunidad: “Sólo sea considerada como legítima la Eucaristía que se hace bajo la presidencia del obispo o de aquel a quien él encargare. Donde esté el obispo, que esté la comunidad” Lo mismo sucede con las demás reuniones de la comunidad: “No está permitido fuera del obispo bautizar ni celebrar el ágape”. De modo general, el obispo debe prestar atención a las reuniones de la comunidad, litúrgicas o alitúrgicas: “Que las reuniones sean más frecuentes; invita a todos los hermanos por su nombre. No descuides a las viudas; después de Dios, eres tú quien debe preocuparse de ellas. No desprecies a los esclavos, hombres o mujeres”. También el matrimonio requiere su aprobación: “Los hombres y las mujeres que se casan deben contraer su unión con el conocimiento del obispo”. Nada, pues, en la vida común de su pueblo ha de serle ajeno.

Para ello es necesario que el obispo envuelva en su caridad a todo su pueblo. Es la invitación que hace Ignacio a Policarpo en términos admirables: “Justifica tu dignidad episcopal por una entera solicitud de carne y de espíritu; preocúpate de la unión, que es el mejor de los bienes. Soporta con paciencia a todos los hermanos, como Cristo te soporta a ti; soporta a todos con caridad, como en verdad ya lo haces. Dedícate sin cesar a la oración: pide una prudencia mayor que la que tienes... Si te complaces en los buenos discípulos, no tienes mérito. Son especialmente los más contaminados, los que has de someter con la dul­zura... Te reclama el momento presente”.

Otro punto importante que conviene señalar es la existencia de un orden de viudas. A ello alude ya la Primera Epístola a Timoteo: “Honra a las viudas que lo son de verdad... La que de verdad es viuda ha puesto su esperanza en Dios y persevera noche y día en las súplicas y oraciones... Una viuda, para ser inscrita en su orden, ha de tener al menos sesenta años, no haberse casado más de una vez, haber ejercido la hospitalidad, lavado los pies a los santos y practicado toda clase de obras buenas”. Se pone el acento más en el aspecto ascético y contemplativo de la vida de las viudas que en sus funciones dentro de la comunidad. Pero lo interesante es la inscripción en un registro con las condiciones que ello supone, pues quiere decir que no se trata de todas las viudas, sino de unas cuantas, las cuales constituyen una categoría de la comunidad.

La existencia de este orden de viudas la vemos confirmada por la literatura eclesiástica arcaica. Policarpo es el primero en llamarlas “el altar de Dios”, con una expresión que se repetirá frecuentemente y que prolonga la frase de Pablo sobre la intercesión espiritual. Ignacio, en una expresión extraña, habla de las “vírgenes llamadas viudas”, lo cual viene a indicar que la palabra “viuda” pasó del sentido ordinario al de un orden eclesiástico. Estas simples alusiones no proporcionan datos sobre el ministerio de las viudas. Hermas, sin embargo, nos habla de una mujer, Grapté, encargada de dar a conocer a las viudas y a los huérfanos el contenido de la revelación por él recibida, mientras que él mismo la leerá ante los presbíteros. Grapté pertenece probablemente al orden de las viudas. Ello confirma que la principal misión de éstas consistía en la enseñanza de las mujeres.

2. LOS CARISMAS ESPIRITUALES

Junto a estos ministerios institucionales, hallamos carismas espirituales. Estos tenían cierta importancia en las comunidades que nos describe san Pablo. La Ascensión de Isaías se lamenta de la disminución de los profetas. En cambio, el Diálogo con Trifón indica una presencia persistente de los carismas en la comunidad. Las mujeres participan de ellos tanto como los hombres. El principal es el carisma de profecía, que se refiere principalmente a la acción de gracias en las asambleas litúrgicas, no a la presidencia o a la enseñanza. Hermas nos ofrece un retrato del profeta: “Cuando el hombre que tiene en sí el Espíritu de Dios entra en una asamblea de justos, animados por la fe en el Espíritu divino, y cuando esta asamblea se pone a rogar a Dios, entonces el ángel del Espíritu profético que asiste a ese hombre se apodera de él, y el hombre, lleno así del Espíritu Santo, dirige a la muchedumbre las palabras que Dios quiere”.

Junto al profeta encontramos al falso profeta. “No todo hombre que habla en espíritu es un profeta, dice la Didajé, sino sólo aquel que tiene las maneras de ver del Señor. Por tanto, el verdadero y el falso profeta se distinguen por su conducta”. Hermas indica los mismos principios. “Señor, pregunté, ¿cómo distinguir al verdadero profeta del falso? —Escucha las reglas que voy a darte para distinguir al verdadero profeta del falso: por su vida reconocerás al hombre que posee el Espíritu de Dios... El falso profeta se ensalza a sí mismo; quiere ocupar el primer puesto; hace pagar sus profecías; no profetiza sin salario. ¿Puede un espíritu procedente de Dios exigir paga por profetizar?... Cuando penetra en una asamblea de hombres justos, llenos del Espíritu de Dios, una vez que éstos se ponen a orar, él se encuentra vacío; el espíritu terrestre, presa de espanto, huye lejos de él, y nuestro hombre permanece mudo e incapaz de decir palabra”.

Otro aspecto importante de la descripción de Hermas es lo que se refiere a los pecadores. Como hemos visto, Hermas distingue varios grupos. Figuran primeramente los que conocieron el Evangelio, pero rechazan el bautismo a causa del compromiso que supone. Por tanto, propiamente hablando, nunca formaron parte de la Iglesia. Es la categoría más externa. Se trata luego de los que, habiendo sido bautizados, se separaron definitivamente del Dios vivo: son los pecadores empedernidos. Siguen los herejes que, después de abrazar la fe, abandonaron el camino de la verdad. Más tarde hallamos a los cristianos que permanecen apegados a los bienes de este mundo: son las piedras redondas, inservibles para el edificio. Cuando surgen las persecuciones, sus riquezas los llevan a renegar de Cristo. Luego vienen las piedras truncadas, las piedras rajadas, las piedras mutiladas, las piedras quebradas.

Lo que caracteriza a todas estas categorías es que quienes las componen se hallan fuera de la salvación. Pueden, sin embargo, hacer penitencia. “Los que quieren hacer penitencia no son arrojados lejos de la torre, ya que, si se arrepienten, pueden servir para la construcción. Pero deben convertirse ahora, mientras la torre está todavía en construcción”. Este pasaje es importante desde el punto de vista histórico, pues constituye la clave de la obra de Hermas. Su mensaje, la palabra inspirada que como profeta debe anunciar es que Dios concede sólo una vez la posibilidad de hacer penitencia.

¿Cuáles son las condiciones de esa penitencia? Parece ante todo que puede extenderse a todos los pecados. El único pasaje que parece aludir a pecados irremisibles es Sim., IX, 19, 1, donde se habla de la primera montaña: “Estos son los apóstatas que blasfemaron contra el Señor y traicionaron a los siervos de Dios. Para ellos no hay penitencia; la muerte es su heredad”. Pero este pasaje se halla en contradicción con otros, en los que muestra Hermas que la concesión hecha por Dios es susceptible de extenderse a todos los pecados. El plazo parece limitado a la predicación del propio Hermas: “Cuando les hayas dado a conocer estas palabras, obtendrán el perdón de sus faltas pasadas; pero, si siguen pecando, ya no habrá para ellos salvación”. Por las cartas de Dionisio de Corinto se ve que estas mismas cuestiones eran objeto de discusión en el conjunto de la Iglesia.

Por otra parte, las condiciones de la penitencia son severas. Suponen ante todo la conversión, es decir, el cambio de vida. La palabra que más se repite en nuestro texto es “Yo, el ángel del Señor, os lo repito: si os convertís al Señor de todo corazón, si practicáis la justicia todo el resto de vuestra vida, él os sanará de vuestros pecados pasados”. Pero no basta la conversión; se requiere la expiación. Es lo que indica la Semejanza VII: “Te imaginas que los pecados de los penitentes son perdonados en el acto. De ningún modo. El penitente debe someter su alma al sufrimiento, practicar en toda su conducta una profunda humildad y sufrir toda suerte de tribulación”.

3. VIRGINIDAD Y MATRIMONIO

Conviene tratar aparte una cuestión que se plantea en nuestra época de manera muy aguda: las relaciones entre matrimonio y virginidad. En realidad, ya se planteó en los orígenes de la Iglesia. San Pablo la trató en la Primera a los Corintios. El punto de la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio nunca constituyó problema. Pero es cierto que, en los dos primeros siglos, algunos fueron mucho más lejos. Les parecía que la adhesión al cristianismo implicaba la virginidad. Las personas casadas que no se separasen, nunca podrían pasar de miembros imperfectos de la Iglesia. En las sectas heterodoxas, semejante doctrina venía a expresar la condenación total de la creación. Pero parece ser que incluso en el seno de la Iglesia hubo tendencias de ese tipo.

Este carácter “encratita” del judeo-cristianismo ha sido señalado por los trabajos de E. Peterson y A. Vóóbus. No se trata simplemente de sectas heterodoxas, como los ebionitas o los cerintianos, sino de una corriente mucho más general. Corriente que aparece sobre todo en la esfera del judeo-cristianismo relacionado con la misión palestinense, es decir, en Egipto con los Evangelios de los Hebreos y de los Egipcios, en Palestina con el Evangelio de Santiago, en Edesa con las Odas de Salomón y el Evangelio de Tomás, en Roma con el Pastor de Hermas. Por la Primera a los Corintios se ven las controversias surgidas en otros medios. En la segunda parte del siglo II, tal corriente aparecerá condenada en el mundo occidental, donde será asociada a las sectas judaizantes de los montañistas, de los marcionitas y de Taciano. Pero persistirá en ciertos círculos de vírgenes y ascetas. Y la hallaremos de nuevo en el siglo IV mezclada con las desviaciones del eremitismo y del cenobitismo.

No existe problema sobre el valor eminente concedido a la virginidad. Es un dato que aparece ya en algunos pasajes del Nuevo Testamento. En la Primera a los Corintios, Pablo, aunque negándose a hacer de la virginidad una obligación, da como expresión de su propia enseñanza el consejo de guardarla. Los Hechos de los Apóstoles hablan de las cuatro hijas del diácono Felipe, que habían permanecido vírgenes. Más tarde Ignacio de Antioquia se dirige a las vírgenes llamadas viudas, lo cual parece indicar un estatuto canónico. Y Justino, a mediados del siglo II, presentará como uno de los rasgos del cristianismo que “muchos hombres y mujeres, de cincuenta y sesenta años de edad, instruidos desde su infancia en la doctrina de Cristo, han guardado virginidad”.

Esta estima de la virginidad es una característica general de toda la Iglesia. Sin embargo, adquiere rasgos más acentuados en los medios más marcados por el judeo-cristianismo. Algunas obras se proponen precisamente exaltar la virginidad. Tal es el caso del Evangelio de Santiago, que exalta la virginidad de María, no como expresión del milagro de la encarnación, sino como ideal de la virginidad. Inversamente encontramos una polémica contra el matrimonio. Es lo que nos muestran, en concreto, las Odas de Salomón. El matrimonio es la hierba amarga del Paraíso. Igualmente en el Evangelio de los Egipcios aparece la designación del matrimonio como “hierba amarga”. El matrimonio es considerado del mismo orden que la mortalidad.

Al parecer, en las regiones influenciadas por el judeo-cristianismo, existía la tendencia a considerar la plenitud del cristianismo como incompatible con el matrimonio. Los marcionitas no admitían al bautismo más que a las vírgenes o a los esposos que habían hecho voto de castidad. Los montanistas enseñaban que la abstención sexual era una obligación para todos los cristianos. Se aconseja al menos la separación de los esposos; por ejemplo, en los Hechos de Juan. Pero ya en el Pastor el ángel aconseja a Hermas que viva con su mujer como con una hermana. El mismo ideal aparece en la II Clem (XIII, 2-4) con referencia al Evangelio de los Egipcios.

Las huellas de esta tendencia persistirán largo tiempo. Vóóbus ha puesto de relieve que en las comunidades de Osroene, en el siglo ni, las vírgenes eran bautizadas antes que los demás y tenían preeminencia en la comunidad. Lo importante aquí es la relación de la virginidad con la estructura eclesial. En los Hechos de Tomás, la corona que designa al bautismo está vinculada a la virginidad. Y es posible que la alusión a la corona en las Odas de Salomón se refiera al mismo tema. Incluso en aquellos lugares donde todos eran admitidos al bautismo, la corona estaba reservada a las vírgenes. La adhesión completa a la vida cristiana parece inseparable de la abstención de la vida sexual. Por lo demás, la doctrina milenarista presenta un punto de vista semejante. Justino aplica al milenarismo aquella frase de Cristo: “No tomarán mujeres, sino que vivirán como ángeles”. La misma idea aparecerá en Metodio.

Es, sin duda, en esa perspectiva donde hay que situar la práctica de la vida común entre un asceta y una virgen. A ella alude quizá Pablo en Cor., 7, 36-38. La Didajée en tales matrimonios de profetas una figura de la unión de Cristo con la Iglesia. Práctica que menciona la Epístola sobre la virginidad del Pseudo-Clemente y que será corriente todavía en el siglo IV. En todo caso, es muy arcaica. Aparece como la realización de la única forma de matrimonio compatible con la perfección de la vida cristiana. El hecho de que alcanzara un gran desarrollo obedece, sin duda, al consejo dado a los esposos cristianos de vivir en castidad. Este tipo de matrimonio persistirá entre los gnósticos.

Tales tendencias aparecen ligadas al judeo-cristianismo. Las encontramos ante todo en los medios palestinenses. El retrato de Santiago que nos ha transmitido Hegesipo le representa como un asceta, que se abstiene de vino y no se unge con óleo. Los mismos rasgos se encuentran entre los ebionitas. Pero, por otra parte, tales tendencias no están de acuerdo con el judaísmo oficial. Una vez más hemos de reconocer cuánta importancia tuvieron en el cristianismo originario las tendencias marginales del judaísmo. De hecho, el ascetismo caracterizaba a los esenios. Sabemos por Filón que aquellos hombres guardaban virginidad. Luego esta corriente parece característica del judaísmo esenizante. Por tanto no nos extrañará encontrarlo de modo particular en Egipto, en Edesa y en los escritos de Hermas: precisamente donde veíamos una influencia esenia.

Como ha demostrado Peterson, esa corriente aparece relacionada con la identificación, en los círculos esenios, del “yézer” maligno, el espíritu del mal, con el instinto sexual. La sexualidad como tal se presenta vinculada a un principio malo en el hombre. Así se comprenden otros aspectos del ascetismo judeo-cristiano. En concreto, el empleo de baños de purificación, vigente entre los ebionitas y los elkasaítas —y tal vez en otras sectas—, obedece al mismo principio. Es una práctica que influenció la teología del bautismo en algunos autores cristianos. El pasaje del decreto de Jerusalén sobre la “fornicación” podría apuntar a ciertas prohibiciones sexuales y en particular a la obligación de los baños de purificación.

  Estas tendencias encontraron oposiciones en la segunda mitad del siglo. Dionisio de Alejandría escribirá al obispo de Cnosos en Creta para “exhortarle a no imponer a los fieles la pesada carga de la continencia como obligación, teniendo más bien en cuenta la debilidad de la mayoría”. Pero Pinito le responderá aconsejándole “que dé un alimento más sólido al pueblo subalimentado que dirige” Dionisio intervendrá en el mismo sentido ante el obispo del Ponto, Palmas). El hecho es que poco a poco la posición radical será patrimonio exclusivo de las sectas heréticas. Únicamente la Siria oriental mantendrá el encratismo judeo-cristiano. Clemente de Alejandría mostrará la plena compatibilidad del matrimonio con la vida cristiana.

Clemente consagra todo el tercer libro de los Stromata a defender el matrimonio, haciendo una crítica del encratismo en sus diversas formas: el de los valentinianos, el de Julio Casiano, el de Taciano. Es cierto que Cristo no se casó. Pero Clemente lo justifica con varias razones de una admirable profundidad: “Algunos dicen que el matrimonio es fornicación y fue comunicado por el diablo, y que ellos imitan al Señor, que no se casó. Pero ignoran la razón de esto. Y es que él tenía su propia esposa, la Iglesia; además, no era un hombre ordinario, que tuviera necesidad de una ayuda según la carne; no le era necesario tener hijos (que le continuaran), pues él permanece eternamente y es el Hijo único de Dios”. La virginidad es santa cuando tiene su fuente en el amor de Dios. Pero no es buena si procede de desprecio al matrimonio. El hombre debe amar a su mujer con un amor de caridad, no de simple deseo. La vida sexual no implica impureza alguna, y Clemente condena la práctica judía de las purificaciones después de la unión sexual.

4. EL MARTIRIO

El martirio aparece como la forma más eminente de la santidad cristiana. El Apocalipsis está dedicado por entero a la gloria de “los que lavaron sus vestiduras y las blanquearon en la sangre del cordero. Por eso están ante el trono de Dios y le sirven día y noche en su santuario” (7, 13). Esta preeminencia del martirio se refleja en la veneración que envuelve al mártir: si muere, se piensa que entra inmediatamente en el Paraíso, mientras que los demás muertos aguardan la Parusía. Sus restos son objeto de culto. Y así leemos en el Martirio de Policarpo: “Recogimos sus huesos, de mucho más valor que las piedras preciosas, para depositarlos en un lugar conveniente. Allí, en la medida de lo posible, nos reuniremos con gozo y alegría para celebrar, con la ayuda del Señor, el aniversario del día en que Policarpo nació a Dios por el martirio”. Tocamos aquí el origen del culto de los mártires. Sobre su tumba se celebrará la Eucaristía. Si sobreviven, la comunidad los hará objeto de una veneración particularísima.

El Martirio se presenta ante todo como una lucha suprema con Satanás. Los testimonios en este sentido son numerosos. Por ejemplo, Hermas: “Los que han sido coronados son los que lucharon contra el diablo y le vencieron: son los que sufrieron la muerte por la Ley”. Y lo mismo en el Martirio de Policarpo: “El diablo desplegó contra los mártires todos sus artificios, pero no logró vencer a ninguno”. Pero el testimonio más notable es el Martirio de Perpetua. En una visión se ve la mártir conducida al anfiteatro y enfrentada a “un egipcio, de terrible apariencia, con sus ayudantes. Por su parte, vienen hacia mí unos jóvenes hermosos, mis ayudantes y valedores. El combate está presidido por un hombre de una estatura extraordinaria, cuya cabeza es más alta que el anfiteatro, con una banda de púrpura sobre el pecho y una rama verde con frutos de oro en la mano. Este hombre, dice: ‘Si ella triunfa, recibirá esta rama’. Comienza la lucha. Perpetua se siente levantada en vilo por el egipcio, pero ella le toma por la cabeza: ‘Entonces retrocedí y comprendí que debía combatir no con las bestias, sino con el diablo’”.

Además de victoria sobre Satanás, el martirio es configuración con la Pasión de Cristo. Pero también, transformación en Dios y configuración con la Resurrección. Esta aspiración al martirio como camino hacia la total transformación en Jesucristo, que aparece ya en san Pablo, ha encontrado su más alta expresión en la Epístola a los Romanos de Ignacio de Antioquia. En ningún texto aparece más claramente el martirio como participación mística en la muerte y en la resurrección de Cristo y como perfecta realización de su esencia por parte del cristiano: “Bueno es para mí morir para unirme a Cristo Jesús. A Aquel busco que murió por mí; a Aquel quiero que resucitó por nosotros. Mi parto se aproxima. Dejadme recibir la pura luz; cuando esté allí, seré hombre. Permitidme ser imitador de la Pasión de mi Dios... Ya no hay en mí fuego para amar la materia, sino agua viva que murmura y dice dentro de mí: Ven con el Padre”. Son de notar las expresiones: “Mi parto se aproxima” y “cuando esté allí, seré hombre”. Por lo demás, ser mártir equivale a convertirse en “verdadero discípulo”.

El martirio va acompañado de fenómenos místicos. Ya hemos visto las visiones que recibe Perpetua en la prisión. Asimismo Policarpo tiene una visión poco antes de su martirio. Felicidad responde a su guardián, sorprendido de oírla gemir con ocasión de su parto: “En este momento, soy yo quien sufre, pero entonces otro estará en mí y sufrirá por mí, porque también yo sufriré por él” También Blandina “se llenó de una fuerza capaz de agotar y cansar a los verdugos”. Clemente de Alejandría da el nombre de mártir al gnóstico llegado a la unión ordinaria con Dios. En eso reside el valor demostrativo del martirio. Un valor demostrativo que no depende del heroísmo manifestado por los mártires. El martirio no prueba la verdad del cristianismo mostrando que es una causa suficientemente fuerte para suscitar héroes. También las causas humanas pueden suscitarlos. Por el contrario, el martirio prueba esa verdad afirmando la presencia del Espíritu que realiza unas obras superiores a la capacidad humana al hacer afrontar la muerte a unos seres frágiles que no son héroes.

Pero el martirio no sólo edifica la Iglesia por el testimonio, sino que tiene un valor redentor. Es una obra de caridad fraternal. El mártir da la vida por su pueblo: “Policarpo, como el mismo Señor, aguardó pacientemente hasta ser entregado, queriendo así, con este ejemplo, enseñarnos a no preocuparnos tan sólo de nuestros intereses, sino también de los del prójimo. Porque la señal de una verdadera y sólida caridad no consiste en buscar solamente la propia salvación, sino también la de los hermanos”. Este último aspecto de la teología del martirio encontrará su doctor en Clemente de Alejandría. Para él, el martirio es esencialmente la perfección del ágape, la plenitud de la caridad: “Los Apóstoles, a imitación del Señor, como verdaderos gnósticos y perfectos, dieron su vida por las iglesias que habían fundado. Así deben los gnósticos que caminan tras las huellas de los Apóstoles hallarse sin pecado y, a causa de su amor al Señor, amar también al prójimo para que, si se presentare alguna crisis, soportando las pruebas sin desfallecer, beban el cáliz por la Iglesia”. En eso consiste la plenitud de la caridad, que es la perfección misma: “Llamaremos al martirio perfección no por ser el término (telos) de la vida del hombre, sino porque manifiesta la perfección de la caridad.”

 

CAPITULO X

ALEJANDRIA

 

 

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