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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIAREFORMA Y CONTRARREFORMA
CAPITULO II
LA CRISIS EN LA VISPERA DE LA REFORMA
PROTESTANTE
La
historia no es el resultado de procesos económicos ni una función de las
circunstancias sociales. Pensar esto equivaldría a pasar por alto el poder de
las ideas y, sobre todo, a negar la libertad de las decisiones humanas. Mas
este campo de la libertad, en el que se toman las decisiones, es moldeado
poderosamente por las realidades externas. Estas crean las situaciones
especiales que luego reclaman la entrega y la decisión, así como la atmósfera
que favorece el decidirse por esto o por aquello. Esto es cierto también con
respecto a la Iglesia, a pesar de su vertiente teológica, que para los fieles
es una vertiente sobrenatural. La Iglesia, en efecto, se encuentra
indisolublemente incardinada en el mundo, y quiere conducir a su fin eterno a
los hombres de cada siglo, dentro precisamente de su propia circunstancia.
Aplicando
lo dicho a la historia de nuestro período, esto significa que las influencias
económicas y sociales de los siglos XV y XVI no fueron la causa de la Reforma
protestante, pero sí crearon las condiciones que hacen comprensible el comienzo
de la innovación de la fe y su difusión asombrosamente rápida. El alejamiento
de la Iglesia medieval puede hacerse así más comprensible. Con ello no se
exime, sin embargo, a las conciencias de los grandes y pequeños actores de la
responsabilidad por la pérdida de la unidad religiosa. A pesar del agravamiento
crítico, casi explosivo, de la situación después de 1500, la Reforma
protestante sigue siendo la obra personal del fraile de Wittenberg.
LA NUEVA ECONOMIA
El
siglo anterior a la Reforma protestante trae consigo una reorganización total
de las formas económicas. La aparición de la economía financiera, su difusión
desde Italia a Francia, a Inglaterra, a Flandes y sobre todo al sur de Alemania
tuvo que llevar a la Iglesia a una grave crisis económica. Al decir Iglesia nos
referimos aquí a todos los elementos de la vida eclesiástica, empezando por el
pontificado y la Curia, pasando por los obispos y cabildos, y acabando por los
monasterios y las parroquias rurales, a excepción tal vez de los párrocos de
las ciudades florecientes. El patrimonio de la Iglesia consistía, en efecto,
sobre todo en tierras, que eran dadas en feudo o en abriendo; los ingresos de
las parroquias se basaban casi completamente en donativos en especie, y los de
los monasterios y demás corporaciones económicas eclesiásticas, en diezmos y
rentas rústicas principalmente. Una serie de continuadas devaluaciones de la
moneda disminuyó la capacidad adquisitiva de los ingresos financieros, de los
diezmos cobrados y de los demás impuestos. Dado el estancamiento de la
población y la emigración a las ciudades, el campo y las tierras perdieron
valor. Los obreros del campo fueron siendo cada vez más escasos. Con ello se
resintió la economía autónoma de los monasterios. Los molinos y granjas
decayeron. Las guerras que asolaron Bohemia y los territorios limítrofes, el
sur y el norte de Italia, Escocia, España y Borgoña —Alemania es algo más
afortunada— dejaron sentir sus efectos. Las cosechas eran arrasadas, las aldeas
y las granjas monacales, incendiadas, y los monasterios, saqueados. La economía
experimentó un proceso de atrofia del que se resintieron sobre todo la economía
campesina y los propietarios de tierras. La Iglesia va perdiendo cada vez más
una parte de sus bienes, los vende por necesidad o los hipoteca a judíos, como
garantía de deudas contraídas. Cada construcción de un monasterio o de una
iglesia representa una reducción del patrimonio y, por tanto, una disminución
de los ingresos corrientes.
Esto no
dejó de tener consecuencias para la vida interna de la Iglesia. Los obispos
pierden su independencia respecto de los fieles. Decaen los estudios en las
antiguas y famosas Universidades, porque las Órdenes religiosas no pueden
enviar a sus jóvenes estudiantes a los Colegios. Los monjes descuidan la vida
espiritual y religiosa, pues tienen que ocuparse en cultivar las posesiones de
los monasterios o procurarse el sustento. En la selección de los novicios se es
extraordinariamente liberal, ya que faltan vocaciones. Los monasterios piden
que se les confíen parroquias, a fin de subvenir a su indigencia. La
acumulación de beneficios en una sola persona, cosa que iba contra el sentido y
el derecho de todo el sistema de beneficios, pasa a ser algo usual, pues un
solo beneficio no es ya capaz de alimentar al beneficiario de acuerdo con su
rango.
La
guerra convirtió a los monjes en soldados. La inseguridad de los caminos
proporcionó a los obispos un pretexto real o ficticio para descuidar su
obligación de visitar la diócesis y de residir en ella. La pobreza obligó a los
párrocos rurales a ganarse el pan de un modo distinto. La decadencia económica
indujo a los papas a emplear medios siempre nuevos, nuevas «prácticas» para
asegurar y mantener los ingresos de la Curia, y no digamos para aumentarlos.
Los papas organizan sistemáticamente el sistema de impuestos. Los obispos
intentan imitarles. A esto se añaden los impuestos que había que pagar al
soberano del territorio. El priorato catedralicio de Canterbury debía entregar
al papa y al rey el 46 por 100 de sus ingresos. Es esta, desde luego, una cifra
no corriente, pero que resulta casi insoportable. Por otro lado, los hombres de
aquella época carecían de una visión general y de conjunto de la economía, lo que
les hubiese hecho conocer las causas de todo aquel mal. Por ello, sólo veían a
los cobradores de impuestos enviados por el papa, que no dudaban en castigar
con penas eclesiásticas, incluso con la excomunión, a los que no pagaban, y
creían que el papa era el verdadero culpable de todo aquello. Las vehementes
quejas y acusaciones contra la política financiera del pontificado se
convirtieron realmente en el tópico del siglo, y eran repetidas incluso por
aquéllos a los que no afectaba en absoluto el mal.
Adherirse
a las formas económicas que prevalecerían en el futuro era algo que la Iglesia
no podía hacer, debido a su prohibición del préstamo a interés. Los negocios
bancarios, realizados también por los papas desde el siglo XIV, negocios que
hicieron acumular inmensas riquezas a los Medici y a otras familias de
Florencia y de Siena y que convirtieron a comienzos del siglo XVI, a los
grandes comerciantes de Augsburgo, en maestros de una actuación financiera
política, y a Jacobo Fugger el rico en una persona que
debía intervenir necesariamente en los grandes proyectos dinásticos y
políticos, fueron considerados por las concepciones rigurosas de la Baja Edad
Media en cierto modo como una especie de usura pecaminosa. Es verdad que en
Italia la gente aprendió a saltar con una cierta elegancia por encima de las
dificultades morales. Finalmente, el mismo Pío II, que era de Siena, introdujo
en los Estados Pontificios el monopolio del alumbre, y en Florencia se
consideró muy pronto como normal el exigir un interés del 7 al 8 por 100. Los
escrúpulos morales se acallaban entregando una parte de los propios ingresos
para fundaciones piadosas y caritativas; con ello se ofrecía asimismo ocasión
de hacerse propaganda.
Los
representantes alemanes del primer capitalismo se enfrentaron de un modo más
serio y concienzudo con este problema. Cuando los comerciantes de Augsburgo o
la Sociedad Comercial de Ravensburgo escribían en sus
libros, en su propia cuenta, la expresión «capital de nuestro Señor Dios»;
cuando los Fugger o Fúcar, en el balance de 1511,
indicaban que el capital del santo titular de Augsburgo, san Ulrico, ascendía a
15.000 florines; cuando Jacobo Fugger erigía, «para
alabanza y en agradecimiento a Dios» la fundación social más grande del siglo,
el barrio de los Fugger, con sus 142 viviendas, no
eran éstas fórmulas vacías, sino signos de aquella armonía entre piedad y afán
de lucro, fe y vocación temporal, en que vivían estos jefes de las finanzas.
También se había intentado solucionar teóricamente el conflicto, después de que
predicadores populares como el alsaciano Geiler de Kaisersberg y Sebastián Brant atacaron violentamente los monopolios y los intereses, y el canónigo de Eichstátt, Adelman de Adelmansfelden, un humanista, aplicó demasiado claramente
al «usurero» Jacobo Fugger su comentario al De usura
vitanda, de Plutarco. Entonces los Fugger solicitaron
los servicios del joven pero ya famoso profesor Juan Eck,
de Ingolstadt, que había dado en esta ciudad su
primer curso sobre problemas económicos. En él había afirmado que el prestar
dinero a interés no constituía usura. Juan Eck celebró, en el convento de carmelitas de Augsburgo, una disputa sobre la
licitud del préstamo a interés. Una disputa preparada por Eck en Ingolstadt fue prohibida por el obispo de Eichstätt, a cuya diócesis pertenecía la ciudad. Entonces Eck, que había defendido en un tratado el interés del 5 por
100, marchó en 1515, apoyado por los Fugger, a
Bolonia, donde de nuevo celebró una disputa sobre la licitud del préstamo a
interés, consiguiendo ganar para sus ideas a los dominicos. También la
universidad de París era favorable a sus ideas. Se tenía, pues, ya la
justificación teológico-moral de la nueva forma de economía, justificación que,
desde luego, se apoyaba sólo en la autoridad de un profesor. En cambio, la
Iglesia oficial mantuvo todavía de modo absoluto, durante todo el tiempo de la
Reforma protestante, la prohibición de cobrar intereses.
LA CIUDAD Y EL CAMPO
La
forma de economía del capitalismo primitivo se desarrolló en las ciudades, cuyo
florecimiento tiene lugar en el período que antecede inmediatamente a la
Reforma protestante. Aquí vamos a tratar principalmente de las ciudades
alemanas, que, en comparación con las de Francia e Inglaterra, se distinguían
por su libertad cívica y por la independencia del sistema político. De las 85
ciudades reseñadas en el registro imperial de 1521, 65 eran entonces de hecho
directamente imperiales, es decir, dependían directamente del Imperio. A pesar
de su número tan grande, estas ciudades no constituían un factor de poder
político. Les faltaba para ello la guía política e igualmente la unión entre
sí. Las ligas de ciudades, establecidas para garantizar la seguridad pública,
estaban completamente sometidas al influjo de los príncipes, y éstos se resistían,
con obstinada energía, en las Dietas, a admitir la igualdad de derechos de las
ciudades.
A
cambio de esto, la posición económica de éstas era tanto más fuerte, pues
habían participado destacadamente en la revolución espiritual que significó para
el pueblo alemán el rápido tránsito de la economía agraria a la economía
financiera. Favorecida por la administración autónoma de las ciudades, en la
cual participaban ya no sólo los patricios, sino también los gremios y las
corporaciones, se fue desarrollando una poderosa conciencia del propio poder.
Esta se puso de manifiesto no sólo en aquellas soberbias casas de burgueses, de
elevadas fachadas y magníficos patios interiores, que antes de la Segunda
Guerra Mundial orlaban todavía tantas «plazas mayores» (Marktplatz)
o escoltaban orgullosamente la «calle del Imperio» (Reichsstrasse). La iglesia
principal de la ciudad era la expresión de la armonía serena, que reinaba
también en estas burguesías libres, entre la conciencia cívica y una gran
devoción religiosa. Generaciones anteriores habían comenzado a construir
templos gigantescos en Ulm, Friburgo y Estrasburgo, en los cuales se siguió
trabajando hasta la Reforma protestante. Las ciudades más pequeñas intentaban
competir con las mayores. En estas edificaciones podía encontrarse una extraña
acumulación de artesanos, los cuales, por su parte, encontraban trabajo desde
Praga hasta Milán e intercambiaban ideas entre sí.
La
burguesía se identificaba casi con la iglesia principal de su ciudad. Los
libros de donaciones de las grandes iglesias revelan la participación de todas
las capas de la población. Junto a los donativos se encuentran las prestaciones
personales y los legados. Sin embargo, más de una vez la construcción de la
iglesia superaba la potencia económica de la ciudad, y entonces se pedía ayuda
y subsidio de fuera. Un medio para conseguir esa ayuda eran las indulgencias.
Son innumerables los permisos dados para hacer colectas, con concesiones de
indulgencias por los obispos. Para los proyectos de mucha categoría, el Consejo
de la ciudad se dirigía a Roma. Estrasburgo, Friburgo, Constanza y Zurich son algunos ejemplos, escogidos al azar, de las
concesiones de indulgencias por los papas. En ellas se asociaba un donativo en
dinero para la construcción de la iglesia, hecho como obra de penitencia, con
la remisión de penas temporales por los pecados. Sólo la acumulación de tales
indulgencias y, además, la exigencia de la Curia de participar en los
beneficios para atender a los fines generales de la Iglesia, suscitó la crítica
violenta contra las indulgencias para construir iglesias y contra la
indulgencia en cuanto tal.
Los
burgueses consideraban la iglesia de la ciudad como su templo propio. No es
sólo que en ellas erigieran sus túmulos, para los cuales construían con
frecuencias capillas enteras. También controlaban los bienes de la iglesia,
poniendo para ello administradores, e intentaban imponer su voluntad propia en
el terreno de la política personal. La iglesia, con sus numerosos altares y
beneficios, fundados por los burgueses, debía favorecer tan sólo, en lo
posible, a los hijos de la ciudad. Para ello el Consejo se preocupaba
solícitamente de conseguir el patronato sobre las iglesias y capillas de la
ciudad. Cuando esto no se lograba, se prefería a veces edificar una iglesia
propia de la ciudad, o influir sobre la iglesia parroquial, fundando una
canonjía para un predicador. Poco a poco fue dejando de haber, en las muchas
ciudades imperiales, algún beneficio que el obispo pudiera proveer libremente.
Las ciudades intentaban someter a su dominio incluso a los monasterios
radicados dentro de sus muros. Les imponían tutores que cada año tenían que dar
cuenta de la administración de los bienes y posesiones, y que hacían también
inventarios de las riquezas del convento, para poder obligarles así a pagar
impuestos. En esta cuestión las ciudades tropezaban ciertamente con un antiguo
privilegio, garantizado por el Derecho canónico: la exención de impuestos del
estamento clerical. Las múltiples donaciones de tierras y posesiones hechas a
iglesias y monasterios tenían que perjudicar gravemente la capacidad tributaria
de la ciudad. A los simples clérigos todavía se les podía conceder tal
privilegio; pero la exención de impuestos favorecía a menudo, a través de los
patronatos y fincas pertenecientes a monasterios y fundaciones ajenos, a éstos
y al clero feudal. Además, las importaciones de mercancías por los monasterios
o las tabernas propiedad de la Iglesia hacían competencia a los ciudadanos
particulares o perjudicaban el comercio de las ciudades marítimas (Suecia). Por
ello las ciudades exigieron de las instituciones eclesiásticas tributos, dinero
contante y sonante, o bien prendas, o prohibieron totalmente las fundaciones de
bienes raíces entregados a «manos muertas». Asimismo
los hospitales, que recibían constantemente ricas donaciones y legados, pasaron
a depender de las ciudades. Los administradores civiles se convierten en los
únicos representantes del hospital, cuyos servicios debían favorecer únicamente
a los habitantes de la propia ciudad; por su parte, los derechos de dominio
sobre los hospitales debían ser incluidos en el marco de la política de la
ciudad dentro del territorio. De esta manera, al comienzo de la innovación
religiosa se había creado —de modo paralelo al dominio de los señores
territoriales sobre la Iglesia en la Baja Edad Media— un sistema compacto de la
jerarquía eclesiástica de la ciudad, que había de tener una importancia
decisiva para el destino de la Reforma protestante en las ciudades imperiales.
Las
muchas fundaciones existentes en las iglesias y capillas exigían un clero
numeroso para decir las misas vinculadas obligatoriamente con aquéllas.
Tendencias semejantes se dejaban sentir también, por lo demás, en las muchas
ciudades alemanas no independientes, y en las de los Países Bajos, que en parte
llegaban a alcanzar incluso la extensión de Londres. Ello hizo que en el siglo
anterior a la Reforma protestante aumentase de modo extraordinario el número de
clérigos que vivían en las ciudades. Es éste un fenómeno que puede comprobarse
en todos los países. No siempre es posible indicar, desde luego, cifras exactas,
dado que el número de las fundaciones no tiene siempre que coincidir
necesariamente con el de clérigos. Pero, como ilustración de una situación
general, pueden bastar unas pocas indicaciones. En la catedral de Estrasburgo
había en 1521 veinticuatro canónigos, a los que se añadía el collegium de los
sacerdotes no nobles, con 63 prebendados, que eran auxiliados todavía en el
culto por 36 capellanes. En 1536 había en la catedral de York 55 capellanes (chantries).
Cuando santa Teresa de Ávila inauguró su primera fundación en Medina del Campo,
había en esta ciudad, según nos dice su biógrafo, además de las dos parroquias,
la colegiata, con dos cabildos de 80 sacerdotes, dieciocho conventos y nueve
hospitales. Se dice que en Inglaterra había de 10.000 a 12.000 sacerdotes
seculares para una población aproximada de tres millones de habitantes.
En
contraposición a las ciudades, los caballeros y los campesinos eran estamentos
en decadencia. El desarrollo del arte de la guerra, la introducción de las
armas de fuego y de los ejércitos de lansquenetes hicieron realmente
innecesarios a los caballeros. Su riqueza, que, al igual que la de la Iglesia,
estribaba en bienes raíces, disminuía, mientras el comercio de las ciudades
próximas era cada vez más floreciente. Además, la clase social entera estaba
completamente dispersa, y cada uno tenía sólo miras egoístas. El caballero no
servía ya al Imperio, sino únicamente a sí mismo, y se oponía incluso a que se
regulase de modo general la seguridad pública. No pocos caballeros creían que
las circunstancias cambiarían muy pronto; por ello acogieron con gozo desde el
principio la aparición de Lutero, pensando que, en su nombre, podían suprimir
radicalmente, en provecho propio, las posesiones eclesiásticas. Pero Sickingen sufrió una grave derrota, que afectó a la
caballería entera, cuando emprendió una campaña de rapiña en dirección a
Tréveris.
También
los campesinos estaban descontentos, y esto ocurría no sólo en Alemania. En
Inglaterra los poseedores de tierras se pasaban entonces de la economía del
diezmo a la economía del arriendo, de la agricultura a la ganadería. La tierra
fue considerada como inversión de capital por los comerciantes que se habían
enriquecido en el comercio. La economía de pastos requería muchos menos arrendatarios.
Los antiguos campesinos emigraron a las ciudades, convirtiéndose en jornaleros
asalariados al servicio de la incipiente industria textil. En Alemania la
situación económica de los campesinos no era mala de suyo; pero, excepto unos
pocos, carecían de libertad personal. Los diversos grados de falta de libertad
se habían ido acercando cada vez más, y ya sólo se hablaba, en general, de la
«pobre gente» o del «plebeyo». El cultivo de tierras recibidas en feudo de los
señores llevó por sí mismo a la servidumbre. De hecho, sin embargo, en Flandes
y en el Rin las cargas que pesaban sobre los plebeyos se hicieron cada vez
menores. El campesino ascendía también aquí, cada vez más, a la categoría de
arrendatario —tanto más enojosos le parecían, por ello, los intereses y rentas,
los obsequios que debían hacer anualmente en señal de acatamiento, los tributos
en caso de muerte, la restricción de la libertad de movimiento, la prohibición
de cazar y pescar, sobre todo la transformación de los pagos en especie en
pagos en dinero, y los nuevos tributos destinados a compensar al propietario o
el señor feudal por la desvalorización del dinero. Los propietarios de tierras
—entre los que, una vez más, estaba la Iglesia— intentaban, siempre que moría
el anterior feudatario, imponer nuevas condiciones y transformar los feudos
hereditarios en feudos eventuales. Frente a esto, los campesinos reclamaban el
«derecho antiguo» y pensaban que el comportamiento de sus señores iba contra la
ley divina y humana. La introducción del derecho romano escrito y el auge
económico de los habitantes libres de las ciudades los excitaron todavía más,
de tal modo que, ya antes de la aparición de Lutero, se habían producido en
varias ocasiones levantamientos de campesinos, sobre todo en el Alto Rin, cerca
de Suiza, donde éstos habían conseguido asegurarse su libertad política y de
clase. Aun cuando los levantamientos fueron aplastados, no se extinguieron las
secretas esperanzas de que Dios mismo implantaría un
orden justo.
CRISIS POLITICA
También
en el terreno político se encontraba el país de origen de la Reforma
protestante en una situación de graves crisis. Para cerciorarse de esto basta
con comparar las circunstancias de Alemania con las de Francia. En esta última
nación el rey había conseguido imponerse a todas las fuerzas centrífugas del
país, sobre todo a las de los vasallos de la corona. Desde la época de la
victoria sobre los ingleses y el final de la Guerra de los Cien años (1453),
los Estados feudatarios habían ido siendo incorporados uno tras otro al reino,
siendo los últimos Anjou, Maine y la Provenza;
Borgoña fue conquistada, y la Bretaña, adquirida por matrimonio. El gran Estado
moderno francés era un reino centralista, con un rey absolutista a su frente,
de cuya voluntad dependía todo, incluso todo lo que ocurría en el seno de la
Iglesia. El Parlamento no era más que la corte de justicia del rey. Ya en 1438
una asamblea del clero francés, reunida en Bourges para examinar las resoluciones del Concilio de Constanza, pide al rey que
apruebe y sancione sus acuerdos, a fin de que éstos adquieran vigencia en el
reino mediante esa aprobación. Como compensación de una posterior
condescendencia aparente, Luis XII obtuvo del papa el título de rex christianissimus.
La influencia del rey en la provisión de obispados y abadías era prácticamente
ilimitada. En 1516 esta situación quedó legalizada por un concordato. Con ello,
ciertamente, apenas se incrementó el poder del rey dentro de la Iglesia; mas
ahora no se basaba ya en una disposición interna francesa, como la Pragmática
Sanción de Bourges, sino en la autoridad del papa. En
el concordato éste había otorgado al rey el derecho de nombrar a todos los
obispos y abades del reino, y además se había declarado conforme con que todos
los pleitos, cuando no concerniesen a obispos, se tramitasen en la misma
Francia; también quedaban eliminadas todas las intervenciones papales en el
sistema de provisión de cargos (expectativas, reservaciones, etc.). El rey es
ahora «el primer personaje eclesiástico» del reino: con ello, sin embargo, se
obligaba también moralmente en cierto modo a nombrar buenos obispos. En los
siglos posteriores el confesor del rey propuso casi siempre a éste, para que
las nombrase, a personalidades muy respetables, mientras que, todavía en
tiempos de Enrique III, el favor real colocaba a muchos seglares al frente de
obispados y abadías. Mas, a pesar del concordato, siguió habiendo «anarquía en
las instituciones y en las costumbres» de la Iglesia (Imbart de la Tour); ésta se manifestaba en la ruptura de la unidad por grupos e
intereses, y en la lucha recíproca por conseguir un exceso de libertades.
Principalmente los patronatos sobre las instituciones eclesiásticas
desmembraban las diócesis, y el sistema de encomiendas destruyó toda vida autónoma
de las comunidades monásticas, de tal modo que las autorreformas quedaron siempre paralizadas necesariamente.
¡Cuán
distinta era la situación en el Imperio! En el siglo XV, durante el largo y
poco enérgico gobierno del emperador Federico III, habíanse acrecentado rápidamente en él la autonomía y el egoísmo de las autoridades
particulares. El Imperio apenas era más que una liga de príncipes, a los que
únicamente la corona imperial mantenía un poco unidos. Todos los intentos
realizados a comienzos del siglo para volver a movilizar la energía del
Imperio, fracasaron. Apoyándose en el collegium de los príncipes electores, el arzobispo de
Maguncia, Bertoldo de Henneberg, había intentado unir
de nuevo a los príncipes alemanes, estatuyendo una seguridad general, un
tribunal común (la Cámara Imperial) y unos impuestos comunes. Mas como los
príncipes no estaban dispuestos a realizar los sacrificios necesarios, el rey
Maximiliano pudo reformar el Imperio en provecho propio e impedir en su mayor
parte aquella reforma. El mando del Imperio volvió a disgregarse, y ni siquiera
consiguió imponerse de nuevo en las negociaciones de Carlos V con los Estados.
La división del Imperio en las diez circunscripciones de Maximiliano sólo
alcanzó importancia en el terreno militar, e incluso aquí no la tuvo más que en
las circunscripciones de la Alta Alemania. Y así, al comienzo de la Reforma
protestante, un emperador que tenía unos grandes bienes de la corona, los
cuales residían en su mayor parte fuera del Imperio, se enfrentaba a una Dieta
de celosos defensores de intereses particulares. En la elección imperial de
1519, el mismo príncipe elector de Maguncia llegó a decir que el Imperio era
una aristocracia (de príncipes), cuyo auténtico soberano era la Dieta. Se
pensaba ciertamente que la reforma del Imperio era una tarea que había que
realizar, pero ni siquiera Carlos V pudo llevarla a cabo. Sólo teniendo en
cuenta este trasfondo de la crisis constitucional alemana se hace comprensible
el peculiar comportamiento de las Dietas y de los príncipes al comienzo de la
innovación religiosa; sólo teniendo esto en cuenta pueden entenderse las
justificadas esperanzas de Francia de conseguir la corona imperial, y los
cohechos, que eran cosa casi diaria, y que culminaron en la traición de
Mauricio de Sajonia.
Tampoco
en el terreno de la política eclesiástica había conseguido Alemania alcanzar
aquel influjo que, en Inglaterra, en Francia y en España había llevado a la
formación de una Iglesia nacional. Es cierto que existían tendencias de esa
índole, pero sólo las alentaban príncipes y soberanos territoriales aislados.
En las más diferentes partes del país, tales tendencias consiguieron obtener
también amplísimos privilegios de la Curia. Apoyándose en ellos, o también sin
su ayuda, y siguiendo el ejemplo del vecino, los príncipes limitaban la
jurisdicción de los obispos, ejercían un auténtico derecho de inspección sobre
los clérigos que residían y los monasterios que radicaban en su territorio y
exigían controlar la administración de las riquezas de la Iglesia y las
indulgencias predicadas en territorio de su soberanía; cuando éstas iban
acompañadas de colectas, las consentían o prohibían teniendo en cuenta
únicamente puntos de vista financieros. Ya hemos visto antes cómo las ciudades
libres siguieron el ejemplo de los príncipes. Es cierto que, en general, y a
excepción de algunos obispados territoriales del norte y este de Alemania, la
provisión de las diócesis no estaba en manos de los príncipes. Tampoco el poder
central ejercía ninguna clase de influencia sancionada por leyes, al contrario
de lo que podía hacer el rey francés. La provisión de las diócesis se hacía más
bien, según el concordato de Viena de 1448, por elección de los cabildos, que
luego Roma aprobaba. Esta práctica estaba restringida por ciertas
reservaciones. Así, el papa proveía todos los cargos que habían quedado
vacantes por muerte de su titular si éste estaba en la Curia o al servicio del
papa, o aquellos otros en que la elección no había sido canónica, pero también
cuando la elección era válida, si un motivo razonable o el consejo de los
cardenales intervenía para que se nombrase a una persona más digna. Esta regla
tan flexible suscitaba muchas discordias. La Curia se había asegurado también
una cierta influencia en lo referente a la composición de las juntas electivas,
mediante el derecho de proveer la mitad de los beneficios que vacaban en los
cabildos (se dividía la provisión según el momento de la vacancia, y se hablaba
de «meses pontificios»). Además, cuando se cubrían puestos en iglesias
catedrales o en monasterios de varones, la Curia pedía una tasa por servicios,
y cuando se proveían todos los demás cargos eclesiásticos más importantes,
exigía las anatas. Esta reglamentación constituyó la base de las relaciones entre
el Imperio y la Iglesia hasta el año 1803. No se llegó a firmar un concordato
con el Imperio, como había pretendido el príncipe elector de Maguncia, Bertoldo
de Henneberg.
Esta
reglamentación, que era muy desventajosa en comparación con la de otros Estados,
hizo surgir en la práctica fenómenos grandemente perjudiciales en parte.
Algunos papas renacentistas intentaron incrementar más aún los derechos e
impuestos de Roma. La avaricia y la caza de cargos empujó a muchos clérigos hacia Roma, pues pensaban que en la Curia prosperarían de
modo especial. Todo esto creó un gran malestar en Alemania, un apasionado
sentimiento antirromano y anticlerical, que las
Dietas de príncipes y los sínodos de obispos fueron manifestando en numerosas
quejas contra Roma. Además de las quejas por el sistema de nombramientos y por
las exigencias de dinero, había otras también porque la apelación a Roma hacía
que los procesos quedasen sustraídos a la propia jurisdicción. Desde 1458, las
«Quejas de la nación germánica por el menoscabo de la Iglesia alemana»
desempeñaron un papel muy importante en numerosas Dietas, especialmente después
de que el humanista alsaciano Wimpfeling las compiló
en 1510, por encargo del emperador Maximiliano. Los gravamina,
que eran unas cien quejas particulares, no fueron tomados en serio por la
Curia, que no intentó atenderles; por ello se los empleó como medio de
agitación en las Dietas celebradas en los primeros tiempos de la Reforma
protestante. Las reclamaciones de los nuncios para que el Imperio interviniese
con su poder fueron acalladas.
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