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NICEA. LA VICTORIA CONTRA EL ANTICRISTO
CAPITULO XIX
LAS
PERIPECIAS DE LA CRISIS ARRIANA
Los
desarrollos del conflicto con el arrianismo dominan ampliamente la historia
política, eclesiástica y doctrinal hasta el concilio constantinopolitano del
año 381. Por esta razón, la época posterior a Nicea puede verse en gran medida
como una historia de la recepción del concilio. Se presenta como un proceso
mediante el cual las Iglesias, en una serie de luchas dolorosas, se fueron
apropiando de las decisiones de Nicea, no sólo de forma negativa, asociándose a
la condenación del arrianismo, sino también de forma positiva, replanteándose
el contenido de su símbolo de fe y reconociéndolo como tradición, es decir,
como expresión dogmática vinculante y en cierto modo definitiva. Sin querer
seguir en todos sus detalles unas peripecias a menudo bastante complicadas, nos
limitaremos aquí a las líneas y a los episodios principales del proceso de
recepción, intentando captar su dinamismo. No es casual el hecho de que, en el
nuevo régimen de la «Iglesia imperial», establecido por Constantino, estas
líneas coincidan en gran parte con las oscilaciones de las políticas que
llevaban a cabo los sucesivos emperadores.
La
revancha de los eusebianos hasta la muerte de Constantino
Los
años que van de Nicea a la muerte del primer emperador cristiano (337) se
presentan como un periodo en el que los derrotados del concilio, incluyendo al
propio Arrio, obtienen poco a poco su rehabilitación y recuperan, en parte o en
todo, las posiciones anteriores de poder, hasta convertirse en el partido
hegemónico gracias al liderazgo de Eusebio de Nicomedia. Al principio, la
derrota de Arrio y de sus seguidores pareció total. No sólo fue enviado al
destierro el presbítero alejandrino, sino que a los pocos meses del concilio le
siguieron también algunos de los miembros más influyentes del grupo de los
«colucianistas», como Eusebio de Nicomedia, Teógnides de Nicea y quizás Marides
de Calcedonia. Estas medidas punitivas, más que por la negativa a adherirse
formalmente a la fe de Nicea, estuvieron motivadas por el hecho de que estos
obispos seguían apoyando a los seguidores de Arrio, en contra de las
disposiciones imperiales que imponían su expulsión. No obstante, poco después
fueron revocadas estas órdenes, empezó gradual^ mente la rehabilitación de los
filoarrianos moderados e incluso se produjo una reacción contra los exponentes
más destacados del partido niceno.
Así
pues, en esta primera fase las controversias no se refieren todavía al dogma de
Nicea en cuanto tal, aunque en ello estaba implícita la tibieza de los
eusebianos por el homoousios (por lo demás, esta actitud, aunque pronunciada,
no era exclusiva de ellos, sino que la compartían también algunos nicenos convencidos
como Atanasio). De momento se limitan a arreglar cuentas con los adversarios,
evitando discutir abiertamente el resultado doctrinal sancionado por el
concilio y querido, en particular, por el emperador. Se trataba de una línea
política bastante hábil, que se configuraba además como una estrategia de
conjunto, mientras que sus antagonistas procedían tendencialmente por separado.
Este
cambio de atmósfera se ha explicado aduciendo, entre otras cosas, las
influencias que habrían ejercido sobre Constantino ciertos ambientes cortesanos
vinculados a Eusebio de Nicomedia y a otras personalidades arrianas, mientras
que desaparecía de su círculo la figura de Osio de Córdoba. Aun sin excluir
estos factores, es más probable que fuera el mismo emperador el que decidiera
el nuevo curso de las cosas, sin que se le sugiriera desde fuera. Si
Constantino había querido el concilio de Nicea como ocasión para restablecer la
unidad y la paz de la Iglesia, comprometidas por los conflictos internos, después
del concilio siguió siendo ésta su preocupación prioritaria. De esta manera no
podía el emperador sentir muchas simpatías por la acción demasiado enérgica de
obispos antiarrianos como Eustacio de Antioquía y Atanasio de Alejandría. Su
iniciativa, que tuvo como resultado el que se ahondasen las tensiones y los
contrastes, iba en sentido contrario al objetivo de la paz religiosa que
siempre se había buscado. Esto proporcionó el pretexto deseado para la acción
de los antinicenos, que por otra parte veían en la defensa encarnizada de Nicea
el peligro de caer en el monarquianismo sabeliano.
Esta
inversión de tendencia se relaciona con un episodio no demasiado claro, a poca
distancia de Nicea, que parece presentarse como una ulterior sesión del
concilio, si no como un auténtico nuevo sínodo celebrado en esta misma
localidad en noviembre del año 327. Nos han llegado noticias del mismo en
Atanasio y en Eusebio de Cesárea. Parece que puede hablarse aquí de un
concilio, que representó ciertamente la prosecución de la obra de pacificación
iniciada en Nicea, pero sin constituir una repetición del mismo. Además de
intervenir sobre el problema de la readmisión de los melicianos, que seguía
creando dificultades en la Iglesia egipcia, decretó el regreso de Eusebio de
Nicomedia y de los otros desterrados. Por otro lado, una rehabilitación de
Arrio en el aspecto doctrinal no se consideraba todavía madura. Por eso
Constantino prefirió no someter al examen de los obispos la profesión de fe que
le habían enviado Arrio y Euzoio, a pesar de que la había considerado como
ortodoxa. La plena reconciliación eclesial de Arrio y de sus seguidores no se
llevará a cabo hasta el año 335 en Jerusalén. Desde este punto de vista, la
verdadera repetición de Nicea es el concilio que se celebró diez años más tarde
en la ciudad santa, aun cuando la fe nicena seguía todavía sin ser atacada por
entonces.
Con las
medidas que se tomaron a finales del año 327 y con el retorno de los
desterrados (presumiblemente en el año 328) se sentaban las premisas para la
estrategia sucesiva de neutralización de los nicenos. De todas formas, no hay
que pensar en una relación inmediata de causa y efecto, si es verdad que la
primera operación en este sentido, con la deposición de Eustacio de Antioquía,
ocurrió en el mismo año que el llamado «segundo sínodo» de Nicea. Un concilio
reunido en Antioquía y presidido probablemente por Eusebio de Cesárea, con la
intervención de obispos hostiles a los defensores de las decisiones nicenas,
entre los que estaba Teodoto de Laodicea, depuso a Eustacio no sabemos por qué
motivos —o más probablemente pretextos— de naturaleza política o disciplinar.
Considerando las personas de los jueces —particularmente las de Eusebio y
Teodoto—, es difícil librarse de la idea de que se trataba de un arreglo de
cuentas por el proceso al que ellos mismos se habían visto sometidos en el
sínodo antioqueno anterior a Nicea.
Tras
esta primera intervención siguieron acciones análogas contra una serie de
obispos de sedes menores, hasta que llegó a atacarse a la figura más
representativa del partido niceno. En efecto, la próxima víctima designada por
los eusebianos era Atanasio. Junto con el occidente, el obispo de Alejandría
constituía el antagonista más directo de la amplia mayoría moderada, que en
Nicea se había plegado a aceptar el homoousios e intentaba ahora interpretar su
resultado doctrinal en línea con la antigua teología del Logos. Pero incluso en
estos casos la contestación no se hizo en el plano doctrinal, sino a través de
algunas acusaciones disciplinares. Atanasio, oponiéndose a la readmisión de
Arrio, dio pie a las denuncias de los adversarios, que se aprovecharon además
de la situación egipcia, en donde él combatía a los melicianos con especial
energía y no sin violencia. A partir del año 333, Atanasio fue acusado de
corrupción, de traición y de haber hecho matar al obispo meliciano Arsenio (a
quien, sin embargo, Atanasio pudo presentar vivo). Entretanto la situación en
la corte había ido evolucionando en un sentido tan favorable a los eusebianos
que pudo pensarse en la plena readmisión de Arrio en la comunión eclesial. La
profesión de fe, reconocida ya en el año 327 por Constantino como ortodoxa, se
convierte ahora en la base para el juicio de los obispos. En el plano doctrinal
no añade ningún elemento de especial novedad. Se trata de un texto genérico y
elusivo, que evita enfrentarse con la cuestión discutida en Nicea. Los puntos
elaborados en la definición de fe de este concilio se pasan totalmente por
alto.
La
rehabilitación de Arrio fue a la par con las maniobras para condenar a
Atanasio. Constantino confió su caso al examen de los obispos reunidos en Tiro
en el año 335, antes de proceder a la consagración de la Anástasis de
Jerusalén. Atanasio, previendo que las cosas no le iban a ir bien en el
concilio, compuesto en su mayor parte por eusebianos, huyó a Constantinopla, en
donde se defendió ante el mismo emperador. Sin embargo, tras las nuevas
denuncias que arrojaban sobre el obispo de Alejandría la sospecha de haber
saboteado los decretos imperiales, Constantino mandó desterrarlo a Tréveris. Al
mismo tiempo en Jerusalén, durante el sínodo de las encenias (septiembre del
año 335), Arrio fue reconciliado con la Iglesia, aunque murió antes de poder
volver a Alejandría.
De los
protagonistas más significativos de Nicea quedaba todavía Marcelo de Ancira.
También contra él se abatió la reacción de los eusebianos. Esta vez, sin
embargo, ésta pudo manifestarse directamente en el plano doctrinal, tanto por
las ideas que sostenía Marcelo, claramente en contraste con la orientación que
prevalecía en la Iglesia oriental, como porque, después de haber sucedido la
readmisión de Arrio, los eusebianos tenían conciencia de que era posible salir
victoriosos en este terreno. En el año 336, un sínodo reunido en
Constantinopla, con la participación de obispos procedentes sobre todo de Asia
menor, condenó por herejía al obispo de Ancira debido a su monarquianismo
radical. Marcelo fue depuesto y enviado igualmente al destierro .
De esta
manera, el decenio posterior a Nicea se concluía con un resultado ampliamente
positivo para el partido eusebiano, obtenido con el aval y el apoyo del
emperador. Los que habían sido derrotados en el primer concilio ecuménico
dominaban ahora la escena política del oriente cristiano. En las sedes
episcopales más importantes se habían establecido los exponentes de una
doctrina que, aunque ajena a las posiciones primeras de Arrio, no tomaba como
base la fórmula de Nicea. Es verdad que las acciones contra los obispos
filonicenos no suponían aún expresamente la puesta en discusión de las
decisiones doctrinales del concilio; pero era sólo la presencia de Constantino
la que parecía impedir esta conclusión. Estaban ya fijados todos los
presupuestos para este resultado.
La reacción antinicena durante el reinado
de Constancio II (337-361)
Al
morir Constantino, le sucede en oriente Constancio II, que favorecería
abiertamente a los semiarrianos, mientras que occidente —unificado bajo
Constante desde el año 340 al 350— permanecería fiel a Nicea. Esto hace que se
ahonden más las diferencias doctrinales entre las dos partes del imperio,
aunque salvaría finalmente el dogma niceno, gracias a la acción conjunta
llevada a cabo por los occidentales y por sectores importantes del episcopado
oriental.
Constancio
dio, al principio, la impresión de que quería favorecer a los nicenos
permitiendo el regreso de Atanasio, de Marcelo y de otros desterrados, pero muy
pronto los eusebianos volvieron a condicionar la política imperial. Protestaron
contra la restitución de Atanasio y lograron que se confirmara su sentencia de
deposición en un concilio celebrado en Antioquía en el invierno del año
338-339. Obligados de nuevo a abandonar sus diócesis, Atanasio y Marcelo
encontraron refugio en Roma, donde lograron poner de manifiesto las artimañas
de los eusebianos, presentándolos como auténticos arríanos. El papa Julio I
(337-352), después de haber insistido en vano en un nuevo examen de la cuestión
junto con los orientales, reunió un concilio (341) que invalidó la deposición
tanto de Atanasio como de Marcelo de Ancira. Con esta decisión, Roma se vincula
durante años a la suerte de los dos principales exponentes del partido niceno
en oriente, especialmente a Marcelo, que resultaba muy sospechoso para los
orientales, arrojando sobre la fe de Nicea la sombra de su monarquianismo
acentuado.
Contra
la sentencia romana replicó un sínodo reunido en septiembre del mismo año en
Antioquía, con ocasión de la dedicación de una nueva basílica. En él
participaron unos cien obispos bajo la presidencia de Eusebio de Nicomedía.
Este sínodo dio paso a una nueva fase de las controversias; por primera vez
después de Nicea, el debate se desplazaba formalmente del plano disciplinar al
doctrinal. El concilio antioqueno del año 341 fue realmente el primero de una
larga serie de sínodos, que tuvieron como objeto la superación del símbolo de
Nicea, considerado como inadecuado respecto a las necesidades dogmáticas del momento,
e incluso como demasiado antiarriano. En pocos años las nuevas profesiones de
fe llegaron a sumar más de una docena.
A
diferencia del símbolo de los 318 padres, la fórmula de fe de este concilio,
vinculada en parte a Luciano de Antioquía, se presentó como un texto muy
amplio. No hacía ninguna mención del homoousios, sino que recogía la doctrina
origeniana de las tres hipóstasis. Mientras se condenaban las proposiciones del
arrianismo radical, se subrayaba la plena divinidad del Hijo, aunque con un acento
de subordinacionismo respecto al Padre. Así pues, más que mostrarse propensa a
una aprobación del arrianismo, y por tanto abiertamente hostil a Nicea, la
línea doctrinal que perseguía el concilio estaba animada sobre todo por la
oposición al sabelianismo que se atribuía a Marcelo de Ancira. En resumen, se
mantenía una posición moderada, en conformidad con la orientación mayoritaria
en el episcopado oriental, volviendo a proponer especialmente la tradición
triadológica de la teología griega, muy atenta a subrayar la realidad de las
personas trinitarias, pero más incierta sobre el modo de la unidad
trihipostática («tres en cuanto a la hipóstasis, uno en cuanto a la armonía»).
Por estas características la formula antioquena pudo afianzarse como texto
representativo en el oriente al menos durante quince años.
Las
decisiones de Antioquía dejaban de todas formas intacta la distancia entre
oriente y occidente. Un sínodo convocado en Sárdica en otoño del año 342 (ó
343), con la intención de llegar a un acuerdo sobre los obispos depuestos y
sobre las decisiones doctrinales, desembocó por el contrario en una ruptura que
prolongaría durante varios decenios la controversia arriana. Los orientales y
los occidentales se excomulgaron mutuamente. Mientras que los primeros
reconfirmaron la fórmula de fe de Antioquía, los segundos, bajo la presidencia
de Osio de Córdoba, condenaron la doctrina de las tres hipóstasis y proclamaron
la unidad hipostática, aunque sin querer negar la diferencia de las personas. Respecto
a las tradiciones teológicas que habían chocado en Nicea y que habían
encontrado ambas en aquel concilio un reconocimiento de hecho, en Sárdica los
occidentales optaron decididamente por la una substantia contra las tres
hypostasis
Desde
este momento las dos teologías trinitarias tradicionales se enfrentan y se
oponen a través de los «símbolos sinodales». A partir de la mitad del siglo IV
se hará sentir cada vez más la influencia de la minoría arrianizante. En
efecto, la situación evoluciona muy favorablemente para los semiarrianos,
cuando Constancio II extiende su dominio también a occidente Los sínodos
celebrados en Arles (353), Milán (355) y Béziers (356) plegaron las
resistencias de los occidentales, que se vieron obligados a firmar la
deposición de Atanasio. Los opositores más distinguidos fueron enviados al
destierro, empezando por el papa Libeno (352-366) y Osio de Córdoba. Sin
embargo, en el frente de los adversarios del concilio no reinaba precisamente
la unanimidad; la mayoría moderada, residuo del grupo de los eusebianos, se iba
diferenciando cada vez más de las corrientes arrianas auténticas, que
encontraron su expresión en el grupo de los «homeos» (de óumos, «semejante»,
dicho del Hijo respecto al Padre), y más aún de los «anhomeos». Estos últimos,
guiados por Aecio y Eunomio, habían sacado consecuencias radicales del arrianismo,
desarrollando una teología fuertemente dialéctica y racionalista, que declaraba
al Hijo «desemejante» respecto al Padre, en cuanto engendrado. La aparición de
esta corriente radical dio además impulso a una acentuación de las posiciones
de los homeos. En el año 357, unos pocos obispos —entre los que figuraban sin
embargo los inspiradores de la política religiosa de Constancio, como Valente
de Mursa y Ursacio de Singidunum— se reunieron en Sirmio, en donde publicaron
una fórmula de fe que pasó a la tradición nicena con el nombre de blasphemia Sirmiensis. En ella, no se
aludía para nada a las tesis de los anhomeos, pero se condenaba el uso tanto
del homoousios como de homoiousios («semejante en la sustancia») y se subrayaba
la inferioridad del Hijo respecto al Padre.
Esta
toma de posición era la más adecuada para atraerse las críticas tanto de los
nicenos (homousianos) como de los eusebianos (homeousianos), cuyo exponente de
mayor relieve era entonces Basilio de Ancira. De hecho facilitará el
acercamiento entre los defensores de Nicea y los homeousianos. En este sentido,
la buena disposición por parte nicena encontrará su expresión en el sínodo
alejandrino del año 362, donde se admite la posibilidad de recurrir a
terminologías diferentes para la profesión de la fe trinitaria. La reacción
antiarriana, apoyada en este amplio frente de opositores, resultará con el
tiempo vencedora, a pesar de los muchos obstáculos de naturaleza política,
disciplinar o doctrinal que se opondrán a este resultado. Aunque en la muerte
de Constancio II la obra del primer concilio ecuménico parece condenada al
fracaso, el triunfo del homeismo —que había sido sancionado a la fuerza por los
concilios de Rimini (verano del año 359), Seleucia (comienzos del año 360) y
Constantinopla (febrero del año 360)— se reveló de breve duración. Los adversarios
del arrianismo se fueron reapropiando cada vez más de la fe de Nicea
La recepción de la fe nicena desde la
muerte de Constancio II (361) hasta la llegada de Teodosio (379)
La
fórmula de Sirmio marca una línea divisoria en la histona de la recepción de
Nicea en el siglo IV.. Hasta aquella fecha, el homoousios había estado al menos
durante treinta años sin ser utilizado, ni siquiera por los defensores del
concilio como Atanasio. Comienza ahora una reflexión sobre el dogma niceno, que
se desarrolla especialmente en occidente, donde empiezan a aparecer las
primeras versiones latinas del símbolo. Solamente ahora el homoousios se
convierte en la bandera de la ortodoxia, aunque entre los occidentales se siga
viendo (como en Sárdica) bajo la perspectiva de la «única hipóstasis». Este
proceso más amplio de recepción quedará sellado en el segundo concilio
ecuménico, desembocando luego en los concilios del siglo V. En la base del
mismo está la idea de que, aunque la fe de Nicea contiene en su raíz todo el
dogma ortodoxo, la aparición de las nuevas herejías hace necesarias nuevas
definiciones y nuevos anatemas. De este modo la fe nicena se compagina y se
conjuga con las necesidades derivadas del desarrollo teológico.
La
nueva fase de la recepción comienza con el sínodo homeousiano de Ancira (358),
presidido por Basilio. En la carta sinodal se reconocía al Hijo como coeterno
con el Padre, engendrado realmente de él y por tanto plenamente Dios. Esta
relación se formulaba con el recurso a la expresión «semejante al Padre según
la sustancia». Aunque rechazaba el homoousios por considerar que implicaba la
doctrina de una hipóstasis, el sínodo de Ancira acogía con ello una idea y una
terminología muy cercanas a las de Nicea.
Atanasio
se dio cuenta de ello y, apenas subió al trono Juliano el Apóstata (361-363),
que consintió una breve tregua a los nicenos, reunió en Alejandría un gran
sínodo (362), con la participación, al lado de los obispos egipcios, de varios
exponentes del episcopado tanto occidental (Eusebio de Vercelli, delegados de
Lucifer de Cagliari) como oriental (Asterio de Petra y los representantes de
Apolinar de Laodicea y de Paulino de Antioquía, de la comunidad vétero-nicena»
que había permanecido fiel a la memoria de Eustacio). En este concilio —que
tuvo que examinar las posturas de los «vétero-nicenos» y las de los
«homeousianos» de Antioquía, que tenían como obispo a Melecio (que fue luego
uno de los exponentes más representativos de este partido)— Atanasio convenció
a los dos grupos para que reconociesen mutuamente su ortodoxia de fondo, y por
tanto la legitimidad, en el punto de partida, de las dos fórmulas rivales: una
substantia y treis hypostaseis. En efecto, la carta a la Iglesia de Antioquía
(Tomus ad Antiochenos) admitía la presencia de incertidumbres en la
terminología, especialmente para la noción de hipóstasis, consintiendo por
tanto un uso diversificado de este concepto (para indicar concretamente, o bien
la unidad de la sustancia o bien la trinidad de las personas).
Si el
compromiso ideado por Atanasio no tuvo de momento grandes éxitos, el efecto más
importante del concilio alejandrino en la historia de la recepción de Nicea
está representado probablemente por el principio de la suficiencia de la fe
nicena como condición para la alianza antiarriana, sin que ésta implicase
necesariamente una fidelidad exclusiva a la letra del símbolo. La lógica de la
suficiencia nicena conduce al sínodo alejandrino a afirmar que en Sárdica los
occidentales no habrían pretendido proceder a una nueva definición, ya que
Nicea era expresión de la plenitud de la fe. Esto permitía fundamentar el
principio de la suficiencia de Nicea en una tradición sinodal con pretensiones
ecuménicas.
La
doble propuesta del sínodo del año 362 alcanzará el éxito solamente a lo largo
del decenio siguiente, gracias a los padres capadocios. Basilio de Cesárea
(330-379) compagina el homoousios niceno con la tradición origeniana de las
tres hipóstasis: la primera es expresión de lo que es «común», la segunda de lo
que es «particular». Por otro lado, la fidelidad a Nicea no implicaba, a juicio
de Basilio, una repetición servil de sus enunciados dogmáticos: frente a los
nuevos problemas, como el reconocimiento de la divinidad del Espíritu santo, se
había hecho necesario castigar con el anatema las posiciones que chocaban con
el espíritu del concilio. Por consiguiente, había que interpretar a Nicea no
sólo según la letra, sino también según el espíritu, sacando de él todas las
implicaciones que había que sacar. Dentro de esta perspectiva, Basilio negaba que
pudiera deducirse de Nicea la identidad de los conceptos de ousía y de hipóstasis. Si realmente los
padres nicenos las hubieran entendido en un único sentido, no habrían recurrido
a dos palabras distintas. Este razonamiento era un tanto sofisticado, dado que
Nicea no había llevado a cabo una opción entre las dos diversas tradiciones
teológicas de la una substantia o de las tres hypostasis, ni había pensado en
conciliarias entre sí; todo lo más que puede decirse es que su formulación
tendía más bien a favorecer a los «vétero-nicenos» adversarios de Basilio. De
todas formas, el aspecto decisivo de toda la argumentación es que Basilio
comprende su fórmula «una ousía, tres hipóstasis» en plena continuidad con
Nicea. En esta misma línea se colocará, pocos años después, el concilio de
Constantinopla (381), que hace suya la solución de Basilio.
Entretanto,
una vez muerto Juliano el Apóstata (363), cambia de nuevo la situación política
del imperio. Si en occidente Valentiniano I (364-375) puede seguir una línea de
neutralidad respecto al conflicto doctrinal, gracias entre otras cosas al claro
predominio de la orientación filonicena; en oriente, Valente (364-378)
continúa, pocos meses después de subir al trono, la política de Constancio II,
tomando como base de la unidad eclesiástica las posiciones doctrinales
arrianizantes, expresadas por los homeos en los sínodos de Rímini, de Seleucia
y de Constantinopla. Para acabar con la disensión de sus adversarios, el
emperador no vacilará en recurrir a las medidas de fuerza, enviando al
destierro a los personajes más distinguidos. Estas medidas afectan no sólo a
los «vétero-nicenos» como Atanasio, sino también a los jefes del ala derecha
del que había sido en el pasado el partido eusebiano —la mayoría moderada del
episcopado oriental— y que ahora se llamaban «homeousianos», así como a los
anhomeos, que eran expresión de un arrianismo radical. Los homeousianos fueron
los primeros en experimentar la persecución de Valente, después del sínodo
celebrado en Lampsaco (364) contra Eudoxio de Constantinopla, exponente del
partido homeo. Ellos intentaron llegar a un acuerdo con los occidentales, pero
el sínodo que debería haber sancionado el frente común contra los filoarrianos
fue prohibido por el emperador. Tras la pausa de un trienio (366-369) y después
de las campañas de guerra de Valente, la reacción antinicena cobró nuevas
energías, tanto en Asia menor (en donde había afianzado su liderazgo teológico
el grupo de los tres capadocios: además de Basilio, su amigo Gregorio Nacianceno
y Gregorio de Nisa, hermano de Basilio, junto con sus amigos y aliados), como
en Antioquía y en Alejandría.
Sin
embargo, la política represiva de Valente estaba cada vez más claramente
abocada al fracaso; la constitución de una Iglesia separada de los anhomeos
había debilitado notablemente el frente arrianizante; por otro lado (según una
dinámica que ya hemos encontrado bajo el reinado de Constancio II), en
respuesta a estas tendencias radicales y a la política filoarriana del
emperador, aumentaba la reacción del partido niceno y del centro moderado. De
todas formas, la situación teológica estaba también en evolución dentro del
frente niceno, puesto que más allá de los viejos temas discutidos durante
tantos años, se habían perfilado otras dos cuestiones teológicas nuevas. La
primera seguía situándose todavía en un ámbito propiamente trinitario, en
relación con la divinidad del Espíritu santo. La segunda, con la doctrina de
Apolinar de Laodicea —que comprometía la plena humanidad del Logos encarnado— desplazaba
ya la atención de la reflexión teológica hacia los problemas más estrictamente
cristológicos, en el centro de la historia dogmática del siglo V.
En la
primera mitad del siglo IV, la controversia arriana no se había extendido
todavía a la persona del Espíritu santo. La primera mención de un debate sobre
este punto la tenemos en la tercera carta de Atanasio al obispo Serapión de
Thmuis (360?). En el periodo anterior, particularmente desde la mitad del siglo
III hasta los primeros decenios del IV, las ideas sobre el Espíritu habían
estado caracterizadas por una gran incertidumbre, con el peligro de caer en
posiciones arcaicas. Por otro lado, la fórmula de Nicea —al estar centrada
esencialmente en la relación entre el Hijo y el Padre— ponía nuevas premisas
para el reconocimiento de la divinidad del Espíritu. En su escrito a Serapión,
Atanasio había desarrollado hasta el fondo estos presupuestos, negando que el
Espíritu santo fuese una criatura del Logos. Al contrario, había que
reconocerlo también a él como homoousios y como Dios, en cuanto dador de vida y
santificador. El punto de vista de Atanasio sigue siendo por el momento el más
explícito y convencido en el reconocimiento de la divinidad igual del Espíritu.
Pero quedaban en pie varias dificultades para poder afirmar su
consustancialidad. Por una parte, parecía que faltaban testimonios precisos en
la sagrada Escritura en este sentido; por otra, se quería evitar que esto
implicase la noción de una doble divinidad engendrada (el Espíritu junto con el
Hijo) o bien de una duplicidad de Padres (el Hijo junto con el Padre). Esto
explica una cierta cautela a este propósito entre los capadocios, que irían
llegando gradualmente, y de manera diferenciada (en cuanto a las modalidades de
la formulación), a admitir la divinidad del Espíritu. Así, para Basilio el
Espíritu participa de la misma gloria, honor y culto, junto con el Padre y con
el Hijo, pero todavía no es llamado explícitamente Dios ni se dice que sea
consustancial con el Padre y con el Hijo.
La
intervención de Atanasio hace pensar en una presencia en Egipto de posiciones
contrarias al reconocimiento de la divinidad del Espíritu santo. En todo caso,
los «pneumatómacos» —como se llama a los que se oponen a la extensión de la
homoousía divina al Espíritu— aparecerán estrechamente asociados al nombre de
Macedonio de Constantinopla (de donde procede también el epíteto de
«macedonianos» que se da a los exponentes de estas doctrinas), figura destacada
entre los homeousianos. En realidad, no está claro cuáles eran exactamente sus
ideas, ya que no han llegado hasta nosotros sus escritos. Según Snynmenn para
Macedonio el Espíritu no tenía la dignidad divina del Hijo, ya que es un
ministro, un intérprete, una especie de ángel del mismo. Si esta interpretación
no es tendenciosa, Macedonio se manifestaría como el seguidor de una
pneumatología todavía arcaica. Sin embargo, su posición no quedó aislada, ya
que obtuvo adhesiones especialmente en la región de Constantinopla. A pesar de
que el concilio alejandrino del año 362 proclamó ya la plena igualdad del
Espíritu con el Hijo y con el Padre en línea con la doctrina expresada por
Atanasio en la carta a Serapión, al principio los pneumatómacos se confundieron
con el grupo de los defensores de Nicea. Entre otros figuraban en sus filas
algunos personajes significativos como Eustacio de Sebaste. Precisamente como
consecuencia de la diversidad de opiniones sobre el Espíritu santo se produjo
su ruptura con Basilio de Cesárea. Este, en el año 374, con su tratado Sobre el Espíritu santo, da expresión al
reconocimiento de la dignidad divina del Espíritu. Al tiempo que aumentaba en
crueldad la persecución de Valente, crecía el contraste entre los macedonianos
y los exponentes del partido niceno. De esta manera, la cuestión de la
divinidad del Espíritu venía a completar el terreno propio de la ortodoxia
nicena, exigiendo una sanción dogmática más explícita. Será ésta una de las
tareas que tendrá que arrostrar el concilio de Constantinopla.
En la
agenda del futuro concilio empiezan a inscribirse en este periodo otros
problemas que preocupan a la Iglesia de oriente y que tenían su centro en la
confusa situación antioquena. La continuación del cisma entre los
«vétero-nicenos», presididos por Paulino, y los seguidores del obispo Melecio,
que se había convertido entre tanto en el líder de los homeousianos y en un
intérprete autorizado de la solución «neonicena» elaborada por Basilio,
constituía un obstáculo de cierta importancia para la concordia que se había
recobrado entre oriente y occidente en apoyo de Nicea. En efecto, Atanasio y
los occidentales reconocían a Paulino como obispo de Antioquía, mientras que
los orientales de orientación filonicena, empezando por Basilio de Cesárea,
veían en Melecio al pastor legítimo de aquella Iglesia. Además, la crisis de la
comunidad antioquena se había agravado ulteriormente tras la aparición del
grupo de los apolinaristas. Apolinar de Laodicea, fiel aliado de Atanasio en la
lucha contra el arrianismo, se había convertido en portavoz de ideas que pronto
se valoraron negativamente desde el punto de vista de la ortodoxia. Negaba la
presencia en Cristo de un alma racional humana, sosteniendo que el Logos
desempeñaba las funciones de guía y ocupaba por tanto el lugar de ese alma
humana. También los apolinaristas tenían en Antioquía un obispo propio en la
persona de Vidal, cuya elección debió suceder probablemente en el año 376. Esta
iniciativa creó el desconcierto y la irritación entre las filas de los
vétero-nicenos, dando pie a las condenaciones tanto de Roma, por el papa Dámaso
(366-384), como del oriente, por parte de Basilio. A la primera condenación
romana del apolinarismo (377) se unió posteriormente el sínodo reunido en
Antioquía por Melecio (379). Las dos anticipaban el pronunciamiento del
concilio constantinopolitano del año 381.
El
concilio antioqueno del año 379 había marcado un triunfo personal de Melecio.
Bajo su presidencia se habían reunido cerca de 150 obispos (entre ellos,
Gregorio de Nisa) para dar una respuesta a las exigencias presentadas por los
occidentales. Estos habían remachado su punto de vista sobre el cisma de
Antioquía, pidiéndole a Melecio que cediera la sede episcopal a Paulino. Los
padres conciliares, todos ellos del grupo meleciano, no atendieron a estas
exigencias; pero para subrayar su disposición a la unidad en el plano
doctrinal, firmaron una serie de documentos de origen occidental, que condenaban
tanto el arrianismo como el apolinarismo. De esta manera Melecio esperaba que
lo aceptarían en la comunión del occidente, un resultado por el que Basilio
había estado trabajando en vano hasta su muerte. Al mismo tiempo, la asamblea
reunida por Melecio representó una especie de prueba general del futuro «concilio
ecuménico» —cuya convocatoria se daba ya por inminente—, llegando de este modo
a desempeñar un papel análogo al que había tenido en su tiempo el sínodo
antioqueno del año 324-325 respecto a Nicea.
El concilio de Constantinopla (381)
Una
reconstrucción histórica del segundo concilio ecuménico se resiente de la comparación
con el primero. La talla, «ecuménica» desde el principio, de Nicea hace sombra
en cierto sentido al I concilio de Constantinopla. Aunque, respecto al concilio
de los 318 padres, el significado decisivo del sínodo de Constantinopla del año
381 sea mucho menos evidente, sin embargo, se debe precisamente a este concilio
el que el resultado doctrinal de Nicea fuera asumido definitivamente como
patrimonio común de las Iglesias, tanto en oriente como en occidente. Más aún,
la recepción del Constantinopolitano I, con su símbolo, influyó en la
conciencia que se tuvo de la autoridad conciliar en relación con la regla de la
fe, como veremos en el concilio de Calcedonia. Reconociendo su importancia
particular, resulta difícil, por el estado de las fuentes, dar un juicio más
preciso sobre las circunstancias en que tuvo lugar y ante todo sobre las
fuerzas que concurrieron a sus decisiones. Como de Nicea, no poseemos las actas
(si es que hubo actas verbales de cada sesión), y las noticias que nos han
llegado sobre él son mucho menos abundantes que las que tenemos de Efeso y
Calcedonia.
Además
del símbolo, los documentos auténticos son solamente cuatro cánones, con la
lista de las firmas y una relación dirigida al emperador Teodosio. No obstante,
la situación de las fuentes no es tan desesperada como habitualmente se tiende
a presentar. A los documentos oficiales hay que añadir la carta sinodal del
concilio constantinopolitano del año 382. Tenemos además testimonios de algunos
protagonistas del concilio, como Gregorio Nacianceno así como noticias
dispersas de algunos contemporáneos de occidente y de los historiadores
eclesiásticos. En conclusión, este material, aunque no abundante y bastante
heterogéneo, si se considera de forma unitaria, puede ofrecernos un cuadro
suficientemente rico sobre el segundo concilio ecuménico.
La
subida al trono de Teodosio I(379-395), inicialmente como emperador de oriente
y después del asesinato de Graciano (383) de todo el territorio romano,
modificó profundamente la situación respecto a la línea que había seguido el
emperador Valente. Esta nueva orientación se perfiló con toda claridad en el
edicto de religión Cunctos populos,
promulgado en Tesalónica el 28 de febrero del año 380. Con este acto Teodosio
intentaba ante todo manifestar su decisión de restaurar la unidad religiosa del
imperio sobre la base de la ortodoxia nicena, superando de este modo la ruptura
entre oriente y occidente. Al mismo tiempo, este edicto marcaba el final
oficial del arrianismo. Pero es bastante improbable que el emperador pensase que
podía proceder él solo, limitándose a imponer por medio de una ley la fe que él
consideraba como ortodoxa, sin comprometer más directamente en esta tarea a las
instancias eclesiales. En vez de atenerse únicamente a este instrumento,
Teodosio recurrirá a una solución sinodal, a la vez que se esforzará por
distanciarse de un simple acomodo a las posiciones de Roma y de Alejandría, en
cuanto al contenido de la ortodoxia que había que promover. El hecho de que en
el edicto se apele, además de a Roma, a la Iglesia de Alejandría como instancia
ortodoxa de oriente no significa que hubiera realizado ya su propia opción. En
realidad, Teodosio tuvo que darse cuenta muy pronto de que la unidad religiosa
de oriente no podía restablecerse contra la mayoría del episcopado, que después
de la muerte de Basilio (1 de enero del año 379) tenía su portavoz en Melecio
de Antioquía.
El
proyecto de un concilio ecuménico para reconstruir la unidad religiosa entre
las dos partes y poner orden en la disciplina eclesiástica fue quizás estudiado
ya por Graciano y por Teodosio en el otoño del año 378. Sin embargo, ante el
temor de que las reticencias todavía vivas de las controversias comprometieran
su resultado, se prefirió convocar dos sínodos separados, uno para el oriente y
otro para el occidente. Esto confirma la dificultad, siempre presente en los
concilios ecuménicos de la antigüedad, de conseguir una universalidad plena,
con la participación efectiva de las Iglesias occidentales, incluso cuando se
exige la intervención de los legados de Roma. Un plan más próximo de un
concilio oriental debió ser preparado luego por Teodosio a partir del verano
del año 380. Desgraciadamente, como ocurre con otros documentos oficiales, no
poseemos la carta de convocatoria, aunque está fuera de discusión que fue obra
del emperador, como ocurrió con los otros concilios. En cuanto a la fecha, se
considera que ha de situarse entre febrero y marzo del año 381. No hemos de
excluir que Teodosio se resolviera a dar este paso debido a la influencia de
Melecio, en Constantinopla desde comienzos de aquel año. En todo caso, en la
lista de los miembros de la asamblea se pueden descubrir las huellas de la
acción desarrollada por Melecio a fin de predeterminar el resultado del próximo
concilio.
La
tradición recuerda el Constantinopolitano I coMo el «concilio de los 150
padres». Si se examinan los testimonios de las diversas listas episcopales,
este dato tradicional queda sustancialmente confirmado. Sobre esta base es
posible reconstruir con bastante precisión una lista de unos 140 obispos. El
primer nombre es Nectario, sucesor de Gregorio Nacianceno como obispo de la
capital. Esto puede representar una prueba del hecho de que el primado de
Constantinopla fue recibido de la manera establecida por el canon 3 del
concilio. Pero no hay por qué excluir que Nectario fuera el primero en firmar
por su cualidad de representante del emperador. En el concilio no estuvieron
presentes los legados de Roma, porque al mismo tiempo estaba previsto un sínodo
análogo en Aquileya (que se celebró a comienzos de septiembre). Sin embargo, sabemos
que Dámaso dio instrucciones a Acolio de Tesalónica para la elección del nuevo
obispo de Constantinopla. Pues bien, Acolio participó activamente en el
concilio; por consiguiente, el hecho de que no aparezca su nombre en las listas
quizás sea una indicación de que no aprobaba el resultado del concilio en lo
referente al canon 3.
Vienen
luego las firmas de dos obispos egipcios: Timoteo de Alejandría y Doroteo de
Oxirrinco. Por otra parte, también en este caso, los nombres recogidos en la
lista no reflejan probablemente el número efectivo de representantes. Se piensa
realmente que el número de los egipcios presentes en el concilio fue mayor,
aunque intervinieron tan sólo en un segundo tiempo. Junto a la reducida
delegación egipcia, en la geografía eclesiástica del Constantinopolitano I
impresionan otras ausencias bastante significativas entre la jerarquía del
episcopado oriental. Así, no figuran representantes de las provincias de Asia,
Helesponto, Lidia o de las islas, que se cree estaban controladas en su mayor
parte por exponentes macedonianos. Las regiones principales de donde provenían
los padres conciliares eran las diócesis de oriente y del Ponto, así como una
parte de las diócesis de Asia. De esta manera, el núcleo del concilio lo
constituían los obispos ligados sobre todo a la zona eclesiástica de Antioquía.
Si
además de las localidades se consideran también los nombres de los obispos, se
puede constatar que corresponden en amplia medida a obispos que participaron en
el concilio antioqueno del año 379. Es éste un hecho que revela cómo el grupo
meleciano era un partido bien organizado, que se dirigió a Constantinopla con
un programa bastante concreto. Al mismo tiempo hay que subrayar una
peculiaridad del concilio: no sólo se trata de un sínodo oriental, sino que —al
menos inicialmente— se caracteriza por ser expresión de un solo grupo de
oriente.
El
comienzo del concilio se sitúa a comienzos del mes de mayo. Antes de la
apertura oficial, Teodosio recibió a los obispos en una solemne audiencia, en
la que —según Teodoreto— se tributó un homenaje particular a Melecio. Aunque
esto nos recuerda el proceder de Constantino con los padres de Nicea, ahora el
concilio no celebró sus sesiones en el palacio imperial, sino en la iglesia de
los Santos Apóstoles o en una basílica más pequeña. De todos modos, es más
significativa la ausencia de la participación directa del emperador en los
debates de la asamblea. No quiere decir que se desinteresara de los trabajos
del concilio. Al contrario, es muy probable que Teodosio estuviera continuamente
al corriente de todo y que intentara influir en sus resultados. No obstante, no
asistimos a una intervención tan directa como la que tuvo Constantino en Nicea.
Además, a diferencia de los concilios posteriores de Efeso y de Calcedonia, no
se conoce que Teodosio confiara la presidencia del concilio a unos comisarios
imperiales. La dirección del sínodo quedó en manos de los obispos; al
principio, el primer presidente fue Melecio; cuando murió, este cargo pasó a
Gregorio Nacianceno y luego a Nectario de Constantinopla.
El
primer punto que se trató en el concilio se refería a la organización de la
Iglesia de Constantinopla, que seguía privada de un pastor ortodoxo elegido
regularmente, después de haber estado sometida durante varios decenios —a
partir de la política filoarriana de Constancio II— a la línea oficial. No era
una cuestión secundaria, ya que a la Iglesia de la capital le correspondía
indudablemente en la mentalidad del pueblo un papel de guía en la ortodoxia. Al
morir Valente, Gregorio Nacianceno fue llamado a guiar al resto casi
desaparecido de fieles nicenos. Gracias a su elocuencia persuasiva —como se
aprecia particularmente en sus cinco grandes Discursos teológicos pronunciados
entre el verano y el otoño del año 380—, Gregorio adquirió muy pronto una
notable audiencia. El 27 de noviembre del año 380, después de la entrada de
Teodosio en la capital y de la abdicación forzosa del obispo arriano Demófilo,
Gregorio fue introducido solemnemente por el emperador en la iglesia de los
Santos Apóstoles. No obstante, Gregorio insistió en que la decisión definitiva
sobre la elección del obispo de la capital quedase pendiente del concilio que
se iba a celebrar.
Gregorio
podía contar con el apoyo de Melecio, aunque entre tanto se habían visto
perturbadas las perspectivas de acceder a la sede constantinopolitana, si bien
de manera momentánea, por la intrusión de Máximo, un filósofo egipcio que
gozaba del apoyo de Pedro de Alejandría. No obstante, aquel intento se vino
abajo y el concilio declaró inválidas la ordenación de Máximo y todas las
acciones que éste había realizado (canon 4). De esta manera Gregorio pudo ser
entronizado como obispo de Constantinopla. Según lo que declara Teodoreto, de
momento no se hicieron valer las disposiciones del canon 15 de Nicea, ya que
Melecio afirmó que su intención era la de obstaculizar las ambiciones de poder;
pero no era éste el caso de Gregorio.
Estos
comienzos prometedores del concilio quedaron interrumpidos bruscamente por la
imprevista desaparición de Melecio. Después de la celebración de sus funerales,
los obispos volvieron a reunirse bajo la presidencia de Gregorio. En contra de
la opinión del Nacianceno, se planteó la cuestión de la sucesión de Melecio.
Desde el principio Gregorio manifestó su parecer de que, para sanar finalmente
el cisma antioqueno y superar un grave obstáculo para la comunión con el
occidente, se debería dilatar el nombramiento de un sucesor, esperando a que
muriera Paulino. Su posición venía a coincidir con la exigencia presentada un
año antes por los occidentales; seguramente no se trataba de una mera
casualidad. Es probable que Gregorio estuviera al tanto de ella y, por otra
parte, él estaba también seriamente interesado en restablecer la unidad plena
en la fe con las Iglesias de Roma y de Alejandría, por las que sentía un gran
respeto.
La
orientación manifestada por el Nacianceno chocó con la oposición casi unánime
del concilio. Difícilmente podría proponerse su solución dadas las relaciones
tan tensas entre oriente y occidente debido a la cuestión antioquena, además de
la tensión doctrinal. Por un lado, los melecianos no podían aceptar un proyecto
que chocaba claramente con el objetivo buscado durante años, sin haber llegado
nunca a conseguirlo: el reconocimiento de los derechos de Melecio como obispo
legítimo de Antioquía, por parte de occidente y de sus aliados egipcios. Por
otro lado, para la mayor parte de los padres conciliares, la diferencia de
puntos de vista con el occidente se extendían también a los aspectos
doctrinales, puesto que no habían cesado por completo las sospechas de
sabelianismo respecto a los seguidores de Paulino de Antioquía. Así pues, la propuesta
de Gregorio parecía representar una cesión a las pretensiones de ortodoxia que
a veces esgrimían con particular arrogancia Roma y Alejandría. En esta ocasión
rebrota con fuerza un complejo antioccidental, que encuentra su formulación en
la idea de una superioridad teológica del oriente respecto al occidente.
No
obstante, el proyecto de proceder a la elección del presbítero Flaviano no
obtuvo un resultado inmediato. Quizás la dilación dependió del hecho de que el
emperador, interesado en evitar una acentuación de las tensiones con el
occidente, manifestó sus simpatías por la indicación de Gregorio, aunque sin
intervenir directamente en la discusión ni ejercer presiones sobre el concilio,
según la línea de conducta ya señalada anteriormente.
El
intento de acuerdo con los macedonianos constituye uno de los problemas más
difíciles para la historia del Constantinopolitano I. En particular se discute
su cronología, pues no se sabe si colocarlo al comienzo de los trabajos
conciliares, a partir de las indicaciones de Sócrates y de Sozomeno, o si
estuvo precedido por el examen de las otras cuestiones relativas al gobierno
eclesiástico primero de Constantinopla y luego de Antioquía, como parece
deducirse del poema autobiográfico de Gregorio Nacianceno.
Para
comprender las causas que condujeron a estos intentos de unión hay que recordar
los desarrollos que se verificaron dentro del partido homeousiano en el último
decenio. Como ya han puesto de relieve las discrepancias sobre el
reconocimiento de la divinidad del Espíritu santo, este partido no constituía
ni mucho menos un grupo compacto. Sin embargo, las divisiones internas se van
haciendo cada vez más profundas como consecuencia del debate abierto por el
problema pneumatológico. En el ala homeousiana, hostil a la doctrina de la
divinidad del Espíritu, se perfilan dos tendencias diversas: un grupo moderado,
de orientación filonicena, y otro más radical, de sentimientos antinicenos. La ruptura
del partido homeousiano fue sancionada oficialmente por el sínodo de Antioquía
de Caria (378), donde los macedonianos de izquierda, aquí en mayoría, rompieron
la unión con los homousianos, que duraba formalmente desde el año 366, y
formaron su propia Iglesia. Ante este gesto, los homousianos reaccionaron con
especial firmeza. Probablemente hay que atribuir a los efectos de esta reacción
el que Teodosio, en el rescrito imperial del 10 de enero del año 381, yendo más
allá del edicto de religión del año 380, condenase como contraria a Nicea la
negación de la divinidad del Espíritu santo.
Con
estas bases no parece que se dieran presupuestos muy favorables para el buen
éxito de las negociaciones, ni por una parte ni por otra, como confirmará por
otro lado el fracaso al que llegaron. Además, cabe preguntarse cómo podían
estar de acuerdo con el objetivo central del concilio, que era asegurar el
triunfo de la ortodoxia oriental sobre la base de Nicea, condenando las
herejías que habían surgido en relación con el concilio del año 325. Si era
ésta la verdadera finalidad del Constantinopolitano I, como se supone que había
sido decidido inicialmente con la colaboración concorde de Melecio y de
Teodosio, es difícil que las negociaciones pudieran desarrollarse al principio
de los trabajos. En efecto, no hay ningún indicio de una buena disposición de
Melecio respecto a los macedonianos. Al contrario, el episodio se sitúa muy
bien en el momento en que Gregorio Nacianceno, aunque seguía teniendo la
presidencia del concilio, vio que de hecho se difuminaba su influencia sobre el
mismo después de los litigios sobre la sucesión de Melecio.
Se
admite que la iniciativa se remontaba al emperador, pero no queda claro a
partir de qué base se decidió Teodosio a realizar este gesto, aparentemente
fuera de lugar, más allá de la esperanza obvia de poder reunir a los
macedonianos con los ortodoxos. Quizás no haya que excluir la posibilidad de
que fuera apremiado por los mismos macedonianos, que iban advirtiendo con mayor
claridad su progresiva marginación en el nuevo curso de la política religiosa.
Con todo, es poco verosímil que fueran los macedonianos radicales los que
dieran este paso. Sin embargo, son ellos precisamente los protagonistas de las
negociaciones con los padres conciliares. Y fue a este grupo al que el concilio
dirigió sus esfuerzos de unión, iniciando tratos con una nutrida representación
macedoniana, compuesta de 36 obispos, procedentes casi todos del Helesponto,
bajo la dirección de Eleusio de Cízico y de Marciano de Lampsaco.
Aunque
las circunstancias que llevaron a las negociaciones continúan siendo poco
claras, tenemos mayor información sobre su desarrollo. Según Sócrates y
Sozomeno, objeto de las discusiones entre las dos partes fue el homoousios
niceno, pero es improbable que se evitara por completo la cuestión del Espíritu
santo, que era el motivo principal de las divisiones que se habían creado
respecto a los nicenos. Si damos crédito a Gregorio Nacianceno, el concilio
elaboró una fórmula trinitaria que ponía al día la fe de Nicea, esto es, la
ampliaba con un añadido pneumatológico. Sin embargo, esta fórmula, propuesta
como base de las negociaciones con los macedonianos, se resintió de una
preocupación táctica. Mientras que la homousia del Hijo se remachaba sin compromisos,
el concilio se abstuvo de un reconocimiento directo y explícito de la del
Espíritu, por la preocupación de no comprometer los intentos de unión. En este
punto la discusión de los padres conciliares resultó muy animada. En
particular, Gregorio se mostró claramente contrario a cualquier concesión a los
pneumatómacos, sosteniendo la exigencia de una afirmación explícita de la
divinidad y de la homoousia del Espíritu. No era él el único en manifestar esta
orientación, pero la mayoría del concilio resultó de distinta opinión,
mostrándose favorable a concesiones en la forma, aun teniendo sustancialmente
firme su propio punto de vista doctrinal. No obstante, esta buena disposición
no dio los frutos esperados. Los puntos de partida estaban demasiado lejos el
uno del otro y las negociaciones se vieron interrumpidas sin que se llegase a
ningún acuerdo. Los macedonianos dejaron la capital y el concilio. Concluido
este paréntesis, la asamblea volvió al programa de sus trabajos.
Normas para el gobierno eclesiástico: elaboración
de los cánones 2 y 3
Los
trabajos prosiguen con la ausencia de Gregorio Nacianceno, enfermo y además
dolido por un nuevo desaire, esta vez en la cuestión doctrinal. En este
contexto se formularon dos importantes decretos disciplinares, indicados en la
numeración actual como los cánones 2 y 3 del Constantinopolitano I. El primero
de ellos prohibía que los obispos de una diócesis civil se mezclasen en los
asuntos de otra, mientras que el segundo afirmaba el primado de honor de la
sede de Constantinopla en la Iglesia oriental.
En el
concilio de Nicea (cánones 4-7) había aparecido con claridad la estructura
metropolitana del gobierno eclesiástico, ligada al sínodo provincial y a la
figura del metropolita. Puede discutirse en este sentido si el concilio del año
325 previo quizás algunas excepciones en la organización metropolitana, limitándola
de hecho con la formulación del canon 6, que reconoce, en particular, los
privilegios de la sede alejandrina. Pero más que este aspecto hemos de recordar
que durante una gran parte del siglo IV la norma de Nicea parece ser que se
quedó en el papel, no sólo en occidente (donde la recepción de los cánones
nicenos procedió más lentamente), sino también en oriente, debido a los
desórdenes introducidos por la política religiosa de los diversos partidos y de
los emperadores. Para poner fin a esta situación, el concilio se preocupó ante
todo de restablecer la constitución provincial fijada en Nicea, remachando la
jurisdicción del sínodo metropolitano para todas las cuestiones pertenecientes
a la provincia. Además de esto, renovó los privilegios de la sede antioquena
(ya reconocidos en el canon 6 de Nicea) y confirmó la praxis habitual para las
Iglesias de misión, según la cual tenían que seguir dependiendo, para el
gobierno eclesiástico, de los centros originarios de su evangelización.
Pero el
canon 2 introduce, además, una unidad más amplia que la provincia: la
«diócesis», sacada también de la administración civil del imperio. La
definición de una organización de gobierno para grandes circunscripciones
eclesiásticas se ve como un desarrollo original del Constantinopolitano I,
aunque en continuidad con las premisas puestas por el canon 6 de Nicea. De
todas formas se sigue discutiendo en qué medida puede señalarse en el canon 2
la presencia de una figura jerárquica del episcopado superior a la del
metropolita. Si es verdad que esto puede decirse más propiamente para el obispo
de Alejandría, no parece tan claro en el caso del obispo de Antioquía. Además,
para las diócesis de Ponto, Asia y Tracia —de las que se afirma igualmente una
jurisdicción autónoma—, el concilio no señala ningún «trono» o centro que pueda
compararse con una sede patriarcal. Es innegable, por lo menos, que las
disposiciones del Constantinopolitano I llevaban consigo esta evolución, aunque
los patriarcados sucesivos tan sólo corresponderán parcialmente a la estructura
de la «diócesis». Tenemos una confirmación de ello bajo otro aspecto. En el
canon 2 falta todavía algo que corresponda al sínodo metropolitano a nivel de
la «diócesis», pero se habla expresamente de una instancia de este género en el
canon 6 de Constantinopla, que hoy se atribuye generalmente al concilio
celebrado allí en el año 382.
Hay
además otro aspecto relacionado con estos cánones, que explica igualmente su
génesis. Parecen estar inspirados en una finalidad antialejandrina, que aparece
con especial claridad en el canon 3. Ciertamente, el primado de honor que se le
reconoce a Constantinopla iba en contra de los deseos del emperador. Por otro
lado, en su formulación se conformaba con un principio reconocido en oriente,
según el cual la importancia de una sede eclesiástica iba a la par de su
importancia política. Finalmente, entre las razones que llevaron al concilio a
establecer semejante primado de la sede constantinopolitana, estaba muy
probablemente la conciencia de que era ella la única en disposición de
contrarrestar las pretensiones de Alejandría en relación con la supremacía de
la Iglesia oriental.
Junto
al evidente giro antialejandrino, los cánones 2-3 se caracterizan también por
una tendencia antirromana. La autonomía de las «diócesis» que establecía el
canon 2 no estaba hecha para agradar a Roma, que fundaba sus propias
competencias jurisdiccionales en una base tradicional distinta. En cuanto al
canon 3, éste constituiría otro motivo de disensión, dado que Alejandría,
situada aquí dependiendo de Constantinopla, había sido en el siglo IV una
especie de sede vicaria de Roma en oriente. Además, la motivación del primado
constantinopolitano, un primado de honor basado en un criterio político (la
«nueva Roma»), estaba destinada a alimentar los futuros conflictos entre los
dos centros mayores de la cristiandad.
Precisamente
debido a las tendencias antialejandrina y antirromana de los dos cánones, se
supone que fueron formulados antes de la llegada de los «macedonios» y de los
«egipcios», aunque no se ratificaron hasta el 9 de julio del año 381, junto con
los demás decretos del concilio, y sometidos luego a la aprobación de Teodosio.
Si los cánones 23 hubieran sido redactados en la fase final del concilio,
habrían sido vistos como una provocación por parte de las delegaciones egipcia
y macedónica, hasta el punto de verse obligadas a abandonar el concilio.
Además, apenas llegados al concilio, los egipcios y los macedonios expresaron
sus protestas, que —a juzgar por el propio testimonio del más directo
interesado— no se referían solamente a las orientaciones manifestadas por el
concilio sobre la cuestión antioquena o la regularidad de la elección de
Gregorio. Según otra reconstrucción, estos dos cánones fueron compuestos posteriormente,
después de la llegada de Acolio de Tesalónica y de Timoteo de Alejandría. Sería
precisamente la acción promovida por ellos contra Gregorio Nacianceno lo que
pudo impulsar al concilio a establecer esas normas, en tanto que Acolio y
Timoteo las habrían aceptado por no contrariar la voluntad del emperador.
La dimisión de Gregorio Nacianceno
La
intervención de los nuevos participantes, extraños al grupo meleciano, que
había programado y controlado hasta entonces los trabajos del concilio,
provocará una crisis que estaba ya en el aire desde el momento en que su presidente,
Gregorio Nacianceno, expuso unos puntos de vista distintos a la opinión
dominante en la asamblea.
Fue
probablemente poco después de la interrupción de las negociaciones de unión
cuando llegaron a Constantinopla los obispos de Egipto y de Macedonia. Tan sólo
conocemos los nombres de tres de ellos (Timoteo de Alejandría, Doroteo de
Oxirrinco y Acolio de Tesalónica), pero no hay que excluir que su número haya
sido mayor. La presencia de los recién llegados debe atribuirse sin duda a una
invitación formal por parte del emperador, como fue costumbre en los concilios
imperiales. Se ha pensado que Teodosio les invitó después de las tensiones
surgidas en el concilio, pero no se aprecian suficientes motivos para que
exigiesen una especie de compensación al influjo predominante de los
melecianos. Lo más probable es que el emperador, gracias a esta participación
ampliada, desease extender la representatividad del concilio respecto a la
Iglesia oriental y colocar una base más sólida a la proyectada restauración
nicena.
Por
otra parte, la llegada posterior y la presencia reducida de estos nuevos
participantes no son casuales, sino que debieron haberse concertado previamente
entre Teodosio y los exponentes más distinguidos del concilio. Las protestas de
los recién llegados, de las que nos informa Gregorio Nacianceno, se explicarían
precisamente por el hecho de que eran conscientes de esta situación. Buscaron
por tanto una revancha, negándose a aceptar los hechos consumados que les habían
propuesto y pusieron en discusión las decisiones del concilio. Las quejas no
debían referirse desde luego al juicio de la asamblea sobre el episodio de
Máximo, al que ya habían abandonado sus mismos inspiradores alejandrinos, sino
presumiblemente a los cánones examinados anteriormente.
Si en
este aspecto chocaron con la decidida resistencia de los melecianos, la
discusión pudo sin embargo abrirse de nuevo sobre el punto en el que las
precedentes deliberaciones del concilio se prestaban más a las críticas. A
saber, se trataba de la elección de Gregorio Nacianceno como obispo de
Constantinopla, que iba claramente en contra de las normas del canon 15 de
Nicea. Acolio de Tesalónica formuló sus objeciones en este sentido, obedeciendo
a las instrucciones que había recibido del papa Dámaso ya en el verano del año
380. Su intervención fue apoyada por los egipcios, pero quizás no habría tenido
ningún resultado si las relaciones entre Gregorio y el partido meleciano no hubieran
entrado ya en crisis, y si el mismo Nacianceno no hubiera planteado de nuevo su
decisión de dimitir. Con este gesto Gregorio esperaba en secreto suscitar más
bien un efecto contrario, pero no fue así. Y las cosas no mejoraron cuando el
Nacianceno se presentó al emperador para comunicarle su dimisión. A pesar de
admirar su ortodoxia, la rectitud de su conducta y su extraordinaria
elocuencia, Teodosio debió convencerse de que Gregorio no era la persona más
adecuada para regir una sede tan delicada como la Iglesia de la capital y para
llevar a buen fin el concilio en calidad de presidente. Así pues, Gregorio se
despidió de su Iglesia y del concilio de forma digna y solemne —aunque sin
esconder del todo su amargura—, en la iglesia de los Santos Apóstoles, en
presencia de la corte y de los padres conciliares.
Aunque
la historia de los concilios antiguos está dominada a menudo por los personalismos,
hemos de sustraernos de la perspectiva, ciertamente apasionada pero unilateral,
de Gregorio Nacianceno. Es oportuno insistir en ello incluso para la fase final
del concilio, que se desarrolló después de mediados de junio del año 381 (fecha
probable de la abdicación de Gregorio), de la que el Nacianceno no nos ha
dejado ninguna noticia. Antes de terminar sus trabajos, el concilio procedió al
nombramiento de un sucesor para la sede constantinopolitana. Al parecer, por
sugerencia de Diodoro de Tarso, se encontró a este sucesor en Nectario,
importante funcionario de la administración estatal, pero que en el momento de
la elección parece que ni siquiera estaba bautizado. La elección de un
personaje no especialmente definido, ajeno a toda pertenencia a grupos
concretos, debió resultar del agrado de la asamblea, que se acercó a su término
afrontando la discusión de dos importantes pronunciamientos en materia
doctrinal. Efectivamente, parece ser que hay que colocar en este periodo, más
que en el momento de las negociaciones de unión con los macedonios, la
redacción de un Tomus, una declaración doctrinal, así como la formulación del
canon 1.
No se
ha conservado el texto del Tomus, pero tenemos noticias de él por un documento
análogo del concilio constantinopolitano del año 382 , donde se recapitula la
fe de los orientales, tal como había sido expresada en la declaración doctrinal
del año anterior. Al afrontar este punto, el concilio tuvo ocasión de
reconciliar las posiciones de los melecianos con las de los egipcios y los
macedonios. Efectivamente, según se deduce de nuestra fuente, no sólo la
asamblea renovó su plena adhesión a Nicea, sino que a diferencia de la actitud
que había mantenido en los coloquios de unión con los macedonios, extendió el
reconocimiento de la homoousía divina también al Espíritu santo. Así, según el
testimonio del año 382, declaró al Padre, al Hijo y al Espíritu santo «una sola
divinidad, poder y sustancia», afirmando al mismo tiempo la realidad de las
tres hipóstasis o personas. Con esta formulación —que sancionaba la superación
de las divergencias doctrinales entre el oriente y el occidente— el concilio
recibía la doctrina trinitaria de los capadocios, integrándola en el dogma
niceno. Además, se tomó claramente distancia de las herejías trinitarias —y
entre ellas, de manera especial, la de los macedonianos, que se ven colocados
en el mismo plano que los eunomianos y los arríanos—. Pero el Tomus no se
limitaba a pronunciarse únicamente sobre el tema de la doctrina trinitaria,
sino que añadía además la condenación del apolinarismo, aunque sin llegar a
responder adecuadamente al problema suscitado por la nueva herejía. Según el
texto del año 382, se rechazó la idea de que el Logos hubiera asumido «una
carne sin alma, sin inteligencia» y por tanto imperfecta; de forma positiva, se
exigió la perfección de la humanidad de Cristo, al lado de la perfección de su
divinidad, abriendo de este modo el camino a las formulaciones de Efeso y de
Calcedonia.
El
canon 1 es como la síntesis de los contenidos doctrinales del Tomus. Después de
remachar la validez permanente de la fe nicena, se formulan anatemas contra
cada una de las herejías, nombrando expresamente en primer lugar las diversas
formas de doctrinas surgidas más o menos directamente del tronco del arrianismo:
eunomianos (o anhomeos), arrianos (o eudoxianos), semiarrianos (o
pneumatómacos); luego, las diversas expresiones de monarquianismo: sabelianos,
marcénanos, fotinianos; finalmente, la nueva herejía de los apolinaristas. Se
discute sobre si este canon había sido ya en su origen formulado de manera
autónoma o si formaba más bien parte del Tomus. En efecto, nos sorprende ver
que esos anatematismos figuran entre los cánones disciplinares de un concilio,
aunque en realidad no falten ejemplos en este sentido entre los concilios
antiguos.
Con
este canon los padres de Constantinopla declararon definitivamente cerrado el
conflicto tan prolongado sobre el concilio de Nicea y marcaron de este modo una
etapa decisiva de su recepción. Lo subraya también el carácter, por así
decirlo, de mayor exclusividad que presenta su formulación. En efecto, parece
como si se quisiera subrayar, más todavía que en el Tomus, la plena suficiencia
de Nicea. De todos modos, hay que tener presente que la afirmación de este
principio va acompañada tácitamente —como se verá por el examen del símbolo
constantinopolitano— por la conciencia de la necesidad de nuevas definiciones y
precisiones, en relación con el desarrollo de la reflexión teológica y la
aparición de nuevas herejías.
El
canon 1, junto con los demás decretos disciplinares elaborados anteriormente,
debió ser aprobado en la sesión del 9 de julio del año 381. Como conclusión de
sus trabajos, el concilio dirigió una carta a Teodosio. Se señalaban en ella
los resultados alcanzados por el concilio, con la renovación de la concordia en
la cristiandad y la confirmación de la fe nicena, y se pedía igualmente al
emperador que aprobase e hiciera ejecutivos los cánones. Teodosio accedió a
esta petición publicando los cánones y la lista de las firmas en oriente, así
como promulgando, el 30 de julio del año 381, un edicto en el que se sacaban
las consecuencias prácticas para la legislación y la política religiosa del
imperio.
El símbolo de Constantinopla
El
documento más significativo vinculado al concilio del año 381 es sin duda
alguna el «símbolo de los 150 padres». Con el título de «símbolo
niceno-constantinopolitano» es denominado el credo más conocido e importante en
la historia del cristianismo. Pues bien, precisamente el símbolo
niceno-constantinopolitano constituye el mayor enigma histórico del
Constantinopolitano I, dado que ninguna de la fuentes relativas al concilio nos
habla de él y hemos de esperar hasta el año 451 para que se indique formalmente
su recepción. Después de un silencio que duró al parecer varios decenios, el
concilio de Calcedonia fue el primero que apeló al símbolo niceno-constantinopolitano,
colocándolo detrás del símbolo niceno en el proemio a la definición de fe. La
interpretación propuesta en esa ocasión explicita el principio que siguió a la
recepción de Nicea hasta el año 381 y que siguió siendo válido a continuación:
el símbolo niceno-constantinopolitano no sólo confirmó la fe católica y
apostólica de Nicea, sino que extirpó además las herejías que habían surgido
entre tanto. Así pues, a partir de esa fecha «el símbolo
niceno-constantinopolitano» fue visto esencialmente como una forma del símbolo
niceno y con una función antiherética.
La
estricta correlación entre el símbolo niceno-constantinopolitano y el símbolo
niceno, implicada en esta perspectiva, pareció problemática cuando la
investigación histórica, subrayando el silencio de las fuentes contemporáneas,
puso en duda la conexión con el concilio y la misma dependencia del símbolo
niceno-constantinopolitano respecto al símbolo niceno. Se señaló así el
conjunto de las diferencias textuales entre los dos símbolos, demasiado
extensas para que se pueda hablar de una reelaboración del símbolo niceno en el
símbolo niceno-constantinopolitano. Y sobre todo, la idea de un símbolo del
concilio de Constantinopla parece estar en contra de la autoridad exclusiva de
Nicea reafirmada por el canon 1. Finalmente, la presencia de un credo casi
análogo como conclusión del Ancyratus de Epifanio ha ofrecido el argumento,
considerado como decisivo, para alejar definitivamente al símbolo
niceno-constantinopolitano del contexto del segundo concilio ecuménico. Por
otra parte, no se trata de una creación de Epifanio, sino muy probablemente del
texto que está en la base de las Catequesis de Cirilo de Jerusalén, revisado en
un sentido antimacedoniano.
En
realidad, se ha podido demostrar que el símbolo contenido en el Ancyratus fue
modificado sustituyendo el símbolo niceno por el símbolo
niceno-constantinopolitano. Y puesto que el resto de las objeciones han
encontrado ya respuestas adecuadas, nos creemos autorizados a reafirmar con
buenos fundamentos el vínculo entre el símbolo y el concilio del año 381. En
particular, se ha rechazado la pretendida contradicción entre el canon 1 y el
símbolo. El tenor de este canon no supone que haya que cerrar el paso a la
extensión de un nuevo símbolo. En efecto, es dudoso que el mismo decreto
efesino del 22 de julio del año 431, que remachó la suficiencia plena del
símbolo niceno y la prohibición de formular símbolos diversos, haya sido
entendido como una exigencia de fidelidad literal a Nicea. Se le ha reconocido
como norma y criterio supremo de la fe, pero no hasta el punto de excluir
ulteriores desarrollos simbólicos. Por lo demás, si antes de Calcedonia el
símbolo niceno-constantinopolitano no se encuentra atestiguado expresamente y
si los padres griegos siguen refiriéndose a «la fe de Nicea», hemos de entender
que ellos presentan como tal ciertas profesiones «niceizadas» en los dos
primeros artículos y desarrolladas en el tercero, para confirmar una fidelidad
que no se entendió nunca en sentido servil. Con todo, no faltan referencias al
símbolo niceno-constantinopolitano, aunque indirectas o parciales, incluso
antes del año 451. Entre ellas la más importante es la que se contiene en las
catequesis de Teodoro de Mopsuestia, fechadas entre el año 381 y el 392, en las
que se alude expresamente a un concilio constantinopolitano que añadió ciertas
palabras a propósito del Espíritu.
La idea
de Teodoro, compartida por otros padres antes del año 451, nos ayuda a
comprender cómo el símbolo niceno-constantinopolitano no fue considerado como
un «nuevo» símbolo, sino más bien como un complemento o una integración de la
fe nicena. Por eso el símbolo niceno-constantinopolitano no significó ni mucho
menos una superación o sustitución del símbolo niceno, sino su correcta
explicación en relación con las dificultades suscitadas sobre él. Con esta
afirmación no se quiere probar que el símbolo niceno-constantinopolitano sea
idéntico al símbolo niceno o se derive directamente de él, ya que esto refleja
una situación más general difundida hasta el siglo VI. Más bien se quiere
indicar que el símbolo niceno-constantinopolitano fue concebido por el concilio
del año 381 como confirmación del símbolo niceno, pero sin necesidad de que
fuera compuesto expresamente para esa ocasión. Lo más probable es que el
Constantinopolitano I se haya servido de un símbolo bautismal más antiguo,
revisado ya en sentido niceno en el segundo artículo y, como tal, capaz de ser
señalado como «fe de Nicea». Desde este punto de vista, el modelo eventual
tiende efectivamente a hacernos pensar en el ambiente de Palestina, y más en
concreto en el credo comentado por Cirilo de Jerusalén.
Los dos
elementos más significativos que diferencian el símbolo niceno-constantinopolitano
del símbolo niceno son la cláusula «cuyo Reino no tendrá fin», dirigida contra
la doctrina de Marcelo de Ancira, condenada repetidas veces a lo largo del
siglo IV, y sobre todo la expansión del tercer artículo, con el reconocimiento
—aunque sea de forma indirecta— de la divinidad del Espíritu santo.
Efectivamente, se afirma allí de la tercera persona de la Trinidad que es
«Señor» y «dador de vida», «procedente del Padre», «adorado y glorificado junto
con el Padre y el Hijo». Aunque esta formulación recibe la expresión que había
dado Basilio a la doctrina pneumatológica, no cabe dudar de su intención
«económica» (cuyo trasfondo posible veremos dentro de poco), sobre todo si se
compara el símbolo niceno-constantinopolitano con las afirmaciones mucho más explícitas
del Tomus. En cuanto a la relación entre el Padre y el Hijo, el símbolo niceno-constantinopolitano
se limita a repetir los conceptos clave del símbolo niceno prescindiendo de los
anatematismos, pero sin que aparezca la identificación entre ousía e hipóstasis.
Parece ser que no hay por qué atribuir aquí una importancia especial a esta
omisión, ni tampoco a la caída del inciso «de la esencia del Padre», en el
sentido de una alineación explícita con la teología «neonicena» de los
capadocios. Probablemente no se había introducido ninguno de estos dos
elementos en el credo local que sirvió de base para el símbolo
niceno-constantinopolitano. Esto no quita que el credo constantinopolitano se
prestase mejor que el símbolo niceno a los fines que buscaba la teología
neonicena. Por lo demás, el Tomus del año 382 revela con claridad que los
padres del segundo concilio ecuménico entendían el homoousios a la luz de las categorías
elaboradas por ella.
Si son
éstas las características principales del símbolo del concilio, podemos preguntarnos
en qué momento de sus trabajos hay que colocar más oportunamente su génesis y
cuáles eran los objetivos que se pretendían en especial. Teniendo presente todo
el conjunto de los pronunciamientos doctrinales, parece poco probable que el
símbolo niceno-constantinopolitano haya sido aprobado junto con el Tomus y con
el canon 1, mucho más expuestos respecto a la línea moderada que mantiene el
símbolo. Al contrario, corresponde muy bien a la situación de las negociaciones
de unión con los macedonianos, como expresión de la voluntad de diálogo de la
asamblea con los pneumatómacos. De todos modos, aunque se tratase de una
fórmula de compromiso, no por ello debió resultarles a los macedonianos más
aceptable que el reconocimiento explícito de la homoousía divina del Espíritu
santo. Una vez fracasados los esfuerzos por llegar a un acuerdo, el símbolo
niceno-constantinopolitano se encontró de hecho superado por el Tomus y, aunque
inserto en la documentación del concilio, cayó pronto en el olvido, lo mismo
que había ocurrido por lo demás con el mismo concilio que lo había formulado.
Esto se debió a los cambios profundos que se llevaron a cabo en el siglo V, que
pasó a ser monopolizado en el terreno teológico-doctrinal por los temas
cristológicos. Además, la difusión del símbolo niceno-constantinopolitano se
vio impedida por una acentuación radical del principio de la suficiencia del
símbolo niceno, después de la controversia nestoriana. Sobre todo Alejandría y
el partido monofisita, que apelaban a ella, hicieron valer su aplicación
exclusiva, en contra de la orientación que se había indicado ya en el concilio
alejandrino del año 362. Quizás no sin un cálculo político (en relación con el
privilegio reconocido a Constantinopla en el canon 3), se recuperó en
Calcedonia un símbolo que estaba en gran parte olvidado o al que todo lo más se
le confundía con «la fe de Nicea». No obstante, el salvamento del concilio del
año 381 estaba motivado ante todo por razones doctrinales: tenía que servir de
base para justificar la misma definición dogmática de Calcedonia, que de esta
manera intentaba confirmar de nuevo aquella relación con Nicea y con la regla
de fe que había inspirado también a los 150 padres.
CAPITULO
XX
ORIGENES
Y PRIMERA EXPANSION DEL MONACATO
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