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LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO DE ORIENTECAPITULO XXVIII EL OCCIDENTE LATINO
I. EL PELAGIANISMO
Los años 410-412 señalan un cambio en la
historia de la iglesia de Africa como en la vida y el pensamiento de san
Agustín: en el momento mismo en que, tras el feliz resultado de la conferencia
de 411 y gracias al apoyo sin reservas del brazo secular, el viejo enemigo donatista
queda, al parecer, definitivamente abatido, se manifiesta una nueva herejía, el
pelagianismo. Y es en Africa donde éste encuentra la primera y más radical
oposición; las luchas que de aquí resulten van a absorber progresivamente la
actividad de los últimos años de su gran doctor hasta la hora de su muerte
(430), que coincide, ya lo hemos indicado, con la caída del Africa romana bajo
los golpes de los vándalos.
La invasión de Alarico y la captura de
Roma (410) sólo habían tenido para África consecuencias morales —esos
angustiosos problemas que san Agustín se esforzará por resolver en su Ciudad de
Dios: había visto afluir a sus costas oleadas de refugiados ricos o miserables,
ansiosos por poner el mar entre ellos y los bárbaros. Entre estos personajes
desplazados se encontraba un monje, Pelagio, oriundo de Gran Bretaña (el
primero cronológicamente de los escritores y pensadores que ésta ha producido),
pero establecido en Roma desde hacía muchos años (390400). Allí, un poco como
san Jerónimo había hecho antes, había adquirido prestigio y renombre en los
ambientes eclesiásticos y entre la nobleza cristiana por su vida ejemplar, su
propaganda en favor del ideal ascético, su autoridad como director de
conciencias y maestro de vida espiritual.
No obstante, la originalidad de su
pensamiento debía haber suscitado ya cierta sospecha, a juzgar por la reserva
que sobre él manifiesta san Agustín cuando Pelagio, a su llegada, intentó
entrar en contacto con él. Pero no se detuvo en Africa; en el mismo año 411
partió para Palestina, siguiendo en esto el ejemplo de otros muchos refugiados
italianos. En Cartago dejaba a uno de sus discípulos más convencidos, Celestio,
«cuya indiscreta propaganda provocó pronto reacciones: a finales de este ¡mismo
año era conducido ante un concilio de Cartago presidido por el jefe del
episcopado africano Aurelio (“condenado, pero no convencido”, partió para
continuar la misma agitación en Sicilia y luego en Asia Menor), y ya san
Agustín comenzaba redactar la primera de las innumerables refutaciones que
había de consagrar a la herejía pelagiana —quince tratados, con un total de
treinta y cinco libros, sin hablar de las cartas y los sermones.
Pelagio y Agustín eran dos caracteres
totalmente opuestos. Pelagio encontraba ocasión de escándalo en las fórmulas
mismas en que la pluma brillante de san Agustín sabía resumir toda una
espiritualidad teocéntrica, nacida de la meditación de un convertido, de un
pecador arrepentido y lleno de gratitud: “Da lo que mandas y manda lo que
quieres”. Agustín, por su parte, encontraba más cosas que censurar. Se nos ha
conservado el comentario de Pelagio a las cartas de san Pablo; en él manifiesta
una espantosa incomprensión del sentido más obvio de aquellos mismos textos
que san Agustín comentará con predilección: Pelagio minimiza con exceso el
contenido de los pasajes dogmáticos, mientras exagera el de la moral, siempre
can prudente y mesurada, del Apóstol. De temperamento muy poco teólogo, y
menos aún místico, Pelagio aparece ante todo como un moralista; predica un
ideal de perfección basado en los consejos evangélicos —“Sed irreprochables y
puros, hijos de Dios sin tacha...”—, ideal riguroso hecho de renuncia que,
incapaz de desarrollarse en el plano de la mística, se repliega en cierta
manera sobre sí mismo y acaba en un puritanismo, de aspecto en parte
neojudaico, dada su insistencia en la obediencia a la Ley divina, ¿no había
incrementado el Evangelio las exigencias morales de la antigua ley? Asceta y
técnico del ascetismo, consciente —quizá demasiado consciente— de los
progresos que ha logrado realizar, Pelagio insiste ante todo en la necesidad de
la lucha y el esfuerzo. Teórico del perfeccionamiento moral, acaba por
interesarse más por los medios que por el fin y elabora una doctrina concebida
menos a partir de Dios que en función del hombre y del camino que ha de seguir;
de ahí su aspecto humano, demasiado humano.
Pero aquí residía la gravedad del caso.
Esta moral práctica formulaba explícitamente su propia teoría: por una
paradoja, aunque sólo aparente, este rigorismo ascético se apoyaba en una
teología de un optimismo abusivo. Semejante “perfeccionismo”, que llamaba al
hombre a una renuncia llevada hasta el heroísmo, obligaba a insistir sobre todo
en la responsabilidad, en el papel que corresponde a la libertad, a considerar
como peligroso todo lo que pudiera parecer que creaba a ésta un obstáculo, que
limitaba su ejercicio; de tal modo que, en último análisis, Pelagio llegaba a
minimizar hasta el extremo, si no a eliminar totalmente, la noción de pecado
original (que él concebía, es cierto, bajo la forma simplista y casi
materialista del traducianismo, concepción que seducía aún a san Agustín, pero
que éste, y la Iglesia con él, acabaría por abandonar).
De ahí su dificultad ante la práctica
universalmente admitida, y quizá ya plenamente generalizada, del bautismo de
los niños. Este es uno de los primeros obstáculos con que vemos tropezar a
Celestio, y este argumento litúrgico será hasta el final, en manos de san
Agustín, el arma decisiva que opondrá a los pelagianos. Estos vaciaban
igualmente de su contenido específico palabras como “elección, predestinación”
(que reducían a la previsión de los méritos), e incluso la misma gracia.
Cuando, bajo la presión de sus adversarios, Pelagio consiente en reintroducir
este término tan esencial a la tradición cristiana, lo hará dándole un sentido
totalmente nuevo y muy particular: para él, la primera y la más grande de todas
las gracias es la misma naturaleza, y más concretamente el atributo espléndido
que le ha conferido el Creador, es decir, la libertad, ese libre albedrío cuya
grandeza no se cansa de ponderar. Gracias a él, si nos esforzamos por emplearlo
de la mejor manera posible, el hombre dispone de la posibilidad de practicar la
virtud, de llegar a la santidad y, al menos a título de ideal, de no conocer el
pecado.
Esto era alejarse singularmente de san
Pablo. ¿No se mutilaba así, hasta hacerla irreconocible, la enseñanza
tradicional de la Iglesia? ¿No era esto debilitar, si no vaciar totalmente, el
escándalo, el misterio de la Cruz? Más que a un redentor, Pelagio mostraba en
Cristo al autor de una enseñanza, un modelo propuesto a nuestra imitación; su
doctrina se mantenía sin duda en un contexto religioso y cristiano: las
nociones de creación, de fin último desempeñan en él un papel esencial; insiste
en el juicio, en las recompensas prometidas; pero, según él la concibe, ¿no
resulta la santidad singularmente cercana al ideal del sabio estoico? En todo
caso existen coincidencias curiosas, debidas a la lógica misma, entre los dos
sistemas, ambos sólidamente estructurados: la idea, por ejemplo, de que no hay
faltas ligeras, que toda transgresión, por mínima que sea, a la ley moral es de
una gravedad extrema...
En estas condiciones puede comprenderse el
escándalo que sufrieron san Agustín y sus colegas del episcopado de África
cuando supieron que en diciembre de 415 Pelagio había logrado hacer proclamar
su inocencia a un concilio provincial de Palestina reunido en Dióspolis: había
sabido aprovechar la incompetencia de los ambientes orientales, tan extraños a
estos problemas totalmente nuevos para ellos, las prevenciones que allí se
manifestaban frente a adversarios latinos que encontraba, san Jerónimo, un
joven presbítero español, Orosio, discípulo de san Agustín y recientemente
llegado de África; había utilizado también, es preciso hacerlo constar, cierta
duplicidad y restricción mental en sus denegaciones. ..
San Agustín toma inmediatamente la pluma;
concilios provinciales en Cartago y Mileve (verano de 416) renuevan la
condenación formulada cinco años antes, comunican los hechos al papa
Inocencio, que ratifica su decisión, aunque dejando abierta la puerta al
arrepentimiento de los culpables. Aprovechando hábilmente la oportunidad que le
brinda el cambio de pontificado que tiene lugar poco después (marzo 417),
Celestio vuelve a Roma y obtiene del nuevo papa Zósimo su rehabilitación, al
menos provisional, así como la de Pelagio, y una nueva instrucción de su
proceso.
Los africanos, con la nerviosa inquietud
que puede suponerse, multiplican sus gestiones, recurren insistentes al papa,
a los obispos italianos, a los ambientes de la corte imperial de Rávena; sus
esfuerzos se ven coronados de éxito: un concilio plenario de toda el África
reitera solemnemente la condena de los pelagianos (mayo 418); al mismo tiempo,
el emperador Honorio había decidido ejercer contra ellos todo el rigor reservado
a la herejía, y finalmente el papa Zósimo, mejor informado, se rehacía de sus
primeras vacilaciones y reprobaba solemnemente los errores de Pelagio y su grupo.
La misma actitud será mantenida en los años siguientes por el poder imperial y
los sucesores de Zósimo, los papas Bonifacio (418-422) y Celestino (422). La
fase propiamente doctrinal del problema pelagiano quedaba cerrada.
Pero la crisis no había terminado. Pelagio
se suicida, Celestio es desterrado a Oriente, pero el pelagianismo conserva
amistades tenaces, especialmente entre el episcopado italiano. En primera fila
figura el joven obispo de Eclano, en Campania, Julián; espíritu combativo,
dialéctico terrible, se hace cargo ahora de la defensa de la herejía condenada,
contraataca con saña, resiste obstinadamente al mismo san Agustín. Durante
doce años los vemos intercambiar acusaciones y defensas, réplicas y contrarréplicas.
La muerte sorprende a san Agustín ocupado en refutar minuciosamente, frase por
frase, en su Opus imperfectum, los VIII libros ad Florum de Julián.
Expulsado a su vez de Italia, Julián de
Eclano busca primero asilo en Cilicia, a la sombra de Teodoro de Mopsuestia; en
429 lo encontramos en Constantinopla, acompañado de Celestio y de Floro,
solicitando la protección de Nestorio, gestión que se revela pronto imprudente:
el pelagianismo será solemnemente condenado, tras la herejía de Nestorio, en
una última sesión del concilio de Efeso (431). La sacudida que produce Pelagio
había llegado también al otro extremo del mundo romano, a Gran Bretaña; en este
mismo año 429 una misión dirigida por san Germán de Auxerre marchará a
restablecer allí la ortodoxia. En la misma Italia vemos al pelagianismo
manifestarse por primera vez abiertamente en 439, cuando Julián de Eclano
intenta en vano hacerse readmitir por el papa Sixto III; el grupo pelagiano
pudo subsistir aún bastante tiempo, pero en la clandestinidad: como ha sucedido
con frecuencia cuando las herejías fueron sofocadas, los escritos de Pelagio y
Julián circularon bajo la máscara de atribuciones usurpadas, bajo el nombre de
un papa Sixto, de san Jerónimo, e incluso —curiosa paradoja— de san Agustín.
La polémica es la nota característica de
los tratados escritos por Julián de Eclano en esta segunda fase; no se trata
de establecer o ilustrar la doctrina pelagiana con argumentos nuevos (Julián se
obstina en una monótona exaltación de la bondad del Creador y de los
privilegios concedidos por él a la criatura), sino más bien de responder a los
ataques de que es objeto por parte de san Agustín. Para esto todos los argumentos
son buenos; más que como teólogo, Julián se comporta como abogado y buen alumno
de los retóricos.
De una prolijidad agobiante que discute
palmo a palmo, hábil para devolver la acusación, no vacila en recurrir a
argumentos ad hominem, rebuscando en el pasado y en los escritos anteriores de
su adversario. ¿No había consagrado anteriormente san Agustín tres libros a la
gloria del libro albedrío? ¿No confiesa en sus Confesiones, entre otros
delitos, haber sido maniqueo durante más de nueve años ? En realidad, sigue
siendo maniqueo! Así se explica su obsesión por el pecado, la corrupción, la
concupiscencia...
Esto era, según la escuela enseñaba,
excelente táctica de guerra. Otra arma sacada del arsenal retórico: deducir
lógicamente, partiendo de las proposiciones del adversario, consecuencias
extremas, y si era posible, absurdas. El pecado original contraído al nacer,
¿no implica una condenación del matrimonio cristiano? Admitir la necesidad
absoluta, universal del bautismo, ¿no es afirmar la condenación eterna de
innumerables niños sin pecado personal, de la inmensa masa de infieles también
que padecen una ignorancia invencible? Si se admite la predestinación, el
pequeño número de los elegidos, ¿dónde quedan la bondad de Dios, su justicia,
la eficacia del sacrificio redentor? Y no hay que olvidar que está escrito:
“Dios quiere salvar a todos los hombres” (2 Tim. 2, 4).
El interés de semejantes argucias sería
mínimo si no constituyesen el primer eslabón de una reacción en cadena cuyos
episodios se sucederán durante varias generaciones; las disputas cristológicas
nos han ofrecido ya en Oriente, de Apolinar a Eutiques, un primer ejemplo de
esta dialéctica:
1. San Agustín, perfecto heredero
también de la retórica clásica, se sintió obligado a aceptar el combate que le
presentaba Julián, a no dejar ningún argumento sin respuesta, lo cual le
llevaba a reforzar incesantemente su propia posición. A menudo esto le dio
ocasión de aportar a su doctrina complementos de una importancia decisiva y de
una gran riqueza. Así, en torno a la noción de libertad, vino a colocar por
encima de la libertad de indiferencia la libertas non peccandi, la capacidad de
no pecar, por medio de la cual el hombre redimido participa de la verdadera
libertad, la que Dios posee por naturaleza —concepción audaz con la que
resuelve, trascendiéndola, la oposición entre gracia y libre albedrío.
No cabe duda, sin embargo, de que con
demasiada frecuencia el anciano obispo de Hipona, reducido a una posición
defensiva, se vio obligado, ante el acoso de su implacable adversario, a
extremar su defensa, a endurecer su pensamiento, a utilizar fórmulas que
sobrepasaban quizá su convicción profunda y ciertamente, la fe auténtica
profesada por la Iglesia. Si ésta no ha cesado de venerar en él al Doctor de la
Gracia, también es cierto que siempre se mantuvo al margen de ciertas
exageraciones contenidas en sus tratados antipelagianos; que había en ello al
menos la posibilidad de un peligro, lo demuestra el error en que cayeron muchos
de sus lectores, de Gottschalk a Jansenio, pasando por Wiclef, Lutero y Bayo.
2. Pronto surgió la reacción. Es
significativo que ésta viniera de los ambientes monásticos, de profesionales de
la ascesis, fácilmente turbados por toda doctrina que, en su opinión, podía
ocasionar un relajamiento o una tibieza de espíritu. Fue en la Galia del Sur
donde la reacción tuvo más resonancia; ya en la misma Africa san Agustín había
debido calmar las inquietudes que la posición por él adoptada había suscitado
entre los monjes de Hadrumeto (hoy Sousse, Túnez); los dos tratados que compuso
con esta ocasión (427) agravaron, en lugar de calmarla, la oposición que
aparecería igualmente entre los monjes agrupados en Marsella en torno a Juan
Casiano, entre los de Lérins y entre los obispos de Provenza, salidos de este
ambiente o que gravitaban en su órbita.
Juan Casiano, que precisamente se hallaba
entonces (428) ocupado en redactar la segunda serie de sus conferencias con los
Padres del yermo —serie que dedicaría a dos monjes de Lérins, Honorato y
Euquerio, futuros obispos de Arles y de Lyon—, formuló sus contraproposiciones
sobre el problema discutido de la gracia y el libre albedrío, poniéndolas, en
su Colatio XIX, en labios del abad Chérémon de Panephysis, en el Delta de
Egipto. Bajo el ropaje de esta creación literaria, en realidad es san Agustín
el objeto de discusión.
Sin embargo, Casiano no se contentó con
oponerle la doctrina tradicional de los ambientes orientales en que él había
sido formado —Dios y el hombre, gracia y libre albedrío, cooperando de manera
íntima, y para nosotros misteriosa, en la obra de la salvación; como san
Agustín, se dejó llevar al terreno delimitado por Pelagio y encerrar en esta
nueva problemática que va a caracterizar la especulación occidental. También él
se afana por escudriñar el misterio de la salvación personal y se instala en
el corazón de la experiencia psicológica.
Con él, la dificultad central viene a ser
la del “comienzo de la buena voluntad”, initium bonae voluntatis. Sus
explicaciones a este respecto resultan bastante confusas. Sucesivamente parece
que este primer paso es atribuido a Dios o al hombre mismo, pero en este caso,
puesto que la gracia no puede dejar de recompensar, reforzar, desarrollar este
primer gesto, ¿no se quita así a Dios, en última instancia, todo el mérito de
la salvación para atribuírselo al hombre? Este es el punto que define la
herejía que se suele llamar semipelagianismo, término cuyo empleo se generalizó
en el siglo XVII y que de suyo es muy poco afortunado: inútilmente peyorativo,
hace suponer una unión directa con Pelagio cuando en realidad se trata de un
antiagustinismo.
3. Lo cierto es que en todo esto
había motivo para indignar a los fieles partidarios del gran Doctor africano,
que no le faltaban. Uno de ellos, el más entusiasta, el más intransigente, se
encontraba en el corazón de la plaza enemiga, en la misma Marsella: era
Próspero de Aquitania, un simple laico, sin duda monje. De 428-9 a 434-5 se
consagrará sin reservas a defender al que él llamaba “su admirable, su
incomparable maestro”; se apresura a comunicarle la oposición que se fragua
contra él, se encarga personalmente de responder, en prosa, en verso; llama al orden al
“conferenciante”, truena contra los que niegan la gracia, aquellos ingratos, refuta
punto por punto las objeciones que surgen en Genova, en Lérins, en otras
partes; acude a Roma con la esperanza de conseguir el apoyo decisivo de la sede
apostólica (431). En realidad sólo consigue del papa Celestino una declaración
concebida en términos mesurados, de una prudencia totalmente romana, en forma
de carta dirigida a los obispos galos que asocia a un magnífico elogio de san
Agustín, considerado como uno de los Doctores más seguros, un llamamiento a la
paz y una reprobación no disimulada contra los innovadores que ponen en duda
la fe tradicional; pero ¿quiénes eran entonces los innovadores, sino los agustinianos,
llevados por la controversia a precisar cada vez más el rigor de su sistema?
4. Su apología apasionada no
carecería de cierto endurecimiento suplementario de la posición asumida en sus
últimos tratados por san Agustín, posición de suyo ya un poco excesiva. De ahí
una reticencia cada vez más fuerte por parte de la oposición, a los ojos de la
cual esta actitud aparecía como una herejía cualificada —el
predestinacionismo—. Bastaba, en efecto, partiendo del énfasis con que
insistía san Agustín en el misterio de la elección y la importancia de la
perseverancia final, pasar aquí al límite y acusar a sus partidarios de
afirmar, por ejemplo: los que no son del número de los predestinados en vano
multiplicarán esfuerzos y buenas obras, pues Dios les retirará voluntariamente
su gracia de manera que así se vean impedidos de perseverar en el bien —sin
hablar de otras abominaciones del mismo género.
Fácilmente se comprende que sólo dentro de
una perfecta buena fe pudo mantenerse la oposición al agustinismo y adquirir
auge especialmente en Lérins y en todo el sudeste de la Galia, que era la zona
de influencia de este monasterio. Podemos medir el progreso de esta reacción
unos cuarenta años más tarde en la persona de Fausto de Riez, nombrado obispo
de esta pequeña ciudad provenzal (entre 455 y 462) después de haber sido
durante mucho tiempo monje y luego abad de Lérins. Hacia 473-475 le vemos
chocar con un agustiniano de estricta observancia, el presbítero Lúcido,
acusarlo inmediatamente de predestinacionismo, convencerlo, refutarlo y hacer
condenar la llamada “herejía” en concilios celebrados sucesivamente en Arles y
Lyon.
Muerto en medio de una veneración general,
después de haber vivido en estrecha amistad con lo más representativo del
episcopado galo-romano, Fausto ofrecía, no obstante, puntos flacos a la
crítica. Se ha de tener en cuenta, ciertamente, el descenso progresivo del
nivel cultural en Occidente cada vez más barbarizado (la misma Provenza cae en
poder de los visigodos en 477 y Fausto es desterrado en seguida por el rey
Eurico); por otra parte, Lérins, escuela de ascetismo, no era ciertamente un
centro de estudios. Encontramos en Fausto una especie de fundamentalismo
ingenuo que explica, por ejemplo, su concepción de un alma material (¿no la
asimila la Escritura a la sangre?) Esta carencia de base sólida explica sin
duda el hecho de que Fausto simplificase un poco su teología, lo cual era muy
peligroso en un problema tan delicado como el de las relaciones entre la
naturaleza y la gracia. Quizá sin darse plenamente cuenta del alcance de sus
afirmaciones, acaba también exaltando los magníficos dones concedidos por el
Creador al hombre hecho a su imagen y semejanza: el libre albedrío, esa “gracia
primera”, la ley natural, la salvación de los gentiles. ¿No atestigua la misma
Escritura la posibilidad de esta salvación en algunos casos, raros, es cierto,
pero luminosos? ¿No era esto deslizarse hacia un semipelagianismo o a un neo-pelagianismo
quizá?
5. Muy pronto, probablemente hacia
496, vemos a Roma inquietarse por este nuevo peligro: el papa Gelasio exige al
obispo Honorato y al presbítero Gennadio de Marsella que precisen su profesión
de fe. Algunos años más tarde, hacia 519, el antipredestinacionismo de los provenzales
aparece atacado en Constantinopla por los monjes escitas, que ya nos son
conocidos por la crisis monofisita; criticado por los obispos africanos —como
tales, discípulos fieles, aunque no siempre quizá demasiado competentes, de san
Agustín—, relegados en Cerdeña por la persecución vándala; refutado por el más
calificado de ellos, Fulgencio de Ruspe.
Dentro de Provenza, el restablecimiento de
la ortodoxia, que se hace necesario, pasa, a comienzos del siglo vi, a manos
del gran obispo Cesáreo de Arles. También san Cesáreo había vivido en Lérins y
estaba familiarizado con la obra de Fausto, pero más aún con la de san Agustín,
su maestro y modelo como pastor y predicador. En 529, bajo la inspiración y la
dirección de Cesáreo, el segundo concilio de Orange condenó oficialmente la
citada tendencia al semipelagianismo en términos de un agustinismo relativamente
reservado; sus cánones, cuya redacción había sido cuidadosamente pensada,
gozaron posteriormente de una gran autoridad, y a ellos se recurrió particularmente,
frente al paulinismo a ultranza de los luteranos, en el concilio de Trento.
2. LA SACUDIDA DE LAS INVASIONES BARBARAS
Mientras se desarrollaban estas largas
controversias, había tenido lugar la gran mutación histórica de la que debía
salir el Occidente medieval y moderno. El Imperio romano iba a ceder su lugar
a un conjunto de reinos instalados por los conquistadores germánicos; pero,
además, esta gran migración de pueblos, Volkerwanderung, había ocasionado
profundas transformaciones políticas y sociales que establecían las condiciones
de aparición de los pueblos de la Europa de hoy. Todo esto no se había
realizado sin muchos dolores, calamidades y ruinas: los campos asolados,
despoblados, colonizados de nuevo por los invasores, las ciudades conquistadas
repetidas veces; para mencionar sólo las capitales, Tréveris había sido tomada
y saqueada cuatro veces entre 405 y 440 antes de caer definitivamente en poder
de los francos hacia 464-5; Sirmio, por su parte, cambió siete veces de dueño
entre 427 —cuando el Occidente, definitivamente aislado de esta región lejana,
la cede al emperador de Constantinopla— y su destrucción por los ávaros en
582. No es necesario ningún esfuerzo para imaginar las desastrosas
consecuencias de semejantes catástrofes para la vida religiosa; no obstante,
conviene distinguir regiones y casos:
1. En las zonas marginales del
Imperio, donde el cristianismo se hallaba quizá menos sólidamente implantado,
pero sobre todo porque los estragos de las invasiones habían sido allí mayores,
asistimos a un retroceso momentáneo o a un desvanecimiento casi total de la
Iglesia. Ciertamente, una minuciosa investigación arqueológica ha permitido descubrir
algunas supervivencias del cristianismo en estas regiones barbarizadas, pero
se trata de restos mínimos, casi imperceptibles: unas leves brasas ocultas bajo
la ceniza.
Tal es el caso de la antigua Panonia, la
llanura entre el Danubio y el Drave, ese crisol donde tantos elementos vendrían
a fundirse antes de ver surgir, en el siglo X, la nación húngara. Tal es el
caso también, más al Oeste, al sur del Danubio y a caballo sobre el Rhin, de
las antiguas provincias de Nórico y Rhetia, colonizados finalmente por los
bávaros y los alamanes. Todos estos países no volverán a ser cristianos sino
después de un nuevo esfuerzo de evangelización, que producirá sus frutos sobre
todo a partir del siglo VII. El mismo fenómeno observamos en las riberas del
Mar del Norte, en la llanura flamenca, a decir verdad, apenas rozada hasta
entonces por la propaganda cristiana, y en Gran Bretaña, donde, en el suelo de
lo que va a ser Inglaterra, los celtas, más o menos romanizados, pero ya en
gran parte cristianizados, retroceden o son progresivamente absorbidos por las
oleadas de invasores anglosajones.
Un documento excepcional, la Vida de san
Severino, escrita en 511 por su discípulo Eugipio, nos permite entrever cómo se
desarrollaron los hechos a lo largo del Danubio, entre Ratisbona o Passau y
Viena, durante los años 453-488. El libro nos presenta un cuadro impresionante
de la inseguridad de esta región fronteriza, de la vida difícil que llevaba la
población romana y cristiana establecida en la orilla derecha del río; más o
menos bien, hubiera sido posible acomodarse a la poco grata vecindad de los
bárbaros —entonces eran los rugos, germanos orientales que habían sido
arrastrados entre las hordas de Atila, estableciéndose en esta región tras el
ocaso de este efímero imperio—, si el mundo germánico hubiera mostrado una
mayor estabilidad.
Apenas se logra encontrar frente a ellos
un modus vivendi, una especie de protectorado, aparecen otros enemigos: los
alamanes establecidos en Rhetia que, empujados a su vez por los turingios,
intentan avanzar hacia el Este, al otro lado del Isar, y luego del Inn. Los
romanos se repliegan, evacúan una tras otra sus ciudades o aldeas y se acogen
al abrigo de sus protectores. Pero éstos, por su parte, atraviesan horas sombrías:
disensiones dinásticas, fracaso de un intento de expansión hacia el Sur.
Italia se halla entonces en manos de un
condotiero germánico. Odoacro —el que pone fin, en 476, a la ficción de un
Imperio romano de Occidente—; reacciona con energía, prácticamente aniquila a
los rugos; y para acabar ordena el traslado masivo de la población romana,
que se refugia en Italia, llevando consigo todos sus bienes. Entre los más preciosos que poseían, los monjes del convento construido por san Severino no
podían dejar de recoger las reliquias de su santo fundador; acabarán por
establecerse a las puertas de Nápoles.
Y no se trata de un hecho aislado. Durante
los siglos V y VII vemos multiplicarse traslados semejantes, símbolos
expresivos de la desolación en que queda el Ilírico cristiano, de la
despoblación, al menos parcial, de la región, de la desorganización, preludio
de la desaparición, de sus iglesias. Así, en 412-3, Sirmio deja partir para
Tesalónica las reliquias de san Demetrio, en 453-8 las de santa Anastasia para
Constantinopla; de Sirmio también, o de sus cercanías, llegaron a Aquilea los
restos de san Hermógenes (o Hermágoras) y sus compañeros; a Roma, los de san,
Pollión de Cibalae, Roma acogerá también a los Cuatro Coronados venidos de la
región de Pecs, a san Quirino de Savaria, en la Panonia meridional. El éxodo continuará:
cuando la marca bárbara alcance o amenace la costa dálmata (la metrópoli Salona
es destruida por los ávaros hacia 614, sus habitantes se refugian en las islas
o tras los muros del cercano palacio de Diocleciano en Espalato), el papa Juan
IV (640-642) hace trasladar a Roma, para instalarlas en el bello oratorio de
San Venancio en Letrán, las reliquias de los mártires de Salona, así como las
de san Mauro de Parenzo en Istria.
2. La situación es diferente en los
países situados en retaguardia con relación a la zona anterior: la Carintia,
por ejemplo, la ribera izquierda del Rhin, la parte Nordeste de la Galia
(entre el límite Norte de la Valonia actual y el Sena), una parte de la
Normandía, la Bretaña. Aquí los estragos de la invasión, la implantación de una
población nueva, germánica o celta (es entonces cuando la Armórica se
convierte en la Bretaña por la afluencia de refugiados insulares), pudieron
ciertamente desorganizar la vida de la Iglesia durante un tiempo más o menos
largo; un testimonio fidedigno de este caos tenemos en las lagunas que
presentan muchas listas episcopales hasta bastante avanzado el siglo VI. Pero
difícil, debilitada quizá, la vida cristiana no llegó a interrumpirse: en numerosos
puntos —en Estrasburgo, Tréveris o Maguncia, como en Xanten— la arqueología nos
permite comprobar esta comunidad haciéndonos ver que los mismos sitios,
iglesias y cementerios, no cesaron de estar en uso, desde la época romana hasta
los carolingios, durante todo el período franco. Aunque notablemente
despobladas, las ciudades sobrevivieron, y con ellas algunos islotes de
romanidad, algunos núcleos de población capaz de mantener las tradiciones de
la época imperial —y el cristianismo en particular, como la más preciosa de
todas. Esta supervivencia en un contexto histórico tan difícil pone de
manifiesto la solidez de los resultados obtenidos por el esfuerzo de
evangelización del siglo IV.
Por otra parte, es preciso subrayar,
porque el hecho fue rico en consecuencias para el porvenir, el papel de primer
plano desempeñado por los hombres de la Iglesia durante todo el agitado período
de las invasiones. Cuando el Imperio romano se debilitaba y se desmoronaba
piedra a piedra —y con él la mayor parte de las instituciones en que se apoyaba
la civilización antigua—, sólo, o casi sólo, se mantuvo la Iglesia, y poco a
poco el pueblo cristiano se habituó a apoyarse en ella, a contar con ella para
sobrevivir.
Altamente significativo resulta el
complejo papel que asigna a su héroe la citada biografía de san Severino: el
prestigio que debe a su personalidad espiritual, a sus hazañas de taumaturgo,
hace de él el animador, el jefe indiscutido de los romanos del Nórico. La
ausencia de Coda autoridad de orden temporal hace que este papel rebase pronto
el dominio propiamente religioso; sin duda trabaja por consolidar la fe, la
piedad, predica la caridad, fomenta el monacato —pero se ve obligado también a
hacer reinar el orden y la disciplina, e incluso a tomar la dirección de
operaciones de policía, y con más frecuencia aún a negociar con los jefes
bárbaros, sensibles también, a pesar de ser paganos o herejes, a su
ascendiente.
El caso de san Severino sólo tiene de
excepcional su calidad de monje, es decir, de simple laico; pero tampoco en
esto carece de paralelos: santa Genoveva de París, por ejemplo (422-502). El complejo
papel que hemos visto desempeñar a este monje fue normalmente asumido por los
obispos casi en todas partes: una y otra vez los vemos organizar la
resistencia, enfrentarse y dialogar con el invasor —así, con ocasión de las
incursiones de Atila en la Galia (451) e Italia (452), san Aignan en Orleans,
san Lobo en Troyes, el mismo papa san León Magno
Paradójicamente, el hombre de Dios se hace
caudillo guerrero: si hemos de dar fe a la biografía de san Germán de Auxerre
—la figura más saliente del episcopado galo en la primera mitad del siglo V
(418448)—, durante su misión antipelagiana en Gran Bretaña, san Germán se
puso a la cabeza de los bretones, amenazados por una incursión conjunta de
sajones y celtas venidos de Escocia; y obtuvo un éxito, tanto por la habilidad
de sus medidas estratégicas como por el entusiasmo religioso que supo inspirar
a sus tropas (batalla del Aleluya, Pascua de 429?).
Más tarde, cuando los bárbaros han
conseguido la victoria y se han disipado los primeros rencores, los obispos
vuelven a realizar su misión de intercesores y desempeñan ante los reyes
germánicos que dominan ahora en su país el mismo papel de protectores del
Derecho y de defensores del pueblo que les habíamos visto desempeñar durante
el siglo IV frente a los rigores de la administración imperial.
3. Lo anteriormente dicho es verdad
también para otras regiones del Occidente, donde los trastornos se revelan
menos importantes, las invasiones menos complejas y, por tanto, menos
desastrosas, las transformaciones demográficas menos radicales, los mismos
bárbaros más disciplinados, de modo que la civilización romana pudo prolongar
durante generaciones una vida decadente sin duda, pero tenaz. Las ciudades subsisten,
con un mínimo de instituciones municipales; subsisten también un cierto número
de familias aristocráticas que conservan su estilo de vida del Bajo Imperio,
con la tradición de cultura asociada a su ambiente —y sobre todo cl
cristianismo, convertido en parte integrante de esa herencia romana.
Tal es el caso de Italia (y de Provenza,
que comparte durante mucho tiempo su destino), donde el régimen imperial se
mantiene hasta 476 y cuya herencia acogen respetuosamente sus conquistadores
ostrogodos (489-493). Su rey, el gran Teodorico (f. 526), se había educado en
Constantinopla como rehén y había recibido del emperador altas dignidades; su
pueblo había estado en contacto con el mundo romano (aunque estos contactos
fueran a menudo belicosos) durante su permanencia en las provincias danubianas
donde habían sido instalados, teóricamente en calidad de aliados, a partir de
455.
Un proceso semejante, pero anterior (se
sitúa en los años 380-400), había igualmente civilizado a los visigodos, que,
tras devastar Italia, establecieron su dominio sobre la Galia del Sur
(413-8-507) y después España, donde penetraron a partir de 456, conquistándola
primero en nombre del Imperio y pronto por cuenta propia, y cambiando Tolosa
por Barcelona y luego por Toledo como capital.
Un hecho análogo explica la relativa suavidad
del dominio ejercido por los borgoñones: antes de instalarse en Sapaudia (443)
y de extenderse en torno a Ginebra y Lyon, habían estado acantonados desde 407
a orillas del Rhin en la región de Maguncia y Worms. Finalmente, los vándalos
dejan, sin duda, escapar toda la parte occidental del Africa romana, desde
Cirta (Constantina) hasta el Atlántico, región que vuelve a su barbarie
original, lo cual no quiere decir que haya desaparecido totalmente el
cristianismo; algunos documentos epigráficos nos permiten constatar su
conservación hasta el momento de la invasión árabe; pero se trata, en esta
“Africa olvidada”, de una supervivencia cristiana crepuscular, como la de las
regiones menos favorecidas que considerábamos al principio. Por el contrario, en
el país donde a partir de 442 se consolida su dominio, y que corresponde a las
regiones más romanizadas, los vándalos respetan la civilización, se romanizan,
a su vez, poco a poco y hacen reinar un orden no demasiado indigno del pasado
imperial.
Semejante situación, sin embargo, no
constituía un beneficio total para la Iglesia. En la medida en que los germanos
habían entrado en la órbita cultural del mundo romano, el cristianismo había
penetrado en ellos; todos estos pueblos, en efecto, exceptuados los francos y
los últimos llegados a los países del Danubio (como sucede con una parte de
los lombardos), eran ya cristianos en el momento en que tomaron posesión de los
países latinos. Pero, como se sabe, su cristianismo era el que habían recibido
de Wulfila, es decir, el arrianismo, en el sentido definido por los concilios
de Rímini y Seleucia al final del reinado del emperador Constancio. Esta fe,
profesada con sinceridad y ardor, sería causa de no pocas dificultades entre
los nuevos señores y las poblaciones católicas caídas ahora bajo su poder.
Es en Africa donde el choque resultó más
violento; se pudo hablar a este respecto de “lucha implacable”. Lo que estaba
en litigio no era sólo la religión: el reino vándalo estuvo en lucha casi
constante con el Imperio (Genserico se apodera de Roma el 2 de junio de 455 y
la saquea, a pesar de las súplicas del papa san León, que tuvo con él menos
suerte que con Atila); a los ojos de sus dominadores arrianos, los católicos podían
ser sospechosos de pactar con el enemigo, y de hecho, viéndose perseguidos, lo
llamaron en su ayuda. Hombres de Estado capaces de elaborar una conducta
coherente y reflexiva, Genserico (428-477), su hijo y sucesor Hunerico, el
cuarto rey vándalo Trasamundo intentaron conscientemente aplicar en sus
dominios la misma política de unidad religiosa, garantía de la unidad
nacional, que hemos visto adoptada por los emperadores cristianos. Arrianos
convencidos, procuraron atraer su pueblo al arrianismo; de ahí las
persecuciones enconadas durante largos años con algunos períodos de calma, en
particular en el reinado del tercer rey, Gundamundo (485-496). Persecuciones,
por otra parte, muy hábilmente dirigidas, que iban acompañadas de una campaña
de conversión, de presión moral; se hacen esfuerzos por paralizar el
catolicismo, confiscando sus iglesias, desterrando a los obispos, impidiendo el
nombramiento de otros; uno de los primeros gestos de Genserico al día siguiente
de la toma de Cartago (439) fue expulsar al obispo Quodvultdeus: la sede de la
capital permanecerá veinticuatro horas sin titular (456-7-480-1).
Pero esta política debía al fin fracasar y
aumentar, en vez de disminuir, la hostilidad de los católicos frente a los
vándalos; la actitud tolerante del penúltimo rey, Hilderico, no logró hacer
olvidar las vejaciones sufridas en tiempo de sus predecesores, y las tropas
bizantinas, enviadas a Africa al mando de Belisario por el emperador
Justiniano, serán acogidas como libertadoras (533).
Los obispos habían dirigido o sostenido, como
mejor pudieron, la resistencia del pueblo católico a lo largo de este difícil
período; un lugar preferente entre estos teólogos v polemistas ocupa Fulgencio,
obispo de Ruspe (f. 523). Su actividad desborda el marco de África: durante sus
largos años de destierro (702-517, 517-523), establecido en Cagliari, Cerdeña,
funda un monasterio (había sido monje antes de ser obispo), desarrolla una
intensa actividad pastoral, mantiene contacto con los monjes escitas,
interviene como hemos visto en la polémica semipelagiana, manteniendo con todas
sus energías la más severa tradición agustiniana. Y no se trata de un caso
aislado; conocemos otros desterrados o refugiados, obispos o monjes, que
fecundaron igualmente el país que los acogió, Campania, Provenza, España.
Indudablemente es éste un honor de la iglesia de África, pero semejante éxodo,
añadido a los efectos de la persecución y del retorno a la barbarie,
contribuyeron también a su debilitamiento; Justiniano y sus sucesores
encontrarán allí una cristiandad pobre que deberán esforzarse por reanimar.
En el resto del Occidente el arrianismo de
los germanos no creó problemas tan graves. El choque fue allí menos brutal,
quizá por el hecho de que, desde generaciones, el pueblo estaba acostumbrado a
ver bárbaros servir como mercenarios en el ejército imperial, para acabar por
constituir lo esencial en él; otros habían sido acantonados en los campos,
instalados y provistos de tierras en virtud del contrato, o de la ficción, que
hacía de ellos “aliados”, foederati. De esta manera se reguló la transición
entre los dos regímenes: durante mucho tiempo los germanos fueron considerados
un poco como un ejército extranjero de ocupación, superpuesto a los
provincianos latinos o romanizados. Estos dos elementos de la población
estaban separados por una serie de barreras: lengua, costumbres (el vestido, la
alimentación...), derecho (no se aplicaban las mismas leyes a los romanos y a
los bárbaros en el interior de un mismo reino) y hará falta mucho tiempo para
que estos elementos se fundan y hagan nacer los pueblos de la Europa moderna.
La diferencia de confesión, sin duda vivamente sentida, sólo constituía un
obstáculo más para esta fusión.
Ciertamente hubo fricciones, por ejemplo,
entre los visigodos de Aquitania o de España. La conducta de su rey Eurico
(466-484) frente a los católicos recuerda en ciertos aspectos la de sus colegas
vándalos: apenas se apodera de una nueva provincia, destierra a las figuras
salientes del episcopado; la suerte que corrió Fausto de Riez tras la anexión
de Provenza (477), había sido la de Simplicio de Bourges y de Sidonio Apolinar,
obispo de Clermont, tras la conquista de Auvernia (475). Parece que se opuso
también a la sustitución de los obispos depuestos, lo cual, a la larga, habría
amenazado a la Iglesia de extinción como en el caso de África.
El interés político explica
suficientemente estos rigores: los obispos habían sido a menudo el alma de la
resistencia; algunos pertenecían a las grandes familias aristocráticas
estrechamente vinculadas al Imperio; tal es el caso de Sidonio Apolinar. Tanto
en el reino de Tolosa como en el de Toledo se debe hablar de malestar, de dificultades momentáneas más
que de persecución.
La mayoría de los reyes visigodos se
mostraron tolerantes con sus súbditos católicos: Amalarico, por ejemplo,
autoriza la reunión de un concilio general (Toledo, 527). La única crisis
notable se produce tardíamente, en el reinado de Leovigildo (567-586): su hijo
mayor Hermenegildo, establecido como regente en Andalucía, se convierte al
catolicismo por influencia de su mujer, una princesa franca, y del gran obispo
Leandro de Sevilla; se revela contra su padre y es pronto vencido y ejecutado.
Esto da lugar, naturalmente, a una reacción arriana; un concilio de obispos
arrianos (580) se esfuerza, no sin habilidad, pero sin gran éxito, por
conseguir la adhesión del episcopado católico.
Pero poco después de subir al poder (587),
el segundo hijo y sucesor de Leovigildo, Recaredo, se convierte también y con
él buena parte de los grandes y de los obispos godos. Sin duda el arrianismo no
desaparece de golpe; en tiempo de Viterico (603-610) realizará un intento de
recuperación, pero está ya herido de muerte. El concilio III de Toledo,
reunido solemnemente en 589, inaugura un nuevo período de la historia del reino
visigodo caracterizado por una colaboración estrecha y de tipo ya medieval
entre el Estado y la Iglesia, que se manifiesta en particular con ocasión de
los grandes concilios nacionales: de 633 a 702 se reunirán otros quince nuevos
concilios en la metrópoli, política y eclesiástica a la vez, de Toledo.
Entre tanto, había vuelto también a la
unidad con la Iglesia católica el pueblo de los suevos, entrados en España con
los vándalos y rechazados por los visigodos a la parte Noroeste de la
Península Ibérica; paganos a su llegada, parece que tuvieron un primer rey
católico, Rechiario (448-457), pero habían pasado luego al arrianismo. Su
conversión definitiva tenía lugar hacia 556, en el reinado de Charriarico, en
particular gracias a la acción eficaz de un gran apóstol, san Martín de Braga,
establecido en Galicia primero como monje, luego como obispo de Dumio (556) y
finalmente como metropolitano de Braga (570-1-579). El reino suevo fue
anexionado al Estado visigodo en 585.
La misma actitud tolerante observamos en
la Galia por parte de los borgoñones. También ellos quizá se habían acercado al
catolicismo durante su primer establecimiento a orillas del Rhin, pero cuando
en la segunda mitad del siglo V los encontramos instalados en la región del Ródano
habían pasado al arrianismo. Los obispos del país, entre los que destaca san
Avito de Vienne (494-518), influyeron poderosamente en la familia real: en
tiempo de Gondebaud (f. 516) varias princesas son ya católicas, su hijo y sucesor
Segismundo acaba también por convertirse. Su muerte trágica, a manos de sus
adversarios francos (523), hirió la sensibilidad popular que veneró como el de
un mártir el recuerdo de un rey, piadoso ciertamente, pero violento y cruel
como todos estos reyes bárbaros : hubo de expiar el asesinato de su propio
hijo.
Sobrina del rey Gondebaud es santa
Clotilde, esposa del rey de los francos, Clodoveo; por influjo de ésta y del
obispo san Remigio de Reims, Clodoveo pidió y recibió el bautismo, seguido,
como siempre, por una buena parte de sus nobles y su pueblo (en torno al año
500). Pasados directamente del paganismo al catolicismo, los francos y su
dinastía se consideraron por ello llamados a lograr la adhesión a su fe de sus
súbditos iban a conquistar progresivamente: Aquitania arrebatada a los visigodos
en 507, el reino borgoñón en 532-4, Provenza a los ostrogodos en 536.
En Italia, finalmente, la presencia de
elementos germánicos, fuese a título de mercenarios, invasores o protectores,
no alteró gravemente la situación religiosa. Mientras dura el Imperio, sigue
fiel a su política tradicional : el catolicismo religión del Estado.
Las iglesias italianas no se vieron
molestadas después de 476, en el reinado de Odoacro, y luego, a partir de
489-493, durante el dominio de los ostrogodos. Un aspecto significativo del
sabio gobierno de su gran rey Teodorico (f. 526) lo constituyen su tolerancia
frente a los católicos, sus relaciones respetuosas con el papado. El conflicto
que enfrentaba desde 484 a la iglesia bizantina y a la iglesia latina a
propósito del Henotikon de Acacio, por su naturaleza, garantizaba la seguridad
del rey en el plano político. Restablecida la comunión entre Roma y
Constantinopla (519), las cosas pudieron cambiar y la fracción de la
aristocracia romana que no se resignaba al yugo de sus dominadores ostrogodos
pudo mirar con cierta complacencia, esperando su ayuda, al emperador de
Oriente. Así, más que por una repentina crisis de persecución arriana, se ha de
explicar la desgracia (523) y la muerte (524) del gran filósofo Boecio, que
había entrado tardíamente al servicio de Teodorico como magister officiorum.
Ciertamente el rey ostrogodo se sentía
solidario del arrianismo, que había venido a ser en cierto modo la religión
nacional de los germanos al servicio del Imperio: el papa Juan I moriría en 526
en la cárcel donde le había hecho encerrar Teodorico tras el fracaso de la
misión que en nombre suyo había realizado en Constantinopla —misión, por otra
parte, singular para un papa, pues se trataba de interceder en favor de los
arrianos, tratados severamente por el emperador Justino. Pero sólo podríamos
señalar un pequeño número de episodios lamentables como éste; a la muerte de
Teodorico, acaecida el mismo año 526, sucedería una paz completa. Conviene
señalar que Casiodoro, otro representante típico de la intelligentsia italiana del tiempo, había podido aceptar la
sucesión a Boecio en el cargo de magister
officiorum; de 533 a 538 ocuparía la magistratura suprema, la prefectura
del pretorio: la reconquista justiniana había comenzado ya (535).
3. FIN DE LA ERA PATRISTICA EN OCCIDENTE
En todas las regiones donde la avalancha
de las invasiones no había trastornado con demasiada profundidad la estructura
administrativa, económica y social del mundo romano, la vida, pasado el
vendaval, siguió como antes y, en este marco a fin de cuentas intacto, la vida
de la Iglesia en particular se mantuvo en la trayectoria del siglo IV. Así
sucede en lo que quedaba del Ilírico, la Dalmacia, en la parte de Africa caída
bajo el dominio vándalo y, hasta cierto punto, también en la periferia de la
Península Ibérica (los visigodos se habían instalado sobre todo en la meseta
central); de manera especial es este el caso de la Galia al sur del Loira y,
finalmente, de Italia.
La vida romana se prolonga, aunque
indudablemente un poco empobrecida: hemos entrado en un tiempo de decadencia.
Sin embargo, no hay que exagerar la generalidad del fenómeno, ni la rapidez de
este proceso de desintegración. El esplendor de los monumentos de Rávena da
testimonio todavía hoy de la vitalidad de la civilización antigua en esta
Italia de los siglos V y VI y de su fecundidad, al menos en el plano artístico.
Residencia imperial a partir de 402-4, honrada por la estancia de la regente
Gala Placidia (423-450), capital de Italia en tiempo del rey Teodorico y sus
sucesores (493-535), y a partir de 540 durante la dominación bizantina. Rávena
nos permite seguir la continuidad de una tradición todavía floreciente durante
más de un siglo (en cifras redondas: 470-650); no se da aún ruptura con las
generaciones precedentes. Como en Oriente, nos hallamos todavía en la
Antigüedad cristiana, en la Spatantike.
En la misma Roma, a pesar de las ruinas
acumuladas por tantas catástrofes, saqueos (410, 455, 472), rendiciones o
asedios sucesivos (536, 537-8, 545-6, 547, 550, 552), preludios de una ruina
casi completa, podemos hacer las mismas observaciones al estudiar lo que nos
queda de las iglesias entonces fundadas, reconstruidas o decoradas. De estos
siglos V y VI datan los más bellos mosaicos monumentales, del arco triunfal de
Santa María la Mayor, dedicada a raíz del concilio de Efeso por el papa Sixto
III (432-440), del ábside de SS. Cosme y Damián, construido por el papa Félix
IV (526-530) que transformó en iglesia un grupo de antiguas construcciones
paganas al borde de la Vía Sacra.
La vida continúa: la Iglesia se enfrenta
con las mismas tareas, siendo la más importante la de completar la
evangelización de Occidente. En el siglo V había aún paganos por convertir, y
esto no sólo en los cantones más alejados de las provincias, sino también en
las grandes ciudades y en la misma Roma. Los vemos alzar la cabeza en período
de crisis; cuando la invasión de Alarico (408-410) pretenden restaurar el uso
de los sacrificios, achacando al abandono de la religión ancestral la
responsabilidad de las calamidades que se han abatido sobre la patria romana;
estas objeciones parecen suficientemente graves para que san Agustín se
considere en la obligación de responder con su monumental Ciudad de Dios (413-427). Hacia 495, el papa Gelasio deberá todavía
alzar su voz contra la celebración de las Lupercales; se hablará incluso de
abrir de nuevo el templo de Jano con ocasión del asedio de 537-8.
No obstante, el bloque de la resistencia
pagana se desvanece. La penetración del cristianismo en las grandes familias
senatoriales, vigorosamente iniciado como se ha visto desde finales del siglo IV,
continúa, y a comienzos del VI la integración a la Iglesia de esta élite a la
vez cultural y social parece acabada. El tutor y abuelo de Boecio, cristiano
como él, es biznieto del gran Símmaco, líder en su tiempo del partido pagano,
el adversario de san Ambrosio; por el mismo Boecio podemos apreciar la calidad
del cristianismo de estos últimos romanos, una religión culta, nutrida de
filosofía, fiel a la tradición clásica, pero de una fe auténtica, perfectamente
al corriente de los problemas teológicos y canónicos de la Iglesia de su
tiempo.
El mismo fenómeno aparece en provincias.
Parece como si frente a la marea de barbarie que sube se hubiera constituido
una especie de frente común del cristianismo y de la cultura. Es
característica la carrera de un hombre de letras como Sidonio Apolinar: nacido
en Lyon en torno al año 430, también aristócrata, hijo v nieto de prefectos del
pretorio, yerno de uno de los últimos emperadores de Occidente (Avito, 455-6),
prefecto de Roma a su vez (468); cristiano de siempre, en un principio bastante
tibio, es cierto, pero madura, entra en el clero y termina su vida como obispo
de la ciudad de los armenios (en la actual Auvernia), en el territorio de la
cual se encontraba su dominio y su residencia preferida (471-486). Allí ve
sucesivamente a Lyon caer en poder de los borgoñones (470-4), Auvernia
conquistada por los visigodos (475); el servicio de la Iglesia es el único
refugio que permite a Sidonio, en medio de estas tempestades, permanecer fiel a
las diversas tradiciones que anhela mantener hasta el fin. No encontramos,
pues, en Occidente el equivalente de la resistencia obstinada que veíamos, por
ejemplo, en los últimos neo-platónicos de la escuela de Atenas.
Los problemas pendientes todavía de
solución no eran sustancialmente distintos para la élite y para las masas,
urbanas o rurales: en ambos casos se trataba de luchar contra un paganismo
remanente, hecho de prácticas tradicionales más que de creencias
conscientemente profesadas, en vía de degradarse en supersticiones. Estas, por
otra parte, amenazaban también sobrevivir contaminando a los mismos cristianos:
en la predicación de este tiempo ocupan un gran lugar las amonestaciones
poniendo en guardia contra semejante infiltración. Así, por ejemplo, hacia el
año 440 el papa san León, en un sermón de Navidad, fustiga a los fieles que,
antes de entrar en la basílica de San Pedro en el Vaticano, se volvían para
hacer, a la manera pagana, un profundo saludo al sol naciente.
En este sentido la actitud de la Iglesia
no fue uniformemente negativa. Supo también incorporar viejas tradiciones y,
hechas las necesarias adaptaciones y trasposiciones, ponerlas al servicio de la
piedad cristiana. De esta manera, las antiguas procesiones romanas de las ambarvalia encontraron un homólogo
cristiano en el triduo de Rogativas organizado en sus diócesis de Vienne por el
obispo san Mamerto (f. 470), hermano mayor del filósofo Claudio Mamerto, uno
de los últimos representantes de la cultura griega en Occidente.
Este esfuerzo de evangelización, de
conversión en profundidad que caracterizó a los siglos V y VI estuvo animado,
en efecto, por grandes obispos, pastores y doctores a la vez, herederos en esto
de la tradición de los Padres del siglo IV. En Roma podemos escoger como tipo
al que la posteridad ha dado el sobrenombre, con pleno derecho, de Magno: san
León (440-461). Si su correspondencia nos lo presenta en sus funciones de papa,
interviniendo con autoridad en Oriente y en Occidente para establecer la norma
en materia de dogma o de disciplina, sus sermones nos lo dan a conocer como
obispo, preocupado por instruir a su pueblo. Son sermones breves, sobrios y
densos, de contenido ante todo doctrinal, pero de una teología centrada en sus
elementos esenciales (se percibe a la vez la preocupación pedagógica de
acomodar la enseñanza a la capacidad o a la necesidad de los oyentes y, por
otra parte, el reflejo de la situación histórica: el período de germinación, de
creación está cerrado, el dogma aparece estabilizado). San León se expresa de
una manera sencilla, en una lengua armoniosa y clara donde abundan las fórmulas
lapidarias de cuño perfectamente logrado; su lengua está como tejida de reminiscencias
litúrgicas y utiliza, por otra parte, con maestría y discreción los
procedimientos más salientes de la retórica clásica (antítesis, paralelismo,
asonancia, ritmo). Todo lector puede percibir todavía hoy tanto la riqueza del
fondo como la eficacia de la forma; el historiador subrayará, además, los
méritos peculiares de esta sobriedad intencionada: este estilo en claroscuro
representa una reacción importante, que honra grandemente a san León, contra
la retórica intemperante, el preciosismo exasperado, la lengua artificiosa,
demasiado culta, que afectaban los literatos de la época y que en ellos
aparece, sin duda, como uno de los síntomas más característicos de la
decadencia.
Volvemos a encontrar esta importancia
otorgada a la predicación, a la enseñanza doctrinal —la misma tendencia también
a simplificar las cosas, incluso en teología (estamos lejos de los
refinamientos y las sutilezas que nos ha dado a conocer el Oriente)—, entre
los obispos italianos de la generación precedente como Máximo de Turin (f.
antes de 423) o sus contemporáneos, como Pedro Crisólogo de Rávena (432-440-450),
o más tarde y en otro ambiente, en Cesáreo de Arles (503-542) en la Galia, o
Martín de Braga (561-580) en Galicia. Estos dos últimos fueron para su región
grandes organizadores que convocaron, animaron concilios, atentos a resolver
los problemas que planteaba el desarrollo de las instituciones eclesiásticas,
desarrollo paralelo al del progreso de la evangelización.
Todos se esforzaron celosamente, mediante
el ministerio de la palabra, por difundir en profundidad el mensaje evangélico,
por elevar el nivel religioso de sus fieles, por combatir las prácticas
supersticiosas en las que sobrevivía el paganismo. Lucha difícil que debía
prolongarse durante siglos con éxito desigual; algunas de estas costumbres fueron,
por fin, eliminadas, por ejemplo, las mascaradas de caras de animales que
tenían lugar en las fiestas paganas del primer día del año (algo de ello ha perdurado
hasta nuestros días en el África del Norte a pesar de la islamización). Otras
han subsistido, aunque degradadas al nivel de folklore: hemos conservado la
costumbre, también pagana y violentamente combatida por nuestros predicadores,
de los aguinaldos y de los “buenos deseos” del Primer día de enero. Entre las
lenguas de la Europa occidental, sólo el portugués ha adoptado el uso
eclesiástico, generalizado en territorio griego, de designar los días de la
semana por el número de orden de la feria, en lugar de los nombres de las
divinidades astrales de la semana astrológica: día de la Luna, día de Marte...
La red de obispados se hace más tupida.
Así, en la parte de la Galia que limita con el Mediterráneo (las dos provincias
de Narbonense, el Sur de la Viennense y de los Alpes Marítimos), que contaba ya
con una veintena de sedes episcopales a finales del siglo IV, aumenta en una
decena durante el v y casi otras tantas en el vi. En la Península Ibérica las
sedes se elevan ahora a sesenta y nueve.
La evangelización del campo donde, como
hemos visto, quedaba mucho por hacer, también ha progresado rápidamente; de
ahí la necesidad de fundar iglesias rurales que se multiplican bien en las
localidades que habían sido centros religiosos en tiempos del paganismo, bien
en los antiguos poblados o en agrupaciones nuevas que surgen en el interior de
los grandes dominios de estructura ya cuasi medieval. Era éste un fenómeno
enteramente nuevo que contrastaba con la estructura tradicional de la Iglesia
concentrada originariamente en los centros urbanos y estrechamente unida en
torno a su obispo.
Como en Oriente, la parroquia rural
tardará en encontrar su estatuto definitivo. Numerosos concilios regionales nos
permiten seguir la evolución progresiva que acabará por diferenciarla: así,
para la Galia meridional, los concilios de Riez, 439; Vaison, 442; Agde, 506;
Arles, 524; Vaison, 529... Lo mismo sucede en España, desde el I concilio de
Toledo (400) al III (589). El número de estas parroquias poco a poco llega a
ser considerable; excepcionalmente poseemos datos de Galicia: en 569 la diócesis
de Braga cuenta con veintinueve parroquias, la diócesis vecina de Portugal,
veinticuatro.
El presbítero que atiende una iglesia rural
sólo recibe al principio poderes canónicos o recursos económicos bastante
limitados; durante mucho tiempo se procurará todavía reunir a todos los
fieles, con ocasión de las grandes fiestas, en la iglesia episcopal, o al menos
principal.
La Italia del Norte y del Centro nos da a
conocer una organización original y más compleja, la pieve, que constituye un eslabón intermediario entre el obispo y
la parroquia elemental: las iglesias rurales de un distrito forman una especie
de comunidad bajo la autoridad de una iglesia principal, la única que es
iglesia “bautismal”.
A una escala superior, los obispados se
agrupan por provincias bajo la autoridad de un metropolitano: el principio
nunca es discutido, aunque a veces se discuta la extensión de la jurisdicción,
bien a causa de ambiciones personales, bien porque las modificaciones de la
administración civil tienden a reflejarse en la geografía eclesiástica. Así, en
la Galia meridional, la autoridad de la sede de Arles, adonde se replegó la
prefectura del pretorio de Tréveris a finales del siglo IV, gana terreno
frente a la antigua metrópoli Vienne. Arreglada en principio por el concilio de
Turin (398), la situación jerárquica de los obispos de esta región vuelve a
discutirse en diversas ocasiones a lo largo del siglo V, en medio de enconadas
contiendas que obligaron a intervenir a varios papas, desde Zósimo (417-418) a
Hilario (461-468).
Toda la Iglesia latina se encuentra
congregada en torno a la sede de Roma; los lazos que a ella la unen pueden
parecemos bastante débiles si se los compara con la centralización actual, o
también con lo que veíamos en los patriarcados orientales de los siglos V y VI;
sin embargo, este mismo período nos hace asistir a un proceso muy marcado en el
reconocimiento del primado romano, y esto en todos los planos —dogmático,
disciplinar, jurisdiccional.
Realizado a pesar de las desfavorables
circunstancias históricas, este progreso es debido a la acción de grandes
papas, muy conscientes de su autoridad, preocupados por hacerla conocer y
respetar, desde Inocencio I (401-417) a san Gregorio Magno (590-604). No
pudiendo enumerarlos a todos, conviene al menos recordar aquí los nombres de
san León (440461) y de Gelasio (492-496: a pesar de la relativa brevedad de su
pontificado, poseemos de él unas ciento cincuenta cartas o fragmentos de cartas).
Atentos a todas las necesidades de la Iglesia, no vacilaron en multiplicar sus
intervenciones, yendo a menudo muy lejos en el detalle de la reglamentación.
Una carta del papa Celestino a los obispos de Provenza (428) condena la
costumbre introducida por obispos salidos de Lérins de llevar un hábito
especial, sin duda de origen monástico: obsérvese que esta condena es el primer
testimonio que poseemos sobre la aparición del hábito eclesiástico; hasta
entonces —y así lo deseaba el pontífice— el clero sólo se distinguía de los
fieles “por su ciencia, sus virtudes, su ortodoxia, no por el vestido”.
No es preciso insistir en el papel, a
veces decisivo, de la posición adoptada por Roma en las polémicas
cristológicas o pelagiana. En el ámbito de la jurisdicción, es un principio
indiscutido que el recurso a la sede apostólica constituye la instancia
suprema; en la realidad, la tendencia muy natural de las iglesias regionales a
resolver ellas mismas sus dificultades internas hace que tales apelaciones
resulten esporádicas y bastante excepcionales. Se tiene a veces la impresión de
que, un tanto contenta de tener una ocasión de ejercer su derecho, la curia
romana manifiesta cierta tendencia a escuchar con un prejuicio favorable al que
acude a ella con la queja de absolverle sin haber escuchado a la parte
contraria, lo cual origina a menudo protestas y hace que el pleito no acabe: el
de un presbítero africano, Apiario de Sicca Veneria, excomulgado por mala
conducta por su obispo, debía prolongarse de 417-8 a 426 y ocupar sucesivamente
a los papas Inocencio, Bonifacio y Celestino.
Por otra parte, el ejercicio de esta
autoridad choca con dificultades crecientes debidas a los enrevesados cambios
políticos. Tras la invasión de 406, las relaciones entre la sede de Roma y la
Galia del Norte prácticamente están interrumpidas; incluso con las provincias
del Sudeste, que siguen siendo romanas y políticamente están unidas a Italia,
las comunicaciones no son demasiado fáciles. Con plena claridad lo vemos en un
asunto tan grave como la crisis monofisita; san León había tenido cuidado de
comunicar a los obispos de Provenza (5 mayo 450) el texto de su famosa Carta a
Flaviano. La respuesta del concilio de Arles llegó a Roma demasiado tarde para
que los legados pudieran, como lo hubiera deseado el papa, presentarla al
concilio de Calcedonia: el acuse de recibo de san León está fechado el 27 de
enero de 452. Dato curioso: en esta respuesta encarga a los obispos galos que
comuniquen el feliz resultado del concilio a los obispos de España, como si él
no pudiera comunicárselo directamente. Mediante estas cartas se constata que
las comunicaciones dependen de la visita ad
limina de tal o cual prelado, en este caso el metropolitano de Embrun que
acude a Roma con motivo de un conflicto de jurisdicción; así mismo, es un
obispo de Grenoble quien lleva a Milán la Carta a Flaviano.
Así se explican ciertos intentos por
remediar este estado de cosas. Según el modelo del vicariato de Tesalónica que
servía al papa para ejercer indirectamente su autoridad en las provincias
griegas de su patriarcado (la institución es definitivamente puesta en marcha
por Inocencio, 412), se intentó crear, en diversas ocasiones, un delegado más
o menos permanente que pudiera servir de intermediario entre Roma y las
diferentes provincias eclesiásticas de una región.
En la Galia mediterránea esta función fue
reivindicada por Arles: concedida en 417 por el papa Zósimo al intrigante
Patroclo, la primacía de Arles se eclipsa en 419; el enérgico san León se
opondrá firmemente a las iniciativas tomadas por san Hilario fuera de su propia
provincia. Restablecida hacia 462, de nuevo en 514 (en beneficio de san
Cesáreo), una última vez en 595 durante el pontificado de san Gregorio Magno,
esta institución no logrará echar raíces; una vez que intervienen las vicisitudes
políticas en un país disputado entre visigodos, ostrogodos, borgoñones y
francos. En la Galia unificada de los merovingios, el obispo de Lyon ocupa el primer lugar y
recibe el título de primado (570, 585...), pero sin ejercer en sentido estricto
las funciones de un vicario del papa.
En España vemos, igualmente, conferir un
vicariato de este género al obispo de Sevilla por parte de los papas Simplicio
(468-483), Félix (483492) y más tarde Hormisdas (1514-523); éste precisa la
extensión del territorio interesado, las provincias de Bética y Lusitania;
parece haber concedido funciones análogas a un obispo de Tarragona. Pero
también aquí se trata de concesiones provisionales; el porvenir no se hallaba
de ese lado: España se orientará hacia una Iglesia nacional unificada en torno
a la sede de Toledo; ésta, en un principio siempre sufragánea de Cartagena,
sube a metropolitana en 527; tras la conversión del rey Recaredo (587), obispo
de la capital, el titular de la sede de Toledo se convierte de hecho en
primado de toda España (aunque el título no aparece hasta 647).
Por otra parte, los siglos V y VI nos
muestran a la institución monástica en pleno desarrollo; también aquí la
tradición inaugurada en el siglo precedente se continúa sin alteración notable.
Los focos ya creados dan origen a otros nuevos: podemos seguir la irradiación
de Lérins én la región Vienne-Lyon, y desde allí en el Jura (Condado, hoy
Saint-Claude, 450) y en Valais (Agaune, hoy Saint-Maurice, 515). Aparecen focos
nuevos: así, concretándonos a España, Asán en Aragón, fundado por san
Emiliano, al que dio fama san Victoriano (f. 558), Dumio, Braga en Galicia
creados por san Martín hacia 550.
Panonio de origen, como su homónimo y
patrono san Martín de Tours, san Martín de Braga había sentido su vocación
religiosa y apostólica durante su estancia en Palestina. Como el de Provenza,
este monacato ibérico se inspira directamente en los primeros monjes de Oriente;
san Martín traduce y hace traducir los Apophthegmata de los Padres del Yermo. A
ésta añaden, contribuyendo a su florecimiento, otras influencias, en
particular las que llevan consigo los refugiados de Africa. En 569 se señala la
llegada a la región de Valencia de un abad Donato acompañado de setenta monjes
y de un cargamento de libros; en los años siguientes, la del abad Nanctus que
se establece en Mérida. A esto se debe, sin duda, la introducción en España de
la regla de san Agustín.
Pero ésta no bastaría para explicar un
fenómeno que se hace muy general; la contribución del monacato al
reclutamiento del cuerpo episcopal. La causa reside en las condiciones
históricas: la barbarie creciente de las costumbres, el empobrecimiento general
de la cultura hacían más difícil la elección de buenos obispos; para superar
los recelos recíprocos, se recurrirá cada vez más a los monjes; Lérins, por
ejemplo, desempeñará durante estos dos siglos el papel de vivero de obispos. Su
propio fundador, san Honorato, acaba su carrera en la sede de Arles (427-430),
precedido o seguido de tres de sus discípulos; otros irán allí más tarde, entre
ellos el gran Cesáreo (503-542). La irradiación de Lérins se extiende a todo
el Sudeste de la Galia: a mediados del siglo V encontramos a san Euquerio en
Lyon, a sus dos hijos Salonio y Verano en Ginebra y Vence. El mismo fenómeno se
observa en Africa, en España; Roma, siempre conservadora, seguirá más tarde:
hay que esperar hasta finales del siglo VI para ver a un monje elegido papa —y
ese papa será san Gregorio Magno (590-604).
Nombrados obispos, estos monjes no
abandonaron su primer ideal: siguen siendo monjes de corazón, de hecho
—incluso, como hemos visto ya, en el vestido. Sin duda (aunque las precisiones
en este punto nos faltan casi siempre) estos hombres agruparon con frecuencia
en torno suyo a cierto número de sus clérigos para llevar con ellos una vida
comunitaria; más visible es su papel en la difusión del monacato como fundadores
o legisladores.
Esta expansión monacal, en efecto, se
efectúa en una atmósfera un poco anárquica: como en Oriente, cada monasterio
adopta la organización o el espíritu definido por su fundador; de ahí ese característico
pulular de Reglas, conservamos una veintena. En ellas no todo, ni mucho menos,
es original; sin hablar de las traducciones o adaptaciones de reglas
orientales, estos documentos se copian mucho; en ciertos casos plagios y
filiaciones aparecen con evidencia: así las dos Reglas, masculina y femenina,
de san Cesáreo, derivadas a su vez de san Agustín y sin duda también en la
tradición de Lérins, inspiran por su parte la serie jalonada por Aureliano de
Arles, la Regula Tarnantensis, la Regula Ferreoli, sin hablar de su influencia
en España o Italia.
En este contexto, un tanto confuso, ha de
situarse la redacción de la más célebre y fecunda de estas reglas, la que
debemos a san Benito de Nursia, monje en Subiaco y luego en Monte Casino, donde
la compuso, según parece, hacia 540. Su relación con otros textos, y en
particular con la misteriosa Regula Magistri, es todavía hoy objeto de
ardientes discusiones, pero, cualquiera que sea el sentido de esta
dependencia, la comparación hace patente su originalidad y sus méritos:
sobriedad y precisión, sentido de la medida, sabio equilibrio, insistencia en
la estabilidad, la obediencia, la vida común. Es tradicional venerar a san
Benito como Padre de los monjes de Occidente; el título es justo, pero conviene
hacerle dos observaciones:
1. Aunque la Regla benedictina conoció
inmediatamente en Italia un comienzo de difusión, ésta se vio pronto
entorpecida por el desorden producido por la invasión lombarda: en 577 Monte
Casino era devastado y sus monjes debían refugiarse en Letrán; no llega a la
Galia hasta el siglo VII, y a España quizá más tarde. Sólo a partir de la época
carolingia y en particular gracias a la obra reformadora de san Benito de
Aniano (f. 821), esta Regla se hará de uso general y aparecerá en adelante
como una de las notas características del monacato occidental.
2. Ciertamente la Regla nos parece ya muy
occidental de espíritu, aunque sólo sea por lo que aparece en ella como
herencia de la tradición jurídica romana; pero el propio san Benito sigue
siendo aún un santo de tipo marcadamente oriental: en él hallamos los rasgos de
un taumaturgo pneumático, carismático, en la tradición inaugurada por san Antonio.
No se olvide que su Regla no pretende ser más que un régimen de vida destinado
a principiantes y que su capítulo LXXIII y último desemboca en una perspectiva
más amplia: más allá de este simple “comienzo de vida monástica”, aconseja, al
que aspira a la vida perfecta, que acuda a la escuela de los Padres antiguos, y
nos remite a las Conferencias, a las Instituciones de Juan Casiano, a las Vidas
de los Padres del Yermo así como a las Reglas de san Basilio.
En el fondo —y la observación vale no sólo
para san Benito, sino para todo este monacato de los países mediterráneos en
los siglos V y VI— nos hallamos todavía en presencia del ideal monástico
heredado de la Antigüedad; éste se define ante todo por la huida del mundo, y
entre los falsos valores de éste a los cuales renuncia figura en primer lugar
la cultura intelectual (en realidad, la cultura bastante decadente de los ambientes
cultos contemporáneos); sólo a partir de los siglos VII-VIII se desarrollará el
monacato culto y civilizador, específico del Occidente medieval.
La misma continuidad se observa en el
terreno de la piedad y de la vida religiosa: dentro de la línea marcada por el
siglo IV asistimos a un desarrollo del culto a los mártires y más generalmente
a los santos, dentro del cual, como en Oriente, destaca ahora de modo singular
el culto tributado a la Virgen María. A comienzos del siglo V todavía no se ha
establecido en Roma la costumbre de distinguir las diferentes iglesias por el
nombre de un santo; se las designa aún por el nombre del generoso donante: tal
es el caso de la vigésimoquinta iglesia titular, o parroquia urbana,
establecida en el pontificado del papa Inocencio (401-417), San Vital, que en
un principio es conocida por el nombre de titulus
Vestínae. Por el contrario, unos treinta años más larde, cuando a raíz del
concilio de Efeso, como se recordará, Sixto III decora magníficamente la
basílica reconstruida sobre el Esquilmo, no vacila en dedicar formalmente a la
Theotokos sus nuevas reconstrucciones:
Virgo Maria,
tibi Xystus nova tecta dicavi .
La costumbre se generaliza, y a finales
del siglo VI los fundadores de los antiguos títulos se ven todos precedidos del
epíteto de “santo”: el titulus Sabinae se convierte en Santa Sabina, el que había fundado el papa Marcos durante su
breve pontificado (336), San Marcos...
Este culto a los santos se manifiesta
también en la veneración a sus reliquias, con los inevitables abusos que
origina el interés apasionado por su posesión o su adquisición; en las
peregrinaciones a los santuarios en que se conservan estas reliquias o
recuerdos.
Los occidentales, como se ha visto, siguen
visitando los santuarios de Oriente; Roma y sus catacumbas reciben numerosos
peregrinos: la catedral de Monza, en Lombardia, conserva una colección de
ampollas que contuvieron aceite cogido en las lámparas que ardían ante las
memoriae de los distintos mártires romanos (cada una está identificada por una
etiqueta que indica su origen) y que un presbítero había llevado, para
satisfacer su devoción, a la reina de los lombardos, Teodolinda, en los años
590-604.
Como sucedió también a principios del
siglo XIX, pudo ocurrir que se tomasen por auténticos mártires simples fieles
inhumados en las catacumbas. Este culto se resiente, también, del ocaso general
de la cultura: para satisfacer la curiosidad de los devotos y peregrinos
comienza a multiplicarse una literatura legendaria que proporciona biografías
fantásticas de santos sobre los que las generaciones precedentes sólo habían
trasmitido a la posteridad el nombre y sus coordenadas hagiográficas (lugar de
su sepulcro y fecha de su conmemoración).
Poseemos, además, otros testimonios de
igual carencia de sentido histórico, de seriedad y a veces de sensatez. Así,
con ocasión del cisma que provocó la discutida elección del papa Símaco, cuestión
compleja que se prolongó de 498 a 507, sus partidarios no vacilaron, para mejor
defender su causa, en componer verdaderas falsificaciones. El problema era
saber si el papa acusado de diversos crímenes o delitos —al parecer, de manera
calumniosa— podía ser llevado ante un tribunal de obispos. Para mejor demostrar
que tal proceder era inadmisible, los apócrifos simaquianos imaginan que el
problema había sido planteado y resuelto en pontificados anteriores, de donde,
por ejemplo, el Constitutum Silvestri, protocolo de un pretendido concilio
celebrado en Roma en tiempos de Constantino, con asistencia del emperador
recientemente bautizado y milagrosamente curado de la lepra por el papa mismo.
Pero no hemos de detenernos demasiado en
estas desconcertantes manifestaciones de una cultura en vías de regresión; a
esta misma época y a este mismo ambiente hemos de reconocer el mérito de una
gran obra en todos sus aspectos digna de admiración: la elaboración de la
liturgia romana. Es entonces, en efecto, cuando llega a su madurez esta
liturgia que, a partir de la época carolingia invadirá el Occidente entero y
que, exceptuadas ciertas supervivencias locales (Milán, Lyon, Toledo), llega a
ser la liturgia común de toda la Iglesia latina
Ciertamente, en el momento en que nos
detenemos, semejante difsión todavía no está consumada, ni es siquiera
previsible. A pesar de los esfuerzos de los papas, que hubieran querido ver a
las diversas iglesias seguir el uso romano, persiste una gran variedad entre
las diversas tradiciones litúrgicas, que conservan todo su vigor —africana,
española (el calificativo tradicional “mozárabe” es anacrónico; sería más
exacto decir: visigótica), galicana, finalmente las de la Alta Italia, que
engloba la Italia Central: una carta del papa Inocencio al obispo de Gubbio
—apenas 120 kilómetros al norte de Roma— demuestra que a comienzos del siglo v
Umbría no ha adoptado aún los ritos de la capital. Tampoco parece haber una
uniformidad rigurosa en la misma Roma, donde hay que distinguir entre la
liturgia papal y la de los “títulos” presbiterales. Estamos todavía en un
período de creación: una vegetación en pleno desarrollo que crece copiosa, un
poco espesa.
También aquí nos limitaremos al examen del
sacrificio eucarístico. Como es natural, nuestro misal romano revela al examen
una estratificación compleja: cada época ha dejado en él su huella; la
aportación de los clérigos del Imperio carolingio es en particular notable,
hasta el punto de que se ha podido hablar de liturgia romano-franca. No obstante,
es innegable que sus caracteres constitutivos y buena parte de su redacción
definitiva se remontan a la Roma de los siglos V y VI.
Durante este período se fijan
definitivamente la disposición y el texto de la parte central del Ordinario, el
Canon. Sin duda el trabajo estaba ya más que iniciado; se trató sólo de dar una
última mano a la elaboración del texto. Todos los grandes papas de la época,
san León, Gelasio, Símaco, Vigilio, san Gregorio, contribuyeron a ello
introduciendo algunos retoques o algún inciso nuevo; se puede decir que a
partir de los años 600 la obra está acabada, los siglos posteriores sólo
cambiarán alguna palabra.
La misa latina ha alcanzado su forma: por
oposición a las iglesias orientales que pueden de ordinario elegir entre varias
liturgias, el Canon es fijo, exceptuados los Communicantes y Hanc igitur propios de algunas grandes fiestas y una no extensa colección de prefacios.
Paralelamente se organiza el Propio: selección de lecturas, redacción de
oraciones. El más antiguo leccionario romano nos da a conocer la repartición de
las perícopas, epístolas y evangelios, a lo largo del año litúrgico según se
utilizaba en el siglo VII: se puede ver que la selección era ya en sustancia
lo que se ha mantenido en uso, aunque con más variedad; las alusiones que
encontramos en los textos, las de las homilías de san León en particular,
permiten entrever que la tradición se había fijado con frecuencia mucho antes.
En cuanto a las oraciones nuestra documentación es mejor: poseemos varios
sacramentarlos antiguos, el primero de los cuales, el Leonianum, nos ofrece una compilación realizada poco después de
550; aquí también el análisis nos permite reconocer la mano de varios papas de
los siglos v y vi, san León, Gelasio, etc. Este repertorio revela la exuberante
riqueza de esta fase creadora, la posteridad suprimirá mucho: el Leoniano
contiene no menos de 267 prefacios diferentes; entre los sacramentarlos
posteriores, el Gelasiano (finales del siglo VII) sólo contiene ya 53, el Gregoriano
14; la colección del misal actual, según quedó fijado después del siglo VII,
es, como se sabe, todavía más limitada. Muchas de estas piezas —175 en el
Leoniano, según recuentos realizados— se han conservado sin cambio notable
hasta nuestros días; por otra parte, el estilo de estas oraciones antiguas ha
servido de modelo, de norma para composiciones ulteriores. Así, pues, el misal
romano recibió en esta época sus rasgos definitivos.
Aparte su importancia histórica, conviene
subrayar el valor propio, tanto desde el punto de vista de la cultura como
desde el punto de vista religioso, de esta gran creación. Los historiadores de
la lengua y de la literatura latinas no acostumbran hacerlo, pero deberían
presentar en la liturgia romana la última, aunque no la menor, obra maestra de
la civilización clásica.
El latín litúrgico es una variedad
original de la lengua literaria latina y como tal lengua culta, estilizada
(sería ingenuo buscar en ella un eco directo del habla cotidiana de la época);
lengua hierática que supo poner hábilmente la gravedad latina al servicio de lo
sagrado con sus elementos autoritario y jurídico; lengua culta que no olvidó
nada de la retórica helenística vulgarizada por las escuelas, con su
grandiosidad ciceroniana, ese equilibrio antitético de miembros paralelos, esa
búsqueda del ritmo, y todo ello manejado casi siempre con sobriedad; tan fiel,
sin embargo, al genio propio de la lengua latina, que nuestras oraciones
volvieron espontáneamente al estilo formulario de las más viejas oraciones de
la religión ancestral de los campesinos del Lacio; lengua, finalmente, que dispone
de un teclado rico y de gran variedad. Tenemos el estilo de los Prefacios,
caracterizado por un aire más oratorio, más lírico y al mismo tiempo por una
densidad teológica particular; estilo que conserva algo del carácter
improvisado que tuvo durante mucho tiempo este momento solemne de la liturgia,
estilo que contrasta con el más mesurado, casi lapidario, del resto del Canon.
La oposición es todavía más marcada si lo comparamos con el de las oraciones,
de frases muy cuidadas, de carácter a menudo más literario, de frase más
compleja, más cerrada, en una palabra, más culta.
Pero la liturgia no es una simple
colección de textos. Es preciso poner de relieve también el admirable acierto
que representa la misa solemne latina en cuanto ceremonia que se dirige a todo
un pueblo, que mueve a todo ese pueblo. Los romanos habían sido incomparables
en el arte de manejar a las multitudes, y desde este punto de vista la liturgia
tiene sus raíces en la más auténtica tradición imperial —la de las ceremonias
profanas, impregnadas a su vez de sagrado (en la atmósfera de la nueva
religiosidad no hay profano aislado), de lo que suele llamarse, con cierta
impropiedad en el término, “liturgia” imperial (las audiencias solemnes del
soberano del Bajo Imperio también utilizaban el marco basilical), “liturgia”
del hipódromo por sus procesiones características. La Iglesia supo aprovechar
esta técnica: la misa se halla ritmada también por tres procesiones solemnes,
las del Introito, el Ofertorio y la Comunión, acompañadas y realzadas por el
canto de salmos, hoy reducido a su antífona.
Finalmente, la comparación con las
liturgias orientales pone de manifiesto la originalidad de la misa romana en
el plano propiamente religioso : sobriedad, simplicidad, dignidad, lo cual no
excluye la grandiosidad; el sentido de lo sagrado no se halla menos presente
que en la liturgia oriental, pero se expresa bajo una forma distinta:
austeridad, reserva, una actitud en que descubrimos la tradición aristocrática
de Roma; el rasgo no cesará de acentuarse a medida que se marca más, en los planos
canónico, social y cultural, la separación entre cléricos y laicos.
El caso mayor de la liturgia muestra con
qué precaución se ha de manejar el concepto equívoco de decadencia: el juicio
del historiador no puede ser pura y simplemente negativo frente a este período
confuso, demasiado fácilmente definido como en los tiempos oscuros de nuestra
Europa occidental.
4. NACIMIENTO DE LA CRISTIANDAD MEDIEVAL
Lo mismo que los comienzos absolutos, es
difícil de discernir el instante final en que acaba un gran fenómeno cultural:
la tradición antigua, aunque reducida a una llama vacilante, tardó mucho en
extinguirse. Las condiciones en que se manifiesta “el resurgir de la vida
intelectual en la Iglesia visigoda” a finales del siglo VI inducen a afirmar
que “la tradición literaria había sobrevivido al siglo terrible que siguió a la
invasión de 410”. En la Galia Meridional, escuelas romanas subsistieron hasta
bastante avanzado el siglo v; cuando hayan desaparecido, la aristocracia
galo-romana mantendrá durante varias generaciones el culto a las letras en su
propio seno, por tradición familiar, y la Iglesia se sentirá enormemente
contenta de poder reclutar obispos en este ambiente culto. La cultura de tipo
clásico y sus instituciones escolares se mantuvieron mejor aún en la Italia ostrogoda
o en el Africa vándala y esto hasta la reconquista bizantina.
Sin pretender sobrevalorar el nivel de
esta cultura, se observará que junto a los retóricos de estilo ampuloso y lengua
artificiosa, sermo scholasticus, como
Enodio, que murió siendo obispo de Pavía en 521, se encuentran algunos
espíritus más firmes, más profundos, plenamente conscientes de los problemas
que planteaba el porvenir de la cultura cristiana: con Claudio Mamerto,
presbítero de Vienne (f. 474), la Galia produjo también un verdadero filósofo,
un neoplatónico cristiano, nutrido de Porfirio, que, mejor que su adversario,
el ingenuo Fausto de Riez (Lérins formaba hombres de espíritu más que
teólogos), supo medir la complejidad metafísica de un problema como el de la
naturaleza del alma. En Italia, Nápoles recibía a Eugipio, biógrafo de san
Severino, editor de san Agustín (f. después de 533); Roma a Dionisio el Exiguo,
un escita de Dobrogea, canonista, computista, traductor; un agente de unión,
capaz todavía de mantener el contacto con el mundo griego (aproximadamente
500-545).
Hemos hablado ya del gran Boecio, un
auténtico filósofo también que, cosa rara en un latino, había recibido (quizá
en la misma Alejandría) una formación filosófica regular. Mediante sus
manuales, sus traducciones y sus comentarios pretendió a la vez provocar un
renacimiento de los estudios filosóficos y, acabando la obra inaugurada por
Cicerón, naturalizarlos definitivamente en Occidente.
En un marco directamente concebido en
función de las exigencias de la fe cristiana, el papa Agapito y su amigo
Casiodoro habían emprendido la fundación en Roma de un centro de altos estudios
religiosos (535), programa que el segundo intentará realizar por su cuenta
cuando se retiró de la vida pública a su monasterio calabrés de Vivarium, donde
instalará un taller de editores y traductores y redactará sus tratados
enciclopédicos. Estos hombres trabajaban para la posteridad: las calamidades
de los tiempos impidieron que sus iniciativas fructificasen inmediatamente,
pero es bien sabido todo lo que la cultura medieval deberá a la obra de estos
fundadores, piadosamente recogida, transmitida, detenidamente meditada.
Una vez dueño de las provincias
occidentales que había reconquistado, Justiniano se preocupó de restaurar la
escuelas; como era de esperar, se establecieron relaciones con la capital
Constantinopla, no sin provecho a veces para la cultura religiosa del Africa
cristiana o de la España Meridional. Un alto funcionario de origen africano,
el cuestor Junilio, residente en Constantinopla por razón de su cargo, tradujo
al latín un manual de exégesis usado en la escuela nestoriana de Nisibe (f.
542); Leandro de Sevilla encontró allí, hacia 583, al futuro papa san Gregorio
que residía en la capital como apocrisiario (el equivalente de un nuncio de hoy).
Estas relaciones interesaban también a
Italia, pero ésta parece haberse aprovechado menos de ellas, por encontrarse
como exangüe, agotada por los veinte años de guerra (535-555), debidos a la
encarnizada resistencia de los ostrogodos al avance de los bizantinos; Roma en
particular había sufrido tanto que se hallaba como enterrada bajo sus ruinas.
Después de haberse apoderado de ella el 17 de diciembre de 546, el rey Totila,
temiendo no poder conservarla, decidió deportar toda su población a Campania:
durante cuarenta días Roma quedó teóricamente desierta, episodio impresionante
que divide simbólicamente en dos el largo destino de la Ciudad eterna. .
Apenas se había consolidado el orden
bizantino, los lombardos, uno de los pueblos germánicos menos tocados por la
civilización, se ponían en camino para invadir Italia (568). Rápidamente se
apoderan del valle del Po y se infiltran en la península. Es cierto que no
pueden arrojar a Bizancio, potencia marítima, de sus puntos de apoyo: islas de
Venecia, Rávena, Génova, Nápoles; pero se instalan en la inexpugnable espina
dorsal de los Apeninos; en 570-571 están en Espoleto y Benevento: Roma se ve
amenazada. De nuevo reina la guerra en estado crónico con todo su cortejo de
calamidades: saqueos, razzias, hambre, epidemias.
La unión con el Imperio de Oriente no era
siempre un bien para las Iglesias latinas; éstas se ven, por el hecho de esa
unión, mezcladas a disputas teológicas para las que se sentían muy mal
preparadas. Hemos visto con qué repugnancia los papas Vigilio y Pelagio se
habían dejado persuadir por Justiniano en la condenación de los Tres Capítulos;
todavía les costó más trabajo lograr que aceptaran esta decisión los obispos y
teólogos de Occidente que, poco al corriente de las sutilezas del neo-calcedonismo, juzgaban las cosas en bloque y desde lejos; en la nueva orientación
definida por el concilio de 553 sólo vieron una revancha de los monofisitas por
su derrota de 451.
Exceptuada Roma, la reacción de los
descontentos fue casi general —en África, donde la oposición encontró
polemistas capaces de formularla con energía, en Ilírico, en Dalmacia; toda la
Italia del Norte llega incluso a la secesión capitaneada por los metropolitanos
de Milán y de Aquilea (éste aprovecha la ocasión para arrogarse en 558 el
título de patriarca); la misma negativa, aunque sin llegar al cisma, por parte
de España y la Galia, más lejanas aún y peor informadas; el obispo Nizier de
Tréveris acusará paradójicamente a Justiniano de no querer ver en Cristo más
que un simple hombre.
Según el método ya conocido, Justiniano,
con mano enérgica, encarcela, destierra, depone o se atrae a los
recalcitrantes. Pero el avance lombardo hace que algunos escapen pronto a la
implacable autoridad imperial. Milán vuelve a la unión con Roma en 570-3,
aunque no ha desaparecido del todo la resistencia (la reina Teodolinda, aunque
católica, sigue adherida a los Tres Capítulos); pero el patriarca de Aquilea,
refugiado ahora en Grado (568), se obstina en el cisma; la actividad
perseverante de san Gregorio logrará arrancar de su obediencia cierto número de
obispos de Istria o de Venecia, pero la disidencia se eterniza. Para la sede de
Aquilea cesa en 607; sus últimos mantenedores no se reconciliarán hasta el
pontificado del papa Sergio (687-701).
La complejidad de la situación histórica
se manifiesta con una particular claridad en la figura, enormemente rica y
cautivadora, de san Gregorio (590-604). El sobrenombre de “Magno” que le ha
otorgado la posteridad aparece sin duda alguna bien merecido y por diversos
títulos, que corresponden a aspectos muy diferentes de su actividad. Vemos en
primer lugar un gran papa que, en la línea de sus predecesores de los siglos V
y VI, conduce la barca de Pedro con la energía y el espíritu autoritario de un
magistrado de la vieja Roma: Gregorio, antes de hacerse monje y de ser llamado
después al servicio de la Iglesia por su predecesor Pelagio II, había seguido
la carrera administrativa; en 573 lo vemos prefecto de la Ciudad; su epitafio
métrico dirá graciosamente de él que luego se convirtió en “cónsul de Dios”. Su
correspondencia —conservamos unas ochocientas cincuenta cartas— nos permite
ver la mano firme con que dirigía la iglesia —clero, monasterios, obras de
caridad—, vigilaba directamente a los obispos de la Italia peninsular que
dependían directamente de su autoridad, ejercía ésta sobre los metropolitanos
de las restantes regiones de Occidente con las que la situación política del
momento le permitía mantener o restablecer contacto. Las relaciones no habían
mejorado desde los tiempos de san León: un acontecimiento tan importante como
la conversión del rey Recaredo, con todo lo que entrañaba —la integración de
los visigodos de España en el catolicismo (587)—, tardó tres o cuatro años en
llegar al conocimiento del papa (591); hasta 599 no pudieron establecerse relaciones
directas entre san Gregorio y el rey de Toledo. Dondequiera que su espíritu vigilante
encuentra ocasión de intervenir, san Gregorio está atento a hacer valer sus
derechos; ya lo hemos visto actuar frente a las pretensiones del patriarca de
Constantinopla.
Como sus predecesores, tenía una idea muy
elevada de sus deberes de obispo; y a este respecto nos ha dejado la teoría de
su Tratado de Pastoral que, traducido en seguida (609) al griego en Antioquia,
lo será en el siglo IX al anglosajón por el rey Alfredo. San Gregorio se nos
presenta también como un continuador de la tradición patrística por su obra de
predicador, de comentador de la Escritura, de hagiógrafo (precisamente en sus
Diálogos nos han llegado algunos ecos, ya semilegendarios, de la vida de san
Benito). Obra original: sus Moralia,
meditación en treinta y cinco libros sobre el texto de Job, resultan
desconcertantes si se busca en ellos el equivalente de lo que nuestra ciencia
llama exégesis; en realidad son un manual de vida espiritual, una introducción
a la contemplación : entre san Agustín y san Bernardo, san Gregorio, teólogo
de la vida mística, aparece como uno de los más grandes maestros de la
espiritualidad occidental. Se comprende, pues, que la Edad Media, que
practicó mucho esa espiritualidad, le atribuyera un lugar, a un mismo nivel
con san Ambrosio, san Jerónimo y san Agustín, entre los cuatro grandes Doctores
de la Iglesia latina (el título aparece hacia 800, es oficial desde Bonifacio
VIII).
Hasta nuestros días no se ha comenzado a
reconocer el valor de este juicio. Durante mucho tiempo los modernos han
sentido cierta dificultad en colocar a san Gregorio en un lugar tan alto; eran
demasiado sensibles a lo que en él aparece como un reflejo de su tiempo, de
aquella época desventurada en que Italia a su vez se hundía en la barbarie. Cultura
empobrecida y anquilosada; ciertamente san Gregorio escribe en un latín de una
corrección que aún puede llamarse clásica, muy diferente de la larga corriente
que utilizaba san Benito en su Regla, su estilo es fácil y transparente, pero
su bagaje mental es muy limitado. Aborda el estudio de Job sin preocuparse
por saber qué escribieron antes de él sobre el tema Hilario,
Ambrosio, Agustín, Julián de Eclano... sin hablar de los orientales; pero san
Gregorio, que vivió varios años en Constantinopla, no aprendió griego.
En este universo reducido los problemas se
simplifican, desaparecen: “¿Quién escribió el libro de Job? ¿Moisés, uno de los
Profetas, el mismo Job? ¿A qué viene preguntárselo si, a fin de cuentas, es el
Espíritu Santo el que inspiró el libro?” Desde el punto de vista dogmático,
san Gregorio, como san León, está perfectamente dentro de la tradición agustiniana;
pero estos tres nombres, Agustín, León, Gregorio, jalonan un proceso que hemos
de llamar de decadencia; de uno a otro los matices se borran, las
dificultades ya no se sienten, se instala un dogmatismo tranquilo. La cuestión
ya no es elaborar una teología, ni siquiera defender la fe; derrotada la
herejía, se está en pacífica posesión dé la verdad; se trata sólo de
vivir de ella —si es posible hasta la perfección—. En esta obra existe un
contraste trágico entre la grandeza, la originalidad del pensamiento y la
mediocridad de los instrumentos de que dispone para realizarse. La cultura
antigua acaba aquí de reabsorberse.
La situación política en medio de la cual
se debate san Gregorio no es menos difícil. El santo no hubiera deseado mejor
cosa que no tener más preocupación que comportarse como obediente y solícito
súbdito del “piadosísimo” emperador de Constantinopla; en realidad siempre se
consideró como tal. Pero la falta, en espera de la desaparición, del poder
imperial en Italia obligó al papa, como en otras partes a los obispos, a
enfrentarse con una tarea que este poder se revela incapaz de realizar. Cuando
la amenaza lombarda es una realidad concreta, el gobernador bizantino, que
apenas logra defender Rávena, ni puede derrotar al enemigo ni resolverse a
dialogar con él; y así el papa se ve obligado a organizar personalmente la
defensa de Roma y luego, viendo la causa perdida, a tratar directamente con
los lombardos: Roma es provisionalmente salvada, pero al precio de un pesado
tributo, nueva carga que ha de soportar el tesoro de la Iglesia.
La administración civil padece una
debilidad semejante: los funcionarios son pagados con la misma irregularidad
que los soldados; de nuevo el papa debe recordarles su deber, velar que se
asegure el aprovisionamiento de trigo de Sicilia (el hambre y la peste son
para Roma una amenaza permanente), garantizar los servicios de asistencia
pública, ayuda a los indigentes, rescate de los cautivos caídos en manos de los
lombardos. De derecho, Roma continúa perteneciendo al Imperio (el duque que
representa a éste no desaparecerá hasta 725-757); en realidad, y cada día más,
el papa se ve obligado a ejercer las responsabilidades administrativas y
gubernamentales. Así se inicia la evolución que acabará en la constitución del
Estado pontificio; hemos entrado en el período propiamente medieval de la
historia de Roma: frente a los bárbaros la Iglesia es la única fuerza
organizada que puede aún encarnar la ciudad terrestre, ella es la que conduce
“el navío abandonado, sin piloto, en gran tempestad”
Roma ilustra de manera particularmente
viva un fenómeno general, común a todo el Occidente. Si en otras partes el
vacío institucional no fue tan completo, no obstante es innegable que los
reinos establecidos por los bárbaros, con su organización elemental, no
pudieron sustituir en todos los dominios al complejo edificio que había
representado el Imperio romano. Siempre que las instituciones temporales
faltaban, la Iglesia se vio obligada a ocupar su puesto y relevarlas en su
misión; de ahí la aparición de un nuevo sistema, el de la cristiandad sacral
que caracterizará durante largos siglos a la civilización de la Europa
Occidental.
Así sucedió, por ejemplo, en el dominio de
la educación. La época patrística nos hacía ver la estrecha simbiosis a que se
había llegado entre cristianismo y cultura clásica; mientras sobrevive algún
resto de ésta, la Iglesia continúa aprovechándolo: hemos visto reclutar al
episcopado galo entre los miembros de las familias senatoriales, las últimas
que conservaron vivo el cultivo de las letras. Pero cuando, tras la desaparición
de las instituciones escolares, también esta tradición se debilita
alarmantemente y amenaza extinguirse, la Iglesia se ve en la necesidad de
reaccionar y, sustituyendo a lo temporal que ha desaparecido, se encarga ella
misma de la formación intelectual, sin la cual el reclutamiento de un clero competente
quedaba comprometido, y con él la misma vida cristiana.
Encontramos aquí, pero en condiciones en
cierta manera invertidas, el fenómeno general que nos hacía observar el
nacimiento de las iglesias exteriores: el cristianismo es una religión culta,
no puede prescindir de un cierto nivel de cultura, de saber, de letras; lo
hemos visto, en Oriente, civilizar a los bárbaros, de Etiopía al Cáucaso; no
podía, sin ponerse en peligro, dejar que se barbarizara el Occidente.
Hasta entonces la Iglesia sólo había
asegurado la formación, pudiéramos decir profesional, de sus clérigos; su
instrucción, propiamente dicha, estaba asegurada por la escuela y la familia,
incluso cuando ingresaban siendo todavía niños, a título de lectores, en las
filas del clero episcopal. Sólo los monasterios, preocupados por preservarse al
máximo de todo contacto con el mundo, se encargaban por sí mismos de enseñar a
leer a sus jóvenes oblatos. Ahora es preciso que el propio obispo se preocupe
de equipar a sus clérigos con el mínimo de conocimientos, sin los cuales no
podrían ejercer correctamente su ministerio; de ahí la aparición, a comienzos
del siglo VI, de la escuela episcopal, núcleo a partir del cual surgirán
nuestras futuras universidades. Se entrevé su existencia en Provenza, en
tiempos del obispo san Cesáreo (503-542); por lo que se refiere a España, un
concilio de Toledo en 527 concreta su organización: los jóvenes clérigos
tonsurados se instruirán bajo la dirección de' un maestro nombrado para ello; a
los dieciocho años elegirán entre el matrimonio o el paso a las órdenes
mayores.
La institución se generaliza: un buen
número de hombres de Iglesia del siglo VI, sobre los que poseemos datos
biográficos, se nutrieron así desde su infancia, in litteris ecclesiasticis, a la sombra de algún sabio y santo
obispo. Tal fue el caso del futuro Gregorio de Tours (nacido en 538), que fue
educado por su tío Galo, obispo de Auvernia, y luego por su tío-abuelo san
Nizier de Lyon, que a su vez era hijo y nieto de obispos. Una simple ojeada a
su árbol genealógico muestra cómo, debido en parte a la entrada tardía en el
sacerdocio, las últimas familias senatoriales se transforman de manera
característica en familias sacerdotales.
Según las circunstancias, esta institución
nueva pudo nacer y desarrollarse en un sitio antes que en otro. Una curiosa
carta del papa san Gregorio Magno al obispo san Didier de Vienne reprocha
enérgicamente a éste por dedicarse a la enseñanza de la gramática. El verdadero
alcance del texto es discutido; quizá Didier orientaba demasiado su enseñanza
hacia las letras profanas; pero hay otra explicación posible: esta carta
pudiera muy bien reflejar la desproporción entre la situación cultural de Roma,
donde, incluso en 599, todavía se conservaba algo de la tradición literaria, y
la del valle del Ródano, donde las tinieblas eran más densas y donde se puede
pensar que el obispo tuvo que tomar en sus manos la formación, incluso la más
elemental, de sus clérigos.
Paralelamente, la multiplicación de las
parroquias rurales hacía más urgente aún la formación de un número mayor de
presbíteros, y esto en una coyuntura en que el contexto de civilización se
hacía más bárbaro. Fue necesario generalizar la solución adoptada para las
iglesias episcopales: de ahí la aparición de la escuela presbiteral. En la
misma Provenza, y también por inspiración de san Cesáreo, el II concilio de Vaison
(529) prescribe a todos los presbíteros encargados de parroquia que eduquen
cristianamente a algunos niños admitidos provisionalmente en calidad de
lectores, “para poder prepararse entre ellos dignos sucesores” —texto
verdaderamente célebre que es como el acta de nacimiento de nuestra escuela
popular rural, que ni la misma Antigüedad había conocido en una forma tan
general, de nuestra escuela primaria y, como se dirá después, de nuestra
escuela cristiana. Esta iniciativa, sin embargo, no es la primera
cronológicamente: el mismo concilio de Vaison se refiere a una costumbre ya
general en Italia, y en la misma Galia quizá encontremos ejemplos anteriores a
529. Este tipo de escuela se difunde rápidamente, respondiendo también a una
necesidad general: a lo largo de todo el siglo VI vemos a los concilios
preocuparse de apartar del sacerdocio a los candidatos sin formación e incluso
a los presbíteros ya ordenados que no se resignasen a aprender a leer
(Orleans, 533; Narbona, 589).
Nunca se insistirá demasiado en la
importancia de estas innovaciones pedagógicas; al generalizar un tipo de
educación que hasta entonces sólo era conocido en el interior de los claustros,
estas escuelas, episcopales o presbiterales, realizaron la síntesis entre el
maestro de escuela y el maestro de vida espiritual, entre la formación
intelectual y la formación religiosa, síntesis que no había conocido la
Antigüedad y que ignoraba todavía Bizancio; así se creó ese tipo de educación
cristiana a la que la Iglesia ha permanecido hasta nuestros días firmemente
fiel.
Por el momento, el hecho histórico que por
su importancia merece ser destacado es que esta escuela cristiana, creación
imperada por la necesidad de siglos oscuros, fue durante largos siglos la
única que conoció el Occidente. De ahí la ambigüedad característica que en la
Edad Media tiene el término “clérigo”: clericus significa alternativamente, y
casi siempre a la vez, miembro del clero y hombre culto. Con la instrucción,
se hace “clerical” toda la cultura —o casi toda (la única excepción está
representada por un notariado capacitado para redactar las actas escritas del
Derecho civil)—, cultura no sólo cristiana, sino de Iglesia; y este carácter
dominará durante varios siglos, hasta la aparición de una literatura
cortesana.
Cuando, en la segunda mitad del siglo VI,
la aristocracia de origen germánico comienza a asimilar un género de vida más
refinado que el de sus predecesores bárbaros, la vemos iniciarse en esta nueva
cultura de tipo enteramente clerical. Tomemos el caso de un nieto de Clodoveo, el
rey Chilperico de Neustria (761-584); ciertamente, su pretensión es restaurar
la cultura clásica, o más concretamente, imitar ese modelo prestigioso que es
el basileus de Constantinopla (el espejismo bizantino no cesará de seducir a
los latinos durante toda la primera parte de la Edad Media); pero su cultura es
plenamente la de los tiempos nuevos: sus ensayos en poesía latina resultan en
una poesía religiosa, imitada de Sedulio (conservamos un himno a san Medardo);
se aventura en la apologética, intentando convertir a un judío, e incluso en
la teología trinitaria, no sin escandalizar a sus obispos, asustados de su
colosal incompetencia...
Estos, por su parte, no estaban en
condiciones de hacerlo mucho mejor, exceptuado el dominio de la ortodoxia; el
nivel intelectual del clero de esta Galia franca es extremadamente bajo. En el
concilio de Macon (581), uno de los obispos presentes pretendía que el término
homo no podía ser aplicado a la mujer; se le refutó invocando los versículos o
expresiones de la Escritura en que el término “hombre” es aplicado a los dos
sexos. Anécdota célebre, y con frecuencia deformada (porque estos obispos
merovingios no llegaban a poner en duda la existencia del alma de la mujer),
que nos muestra un embrión de reflexión que comienza a realizarse a partir de
los elementos de la gramática, débil residuo al que se limitaba esta humilde
cultura de los tiempos bárbaros; es conocido el papel que desempeñará la
gramática en el desarrollo del pensamiento medieval: aquí asistimos a los
primeros balbuceos de una técnica naciente.
Este carácter eclesiástico no es exclusivo
de la cultura intelectual, lo encontramos en todos los dominios; distingue
netamente a esta cristiandad occidental del Bajo Imperio cristiano y del mundo
bizantino que, como se ha visto, continúa al primero. En él encontrábamos toda
una integración del ideal cristiano como principio animador de las instituciones
de la ciudad humana; podíamos hablar de una estructura bipolar: aunque estos
dos principios estuvieran íntimamente asociados, y a veces incluso mezclados,
teníamos, por un lado, a la Iglesia, y por otro, frente a ella, al emperador,
heredero de una tradición continua desde Augusto y Diocleciano; y con el
emperador, todo un sistema de valores propiamente temporales que, aun
cristianizados, habían conservado su estructura propia —comenzando por la
cultura, el conocimiento de Homero y de los clásicos.
En Occidente, al salir de la anarquía
bárbara, se reconstituye u organiza la civilización nueva en torno a la
Iglesia y en función de sus necesidades. El contraste aparece en la misma
correspondencia de san Gregorio Magno: llama la atención el tono diferente con
que el papa se dirige al emperador Mauricio o a su sucesor Focas por una parte,
y por otra a los príncipes merovingios, Childeberto II, su madre Brunequilda...;
de un lado, una humilde deferencia; de otro, un tono mucho más imperativo,
amonestaciones, sugestiones que son casi órdenes; san Gregorio les traza un
programa de acción, les conmina a trabajar por el progreso de la evangelización
y de la disciplina eclesiástica.
Se va perfilando con claridad la doctrina
de la función ministerial del soberano, el poder le es concedido para poner su
reino terrestre al servicio del reino de los cielos. Las fórmulas de que se
sirve san Gregorio son tan tajantes que en el siglo xi su lejano sucesor
Gregorio VII podrá reutilizar, en su lucha contra el emperador Enrique IV,
cierta cláusula de un privilegio de 602, amenazando con pérdida de derechos y
excomunión a cualquiera que osase resistir, aunque se tratara del mismo rey.
De ahí el papel que desempeña el
episcopado en la sociedad franca y, después de la conversión de Recaredo, en el
estado visigodo. Vemos, en efecto, a los obispos en el círculo inmediato del
rey como consejeros, y no sólo para los asuntos eclesiásticos, en su propia
ciudad, al lado y con frecuencia frente al conde, como en el Bajo Imperio,
haciendo de defensores naturales del pueblo contra la rapacidad del poder; los
servicios del Estado bárbaro están reducidos al mínimo y, como san Gregorio
en Roma, los obispos deben a menudo tomar la iniciativa y el peso de las obras
asistenciales, y hasta de los trabajos públicos.
Pero la obra de civilización, aun estando
íntimamente ligada a la acción del cristianismo, es sólo un aspecto
subordinado, si no accesorio, de la tarea principal que, entonces como siempre,
incumbía a la Iglesia: evangelizar, convertir, cristianizar. Tenía mucho que
hacer, incluso en Las regiones donde los movimientos de pueblos no la habían
barrido o seriamente perturbado: bajo el impacto de las invasiones, los viejos
fondos del paganismo ancestral con frecuencia habían revivido en las zonas
rurales, cuya conversión, como hemos visto, distaba mucho de estar acabada.
Por añadidura, los conquistadores germanos traían otras creencias o prácticas
supersticiosas, de cuya vitalidad dan testimonio tanto los textos como las
costumbres funerarias, reveladas por las excavaciones de sus cementerios.
Entre los deberes que san Gregorio señala
a Brunequilda, regente de Austrasia, figura la lucha contra la idolatría, el
culto de los árboles sagrados, los sacrificios de animales, porque —precisa el
papa— “muchos cristianos acuden a las iglesias sin apartarse por ello de los cultos
demoníacos”. Los numerosos concilios que durante el siglo VI se celebraron en
la Galia central no cesan de insistir en este problema. Sólo será resuelto a
la larga: los ritos paganos se degradan lentamente en el transcurso de las
generaciones, acabando relegados a prácticas clandestinas de hechicería, o
diluidos en el nivel inconsciente de costumbres folklóricas.
No fue menor el esfuerzo que hubo de
realizar la Iglesia para implantar el ideal moral del Evangelio en esta
sociedad tan hondamente barbarizada: la Historia Francorum, de Gregorio de
Tours, nos traza un cuadro impresionante de la brutalidad, del salvajismo de
sus costumbres, en las que sólo vemos violencias, crímenes, explosión
incontrolada de pasiones elementales. El mal ejemplo venía de arriba: son
horrorosos los crímenes de las familias reales, las sanguinarias figuras de
esas reinas rivales, como Fredegunda, esposa de Chilperico de Neustria, su
cuñada Brunequilda, a la que el hijo de la primera hará perecer un día, en un
suplicio ignominioso, como “asesina de diez reyes”.
La humanidad y la dulzura se refugian en
el claustro; tal es el caso de santa Radegunda, cautiva turingia tomada por
esposa por el rudo rey Clotario I, que se retira de la corte y funda en
Poitiers el monasterio de Santa Cruz (del nombre de la preciosa reliquia que le
envía el emperador Justino II); allí acaba sus días (587) en una atmósfera
recogida, donde la piedad más austera se ilumina con un rayo de humanismo (acoge
en Fortunato a uno de los últimos poetas de corte salidos de la Italia antigua)
y, podemos decir ya, de cortesanía.
Pero incluso en este asilo de paz las
viejas pasiones rugen: testigo el escándalo que ocasionaron dos nietas del
mismo Clotario, Chrodehilda y Basina, monjas de Santa Cruz (es cierto que la
segunda había sido llevada allí contra su voluntad por su madrastra
Fredegunda); se rebelan, salen del claustro, organizan una agresión armada y
encarcelan a la abadesa. Y cuando las autoridades conocen el hecho y quieren
intervenir, Chrodehilda responderá altanera: “¡Soy reina, hija de un rey,
prima de otro rey, no os libraréis de su venganza!”.
El mismo clero, empezando por los obispos,
se ve contaminado por ósmosis: la función episcopal lleva consigo demasiada
riqueza, demasiado prestigio y poder para que la ambición y la avidez no se
desencadenen en torno a ella. El papa y los concilios no cesan de clamar
contra la simonía y la ordenación de laicos mal preparados; los reyes manifiestan
una perniciosa tendencia a recompensar a sus leales concediéndoles un obispado
—así Bodegiselo, mayordomo de Chilperico, instalado por el favor real en la
sede de Mans, hombre codicioso y cruel, y por añadidura mal aconsejado por su
mujer, que contestaba: “¿Voy a dejar de vengar mis injurias por haberme hecho
clérigo
Afortunadamente, la Iglesia de estos
tiempos difíciles contó también con muchos santos: canonización popular,
espontánea, que tiene para nosotros el interés de reflejar la sensibilidad
religiosa del pueblo cristiano, sus reacciones profundas. Así, por ejemplo, su
protesta contra la crueldad, que se ha hecho general, se manifiesta en la
veneración de víctimas inocentes de una muerte inmerecida —el equivalente
de los “santos pacientes”, de la Iglesia rusa—, inspirada de una compasión,
de una piedad verdaderamente evangélica. Ya hemos citado el caso del rey
borgoñón san Segismundo; hubo muchos otros, así san Pretextato, obispo de
Rouen, víctima del odio de Fredegunda (586), o san Didier de Vienne (el mismo que
hemos visto reprendido como gramático), que pereció a consecuencia de las
intrigas fomentadas contra él por el odio de Brunequilda, con la connivencia,
es preciso reconocerlo, de su colega el obispo san Arigio de Lyon. Quizá
nuestra primera impresión de hombres modernos sea pensar que este pueblo
sencillo consideró cosa fácil la canonización, pero su gesto traduce el asombro
y la admiración de estas almas simples frente a la virtud que, a sus ojos y por
contraste con el desorden reinante, sólo se puede explicar por una efusión del
Espíritu: los tiempos eran poco propicios para el desarrollo de una vocación
media, los textos al menos sólo nos dan a conocer casos extremos y opuestos, de
criminales o de santos.
Entre éstos hallamos monjes y también
ermitaños, como san Valfroy, lombardo de origen, que quiso imitar en la Galia
del Norte, en Carignan, las hazañas de los estilitas orientales, exceso del que
fue disuadido pronto por la autoridad eclesiástica (f. 594). Pero es el
obispo quien representa sobre todo el tipo característico de santidad en este
tiempo, el obispo evangelizador, personalmente de una virtud ejemplar,
taumaturgo casi siempre, curandero, exorcista, pero también caritativo, rico en
obras, protector de los débiles, enérgico consejero de príncipes, apóstol de
la paz —hombre de Dios.
Es una época de fe robusta, un poco
simple, que no se para demasiado en escrúpulos críticos: encontramos el caso de
charlatanes que abusaron de su credulidad, del gusto general por lo
maravilloso, del interés apasionado por la posesión de reliquias. El culto a
los santos, la veneración a sus sepulcros y a sus restos no deja de presentar
algunos aspectos supersticiosos; sus santuarios son objeto de una gran veneración:
es la época en que el derecho de asilo, muy desarrollado, se respeta
generalmente. Es cierto que no siempre, pero los culpables no se consideran
seguros y sienten pesar sobre sí la maldición divina. Cuando los soldados de
Thierry I, en guerra contra su hermano Childeberto, saquearon la basílica de
San Julián de Brioude, los desgraciados autores del crimen se sintieron como
poseídos por un espíritu diabólico y atormentados por el santo mártir.
El sentimiento que parece dominar es el
del temor reverencial que inspira el poder soberano de Dios y de sus santos: la
amenaza del castigo, en esta tierra y en la otra vida, es el argumento mayor
que viene a reforzar las razones de un obispo que se esfuerza por mover al príncipe
al cumplimiento de sus deberes. La piedad ha tomado un carácter menos
comunitario, más individual: la preocupación por la salvación personal se ha
hecho obsesionante —de ahí la inquietud, sobre todo entre los poderosos con la conciencia a
menudo intranquila, de redimirse mediante la limosna, los legados piadosos,
las donaciones a iglesias, las fundaciones; Brunequilda, por ejemplo,
construye en Autun una iglesia dedicada a san Martín, un convento de monjas, un
hospicio u hospital. Se cuenta, quizá demasiado, con la comunión de los santos,
la reversibilidad de los méritos, las oraciones de la Iglesia: es más fácil
hacer celebrar una misa a intención propia que acercarse personalmente al sacramento...
Cristiandad sacral: el sentido de la
presencia de lo sagrado, de un sagrado en que lo tremendum supera a lo
fascinans, impregna la vida diaria, las mismas instituciones. Así se explica el
nacimiento de prácticas nuevas, extrañas al Derecho romano, que serán
codificadas en las colecciones de leyes nacionales que comienzan a redactarse:
la Ley Gombette de los borgoñeses, la Ley Sálica de los francos, a comienzos
del siglo VI; la mayoría, Leyes de los francos renanos, de los alamanes, de los
turingios, de los bávaros, lo serán en los siglos siguientes.
Tenemos, en primer lugar, el recurso regular, generalizado, al juramento: que el acusado o el defensor pudiera, como se decía, “purgarse” por el juramento supone un ambiente de civilización en que el nombre de Dios no era invocado a la ligera. Sin duda no era desconocido el perjurio, de ahí la institución, para reforzar a la primera, de los co juradores, cuya palabra venía a confirmar la del primer interesado; finalmente, la apelación directa al juicio de Dios, la ordalía, por la mano introducida en agua hirviendo o cogiendo un hierro al rojo, y el duelo judiciario: no se concebía que Dios pudiera abandonar al que se presentaba como campeón del derecho defendiendo una causa justa. Esta práctica no se implantó sin protestas por parte de hombres de Iglesia herederos de la tradición antigua: san Avito, arzobispo de Vienne (494518), entre los borgoñones; Casiodoro, que escribe en nombre del rey Teodorico para el Ilírico. Pero la corriente era demasiado poderosa; como se sabe, estas prácticas modelaron profundamente el Derecho medieval y las costumbres de Occidente; y todos saben también cuántos quebraderos de cabeza ha ocasionado a los moralistas de los últimos siglos la práctica del duelo, último eco de esta apelación al juicio de Dios 5. HACIA LA CONVERSIÓN DE LA EUROPA DEL NORTE .
Como ha sucedido con frecuencia en la
historia de la civilización, el paso de la Antigüedad a la Edad Media va
acompañado de un desplazamiento en la repartición geográfica de los focos culturales.
Mientras Italia sucumbe bajo las ruinas de la invasión lombarda, y la Galia
meridional ve finalmente extinguirse la tradición romana que se había mantenido
tenazmente durante mucho tiempo, en otros lugares despierta una vida nueva. El
primer renacimiento que encontramos es el de España: la destrucción del reino
suevo (585) y la conversión del rey Recaredo (587) completarán la unificación
política y religiosa de la Península Ibérica; ya se había operado una cierta
estabilización que, unida al estímulo de las aportaciones venidas de Bizancio o
de Africa, había hecho posible una renovación de los estudios eclesiásticos en
los monasterios y en el episcopado.
A partir de mediados del siglo VI se
manifiesta con Justo de Urgel, Apringio de Beja, comentadores el uno del Cantar
de los Cantares y el otro del Apocalipsis un poco más tarde, en los años
580-600, con Eutropio de Valencia, Liciniano de Cartagena, Leandro de Sevilla
(584-608), cuyo mayor título de gloria es haber educado a su hermano menor y sucesor
Isidoro (f. 636), cuya obra enciclopédica, a un mismo tiempo reunión de
materiales recuperados en la herencia de la erudición antigua y primer ensayo
de organización con vistas a una síntesis nueva, será durante toda la Edad
Media uno de los manuales básicos de la cultura occidental.
La anexión de Aquitania al reino franco,
tras la victoria de éste sobre los visigodos en Vouillé (507), tuvo
consecuencias favorables para la Galia del Norte, a la que hemos visto
cruelmente probada por el huracán de las invasiones; el Sur ayudó a la reconstrucción
de las provincias septentrionales u orientales, y en particular a la
reorganización de sus iglesias. El movimiento, de Nantes a Maestricht, tendrá
su apogeo en el siglo
Cuando se realizó otro movimiento a partir
de Aquilea, que en 580 logró restaurar las sedes episcopales del valle del
Drave en Carintia, encontró en la región presbíteros ordenados por los obispos
galos, lo cual dio origen a un conflicto de jurisdicción que hubo de ser
zanjado por el papa san Gregorio, testimonio indirecto de la actividad
misionera del clero franco en el interior de la Germania. Su acción iba a ser
relevada de modo inesperado por otros operarios de la evangelización llegados
de las islas británicas; pero esto exige que demos un paso atrás.
Hemos dejado a la Gran Bretaña
profundamente trastornada por la invasión anglosajona: entre 457 y 604,
nuestros documentos no mencionan nunca la ciudad de Londres; en el Este del
país, el cristianismo desaparece prácticamente bajo la avalancha de
conquistadores paganos; por el contrario, el aflujo de una parte de los
bretones hacia las regiones occidentales parece que tuvo una repercusión
favorable en la implantación del cristianismo. Aunque el barniz de romanidad
que habían recibido estas poblaciones desaparece muy pronto, prevaleciendo
definitivamente los caracteres celtas, la religión cristiana no sólo se
mantiene, sino que adquiere un notable auge en la península de Cornualles y en
el País de Gales: la repartición geográfica de las inscripciones cristianas de
los siglos V-VII que se han encontrado se extiende a muchos sitios que caen
fuera de los establecimientos de la época romana. Se trata del comienzo de un
nuevo período en la historia, tanto de la población del país como de su
iglesia. En la medida en que la incertidumbre de los documentos que de ellos
hablan nos permite captar la fisonomía de los santos que la ilustraron,
especialmente en el siglo VI, nos hallamos, en efecto, ante una iglesia de tipo
muy diferente (con relación a la de la época romana), una iglesia
eminentemente monástica y de rasgos celtas muy acusados, como la de san Illtud
(527-537), de sus discípulos o sucesores san Gildas (f. 570), san David de
Menevia (f. 601, que será el santo más venerado, el patrón del País de Gales),
san Sansón, muerto hacia 565-573 siendo obispo-abad de Dol, en Bretaña, adonde
los inmigrantes llegados de la gran isla trajeron consigo su fe cristiana y sus
tradiciones propias en materia de organización eclesiástica o de piedad.
Finalmente, como se sabe, de Gran Bretaña
salió san Patricio, el apóstol de Irlanda. Los comienzos del cristianismo en
esta isla, que había escapado a la dominación romana, están envueltos de
oscuridad, pero el papel decisivo desempeñado en su conversión por san Patricio
es indiscutible. Nacido, como hemos visto, en el seno de una vieja familia
cristiana, tenía unos dieciséis años cuando fue capturado por unos piratas
venidos de Irlanda; pasó allí seis años en esclavitud y se escapó al continente, donde acabó su
formación religiosa, sin duda en Auxerre, bajo la dirección de san Amatrio y de
su sucesor san Germán. Vuelto a su patria, se sintió llamado por Dios a la
evangelización de Irlanda, a la que se consagró en adelante y para la cual
recibió la consagración episcopal. Su apostolado parece ha de situarse de 432
a 461. Es difícil reconstituir las etapas y las vicisitudes de la
cristianización del país; tuvo que vencer, sin duda, la resistencia de la clase
de los druidas, poseedores de una tradición cultural que, no estando escrita,
entrañaba, no obstante, una gran riqueza de valores originales.
Esta tradición, el vigoroso temperamento
nacional que en ella se expresaba, unido al relativo aislamiento en que surgió
la cristiandad irlandesa, explican que, cuando ésta se nos muestra en plena
luz durante el siglo VI, presente caracteres muy particulares que distinguen a
su iglesia de todo el resto del Occidente latino: se puede hablar con justicia
de una iglesia celta.
Esta iglesia poseía costumbres propias,
algunas de las cuales provocarán más tarde violentos conflictos: forma
particular de la tonsura, utilización de un antiguo cómputo para calcular la
fecha de la Pascua... Pero el hecho más saliente es el extraordinario éxito que
tuvo el ideal monástico; el monacato conoció en Irlanda un desarrollo
prodigioso: como antes en Egipto, se asiste a un pulular de eremitorios, de
conventos de monjes y de monjas, que reúnen a veces a varios miles de miembros.
Hecho más notable aún: mientras que en todo el mundo cristiano la iglesia
episcopal constituye la célula fundamental de la organización religiosa, en
Irlanda y, en gran medida, también en los demás países celtas, es el monasterio
el que, de manera casi exclusiva, desempeña este papel. Su jurisdicción se
extiende a todo el territorio circundante; su abad mismo puede estar revestido
de la dignidad episcopal; si no lo está, utiliza para la liturgia los servicios
de uno o varios obispos claustrales puestos bajo su autoridad.
Este ambiente original sirvió de marco a
un importante florecimiento cultural. Como en las iglesias exteriores de
Oriente, la implantación del cristianismo suscitó en Irlanda la aparición de
una cultura literaria; cultura, en primer lugar, latina; como sucedió en todo
el resto del Occidente, incluso el germánico, el latín vino a ser en los
países celtas la única lengua litúrgica. Sin duda el gaélico poseía ya título
de nobleza (e incluso un alfabeto, el ogham, pero sólo se empleó en breves
inscripciones). En la época cristiana, el alfabeto latino servirá para
transcribir esta lengua, y en el siglo vi aparecen los primeros testimonios de
una literatura irlandesa de inspiración cristiana; hasta el siglo siguiente no aparecerá una literatura profana
de inspiración tradicional: los druidas sobrevivieron en la corporación de
“poetas”, y bardos. Paralelamente se desarrolla también una literatura
cristiana de expansión latina.
De esta manera, el estado monástico
exigía, aunque sólo fuera para recitar el salterio, un conocimiento mínimo de
esta lengua culta. Importa destacar que, a diferencia de los países romanos,
aquí el latín es aprendido como una lengua totalmente extranjera; de ahí el
recurso a una pedagogía original, por otra parte expeditiva: del alfabeto se
pasa directamente al desciframiento de algunos versículos de los salmos, según
un método que recuerda a la vez el arcaísmo de la escuela coránica y nuestras
técnicas modernas de “lectura global”.
No hay que sobrevalorar el nivel inicial de
esta enseñanza y de esta cultura que, trabajando a un ritmo bastante
rápido, procuraron, en primer lugar, satisfacer las necesidades más urgentes
de la vida religiosa. Pero era un punto de partida, un germen a partir del cual
creció progresivamente una curiosidad más amplia apoyada en conocimientos más
vastos y sólidos; de tal manera, que a finales del período que estudiamos
Irlanda aparecerá como un foco de civilización cuya luz se derrama sobre el
continente europeo casi completamente barbarizado; fue uno de los focos principales
en los que debía alimentarse el renacimiento carolingio y con éste todo el
desarrollo cultural del Occidente medieval y moderno.
Insula doctorum, pero antes insula
sanctorum. Irlanda se honra de haber dado una hermosa legión de santos, en
particular durante los siglos V y VI. Recordemos —para citar sólo algunos
nombres— a san Enda, que se estableció en la isla de Aran hacia 520; sus
contemporáneos san Finnian de Clonard y santa Brígida de Kildare, san Finnian
de Moville, san Brendan de Clonfert, san Ciaran de Clonmacnois, san Coemgen de
Glendalough (todos monasterios fundados hacia 540)...? De mayor interés será
esforzarse por definir la atmósfera original en que se desarrolla su
espiritualidad y que asegura a la iglesia celta un lugar aparte en el conjunto
del mundo cristiano.
Sostenida por un temperamento fogoso
inclinado a los extremos, esta espiritualidad se distingue por un ardor poco
común en la vida penitente, en la práctica de la mortificación y la ascesis;
encontramos aquí, a pesar de la diferencia de clima y de ambiente, la misma
atmósfera carismática, las mismas hazañas, los mismos excesos a veces, que
encontrábamos en los primeros Padres del Yermo, en Egipto o en Oriente. Asimismo,
muchas prácticas que vemos reaparecer en Irlanda tenían su equivalente en el
monacato oriental: pobreza, austeridad de alojamiento, restricción del sueño y
del alimento; los irlandeses practican a veces un ayuno absoluto y conocen la
curiosa práctica del ayuno “contra alguien” para hacer triunfar el derecho o su
voluntad contra un adversario; renuncia a los baños reconfortantes, e incluso
a la limpieza, practicando, por el contrario, la inmersión prolongada en un
estanque de agua helada; mortificaciones diversas llevadas hasta el desprecio,
a veces hasta el desafío, de la naturaleza; retiro, aislamiento, silencio,
obediencia rigurosa al maestro o al abad. Todo esto define una atmósfera un
poco tensa (las cumbres de la ascesis son consideradas como un equivalente
real del martirio) con algo de montaraz que sólo hace comprensible la
tendencia, tan característica del genio celta, hacia lo fantástico y
maravilloso.
Sin pretender con ello un inventario
exhaustivo, señalaremos aquí al menos dos de las costumbres características de
esta espiritualidad irlandesa a causa de la influencia profunda que ejercieron
en el conjunto de la cristiandad latina. En primer lugar, el papel atribuido a
la penitencia sacramental en su forma privada y reiterable; bajo esta forma,
que en otras partes no había salido de un estado embrionario (en España semejante
uso es todavía denunciado como escandaloso por el gran concilio de Toledo en
589), experimentó en los monasterios de Irlanda un extraordinario auge: la
confesión de las faltas, frecuente e incluso diaria, forma parte del régimen
normal de los ejercicios de ascesis. No se trata sólo de lo que nuestros
monjes conocen todavía hoy con el nombre de “capítulo de faltas” y “apertura
de conciencia” ante el superior, sino de la asociación de ésta al sacramento,
propiamente dicho, de penitencia. Esto es lo nuevo o lo que al menos se hace
general, aplicándose igualmente a los laicos que acuden a preguntar al abad o a
los presbíteros cómo expiar sus faltas.
Esta práctica se refleja en la curiosa
literatura, también de origen irlandés, de los libros penitenciales, que tasan,
con una precisión cuasi jurídica, la satisfacción que se ha de exigir teniendo
en cuenta la gravedad de las faltas, la calidad del culpable (monjes y
clérigos son tratados con más severidad que los simples laicos) y el grado de
voluntad; se impone, por ejemplo —sin hablar de otras mortificaciones u obras
piadosas—, el ayuno a pan y agua durante varios años por homicidio o adulterio,
un cierto número de días por faltas más ligeras. Un curioso sistema de
compensación permite cambiar una pena más larga por otra más breve, pero más
severa: un año a pan y agua puede ser computado, por ejemplo, por tres días (y
tres noches) sin tomar reposo, con oraciones o salmodias ininterrumpidas en el
santuario o “purgatorio” de un santo —por ejemplo, el de san Patricio— en una
isla del Lough Deig.
Estas prácticas nos parecen hoy casi
siempre muy rigurosas; sin embargo, el continente descubrió y adoptó con
alivio y agradecimiento esta forma de penitencia que respondía a una exigencia
pastoral hondamente sentida. Es conocida su evolución ulterior: el catolicismo
latino heredó así de la vieja Irlanda uno de los aspectos más característicos
de su piedad, la confesión frecuente y la asociación íntima del sacramento de
la penitencia con la dirección espiritual.
Otra de las prácticas ascéticas que con
mayor amor cultivaron los monjes celtas es el destierro voluntario, lo que
ellos llamaban peregrinari pro Christo, o pro amore Dei: abandonar su patria
y los suyos, marchar a vivir en un ambiente desconocido, siempre más o menos
hostil, y poner esta emigración al servicio de Cristo, es decir, en realidad,
trabajar en la evangelización de los pueblos extranjeros. Descontando la parte
que puede corresponder a elementos propiamente humanos —afición a la aventura,
cierta inestabilidad psicológica—, había en esto un ideal religioso de una
gran fecundidad; su popularidad fue tan asombrosa, que el término Scotti,
empleado primeramente por los romano-bretones para designar a los piratas que
infestaban el mar de Irlanda, vendrá a ser en el continente sinónimo de
“misioneros ambulantes de origen insular”.
Esta expansión espiritual se extendió a
Gran Bretaña por una parte, y a la Galia y la Germania por otra. Los monjes
irlandeses trabajaron primeramente en la conversión de los pictos, tribus
celtas de la Escocia actual, con los que no se había entablado contacto a
partir de la Bretaña romana. Se habla de la fundación por san Niniano del
monasterio de Candida Casa (Whithorn, en Galloway), al otro lado del muro de
Adriano, pero la fecha tradicional (397) parece demasiado temprana; el hecho
parece ha de situarse en los alrededores del año 500; por otra parte, la
influencia de este centro y su misma duración continúan siendo discutidas.
Sabemos, por el contrario, que san
Columcille, después de fundar varios monasterios en la propia Irlanda, abandonó
su isla natal en 583-5 para ir a restablecer en una pequeña isla, junto a la
costa Oeste de Escocia, el de Hy o Iona, que conoció pronto una gran
prosperidad y se convirtió en un centro de evangelización, cuya influencia se
extendió por todo el Norte de la gran isla, llegando a las Oreadas; finalmente,
su acción recaerá, por una especie de movimiento envolvente, sobre los mismos
anglosajones, con quienes los bretones estaban demasiado complicados en guerra
para poder pensar en un trabajo de conversión. Un monje de Yona, san Aidan, irá
en 655 a fundar el monasterio de Lindisfarne en un islote frente a
Northumberland, y esto a petición del rey Oswald, que se había convertido
durante un destierro en país celta y cristiano. Lindisfarne se convirtió en una
segunda “isla santa”, desde donde difundió el Evangelio entre los
conquistadores germánicos del país.
Su acción no fue la única que se ejerció
sobre ellos. En 597 había desembarcado en territorio de Kent un grupo de
misioneros directamente enviados desde Roma por san Gregorio Magno. Este no era
el primer papa que se preocupaba de la conversión de estas islas nórdicas: la
crónica de Próspero de Aquitania, bien informado, pues escribía desde la misma
Roma, señala que en 431 el papa Celestino había ordenado a su diácono Palladio
como primer obispo destinado a Irlanda; no sabemos nada más de este Palladio al
que, debido precisamente a este silencio, se ha querido identificar con san
Patricio, al parecer sin suficientes razones. ¿Se llevó a cabo esta misión? En
todo caso, es cierto que no dejó huellas muy visibles.
Mucho más fecunda debía ser la iniciativa
de san Gregorio. Este envió, destinado no a los celtas, sino a los
anglosajones, un equipo de misioneros dirigidos por un monje del convento que
él mismo había establecido en su propia casa familiar del Coelius, san
Agustín, que había de ser el primer arzobispo de Canterbury. Los expedicionarios
encontraron el camino bien preparado gracias a la influencia de una princesa
franca, cristiana y católica, la reina Berta, biznieta de Clodoveo y esposa del
rey de Kent, Etelberto. Este se convirtió pronto, y recibió el bautismo el
mismo año 597, así como un número importante de sus súbditos.
El movimiento se propagó rápidamente: en
604, san Agustín podía crear dos obispados sufragáneos de Canterbury en Londres
y Rochester. Esto, sin embargo, era sólo un primer impulso; será necesario que
esta base inicial se vea reforzada por una nueva misión organizada por el papa
Vitaliano; una incomprensión recíproca impedirá durante largo tiempo la
colaboración efectiva de los dos apostolados, el celta y el romano; de todos
modos, es un hecho que por obra, en definitiva, convergente, de este doble
esfuerzo, la conversión de los anglosajones se hallaba ya hacia el año 600 en
camino de auténtica realización.
Mientras tanto, por una rara combinación
de influencias, los Scotti habían llegado al continente para, con su trabajo,
completar y consolidar la obra de evangelización. El gran nombre que aquí
hemos de destacar es el de san Columbano. Salido del monasterio de san Comgall
en Bangor, marchó a la Galia con doce compañeros en 590-1, estableciéndose en
la Borgoña del rey Gontran, donde fundó sucesivamente los tres monasterios
cercanos a Annegray, Luxeuil y Fontaine; el segundo sobre todo adquirió un
gran desarrollo; por su influencia personal, apoyada en la redacción de sus
Reglas y de su Penitencial de una austeridad y una severidad muy irlandesas,
san Columbano ejerció un poderoso influjo en los monjes que acudían a ponerse
bajo su dirección y en las multitudes que se llegaban a él para reconciliarse
con Dios.
Al cabo de veinte años, se atrajo la
cólera del rey y de su abuela, la terrible Brunequilda, por haber mantenido
ante ellos con demasiada firmeza las exigencias de la moral cristiana, fue
condenado al destierro; pero en el momento en que lo embarcaban en Nantes rumbo
a las islas, pudo escapar y, atravesando la Neustria de Clotario II y la
Austrasia de Teodeberto, llegó al país del Mosela y el Rhin, despertando en
todas partes el mismo entusiasmo, suscitando vocaciones que, especialmente en
Brie, al Este de París, hicieron nacer pronto nuevos monasterios, que
estableció él personalmente como en Bregenz, en un extremo del lago de
Constanza, o por medio de discípulos que siembra en el camino, como san Galo,
que, después de haberle acompañado desde Bangor, lo deja para ir a fundar la
abadía que conservará su nombre. La acción de san Columbano no tuvo por objeto
sólo reanimar o vivificar la fe de las poblaciones cristianas que atravesaba;
también se preocupó de anunciar el Evangelio a los paganos, todavía numerosos
entre los germanos, especialmente entre los alamanes de la Alsacia y la Suiza
actuales, que hasta entonces apenas habían sido rozados por los misioneros enviados
por la corte merovingia. La predicación de san Columbano, la de sus discípulos,
unida a los demás esfuerzos en el mismo sentido, hará mucho para lograr la
conversión de este pueblo que, a pesar de ello, no estará acabada hasta mucho
más tarde.
Peregrino por Cristo hasta el fin, san
Columbano dejará Bregenz, atravesará los Alpes, para establecer en los Apeninos
ligures el monasterio de Bobbio, ciudadela del catolicismo frente al
arrianismo de los lombardos, donde murió en 615.
Este primer volumen abandona al lector en
un movimiento que se halla en plena expansión. Con los anglosajones y los
alamanes, en efecto, la conversión de los pueblos germánicos, instalados en el
límite de los países romanos, está en marcha; este movimiento se extenderá durante
las generaciones y los siglos siguientes. Una vez acabada, la conversión de la
Europa del Norte dará a la Europa Occidental su figura definitiva; acarreará
como consecuencia un desplazamiento del eje de la cristiandad latina.
La Antigüedad nos había mostrado al mundo
cristiano instalarse y vivir en torno al hogar mediterráneo; en la Edad Media,
el área de la cristiandad occidental se ve en cierto sentido deportada hacia el
Norte y viene a ser esencialmente continental. La conquista por los árabes del
Maghreb y luego de España vendrá sin duda a reforzar este fenómeno, pero había
comenzado a manifestarse ya a partir de la invasión vándala, con el
derrumbamiento del Africa romana y el progresivo debilitamiento de su iglesia.
La historia del cristianismo en la Antigüedad se nos ha presentado con
frecuencia como animada por el diálogo, y a veces la oposición, entre las
iglesias orientales y la iglesia latina; la conversión de la Europa del Norte,
las influencias germánicas y celtas (debidas las primeras a las invasiones, las
otras a la acción de los misioneros Scotti), la divergencia, finalmente, de los
caminos seguidos, cada uno por su parte, por griegos y latinos, sustituyen
este primer tipo de tensión dialéctica por nuevos temas de diálogo entre celtas
y continentales, entre germanos y romanos que, con relación a la antigüedad
cristiana, pueden servir para caracterizar la originalidad de la cristiandad
medieval.
LA IGLESIA EN LA EDAD MEDIA
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