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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

NICEA. LA VICTORIA CONTRA EL ANTICRISTO

CAPITULO XIX

LAS PERIPECIAS DE LA CRISIS ARRIANA

 

Los desarrollos del conflicto con el arrianismo dominan ampliamente la historia política, eclesiástica y doctrinal hasta el concilio constantinopolitano del año 381. Por esta razón, la época posterior a Nicea puede verse en gran medida como una historia de la recepción del concilio. Se presenta como un proceso mediante el cual las Iglesias, en una serie de luchas dolorosas, se fueron apropiando de las decisiones de Nicea, no sólo de forma negativa, asociándose a la condenación del arrianismo, sino también de forma positiva, replanteándose el contenido de su símbolo de fe y reconociéndolo como tradición, es decir, como expresión dogmática vinculante y en cierto modo definitiva. Sin querer seguir en todos sus detalles unas peripecias a menudo bastante complicadas, nos limitaremos aquí a las líneas y a los episodios principales del proceso de recepción, intentando captar su dinamismo. No es casual el hecho de que, en el nuevo régimen de la «Iglesia imperial», establecido por Constantino, estas líneas coincidan en gran parte con las oscilaciones de las políticas que llevaban a cabo los sucesivos emperadores.

La revancha de los eusebianos hasta la muerte de Constantino

Los años que van de Nicea a la muerte del primer emperador cristiano (337) se presentan como un periodo en el que los derrotados del concilio, incluyendo al propio Arrio, obtienen poco a poco su rehabilitación y recuperan, en parte o en todo, las posiciones anteriores de poder, hasta convertirse en el partido hegemónico gracias al liderazgo de Eusebio de Nicomedia. Al principio, la derrota de Arrio y de sus seguidores pareció total. No sólo fue enviado al destierro el presbítero alejandrino, sino que a los pocos meses del concilio le siguieron también algunos de los miembros más influyentes del grupo de los «colucianistas», como Eusebio de Nicomedia, Teógnides de Nicea y quizás Marides de Calcedonia. Estas medidas punitivas, más que por la negativa a adherirse formalmente a la fe de Nicea, estuvieron motivadas por el hecho de que estos obispos seguían apoyando a los seguidores de Arrio, en contra de las disposiciones imperiales que imponían su expulsión. No obstante, poco después fueron revocadas estas órdenes, empezó gradual^ mente la rehabilitación de los filoarrianos moderados e incluso se produjo una reacción contra los exponentes más destacados del partido niceno.

Así pues, en esta primera fase las controversias no se refieren todavía al dogma de Nicea en cuanto tal, aunque en ello estaba implícita la tibieza de los eusebianos por el homoousios (por lo demás, esta actitud, aunque pronunciada, no era exclusiva de ellos, sino que la compartían también algunos nicenos convencidos como Atanasio). De momento se limitan a arreglar cuentas con los adversarios, evitando discutir abiertamente el resultado doctrinal sancionado por el concilio y querido, en particular, por el emperador. Se trataba de una línea política bastante hábil, que se configuraba además como una estrategia de conjunto, mientras que sus antagonistas procedían tendencialmente por separado.

Este cambio de atmósfera se ha explicado aduciendo, entre otras cosas, las influencias que habrían ejercido sobre Constantino ciertos ambientes cortesanos vinculados a Eusebio de Nicomedia y a otras personalidades arrianas, mientras que desaparecía de su círculo la figura de Osio de Córdoba. Aun sin excluir estos factores, es más probable que fuera el mismo emperador el que decidiera el nuevo curso de las cosas, sin que se le sugiriera desde fuera. Si Constantino había querido el concilio de Nicea como ocasión para restablecer la unidad y la paz de la Iglesia, comprometidas por los conflictos internos, después del concilio siguió siendo ésta su preocupación prioritaria. De esta manera no podía el emperador sentir muchas simpatías por la acción demasiado enérgica de obispos antiarrianos como Eustacio de Antioquía y Atanasio de Alejandría. Su iniciativa, que tuvo como resultado el que se ahondasen las tensiones y los contrastes, iba en sentido contrario al objetivo de la paz religiosa que siempre se había buscado. Esto proporcionó el pretexto deseado para la acción de los antinicenos, que por otra parte veían en la defensa encarnizada de Nicea el peligro de caer en el monarquianismo sabeliano.

Esta inversión de tendencia se relaciona con un episodio no demasiado claro, a poca distancia de Nicea, que parece presentarse como una ulterior sesión del concilio, si no como un auténtico nuevo sínodo celebrado en esta misma localidad en noviembre del año 327. Nos han llegado noticias del mismo en Atanasio y en Eusebio de Cesárea. Parece que puede hablarse aquí de un concilio, que representó ciertamente la prosecución de la obra de pacificación iniciada en Nicea, pero sin constituir una repetición del mismo. Además de intervenir sobre el problema de la readmisión de los melicianos, que seguía creando dificultades en la Iglesia egipcia, decretó el regreso de Eusebio de Nicomedia y de los otros desterrados. Por otro lado, una rehabilitación de Arrio en el aspecto doctrinal no se consideraba todavía madura. Por eso Constantino prefirió no someter al examen de los obispos la profesión de fe que le habían enviado Arrio y Euzoio, a pesar de que la había considerado como ortodoxa. La plena reconciliación eclesial de Arrio y de sus seguidores no se llevará a cabo hasta el año 335 en Jerusalén. Desde este punto de vista, la verdadera repetición de Nicea es el concilio que se celebró diez años más tarde en la ciudad santa, aun cuando la fe nicena seguía todavía sin ser atacada por entonces.

Con las medidas que se tomaron a finales del año 327 y con el retorno de los desterrados (presumiblemente en el año 328) se sentaban las premisas para la estrategia sucesiva de neutralización de los nicenos. De todas formas, no hay que pensar en una relación inmediata de causa y efecto, si es verdad que la primera operación en este sentido, con la deposición de Eustacio de Antioquía, ocurrió en el mismo año que el llamado «segundo sínodo» de Nicea. Un concilio reunido en Antioquía y presidido probablemente por Eusebio de Cesárea, con la intervención de obispos hostiles a los defensores de las decisiones nicenas, entre los que estaba Teodoto de Laodicea, depuso a Eustacio no sabemos por qué motivos —o más probablemente pretextos— de naturaleza política o disciplinar. Considerando las personas de los jueces —particularmente las de Eusebio y Teodoto—, es difícil librarse de la idea de que se trataba de un arreglo de cuentas por el proceso al que ellos mismos se habían visto sometidos en el sínodo antioqueno anterior a Nicea.

Tras esta primera intervención siguieron acciones análogas contra una serie de obispos de sedes menores, hasta que llegó a atacarse a la figura más representativa del partido niceno. En efecto, la próxima víctima designada por los eusebianos era Atanasio. Junto con el occidente, el obispo de Alejandría constituía el antagonista más directo de la amplia mayoría moderada, que en Nicea se había plegado a aceptar el homoousios e intentaba ahora interpretar su resultado doctrinal en línea con la antigua teología del Logos. Pero incluso en estos casos la contestación no se hizo en el plano doctrinal, sino a través de algunas acusaciones disciplinares. Atanasio, oponiéndose a la readmisión de Arrio, dio pie a las denuncias de los adversarios, que se aprovecharon además de la situación egipcia, en donde él combatía a los melicianos con especial energía y no sin violencia. A partir del año 333, Atanasio fue acusado de corrupción, de traición y de haber hecho matar al obispo meliciano Arsenio (a quien, sin embargo, Atanasio pudo presentar vivo). Entretanto la situación en la corte había ido evolucionando en un sentido tan favorable a los eusebianos que pudo pensarse en la plena readmisión de Arrio en la comunión eclesial. La profesión de fe, reconocida ya en el año 327 por Constantino como ortodoxa, se convierte ahora en la base para el juicio de los obispos. En el plano doctrinal no añade ningún elemento de especial novedad. Se trata de un texto genérico y elusivo, que evita enfrentarse con la cuestión discutida en Nicea. Los puntos elaborados en la definición de fe de este concilio se pasan totalmente por alto.

La rehabilitación de Arrio fue a la par con las maniobras para condenar a Atanasio. Constantino confió su caso al examen de los obispos reunidos en Tiro en el año 335, antes de proceder a la consagración de la Anástasis de Jerusalén. Atanasio, previendo que las cosas no le iban a ir bien en el concilio, compuesto en su mayor parte por eusebianos, huyó a Constantinopla, en donde se defendió ante el mismo emperador. Sin embargo, tras las nuevas denuncias que arrojaban sobre el obispo de Alejandría la sospecha de haber saboteado los decretos imperiales, Constantino mandó desterrarlo a Tréveris. Al mismo tiempo en Jerusalén, durante el sínodo de las encenias (septiembre del año 335), Arrio fue reconciliado con la Iglesia, aunque murió antes de poder volver a Alejandría.

De los protagonistas más significativos de Nicea quedaba todavía Marcelo de Ancira. También contra él se abatió la reacción de los eusebianos. Esta vez, sin embargo, ésta pudo manifestarse directamente en el plano doctrinal, tanto por las ideas que sostenía Marcelo, claramente en contraste con la orientación que prevalecía en la Iglesia oriental, como porque, después de haber sucedido la readmisión de Arrio, los eusebianos tenían conciencia de que era posible salir victoriosos en este terreno. En el año 336, un sínodo reunido en Constantinopla, con la participación de obispos procedentes sobre todo de Asia menor, condenó por herejía al obispo de Ancira debido a su monarquianismo radical. Marcelo fue depuesto y enviado igualmente al destierro  .

De esta manera, el decenio posterior a Nicea se concluía con un resultado ampliamente positivo para el partido eusebiano, obtenido con el aval y el apoyo del emperador. Los que habían sido derrotados en el primer concilio ecuménico dominaban ahora la escena política del oriente cristiano. En las sedes episcopales más importantes se habían establecido los exponentes de una doctrina que, aunque ajena a las posiciones primeras de Arrio, no tomaba como base la fórmula de Nicea. Es verdad que las acciones contra los obispos filonicenos no suponían aún expresamente la puesta en discusión de las decisiones doctrinales del concilio; pero era sólo la presencia de Constantino la que parecía impedir esta conclusión. Estaban ya fijados todos los presupuestos para este resultado.

La reacción antinicena durante el reinado de Constancio II (337-361)

Al morir Constantino, le sucede en oriente Constancio II, que favorecería abiertamente a los semiarrianos, mientras que occidente —unificado bajo Constante desde el año 340 al 350— permanecería fiel a Nicea. Esto hace que se ahonden más las diferencias doctrinales entre las dos partes del imperio, aunque salvaría finalmente el dogma niceno, gracias a la acción conjunta llevada a cabo por los occidentales y por sectores importantes del episcopado oriental.

Constancio dio, al principio, la impresión de que quería favorecer a los nicenos permitiendo el regreso de Atanasio, de Marcelo y de otros desterrados, pero muy pronto los eusebianos volvieron a condicionar la política imperial. Protestaron contra la restitución de Atanasio y lograron que se confirmara su sentencia de deposición en un concilio celebrado en Antioquía en el invierno del año 338-339. Obligados de nuevo a abandonar sus diócesis, Atanasio y Marcelo encontraron refugio en Roma, donde lograron poner de manifiesto las artimañas de los eusebianos, presentándolos como auténticos arríanos. El papa Julio I (337-352), después de haber insistido en vano en un nuevo examen de la cuestión junto con los orientales, reunió un concilio (341) que invalidó la deposición tanto de Atanasio como de Marcelo de Ancira. Con esta decisión, Roma se vincula durante años a la suerte de los dos principales exponentes del partido niceno en oriente, especialmente a Marcelo, que resultaba muy sospechoso para los orientales, arrojando sobre la fe de Nicea la sombra de su monarquianismo acentuado.

Contra la sentencia romana replicó un sínodo reunido en septiembre del mismo año en Antioquía, con ocasión de la dedicación de una nueva basílica. En él participaron unos cien obispos bajo la presidencia de Eusebio de Nicomedía. Este sínodo dio paso a una nueva fase de las controversias; por primera vez después de Nicea, el debate se desplazaba formalmente del plano disciplinar al doctrinal. El concilio antioqueno del año 341 fue realmente el primero de una larga serie de sínodos, que tuvieron como objeto la superación del símbolo de Nicea, considerado como inadecuado respecto a las necesidades dogmáticas del momento, e incluso como demasiado antiarriano. En pocos años las nuevas profesiones de fe llegaron a sumar más de una docena.

A diferencia del símbolo de los 318 padres, la fórmula de fe de este concilio, vinculada en parte a Luciano de Antioquía, se presentó como un texto muy amplio. No hacía ninguna mención del homoousios, sino que recogía la doctrina origeniana de las tres hipóstasis. Mientras se condenaban las proposiciones del arrianismo radical, se subrayaba la plena divinidad del Hijo, aunque con un acento de subordinacionismo respecto al Padre. Así pues, más que mostrarse propensa a una aprobación del arrianismo, y por tanto abiertamente hostil a Nicea, la línea doctrinal que perseguía el concilio estaba animada sobre todo por la oposición al sabelianismo que se atribuía a Marcelo de Ancira. En resumen, se mantenía una posición moderada, en conformidad con la orientación mayoritaria en el episcopado oriental, volviendo a proponer especialmente la tradición triadológica de la teología griega, muy atenta a subrayar la realidad de las personas trinitarias, pero más incierta sobre el modo de la unidad trihipostática («tres en cuanto a la hipóstasis, uno en cuanto a la armonía»). Por estas características la formula antioquena pudo afianzarse como texto representativo en el oriente al menos durante quince años.

Las decisiones de Antioquía dejaban de todas formas intacta la distancia entre oriente y occidente. Un sínodo convocado en Sárdica en otoño del año 342 (ó 343), con la intención de llegar a un acuerdo sobre los obispos depuestos y sobre las decisiones doctrinales, desembocó por el contrario en una ruptura que prolongaría durante varios decenios la controversia arriana. Los orientales y los occidentales se excomulgaron mutuamente. Mientras que los primeros reconfirmaron la fórmula de fe de Antioquía, los segundos, bajo la presidencia de Osio de Córdoba, condenaron la doctrina de las tres hipóstasis y proclamaron la unidad hipostática, aunque sin querer negar la diferencia de las personas. Respecto a las tradiciones teológicas que habían chocado en Nicea y que habían encontrado ambas en aquel concilio un reconocimiento de hecho, en Sárdica los occidentales optaron decididamente por la una substantia contra las tres hypostasis

Desde este momento las dos teologías trinitarias tradicionales se enfrentan y se oponen a través de los «símbolos sinodales». A partir de la mitad del siglo IV se hará sentir cada vez más la influencia de la minoría arrianizante. En efecto, la situación evoluciona muy favorablemente para los semiarrianos, cuando Constancio II extiende su dominio también a occidente Los sínodos celebrados en Arles (353), Milán (355) y Béziers (356) plegaron las resistencias de los occidentales, que se vieron obligados a firmar la deposición de Atanasio. Los opositores más distinguidos fueron enviados al destierro, empezando por el papa Libeno (352-366) y Osio de Córdoba. Sin embargo, en el frente de los adversarios del concilio no reinaba precisamente la unanimidad; la mayoría moderada, residuo del grupo de los eusebianos, se iba diferenciando cada vez más de las corrientes arrianas auténticas, que encontraron su expresión en el grupo de los «homeos» (de óumos, «semejante», dicho del Hijo respecto al Padre), y más aún de los «anhomeos». Estos últimos, guiados por Aecio y Eunomio, habían sacado consecuencias radicales del arrianismo, desarrollando una teología fuertemente dialéctica y racionalista, que declaraba al Hijo «desemejante» respecto al Padre, en cuanto engendrado. La aparición de esta corriente radical dio además impulso a una acentuación de las posiciones de los homeos. En el año 357, unos pocos obispos —entre los que figuraban sin embargo los inspiradores de la política religiosa de Constancio, como Valente de Mursa y Ursacio de Singidunum— se reunieron en Sirmio, en donde publicaron una fórmula de fe que pasó a la tradición nicena con el nombre de blasphemia Sirmiensis. En ella, no se aludía para nada a las tesis de los anhomeos, pero se condenaba el uso tanto del homoousios como de homoiousios («semejante en la sustancia») y se subrayaba la inferioridad del Hijo respecto al Padre.

Esta toma de posición era la más adecuada para atraerse las críticas tanto de los nicenos (homousianos) como de los eusebianos (homeousianos), cuyo exponente de mayor relieve era entonces Basilio de Ancira. De hecho facilitará el acercamiento entre los defensores de Nicea y los homeousianos. En este sentido, la buena disposición por parte nicena encontrará su expresión en el sínodo alejandrino del año 362, donde se admite la posibilidad de recurrir a terminologías diferentes para la profesión de la fe trinitaria. La reacción antiarriana, apoyada en este amplio frente de opositores, resultará con el tiempo vencedora, a pesar de los muchos obstáculos de naturaleza política, disciplinar o doctrinal que se opondrán a este resultado. Aunque en la muerte de Constancio II la obra del primer concilio ecuménico parece condenada al fracaso, el triunfo del homeismo —que había sido sancionado a la fuerza por los concilios de Rimini (verano del año 359), Seleucia (comienzos del año 360) y Constantinopla (febrero del año 360)— se reveló de breve duración. Los adversarios del arrianismo se fueron reapropiando cada vez más de la fe de Nicea

La recepción de la fe nicena desde la muerte de Constancio II (361) hasta la llegada de Teodosio (379)

La fórmula de Sirmio marca una línea divisoria en la histona de la recepción de Nicea en el siglo IV.. Hasta aquella fecha, el homoousios había estado al menos durante treinta años sin ser utilizado, ni siquiera por los defensores del concilio como Atanasio. Comienza ahora una reflexión sobre el dogma niceno, que se desarrolla especialmente en occidente, donde empiezan a aparecer las primeras versiones latinas del símbolo. Solamente ahora el homoousios se convierte en la bandera de la ortodoxia, aunque entre los occidentales se siga viendo (como en Sárdica) bajo la perspectiva de la «única hipóstasis». Este proceso más amplio de recepción quedará sellado en el segundo concilio ecuménico, desembocando luego en los concilios del siglo V. En la base del mismo está la idea de que, aunque la fe de Nicea contiene en su raíz todo el dogma ortodoxo, la aparición de las nuevas herejías hace necesarias nuevas definiciones y nuevos anatemas. De este modo la fe nicena se compagina y se conjuga con las necesidades derivadas del desarrollo teológico.

La nueva fase de la recepción comienza con el sínodo homeousiano de Ancira (358), presidido por Basilio. En la carta sinodal se reconocía al Hijo como coeterno con el Padre, engendrado realmente de él y por tanto plenamente Dios. Esta relación se formulaba con el recurso a la expresión «semejante al Padre según la sustancia». Aunque rechazaba el homoousios por considerar que implicaba la doctrina de una hipóstasis, el sínodo de Ancira acogía con ello una idea y una terminología muy cercanas a las de Nicea.

Atanasio se dio cuenta de ello y, apenas subió al trono Juliano el Apóstata (361-363), que consintió una breve tregua a los nicenos, reunió en Alejandría un gran sínodo (362), con la participación, al lado de los obispos egipcios, de varios exponentes del episcopado tanto occidental (Eusebio de Vercelli, delegados de Lucifer de Cagliari) como oriental (Asterio de Petra y los representantes de Apolinar de Laodicea y de Paulino de Antioquía, de la comunidad vétero-nicena» que había permanecido fiel a la memoria de Eustacio). En este concilio —que tuvo que examinar las posturas de los «vétero-nicenos» y las de los «homeousianos» de Antioquía, que tenían como obispo a Melecio (que fue luego uno de los exponentes más representativos de este partido)— Atanasio convenció a los dos grupos para que reconociesen mutuamente su ortodoxia de fondo, y por tanto la legitimidad, en el punto de partida, de las dos fórmulas rivales: una substantia y treis hypostaseis. En efecto, la carta a la Iglesia de Antioquía (Tomus ad Antiochenos) admitía la presencia de incertidumbres en la terminología, especialmente para la noción de hipóstasis, consintiendo por tanto un uso diversificado de este concepto (para indicar concretamente, o bien la unidad de la sustancia o bien la trinidad de las personas).

Si el compromiso ideado por Atanasio no tuvo de momento grandes éxitos, el efecto más importante del concilio alejandrino en la historia de la recepción de Nicea está representado probablemente por el principio de la suficiencia de la fe nicena como condición para la alianza antiarriana, sin que ésta implicase necesariamente una fidelidad exclusiva a la letra del símbolo. La lógica de la suficiencia nicena conduce al sínodo alejandrino a afirmar que en Sárdica los occidentales no habrían pretendido proceder a una nueva definición, ya que Nicea era expresión de la plenitud de la fe. Esto permitía fundamentar el principio de la suficiencia de Nicea en una tradición sinodal con pretensiones ecuménicas.

La doble propuesta del sínodo del año 362 alcanzará el éxito solamente a lo largo del decenio siguiente, gracias a los padres capadocios. Basilio de Cesárea (330-379) compagina el homoousios niceno con la tradición origeniana de las tres hipóstasis: la primera es expresión de lo que es «común», la segunda de lo que es «particular». Por otro lado, la fidelidad a Nicea no implicaba, a juicio de Basilio, una repetición servil de sus enunciados dogmáticos: frente a los nuevos problemas, como el reconocimiento de la divinidad del Espíritu santo, se había hecho necesario castigar con el anatema las posiciones que chocaban con el espíritu del concilio. Por consiguiente, había que interpretar a Nicea no sólo según la letra, sino también según el espíritu, sacando de él todas las implicaciones que había que sacar. Dentro de esta perspectiva, Basilio negaba que pudiera deducirse de Nicea la identidad de los conceptos de ousía y de hipóstasis. Si realmente los padres nicenos las hubieran entendido en un único sentido, no habrían recurrido a dos palabras distintas. Este razonamiento era un tanto sofisticado, dado que Nicea no había llevado a cabo una opción entre las dos diversas tradiciones teológicas de la una substantia o de las tres hypostasis, ni había pensado en conciliarias entre sí; todo lo más que puede decirse es que su formulación tendía más bien a favorecer a los «vétero-nicenos» adversarios de Basilio. De todas formas, el aspecto decisivo de toda la argumentación es que Basilio comprende su fórmula «una ousía, tres hipóstasis» en plena continuidad con Nicea. En esta misma línea se colocará, pocos años después, el concilio de Constantinopla (381), que hace suya la solución de Basilio.

Entretanto, una vez muerto Juliano el Apóstata (363), cambia de nuevo la situación política del imperio. Si en occidente Valentiniano I (364-375) puede seguir una línea de neutralidad respecto al conflicto doctrinal, gracias entre otras cosas al claro predominio de la orientación filonicena; en oriente, Valente (364-378) continúa, pocos meses después de subir al trono, la política de Constancio II, tomando como base de la unidad eclesiástica las posiciones doctrinales arrianizantes, expresadas por los homeos en los sínodos de Rímini, de Seleucia y de Constantinopla. Para acabar con la disensión de sus adversarios, el emperador no vacilará en recurrir a las medidas de fuerza, enviando al destierro a los personajes más distinguidos. Estas medidas afectan no sólo a los «vétero-nicenos» como Atanasio, sino también a los jefes del ala derecha del que había sido en el pasado el partido eusebiano —la mayoría moderada del episcopado oriental— y que ahora se llamaban «homeousianos», así como a los anhomeos, que eran expresión de un arrianismo radical. Los homeousianos fueron los primeros en experimentar la persecución de Valente, después del sínodo celebrado en Lampsaco (364) contra Eudoxio de Constantinopla, exponente del partido homeo. Ellos intentaron llegar a un acuerdo con los occidentales, pero el sínodo que debería haber sancionado el frente común contra los filoarrianos fue prohibido por el emperador. Tras la pausa de un trienio (366-369) y después de las campañas de guerra de Valente, la reacción antinicena cobró nuevas energías, tanto en Asia menor (en donde había afianzado su liderazgo teológico el grupo de los tres capadocios: además de Basilio, su amigo Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa, hermano de Basilio, junto con sus amigos y aliados), como en Antioquía y en Alejandría.

Sin embargo, la política represiva de Valente estaba cada vez más claramente abocada al fracaso; la constitución de una Iglesia separada de los anhomeos había debilitado notablemente el frente arrianizante; por otro lado (según una dinámica que ya hemos encontrado bajo el reinado de Constancio II), en respuesta a estas tendencias radicales y a la política filoarriana del emperador, aumentaba la reacción del partido niceno y del centro moderado. De todas formas, la situación teológica estaba también en evolución dentro del frente niceno, puesto que más allá de los viejos temas discutidos durante tantos años, se habían perfilado otras dos cuestiones teológicas nuevas. La primera seguía situándose todavía en un ámbito propiamente trinitario, en relación con la divinidad del Espíritu santo. La segunda, con la doctrina de Apolinar de Laodicea —que comprometía la plena humanidad del Logos encarnado— desplazaba ya la atención de la reflexión teológica hacia los problemas más estrictamente cristológicos, en el centro de la historia dogmática del siglo V.

En la primera mitad del siglo IV, la controversia arriana no se había extendido todavía a la persona del Espíritu santo. La primera mención de un debate sobre este punto la tenemos en la tercera carta de Atanasio al obispo Serapión de Thmuis (360?). En el periodo anterior, particularmente desde la mitad del siglo III hasta los primeros decenios del IV, las ideas sobre el Espíritu habían estado caracterizadas por una gran incertidumbre, con el peligro de caer en posiciones arcaicas. Por otro lado, la fórmula de Nicea —al estar centrada esencialmente en la relación entre el Hijo y el Padre— ponía nuevas premisas para el reconocimiento de la divinidad del Espíritu. En su escrito a Serapión, Atanasio había desarrollado hasta el fondo estos presupuestos, negando que el Espíritu santo fuese una criatura del Logos. Al contrario, había que reconocerlo también a él como homoousios y como Dios, en cuanto dador de vida y santificador. El punto de vista de Atanasio sigue siendo por el momento el más explícito y convencido en el reconocimiento de la divinidad igual del Espíritu. Pero quedaban en pie varias dificultades para poder afirmar su consustancialidad. Por una parte, parecía que faltaban testimonios precisos en la sagrada Escritura en este sentido; por otra, se quería evitar que esto implicase la noción de una doble divinidad engendrada (el Espíritu junto con el Hijo) o bien de una duplicidad de Padres (el Hijo junto con el Padre). Esto explica una cierta cautela a este propósito entre los capadocios, que irían llegando gradualmente, y de manera diferenciada (en cuanto a las modalidades de la formulación), a admitir la divinidad del Espíritu. Así, para Basilio el Espíritu participa de la misma gloria, honor y culto, junto con el Padre y con el Hijo, pero todavía no es llamado explícitamente Dios ni se dice que sea consustancial con el Padre y con el Hijo.

La intervención de Atanasio hace pensar en una presencia en Egipto de posiciones contrarias al reconocimiento de la divinidad del Espíritu santo. En todo caso, los «pneumatómacos» —como se llama a los que se oponen a la extensión de la homoousía divina al Espíritu— aparecerán estrechamente asociados al nombre de Macedonio de Constantinopla (de donde procede también el epíteto de «macedonianos» que se da a los exponentes de estas doctrinas), figura destacada entre los homeousianos. En realidad, no está claro cuáles eran exactamente sus ideas, ya que no han llegado hasta nosotros sus escritos. Según Snynmenn para Macedonio el Espíritu no tenía la dignidad divina del Hijo, ya que es un ministro, un intérprete, una especie de ángel del mismo. Si esta interpretación no es tendenciosa, Macedonio se manifestaría como el seguidor de una pneumatología todavía arcaica. Sin embargo, su posición no quedó aislada, ya que obtuvo adhesiones especialmente en la región de Constantinopla. A pesar de que el concilio alejandrino del año 362 proclamó ya la plena igualdad del Espíritu con el Hijo y con el Padre en línea con la doctrina expresada por Atanasio en la carta a Serapión, al principio los pneumatómacos se confundieron con el grupo de los defensores de Nicea. Entre otros figuraban en sus filas algunos personajes significativos como Eustacio de Sebaste. Precisamente como consecuencia de la diversidad de opiniones sobre el Espíritu santo se produjo su ruptura con Basilio de Cesárea. Este, en el año 374, con su tratado Sobre el Espíritu santo, da expresión al reconocimiento de la dignidad divina del Espíritu. Al tiempo que aumentaba en crueldad la persecución de Valente, crecía el contraste entre los macedonianos y los exponentes del partido niceno. De esta manera, la cuestión de la divinidad del Espíritu venía a completar el terreno propio de la ortodoxia nicena, exigiendo una sanción dogmática más explícita. Será ésta una de las tareas que tendrá que arrostrar el concilio de Constantinopla.

En la agenda del futuro concilio empiezan a inscribirse en este periodo otros problemas que preocupan a la Iglesia de oriente y que tenían su centro en la confusa situación antioquena. La continuación del cisma entre los «vétero-nicenos», presididos por Paulino, y los seguidores del obispo Melecio, que se había convertido entre tanto en el líder de los homeousianos y en un intérprete autorizado de la solución «neonicena» elaborada por Basilio, constituía un obstáculo de cierta importancia para la concordia que se había recobrado entre oriente y occidente en apoyo de Nicea. En efecto, Atanasio y los occidentales reconocían a Paulino como obispo de Antioquía, mientras que los orientales de orientación filonicena, empezando por Basilio de Cesárea, veían en Melecio al pastor legítimo de aquella Iglesia. Además, la crisis de la comunidad antioquena se había agravado ulteriormente tras la aparición del grupo de los apolinaristas. Apolinar de Laodicea, fiel aliado de Atanasio en la lucha contra el arrianismo, se había convertido en portavoz de ideas que pronto se valoraron negativamente desde el punto de vista de la ortodoxia. Negaba la presencia en Cristo de un alma racional humana, sosteniendo que el Logos desempeñaba las funciones de guía y ocupaba por tanto el lugar de ese alma humana. También los apolinaristas tenían en Antioquía un obispo propio en la persona de Vidal, cuya elección debió suceder probablemente en el año 376. Esta iniciativa creó el desconcierto y la irritación entre las filas de los vétero-nicenos, dando pie a las condenaciones tanto de Roma, por el papa Dámaso (366-384), como del oriente, por parte de Basilio. A la primera condenación romana del apolinarismo (377) se unió posteriormente el sínodo reunido en Antioquía por Melecio (379). Las dos anticipaban el pronunciamiento del concilio constantinopolitano del año 381.

El concilio antioqueno del año 379 había marcado un triunfo personal de Melecio. Bajo su presidencia se habían reunido cerca de 150 obispos (entre ellos, Gregorio de Nisa) para dar una respuesta a las exigencias presentadas por los occidentales. Estos habían remachado su punto de vista sobre el cisma de Antioquía, pidiéndole a Melecio que cediera la sede episcopal a Paulino. Los padres conciliares, todos ellos del grupo meleciano, no atendieron a estas exigencias; pero para subrayar su disposición a la unidad en el plano doctrinal, firmaron una serie de documentos de origen occidental, que condenaban tanto el arrianismo como el apolinarismo. De esta manera Melecio esperaba que lo aceptarían en la comunión del occidente, un resultado por el que Basilio había estado trabajando en vano hasta su muerte. Al mismo tiempo, la asamblea reunida por Melecio representó una especie de prueba general del futuro «concilio ecuménico» —cuya convocatoria se daba ya por inminente—, llegando de este modo a desempeñar un papel análogo al que había tenido en su tiempo el sínodo antioqueno del año 324-325 respecto a Nicea.

El concilio de Constantinopla (381)

Una reconstrucción histórica del segundo concilio ecuménico se resiente de la comparación con el primero. La talla, «ecuménica» desde el principio, de Nicea hace sombra en cierto sentido al I concilio de Constantinopla. Aunque, respecto al concilio de los 318 padres, el significado decisivo del sínodo de Constantinopla del año 381 sea mucho menos evidente, sin embargo, se debe precisamente a este concilio el que el resultado doctrinal de Nicea fuera asumido definitivamente como patrimonio común de las Iglesias, tanto en oriente como en occidente. Más aún, la recepción del Constantinopolitano I, con su símbolo, influyó en la conciencia que se tuvo de la autoridad conciliar en relación con la regla de la fe, como veremos en el concilio de Calcedonia. Reconociendo su importancia particular, resulta difícil, por el estado de las fuentes, dar un juicio más preciso sobre las circunstancias en que tuvo lugar y ante todo sobre las fuerzas que concurrieron a sus decisiones. Como de Nicea, no poseemos las actas (si es que hubo actas verbales de cada sesión), y las noticias que nos han llegado sobre él son mucho menos abundantes que las que tenemos de Efeso y Calcedonia.

Además del símbolo, los documentos auténticos son solamente cuatro cánones, con la lista de las firmas y una relación dirigida al emperador Teodosio. No obstante, la situación de las fuentes no es tan desesperada como habitualmente se tiende a presentar. A los documentos oficiales hay que añadir la carta sinodal del concilio constantinopolitano del año 382. Tenemos además testimonios de algunos protagonistas del concilio, como Gregorio Nacianceno así como noticias dispersas de algunos contemporáneos de occidente y de los historiadores eclesiásticos. En conclusión, este material, aunque no abundante y bastante heterogéneo, si se considera de forma unitaria, puede ofrecernos un cuadro suficientemente rico sobre el segundo concilio ecuménico.

La subida al trono de Teodosio I(379-395), inicialmente como emperador de oriente y después del asesinato de Graciano (383) de todo el territorio romano, modificó profundamente la situación respecto a la línea que había seguido el emperador Valente. Esta nueva orientación se perfiló con toda claridad en el edicto de religión Cunctos populos, promulgado en Tesalónica el 28 de febrero del año 380. Con este acto Teodosio intentaba ante todo manifestar su decisión de restaurar la unidad religiosa del imperio sobre la base de la ortodoxia nicena, superando de este modo la ruptura entre oriente y occidente. Al mismo tiempo, este edicto marcaba el final oficial del arrianismo. Pero es bastante improbable que el emperador pensase que podía proceder él solo, limitándose a imponer por medio de una ley la fe que él consideraba como ortodoxa, sin comprometer más directamente en esta tarea a las instancias eclesiales. En vez de atenerse únicamente a este instrumento, Teodosio recurrirá a una solución sinodal, a la vez que se esforzará por distanciarse de un simple acomodo a las posiciones de Roma y de Alejandría, en cuanto al contenido de la ortodoxia que había que promover. El hecho de que en el edicto se apele, además de a Roma, a la Iglesia de Alejandría como instancia ortodoxa de oriente no significa que hubiera realizado ya su propia opción. En realidad, Teodosio tuvo que darse cuenta muy pronto de que la unidad religiosa de oriente no podía restablecerse contra la mayoría del episcopado, que después de la muerte de Basilio (1 de enero del año 379) tenía su portavoz en Melecio de Antioquía.

El proyecto de un concilio ecuménico para reconstruir la unidad religiosa entre las dos partes y poner orden en la disciplina eclesiástica fue quizás estudiado ya por Graciano y por Teodosio en el otoño del año 378. Sin embargo, ante el temor de que las reticencias todavía vivas de las controversias comprometieran su resultado, se prefirió convocar dos sínodos separados, uno para el oriente y otro para el occidente. Esto confirma la dificultad, siempre presente en los concilios ecuménicos de la antigüedad, de conseguir una universalidad plena, con la participación efectiva de las Iglesias occidentales, incluso cuando se exige la intervención de los legados de Roma. Un plan más próximo de un concilio oriental debió ser preparado luego por Teodosio a partir del verano del año 380. Desgraciadamente, como ocurre con otros documentos oficiales, no poseemos la carta de convocatoria, aunque está fuera de discusión que fue obra del emperador, como ocurrió con los otros concilios. En cuanto a la fecha, se considera que ha de situarse entre febrero y marzo del año 381. No hemos de excluir que Teodosio se resolviera a dar este paso debido a la influencia de Melecio, en Constantinopla desde comienzos de aquel año. En todo caso, en la lista de los miembros de la asamblea se pueden descubrir las huellas de la acción desarrollada por Melecio a fin de predeterminar el resultado del próximo concilio.

La tradición recuerda el Constantinopolitano I coMo el «concilio de los 150 padres». Si se examinan los testimonios de las diversas listas episcopales, este dato tradicional queda sustancialmente confirmado. Sobre esta base es posible reconstruir con bastante precisión una lista de unos 140 obispos. El primer nombre es Nectario, sucesor de Gregorio Nacianceno como obispo de la capital. Esto puede representar una prueba del hecho de que el primado de Constantinopla fue recibido de la manera establecida por el canon 3 del concilio. Pero no hay por qué excluir que Nectario fuera el primero en firmar por su cualidad de representante del emperador. En el concilio no estuvieron presentes los legados de Roma, porque al mismo tiempo estaba previsto un sínodo análogo en Aquileya (que se celebró a comienzos de septiembre). Sin embargo, sabemos que Dámaso dio instrucciones a Acolio de Tesalónica para la elección del nuevo obispo de Constantinopla. Pues bien, Acolio participó activamente en el concilio; por consiguiente, el hecho de que no aparezca su nombre en las listas quizás sea una indicación de que no aprobaba el resultado del concilio en lo referente al canon 3.

Vienen luego las firmas de dos obispos egipcios: Timoteo de Alejandría y Doroteo de Oxirrinco. Por otra parte, también en este caso, los nombres recogidos en la lista no reflejan probablemente el número efectivo de representantes. Se piensa realmente que el número de los egipcios presentes en el concilio fue mayor, aunque intervinieron tan sólo en un segundo tiempo. Junto a la reducida delegación egipcia, en la geografía eclesiástica del Constantinopolitano I impresionan otras ausencias bastante significativas entre la jerarquía del episcopado oriental. Así, no figuran representantes de las provincias de Asia, Helesponto, Lidia o de las islas, que se cree estaban controladas en su mayor parte por exponentes macedonianos. Las regiones principales de donde provenían los padres conciliares eran las diócesis de oriente y del Ponto, así como una parte de las diócesis de Asia. De esta manera, el núcleo del concilio lo constituían los obispos ligados sobre todo a la zona eclesiástica de Antioquía.

Si además de las localidades se consideran también los nombres de los obispos, se puede constatar que corresponden en amplia medida a obispos que participaron en el concilio antioqueno del año 379. Es éste un hecho que revela cómo el grupo meleciano era un partido bien organizado, que se dirigió a Constantinopla con un programa bastante concreto. Al mismo tiempo hay que subrayar una peculiaridad del concilio: no sólo se trata de un sínodo oriental, sino que —al menos inicialmente— se caracteriza por ser expresión de un solo grupo de oriente.

El comienzo del concilio se sitúa a comienzos del mes de mayo. Antes de la apertura oficial, Teodosio recibió a los obispos en una solemne audiencia, en la que —según Teodoreto— se tributó un homenaje particular a Melecio. Aunque esto nos recuerda el proceder de Constantino con los padres de Nicea, ahora el concilio no celebró sus sesiones en el palacio imperial, sino en la iglesia de los Santos Apóstoles o en una basílica más pequeña. De todos modos, es más significativa la ausencia de la participación directa del emperador en los debates de la asamblea. No quiere decir que se desinteresara de los trabajos del concilio. Al contrario, es muy probable que Teodosio estuviera continuamente al corriente de todo y que intentara influir en sus resultados. No obstante, no asistimos a una intervención tan directa como la que tuvo Constantino en Nicea. Además, a diferencia de los concilios posteriores de Efeso y de Calcedonia, no se conoce que Teodosio confiara la presidencia del concilio a unos comisarios imperiales. La dirección del sínodo quedó en manos de los obispos; al principio, el primer presidente fue Melecio; cuando murió, este cargo pasó a Gregorio Nacianceno y luego a Nectario de Constantinopla.

El primer punto que se trató en el concilio se refería a la organización de la Iglesia de Constantinopla, que seguía privada de un pastor ortodoxo elegido regularmente, después de haber estado sometida durante varios decenios —a partir de la política filoarriana de Constancio II— a la línea oficial. No era una cuestión secundaria, ya que a la Iglesia de la capital le correspondía indudablemente en la mentalidad del pueblo un papel de guía en la ortodoxia. Al morir Valente, Gregorio Nacianceno fue llamado a guiar al resto casi desaparecido de fieles nicenos. Gracias a su elocuencia persuasiva —como se aprecia particularmente en sus cinco grandes Discursos teológicos pronunciados entre el verano y el otoño del año 380—, Gregorio adquirió muy pronto una notable audiencia. El 27 de noviembre del año 380, después de la entrada de Teodosio en la capital y de la abdicación forzosa del obispo arriano Demófilo, Gregorio fue introducido solemnemente por el emperador en la iglesia de los Santos Apóstoles. No obstante, Gregorio insistió en que la decisión definitiva sobre la elección del obispo de la capital quedase pendiente del concilio que se iba a celebrar.

Gregorio podía contar con el apoyo de Melecio, aunque entre tanto se habían visto perturbadas las perspectivas de acceder a la sede constantinopolitana, si bien de manera momentánea, por la intrusión de Máximo, un filósofo egipcio que gozaba del apoyo de Pedro de Alejandría. No obstante, aquel intento se vino abajo y el concilio declaró inválidas la ordenación de Máximo y todas las acciones que éste había realizado (canon 4). De esta manera Gregorio pudo ser entronizado como obispo de Constantinopla. Según lo que declara Teodoreto, de momento no se hicieron valer las disposiciones del canon 15 de Nicea, ya que Melecio afirmó que su intención era la de obstaculizar las ambiciones de poder; pero no era éste el caso de Gregorio.

Estos comienzos prometedores del concilio quedaron interrumpidos bruscamente por la imprevista desaparición de Melecio. Después de la celebración de sus funerales, los obispos volvieron a reunirse bajo la presidencia de Gregorio. En contra de la opinión del Nacianceno, se planteó la cuestión de la sucesión de Melecio. Desde el principio Gregorio manifestó su parecer de que, para sanar finalmente el cisma antioqueno y superar un grave obstáculo para la comunión con el occidente, se debería dilatar el nombramiento de un sucesor, esperando a que muriera Paulino. Su posición venía a coincidir con la exigencia presentada un año antes por los occidentales; seguramente no se trataba de una mera casualidad. Es probable que Gregorio estuviera al tanto de ella y, por otra parte, él estaba también seriamente interesado en restablecer la unidad plena en la fe con las Iglesias de Roma y de Alejandría, por las que sentía un gran respeto.

La orientación manifestada por el Nacianceno chocó con la oposición casi unánime del concilio. Difícilmente podría proponerse su solución dadas las relaciones tan tensas entre oriente y occidente debido a la cuestión antioquena, además de la tensión doctrinal. Por un lado, los melecianos no podían aceptar un proyecto que chocaba claramente con el objetivo buscado durante años, sin haber llegado nunca a conseguirlo: el reconocimiento de los derechos de Melecio como obispo legítimo de Antioquía, por parte de occidente y de sus aliados egipcios. Por otro lado, para la mayor parte de los padres conciliares, la diferencia de puntos de vista con el occidente se extendían también a los aspectos doctrinales, puesto que no habían cesado por completo las sospechas de sabelianismo respecto a los seguidores de Paulino de Antioquía. Así pues, la propuesta de Gregorio parecía representar una cesión a las pretensiones de ortodoxia que a veces esgrimían con particular arrogancia Roma y Alejandría. En esta ocasión rebrota con fuerza un complejo antioccidental, que encuentra su formulación en la idea de una superioridad teológica del oriente respecto al occidente.

No obstante, el proyecto de proceder a la elección del presbítero Flaviano no obtuvo un resultado inmediato. Quizás la dilación dependió del hecho de que el emperador, interesado en evitar una acentuación de las tensiones con el occidente, manifestó sus simpatías por la indicación de Gregorio, aunque sin intervenir directamente en la discusión ni ejercer presiones sobre el concilio, según la línea de conducta ya señalada anteriormente.

El intento de acuerdo con los macedonianos constituye uno de los problemas más difíciles para la historia del Constantinopolitano I. En particular se discute su cronología, pues no se sabe si colocarlo al comienzo de los trabajos conciliares, a partir de las indicaciones de Sócrates y de Sozomeno, o si estuvo precedido por el examen de las otras cuestiones relativas al gobierno eclesiástico primero de Constantinopla y luego de Antioquía, como parece deducirse del poema autobiográfico de Gregorio Nacianceno.

Para comprender las causas que condujeron a estos intentos de unión hay que recordar los desarrollos que se verificaron dentro del partido homeousiano en el último decenio. Como ya han puesto de relieve las discrepancias sobre el reconocimiento de la divinidad del Espíritu santo, este partido no constituía ni mucho menos un grupo compacto. Sin embargo, las divisiones internas se van haciendo cada vez más profundas como consecuencia del debate abierto por el problema pneumatológico. En el ala homeousiana, hostil a la doctrina de la divinidad del Espíritu, se perfilan dos tendencias diversas: un grupo moderado, de orientación filonicena, y otro más radical, de sentimientos antinicenos. La ruptura del partido homeousiano fue sancionada oficialmente por el sínodo de Antioquía de Caria (378), donde los macedonianos de izquierda, aquí en mayoría, rompieron la unión con los homousianos, que duraba formalmente desde el año 366, y formaron su propia Iglesia. Ante este gesto, los homousianos reaccionaron con especial firmeza. Probablemente hay que atribuir a los efectos de esta reacción el que Teodosio, en el rescrito imperial del 10 de enero del año 381, yendo más allá del edicto de religión del año 380, condenase como contraria a Nicea la negación de la divinidad del Espíritu santo.

Con estas bases no parece que se dieran presupuestos muy favorables para el buen éxito de las negociaciones, ni por una parte ni por otra, como confirmará por otro lado el fracaso al que llegaron. Además, cabe preguntarse cómo podían estar de acuerdo con el objetivo central del concilio, que era asegurar el triunfo de la ortodoxia oriental sobre la base de Nicea, condenando las herejías que habían surgido en relación con el concilio del año 325. Si era ésta la verdadera finalidad del Constantinopolitano I, como se supone que había sido decidido inicialmente con la colaboración concorde de Melecio y de Teodosio, es difícil que las negociaciones pudieran desarrollarse al principio de los trabajos. En efecto, no hay ningún indicio de una buena disposición de Melecio respecto a los macedonianos. Al contrario, el episodio se sitúa muy bien en el momento en que Gregorio Nacianceno, aunque seguía teniendo la presidencia del concilio, vio que de hecho se difuminaba su influencia sobre el mismo después de los litigios sobre la sucesión de Melecio.

Se admite que la iniciativa se remontaba al emperador, pero no queda claro a partir de qué base se decidió Teodosio a realizar este gesto, aparentemente fuera de lugar, más allá de la esperanza obvia de poder reunir a los macedonianos con los ortodoxos. Quizás no haya que excluir la posibilidad de que fuera apremiado por los mismos macedonianos, que iban advirtiendo con mayor claridad su progresiva marginación en el nuevo curso de la política religiosa. Con todo, es poco verosímil que fueran los macedonianos radicales los que dieran este paso. Sin embargo, son ellos precisamente los protagonistas de las negociaciones con los padres conciliares. Y fue a este grupo al que el concilio dirigió sus esfuerzos de unión, iniciando tratos con una nutrida representación macedoniana, compuesta de 36 obispos, procedentes casi todos del Helesponto, bajo la dirección de Eleusio de Cízico y de Marciano de Lampsaco.

Aunque las circunstancias que llevaron a las negociaciones continúan siendo poco claras, tenemos mayor información sobre su desarrollo. Según Sócrates y Sozomeno, objeto de las discusiones entre las dos partes fue el homoousios niceno, pero es improbable que se evitara por completo la cuestión del Espíritu santo, que era el motivo principal de las divisiones que se habían creado respecto a los nicenos. Si damos crédito a Gregorio Nacianceno, el concilio elaboró una fórmula trinitaria que ponía al día la fe de Nicea, esto es, la ampliaba con un añadido pneumatológico. Sin embargo, esta fórmula, propuesta como base de las negociaciones con los macedonianos, se resintió de una preocupación táctica. Mientras que la homousia del Hijo se remachaba sin compromisos, el concilio se abstuvo de un reconocimiento directo y explícito de la del Espíritu, por la preocupación de no comprometer los intentos de unión. En este punto la discusión de los padres conciliares resultó muy animada. En particular, Gregorio se mostró claramente contrario a cualquier concesión a los pneumatómacos, sosteniendo la exigencia de una afirmación explícita de la divinidad y de la homoousia del Espíritu. No era él el único en manifestar esta orientación, pero la mayoría del concilio resultó de distinta opinión, mostrándose favorable a concesiones en la forma, aun teniendo sustancialmente firme su propio punto de vista doctrinal. No obstante, esta buena disposición no dio los frutos esperados. Los puntos de partida estaban demasiado lejos el uno del otro y las negociaciones se vieron interrumpidas sin que se llegase a ningún acuerdo. Los macedonianos dejaron la capital y el concilio. Concluido este paréntesis, la asamblea volvió al programa de sus trabajos.

Normas para el gobierno eclesiástico: elaboración de los cánones 2 y 3

Los trabajos prosiguen con la ausencia de Gregorio Nacianceno, enfermo y además dolido por un nuevo desaire, esta vez en la cuestión doctrinal. En este contexto se formularon dos importantes decretos disciplinares, indicados en la numeración actual como los cánones 2 y 3 del Constantinopolitano I. El primero de ellos prohibía que los obispos de una diócesis civil se mezclasen en los asuntos de otra, mientras que el segundo afirmaba el primado de honor de la sede de Constantinopla en la Iglesia oriental.

En el concilio de Nicea (cánones 4-7) había aparecido con claridad la estructura metropolitana del gobierno eclesiástico, ligada al sínodo provincial y a la figura del metropolita. Puede discutirse en este sentido si el concilio del año 325 previo quizás algunas excepciones en la organización metropolitana, limitándola de hecho con la formulación del canon 6, que reconoce, en particular, los privilegios de la sede alejandrina. Pero más que este aspecto hemos de recordar que durante una gran parte del siglo IV la norma de Nicea parece ser que se quedó en el papel, no sólo en occidente (donde la recepción de los cánones nicenos procedió más lentamente), sino también en oriente, debido a los desórdenes introducidos por la política religiosa de los diversos partidos y de los emperadores. Para poner fin a esta situación, el concilio se preocupó ante todo de restablecer la constitución provincial fijada en Nicea, remachando la jurisdicción del sínodo metropolitano para todas las cuestiones pertenecientes a la provincia. Además de esto, renovó los privilegios de la sede antioquena (ya reconocidos en el canon 6 de Nicea) y confirmó la praxis habitual para las Iglesias de misión, según la cual tenían que seguir dependiendo, para el gobierno eclesiástico, de los centros originarios de su evangelización.

Pero el canon 2 introduce, además, una unidad más amplia que la provincia: la «diócesis», sacada también de la administración civil del imperio. La definición de una organización de gobierno para grandes circunscripciones eclesiásticas se ve como un desarrollo original del Constantinopolitano I, aunque en continuidad con las premisas puestas por el canon 6 de Nicea. De todas formas se sigue discutiendo en qué medida puede señalarse en el canon 2 la presencia de una figura jerárquica del episcopado superior a la del metropolita. Si es verdad que esto puede decirse más propiamente para el obispo de Alejandría, no parece tan claro en el caso del obispo de Antioquía. Además, para las diócesis de Ponto, Asia y Tracia —de las que se afirma igualmente una jurisdicción autónoma—, el concilio no señala ningún «trono» o centro que pueda compararse con una sede patriarcal. Es innegable, por lo menos, que las disposiciones del Constantinopolitano I llevaban consigo esta evolución, aunque los patriarcados sucesivos tan sólo corresponderán parcialmente a la estructura de la «diócesis». Tenemos una confirmación de ello bajo otro aspecto. En el canon 2 falta todavía algo que corresponda al sínodo metropolitano a nivel de la «diócesis», pero se habla expresamente de una instancia de este género en el canon 6 de Constantinopla, que hoy se atribuye generalmente al concilio celebrado allí en el año 382.

Hay además otro aspecto relacionado con estos cánones, que explica igualmente su génesis. Parecen estar inspirados en una finalidad antialejandrina, que aparece con especial claridad en el canon 3. Ciertamente, el primado de honor que se le reconoce a Constantinopla iba en contra de los deseos del emperador. Por otro lado, en su formulación se conformaba con un principio reconocido en oriente, según el cual la importancia de una sede eclesiástica iba a la par de su importancia política. Finalmente, entre las razones que llevaron al concilio a establecer semejante primado de la sede constantinopolitana, estaba muy probablemente la conciencia de que era ella la única en disposición de contrarrestar las pretensiones de Alejandría en relación con la supremacía de la Iglesia oriental.

Junto al evidente giro antialejandrino, los cánones 2-3 se caracterizan también por una tendencia antirromana. La autonomía de las «diócesis» que establecía el canon 2 no estaba hecha para agradar a Roma, que fundaba sus propias competencias jurisdiccionales en una base tradicional distinta. En cuanto al canon 3, éste constituiría otro motivo de disensión, dado que Alejandría, situada aquí dependiendo de Constantinopla, había sido en el siglo IV una especie de sede vicaria de Roma en oriente. Además, la motivación del primado constantinopolitano, un primado de honor basado en un criterio político (la «nueva Roma»), estaba destinada a alimentar los futuros conflictos entre los dos centros mayores de la cristiandad.

Precisamente debido a las tendencias antialejandrina y antirromana de los dos cánones, se supone que fueron formulados antes de la llegada de los «macedonios» y de los «egipcios», aunque no se ratificaron hasta el 9 de julio del año 381, junto con los demás decretos del concilio, y sometidos luego a la aprobación de Teodosio. Si los cánones 2­3 hubieran sido redactados en la fase final del concilio, habrían sido vistos como una provocación por parte de las delegaciones egipcia y macedónica, hasta el punto de verse obligadas a abandonar el concilio. Además, apenas llegados al concilio, los egipcios y los macedonios expresaron sus protestas, que —a juzgar por el propio testimonio del más directo interesado— no se referían solamente a las orientaciones manifestadas por el concilio sobre la cuestión antioquena o la regularidad de la elección de Gregorio. Según otra reconstrucción, estos dos cánones fueron compuestos posteriormente, después de la llegada de Acolio de Tesalónica y de Timoteo de Alejandría. Sería precisamente la acción promovida por ellos contra Gregorio Nacianceno lo que pudo impulsar al concilio a establecer esas normas, en tanto que Acolio y Timoteo las habrían aceptado por no contrariar la voluntad del emperador.

La dimisión de Gregorio Nacianceno

La intervención de los nuevos participantes, extraños al grupo meleciano, que había programado y controlado hasta entonces los trabajos del concilio, provocará una crisis que estaba ya en el aire desde el momento en que su presidente, Gregorio Nacianceno, expuso unos puntos de vista distintos a la opinión dominante en la asamblea.

Fue probablemente poco después de la interrupción de las negociaciones de unión cuando llegaron a Constantinopla los obispos de Egipto y de Macedonia. Tan sólo conocemos los nombres de tres de ellos (Timoteo de Alejandría, Doroteo de Oxirrinco y Acolio de Tesalónica), pero no hay que excluir que su número haya sido mayor. La presencia de los recién llegados debe atribuirse sin duda a una invitación formal por parte del emperador, como fue costumbre en los concilios imperiales. Se ha pensado que Teodosio les invitó después de las tensiones surgidas en el concilio, pero no se aprecian suficientes motivos para que exigiesen una especie de compensación al influjo predominante de los melecianos. Lo más probable es que el emperador, gracias a esta participación ampliada, desease extender la representatividad del concilio respecto a la Iglesia oriental y colocar una base más sólida a la proyectada restauración nicena.

Por otra parte, la llegada posterior y la presencia reducida de estos nuevos participantes no son casuales, sino que debieron haberse concertado previamente entre Teodosio y los exponentes más distinguidos del concilio. Las protestas de los recién llegados, de las que nos informa Gregorio Nacianceno, se explicarían precisamente por el hecho de que eran conscientes de esta situación. Buscaron por tanto una revancha, negándose a aceptar los hechos consumados que les habían propuesto y pusieron en discusión las decisiones del concilio. Las quejas no debían referirse desde luego al juicio de la asamblea sobre el episodio de Máximo, al que ya habían abandonado sus mismos inspiradores alejandrinos, sino presumiblemente a los cánones examinados anteriormente.

Si en este aspecto chocaron con la decidida resistencia de los melecianos, la discusión pudo sin embargo abrirse de nuevo sobre el punto en el que las precedentes deliberaciones del concilio se prestaban más a las críticas. A saber, se trataba de la elección de Gregorio Nacianceno como obispo de Constantinopla, que iba claramente en contra de las normas del canon 15 de Nicea. Acolio de Tesalónica formuló sus objeciones en este sentido, obedeciendo a las instrucciones que había recibido del papa Dámaso ya en el verano del año 380. Su intervención fue apoyada por los egipcios, pero quizás no habría tenido ningún resultado si las relaciones entre Gregorio y el partido meleciano no hubieran entrado ya en crisis, y si el mismo Nacianceno no hubiera planteado de nuevo su decisión de dimitir. Con este gesto Gregorio esperaba en secreto suscitar más bien un efecto contrario, pero no fue así. Y las cosas no mejoraron cuando el Nacianceno se presentó al emperador para comunicarle su dimisión. A pesar de admirar su ortodoxia, la rectitud de su conducta y su extraordinaria elocuencia, Teodosio debió convencerse de que Gregorio no era la persona más adecuada para regir una sede tan delicada como la Iglesia de la capital y para llevar a buen fin el concilio en calidad de presidente. Así pues, Gregorio se despidió de su Iglesia y del concilio de forma digna y solemne —aunque sin esconder del todo su amargura—, en la iglesia de los Santos Apóstoles, en presencia de la corte y de los padres conciliares.

Aunque la historia de los concilios antiguos está dominada a menudo por los personalismos, hemos de sustraernos de la perspectiva, ciertamente apasionada pero unilateral, de Gregorio Nacianceno. Es oportuno insistir en ello incluso para la fase final del concilio, que se desarrolló después de mediados de junio del año 381 (fecha probable de la abdicación de Gregorio), de la que el Nacianceno no nos ha dejado ninguna noticia. Antes de terminar sus trabajos, el concilio procedió al nombramiento de un sucesor para la sede constantinopolitana. Al parecer, por sugerencia de Diodoro de Tarso, se encontró a este sucesor en Nectario, importante funcionario de la administración estatal, pero que en el momento de la elección parece que ni siquiera estaba bautizado. La elección de un personaje no especialmente definido, ajeno a toda pertenencia a grupos concretos, debió resultar del agrado de la asamblea, que se acercó a su término afrontando la discusión de dos importantes pronunciamientos en materia doctrinal. Efectivamente, parece ser que hay que colocar en este periodo, más que en el momento de las negociaciones de unión con los macedonios, la redacción de un Tomus, una declaración doctrinal, así como la formulación del canon 1.

No se ha conservado el texto del Tomus, pero tenemos noticias de él por un documento análogo del concilio constantinopolitano del año 382 , donde se recapitula la fe de los orientales, tal como había sido expresada en la declaración doctrinal del año anterior. Al afrontar este punto, el concilio tuvo ocasión de reconciliar las posiciones de los melecianos con las de los egipcios y los macedonios. Efectivamente, según se deduce de nuestra fuente, no sólo la asamblea renovó su plena adhesión a Nicea, sino que a diferencia de la actitud que había mantenido en los coloquios de unión con los macedonios, extendió el reconocimiento de la homoousía divina también al Espíritu santo. Así, según el testimonio del año 382, declaró al Padre, al Hijo y al Espíritu santo «una sola divinidad, poder y sustancia», afirmando al mismo tiempo la realidad de las tres hipóstasis o personas. Con esta formulación —que sancionaba la superación de las divergencias doctrinales entre el oriente y el occidente— el concilio recibía la doctrina trinitaria de los capadocios, integrándola en el dogma niceno. Además, se tomó claramente distancia de las herejías trinitarias —y entre ellas, de manera especial, la de los macedonianos, que se ven colocados en el mismo plano que los eunomianos y los arríanos—. Pero el Tomus no se limitaba a pronunciarse únicamente sobre el tema de la doctrina trinitaria, sino que añadía además la condenación del apolinarismo, aunque sin llegar a responder adecuadamente al problema suscitado por la nueva herejía. Según el texto del año 382, se rechazó la idea de que el Logos hubiera asumido «una carne sin alma, sin inteligencia» y por tanto imperfecta; de forma positiva, se exigió la perfección de la humanidad de Cristo, al lado de la perfección de su divinidad, abriendo de este modo el camino a las formulaciones de Efeso y de Calcedonia.

El canon 1 es como la síntesis de los contenidos doctrinales del Tomus. Después de remachar la validez permanente de la fe nicena, se formulan anatemas contra cada una de las herejías, nombrando expresamente en primer lugar las diversas formas de doctrinas surgidas más o menos directamente del tronco del arrianismo: eunomianos (o anhomeos), arrianos (o eudoxianos), semiarrianos (o pneumatómacos); luego, las diversas expresiones de monarquianismo: sabelianos, marcénanos, fotinianos; finalmente, la nueva herejía de los apolinaristas. Se discute sobre si este canon había sido ya en su origen formulado de manera autónoma o si formaba más bien parte del Tomus. En efecto, nos sorprende ver que esos anatematismos figuran entre los cánones disciplinares de un concilio, aunque en realidad no falten ejemplos en este sentido entre los concilios antiguos.

Con este canon los padres de Constantinopla declararon definitivamente cerrado el conflicto tan prolongado sobre el concilio de Nicea y marcaron de este modo una etapa decisiva de su recepción. Lo subraya también el carácter, por así decirlo, de mayor exclusividad que presenta su formulación. En efecto, parece como si se quisiera subrayar, más todavía que en el Tomus, la plena suficiencia de Nicea. De todos modos, hay que tener presente que la afirmación de este principio va acompañada tácitamente —como se verá por el examen del símbolo constantinopolitano— por la conciencia de la necesidad de nuevas definiciones y precisiones, en relación con el desarrollo de la reflexión teológica y la aparición de nuevas herejías.

El canon 1, junto con los demás decretos disciplinares elaborados anteriormente, debió ser aprobado en la sesión del 9 de julio del año 381. Como conclusión de sus trabajos, el concilio dirigió una carta a Teodosio. Se señalaban en ella los resultados alcanzados por el concilio, con la renovación de la concordia en la cristiandad y la confirmación de la fe nicena, y se pedía igualmente al emperador que aprobase e hiciera ejecutivos los cánones. Teodosio accedió a esta petición publicando los cánones y la lista de las firmas en oriente, así como promulgando, el 30 de julio del año 381, un edicto en el que se sacaban las consecuencias prácticas para la legislación y la política religiosa del imperio.

El símbolo de Constantinopla

El documento más significativo vinculado al concilio del año 381 es sin duda alguna el «símbolo de los 150 padres». Con el título de «símbolo niceno-constantinopolitano» es denominado el credo más conocido e importante en la historia del cristianismo. Pues bien, precisamente el símbolo niceno-constantinopolitano constituye el mayor enigma histórico del Constantinopolitano I, dado que ninguna de la fuentes relativas al concilio nos habla de él y hemos de esperar hasta el año 451 para que se indique formalmente su recepción. Después de un silencio que duró al parecer varios decenios, el concilio de Calcedonia fue el primero que apeló al símbolo niceno-constantinopolitano, colocándolo detrás del símbolo niceno en el proemio a la definición de fe. La interpretación propuesta en esa ocasión explicita el principio que siguió a la recepción de Nicea hasta el año 381 y que siguió siendo válido a continuación: el símbolo niceno-constantinopolitano no sólo confirmó la fe católica y apostólica de Nicea, sino que extirpó además las herejías que habían surgido entre tanto. Así pues, a partir de esa fecha «el símbolo niceno-constantinopolitano» fue visto esencialmente como una forma del símbolo niceno y con una función antiherética.

La estricta correlación entre el símbolo niceno-constantinopolitano y el símbolo niceno, implicada en esta perspectiva, pareció problemática cuando la investigación histórica, subrayando el silencio de las fuentes contemporáneas, puso en duda la conexión con el concilio y la misma dependencia del símbolo niceno-constantinopolitano respecto al símbolo niceno. Se señaló así el conjunto de las diferencias textuales entre los dos símbolos, demasiado extensas para que se pueda hablar de una reelaboración del símbolo niceno en el símbolo niceno-constantinopolitano. Y sobre todo, la idea de un símbolo del concilio de Constantinopla parece estar en contra de la autoridad exclusiva de Nicea reafirmada por el canon 1. Finalmente, la presencia de un credo casi análogo como conclusión del Ancyratus de Epifanio ha ofrecido el argumento, considerado como decisivo, para alejar definitivamente al símbolo niceno-constantinopolitano del contexto del segundo concilio ecuménico. Por otra parte, no se trata de una creación de Epifanio, sino muy probablemente del texto que está en la base de las Catequesis de Cirilo de Jerusalén, revisado en un sentido antimacedoniano.

En realidad, se ha podido demostrar que el símbolo contenido en el Ancyratus fue modificado sustituyendo el símbolo niceno por el símbolo niceno-constantinopolitano. Y puesto que el resto de las objeciones han encontrado ya respuestas adecuadas, nos creemos autorizados a reafirmar con buenos fundamentos el vínculo entre el símbolo y el concilio del año 381. En particular, se ha rechazado la pretendida contradicción entre el canon 1 y el símbolo. El tenor de este canon no supone que haya que cerrar el paso a la extensión de un nuevo símbolo. En efecto, es dudoso que el mismo decreto efesino del 22 de julio del año 431, que remachó la suficiencia plena del símbolo niceno y la prohibición de formular símbolos diversos, haya sido entendido como una exigencia de fidelidad literal a Nicea. Se le ha reconocido como norma y criterio supremo de la fe, pero no hasta el punto de excluir ulteriores desarrollos simbólicos. Por lo demás, si antes de Calcedonia el símbolo niceno-constantinopolitano no se encuentra atestiguado expresamente y si los padres griegos siguen refiriéndose a «la fe de Nicea», hemos de entender que ellos presentan como tal ciertas profesiones «niceizadas» en los dos primeros artículos y desarrolladas en el tercero, para confirmar una fidelidad que no se entendió nunca en sentido servil. Con todo, no faltan referencias al símbolo niceno-constantinopolitano, aunque indirectas o parciales, incluso antes del año 451. Entre ellas la más importante es la que se contiene en las catequesis de Teodoro de Mopsuestia, fechadas entre el año 381 y el 392, en las que se alude expresamente a un concilio constantinopolitano que añadió ciertas palabras a propósito del Espíritu.

La idea de Teodoro, compartida por otros padres antes del año 451, nos ayuda a comprender cómo el símbolo niceno-constantinopolitano no fue considerado como un «nuevo» símbolo, sino más bien como un complemento o una integración de la fe nicena. Por eso el símbolo niceno-constantinopolitano no significó ni mucho menos una superación o sustitución del símbolo niceno, sino su correcta explicación en relación con las dificultades suscitadas sobre él. Con esta afirmación no se quiere probar que el símbolo niceno-constantinopolitano sea idéntico al símbolo niceno o se derive directamente de él, ya que esto refleja una situación más general difundida hasta el siglo VI. Más bien se quiere indicar que el símbolo niceno-constantinopolitano fue concebido por el concilio del año 381 como confirmación del símbolo niceno, pero sin necesidad de que fuera compuesto expresamente para esa ocasión. Lo más probable es que el Constantinopolitano I se haya servido de un símbolo bautismal más antiguo, revisado ya en sentido niceno en el segundo artículo y, como tal, capaz de ser señalado como «fe de Nicea». Desde este punto de vista, el modelo eventual tiende efectivamente a hacernos pensar en el ambiente de Palestina, y más en concreto en el credo comentado por Cirilo de Jerusalén.

Los dos elementos más significativos que diferencian el símbolo niceno-constantinopolitano del símbolo niceno son la cláusula «cuyo Reino no tendrá fin», dirigida contra la doctrina de Marcelo de Ancira, condenada repetidas veces a lo largo del siglo IV, y sobre todo la expansión del tercer artículo, con el reconocimiento —aunque sea de forma indirecta— de la divinidad del Espíritu santo. Efectivamente, se afirma allí de la tercera persona de la Trinidad que es «Señor» y «dador de vida», «procedente del Padre», «adorado y glorificado junto con el Padre y el Hijo». Aunque esta formulación recibe la expresión que había dado Basilio a la doctrina pneumatológica, no cabe dudar de su intención «económica» (cuyo trasfondo posible veremos dentro de poco), sobre todo si se compara el símbolo niceno-constantinopolitano con las afirmaciones mucho más explícitas del Tomus. En cuanto a la relación entre el Padre y el Hijo, el símbolo niceno-constantinopolitano se limita a repetir los conceptos clave del símbolo niceno prescindiendo de los anatematismos, pero sin que aparezca la identificación entre ousía e hipóstasis. Parece ser que no hay por qué atribuir aquí una importancia especial a esta omisión, ni tampoco a la caída del inciso «de la esencia del Padre», en el sentido de una alineación explícita con la teología «neonicena» de los capadocios. Probablemente no se había introducido ninguno de estos dos elementos en el credo local que sirvió de base para el símbolo niceno-constantinopolitano. Esto no quita que el credo constantinopolitano se prestase mejor que el símbolo niceno a los fines que buscaba la teología neonicena. Por lo demás, el Tomus del año 382 revela con claridad que los padres del segundo concilio ecuménico entendían el homoousios a la luz de las categorías elaboradas por ella.

Si son éstas las características principales del símbolo del concilio, podemos preguntarnos en qué momento de sus trabajos hay que colocar más oportunamente su génesis y cuáles eran los objetivos que se pretendían en especial. Teniendo presente todo el conjunto de los pronunciamientos doctrinales, parece poco probable que el símbolo niceno-constantinopolitano haya sido aprobado junto con el Tomus y con el canon 1, mucho más expuestos respecto a la línea moderada que mantiene el símbolo. Al contrario, corresponde muy bien a la situación de las negociaciones de unión con los macedonianos, como expresión de la voluntad de diálogo de la asamblea con los pneumatómacos. De todos modos, aunque se tratase de una fórmula de compromiso, no por ello debió resultarles a los macedonianos más aceptable que el reconocimiento explícito de la homoousía divina del Espíritu santo. Una vez fracasados los esfuerzos por llegar a un acuerdo, el símbolo niceno-constantinopolitano se encontró de hecho superado por el Tomus y, aunque inserto en la documentación del concilio, cayó pronto en el olvido, lo mismo que había ocurrido por lo demás con el mismo concilio que lo había formulado. Esto se debió a los cambios profundos que se llevaron a cabo en el siglo V, que pasó a ser monopolizado en el terreno teológico-doctrinal por los temas cristológicos. Además, la difusión del símbolo niceno-constantinopolitano se vio impedida por una acentuación radical del principio de la suficiencia del símbolo niceno, después de la controversia nestoriana. Sobre todo Alejandría y el partido monofisita, que apelaban a ella, hicieron valer su aplicación exclusiva, en contra de la orientación que se había indicado ya en el concilio alejandrino del año 362. Quizás no sin un cálculo político (en relación con el privilegio reconocido a Constantinopla en el canon 3), se recuperó en Calcedonia un símbolo que estaba en gran parte olvidado o al que todo lo más se le confundía con «la fe de Nicea». No obstante, el salvamento del concilio del año 381 estaba motivado ante todo por razones doctrinales: tenía que servir de base para justificar la misma definición dogmática de Calcedonia, que de esta manera intentaba confirmar de nuevo aquella relación con Nicea y con la regla de fe que había inspirado también a los 150 padres.

 

 

CAPITULO XX

ORIGENES Y PRIMERA EXPANSION DEL MONACATO

NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA