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NICEA. LA VICTORIA CONTRA EL ANTICRISTO
CAPITULO
XXIV
LA VIDA
CRISTIANA A FINALES DEL SIGLO CUARTO
Llegados
al final de este gran siglo IV, tan decisivo para nuestra historia, creemos
oportuno hacer un alto para intentar responder a la cuestión de conjunto: ¿en
qué consistía entonces el hecho de ser cristiano? Situémonos en las
proximidades del 400: ¿qué formas particulares había revestido entonces la vida
cristiana? ¿Cómo se manifestaba la influencia del cristianismo en la vida
diaria, personal o colectiva, y más generalmente en el ambiente de
civilización de los hombres de aquel tiempo?
I. LA
ORGANIZACION DE LA IGLESIA
Ser
cristiano es, en primer término, venir a ocupar un lugar dentro de una sociedad
original sólidamente estructurada. A lo largo del siglo cuyo desarrollo
acabamos de seguir, ésta ha perfeccionado su organización, precisado su
disciplina interna.
Hemos
de subrayar a este propósito la eficacia de esa institución original que
representan los Concilios. Hasta ahora hemos mencionado sobre todo su papel con
ocasión de las contiendas doctrinales; en el dominio de la reglamentación
interior su obra no fue menos importante. Incluso las asambleas que habían sido
convocadas para resolver el problema concreto planteado por un cisma o una
herejía, desde el Concilio de Arles (314) o de Nicea (325) al de Constantinopla
(381), se preocuparon de estos problemas de organización y cada uno promulgó
un cierto número de decisiones reglamentarias o cánones relativos, por ejemplo,
al reclutamiento del clero, la jerarquía eclesiástica, la administración de
los sacramentos, la reconciliación de los herejes. Las reglas así
promulgadas, reunidas poco a poco en colecciones, servirán ulteriormente de
base a la elaboración de lo que ha venido a ser el derecho canónico.
Los
concilios provinciales y sobre todo regionales, que vemos multiplicarse
precisamente a fines de siglo, también se preocuparon de aportar soluciones
prácticas a semejantes problemas, al mismo tiempo que regulaban las cuestiones
doctrinales y disciplinares de interés local, como la liquidación del
arrianismo en el Ilírico o el problema priscilianista en España. A título de
ejemplos mencionemos la obra canónica de los concilios de Valencia, en la
Galia (374), de Roma o más bien del Vaticano en 386 (es el primero de que se
precisa que se ha celebrado ad sancti apostoli Petri reliquias), de Hipona
(393: san Agustín, recientemente ordenado presbítero, realiza su primera
intervención oficial pronunciando ante la asamblea su sermón De fide et
symbolo), o de Cartago (397). La iglesia de Africa, fuertemente organizada en
torno a la sede de Cartago, reúne aquí casi todos los años su “concilio
plenario”; lo mismo hace en torno al papa de Roma la Italia suburbicaria (los
dos tercios del sur de la península).
Sin
embargo, estas instituciones presentan una suficiente fluidez para que la
intervención de una fuerte personalidad baste para modificar de manera
considerable su funcionamiento normal. Tal es el caso de san Ambrosio de Milán,
cuya actividad imperiosa se manifestó a lo largo de su episcopado (373-397) en
una serie de sínodos en que no sólo estaba interesada la Italia del Norte
hasta Aquilea, sino también la Galia (concilio de Turin, 398), el Ilírico e
incluso las provincias latinas del Bajo Danubio, Misia o Dacia.
En este
sentido, el papel desempeñado por san Ambrosio resta brillo al —a su vez no
menos importante— de su contemporáneo el papa Dámaso (366-384). Por el
contrario, el sucesor de éste, el papa Siricio (384399), se nos presenta
ejerciendo no sólo una jurisdicción ocasional de apelación, sino una verdadera
autoridad disciplinar en forma legislativa, y esto no sólo sobre los obispos
italianos de su jurisdicción inmediata, sino en todo el Occidente cristiano: le
vemos enviar a un obispo español (385), al episcopado galo o africano cartas
ordenando con autoridad y precisión la conducta a seguir; son ya verdaderas
“decretales”, las primeras que nos han sido conservadas de una abundante serie
que va a constituir también una de las fuentes mayores de nuestro derecho
canónico.
Una vez
resuelto el problema doctrinal planteado por el arrianismo (y lo fue, en el
plano teológico, cuando el episcopado oriental aceptó la fe de Dámaso:
Antioquia, 379), Roma ya no interviene en el gobierno de las iglesias de lengua
griega que tienden a administrarse de manera autónoma.
A
finales del siglo IV vemos formarse grandes agrupaciones regionales que
preparan los futuros patriarcados. El canon 3º del concilio de Constantinopla
(381) reivindicó para el obispo de esta ciudad el primado de honor en segundo
lugar después del de Roma, pretensión cargada de amenazas para el porvenir; de
momento, la nueva Roma, incluso en el plano político, sólo desempeña un papel
bastante secundario. Arriana bajo Constancio y Valente, bajo Teodosio y sus
hijos llamará a dos grandes obispos, san Gregorio de Nacianzo (379-381) y san
Juan Crisóstomo (398-403-4), pero no sabrá retenerlos: la corte, como la
capital, es excesivamente mundana para poder tolerar el ser gobernada por
santos. Pero en el plano de la administración eclesiástica Constantinopla
extiende ya su influjo más allá de su propio dominio, la Tracia europea, para
irradiar sobre Asia Menor en detrimento de las metrópolis, Efeso y Cesárea de
Capadocia.
En
Siria, el “Oriente” propiamente dicho, según la terminología oficial,
Antioquia sigue siendo el polo de atracción, un centro activo rebosante de
vida, un tanto tumultuosa. En Palestina, Jerusalén, la ciudad santa, rivaliza
con Cesárea. Finalmente, Egipto sigue siendo un dominio firmemente controlado
por el poderoso obispo de Alejandría; robustecido por su tradicional alianza
con Roma, habituado a mandar como señor en su casa, se siente exageradamente
inclinado a intervenir fuera de ella; es lamentable ver sucesivamente a los dos
alejandrinos Timoteo y Teófilo venir a agravar las dificultades que encuentran
los dos santos obispos de Constantinopla y contribuir a su deposición.
2. LA
LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS
Pero el
cristianismo es esencialmente una comunidad organizada para dar al verdadero
Dios el culto en espíritu y en verdad de la nueva alianza. Y la vida religiosa
del cristiano, a finales del siglo IV lo mismo que hoy, tiene por centro la
participación en ese culto oficial, la liturgia, el sacrificio eucarístico.
Liturgia que casi en todas partes se ha hecho diaria, celebrada con mayor
solemnidad el domingo (en Egipto, el sábado y el domingo) y los días de
fiesta.
El año
eclesiástico comienza a adquirir forma. El ciclo temporal se organiza en torno
a dos polos: el primero es, naturalmente, Pascua (el Oriente griego y el
Occidente latino todavía no calculan su fecha según el mismo cómputo), la
fiesta de las fiestas que se prolonga por un lado en dirección de la
Pentecostés, y por otra parte viene preparada por un tiempo de penitencia, la
cuaresma. Durante el siglo IV se fija la disciplina concerniente a ésta, con
variantes regionales, sobre todo en la duración del ayuno.
El
segundo polo, el de las fiestas de invierno consagradas al misterio de la
Encarnación, tiene un origen más complejo. Las iglesias de Oriente habían
establecido el 6 de enero una fiesta, en cierto sentido ideológica, que
celebraba la aparición, la manifestación de Dios sobre la tierra, Epifanía,
Teofanía; la conmemoración de la Natividad el 25 de diciembre aparece en Roma
poco antes de 336. Parece ser que el cristianismo triunfante se apropió,
imponiéndole una significación nueva, la fiesta pagana del aniversario del Sol
Invicto, cuya religión había intentado el emperador Aureliano en 274 convertir
en la religión común del Imperio. ¿No es Cristo el verdadero Sol de Justicia? A
finales del siglo rv las diversas iglesias tomaron unas de otras sus fiestas,
yuxtaponiéndolas luego en sus calendarios.
Entre
otros nombres, la liturgia eucarística llevaba en griego el de synaxis,
“reunión” del pueblo fiel en tomo al altar. En principio la regla era la
participación en el servicio divino acompañada de la comunión; pero muchas
veces la entrada de las masas en la iglesia vino acompañada de un relajamiento
en el fervor, y la asistencia comenzó a ser pasiva e incluso irregular: los
sermones de san Juan Crisóstomo o de san Ambrosio demuestran que en Antioquia
o Milán, en su tiempo, algunos sólo comulgaban con ocasión de las grandes
fiestas, y hasta una sola vez al año en Pascua; en España, un concilio de
Toledo (400) llega a amenazar con la excomunión a los cristianos tibios que se
abstienen de aparecer en la iglesia tres o cuatro domingos consecutivos.
Parece
también que es a finales del siglo IV cuando las diferentes familias
litúrgicas entre las que va a dividirse el mundo cristiano comienzan a adquirir
forma y a ver fijarse sus ritos. Así, para la liturgia romana, se admite
comúnmente que en torno al año 370, es decir, bajo el papa san Dámaso, una vez
abandonado definitivamente el griego por el latín, el texto del Canon de la
misa es redactado en sus partes esenciales según lo conocemos todavía hoy.
Estas
liturgias presentan una gran diversidad, no solamente en las iglesias
orientales, sino también en el Occidente latino, donde se distingue una
liturgia africana, una liturgia galicana (para esta época tenemos pocos
informes de España); aunque bajo una profunda influencia de Roma, la liturgia
de Italia del Norte posee también caracteres propios, como lo atestigua la
liturgia ambrosiana conservada por la iglesia de Milán.
Sin
duda, en esta época todavía arcaica los diversos ritos no se hallan aún tan
diferenciados como vendrán a estarlo más adelante; en la mayoría vemos
coexistir caracteres que, según los casos, acabarán por desarrollarse o
atrofiarse. Así, en la oración de consagración, el relato de la institución, la anamnesis (Unde et memores...) o la epiclesis (Supplices te rogamus..., y Quam
oblationem...).
No
obstante, los caracteres propios a cada familia son ya bastante claros para
imponerse a la observación del arqueólogo, traducidos incluso en el plano y en
la disposición interior de las basílicas. Así, la misa latina se celebra de
cara al pueblo; el altar, generalmente al nivel de la nave, se encuentra delante
del coro, algo levantado con relación a la nave y en cuyo fondo ocupa su trono
el obispo rodeado de su clero, sentado a su vez en un banco semicircular que
sigue la concavidad del ábside. En Antioquia, por el contrario, y en toda la
Siria del Norte el altar se halla al fondo del ábside y el oficiante da la
espalda a la asamblea; durante toda la primera parte de la misa el clero ocupa
un curioso estrado en forma de herradura, situado en medio de la nave central
y que sirve también de ambón para las lecturas y la predicación.
A pesar
del crecimiento en número del pueblo cristiano, de lo que da testimonio la
amplitud de las grandes basílicas, el culto conserva el carácter de una
celebración de misterios: la parte central de la acción sagrada se celebra a
puerta cerrada entre iniciados cualificados. En todas las liturgias, un rito
especial señala un corte entre las dos partes de la ceremonia, la ante-misa y
la parte propiamente eucarística que se inicia con el diálogo solemne del
prefacio; se procede entonces a la expulsión de los miembros de la comunidad
indignos de participar en la celebración: los catecúmenos y, según los
lugares, también los penitentes y los energúmenos (posesos o dementes: la
Iglesia cristiana se ocupa caritativa de estos desventurados).
Llegamos
así al segundo aspecto de la vida propiamente religiosa del cristiano: la
recepción de los sacramentos. El bautismo de adultos sigue siendo el caso más
general y, como lo hemos visto a propósito de los Padres de la Iglesia,
coincide a menudo con una etapa decisiva en la vida espiritual. Se comprende
que fuera precedido de un período de prueba y preparación serias, con
investigación y exámenes, ritos especiales (exorcismos, etc.), y en particular
una breve pero densa formación doctrinal que se continuaba en los días
siguientes a la administración del bautismo. De Cirilo de Jerusalén, Teodoro
de Mopsuestia, san Ambrosio, san Agustín, san Juan Crisóstomo y otros grandes
obispos del siglo IV poseemos sermones de esta clase dirigidos a catecúmenos o
recién bautizados, y que nos dan la más alta idea de la seriedad con que se
efectuaba esta enseñanza.
La
ceremonia tenía lugar durante la noche pascual, secundariamente en Pentecostés;
en Oriente (y por influencia oriental en Occidente), también en Epifanía (o
Navidad). Estaba reservado para ella un edificio especial, el baptisterio; la
presencia, en el centro de éste, de una piscina no debe crearnos una falsa
ilusión: el bautismo se efectúa por infusión y no por inmersión total. La
confirmación, dada en un local vecino, sigue inmediatamente.
El
sacramento propiamente dicho de penitencia conserva un carácter impresionante:
la penitencia es pública, la reconciliación sólo se concede tras un largo
periodo de expiación (los concilios se ocupan de precisar su duración en
función de la gravedad de los casos), que puede prolongarse durante varios años
e incluso hasta el momento de la muerte. La reconciliación de los penitentes
es objeto de una ceremonia solemne; en Roma, el jueves santo. Una vez recibido
este sacramento no podrá ser reiterado: ¡el cristiano que ha recibido el
bautismo está llamado a la santidad.
El
siglo IV vio surgir también, aunque no se trate aún de una práctica general
(no se habla de obligación), la bendición solemne de los esposos en el momento
de la celebración del matrimonio; esta bendición va acompañada de ritos
heredados de costumbres paganas; así, en Roma, la imposición de un velo sobre
la cabeza de los esposos, velatio coniugalis. Estos mismos ritos aparecen
también en la consagración y bendición de las vírgenes: la trasposición era
perfectamente natural, ya que las vírgenes eran consideradas como sponsae
Christi.
3. PIEDAD
POPULAR
Pasemos
por alto los otros sacramentos. Junto a estas formas oficiales del culto
cristiano ocupan también un espacio considerable corrientes de devoción que
brotan de la iniciativa privada, corrientes que la Iglesia, en cuanto
institución, se esfuerza por captar, controlar y, finalmente, por integrar.
Un
primer aspecto de esta devoción privada revela el papel piloto desempeñado por
la institución monástica: cuando un cristiano que vive en el siglo aspira a
llevar una vida religiosa más intensa, espontáneamente su mirada se vuelve a
los monjes para definir el estilo de vida que, salvando
las proporciones, procurará imitar; y este es el estilo de vida ascética que la Iglesia
prescribe a sus penitentes públicos durante su periodo de expiación. En tres palabras: ayuno, oración, limosna.
Pronto
volveremos a encontrarla; la celebración del oficio divino a las horas
canónicas es en su origen una institución propiamente monástica, pero que
vemos extenderse progresivamente. En Jerusalén, por ejemplo, hacia el año 400
vemos piadosos seglares, hombres y mujeres, acudir a unirse con monjes y
vírgenes en el santuario de la Anástasis para cantar maitines en su compañía
bajo la dirección de algún clérigo. Finalmente, al ayuno acompaña toda una
serie de otras austeridades relativas al sueño, al vestido, al confort, a la
limpieza. Puede erigirse en símbolo el hecho de renunciar al uso de las termas,
ese lujo característico de la dolce vita romana.
4. EL
CULTO DE LOS MARTIRES
Mucho
más importantes aún por el papel que desempeñan en la vida religiosa del
tiempo, más espectaculares por lo menos, son las corrientes nacidas de la
piedad popular, consecuencias evidentes de la conversión de las masas que,
entradas en la Iglesia, llevan a ella su sensibilidad modelada por viejas
tradiciones, por su psicología propia con sus exigencias y sus límites. La
Iglesia del siglo IV, en esto ya extraordinariamente “católica” en el sentido
moderno de la palabra, se mostró muy comprensiva y, aunque atenta a posibles
desviaciones y excesos, muy acogedora frente a formas de piedad que denuncian
la necesidad de una religión más concreta, deseosa de garantías tangibles, de
intercesores muy cercanos, fácilmente accesibles, formas de piedad
alternativamente novísimas o curiosamente fieles a usos ancestrales.
El
hecho más saliente es la proliferación verdaderamente exuberante del culto a
los mártires. Sin duda éste era conocido desde hacía mucho tiempo, desde
finales del siglo segundo, y en cierto modo había sido admitido oficialmente
en la Iglesia cristiana; pero a partir del fin de las grandes persecuciones y
con la paz constantiniana la veneración y el entusiasmo que suscitan los
“testigos” de Cristo no cesan de crecer y consolidarse. Y si el historiador
orientara su juicio fundándose sólo en los testimonios exteriormente más
visibles, estas manifestaciones del culto a los mártires podrían aparecer como
el fenómeno principal de la vida religiosa del siglo IV.
Los
motivos que inspiran esta veneración son, no cabe duda, específicamente
cristianos: la creencia en el sufragio de los santos, que pueden interceder
por nosotros delante de Dios. Los fieles esperaban de ellos favores que no eran
siempre de orden escatológico ni siquiera espiritual; de ahí los innumerables
relatos de curaciones milagrosas y otras manifestaciones de su poder de
taumaturgos. Asimismo, los honores tributados a sus restos se dirige a lo que
permanece de una carne santificada por el espíritu, en la que se había
manifestado el poder victorioso de Cristo —carne, por otra parte, destinada a
la resurrección (lo cual explica que los cristianos, de acuerdo en ello con una
tendencia que se había hecho dominante en el mundo romano, rechazasen siempre
la práctica de la incineración y prefirieran la inhumación, en señal de respeto
al cuerpo).
Pero
las formas bajo las que se expresaban semejantes creencias eran en gran medida
tributarias de las prácticas tradicionales por medio de las cuales los paganos
honraban a sus difuntos, y especialmente a los que creían promovidos a la
“heroización” (reservada originariamente a ciertos casos excepcionales, esta
promoción a un estatuto privilegiado en la vida de ultratumba, se había
difundido ampliamente en la época imperial): atenciones particulares
concedidas al sepulcro, a veces monumental; banquetes celebrados junto a la
tumba el día de los funerales o después en cada aniversario; esta última
práctica era susceptible de un valor simbólico (participación anticipada en el
banquete celeste), pero podía también expresar supersticiones groseras
(alimentación de los muertos); por eso vemos a los cristianos vacilar en su
actitud a este respecto.
La
costumbre del banquete funerario o refrigerium en honor de los difuntos, y
especialmente de los mártires, había sido admitida por la Iglesia como un mal
menor para desplazar las fiestas paganas del mismo género; pero a finales del
siglo IV vemos a los Padres de la Iglesia preocupados por reprimir los abusos
que de ello resultaban. San Agustín nos informa de que san Ambrosio había
prohibido esta práctica en Milán, y extirparla en Hipona será uno de los
primeros capítulos de su actividad sacerdotal (392). Al refrigerium vemos
yuxtaponerse, para acabar por desplazarlo, la celebración del sacrificio
eucarístico especialmente en la fiesta del mártir, fijada en el día “aniversario”
de su depositio.
La
arqueología encuentra en toda la extensión del mundo cristiano numerosos
monumentos construidos sobre la tumba de los mártires; su diversidad es grande:
puede tratarse de una simple mesa (mensa) o de una sala acondicionada para el
banquete conmemorativo; otros, ya más suntuosos, presentan una u otra de las
formas arquitectónicas creadas por los paganos para sus mausoleos.
En la
Siria del Norte, los sarcófagos o relicarios vendrán con frecuencia a ocupar
un lugar en úna capilla adosada al santuario de las basílicas, en el extremo
de una de sus naves laterales. Finalmente, para satisfacer las necesidades
crecientes del fervor popular, algunos de estos martyria acabarán por asumir
proporciones de amplias iglesias. Así, cerca de Antioquia, se han descubierto
las ruinas de un vasto edificio de cuatro naves dispuestas en forma de cruz en
torno de un santuario cuadrado; según sus mosaicos, se remonta al año 397, y
estaba consagrado, sin duda, a san Babilas, mártir particularmente venerado en
Antioquia. O también, en la misma Roma, la inmensa basílica de cinco naves
consagrada a san Pedro en el Vaticano, construida por los emperadores
Constantino y Constancio y concebida enteramente para poner de relieve la caja
de mármol que encerraba los restos del. misterioso monumento levantado en
tiempos del papa Ceferino, hacia el año 200, en honor del Príncipe de los
Apóstoles.
Todas
estas grandes iglesias-martyria son construidas en los arrabales, casi siempre
en una zona destinada a enterramientos: las basílicas propiamente urbanas,
situadas intramuros, no poseían en su origen cuerpos santos, porque la vieja
ley romana que prohibía los enterramientos en el interior de la ciudad se sigue
observando escrupulosamente, al menos hasta finales del siglo.
En el
plano literario, la veneración a los mártires se manifestó en la proliferación
de una literatura hagiográfica —actas, pasiones, colecciones de milagros— de
carácter más o menos histórico (la parte de lo novelesco resultará con mucha
frecuencia excesiva), de sermones y de panegíricos pronunciados durante la
liturgia celebrada en su honor.
Pero
son las reliquias de los mártires lo que se hace objeto de atenciones
particulares, precisamente porque ellas permiten establecer, en cierta manera,
un contacto directo con el santo. De ahí, por ejemplo, la costumbre de la
inhumación ad sanctosi se procura escoger la tumba lo más cerca posible del
lugar en que reposan los últimos restos de un mártir venerado, en la
convicción (que se expresa ingenuamente en los epitafios) de que así el santo
acogería al difunto que se colocaba bajo su protección, y le haría de abogado
delante del Señor el día del juicio. Bajo el suelo o en las proximidades
inmediatas de los martyria nuestras excavaciones han sacado a luz una cantidad
incalculable de tumbas cristianas, apretadas unas contra otras y a menudo
ordenadas en diversas capas.
Los
Padres de la Iglesia se interrogan con cierta inquietud por esta forma de
devoción que trabajan por espiritualizar. Tal es el caso, por ejemplo, de san
Agustín en su tratado De cura pro mortuis gerenda, donde contesta a la
pregunta de san Paulino de Nola que veía precisamente tomar auge semejante
costumbre en su propia iglesia, en torno a la tumba del mártir san Félix.
Pero la
devoción apasionada a las reliquias debía dar origen a otros muchos abusos: el
afán de poseerlas llevó pronto a multiplicar traspasos o traslados. Así, en el
caso de una ciudad de fundación reciente como Constantinopla (en 356 fueron
llevadas allí las presuntas reliquias de san Timoteo, en 357 las de san Andrés
y san Lucas, etc.), de una región como la Galia que, por no haber sufrido mucha
persecución, se encontraba desprovista de ellas (así en los años 380 ó 390 san
Victricio hizo traer de Italia para su catedral de Rouen reliquias de los
santos Juan Bautista, Andrés, Tomás, etc.), o finalmente el repliegue de las
poblaciones ante la amenaza de invasión, como fue el caso de la región del
Danubio.
Otro
fenómeno característico es el de la invención o descubrimiento de reliquias
hasta entonces olvidadas o desconocidas; descubrimiento casi siempre provocado
o garantizado por alguna intervención considerada milagrosa, sueño o visión:
así el de las reliquias de los santos Gervasio y Protasio por san Ambrosio, en
Milán (386), en lo más enconado de su lucha contra la emperatriz arriana
Justina, solemnemente trasladadas y colocadas por él bajo el altar de una
basílica suburbana.
A
medida que el tiempo avanza, más se multiplican estas manifestaciones, a pesar
de la firme oposición de la legislación imperial (por ejemplo, la de Teodosio
en este mismo año de 386). El traslado no se refería siempre a todo el cuerpo
del mártir, sino sólo a una parte, un fragmento e incluso reliquias simbólicas:
un trozo de tela que había tocado el cuerpo del santo, aceite perfumado
introducido en el relicario y cuidadosamente recogido mediante un sistema de
orificios ingeniosamente dispuestos, o simplemente un poco de polvo raspado de
la tumba. La citada ley de Teodosio nos habla bien claro sobre los abusos a que
podían dar lugar estas prácticas: tiene que prohibir todo tráfico o comercio
de reliquias. Estos abusos aumentaron a medida que crecía la devoción
privada y el deseo de los fieles fervorosos o supersticiosos de poseer para sí
mismos alguna reliquia preciosa.
5. LAS
PEREGRINACIONES
El
siglo IV vio finalmente nacer otra devoción característica: las
peregrinaciones. Las multitudes acuden, y a menudo desde muy lejos, a los
santuarios consagrados a mártires célebres: san Menas en Egipto, al oeste del
Delta, los siete hermanos Macabeos, san Babilas en Antioquia, san Juan en
Efeso, san Demetrio en Tesalónica; en Ilírico, santa Anastasia en Sirmio, san
Quirino en Siscia (antes de su traslado a Roma), etcétera. No menos visitados
eran los santuarios de los Santos Lugares de Palestina, que constituyen una
categoría particular de martyria y son los primeros en adquirir importancia
desde 330 como lo confirma el testimonio de Eusebio y las construcciones de
Constantino: en Jerusalén la rotonda de la Anástasis en torno al sepulcro de
Cristo, la basílica vecina sobre el emplazamiento del Calvario, en el Monte de
los Olivos la basílica de Eleona y el santuario de la Ascensión; en Belén la
basílica de la Natividad, etc.; se visitaba también toda una serie de martyria
consagrados a recuerdos del Antiguo Testamento: el de Abrahán en Mambré
(Hebrón), el de Job en Carnea y, naturalmente, el de Moisés en el Monte Nebo
así como, mucho más lejos, en el Monte Sinaí.
Estas
peregrinaciones constituyen por sí solas un fenómeno de gran importancia del
que conservamos numerosos vestigios: poseemos, fechado en 333, un itinerario
de Burdeos a Jerusalén, los pintorescos recuerdos; de viaje de la monja Egeria,
oriunda, según parece, de Galicia (hacia 400: ¿395, o más bien 411, 417?),
libro precioso por los detalles que nos facilita sobre la liturgia celebrada en
Jerusalén, liturgia que precisamente a causa de las peregrinaciones irradiaría
sobre toda la Iglesia.
Es este
un fenómeno complejo en que el análisis distingue componentes de cualidad
diversa: la piedad sin duda, una devoción legítima a las raíces históricas de
la fe cristiana; un elemento ascético, si no penitencial, teniendo en cuenta
las dificultades y lo longitud de los viajes; elementos también más profanos,
curiosidad, turismo, a veces un poco de inestabilidad psicológica o
sociológica. Se comprende que algún Padre de la Iglesia, san Gregorio de Nisa,
por ejemplo, expresara sobre esta forma de devoción un juicio matizado de
ciertas reservas, las mismas que brotarán un milenio más tarde de la pluma del
autor de la Imitación de Cristo.
Una
última categoría de peregrinos visitaba a personajes venerados ya en vida. Ya
hemos aludido a este hecho al hablar del monacato: los grandes solitarios, san
Antonio en primer lugar, atraían a las multitudes que acudían a pedirles
ejemplos, consejos, oraciones, milagros. Después de su muerte, los lugares
que habían esclarecido con su presencia y sobre todo su tumba continuaron
siendo metas de peregrinación con el mismo título que los Santos Lugares o las
reliquias de los mártires. Tal es el caso, por ejemplo, de la tumba de san
Martín de Tours (muerto en 397). Para distinguirlos de los mártires propiamente
dichos, se reserva a estos santos, ascetas y taumaturgos, el título de confesor
que originariamente designaba a los que, en el transcurso de una peisccución,
habían padecido por la fe —cárcel, destierro, tortura— sin llegar a morir.
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