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CAPITULO XEL DERECHO CANONICO DESDE DIONISIO EL EXIGUO HASTA YVO DE CHARTRES
Cuando
la Iglesia cristiana, durante el reinado de Constantino I, se convirtió en un
solo cuerpo visible y organizado, paulatinamente se fue haciendo sentir la
necesidad de un marco jurídico que permitiese definir los diversos poderes y
actividades. En las provincias orientales esta necesidad se satisfizo en cuanto
se tuvo conciencia de ella. En efecto, los concilios generales y provinciales,
que constituían un rasgo específico de la vida eclesial, publicaron leyes
disciplinares. Además, los códigos y los decretos imperiales, sobre todo a
partir del siglo VI, reconocían a la Iglesia visible como el elemento esencial
de la sociedad, y legislaban concediendo a este cuerpo un estatuto
privilegiado. Desde entonces, en Oriente, la legislación eclesiástica, en la
medida en que trataba de la organización y de la actividad de la Iglesia, fue
durante mucho tiempo una parte de la legislación civil, que era promulgada por
el emperador o por un concilio aprobado por él.
En
Occidente prevaleció una situación distinta. También aquí los concilios
generales y provinciales interpretaban y completaban las tradiciones antiguas.
Pero a partir del siglo IV, los papas manifestaron su autoridad con actas y
cartas que dictaban órdenes o respondían a consultas (lo que originó después
las «decretales», cuyo ejemplar más antiguo data del pontificado de Siricio,
384-398). Las generaciones siguientes reconocieron la validez de estas
decisiones en la medida en que no estaban anuladas por otras normas. Además,
los papas afirmaron en sus cartas el primado de que gozaban en materia de
disciplina y de moral y el privilegio según el cual podían acoger todas las apelaciones
que les dirigiesen las otras Iglesias.
Durante
mucho tiempo, las diversas fuentes de legislación eclesiástica estuvieron
diseminadas. Pero en el reinado de Teodorico (que en varios aspectos conoció un
florecimiento tardío de la potencia creadora de Roma en materia de filosofía,
liturgia y disciplina) resurgió el estudio del derecho canónico. Este
movimiento dio como resultado el trabajo del monje escita Dionisio el Exiguo,
que reunió diversas colecciones de decisiones conciliares y de decretales conocidas
con el nombre de Dionysiana. Este iba a ser el fundamento de todo el
derecho canónico posterior en Occidente. Durante los años que siguieron, el
derecho eclesiástico siguió diferentes caminos en Oriente y en Occidente. En
Oriente, la codificación establecida por Justiniano absorbió y racionalizó
todas las instituciones, tanto civiles como eclesiásticas. En Occidente, las
colecciones romanas comenzaron a introducirse en Italia y en la Galia. Pero
este movimiento se vio paralizado por la progresiva decadencia de la
civilización romana. Aunque en varios terrenos dio directivas y estableció
precedentes, el papa Gregorio I contribuyó poco a la promulgación y
unificación del derecho eclesiástico como tal. Por consiguiente, al comienzo de
nuestro período, las colecciones romanas establecidas por Dionisio y los otros
canonistas y las diversas colecciones de la Galia constituían un cúmulo
confuso de directrices. Sólo la Iglesia de España, cuya unidad y ortodoxia eran
recientes, continuaba celebrando a menudo concilios y publicando colecciones
como las múltiples versiones de la Hispana (hacia el 633). Algunas de
estas colecciones clasificaban cada sección según su procedencia y, dentro de
cada sección, seguían un orden rigurosamente cronológico. Así se iba avanzando
hacia una síntesis jurídica organizada racionalmente. La colección española
tenía también el mérito de ser con mucho la más rica de la Alta Edad Media.
Contenía cánones conciliares y diversas fuentes no utilizadas por Dionisio el
Exiguo.
Por la
misma época, la literatura de los penitenciales apareció en la Iglesia celta,
donde los obispos sólo ejercían una jurisdicción limitada y la vida monástica
representaba el ideal de la perfección cristiana. En principio, esos penitenciales
no tenían nada que ver con los textos de leyes. Servían al sacerdote para
administrar el sacramento de la penitencia y, sobre todo, para determinar la
cuantía del castigo o sanción que debía imponer. Sin embargo, como no existían
directivas oficiales, la literatura penitencial se aplicó para toda clase de
materias morales y disciplinares, como, por ejemplo, a todos los problemas de
parentesco e impedimentos concernientes al matrimonio, las uniones ilícitas,
así como a las cuestiones relacionadas con la recepción de los sacramentos.
Como los penitenciales respondían a las necesidades reales de una Iglesia que
practicaba una moral austera y la comunión frecuente, se extendieron por el
continente, gracias a los inmigrantes procedentes de las islas, que propagaron
el monacato celta. Pero como, por su misma naturaleza, expresaban únicamente
los puntos de vista de individuos particulares, con frecuencia diferían mucho
unos de otros en cuestiones importantes y a veces —por ejemplo, respecto a la
legitimidad del divorcio y las nuevas nupcias del cónyuge inocente— eran contrarios
a la doctrina y a la práctica habitual en la cristiandad continental. Así,
hacia fines de la época merovingia, el precepto y el uso conocieron una gran
confusión en Europa al norte y al oeste de los Alpes. Por el contrario, en
Roma, en Milán y en otras «ciudades» antiguas se mantenía la disciplina
canónica tradicional. En la Galia, junto a la Hispana y los
penitenciales, circulaban fragmentos de un derecho canónico alterado. La
desaparición de las asambleas conciliares y sinodales y la desintegración del
gobierno episcopal aumentaron aún más la confusión. Los inconvenientes
resultantes de esta situación preocuparon a Carlomagno, que veía en ellos
fuentes de desorden para su Imperio. Pidió, pues, el papa Adriano I unas
directivas. El papa le envió en el 774 una copia de la colección Dionysiana, que se promulgó para todo el Imperio en Aquisgrán el año 802. Esto señaló una
etapa. En adelante, el Imperio carolingio tenía sus fundamentos canónicos en un
código corto y practicable que exponía la antigua disciplina romana. Junto a la Dionysio-Hadriana, y fundida a veces con ella, existía la Hispana del siglo VII y sus adiciones tardías. Esta obra, en su redacción definitiva,
se conoce con el nombre de Dacheriana por su editor del siglo X, Lucas
de Achéry. Las dos obras reunidas constituían un corpus de la
legislación occidental y romana auténtica.
Tan
pronto como este derecho se hizo familiar en el Imperio carolingio, se vio
enriquecido por las famosas falsificaciones llamadas impropiamente, por el
título de la más importante, Falsas Decretales o Decretales
pseudoisidorianas. Los motivos que impulsaron a sus autores
pueden juzgarse diversamente, pero las Falsas Decretales constituyen la
manifestación más importante de la potencia intelectual que caracterizó a la
segunda generación de pensadores carolingios. Estos textos, tras varias épocas
de eruditas investigaciones, han sido despojados de las torcidas
interpretaciones —conservadora, polémica, histórica— que los envolvían. Sólo
pueden comprenderse cuando se han expuesto todas las circunstancias del momento
histórico en que se compusieron. Para Carlomagno, el Imperio era la ciudad de
Dios en la tierra, gobernada por él y servida por el clero. Bajo el gobierno más
débil de Ludovico Pío,
esta concepción fue asumida por los jefes de la jerarquía eclesiástica,
eruditos y conscientes. Pero había ya una diferencia importante: el emperador
pasaba a ser el servidor de los obispos y especialmente de los arzobispos, que
eran los verdaderos jefes de la ciudad de Dios. Sin embargo, el principal
problema que se planteaba inmediatamente a los dirigentes del clero en esta
época turbulenta era en realidad el de encontrar el mejor medio de protegerse a
sí mismos y de defender las propiedades de la Iglesia contra los ataques de los
potentados laicos. Por lo demás, los obispos eran muy conscientes de los
peligros que fácilmente podían ocasionarles metropolitanos muy poderosos. A
estos problemas les dieron una solución algunos clérigos, poco numerosos, pero
muy activos y competentes, que establecieron un cuerpo de legislación civil y
canónica que completaba e integraba el cuerpo de leyes ya existente. Sus obras
consisten en cuatro colecciones principales: una versión aumentada y, en parte,
falsificada del código español, llamada Hispana de Autun por la
procedencia de un célebre manuscrito; los Capitula de Angilramne; las Falsas
Capitulares y las Falsas Decretales. Los Capitula de Angilramne son un breve tratado del procedimiento criminal concerniente a los
eclesiásticos, que se atribuyó al papa Adriano I. Las Falsas Capitulares son, evidentemente, obra de Benito de Maguncia. Se encuentran en ellas
numerosas adiciones a la legislación de Carlomagno y de Ludovico Pío, las
cuales defienden la autoridad y la libertad eclesiásticas y completan la
pequeña colección de capitulares auténticas fijada por Ansegise en la línea que
éste deseaba. Las Falsas Decretales, que son con mucho el documento más
importante e influyente, se atribuyen a Isidoro Mercator (es decir, a Isidoro de
Sevilla). Tratan también de las libertades de la Iglesia; pero de hecho hablan
sobre todo de los poderes del obispo e, indirectamente, de los poderes del
papa, a quien pertenece la jurisdicción completa, directa, última, general y
personal sobre toda la Iglesia. Estos poderes se exponen en dos series de
cartas, todas falsas, que se atribuyen a los papas antiguos, desde Clemente I a
Melquíades por una parte y desde Silvestre I hasta Juan III por otra. Estas
cuatro colecciones tienen en diversas proporciones cierto contenido verídico y
auténtico, textos originales citados en extracto, manipulados y edulcorados, y
falsificaciones evidentes. Como ningún contemporáneo discute estos documentos
ni menciona sus autores, los motivos de su redacción ni su fecha, queda aquí
abierto un vasto campo al ingenio de los historiadores críticos. La fecha puede
deducirse del análisis del contenido, si se conocen las circunstancias generales
de la época. Nos inclinamos a pensar que los autores fueron un pequeño grupo de
clérigos que trataban de librar a la Iglesia de Roma de los ataques y abusos de
los señores temporales y de afirmar la disciplina canónica tradicional contra
las tendencias y las irregularidades del cristianismo celta. Más en concreto,
proclamaban el derecho de los clérigos a ser juzgados por un tribunal
eclesiástico y el derecho de los obispos a apelar ante la Santa Sede contra las
decisiones del metropolitano. Uno de los aspectos más notables de su ideología
reside en la exaltación de los poderes, las prerrogativas y la supremacía del
papa. Sin embargo, es indudable que los medios romanos no tomaron parte en la
redacción de estas colecciones y que ni siquiera las conocieron. Se exaltaba el
papado y se destacaban sus prerrogativas sencillamente para proteger la libertad
de todo el clero frente al dominio temporal que por esta época había ganado
terreno, según sabemos.
No hay
ninguna prueba interna explícita de la procedencia de esas obras. Después de
descartar unánimemente a Roma como posible fuente, los eruditos modernos han
propuesto sucesivamente los nombres de tres localidades que podrían haber
albergado al grupo de los redactores: Reims, Le Mans y la
corte de Aquisgrán. En Reims, el famoso arzobispo Hincmaro mantuvo una serie de
controversias en las que pudieron serle útiles las Falsas Decretales. Le Mans era una
diócesis amenazada por el agresivo duque bretón Nominoé. La corte imperial daba
asilo a un grupo de clérigos instruidos que pudieron ser testigos de los recientes
avances de la secularización. La mayor parte de los eruditos actuales está a
favor de Reims; pero no
puede descartarse por completo la corte imperial. Fueran quienes fuesen, los
autores —probablemente muy pocos— trabajaron rápidamente y dispusieron de
notables fuentes documentales, escriturarias y canónicas, auténticas y
apócrifas. Manifestaron también gran sensatez en la elección y composición de
los textos. Las Capitulares están compuestas sobre todo de documentos
ya existentes, cuyo tenor y fecha se han manipulado; las Decretales, en
cambio, son puros inventos. El autor procura dar cierta verosimilitud a la obra
inventando gratuitamente textos referentes a cuestiones teológicas y otras que
no tienen relación con el asunto principal. La fecha del corpus completo
puede fijarse, por razones de crítica interna, alrededor del año 850.
Conociendo
las condiciones históricas de la época, puede afirmarse que las falsas
colecciones son obras muy logradas. Durante siete siglos se tuvieron por
auténticas. Como ocurrió con otras falsificaciones de la misma época, algunos
contemporáneos expresaron sus dudas respecto a ellas. Pero una vez en circulación,
los textos estuvieron protegidos contra el espíritu crítico de que aquella
época era capaz. Nada prueba que no consiguieran su primer objetivo, es decir,
sostener al clero en medio de la decadencia general del Imperio, ni que Roma no
hiciese uso inmediato del obsequio que le ofrecían. En realidad, se sabe que
Hincmaro y Nicolás I utilizaron la obra de Isidoro con prudencia. Sin embargo,
las colecciones se divulgaron progresivamente. Las Decretales, en
particular, fueron copiadas innumerables veces. Pero es cierto que, lejos de
haber sido responsables de las falsificaciones, los medios romanos las
utilizaron poco a poco. Dos siglos después, los publicistas del partido
pontificio de la reforma y los papas mismos encontraron en las
pseudoisidorianas un arsenal de textos para defender sus ideas. En esta época
no podía demostrarse la falsificación y, en la práctica, no se pensó en tal
posibilidad. Los pasajes más convincentes, originales o falsos, fueron
copiados e insertados en todas las colecciones antes de ser declarados
canónicos por Graciano.
Esta
colección de documentos falsos, quizá la más vasta y afortunada de todas las
falsificaciones de la Edad Media, no se compuso originariamente, como se ha
dicho, para apoyar las pretensiones pontificias. Las pseudoisidorianas no
introdujeron ningún derecho que no formara ya parte del programa pontificio tal
como fue fijado por varios grandes pontífices, desde León I a Nicolás I. Aunque
los documentos se encontraran en Roma desde 854 y fuesen utilizados por
Anastasio el Bibliotecario, no influyeron en el desarrollo de las ideas ni en
el curso de los acontecimientos. Como se ha dicho con razón, los falsificadores
querían sostener y explotar en provecho propio la doctrina tradicional y
aceptada de la supremacía pontificia, pero no inventaban ninguna ideología. «Lo
que inventaron fue el decreto que iba a proporcionar 'pruebas’ a esa
ideología». Antes y después de publicarse las Falsas Decretales, la
curia romana defendió su causa con firmeza e independencia. Sin embargo, contribuyeron
no sólo a consolidar, sino también a establecer la tradición canónica en muchos
aspectos de los procedimientos judiciales, como el derecho para todos de apelar
a Roma, la extensión del privilegium fori, que otorgaba a los clérigos
el derecho a ser juzgados por un tribunal eclesiástico, la protección de los
acusados frente a cualquier violencia y expoliación antes de ser condenados.
Durante
los dos siglos transcurridos entre las pseudo-isidorianas y la reforma
gregoriana aparecieron varias colecciones importantes. Todas se asemejaban en
la prolijidad, en la falta de orden y en un contenido procedente de todas las
fuentes utilizables. Podemos citar la colección llamada Collectio Anselmo
Dedicata (885-890), compilación de tendencia pontificia, que fue compuesta
en Milán o en sus cercanías y que se sirvió de documentos falsos; la colección
de Abón de Fleury (hacia
el 990), también de marcada tendencia pontificia, y sobre todo el Decretum de Burckhard, obispo de Worms (compuesto en el 1008-1012). Esta última colección,
imponente e influyente, aprovechó todas las fuentes, incluidas las Falsas
Decretales. El mismo Burckhard introdujo numerosos cambios y
falsificaciones. Era obra de un reformador celoso de la libertad de la
Iglesia, pero también de un amigo de Otón III y Enrique II; aun proclamando la
supremacía pontificia en materia de doctrina y de jurisdicción, Burckhard
trataba en realidad al papa como a un personaje insignificante. Opinaba que el
obispo de la diócesis era la columna de la sociedad espiritual y temporal.
Aunque denunciaba la secularización, admitía la propiedad laica de las iglesias (Eigenkirchen). De hecho, Burckhard es un reformador sincero que actúa
dentro de las estructuras existentes en la sociedad. Su obra es tendenciosa en
algunos aspectos. Omite todos los textos que fundamentan la soberanía de Roma y
no vacila en silenciar, alterar o interpolar los textos que no se ajustan a sus
opiniones. Sin embargo, su personalidad, la posición que ocupó en el Imperio y
el volumen de su obra dieron a sus escritos una publicidad que duró un siglo.
La
generación que siguió a Burckhard asistió a una evolución profunda. Los
partidarios de lo que se llamó la reforma gregoriana buscaron en la antigua
disciplina de la Iglesia romana las fórmulas y textos que podían autorizar su
programa. Hicieron investigaciones en todos los archivos de Italia para reunir
las declaraciones pontificias y conciliares. Descubrieron así gran cantidad de
materiales y esto hizo posible el estudio universitario y crítico del derecho
civil y del derecho canónico. El Authenticum, las Novelas y las Pandectas de Justiniano formaban parte, probablemente, de la documentación hallada. Sin
embargo, el primer objetivo de los reformadores era reunir colecciones de textos
relacionados directamente con los problemas que querían resolver, tales como la
soberanía pontificia, la libertad de la Iglesia y el celibato de los sacerdotes.
Antes de ser papa y después de serlo, el cardenal Hildebrando —Gregorio VII—
impulsó a algunos colegas a recopilar varias compilaciones. Una de las
primeras fue la llamada Colección de los 74 títulos (hacia el 1050); compuesta
para defender los intereses pontificios, contenía una selección de textos de
Gregorio Magno y de las Falsas Decretales. Esta obra se incorporó más
tarde a varias colecciones. Hubo otras compilaciones más elaboradas. Citemos
entre ellas las obras de Anselmo de Luca (hacia el 1083), del cardenal
Deusdedit (hacia el 1087) y de Bonizo, obispo de Sutri, junto a Piacenza (hacia
el 1085). Los dos primeros eran partidarios decididos de la reforma gregoriana;
Bonizo era un fanático. La obra de Anselmo iba a eliminar del derecho canónico
todos los elementos celtas, francos y germánicos, y a introducir de nuevo los
decretos Di romanos no utilizados
hasta entonces. Anselmo expone un poderoso arsenal de declaraciones
pontificias contra la simonía, el matrimonio de los sacerdotes y la propiedad
laica de los dominios eclesiásticos. El cardenal Deusdedit concentra su
atención en el problema de la supremacía, los poderes y las posesiones de la
Sede romana. Los Dictatus papae, que constituyeron el programa de Gregorio
VII, proceden del trabajo de estos autores y, quizá, se basan en él.
A pesar
de su influjo, estas colecciones no eliminaron todas las resistencias. Hubo
quienes continuaron copiando a Burckhard y a sus predecesores o escogiendo los
textos más favorables a las pretensiones imperiales. La actividad de los
canonistas se desplegó por el norte de Italia, Francia y Alemania occidental.
Partidarios del papa o del emperador, o autores neutrales, copiaron y ampliaron
las colecciones sin mejorar su presentación en el aspecto crítico ni en el
metodológico. Lanfranco, por
ejemplo, que enseñó en la abadía del Bec y fue reformador, sin ser por ello
partidario del papa ni del emperador, formó una buena compilación de diversos
cánones partiendo de materiales sacados de la Dionysio-Hadriana y de
las Pseudoisidorianas, colección que utilizó para reformar a la Iglesia
de Inglaterra.
A fines
del siglo XI se produjo un cambio con Yvo de Chartres (obispo desde 1091 hasta 1116).
Yvo, cuya obra estudiaremos después más ampliamente, reunió sus colecciones
durante los primeros años de su episcopado, es decir, hacia el 1093-1094.
Escribió primero el Decretum, pesada compilación de textos procedentes
de Burckhard, de la legislación carolingia y de otros lugares. Tenía con esto
una reserva de la que extrajo una enciclopedia de derecho canónico, breve,
metódica y sumamente popular, conocida con el nombre de Panor-mia (hacia el 1095). Yvo tuvo gran importancia; por temperamento y por decisión
personal era moderado; por principio trabajaba como hombre político. Teniendo
preocupaciones concretas en el mundo tal como era, predicó el respeto mutuo y
la ayuda recíproca que debían prestarse el trono y el altar, lo cual implicaba
ciertos compromisos en puntos secundarios. Urbano II, su contemporáneo,
llegaba a las mismas conclusiones al ejercer su facultad de dispensar y distinguir
entre la legislación inmutable y la reformable. Por la misma época, el
movimiento teológico francés, que había entablado un debate sobre los sacramentos,
ampliaba el campo del derecho canónico. Gracias a los métodos dialécticos y
críticos, las escuelas empezaron a establecer los principios generales de los
cánones y a eliminar sus contradicciones aparentes. Es indudable que Yvo empleó
el método sic et non varios años antes que Abelardo. En esta época, el
derecho civil tuvo un rápido crecimiento; era la primera disciplina intelectual
que se organizaba en técnica y en método de enseñanza. Las tendencias
históricas de la época, las exigencias del papado ya renovado y de los obispos
de todo el Imperio, las rivalidades entre los tratadistas de derecho civil, el
desorden y confusión de los materiales, todo estaba reclamando una racionalización.
La respuesta a esta necesidad la encontró el monje y profesor boloñés Graciano.
CAPITULO XIEL CULTO
PUBLICO Y LA PIEDAD
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