Cristo Raul.org |
CAPITULO XXVII
LOS MENDICANTES
Origen
y expansión
Inocencio
III y otros testigos autorizados deploraban en toda Europa la crisis siempre
creciente de la vida pastoral y espiritual, la decadencia de la vida religiosa
desde el punto de vista de la calidad y de la práctica, las necesidades de las
ciudades en auge y la expansión de la herejía entre la burguesía. No podían
prever el nuevo movimiento que iba a convertir el siglo XIII en una época de
celo apostólico y de intensa vida intelectual, en el curso de la cual iba a surgir
un nuevo modelo de piedad con un desbordamiento de gracia mística.
Hemos
señalado la aparición de grupos de hombres y mujeres en las ciudades que
practicaban la pobreza y celebraban reuniones de oración y predicación.
Algunos cayeron en la herejía. Otros se libraron de ella gracias a Inocencio
III, que, con amplitud de espíritu, rehusó tratar como herejes a los que
querían permanecer en la Iglesia. Así, pues, la pobreza y la predicación
estaban ya al orden del día. Pero san Francisco y santo Domingo no se limitaron
a propagar un movimiento ya existente. Domingo tenía más edad que Francisco y
recibió antes que él aprobación oficial. Francisco tenía una personalidad y un
mensaje que parecían absolutamente nuevos e irresistibles. Fue él quien creó la
imagen y la vocación del mendicante. Además, Domingo siguió siendo un hombre de
su época, a pesar de su santidad y de su perspicacia poco
comunes. Francisco es una de esas personalidades que cambian el rumbo de
la historia. Abrió perspectivas nuevas en el mundo que lo rodeaba, en el
espíritu de los hombres, en el mensaje evangélico y en la religión personal de
multitud de cristianos. Aun siendo profundamente medievales, san Bernardo, san
Francisco y Dante, fueron los tres creadores de los que el mundo moderno ha
extraído algo de su espíritu y en los que el hombre moderno se reconoce un
poco.
Francisco
(1181/82-1226) era hijo de un rico comerciante de Asís. Dejó su juventud
alegre, su bienestar económico y sus esperanzas en la carrera de las armas para
hacerse ermitaño. Fue luego obrero ambulante y al fin un sencillo predicador.
Pronto se le unieron otros. La primitiva fraternidad vivía en pobreza total,
ajustándose a ciertos textos evangélicos. Los frailes trabajaban para vivir y
no tenían residencia fija. Predicaban la penitencia (es decir, la conversión
moral) y se amaban fraternalmente. Tras una primera repulsa, el proyecto de
Francisco recibió la aprobación verbal de Inocencio III en 1210. Al principio,
Francisco no tenía intención de fundar una organización; pero como poseía una
personalidad fascinante e invitaba a un estilo de vida al que aspiraban
confusamente infinidad de personas, atrajo a las muchedumbres de Italia central.
Entonces fue preciso dar al movimiento una especie de regla formal y el
carácter de una institución. En 1217 se establecieron «provincias» con «ministros».
Varios grupos de frailes partieron de Italia en viaje de misión y atravesaron
los Alpes. Francisco se opuso a toda forma de organización más estructurada y
marchó a Palestina. En su ausencia, los frailes que tenían la responsabilidad
del movimiento lograron que Honorio III publicase una bula que imponía un año
de noviciado, la profesión formal de votos y el control de la predicación.
Francisco, que había dejado ya el gobierno directo de los frailes, luchó contra
esta legislación. Pero, presionado por los hechos, redactó una Regla (llamada Regula
prima) en 1221 que expresaba su ideal con la mayor exactitud posible. Esta
Regla pareció excesivamente rigurosa y poco completa a los hombres de formación
jurídica que estaban entonces al frente de los frailes. Francisco escuchó
impávido tales críticas durante bastante tiempo; pero acabó por redactar otra
Regla (llamada Bullata, 1223), que era más breve, pero contenía detalles
nuevos concernientes a la organización y omitía algunos pasajes de los evangelios
que los dignatarios de la orden habían encontrado demasiado severos. Existían
entonces tres embriones de grupo en los que iba a concentrarse toda la historia
de los frailes menores durante un siglo: el grupo de los «primeros compañeros»,
resueltos a seguir el evangelio íntegra y literalmente; el partido de los
«ministros», que quería sacrificar la sencillez en provecho de un gobierno
fuerte y eficaz; otro partido de hombres instruidos y celosos que querían una
regla firme, pero también la posibilidad de intervenir en las actividades
espirituales y pastorales de la época. Víctima de la enfermedad y de los
sufrimientos que acompañaron a la aparición de los estigmas en 1224, Francisco
se alejó de sus hermanos llevando consigo solamente a un grupo de compañeros de
la primera hora. Murió en Asís en 1226, poco después de redactar el Testamento, en el cual repetía con absoluta sencillez la prohibición de riquezas y
privilegios y su desconfianza de la cultura.
Mientras
los frailes menores suscitaban el entusiasmo de las masas, los frailes
predicadores se establecieron en el Languedoc. Domingo, canónigo regular de
Osma, que había salido de España en compañía de su obispo para ir a predicar a
los paganos de las Marcas danesas, encontró su vocación trabajando entre los
albigenses. En 1205-1207 había reunido compañeros y fundado un convento de
monjas. Fue a Roma en 1215, inmediatamente después de que el Concilio de Letrán
hubiera prohibido la fundación de nuevas órdenes. Inocencio III aprobó el
proyecto de Domingo y le aconsejó escoger una Regla ya
existente. Naturalmente, Domingo escogió la de san Agustín. La legislación de
los dominicos se estableció sobre esta estrecha base; pero a partir de 1218 el
fundador amplió el ámbito de su orden. Debía ser una orden de clérigos bien
formados en teología; su objetivo principal, después de la santificación
propia, iba a ser la predicación de la doctrina católica dondequiera que se
advirtiese la necesidad de ello. Constituía una novedad en Europa el que simples
sacerdotes se formasen para la predicación y se consagrasen a ella. El
predicador ex officio era
el obispo. Pero Inocencio comprendió las necesidades de la época y dio su
bendición a los frailes predicadores. Los Capítulos de 1216 y 1220
perfeccionaron detalladamente las constituciones de la orden. Ante todo se estableció
un régimen semimonástico en las casas de los frailes. Después se puso a punto
un sistema de formación teológica: cada casa tuvo su doctor; cada provincia,
su centro de estudios, y la orden tuvo sus centros de estudios superiores en
París, Oxford, Colonia, Montpellier y Bolonia. Al mismo tiempo se fijó un sistema
complejo de representación y de elección para los capítulos conventuales,
provinciales y generales. Al frente de la orden había un maestro general. Ese
sistema tenía un carácter original: superiores temporales en todos los niveles
jerárquicos, excepto en el supremo; un comité dotado de plenos poderes en los
capítulos provinciales; un capítulo general cuyos miembros elegidos estaban en
funciones dos años de cada trienio. Esto significa el abandono de los
principios del gobierno paternal en favor de un sistema de dirección en que los
hombres se elegían en función de sus cualidades de administradores y de su
nivel de instrucción. Podemos casi decir que Domingo inventó el sistema moderno
del gobierno por comités.
Francisco
no había querido fundar una orden. Al principio, Domingo no pensaba que sus
discípulos se convertirían en frailes. Pero veinte años después de la muerte de
los fundadores, las dos organizaciones, para un observador superficial, sólo
diferían en el color del hábito. Los dos santos se conocieron y se admiraron
mutuamente. Los discípulos de ambos se cruzaron en los caminos de Europa. Se
ha dicho que los frailes menores transformaron a los predicadores en frailes
mendicantes, en tanto que los predicadores transformaron a los frailes menores
en una orden dedicada al estudio. Las dos órdenes rechazan esas afirmaciones,
que, formuladas de forma tan radical, son discutibles. Ciertamente, Domingo
escogió la pobreza para su orden antes de haber recibido el influjo directo de
los franciscanos. Es más justo decir que ambas órdenes fueron modeladas de
acuerdo con las necesidades y las ideas de la época. Ambas se instalaron rápidamente
en las ciudades universitarias: los predicadores para enseñar y los frailes
menores para llamar a las almas al servicio de Cristo. Constituyeron un poderosa atracción para los profesores y alumnos mejor
dotados. En unos años, las casas de mendicantes llegaron a albergar a los
teólogos más famosos de Europa. De cada orden surgió una gran personalidad que
fue modelo para las generaciones futuras. Con su Vida de san Francisco y
las constituciones de Narbona (1260), san Buenaventura sancionó la práctica de
la via media entre
el Testamento y una interpretación laxista. Aunque nunca participó en la
dirección de su orden, santo Tomás de Aquino dio en sus obras
Las
primeras órdenes de mendicantes tuvieron numerosos imitadores, lo mismo que los
cistercienses un siglo antes. En particular, dos organizaciones entraron en su
esfera de influencia. La primera estaba constituida por grupos de ermitaños del
monte Carmelo que, tras ser expulsados de Palestina por los sarracenos, se
habían establecido en Sicilia, Italia, España y sobre todo en Inglaterra. Poco
a poco, esos grupos adoptaron el espíritu y el programa de los mendicantes y
una constitución análoga a la de los dominicos. La segunda organización estaba
formada por grupos de ermitaños de Italia que varios papas —entre ellos
Inocencio IV y Alejandro IV— habían unificado y constituido en orden
mendicante (1256): los ermitaños de san Agustín. También ellos se asimilaron
rápidamente a los demás. Surgieron otros grupos pequeños más o menos
considerables. Hay que mencionar entre ellos a los frailes de la Santa Cruz.
Las
tribulaciones y vicisitudes de los frailes menores, que atraen inevitablemente la
atención de los historiadores del siglo XIII, no deben hacernos olvidar la obra
sólida e incluso brillante que realizó la orden. Prescindiendo de las escuelas,
en las que, junto con los dominicos, destacaron en la vida intelectual europea,
los franciscanos fueron los misioneros más audaces y eficaces de toda la Edad
Media. Penetraron en China, donde mantuvieron durante más de un siglo una
Iglesia floreciente con una jerarquía parcialmente indígena. Hubo frailes que
marcharon individualmente a regiones situadas en los límites de la cristiandad.
Gracias a su predicación y a su dirección espiritual, por medio de la «orden
tercera» seglar, consagrada a la penitencia, en menos de un siglo ejercieron un
influjo benéfico en todos los países de Europa. Los mendicantes, en particular
los franciscanos, siempre han sido muy numerosos y han vivido en estrecha
intimidad con la gente del pueblo. Desarrollaron los brotes latentes de la
espiritualidad laica e introdujeron las prácticas religiosas en las familias
urbanas. Fueron parte integrante de la vida social de los siglos XIII y XIV y,
especialmente los franciscanos, estuvieron presentes en todas partes.
Los
dominicos, menos numerosos, fueron también casi omnipresentes; pero el carácter
más conventual de su organización y su dedicación al estudio teológico les dio
cierto sello monástico. Desde los primeros tiempos fueron utilizados por los
papas como emisarios y por los reyes como confesores. En las cortes del siglo
XIII desempeñaron un papel análogo al de los jesuítas en la época de la
Contrarreforma. Por su ortodoxia rígida, por sus excelentes constituciones,
por su culto de la facultad racional, estuvieron al abrigo de las ambiciones,
dificultades y discusiones que agitaron a los franciscanos.
Las
otras dos órdenes, los carmelitas y los ermitaños de san Agustín, no
adquirieron el estatuto de órdenes internacionales completamente organizadas
hasta la segunda mitad del siglo xiii. El período en que ejercieron mayor influencia fue, como veremos, el siglo XIV.
A pesar de algunas características originales en la organización, hubo escasas
diferencias entre estas dos órdenes en lo concerniente al espíritu, la obra y
el ideal; tampoco existió gran contraste entre ellas y las precedentes.
Llegaron más tarde y, como es natural, influyeron menos en el período creador
de la teología escolástica; de todas formas, su contribución fue notable.
Igual
que había ocurrido con los monjes, el ideal de los mendicantes atrajo también a
las mujeres. Antes de la fundación de los frailes predicadores, santo Domingo
había establecido ya las hermanas de Prouillé junto a Toulouse. Estas
religiosas ayudaron a los dominicos con la oración y la asistencia. También
santa Clara de Asís y sus primeras compañeras pronunciaron sus votos ante
Francisco cuando la fraternidad era aún muy reducida. Las damas pobres o
clarisas se transformaron más tarde en una orden contemplativa muy austera.
Existe un fuerte contraste entre los primeros discípulos de san Francisco
—siempre en movimiento y sin vida comunitaria institucionalizada— y la vida
conventual y de clausura (podría añadirse «convencional») de las religiosas. Es
evidente que el siglo XIII no hubiera podido tolerar religiosas sin clausura.
Pero san Francisco dio pruebas de su amplitud de miras y de su espíritu
fundamentalmente no revolucionario, aceptando —al menos en este terreno— que
sus hermanas viviesen la vida «monástica» tradicional. Los carmelitas no aparecieron
hasta el final del siglo XIVy no alcanzaron gran prestigio hasta que los
reformó santa Teresa en España.
Los
mendicantes despertaron la conciencia misionera de la Europa cristiana.
Atrajeron la atención del papado sobre el campo de misión que representaban el
Islam y el Oriente. Santo Domingo se disponía a evangelizar a los paganos de
Europa septentrional cuando emprendió la obra de su vida en el Languedoc. San
Francisco había ido a Egipto para convertir al sultán, y los primeros franciscanos
fueron incitados a evangelizar entre los moros y musulmanes. Las dos órdenes
establecieron provincias en Tierra Santa (los franciscanos en 1220 y los
dominicos en 1228). Dominicos y franciscanos aprendieron el árabe para evangelizar
a los moros. Bajo la dirección de fray Elias, los frailes menores se extendieron
hacia Georgia, Damasco y Bagdad. Los dominicos les siguieron poco después a
Siria y a Persia. Las dos
órdenes penetraron en Marruecos, donde ambas tuvieron sus mártires durante los
primeros años. En el momento de la invasión mongólica de 1241, el papa encargó
a los mendicantes predicar la Cruzada. Cuatro años después, el franciscano
Juan de Plano Carpino fue enviado por Inocencio IV al gran khan de Karakorum, en Mongolia, al sur
de la actual Irkutsk. Dos años más tarde llegó fray Guillermo de Rubrouck,
enviado por san Luis. Luego llegaron otros y lograron conversiones en China,
donde se creó un arzobispado con diez obispados sufragáneos. Los papas de
Aviñón, sobre todo Juan XXII, concedieron constante atención al campo de misión
de Asia. Se establecieron Iglesias en Persia, con un arzobispo en Turquestán y
en la India. Durante más de un siglo, hasta el advenimiento de Tamerlán (1369),
existió un tenue lazo comercial y religioso a través del Asia Central, y China
pudo entrever por segunda vez en qué consistía el cristianismo. Las distancias
y las invasiones rompieron ese vínculo. Las comunidades de Oriente
sucumbieron. Pero los numerosos frailes que atravesaron territorios enormes
para ir a pueblos desconocidos y lograron conversiones, a pesar de las
dificultades que presentaban lenguas y costumbres extrañas, figuran entre los
misioneros más notables y más audaces de la historia de la Iglesia.
Controversias
Al siglo
XIII se le ha llamado, con razón, época de los mendicantes. Por medios
diferentes, pero complementarios, san Francisco y santo Domingo dieron a la
Iglesia una forma nueva de vida religiosa que gozó de un éxito inmenso y
duradero. Este ideal atrajo un nuevo género de candidatos que, a su vez, inspiraron
el apostolado entre los seglares, herejes y paganos. Los mendicantes no sólo
salvaron a la Iglesia occidental de sus tendencias a la herejía y el cisma,
sino que con su celo en la predicación, confesión y dirección de las almas
dieron una fuerza nueva al pueblo cristiano y fueron poderosos agentes de
progreso espiritual y de unidad social. Así compensaron de forma invisible la
influencia creciente del legalismo y las motivaciones políticas que imperaban
en las altas esferas de la Iglesia. Además, los mendicantes desempeñaron un
papel decisivo en la maravillosa floración de teólogos que se produjo en las
escuelas. También en el dominio del espíritu ejercieron una doble influencia.
Volvieron a presentar, sobre todo san Francisco y sus primeros compañeros,
ante la conciencia cristiana la vida terrena de Cristo con su amor, su pobreza
y sus sufrimientos. Hicieron de este ideal un modelo que había que seguir hasta
las últimas consecuencias. Dieron, al mismo tiempo, una expresión teológica al
mensaje de Cristo para que fuese anunciado en toda la cristiandad. Son
innumerables y sumamente beneficiosos los servicios prestados por el ejército
de mendicantes de las cuatro órdenes entre el IV Concilio de Letrán y la gran
peste. Hay que tenerlos siempre presentes cuando se estudia la evolución de la
Iglesia en esta época.
Pero, al
mismo tiempo, hombres como los demás, los mendicantes se vieron envueltos en
una serie de controversias lamentables. Se unieron contra los obispos y las
Universidades, lucharon unos contra otros en bandos rivales o sembraron la
división en sus respectivas órdenes por problemas teóricos y prácticos. En
particular, los franciscanos se vieron desgarrados por la disensión. En el
siglo XIII, su historia fue en muchos aspectos una tragedia atravesada con frecuencia
por ráfagas de heroísmo y santidad.
San
Francisco nunca había tenido intención de fundar ni de organizar una «orden»
estructurada. Sus compañeros formaron una fraternidad. Al tener a su alrededor
un grupo numeroso, cedió a las presiones y a la necesidad, pero lo hizo contra
sus convicciones más profundas. Finalmente predicó y exigió una pobreza total
(prohibiendo todo contacto físico con el dinero), una sencillez material e
intelectual absoluta, una sumisión completa al papa y a los obispos y la
imitación literal de Cristo pobre y crucificado. En su Testamento reiteró su mensaje: renuncia a toda propiedad y a todo privilegio, observancia
de la Regla al pie de la letra. Durante más de un siglo la historia interna de
la orden estuvo determinada por el duro enfrentamiento entre los que querían
juzgar todas las actividades según el criterio de la Regla y del Testamento y los que querían adaptar la Regla y prescindir del Testamento para
responder a las exigencias de la obra que debían realizar. En la primera fase,
bajo el influjo de clérigos instruidos que habían ingresado en la orden, la
organización flexible de mayoría laica, y compuesta de predicadores ambulantes,
acabó por transformarse en orden religiosa rigurosamente organizada, formada
principalmente por estudiantes e instalada en conventos libres por privilegio
de toda intervención episcopal. Los papas canonistas contribuyeron mucho a
suprimir los obstáculos que ponía la Regla. Así, Gregorio IX, en la bula Qúo
elongati de 1230, declaró que el T'estamento no tenía valor de una
regla y que los frailes podían recibir limosnas por medio de un agente (nuntius) y tener dinero en reserva en casas de amigos (amici spirituales). En
1231, la bula Nimis iniqua dio a los frailes completa libertad en este
punto. Desde que llegaron a París y a Oxford (1231) se dedicaron a estudios
teológicos. En 1239, tras la caída de fray Elias, la orden fue estructurada
desde la base a la cumbre y adoptó la forma de una organización internacional
con definidores (que constituían un consejo legislativo) y cargos elegidos como
los de los dominicos. A partir de 1242 aproximadamente sólo se podía elegir a
los eclesiásticos para ocupar cargos. Pronto desapareció prácticamente el
elemento laico para reaparecer más tarde en formas más convencionales.
Aunque
salvaguardando la letra de la Regla al declarar que las propiedades de la orden
pertenecían a la Santa Sede y estaban exentas de todo control episcopal (Ordinem
vestrum, 1245), Inocencio IV cambió el espíritu y la letra de la Regla
estableciendo (Quanto studiosius, 1247) en cada región
«procuradores» para la administración financiera. Alejandro IV reiteró en 1258
los numerosos privilegios con la bula que recibió el nombre de «el Océano» (Mare magnum). Esta
apertura no dejó de encontrar protestas. La orden rechazó Ordinem vestrum. Desde entonces hubo una fuerte minoría cuyo núcleo estaba formado por frailes
ermitaños italianos, dirigidos por un grupo de los «primeros compañeros».
Fueron denominados extremistas o zelanti y se distinguieron de los
«conventuales». San Buenaventura (1221-1274) salvó a la orden del cisma que la
amenazaba. En efecto, escribió un comentario de la Regla, una Vida edulcorada de san Francisco y redactó las constituciones aprobadas en el
capítulo de Narbona (1260). Estableció así una via media entre
el laxismo y el rigorismo y trazó el ideal del «empleo moderado» (usus pauper) de todas
las cosas. Se suele considerar a san Buenaventura como segundo fundador de la
orden; además, su enseñanza siempre ha sido considerada normativa entre los
franciscanos. Pero, desde el punto de vista histórico, sería más exacto afirmar
que el santo, habiendo aceptado los cambios esenciales realizados ya, los sistematizó
para definir un estilo de vida que conservaba con san Francisco más bien un
vínculo de inspiración que de dependencia directa. Buenaventura interpretó la
Regla según el criterio de las declaraciones y dispensas pontificias y no en
función del Testamento de san Francisco. Sancionó la vida «conventual»,
más monástica que eremítica. Se mostró tan enemigo de la relajación como del
rigorismo. Predicando el «uso moderado» y una práctica de la pobreza espiritual y
relativa más bien que material y absoluta, puso las bases de la controversia
que después de su muerte iba a desgarrar a la orden y cincuenta años después a
toda la Iglesia de Occidente. La via media sólo
tuvo el vigor que le infundía la presencia del santo. Al desaparecer él, los
laxistas y los espirituales —como les llamaban— fueron ganando terreno a costa
de la «comunidad». El ideal de pobreza, personal y colectiva, decayó
rápidamente. Los frailes adquirieron propiedades; la orden aceptó rentas y
construyó grandes iglesias. Dentro y fuera de la orden se impugnó la doctrina
de la pobreza. En respuesta a tales ataques, Nicolás III redactó la bula Exiit
qui seminat (1279), en la que se afirma el carácter evangélico, realizable
y meritorio de la renuncia a toda propiedad. Prohibió también seguir
discutiendo el problema. Sin embargo, por la bula Exsultantes in Domino (1283),
Martín IV permitió que los «procuradores», escogidos y controlados por los
frailes, administrasen todos los bienes franciscanos. El procurador se
convirtió en una marioneta y la autoridad de la Santa Sede en una pura ficción,
mientras que los frailes iban creciendo en número. Como reacción surgió el
partido de los espirituales, herederos de los zelanti. Tuvo tres jefes
excepcionalmente dotados y de vigorosa personalidad: Angel Clareno (1247-1337),
Ubertino de Casale (1259-1328)
y Pedro Olivi (1248-1298). Llevaron una vida austera y fueron confidentes de
personas santas como Conrado de Offida, Angela de Foligno y Margarita de
Cortona. Los puntos esenciales de su programa eran: supresión del estudio de la
filosofía (es decir, de Aristóteles); pobreza personal absoluta, que no
permitía más que el uso de los objetos estrictamente necesarios (por ejemplo,
el alimento y el vestido) y que estaba impuesta por los votos de los
franciscanos; la Regla y el Testamento pasaban a ser obligatorios; las
dispensas pontificias eran ilícitas. Como señaló Dante, un partido eludía la
Regla en tanto que el otro se atenía a ella con excesivo rigor: «Ch’uno la
fugge ed altro la coarta». El celo de los espirituales rompió la comunidad y ellos
fueron víctimas de persecuciones. En 1294, Celestino V tomó la decisión fatal
de suprimir la orden; pero Bonifacio VIII anuló este acto. Se sucedieron las
persecuciones y amnistías. Hubo luego acerbas polémicas, durante las cuales los
espirituales se vieron perjudicados por el joaquinismo de algunos de sus
partidarios, aunque fueron apoyados por la brillante técnica de debate que
manifestó Ubertino de Casale. Tras varias vicisitudes, Clemente VI nombró una comisión que
se pronunció a favor de la enseñanza de Ubertino en casi todos los puntos. En
el Concilio de Vienne, el papa
publicó la bula Exivi de paradiso (1312), que ponía una conclusión feliz
a la controversia: el pontífice condenaba la relajación común, pero manifestaba
sus preferencias por el usus pauper más bien que por la letra de la Regla y del Testamento. Esto satisfizo a los espirituales, aunque prácticamente les quitó el derecho de
abandonar la orden. Los dos partidos aceptaron la decisión; pero pronto
reapareció la discordia. En Italia, los espirituales se mostraron intratables.
Los conventuales renovaron sus ataques contra Ubertino y los demás. Juan XXII
fue al principio favorable a los espirituales; pero le exasperó su
intransigencia; en la bula Quorumdam exigit (1317) les exigió completa sumisión
a sus superiores (conventuales). Los que rehusaron someterse fueron condenados
al año siguiente. Ubertino abandonó la orden. Angel y sus partidarios
escogieron el cisma y tomaron el nombre de fraticelli, movimiento que
duró un siglo en Italia.
Ninguna
de las otras tres grandes órdenes mendicantes sufrió en esta época una crisis
comparable con la que destrozó a los franciscanos. Pero los mendicantes
entraron en conflicto con dos autoridades externas: las Universidades y los
obispos. Llegados a París y a Oxford para predicar y convertir, los mendicantes
fueron a su pesar estudiantes y profesores. Lucharon para conservar su libertad
y gozar al mismo tiempo de los privilegios universitarios. En particular
quisieron estudiar la teología sin tener que aprobar otras disciplinas;
quisieron crear cátedras y preparar para los grados universitarios en sus
propias escuelas; quisieron estar exentos de todas las obligaciones respecto a
los estatutos y reglamentos de la Universidad. Por su parte, los profesores
seglares no se limitaron a exigir la sumisión de los mendicantes: impugnaron
sus derechos a constituir una orden a la vez de estudiantes y predicadores.
Como los mendicantes contaban con un san Buenaventura y un santo Tomás, no les
fue difícil defender sus derechos. Se vieron, sin embargo, obstaculizados por
un fraile, Gerardo da Borgo san Donnino, que utilizó las profecías de Joaquín
de Fiore para
presentar a los frailes menores como los apóstoles del reino futuro del
Espíritu Santo. De no haberlos apoyado el papa Alejandro IV es probable que los
mendicantes hubieran sido derrotados por completo. El pontífice puso en la
contienda todo el peso de su autoridad y condenó a los adversarios de los
mendicantes. Consolidó la posición que ocupaban en París con la bula Quasi lignum vitae (1257).
Desde entonces los mendicantes gozaron de una sólida posición en todos los
puntos esenciales. Alejandro IV mostró su hostilidad a los profesores seculares
tan abiertamente como Gregorio IX les había mostrado su simpatía en la bula Parens scientiarum (1231),
carta magna de la Universidad. Algunos hacen remontar los orígenes del
galicanismo al resentimiento que experimentaron los universitarios contra la
decisión tomada por el papa en esta controversia. San Francisco había
recomendado a sus frailes predicar la penitencia con entera sumisión al obispo
del lugar en que se encontrasen. Por su parte, santo Domingo había preparado a
sus hijos para predicar contra los herejes y sostener la Cruzada contra los
albigenses. Cuando ambas órdenes se extendieron por toda Europa, predicando y
absolviendo, gozando de privilegios y exenciones pontificias, se inauguró una
situación nueva: los obispos y los curas de parroquia vieron que los
mendicantes invadían su terreno y les privaban de sus fuentes de ingresos.
Durante algunos decenios, el papado continuó colmando de favores a los
mendicantes. Como hemos visto, fracasaron todos los ataques que ponían en tela
de juicio los ideales de los frailes y el derecho a ser mendicantes y apóstoles.
Quedaban, sin embargo, dificultades prácticas. Ante el creciente descontento de
los obispos, Inocencio IV, en la bula Etsi animarum (1254), restringió a
los mendicantes la libertad de acceso a las iglesias y les prohibió predicar y
confesar en las iglesias parroquiales sin haber sido invitados por el cura.
Unos días después murió el papa, suceso que fue explotado por los mendicantes.
Su sucesor, Alejandro IV, anuló la detestada bula; pero los roces
continuaron. Llegaron a su apogeo en el II Concilio de Lyon (1274), donde se
propuso un decreto que suprimía todas las organizaciones religiosas nuevas. Tal
proposición estaba condenada al fracaso, dado que entre los grandes cardenales
se hallaban san Buenaventura (O.F.M.) y Pedro de Tarantasia (O.P.) y que muchos
de los padres conciliares eran mendicantes. Sin embargo, el decreto sólo
eximía incondicionalmente a los frailes menores y a los dominicos. Los
ermitaños de san Agustín y los carmelitas obtuvieron un aplazamiento
provisional, que se convirtió en permanente. Los frailes de Saco y otros
grupos pequeños fueron suprimidos formalmente; pero algunos, como los frailes
de la Santa Cruz, en Inglaterra, tomaron el nombre de canónigos y duraron hasta
la Reforma. Después del concilio hubo otras tentativas de conciliación. Pero
todas las esperanzas fueron destruidas por Martín IV, que, con la bula Ad
fructus uberes (1281), permitió a los mendicantes predicar y confesar en
todas partes y sin necesidad de autorización. También dio únicamente a los
superiores de los mendicantes el derecho de inspeccionar y de nombrar a los
predicadores y a los confesores. No se podía ir más allá en cuestión de
privilegios. Ad fructus uberes fue la última oleada de la gran marea del
poder absoluto del papado que, con Inocencio IV, había invadido casi todos los
derechos consuetudinarios de los obispos. El momento era grave. El papa, al ser
obispo universal, abarcaba todos los derechos episcopales y parroquiales. Si el
proceso hubiera llegado a su término, los obispos se habrían convertido en
simples capellanes pontificios encargados de ordenar y consagrar. Habrían sido
ocupados por los provisores todos los beneficios, en tanto que los mendicantes
habrían evangelizado, confesado y enterrado a los feligreses en sus propias circunscripciones.
Habría desaparecido para siempre el papel tradicional del obispo monárquico.
Bastante paradójicamente, Bonifacio VIII salvó la situación. Volvió a poner las
cosas en su lugar con el prudente decreto Super cathedram (1300).
Entre otras prescripciones impuso a los frailes mendicantes pedir permiso al
cura antes de predicar y confesar en una parroquia, en tanto que el obispo
tenía que conceder su autorización a un número determinado de los que se
presentaban a él. Super cathedram fue anulado por Benedicto XI
(O.P.), cuya vida fue muy breve. Pero su sucesor publicó de nuevo el decreto,
que iba a estar en vigor durante toda la Edad Media. Los párrocos y los obispos
se querellaron con los mendicantes durante los años siguientes. Pero los
frailes ya no volvieron a estar a punto de convertirse en una milicia
pontificia privilegiada que asistiera espiritualmente a los fieles
prescindiendo de los curas y de los obispos.
Cuando
Juan XXII redujo al silencio a los espirituales, no habían acabado aún los conflictos
entre los frailes menores. Fueran cuales fuesen su interpretación y su
práctica de la Regla, todos los franciscanos tenían que enseñar que su pobreza
consistía en una imitación excepcional de la pobreza de Cristo, que era
absoluta. Basados en estas ideas, creían que su modo de imitar la pobreza de
Cristo era el único válido y pretendían que así lo había afirmado Nicolás III
en la bula Exiit. El problema se agravó cuando un inquisidor franciscano
rehusó condenar como hereje a un espiritual que afirmaba que Cristo había renunciado
a todos los derechos de propiedad. Juan XXII decidió dirimir la controversia
de una vez para siempre. Después de consultas teológicas publicó, en marzo de
1322, la bula Quia nonnumquam, en la que declaraba que Cristo y los
apóstoles, jefes y príncipes de la Iglesia, habían tenido posesiones, aunque
individualmente tuvieron el derecho a la renuncia. Esto causó escándalo en todos
los círculos franciscanos. En el capítulo general de Perusa, bajo la dirección
del ministro general Miguel de Cesena, la orden afirmó que la pobreza absoluta de Cristo era
doctrina reconocida por todos los cristianos. Juan XXII replicó con la bula Ad
conditorem canonum (diciembre 1322), anulando todos los derechos de
propiedad sobre las posesiones franciscanas y devolviendo a los frailes todos
los bienes de que gozaban, aunque rehusando la propiedad. Los frailes
protestaron vivamente y el papa modificó su línea de conducta, entrando de
nuevo en posesión de los bienes inmuebles de los frailes, que él oponía a los
bienes perecederos. Pero adoptó una postura muy clara al canonizar a santo
Tomás (que fue muy sobrio en su enseñanza sobre la pobreza) y publicar la bula Cum inter nonnullos (1323),
que condenaba solemnemente la doctrina según la cual Cristo no poseyó nada. Los
frailes menores entraron en un período muy difícil. Muchos aceptaron las
declaraciones y los actos del papa; otros se aferraron a sus opiniones
alentados por la lejana aprobación del emperador. Miguel de Cesena permaneció
en el partido de la oposición. Convocado a Aviñón para alegar sus razones, se
evadió el 26 de marzo de 1328, acusó al papa de herejía y se unió al partido
imperial. Juan XXII escribió contra él la bula Quia vir reprobus (16
noviembre 1329), que reafirmaba el derecho de Cristo a la propiedad. Pero
durante todo el resto del pontificado de Juan XXII continuaron en cisma
ciertos grupos de frailes menores, sobre todo en Alemania, en tanto que
Guillermo de Occam atacaba
en sus panfletos la postura del papa.
CAPITULO
XXVIII
LA VIDA ESPIRITUAL.II. LA DEVOTIO MODERNA
|